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*Dr. en Biología. Prof. Titular de Microbiología. Instituto de Biotecnología. Correo E: eianez@ugr.es. Facultad de Ciencias. Universidad de Granada. Avda. Fuentenueva, s.n. 18071 Granada
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Licenciado en Ciencias Físicas. Prof. Titular de Escuela Universitaria. Correo E: jasanche@ugr.es. Instituto de la Paz y los Conflictos y Departamento de Física Aplicada. Escuela de Arquitectura Técnica. Avda. Fuentenueva, s.n. Universidad de Granada. 18071 GranadaLa imagen académica y social de la ciencia y la tecnología ha sufrido profundos cambios a lo largo de este siglo. La concepción clásica de la ciencia como conocimiento verdadero y libre de valores sobre la naturaleza quebró con las tesis de Kuhn, a partir de las cuales se instauró una tradición que rompe no sólo con la filosofía positivista, sino con la sociología mertoniana centrada en el análisis de la comunidad científica. En este trabajo se repasan diversas corrientes de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología (CTS), incluyendo los programas relativistas de la sociología del conocimiento científico y los enfoques etnometodológicos. A partir de la crítica filosófica y cultural, se desemboca en las actuales propuestas de evaluación constructiva de tecnologías, con su énfasis en la necesidad de diseñar estrategias políticas que permitan el control democrático de la innovación, y en el aprendizaje social que admita la discusión de los supuestos implícitos en cada alternativa, de modo que las tecnologías sean un reflejo de decisiones conscientes al servicio de valores sociales y ambientales ampliamente compartidos.
1. DE LA IMAGEN HEREDADA DE LA CIENCIA A LA REVOLUCIÓN HISTORISCISTA
2. DE LAS SOCIOLOGÍAS DEL ETHOS CIENTÍFICO A LA SOCIOLOGÍA DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
3. CRÍTICAS A LAS ESCUELAS SOCIOLOGISTAS DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO Y NUEVA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA
4. DE LA FILOSOFÍA DE LA TECNOLOGÍA A LAS TEORÍAS SOCIOLÓGICAS DE LA TECNOLOGÍA
6. EL ENFOQUE TRADICIONAL DE LA EVALUACIÓN DE TECNOLOGÍAS Y SU CRISIS
7. HACIA UNA EVALUACIÓN CONSTRUCTIVA DE TECNOLOGÍAS
8. BIBLIOGRAFÍA
Durante buena parte de este siglo la imagen académica de la ciencia vino impuesta por el programa filosófico que desde los años 20 elaboró el Círculo de Viena (Moritz Schlick, Rudolf Carnap, Otto Neurath, etc.), centrado en establecer los criterios demarcadores que permitirían distinguir la ciencia de otras formas de conocimiento. Se pretendía elaborar un programa neopositivista consistente en la constitución de una ciencia unificada (formalizada y axiomatizada) recurriendo a las herramientas del análisis lógico-formal (Kurt Gödel, Alfred N. Whitehead, Bertrand Russell), que conduciría al abandono total de la metafísica (siguiendo las ideas del Wittgenstein del Tractatus) y al rechazo (como carente de sentido) de todo lenguaje no dotado del marchamo de "científico". Pronto se presentaron problemas en el núcleo de esta doctrina (la teoría de la verdad como estricta correspondencia entre los hechos de observación y las proposiciones sobre ellos conoció varias elaboraciones), que condujeron al debate sobre la relación entre el lenguaje y la realidad, pero que no quedaron resueltos al producirse la diáspora del Círculo en la época nazi.
A pesar de la liberalización traída por Karl Popper, sustituyendo el criterio de verificación por el de falsación, y su reconocimiento de que no disponemos de un criterio de verdad, su epistemología sigue bebiendo de la tradición de raigambre positivista, centrada en el contexto de justificación (la base lógica para justificar nuestro conocimiento), descuidando como irrelevante el contexto de descubrimiento (las circunstancias sociales y culturales que inciden en la generación de dicho conocimiento).
Esta imagen de la ciencia (conocida a menudo como concepción heredada), imperante hasta los años 60 se puede caracterizar por los siguientes rasgos: a) la ciencia es el modo de conocimiento que describe la realidad del mundo (siendo acumulativa y progresiva); b) la ciencia es nítidamente separable de otras formas de conocimiento (que en el programa neopositivista se estiman residuos metafísicos o veleidades poéticas); c) las teorías científicas tienen estructura deductiva, y pueden distinguirse de los datos de observación; d) la ciencia es unitaria, y todas las ramas podrán ser reducidas a la física; e) la ciencia es neutra, está libre de valores.
Las filosofías clásicas de la ciencia, (tanto en su versión verificacionista, como en la falsacionista) entraron en estancamiento y quiebra ya al comienzo de la década de 1950, en buena parte debido a la imposibilidad de aplicar sus rígidos aparatos formales a grandes sectores de disciplinas científicas reales. Como dice Juan Vázquez (1988), se había creado una ciencia ideal "que ellos mismos forjaron a imagen y semejanza de sus más nobles deseos lógico-formales". En los años 60, autores como Kuhn, Feyerabend, Toulmin o Hanson, con atención a la historia, inauguraron un nuevo enfoque, con un mayor énfasis en la dinámica de la ciencia y en el contexto de descubrimiento. Había que olvidarse de intentar atrapar "esa cosa llamada ciencia" (título de un libro de Chalmers) en los moldes del análisis lógico, y en cambio recurrir a consideraciones históricas e incluso evolutivas. Otros de los mitos de la concepción heredada de la ciencia que iban a caer eran la imagen de un desarrollo lineal y acumulativo de progreso de los conocimientos, y la separación entre ciencia pura y ciencia aplicada o tecnología, estando la primera a salvo de enjuiciamiento moral, mientras la segunda podría hacerse acreedora de tales juicios en función de su buena o mala aplicación.
