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La fiesta de los toros ha sido la gran crueldad de Europa. Se ha derramado mucha tinta intentando describirla, otros comprenderla, otros han salido en su defensa; pero lo que es cierto es que allende los Pirineos ha seguido sin aceptarse. Cuando el viajero viene a España, va a los toros, y llora de rabia, y se lamenta o vomita, y posiblemente no vuelva a contemplar una corrida a lo largo de su vida. ¡Qué le vamos a hacer! El español, ante cualquier extranjero que le saque el tema, se esforzará al máximo para convencerlo de que el toro puede matar al torero, que es un espectáculo donde el arte tiene un lugar primordial. Intentará de corazón hacerle comprender lo emocionante de una estocada hasta el puño en las agujas, de unas banderillas bien puestas. ¿Y qué son bien puestas?, preguntará el extranjero. Pues bien puestas, en su sitio, con gracia, con «eso que hay que tener». Y terminaremos diciendo, cansados: ¡Pero si tú no entiendes! Y es cierto, no lo entienden. No creo que a una dulce Inger de las tierras del norte se le ponga la carne de gallina al oír los clarines, o al ver y sentir cómo embiste el toro, lleno de vida, poderoso, rey. De su cuerpo sólo saldrá el quejido de ¡pobre toro, pobre toro!, cuando avanza el maestro, montera en mano, antes de dar comienzo el tercio de estoque. He creído conveniente presentar una brevísima antología de descripciones, que aparecen en los libros de viajes escritos por ingleses, en el siglo XIX. Las descripciones de corridas de toros sport, como las llaman, son numerosísimas. Están escritas por profanos y para profanos, utilizando una serie de circunloquios, cuando el término no lo conocían. Y por supuesto, sus paisanos, que no tenían ni idea de lo que era una corrida, podían con estas descripciones hacerse una idea. Utilizan «anfiteatro» para que comprendan cómo es una plaza; small darts (pequeños dardos) para que se imaginen cómo son las banderillas; no mencionan los clarines, sino las trompetas que tocan preludios... Que hablen los textos, que ha traducido de la forma más literal posible, para que no pierdan el aire ingenuo, lo que coopera a que su lectura sea bastante amena. De una amplia muestra de unos cien libros de viajeros ingleses en la España del siglo XIX, he seleccionado sólo tres, tomando como base el siguiente criterio: En primer lugar, he querido que sean de tres épocas distintas; así pues, pertenecen respectivamente a 1809, 1851 y 1903. Que las corridas hubieran tenido lugar en distintas plazas. La primera de ellas, en el Puerto de Santa María. El segundo texto describe una corrida de toros en Sevilla. Y el tercer texto, en Madrid. Por último, que fueran autores inéditos en castellano. El primer autor, William Jacob, es muy superficial; no le gustaron, no lo comprende, pero su crítica no es demasiado mordaz. El segundo autor, Hoskings, entretiene su descripción en las escenas más cruentas de la corrida, sin mencionar ni una sola vez el arte que encierra una corrida, la alegría que se respira en una tarde de toros, el espectáculo del aplauso al torero victorioso... y tantos otros momentos en los que la fiesta adquiere, categoría de sublime. El tercer autor, Calvert, por el contrario, es el único que explica la existencia de ciertas razones que hacen que el español, en general, sea aficionado a la fiesta, y explica también que, 'cuando se habla de crueldad con los animales, tendrían los ingleses que acordarse del auge y cantidad de seguidores del bear-baiting y bull-baiting, deportes que consistían en atar a un oso o un toro y, con perros y pinchos, hacerlo pedazos. William Jacob:
Viajes por el sur de España, en cartas escritas los años 1809 y 1810 La obra de William Jacob, Travels in the South of Spain in Letters written A. D. 1809 and 1810, se publicó en Londres, en 1811. «En honor de Lord Wellington se preparóuna corrida de toros en el Puerto de Santa María, a la cual yo asista; esta diversión -perteneciente particularmente a la nación española- ha caído en desuso y últimamente se ha restringido por orden del gobierno, aunque bajo las nuevas regulaciones aún se permite algunas veces. La plaza de toros es un gran anfiteatro, capaz para 14.000 personas. En esta ocasión no estaba llena, y supongo que habría presentes más de 10.000 personas. La apariencia de la reunión era sorprendente, expresándose