Apreciado Borja:
Como continuación de la preocupación expresada en nuestra reunión del pasado
jueves, he podido comprobar que desde medios de comunicación afines al
Gobierno y Telefónica se está intentando contaminar el debate con alusiones
a la necesidad de combatir los ciberdelitos en general y la pornografía
infantil en particular, para lo que sería necesario aprobar la Ley de
Servicios de la Sociedad de la Información en su actual redactado.
Si de verdad se quiere combatir el delito en la Red, el Gobierno debe
ejecutar el mandato contenido en la Declaración de Derechos en Internet
aprobada por el Senado, creando una Fiscalía Especial de Delitos
Informáticos y dotando de medios adecuados a los Jueces y a la Policía
Judicial, que están totalmente desbordados precisamente por la falta de
previsión del Gobierno, al que al parecer no le interesa un Poder Judicial
fuerte. El delito debe perseguirse con el Código Penal en la mano, no con
multas administrativas.
A todos nos interesa que la Internet española sea fuente de progreso y
libertad, y que de la misma sean erradicados aquellos contenidos que atentan
derechos fundamentales, muy especialmente cuando los perjudicados son
menores de edad. Pero las actuaciones legislativas en dicho sentido deben
llevarse a cabo garantizando la libertad de prensa, que es el principal
bastión de una sociedad libre.
El actual redactado de la LSSI también perjudica notablemente las
iniciativas empresariales españolas en Internet. Corremos el riesgo de que
el mercado latinoamericano quede en manos de las empresas que, ya hoy, están
asentando en Miami su centro de operaciones. España no puede permitirse el
lujo de perder el tren del futuro, para lo que es fundamental tener una
presencia activa en Latinoamérica, que en caso contrario quedaría en manos
del mundo anglosajón.
Te ruego reflexiones sobre las palabras que te adjunto, extraídas de
"Sostiene Pereira", de Antonio Tabucchi. Me gustaría pensar que estamos
equivocados, porque no quiero ni tan siquiera imaginar que algún día un
periodista digital se vea obligado a emprender el camino del exilio. En tus
manos está el evitarlo.
Recibe mi más afectuoso saludo.
Carlos Sánchez Almeida
Pereira regresó a su casa. Fue al dormitorio y quitó la toalla de la cara de
Monteiro Rossi. Le cubrió con una sábana. Luego fue a su estudio y se sentó
ante la máquina de escribir. Escribió como título: "Asesinato de un
periodista". Después, unas líneas más abajo, empezó a escribir: "Se llamaba
Francesco Monteiro Rossi, era de origen italiano. Colaboraba en nuestro
periódico con artículos y necrológicas. Escribió textos sobre los grandes
escritores de nuestra época, como Maiakovski, Marinetti, D' Annunzio y
García Lorca. Sus artículos no han sido publicados todavía, pero quizá un
día vean la luz. Era un muchacho alegre, que amaba la vida pero a quien se
le había encargado escribir sobre la muerte, labor a la que no se negó. y
esta noche la muerte ha ido a buscarle. Ayer por la noche, mientras cenaba
en casa del director de la página cultural del Lisboa, el señor Pereira,
autor de este artículo, tres hombres armados irrumpieron en el apartamento.
Se presentaron como policía política, pero no exhibieron documentación
alguna que avalara sus palabras. Debería excluirse que se trate de
verdaderos policías porque iban de paisano y porque es de suponer que la
policía de nuestro país no usa estos métodos. Eran malhechores que actuaban
con la complicidad de no se sabe quién, y sería deseable que las autoridades
indagaran sobre este vergonzoso suceso. Los dirigía un hombre delgado y
bajo, con bigote y perilla, al que los otros llamaban comandante. A los
otros dos su comandante les llamó varias veces por sus nombres. Si los
nombres no eran falsos, se llaman Fonseca y Lima, son dos hombres altos y
robustos, de tez oscura, con expresión poco inteligente. Mientras el hombre
delgado y bajo retenía con su pistola a quien esto escribe, Fonseca y Lima
arrastraron a Monteiro Rossi hasta el dormitorio para interrogarle, según
ellos mismos declararon. Quien esto escribe oyó golpes y gritos sofocados.