Hanson, apoyándose en la psicología de la Gestalt, señaló la "carga teórica de los hechos", es decir, el que todo dato recogido es un dato lastrado por el contexto previo del experimentador. Dependiendo del entorno cultural y de pre-juicios (a menudo ocultos), el observador destaca ciertos datos y los relaciona de forma diferente a la que se daría en otro contexto. Este tema ha pasado a la discusión filosófica como la infradeterminación de los datos de observación por nuestras teorías previas.
La mayor parte de los estudiosos reconocen que la obra de T.S. Kuhn La estructura de las revoluciones científicas (1962) señala el punto de inflexión en la imagen tradicional de la ciencia y el arranque de ulteriores visiones sociológicas que llevarían hasta su límite muchas de sus ideas. El seminal trabajo de Kuhn ofrece una imagen de la ciencia en devenir histórico, consistente en períodos de ciencia normal y períodos de ciencia revolucionaria. En los primeros, la disciplina se centra en ampliar y perfeccionar el aparato teórico y conceptual establecido, aplicándolo a la experiencia, ajustándose y refinándose la base teórica, pero sin cuestionar los supuestos y fundamentos que guían la investigación; esta fase de ciencia normal sería "acumulativa", puesto que se dedica a ampliar las observaciones que apuntalan el marco teórico. Cuando surgen problemas o anomalías, se las intenta minimizar o hacer encajar mediante los convenientes ajustes emanados del propio marco, pero si las dificultades son serias y persisten, puede sobrevenir un período de crisis que conduce a cuestionar los mismos supuestos del marco imperante: se proponen alternativas hasta que alguna de ellas logra "nuclear" y organizar un nuevo cuerpo teórico que permita explicar los enigmas que desencadenaron la crisis (fase de revolución científica, no acumulativa, de ruptura epistemológica). Según Kuhn, las ciencias maduras suelen desarrollarse por saltos revolucionarios que sustituyen un paradigma científico por otro, con períodos intermedios de ciencia normal. En los períodos de salto de paradigma se asiste a una reconstrucción del campo científico sobre nuevos presupuestos, tanto desde el punto de vista teórico como desde el observacional.
Para Kuhn la ciencia se define como la acción colectiva de comunidades científicas que usan una serie de métodos, conceptos y valores compartidos (incluidos los metafísicos no explícitos). Las disputas científicas se dirimen no sólo con valores cognitivos, sino también, y de modo fundamental, en su resolución intervienen factores sociales y culturales. El cambio de paradigma científico se produce cuando, tras una controversia, todos los científicos de un área incorporan un determinado modo de ver y explicar los problemas, que viene a sustituir al viejo paradigma previo.
Durante los períodos de controversia se manifiesta la inconmensurabilidad de teorías rivales: los propios conceptos básicos cambian de significado, y cada paradigma en pugna percibe de forma diferente un mismo fenómeno de observación. No es posible la "traducción" de una teoría a otra, ni la mera reducción de una de ellas a la otra. La originalidad de Kuhn estribó en mostrar que la resolución de conflictos entre teorías rivales no sólo recurre a valores epistémicos y cognitivos, sino que depende también de factores externos a la propia ciencia. Sin embargo Kuhn no es un relativista ontológico, sino epistemológico y lingüístico. El problema de la inconmensurabilidad se reduciría a la imposibilidad de traducción de un paradigma a otro, y el hecho de reconocer influencias externas no racionales en la resolución de las controversias no implica que se trate de un proceso arbitrario.
Esta "revuelta" historicista en filosofía de la ciencia representó, pues, un duro golpe a la tendencia prescriptivista, y un giro hacia el "descriptivismo". Las teorías son objetos complejos, con un componente formal (o formalizable) y otro aplicativo, cada uno con un núcleo que la comunidad considera bien asentado. Otro punto importante fue que las teorías-paradigma no pueden compararse por su contenido, pero sí por su capacidad de explicación de los problemas, pero en esta cuestión interfieren siempre factores psicológicos y sociológicos que dificultan (si no imposibilitan) el enjuiciamiento de las teorías sólo por sus elementos internos.
La obra de Kuhn supuso no sólo el mazazo definitivo a la imagen positivista de la ciencia, sino que entró en pugna con las ideas por entonces en boga de Popper, y aunque ha sido criticada en cuanto a la resolución de los problemas que plantea, tuvo la virtud de espolear el inicio de toda una tradición de crítica desde las ciencias sociales que ha supuesto un vuelco en el modo de considerar la empresa tecnocientífica. Se puede decir que, desde Kuhn, es imposible dejar de lado los aspectos históricos y sociales de la ciencia a la hora de entender este modo de conocimiento. Se suele considerar igualmente que Kuhn estableció las bases para el relativismo científico, si bien su relativismo deriva esencialmente de la intraducibilidad de unas teorías a otras. El último Kuhn acentuaba la idea de que intraducibilidad no equivale a incomunicabilidad, ya que siempre es factible (tanto en los lenguajes naturales como en los científicos) la interpretación y el aprendizaje de un lenguaje desde otro, si bien la reducción entre lenguajes o paradigmas diferentes nunca podrá ser total.
Entre los autores que recogen y matizan (a menudo para criticarlas) las ideas de Kuhn cabe citar a Imre Lakatos, que caracteriza la ciencia como una competencia entre programas rivales de investigación, y que se adscribe a lo que él llama un falsacionismo metodológico sofisticado (frente al "ingenuo", de Popper). Cada programa consta de un núcleo duro de teorías, protegido de los ataques por un grupo de hipótesis auxiliares que se van readaptando o sustituyendo, hasta que ya no pueden resistir el ataque de otras teorías al núcleo duro. El progreso de la ciencia consiste en diseñar teorías con contenidos empíricos mayores que las precedentes (capacidad de predicción de hechos nuevos).
