DYNAMIS. Acta Hisp. Med. Sci. Hist. Illus. 2001, 21, 487-559.

Theodore PORTER. Trust in Numbers. The Pursuit of Objectivity in Science and Public Life, Princeton, Princeton University Press, 1995, 310 pp. ISBN: 0-691-03776-0 [£ 45.00].


Una cuestión siempre relevante ante la lectura de un texto es intentar valorar la originalidad de sus aportaciones. La originalidad, al menos para quienes hacemos historia pues esto sería objeto de un largo debate interdisci-plinar, no siempre significa ideas teóricas o interpretaciones históricas arries-gadas. En muchos casos, la comunidad de historiadores e historiadoras acep-tamos o, en términos de Fleck, nuestra particular «armonía de ilusiones» nos permite considerar como originalidad el uso de determinados archivos o fuen-tes, el acercamiento metodológico más o menos novedoso o, incluso, la hipó-tesis de partida del trabajo. Hay que reconocer que encontrar originalidad en varios de estos aspectos suele ser bastante más infrecuente y aún más lo es el hecho de que originalidad vaya aparejada con precisión en la información, convicción de los argumentos, singularidad en el estilo narrativo, solidez del marco teórico manejado y fertilidad en la agenda de investigación propuesta para el futuro.

Este preámbulo me ha parecido necesario a la hora de reflexionar sobre un texto que, desde su edición en pasta dura en 1995, ha obtenido más de cuarenta reseñas en revistas muy diversas que han dado pie a la publicación de una reseña de reseñas reciente (Social Studies of Science, 29, 1999, 629-637) y que fue galardonado por la Society for Social Studies of Science con el Ludwick Fleck Prize en 1997. 

El autor partía de una pregunta: ¿el uso en materia pública de las técnicas estadísticas o de cuantificación fue un resultado del éxito adquirido por las matemáticas en las ciencias de la naturaleza? La respuesta de Porter es nega-tiva, es decir, las razones del éxito de los métodos cuantitativos en la toma de decisiones políticas no hay que buscarlas en la ciencia sino en las culturas políticas y burocráticas nacionales. 

Uno de los aspectos originales del texto es la definición misma de cuantificación, objeto de la monografía, que Porter denomina «tecnologías de la distancia», es decir, procedimientos del conocer que minimizan la necesidad de confianza personal entre colegas y que generan conocimiento que puede universalizarse independientemente de las personas y objetos de estudio par-ticulares. Cuantificación, en este sentido, sería sinónimo de objetividad, cuya forma y significado es producido por el contexto político y cultural. Esta definición sería uno de los aspectos controvertidos del texto. 

Merece un comentario la manera en la que el autor articula el uso de fuentes originales y casos históricos con la bibliografía reciente y la reflexión teórica. Su modo se acerca más a un ensayo sobre la objetividad como proce-dimiento social que a una monografía sobre una profesión, comunidad o contexto histórico específico. Sin embargo, las consideraciones teóricas no siempre están bien articuladas y, por momentos, resultan algo oportunistas pues la principal hipótesis explicativa del libro adolece de cierta simplicidad en relación a otros muchos flecos teóricos que se apuntan. Por otro lado, la multiplicidad de contextos (temporales, nacionales, científicos o políticos) no siempre contribuyen a la claridad expositiva. En los inicios de la lectura del texto yo misma anotaba que el texto no iba a producir lectores agradecidos. 

El libro se estructura en tres partes y nueve capítulos. Aunque las limita-ciones del trabajo son reconocidas por el propio Porter desde la introducción misma del texto (p. xi), es de lamentar que no haga referencia alguna a la historia de la colonización, donde el papel de la objetivación fue clave, y que se centre, exclusivamente, en Francia, Inglaterra y Norteamérica y en ciertas elites. Tras un capítulo introductorio donde intenta incluir la cuestión de la objetividad en la literatura crítica reciente (Hacking, Latour, entre otros), en el capítulo dos enmarca los procesos de cuantificación en una historia de la información como necesidad de comunicación vinculada a lo que Habermas ha denominado la esfera de lo público. Porter intenta ilustrar a través de algunos ejemplos, como el de la construcción de «categorías uniformes de producción» por burócratas y comerciantes del trigo del Chicago Board of Trade hacia 1850, la manera en la que objetividad y cuantificación sirvieron para extender el poder del conocimiento a grandes territorios y objetos diversos y fueron una respuesta o una adaptación a un mundo en cambio en el que las relaciones individuales, basadas en la confianza mutua, se hacían insuficientes frente a un mundo caracterizado por el comercio a gran escala. En el tercer capítulo explora la filosofía política subyacente a la cuantificación que Porter caracteriza como una ética de la renuncia de lo personal —singularizada por la eliminación de la individualidad, la intervención social y la distinción nor-mativa de la desviación— a la vez que la creencia en los números representaba la fe en un progreso basado en la transparencia de la información pública. 