Después los dos hombres dijeron que habían hecho su trabajo. Los tres
abandonaron rápidamente el domicilio de quien esto escribe amenazándole de
muerte si divulgaba el suceso. Quien esto escribe se dirigió al dormitorio y
no pudo hacer nada más que constatar el fallecimiento del joven Monteiro
Rossi. Fue apaleado con saña, y los golpes, propinados con una porra o la
culata de una pistola, le hundieron el cráneo. Su cadáver se encuentra
actualmente en el segundo piso de la Rua da Saudade número 22, en casa de
quien esto escribe. Monteiro Rossi era huérfano y no tenía parientes. Estaba
enamorado de una muchacha bella y dulce cuyo nombre desconocemos. Sólo
sabemos que tenía el cabello de color cobrizo y que amaba la cultura. A esta
muchacha, si nos lee, le enviamos nuestro más sincero pésame y nuestro más
afectuoso saludo. Invitamos a las autoridades competentes a vigilar
atentamente estos episodios de violencia, que a su sombra, y tal vez con la
complicidad de alguien, se están perpetrando hoy en Portugal."
Pereira corrió el carro y debajo, a la derecha, puso su nombre: Pereira.
Firmó sólo Pereira, porque era así como le conocían todos, por el apellido,
como había firmado todas sus crónicas de sucesos durante tantos años.
Levantó los ojos hacia la ventana y vio que alboreaba en las ramas de las
palmeras del cuartel de enfrente. Oyó un toque de corneta. Pereira se
recostó en un sillón y se quedó dormido. Cuando se despertó era ya de día y
Pereira miró alarmado el reloj. Pensó que debía actuar con rapidez,
sostiene. Se afeitó, se lavó la cara con agua fría y salió. Encontró un taxi
frente a la catedral y se hizo llevar hasta su redacción. En su garita
estaba Celeste, quien le saludó con aire cordial. ¿Hay algo para mí?
,preguntó Pereira. Ninguna novedad, señor Pereira, respondió Celeste, lo
único es que me han dado una semana de vacaciones. y mostrándole el
calendario continuó: Volveré el próximo sábado, durante una semana tendrá
que arreglárselas sin mí, hoy en día el Estado protege a los más débiles, o
sea, la gente como yo, por algo somos corporativistas. Procuraremos no
echarla demasiado en falta, murmuró Pereira, y subió la escalera. Entró en
la redacción y cogió del archivador la carpeta donde estaba escrito
"Necrológicas". La puso en una bolsa de cuero y salió. Se detuvo en el Café
Orquídea y pensó que tenía tiempo para sentarse cinco minutos y tomarse
algo. ¿Una limonada, señor Pereira? , le preguntó solícito Manuel mientras
él se sentaba a una mesa. No, respondió Pereira, tomaré un oporto seco,
prefiero un oporto seco. Es una novedad, señor Pereira, dijo Manuel, y más
a, estas horas, pero de todos modos me alegra, eso quiere decir que está
mejor. Manuel le puso un vaso y le dejó la botella. Mire, señor Pereira,
dijo Manuel, le dejo la botella, si tiene ganas de tomarse otro vaso,
tómeselo tranquilamente, y si desea un cigarro se lo traigo enseguida. T
ráeme un cigarro ligero, dijo Pereira, por cierto, Manuel, tú que tienes un
amigo que sintoniza radio Londres, ¿qué noticias hay? Parece que los
republicanos están recibiendo duramente, dijo Manuel, pero ¿sabe una cosa,
señor Pereira? , dijo bajando la voz, también han hablado de Portugal. ¿Ah,
sí? , dijo Pereira, ¿y qué dicen de nosotros? Dicen que vivimos en una
dictadura, respondió el camarero, y que la policía está torturando a la
gente. ¿ y tú que dices, Manuel? , preguntó Pereira. Manuel se rascó la
cabeza. ¿ y qué dice usted, señor Pereira? , replicó, usted está en el
periodismo y sabe de estas cosas. Yo digo que los ingleses tienen razón,
declaró Pereira. Encendió el cigarro y pagó la cuenta, después salió y cogió
un taxi para ir a la imprenta. Cuando llegó, encontró al encargado muy
atareado. El periódico entra en máquinas dentro de una hora, dijo el
encargado, señor Pereira, ha hecho bien en publicar el cuento de Camilo
Castelo Branco, es una maravilla, lo leí de pequeño en la escuela, pero
sigue siendo una maravilla. Habrá que acortarlo en una columna, dijo
Pereira, tengo aquí un artículo que cierra la página cultural, es una
necrológica. Pereira le tendió la hoja, el encargado la leyó y se rascó la