Precisamente la cuestión acerca del progreso científico, junto con las de la carga teórica de los hechos y la incomensurabilidad entre teorías, han formado parte de los debates más acalorados entre diversas tradiciones filosóficas en torno a la visión post-positivista inaugurada por Kuhn. Furibundo opositor al relativismo, pero con una interesante asimilación de la revolución kuhniana, Larry Laudan adopta el punto de vista pragmatista de que la ciencia se propone la resolución de problemas empíricos y conceptuales. Ha elaborado una teoría de las tradiciones de investigación en las que éstas (que a diferencia de en Lakatos, pueden incluso cambiar su núcleo duro) se caracterizan por dotarse de un conjunto de directrices no sólo metodológicas sino también ontológicas (supuestos metafísicos). Una tradición tiene éxito cuando conduce a la solución apropiada de un número creciente de problemas empíricos y conceptuales.
Robert K. Merton está considerado como el padre de la sociología de la ciencia, y su período de máxima influencia (junto con sus discípulos y colaboradores de la Universidad de Columbia) llega hasta los años 70. El programa mertoniano se mueve en torno a la ciencia considerada como institución social, sin abordar su núcleo epistemológico. En el clásico artículo de 1942 Merton propone su visión de la comunidad científica como un grupo social diferenciable por una serie de normas no escritas (el llamado ethos científico): a) comunalismo (diseminación accesible y pública de los resultados a los demás científicos y a la sociedad); b) universalismo (no exclusión por ningún criterio exterior a la ciencia); c) desinterés (evitación de intereses y prejuicios materiales); d) originalidad (apertura a la novedad intelectual); e) escepticismo organizado (que sirve de base a las polémicas científicas y a la evaluación crítica de unos científicos por otros). La escuela mertoniana desarrolló numerosos estudios sobre la expresión histórica de este ethos y sus eventuales anomalías (fraudes científicos, quiebra del universalismo meritocrático debido a la posición inicial de ventaja de ciertos individuos o grupos, etc.). Entre otros autores, John Ziman ha prolongado hasta hoy estas ideas, buscando los procesos sociales que intervienen en la generación y aceptación del conocimiento científico: modo en que se organizan las disciplinas, factores motivadores de la empresa científica, influencia de la tecnificación, efectos de la tendencia a la privatización de la innovación y al trabajo en grupos interdisciplinares en el contexto de una sociedad post-industrial, etc.
Desde hace unos 30 años la sociología ha venido tratando no sólo el contexto de descubrimiento sino que con paso firme ha encarado el interior del contexto de justificación, contraviniendo el tabú de que la sociología no debía tocar el núcleo epistemológico del conocimiento científico (considerado como una caja negra que no se debía abrir). Diversas escuelas han venido insistiendo, con variadas metodologías y enfoques, en la idea de que el mismo conocimiento científico, en todas sus fases de realización, es un producto social. De este modo se ha inaugurado una línea heterogénea de investigaciones interdisciplinares, que se suele conocer con el nombre de estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) o Estudios sobre Ciencia y Tecnología.
En los años 70, la Science Studies Unit de la Universidad de Edimburgo, con Barry Barnes y David Bloor a la cabeza, pretende fundar las bases de una Ciencia social de la Ciencia, dando origen al denominado "Programa fuerte de la Sociología de la Ciencia", para el que el conocimiento científico es un fenómeno natural cuyo sujeto es la sociedad, y susceptible de análisis empíricos. Se trata ahora de radicalizar las ideas de Kuhn, aportando datos que demuestren que las teorías y creencias de los científicos no sólo están influidas por factores externos, sino que la resolución de controversias ocurre (principal o incluso exclusivamente) mediante factores sociales de la comunidad científica, en los que cobran radical importancia conceptos como los de negociación y lucha de intereses contrapuestos. Para Barnes, se puede mostrar cómo los intereses sociales impregnan el mismo nivel de las observaciones y los experimentos científicos, y por supuesto alcanzan hasta la elaboración de teorías. Estamos ante una visión fuertemente agnóstica respecto del contenido de verdad de cualquier proposición científica.
La escuela de la Universidad de Bath (Harry Collins, Trevor Pinch, etc.) aplicará en los años 80 los postulados del Programa Fuerte al análisis de controversias científicas concretas. Su "Programa Empírico del Relativismo" (EPOR según acrónimo inglés) adopta una estrategia en tres fases: en la primera se muestra la flexibilidad interpretativa de los resultados experimentales, es decir, cómo dichos resultados pueden admitir más de una interpretación; en la segunda, se trata de revelar los mecanismos institucionales, retóricos, de autoridad, etc., que limitan esa flexibilidad interpretativa, y conducen al cierre de la controversia; en la última, se intenta relacionar esos mecanismos de cierre con el entorno sociopolítico y cultural más amplio. Con ello se mostraría cómo en la práctica el consenso científico surge de la negociación y del debate, en lugar de la aplicación del método científico. Con el programa EPOR toma carta de naturaleza el constructivismo social de la ciencia, que niega que la "realidad" o la naturaleza sea la clave del cierre de las controversias, asumiendo un mayor papel factores totalmente sociales. De ahí se sigue que la imagen científica que poseemos de la naturaleza es un constructo social.
En general, los sociólogos de la ciencia están de acuerdo en la adopción de un relativismo epistémico, es decir, que el conocimiento está enraizado en un determinado tiempo y cultura y no se limita a ser reproducción de la naturaleza. Consideran pertinente el estudio de la Ciencia en acción, (título de un famoso libro de Latour), antes de que las teorías sean fijadas y se conviertan en "cajas negras", así como el análisis de aquellos períodos en los que las controversias obligan a abrir esas cajas negras que la comunidad científica dada por supuestas.