en cada rostro un grado de interés, el cual,, debería yo haber imaginado que cualquier acontecimiento mucho más importante raramente hubiera puesto de manifiesto. Entré en la plaza en el momento en que se había matado al primer toro y caballos alegremente enjaezados lo estaban arrastrando fuera del ruedo, entre los sonidos de la música y los gritos de aplauso del público. Se hicieron los preparativos para una nueva lucha. Tres hombres habían avanzado uno detrás de otro, separados unos de otros unas diez yardas, montados en pequeños pero briosos caballos y armados con una lanza de unos quince pies de larga; y cinco 0 seis hombres a pie, vestidos con chaquetas rojas, repartidos por el ruedo. Las puertas se abrieron completamente y el toro arremetió en la plaza. Se abalanzó hacia el primer jinete (1), que lo recibió con la punta de su lanza (2), hiriéndole en el lomo; lo rodeó y atacó al segundo jinete con gran furia, pero, o por falta de destreza del jinete o de agilidad del animal, el caballo fue terriblemente herido con los cuernos en el cuerpo, cayendo sus tripas al suelo. Los combatientes fueron pronto separados, y. el toro atacó al tercer jinete, el cual lo recibió corno el primero, hiriéndole severamente. En este momento, se enfureció y galopó alrededor del ruedo; pero, o por pérdida de sangre o por el dolor que sufría, tenía miedo de enfrentarse con los caballistas; los hombres de a pie empezaron entonces a irritarlo, clavándole pequeños dardos (3) en su cuerpo, y siempre que les embestía le arrojaban la capa a los ojos y con gran destreza evitaban su acometida. Esta exacerbación continuó algún tiempo, hasta que el animal, chorreando sangre, empezaba a estar exhausto. El matador, o actor principal, hizo entonces su aparición, armado con una pequeña espada y una capa. Avanzó hacia el toro, que corrió hacia ó1 embistiéndole; pero el hombre recibió esta embestida en la capa y, plantándose ágilmente a un lado, contuvo su aliento, ya que el animal no se le presentaba en la actitud exacta que el matador requería para matarlo con gracia; entonces avanzó de nuevo hacia el animal y, mientras éste le embestía, le clavó la espada (4), hasta el puro, entre los cuartos delanteros (5); el toro corrió algunos pasos tambaleándose, y cayó muerto. Las trompetas (6) tocaron un preludio; los caballos entraron galopando, se apresuraron hacia la res muerta y la arrastraron hacia fuera, entre los gritos de aplauso de los espectadores. Otros seis o siete toros se sucedieron, siendo despachados de igual manera, con las únicas variaciones ocasionadas por los diferentes grados de bravura que tenían los animales. Cuando el último toro estaba luchando, el matador se las ingenió para darle el coup de grace justo debajo del palco en el que estaban sentados Lord Wellington y el destacamento inglés. Antes de realizar esta faena, se dirigió a Su Excelencia y dijo con bastante dignidad que ó1 mataría ese toro a la salud del Rey Jorge III, recientemente coronado. Su Excelencia le arrojó unas monedas y terminó el espectáculo. Esta corrida de toros me pareció una exhibición de bastante poca calidad, debido al frío reinante, ya que los toros tienen más bravura durante el intenso calor del verano que en la presente estación (7). Es ciertamente una diversión cruel, tanto para los toros como para los caballos, aunque presenta poco riesgo para los hombres. Un caballo fue destrozado al despedazarle la barriga: después de herido, y colgándole las tripas hasta el suelo, el jinete continuó con la lucha, galopando alrededor de la plaza, mientras que el pobre animal literalmente pisoteaba sus propias entrañas a cada paso, siendo imposible imaginar una visión más repugnante, ya que incluso el toro, aunque chorreando de sangre, no tenía una apariencia tan nauseabunda. Los hombres se aseguraban contra tal peligro con su propia agilidad, con las destrezas de sus capaz, cuando el animal les embestía, y con las barreras, situadas alrededor de la plaza, detrás de las cuales se escondían cuando los obligaba el toro. Con todo lo repugnante que pueda parecer esta diversión a cualquier mente delicada y sensible, es más frecuentada y admirada por las damas que por los caballeros. Ellas asisten a estos espectáculos con sus vestidos más alegres, aplauden la destreza de los inhumanos combatientes, y no se pierden detalle de los diferentes momentos críticos de la faena. Muchos de los caballeros jóvenes del país pueden ver los indicios de su ruina en estos espectáculos, como decididamente los ingleses de la misma clase pueden encontrar la suya en Newmarket (8).» Hoskings:
España tal como es. «Toros en Sevilla» El texto está tomado del libro de Hoskings, Spain as it is, editado en Londres, el año 1851. «No había necesidad de preguntar el camino hacia la plaza de toros. La mitad de los habitantes de Sevilla parecían estar dirigiendo sus pasos a su diversión favorita, algunos en carros, otros en calesas, pero la mayoría a pie, todos alegres y excitados. Con bastante razón dijo el señor Pord que no hay sacrificio, no hay falta que un español no padezca para ahorrar dinero para la corrida de toros, especialmente en ciudades donde raramente hay toros. Éste es al almuérdago (9) con el que el demonio atrapa las almas de muchos hombres y mujeres. El anfiteatro no impresiona por su arquitectura, pero es cómodo, todos encuentran su sitio numerado, sin aglomeraciones ni dificultades. Los precios son apropiados a todos los bolsillos; un billetín de sombra o billete para la parte donde no da el sol es por supuesto el más elevado. Se puede conseguir generalmente un lugar excelente por cinco chelines; aunque los precios siempre están fijados en los carteles que se publican uno o dos días antes, y donde se incluyen los nombres de los actores, retadores, chulos, etc., y los colores y casta de los toros. El aspecto del anfiteatro era muy bueno, lleno de varios miles, de todos los rangos, clases, bellezas, elegancia y atavíos de Majo de Sevilla, los pintorescos campesinos, todos con sus mejores ropas, los del lado del sol armados con grandes abanicos de papel de vistosos colores, para protegerse de los ardientes rayos; produciéndose un efecto aún más imponente cuando, en algún momento, todos los de un lado se levantaban de sus asientos excitados, para ver alguna terrible pugna, completamente debajo de ellos. Hay un balcón cubierto que rodea los dos tercios de la plaza, adornado con arcos, sostenidos por columnas de mármol,, y desde donde se contempla una bella vista de la Giralda. Bajo este balcón hay ocho filas de asientos, protegiéndose los bajos por una baranda de hierro, encontrándose en la parte de la sombra el palco real, adornado con satén blanco y carmesí. El Príncipe de Montpensier estaba allí, pero no la D£anta. Por debajo del balcón, hay siete filas de asientos, seguidos de una barrera y un estrecho pasillo, al que a veces saltan, ya que la barrera que rodea la arena tiene solamente seis pies de alta. Este sitio es, sin embargo, donde acuden los aficionados o afición, los chulos, picadores, carpinteros para arreglar cualquier daño que los toros pudieran causar, cirujanos para curar las heridas e inmovilizar los miembros que pudieran haberse roto, y también curas en espera, para evitar que alguien pudiera morir sin confesión y que se le negara cristiana sepultura. Hay ocho mozos de barrera rodeando la arena, que sobresalen levemente, dejando espacio solamente para que entre un hombre, cuando lo persigue el toro, aunque los buenos saltadores, como deben de ser todos los que están relacionados con los toros, no tienen dificultad en saltar la barrera. La muchedumbre se estaba divirtiendo; los vendedores de pan de jenjibre, abanicos, naranjas y agua gritaban a cuál más, y había tal parloteo que la banda no se oía prácticamente. Puntualmente, a las cuatro empezaron los deportes (10). Primero el alguazil vestido a la antigua, una chaqueta negra con un pintoresco sombrero, cabalgó hasta el palco del Príncipe a buscar la llave de la celda de los toros, la cual arrojó el Príncipe, pero para cogerla el alguazil dio pruebas de lo mal caballista que era y la muchedumbre se partía de risa. Después entraron en procesión los tres matadores, con chaquetas amarillas, calzones verdes y capotes carmesí; seguidamente los picadores, hombres fuertes, de aspecto atlético con sombreros blancos ribeteados, los sombreros, de ala ancha y recta, con la forma de sus cabezas, sus chaquetas pardas y alegres chalecos cubiertos de plata y adornados con ribetes rojos. Tenían una faja de seda roja, alrededor de la cintura; sus piernas a veces están enfundadas en hierro, o rellenas al doble de su tamaño natural con papel suave y cubiertas con dura badana amarilla, sobre todo la