En la segunda parte del libro desarrolla Porter su tesis principal: la con-cepción de la cuantificación como technologies of trust. El rigor y la estandarización que conllevan estos procedimientos de cuantificación serían la respuesta a un mundo en el que el conocimiento local se hizo inadecuado y fue sustituido por procedimientos burocráticos (p. 93). En Escocia e Inglaterra, hacia la segunda mitad del XIX, se desarrolló la profesión de contables (accountants) —capítulo cinco— responsables públicos de cuestiones bancarias y crediticias. Los conta-bles defendieron que su intervención experta dotaba de objetividad a las transacciones no como meras rutinas mecánicas sino mediante un juicio exper-to, desinteresado y discrecional frente a los «defectos de percepción». El autor se detiene en los debates parlamentarios ingleses sobre las funciones de los actuarios de seguros. Estos debates ponen de manifiesto como, frente a un estado defensor de la objetividad de los procesos de contabilidad basados en el escrutinio público (conocimiento objetivo = conocimiento público), los actuarios defendieron su competencia profesional arguyendo la discrecionalidad de la tarea de interpretación de los números (pp. 98-113). Una estrategia ya conocida y descrita para otros territorios de profesionalización. Hacia 1930 marca el autor la fecha en que los procedimientos de confianza en las elites fueron reemplazados por los de estandarización con el surgimiento de organis-mos de regulación administrativa como la Securities and Exchange Commission americana encargada de restaurar la confianza de los inversores tras la gran depresión. Esta comisión desarrolló una serie de regulaciones en materias contables que generaron un debate internacional sobre qué se consideraba objetividad. 

Los capítulos seis y siete quizá sean los más satisfactorios para amantes de una historia más descriptivista. Sin embargo, el marco metodológico del autor se mueve más en la sociología histórica y su explicación sobre el éxito de la cuantificación en la sociedad norteamericana frente a la francesa cae en cierto funcionalismo. Porter traza la distinción entre el caso francés que encajaría más en una cultura tecnocrática frente al norteamericano explicado desde una cultura cuantitativista. En Francia, el Corps des Ponts et Chaussées, una institución de elite constituida por ingenieros formados en la prestigiosa escuela politécnica (École des Ponts et Chaussées), fue el órgano consultivo clave para las decisiones estatales sobre inversiones en obras públicas. El papel de este cuerpo de tecnócratas a lo largo del XIX y primera mitad del XX ha de entenderse en el contexto de la cultura administrativa francesa que, frente a la estadounidense, se caracterizaría por su gran autonomía operativa casi cerrada al escrutinio público. Su papel de expertos no dependía tanto del desarrollo de un conoci-miento de técnicas numéricas y de la puesta en marcha de determinadas rutinas estadísticas que legitimaran y racionalizaran los informes producidos, sino del discernimiento superior y la interpretación eminente que representa-ban como elite. Los tecnócratas franceses abogaron por la necesidad de un juicio cultivado o culto para la toma de decisiones públicas, es decir por un elitismo autoritario al servicio de la productividad y la eficiencia, sus señas de identidad serían las de expertos en autoridad, o mejor aún, aristócratas de las decisiones públicas. Esto explicaría por qué no dedicaron sus esfuerzos a establecer y consolidar ciertas rutinas cuantitativas para los procesos de toma de decisiones tal y como se desarrollaron en el contexto americano. La conse-cución de la objetividad cuantitativa, según Porter, no se extendió en Francia hasta después de la segunda guerra mundial y siempre por influencia ame-ricana. 