Como no podía ser menos, la tesis relativista radical de que la resolución de controversias científicas se debe a factores extra-científicos, provocó el rechazo de la filosofía tradicional de la ciencia, para la que esto supondría la muerte de la epistemología tradicional y la usurpación explicativa de la ciencia por parte de los sociólogos. Evidentemente, estas escuelas sociológicas se han de enfrentar a la sospecha de que otorgan poderes taumatúrgicos al vago concepto de contexto social, al tiempo que deben aclarar por qué la Sociología no habría de aplicarse a sí misma sus propios postulados constructivistas, ya que parece evidente que la sociedad sí es un constructo social. Collins ha llegado a replicar a esto último aludiendo a un "relativismo especial" en el que la noción de sociedad no resultaría problemática, aunque sí la noción de naturaleza.
Sin embargo, no todas los estudios CTS pretenden dar explicaciones ni interpretaciones sobre el conocimiento científico, ni se basan en el análisis de los intereses. Los llamados "estudios de laboratorio" iniciaron una tradición resueltamente "etnológica" y descriptiva de los discursos científicos, renunciando a menudo a dar una explicación de por qué ciertas ideas adquieren el marchamo de científicas. La publicación en 1979 de Laboratory Life por Bruno Latour y Steve Woolgar señala el inicio del interés por la descripción "puntillista", casi "en directo", de lo que ocurre dentro de los laboratorios de investigación, usando una aproximación de tipo etnográfico (aquí los "nativos" son los científicos) y recurriendo al análisis del discurso científico a través de sus "inscripciones" o representaciones. Woolgar no sólo defiende un relativismo epistemológico, sino también el ontológico, ya que lo que denominamos objetos del mundo natural "se constituyen por medio de la representación, en vez de ser algo preexistente a nuestros esfuerzos por descubrirlos" Hay una negativa a aportar explicaciones causales sobre el quehacer de los científicos, ni siquiera recurriendo (como hacía el Programa Fuerte) a creencias e intereses sociales, al igual que se desecha la idea de que el conocimiento científico sea una actividad radicalmente diferente de otros tipos de conocimiento o de prácticas sociales.
Algunas de las propuestas de tipo etnográfico y de análisis del discurso insisten (para no caer en autocontradicción) en su carácter fuertemente reflexivo: cualquier análisis sociológico es una construcción que debe ser "deconstruida" por medio de un simétrico proceso autorreflexivo.
Estas concepciones sociológicas de la ciencia han recibido numerosas críticas filosóficas sobre la base de su relativismo y antirrealismo (al menos en sus versiones extremas), en la disolución de los límites entre ciencias y pseudociencias y en la desaparición o vaciamiento del significado de objetividad, con una preocupante minusvaloración de los aspectos intelectuales del conocimiento científico. Aunque casi todos reconocen que ha sido positivo introducir estas dimensiones históricas y culturales en la imagen de la ciencia, no todos comparten ni mucho menos que la única alternativa a la visión heredada (empirismo lógico) sea caer en un empirismo y reduccionismo sociológicos. De hecho, como dice Agazzi, la epistemología sociologista nunca ha sido capaz de mostrar el nexo causal entre las condiciones sociales de una época y ambiente dados y la forma de las leyes naturales enunciados en ellos, y tampoco puede explicar la aceptación transcultural de los contenidos. Por otro lado, el enfoque constructivista a ultranza conduce a la esterilidad epistemológica y se desinteresa de los aspectos prácticos sobre si se debe (y cómo) controlar la actividad científica y su aplicación tecnológica, por lo que ha llegado a ser acusado de conformista.
Los neo-mertonianos, con Gyerin a la cabeza, han reivindicado el trabajo de Merton como portador del germen de lo más valioso que se esconde en las propuestas de los constructivistas (por ejemplo, su idea del escepticismo organizado es una forma de reconocer que los científicos negocian a la hora de elaborar el conocimiento). "Lo que en parte hace única a la ciencia son los procedimientos institucionalizados que definen la intersección de los mundos natural y social. La cuestión clave estriba en cómo se introduce el mundo natural en la ciencia de un modo diferente a como lo hace en otros campos de la cultura, como en la religión o las artes, o incluso en el sentido común". Las propuestas de análisis de discursos se desinteresan de esta pregunta, mientras que los teóricos del Programa Fuerte dicen que la negociación se cierra por medio de retórica, recursos cognitivos y sociales, y por la red de relaciones con diversos poderes. Pero con ello aún no se ha respondido al punto central de Gyerin: todavía no sabemos cómo se "cuela" la Naturaleza en el proceso de clausura de los debates. Querámoslo o no, y a pesar de la "flexibilidad interpretativa" de las observaciones, no todo vale: la realidad acota estrechamente el número de interpretaciones posibles a partir de los datos obtenidos. E incluso admitiendo la carga social del cierre de controversias, ello no equivale a admitir que los nuevos paradigmas surgidos sean arbitrarios. Cristóbal Torres, ha emprendido una interesante línea en la que asumiendo lo que de positivo encuentra en la sociología del conocimiento, reivindica la fecundidad del programa mertoniano para reconocer la especificidad social y cognoscitiva de la ciencia, recurriendo a las herramientas de la sociología política. Para ello explora en temas como el del orden y poder en el ámbito científico, y el cambio de ese orden (dialogando para ello ampliamente con la obra de Kuhn).
Los enfoques etnológicos y de análisis de discurso incurren en lo mismo que critican: hacen de hecho análisis interpretativos y observaciones selectivas, ignorando que todo análisis (por muy desapasionado que se pretenda) está sometido implacablemente a ellos. El mero hecho de realizar análisis del discurso científico presupone la selección, lectura y comprensión de textos.