pierna derecha, que está más expuesta. Sus lanzas son varas largas, con una hoja de sólo una pulgada de larga, con la que ellos pinchan las partes carnosas de los cuellos de los toros, para de ese modo irritarlos y desviarlos; aunque este amo no es capaz de causarles daños serios. En la pugna con los picadores los toros tienen decididamente ventaja, ya que muchos de ellos resultan heridos de consideración y a veces muertos. Las sillas de los caballos son como las turcas, altas por delante y por detrás, con estribos de pala, y llevan los talones siempre armados con enormes espuelas. Después entraron ocho chulos de aspecto alegre, completamente vestidos de majo, chaquetas de distintos colores, llenas de pasamanería de plata y adornadas con cintas rojas, sus cinturas fuertemente apretadas con fajas rojas. Todos ellos llevaban medias de seda y calzones a la rodilla, y eran jóvenes ligeros, muy bien proporcionados y de muy buen aspecto, como podríamos denominar en nuestro propio teatro Figaros, admirablemente vestidos. Con sus capotes o anchos rollos de satén de varios colores chillones, aunque principalmente carmesí. Ellos rondan alrededor del toro, y siempre que hubiera necesidad de salvar a un picador caído, hacían volar sus capas hacia la cara del animal, manteniendo agarrado uno de los extremos de éstas. Otro de sus deberes es poner las banderillas o pequeños dardos de unos dos pies de largo, armados como las flechas con afiladas puntas, decorándose el otro extremo con papeles pintados de alegres colores. El banderillero avanza hacia el toro con uno de estos dardos en cada mano y, cuando él ve al enfurecido animal que va a embestir, le clava las dos banderillas en el mismo momento en que baja la cabeza para echarlo por los aires, y entonces con maravillosa agilidad escapa del peligro. Como se puede comprender, no siempre se clavan las dos en el lomo del toro, o incluso no se clava ninguna; esta incertidumbre y la aparente temeridad de estas proezas hacen que sus intentos sean interesantes. Luego siguen una multitud de mozos con capas de seda, y cierran la comitiva dos alegres cuadrillas, tiradas cada una por tres espléndidas malas, cuyas cabezas se encuentran adornadas con banderas azules, destinadas a arrastrar fuera de la plaza los cuerpos de los caballos y toros muertos. El primer animal que entró miró con fijeza alrededor, a la multitud, cuando vio a los tres picadores colocados uno detrás de otro, y pareció desconcertarse. Los toros tienen siempre varias cintas de colores enganchadas a un pequeño dardo de acero, clavado en sus pescuezos, para indicar su casta y dueños, y cuyos colores son cuidadosamente descritos en los programas impresos, que están expuestos por todos lados como las tarjetas de nuestras carreras, en las que se describen los nombres, pesos y colores de los jinetes. Éste se pensaba que no era de buena casta, y la gente murmuraba; los chulos empezaron a torearlo, finalmente el picador provocó una embestida que dio con ó1 en el suelo e hirió de gravedad a su caballo, que se levantó con las tripas arrastrándole por la arena. En este horrible estado, el picador volvió a montar, y verdaderamente ésta es la par-te más repugnante de la exhibición. La fiera enfurecida atacó entonces a los otros picadores, uno tras otro; las trompetas sonaban y los jinetes se retiraban. Los banderilleros revoloteaban alrededor del toro y, con gran destreza, le plantaron media docena de dardos en el pescuezo. Esto irritó al animal aún más, y las trompetas volvieron a sonar. El matador avanzó y, jugando con ó1 durante un tiempo con su muleta roja o bandera, la cual tiene un poco más de una yarda cuadrada, le atravesó con su larga y recta espada toledana, entre el hombro izquierdo y los remos. Luego tocó la banda, y un tiro de tres mulas salió al galope con su cuerpo, y otras con el caballo muerto; los otros dos caballos estaban con las tripas colgando, esperando al segundo toro, que no tardó en aparecer. Los picadores empezaron como de costumbre el primer acto del drama, y cuando se excitaban arrojaban sus sombreros, apareciendo con el pelo recogido como las mujeres, cubriéndolo con una redecilla de seda. Este toro, al no haber matado a su caballo, la gente pedía a gritos el fuego y lo abucheaba de cobarde; las banderillas de loschulosestaban al rojo vivo y llenas de petardos que le explotaban en el