cabeza. Señor Pereira, dijo el encargado, es un asunto muy delicado, me lo
trae usted en el último momento y no tiene el visto bueno de la censura, me
parece que aquí se habla de sucesos muy graves. Mire, señor Pedro, dijo
Pereira, nos conocemos desde hace casi treinta años, desde cuando me ocupaba
de la crónica de sucesos en el periódico más importante de Lisboa, ¿alguna
vez le he causado problemas? Nunca me los ha causado, respondió el
encargado, pero los tiempos han cambiado, ahora no es como antes, ahora hay
un montón de burocracia y tengo que respetarla, señor Pereira. Escuche,
señor Pedro, dijo Pereira, en la censura me han dado el permiso verbalmente,
he telefoneado desde la redacción hace media hora, he hablado con el mayor
Lourenço, él está de acuerdo. Pero sería mejor telefonear al director,
objetó el encargado. Pereira dio un profundo suspiro y dijo: De acuerdo,
telefonee usted, señor Pedro. El encargado marcó el número y Pereira
permaneció escuchando con el corazón en un puño. Comprendió que el encargado
estaba hablando con la señorita Filipa. El director ha salido a comer, dijo
el señor Pedro, he hablado con la secretaria, no regresará hasta las tres. A
las tres el periódico ya está listo, dijo Pereira, no podemos esperar hasta
las tres. Efectivamente, no podemos, dijo el encargado, no sé qué hacer,
señor Pereira. Mire, sugirió Pereira, lo mejor es telefonear directamente a
la censura, quizá consigamos hablar con el mayor Lourenço. El mayor
Lourenço, exclamó el encargado como si tuviera miedo de aquel nombre, ¿con
él directamente? Es un amigo, dijo Pereira fingiendo restarle importancia,
esta mañana le he leído mi artículo, está completamente de acuerdo, hablo
con él todos los días, señor Pedro, es mi trabajo. Pereira cogió el teléfono
y marcó el número de la clínica talasoterápica de Parede. Oyó la voz del
doctor Cardoso. Oiga, mayor, dijo Pereira, soy el señor Pereira del Lisboa,
estoy en la imprenta para incorporar ese artículo que le he leído esta
mañana, pero el tipógrafo está indeciso porque falta el sello de visto
bueno, intente convencerle, ahora se lo paso. Le dio el auricular al
encargado y le observó mientras hablaba. El señor Pedro empezó a asentir.
Claro, señor mayor, decía, de acuerdo, señor mayor. Después colgó el
auricular y miró a Pereira. ¿ y bien? , preguntó Pereira. Dice que la
policía portuguesa no tiene miedo a estos escándalos, dijo el tipógrafo, que
andan sueltos malhechores que hay que denunciar y que su artículo tiene que
salir hoy, señor Pereira, es todo lo que me ha dicho. y después continuó: y
me ha dicho también: Diga al señor Pereira que escriba un artículo sobre el
alma, que todos lo necesitamos, eso me ha dicho, señor Pereira. Estaría
bromeando, dijo Pereira, ya hablaré mañana yo con él.
Dejó su artículo al señor Pedro y salió. Se sentía agotado y tenía la tripa
alborotada. Pensó en detenerse a comer un bocadillo en el café de la
esquina, pero sólo pidió una limonada. Luego cogió un taxi y se hizo llevar
hasta la catedral. Entró en casa con cautela, con el temor de que alguien le
estuviera esperando. Pero no había nadie, sólo un gran silencio. Fue al
dormitorio y echó una mirada a la sábana que cubría el cuerpo de Monteiro
Rossi. Después cogió una pequeña maleta, puso lo estrictamente necesario y
la carpeta de las necrológicas. Fue ala estantería y empezó a hojear los
pasaportes de Monteiro Rossi. Finalmente encontró uno apropiado para el
caso. Era un buen pasaporte francés, muy bien hecho, la fotografía era de un
hombre grueso con bolsas bajo los ojos, y la edad se correspondía con la
suya. Se llamaba Baudin, François Baudin. Le pareció un buen nombre, a
Pereira. Lo metió en la maleta y cogió el retrato de su esposa. T e llevaré
conmigo, le dijo, será mejor que vengas conmigo. Lo puso con la cara hacia
arriba, para que respirara bien. Después echó una mirada a su alrededor y
consultó el reloj. Era mejor darse prisa, el Lisboa saldría dentro de poco y
no había tiempo que perder, sostiene Pereira.
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Extracto de "Sostiene Pereira", de Antonio Tabucchi, últimas páginas.