Muchas de las propuestas actuales intentan dar cuenta de modo satisfactorio de las influencias recíprocas entre el enraizamiento del conocimiento científico en la realidad y el inevitable componente social y cultural con el que este conocimiento se manifiesta
Para Webster (1991), la ciencia puede jactarse de ser la forma de conocimiento más "objetivo" y más racional sobre los objetos naturales, pero puesto que no existen reglas inequívocas a las que se deban amoldar los científicos, se ha de reconocer la naturaleza socialmente construida de esta compleja e interesante institución cultural.
Dentro de la nueva filosofía de la ciencia, cabe citar las interesantes propuestas de Ian Hacking, que en su Representing and Intervening (1983) "rompe la baraja" de las disquisiciones epistemológicas sobre el papel de la razón en las controversias científicas, y se decanta por el estudio del saber científico en tanto que transformador del mundo. Para Hacking, la ciencia es simultáneamente un conocer (teorías científicas) y un intervenir (tecnología). La maduración de las teorías científicas consiste en el mutuo ajuste de equipo, ideas e inscripciones, que se constituye en un sistema simbiótico de mutua interdependencia. La constatación de la estricta coincidencia entre varias representaciones científicas artificialmente construidas (y en este sentido estudia el caso de las representaciones coherentes de un mismo objeto sometido al escrutinio de distintos tipos de microscopios con diversa base técnica), coincidencia que es previa a la enunciación de hechos, es para Hacking un criterio seguro para apoyar las tesis realistas y aceptar las imágenes con las que trabajan los científicos No se puede seguir contraponiendo observación y teoría, ya que las prácticas y los objetos son esenciales para la enunciación de las afirmaciones de conocimiento. Tampoco se puede proponer una definición única de lo que sea la ciencia, ya que los objetos y las prácticas son de naturaleza heterogénea y contingente. Otros autores han insistido igualmente en la especificidad de cada ciencia concreta, provista de sus propias herramientas e instrumentos deductivos. (Por ejemplo, algunas ciencias están muy matematizadas, mientras otras recurren a métodos estadísticos para estudiar colectivos de fenómenos, e incluso en otras predominan los aspectos descriptivos y taxonómicos, con metodologías de generalización inductiva). Esto descartaría la reducción fuerte entre distintas disciplinas, presupuesta por los programas positivistas.
Javier Echeverría (1995, 1996) está elaborando una filosofía en la que se relaciona ese pluralismo metodológico de la ciencia con el pluralismo axiológico de la propia empresa científica. Extendiendo las ideas de Hacking, y puesto que la ciencia es una actividad no sólo de conocimiento, sino de transformación del mundo, la filosofía de la ciencia debe ir más allá del estudio de lo epistemológico y lo metodológico, para incluir los valores que subyacen y que guían dicha actividad. La filosofía de la ciencia ha dejado de ser una filosofía pura y ha pasado a ser una filosofía práctica, por lo que no queda más remedio que abordar su contexto social. Pero dentro de este contexto, hay mucho más que lo estudiado por los sociólogos del conocimiento. Echevarría centra sus esfuerzos en mostrar las interacciones entre cuatro contextos: enseñanza de la ciencia, innovación tecnocientífica, evaluación y aplicación. La filosofía de la ciencia debe hacerse consciente de que la ciencia adquiere su auténtico sentido por sus fines y no por su origen, y que no sólo tiene una base cognitiva, sino que está gobernada por una pluralidad de valores que dan sentido a la praxis científica. La valoración de propuestas científicas es un proceso iterativo que ocurre en todas las fases de la práctica científica, y que no se limita a la elección racional entre teorías alternativas, sino que incluye una serie de valores generales de tipo social, no fundados en la naturaleza del ser humano ni en leyes naturales, ni inferidos a partir de hechos naturales. Para Echeverría, este programa axiológico puede desarrollarse en dos vertientes: una descriptiva, que abordaría la axiología de la ciencia tal como ésta se genera en la actividad de los científicos (y que dependería del trabajo de historiadores y sociólogos) y otra normativa, no respecto a los contenidos y métodos de la ciencia, sino analizando y promoviendo nuevos valores, tanto epistémicos como prácticos, que pueden constituirse en innovaciones axiológicas para los propios científicos. De esta forma, la filosofía de la ciencia, no limitada a ser un saber metateórico, podría contribuir a establecer puentes entre la ciencia y otras formas de cultura humana.
Para ciertos autores,el giro tecnológico en la filosofía de la ciencia (es decir, el reconocimiento de los procedimientos técnicos previos como configuradores de las propias teorías científicas) ha servido no sólo para abandonar la separación clásica entre ciencia y tecnología, sino que ha preparado el camino a los estudios interdisciplinares sobre la tecnociencia. Como veremos, la reciente sociología de la tecnología reconoce el papel no sólo de los agentes humanos, sino el de las agencias materiales, en el desarrollo de la ciencia y la innovación.
La filosofía de la tecnología surgió más tardíamente que la filosofía de la ciencia, quizá debido a que, como dice Medina (1995), en nuestra cultura ha existido un prejuicio teoricista que ha conducido a una descalificación epistemológica de las técnicas frente al primado de la teoría. A grandes rasgos podemos distinguir dos enfoques opuestos: el que bebe de la tradición analítica, y el de la crítica humanística. Del primero es digno representante Mario Bunge, centrado en el estudio de la racionalidad y del método de la tecnología, que se hacen derivar de la racionalidad científica. Para Bunge, la tecnología no es sino ciencia aplicada, y plasmación material de la forma de conocimiento y actuación más racional que existe. De ahí se derivaría que tanto la ciencia como la técnica son moralmente neutras, y sólo habría que lamentar las malas utilizaciones de ambas por intereses ajenos a los de esa racionalidad. En cambio, buena parte de la filosofía humanista de la tecnología(influida por autores como Lewis Mumford o Jacques Ellul) ha realizado una crítica cultural de nuestra era tecnológica, apelando a una movilización ética e incluso metafísica para impedir que los "auténticos valores humanos" queden ahogados en el camino.