Frente a los tecnócratas franceses, los cuantitativistas americanos (capítulo 7) defendieron el rigor de los números en alianza con una democracia quizá no muy participativa pero sometida al escrutinio público de los números. El Army Corps of Engineers nunca tuvo la influencia y el prestigio social de su homóloga francesa. A comienzos del siglo XX las valoraciones numéricas con-tenidas en los informes de las Army Corps eran garantes suficientes de juicio experto. Es a partir de la década de los veinte cuando comienzan a desarrollar-se los procedimientos de valoración económica coste-beneficio. La consolida-ción de este procedimiento o «régimen del cálculo» hacia los años sesenta no fue el resultado de un desarrollo académico o un lenguaje natural de una elite técnica sino una estrategia para evitar las influencias políticas en las decisiones públicas, y un intento de alcanzar cierto acuerdo en un contexto de rivalidad administrativa que, a partir de los años cuarenta, enfrentó al Army Corps con otras agencias del gobierno federal, sobre todo, el Department of Agriculture y el Bureau of Reclamation del Department of Interior. Lo que queda bastante ambiguo es ese sustrato que Porter da por sentado, de falta de confianza característico de la cultura política americana que vagamente atribuye al carácter inconexo de su sistema político (p. 215). El establecimiento de los diferentes «feudos» de estas agencias estatales se hizo mediante la armonización de una cierta racionalidad económica. De esta forma el análisis coste-beneficio pasó de ser una colección de prácticas locales a convertirse en un conjunto racionalizado de principios económicos rutinarios. 

En el capítulo ocho de la tercera parte del libro (Political and scientific communities) aborda la incorporación de procedimientos de estandarización en el caso de los test de inteligencia y en la extensión casi universal de los ensayos clínicos en las ciencias médicas frente a una idea de certeza basada en la experiencia clínica individual que prevaleció hasta la década de los sesenta. Aunque los detalles se centran en las regulaciones establecidas por la Food and Drugs Administration para la aceptación de nuevos fármacos, Porter generaliza sus argumentos sobre la falta de confianza para justificar por qué los médicos ajustaron sus prácticas a un «régimen de objetividad». Este aspecto es en mi opinión una de las debilidades importantes, y quizá innecesarias, del libro. Aquí dejo hablar a Porter para que los lectores extraigan sus propias conclu-siones sobre su explicación a la extensión de las rutinas de estandarización en medicina, «The complex disciplinary situation of medicine, especially the difficulty of integrating research and practice, creates its own problems of cultural distance and distrust and encourages the drive for objectivity» (p. 208). Es decir, de nuevo, los déficits de una confianza que queda sin explicar justifica-rían la explosión de la estadística en medicina. En el capítulo nueve, en cierta forma un epílogo, recapitula Porter su tesis principal. El desarrollo de los procedimientos de objetivación serían la manera con la que las comunidades científicas se enfrentan a su debilidad frente al resto. De manera que cuanto más «débil» sea una comunidad disciplinar con mayor fuerza recurrirá a estos procedimientos. Pero el recurso a la estandarización que sustenta las pretensiones de universalidad de la ciencia, no excluiría la negociación en contextos locales e informales donde se llevarían a cabo los debates relevantes. De esta manera, la ciencia estaría hecha por «comunidades de interpretación» (p. 219) y así Porter se sitúa de forma políticamente correc-ta frente a corrientes historiográficas actuales que ponen el énfasis en las prácticas locales. Por otra parte, el carácter público de las inversiones en ciencia habrían impulsado notablemente la estandarizacón que la haría más respetable y abierta al escrutinio público. 

Aunque el autor en su web personal describe el texto como un ejemplo de historia cultural, no se si muchos historiadores e historiadoras de la cultura estarían de acuerdo, pues el libro sólo hace referencia a una forma de cultura política limitada en un sentido institucional y elitista. Pero, en mi opinión, lo más complicado es aceptar como axiomática una cuestión como la de la confianza, en sí misma muy compleja culturalmente. Existe cierta originalidad en esta monografía, aunque sea más difícil destacar en él otros aspectos que señalaba al comienzo de esta reseña. Sin embargo, como he inten-tado mostrar, algunas de sus ideas pueden ser fructíferas en el futuro. Al menos así lo han expresado muchos de sus reseñadores aunque para quien subscribe esta reseña le resulta más difícil compartir un entusiasmo incondicio-nal por el texto. 

ROSA MARÍA MEDINA DOMÉNECH Universidad de Granada