Como podía esperarse de los desarrollos en sociología de la ciencia, una derivación lógica fue ampliarlos al análisis de las tecnologías. Hasta ahora, la mayor parte del trabajo se ha centrado en la realización de estudios de casos y en el intento de elaborar conceptos y formulaciones teóricas que den cuenta y traten de explicar la complejidad que surge de los estudios específicos. Se suelen considerar fundamentalmente tres enfoques: el Programa SCOST (Construcción social de la ciencia y la tecnología), la teoría de la red de actores, y la historia de los sistemas sociotécnicos.
El programa SCOST, encabezado por Trevor Pinch y Wiebe Bijker recurre a la metodología del programa EPOR de la escuela de Bath. Para las escuelas constructivistas de la tecnología, el cambio tecnológico es contingente, y para dar cuenta de él se evitan explicaciones en términos de lógica interna. También lo social y lo económico son, como la tecnología, heterogéneos y emergentes. Las relaciones sociales están constituidas y configuradas por medios económicos y técnicos. No existe ningún plan que en última instancia dirija el cambio histórico (ya sea en cuanto a lo tecnológico, lo económico o lo social). Las tecnologías nacen del conflicto, de la diferencia o de la resistencia entre promotores y afectados. Tales diferencias pueden constituir o no conflictos o desacuerdos abiertos. Los estudios de casos del programa SCOST analizan las estrategias empleadas por distintos actores sociales en dichos desacuerdos, estrategias que se supone están diseñadas para mejorar la propia posición respecto de los adversarios. Tanto las estrategias como las consecuencias de éstas (entre las que se incluyen las propias tecnologías) deberían ser tratadas como un fenómeno emergente.
Para la teoría de la Red de Actores, de Bruno Latour y Michel Callon, los procesos de innovación se entienden como lucha entre distintos actores que intentan imponer su definición del problema que se trata de resolver. El concepto de "actor" engloba por igual a los actores humanos y no humanos (herramientas, máquinas, diseños, instituciones, etc.), y ya no se puede sostener la dicotomía entre actores sociales y objetos, entre humanos y no humanos, sino que hay que hablar de redes de estrechas relaciones entre todos estos colectivos.
Los estudios de los sistemas sociotécnicos han intentado aplicar la teoría de sistemas a la historia de la tecnología. Hay un gran interés en desvelar las mutuas interacciones entre tecnología y sociedad, más allá de discusiones sobre supuestos determinismos de uno u otro tipo. Para Thomas Hughes estas interacciones hacen surgir nuevas tecnologías que modifican las relaciones sociales, pero igualmente hacen aparecer nuevos factores sociales por los que determinados actores pueden a su vez configurar las tecnologías para defender sus intereses.
La tradición constructivista de la tecnología ha recibido críticas desde sectores adscritos a tradiciones más pragmáticas y preocupadas con las consecuencias del desarrollo tecnológico, que la han acusado de un casi total descuido de las consecuencias sociales de la elección técnica. Igualmente se ha criticado la concepción de actores o grupos sociales relevantes, ya que no queda claro quién dice o decide qué grupos o intereses son los relevantes. Hay una preocupación por los sin voz, pero que se verán afectados por los resultados del cambio técnico. Es importante dar cuenta de las decisiones que se adoptan y cómo se adoptan, pero también del "programa oculto" que influye en tales decisiones, y que nunca se hace explícito. Se trataría de desvelar intereses y procesos sociales más profundos que pueden estar en la base de las elecciones sociales de la tecnología. Finalmente, se critica el aparente desdén hacia todo lo que suene a postura evaluativa, sea de tipo moral o político, que podrían servir para juzgar las posibilidades que ofrecen las tecnologías desde el punto de vista del bienestar y desarrollo de la humanidad.
La "escuela" americana de críticos culturales, tradicionalmente preocupada con los aspectos valorativos de la tecnología, su atención a posibles impactos y su interés por la renovación educativa ha incidido especialmente en la posibilidad de evaluar y controlar el desarrollo tecnocientífico. Autores como Langdon Winner resaltan el hecho de que la tecnología modifica la imagen que tenemos de nosotros como individuos y el papel de la sociedad de modos sutiles y frecuentemente inadvertidos. Para Winner, al aceptar acríticamente una tecnología estamos firmando un contrato social implícito cuyas condiciones sólo advertimos a menudo mucho después de su firma. Este "sonambulismo tecnológico" permite que se vayan remodelando las condiciones de vida humanas de modos no deseados y con consecuencias negativas para amplias capas de la población y para el futuro del planeta. Lo que aparentemente son elecciones instrumentales (elección de técnicas) se revela en realidad como opciones hacia formas de vida social y política que van construyendo la sociedad y configurando a las personas, pero sin que se plantee un momento valorativo y reflexivo que introduzca cuestiones sobre las posibilidades de crecimiento de la libertad humana, de la creatividad o de otros valores. Para Arnold Pacey, la definición de Tecnología debe abarcar no sólo su aspecto material (técnicas en cuanto a artefactos), sino que debe incluir los aspectos organizativos (actividad económica e industrial, actividad profesional, usuarios y consumidores) y los culturales (objetivos y valores afectados por la tecnología y los que deberían ser respetados por ella). Otro influyente crítico cultural americano es Carl Mitchan, que ha elaborado una filosofía de la tecnología que bebe en buena parte de Jacques Ellul, y que reclama el primado de la filosofía y las humanidades para rescatar valores humanos y sociales frente al rodillo tecnológico. El pragmatista Paul Durbin (que se apoya ampliamente en John Dewey) reclama un activismo social en el que los propios científicos tendrían un papel central para ocuparse de los problemas sociales suscitados por su trabajo. Según él, sólo el activismo social progresista puede ofrecer alguna esperanza de resolver ciertos problemas urgentes.
La ciencia y la tecnología se han convertido en recursos estratégicos políticos y económicos tanto para los Estados como para las industrias. Pero aunque los ciudadanos son conscientes de las ventajas que a su bienestar puede aportar el desarrollo tecnocientífico, hay igualmente (sobre todo desde finales de los años 60) una conciencia acentuada de que el cambio tecnológico está en la base de muchos de los problemas ambientales y sociales.
En respuesta a este dilema, muchos países han buscado una solución mediante un enfoque consistente en separar las actividades de promoción de la innovación técnica respecto de las de control y regulación. La creación en 1972 de la Oficina de Evaluación Tecnológica (OTA), con labores de asesoría al Congreso de los EEUU, marca el inicio "oficial" de esta tendencia, que fue adoptada más tarde por otros países. Sin embargo, su objetivo de suministrar alertas tempranas y perspectivas de futuros impactos sirvió sólo para corregir en todo caso ciertos desajustes una vez que la tecnología se implantaba. Además, se ha denunciado su "retórica tecnocrática" al servicio de intereses políticos y económicos. La consecuencia ha sido la mera legitimación a posteriori de las tecnologías introducidas, sin posibilidades de influir en su configuración y aplicación.
Para muchos, este paradigma evaluativo ha llegado, pues, a su límite, y hay que pasar a enfoques en los que se tenga en cuenta la dinámica de la tecnología en la sociedad, considerando que sus efectos sociales no dependen sólo de factores técnicos, sino de la forma en que los impactos son percibidos o evitados por diversos actores sociales. Igualmente se ha visto la necesidad de abrir la "caja negra" del enfoque economicista: los juicios de valor ocultos bajo la preeminencia fáctica de la búsqueda de mayores rendimientos o la excelencia técnica.
Una de las claves para explicar el agotamiento del modelo tradicional de evaluación de riesgos es la constatación de que dicha evaluación es igualmente una construcción social, que depende de persuasión, negociación y pugna entre distintos actores sociales, y desde luego algo muy alejado de la imagen clásica de racionalidad objetiva. Para Kristin Shrader-Frechette las evaluaciones de riesgo habituales son sospechosas y engañosas, escondiéndose en ellas falacias y presuposiciones (como las que subyacen en el análisis de costes/beneficios), así como juicios de valor. Ha realizado detallados estudios que muestran cómo ante la incapacidad de acuerdo entre distintos tipos de técnicos, el conflicto se cierra porque la agencia evaluadora selecciona sólo la información que apoya los intereses que se pretende favorecer. Los científicos también derivan sus análisis "objetivos" de riesgos a partir de modelos sociales implícitos, que nunca se someten a debate. Hay que introducir el nivel de objetivos éticos y sociales en la justificación de las tecnologías, lo que permite defender la creación de mecanismos democráticos de participación pública en la evaluación y política de la ciencia y la tecnología (apoyándose esta autora para ello en el neo-contractualismo de John Rawls).
Dorothy Nelkin es una de las que más han contribuido a la caracterización de los debates sobre tecnologías, desvelando cómo los distintos intereses y valores puestos en juego facilitan o dificultan su resolución. Su tipología de las disputas distingue entre aquellas en las que ciertos grupos sociales ven amenazados determinadas cosmovisiones o valores morales y religiosos y aquellas en las que sólo entran en juego intereses contrapuestos entre distintos actores sociales. Las primeras son de difícil resolución, ya que los argumentos técnicos son incapaces de modificar las posturas, mientras que las segundas pueden resolverse mediante negociación, distribución equitativa de riesgos y beneficios, medidas de compensación, etc. La consideración de cuestiones sociales y morales de una práctica científico-tecnológica particular puede revestir más importancia que cualquier detalle de contrastación científica.
Para Webster, el papel creciente de los grupos de presión (ecologistas, asociaciones de consumidores) y de "Tecnología alternativa" refleja, más que su ignorancia o rechazo de la ciencia, una protesta por la falta de oportunidades de participar e influir en la toma de decisiones. No es lo mismo "participación pública" (recurso cosmético) al servicio del poder, que "control democrático" sobre la ciencia y la tecnología. Esto último señala que lo que se está dirimiendo (y lo que hay que discutir) es el tema del reparto de poder político a la hora de configurar y aplicar la tecnociencia, cosa que está lejos de depender exclusivamente del papel de los expertos. Irremisiblemente, la ciencia y la tecnología se han politizado y vuelto más complejas, y su imagen benefactora ya no se da por supuesta, ni sus practicantes pueden pretender mantener su estatuto tradicional en la sociedad.
La inoperancia del modelo de evaluación tradicional, junto con la presión social cada vez más intensa, que pide una mayor implicación de los ciudadanos en las decisiones tecnológicas ha impulsado nuevos modelos constructivistas, como una vía más adecuada para evaluar y gestionar los riesgos e intentar gobernar el cambio tecnológico. Se habla de un nuevo paradigma, denominado Evaluación Constructiva de Tecnologías (ECT). En dicho enfoque se destierra definitivamente la pretensión de una evaluación objetiva y neutral ligada a la opinión exclusiva de expertos, dando más importancia a las opciones sociales y culturales asociadas a ciertas tecnologías y a la socialización de la toma de decisiones. No se puede seguir manteniendo el estricto reparto de papeles entre promotores y controladores, sino que debemos centrarnos en aprender a gestionar esta responsabilidad compartida, implicando a las comunidades afectadas en el proceso de toma de decisiones.
Las actividades de diseño tecnológico deben incluir, desde el principio, el análisis de impactos sociales y ambientales. Pero puesto que es imposible predecir totalmente impactos futuros, y el cambio tecnológico está conducido parcialmente por la experiencia histórica de los actores conforme aquel se va desplegando, se concluye que uno de los objetivos principales de la ECT debe ser la necesidad de experimentación y aprendizaje social como parte integral de la gestión de la tecnología. En este sentido es alentador comprobar que en ciertos países, como en Holanda y Dinamarca, se han introducido elementos de aprendizaje social en el control de nuevas tecnologías, como la Ingeniería Genética. La misma OCDE, en su informe de 1988 sobre "Nuevas tecnologías en los 80: una estrategia socioeconómica", recoge y admite la pertinencia del concepto de ECT.
Brian Wynne ha sido uno de los autores más activos en el nuevo paradigma evaluativo, habiendo abordado el estudio de riesgos en un contexto de aprendizaje social. Su enfoque es reflexivo: presta atención a lo que la tecnología refleja y reproduce por medio de valores, formas culturales y relaciones sociales previos. Frente a la opinión tecnocrática de que la percepción pública de los riesgos es a menudo irracional, Wynne mantiene que tal percepción recoge símbolos, valores y conocimientos esenciales para contextualizar las tecnologías e integrarlas socialmente. Siguiendo la teoría cultural de Mary Douglas, la reflexividad del aprendizaje social implicaría la exposición, investigación y debate sistemático de los modelos sociales implícitos y de los supuestos que estructuran los análisis "factuales" de la tecnología. De esta manera, se traerían a la plaza pública (para su escrutinio) compromisos implícitos que incluyen desde hipótesis virtuales sobre cómo organizar la sociedad hasta prescripciones sociales duras para que la sociedad se acomode a la tecnología. Esto significa también que los "expertos" deben ser espoleados por la crítica y la controversia social, para mirar no sólo al panorama sociopolítico en el que implantar las tecnologías, sino al interior de sus propios marcos previos y a sus modelos sociales conformadores. Este estímulo constructivo requiere un marco institucional que reconozca la necesidad de un tratamiento sistemático y explícito de estas cuestiones.
Esto conduce a admitir que, necesariamente, la evaluación de la tecnología ha de politizarse para ser operativa, y plantea la espinosa cuestión de si las democracias representativas existentes están preparadas para dar cabida a algún tipo efectivo de gestión participativa de la tecnología. Los problemas teóricos y prácticos al respecto pueden parecer, en efecto, abrumadores. La estructuración cognitiva e institucional hacen que el cambio tecnológico sea complicado, pero no imposible: el estudio de casos históricos muestra que es posible en principio modificar las trayectorias tecnológicas mediante la acción concertada de diversos actores sociales y el aprovechamiento de coyunturas favorables. Los experimentos de aprendizaje social deben considerarse como ámbitos en los que se especifican las tecnologías, se definen las necesidades sociales, y se ponen a prueba las representaciones de los usuarios. Requieren que se facilite toda la información a todos los participantes y si queremos que sean operativos, seguramente habrá que crear imaginativas instituciones no controladas por ningún grupo de poder o de presión, que tengan influencia real a la hora de configurar el control político sobre la tecnología. Igualmente se requerirán nuevos modelos teóricos (alejados de la simpleza y linearidad de los antiguos) que permitan facilitar la respuesta a la pregunta de cómo evitar el atrincheramiento social de ciertas tecnologías o la pérdida de opciones positivas debido a que otras alternativas no sean debidamente valoradas.
Una de las inercias mayores que se tendría que resolver es la del modelo económico imperante (asociado al imperativo de proliferación de control tecnológico en todos los ámbitos de la vida humana, y a la idea de "progreso"). Desde el análisis económico, ya no cabe mantener que la tecnología sea un factor exógeno del crecimiento económico, ni que los indicadores económicos al uso midan correctamente muchos de sus costes sociales y ambientales. La tecnología es de hecho, un factor endógeno, que se adapta y se selecciona por los requerimientos y necesidades de la sociedad. La viabilidad de una tecnología no sólo depende de factores económicos, sino también de los sociales, éticos y políticos. La noción tradicional de mercado pierde así su significado, y la intervención del estado ya no se puede predicar solamente bajo los supuestos de fallos del mercado. Las nuevas "reglas de juego" deben garantizar que los efectos adversos de las tecnologías sean menos dañinos que si se dejara libre competencia para todos. Dichas reglas deberían establecerse antes de que los intereses invertidos adquieran privilegios (y las tecnologías en cuestión se atrincheren socialmente) y de modo que la lucha competitiva no amenace con su aplicación compulsiva e indiscriminada. De ahí, de nuevo, la necesidad de un aprendizaje social que garantice una retroalimentación continua que haga que la evolución del sistema tecnológico y económico se adapte a las necesidades sociales y no amenace la viabilidad ecológica. De esta manera, como dice Medina (1992), sin renunciar por completo a la intervención tecnocientífica (algo impensable e irrealizable), se favorecería una cultura y un entorno en los que pudieran coexistir dominios tecnocientíficos junto con dominios sociotécnicos de otro tipo, en los que se podría preservar no sólo el rico patrimonio natural, sino también las diversidades culturales y formas de vida social valiosas.
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1998 ENRIQUE IAÑEZ PAREJA y JESÚS SÁNCHEZ CAZORLA. Prohibida su reproducción, salvo con fines educativos.
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