pescuezo. El matadormató a esta bestia con gran destreza yfue recompensado con estrepitosos aplausos y arrojando sombreros. La banda empezó a sonar y se lo llevaron las mulillas, e inmediatamente otro gran animal negro entró embistiendo en la arena, escarbó el suelo y corrió hacia el otro lado, entre los silbidos de la gente; seguidamente volcó al caballo, y raramente hubiera podido escapar el picador, si no hubiera sido porque el toro saltó la barrera. Inmediatamente, los aficionados de las primeras filas, que siempre asisten provistos de garrotes, lo apalearon con todas sus fuerzas, profiriendo contra su padre como contra ó1 mismo tal retahíla de insultos como solamente lo puede permitir el rico vocabulario español. Era un mal toro, y no le tuvieron compasión por haber frustrado su diversión. El animal fue pronto conducido a la arena, donde correteaba de un lado para otro, queriendo escapar, pero al no encontrar otra salida, volvió a saltar la barrera. Era sorprendente con qué agilidad la gente del pasillo entre las dos barrer-as se quitaban de enmedio, sin que se produjera ningún accidente. Fuego, fuego, gritaba la muchedumbre impaciente. Sonaron las trompetas: se le clavaron dardos candentes cargados como antes con petardos y, de nuevo, por tercera vez, saltó la barrera. La gente estaba aburrida del cobarde (11) y aplaudieron fuertemente cuando volvieron a sonar las trompetas y apareció el matador y rápidamente clavó su estoque en el lomo, y a los dos minutos cayó muerto. Otro toro negro entró y, en un instante, hirió a un caballo en la pata, saliendo la sangre a borbotones; inmediatamente después lisió a otro corcel, teniendo el picadorla escapada difícil, volviendo otra vez a tirar al mismo caballo, que ya no se volvió a levantar, haciendo que el picadorsufriera una dura caída. Con una embestida terrible, se abalanzó sobre otro caballo y su jinete. A veces, el lomo de los toros está destrozado, sangrando a causa de las lanzas. El picador se aproxima tranquilamente hacia él y a veces, aunque su desdichado caballo va con los ojos vendados, los mozos del servicio tienen que pegarle para que avance. Si el toro no atacara, el picador le golpea en la cabeza con la lanza; aunque normalmente embiste al caballo, y el picadorrecibe la carga en su lanza, si es posible empujándole hacia la derecha y volviendo el caballo hacia la izquierda. Los picadoresraramente resultan heridos de consideración, ya que, como generalmente están muy cerca de la barrera, pueden de ese modo saltar ésta cuando se caen; y cuando están debajo de los caballos o en otro peligro, los chulos corren a ayudarle, echando sus alegres capotes a los toros para apartarlos. Dos veces más esta bestia volcó hombres y caballos; después de haber herido y matado a varios animales, se pidieron las banderillas, sonaron las trompetas y llegaron los banderilleros, y pude contar en un momento siete de esos dardos en el lomo. El matador mató este toro sin soltar la espada, siendo vitoreado con éxtasis. Seguidamente apareció un toro de color castaño -, que atacó con furia a los chulos, y después a un caballo cuyo jinete escapó saltando la barrera, pero el caballo fue herido de muerte; el picador lo volvió a montar, pero a los pocos minutos cayó muerto. La furiosa bestia volcó otro caballo y a su jinete; hirió cruelmente a un tercer pobre animal, escapando los picadores con la buena suerte que es corriente en ellos; entonces atacó a un cuarto caballo que acababa de entrar en el ruedo, y al cual asesinó en el acto, y saltó sobre la barrera después de despejar la arena y vencer a sus enemigos casi con la rapidez con la que yo apuntaba sus victorias. Los vítores al toro eran ensordecedores: 'viva, viva, toro', 'bravo toro, bravo toro', desde cualquier parte de la plaza. Después volvió a herir sucesivamente en el lomo a dos caballos más y embistió contra otro picador caído.» Hoskings continúa su relato, en el que nos ofrece una descripción minuciosa de los ocho toros que contempló. No lo incluyo, ya que, salvo de los picadores y los caballos muertos, no dice nada, siendo repetitivo hasta la saciedad. El capítulo dedicado a los toros lo termina diciendo: «Es imposible ver una corrida de toros, la primera vez, sin que repugne la crueldad hacia dos de los más nobles y útiles criaturas del mundo, el toro y el caballo. (...) La parte más revulsivo de la exhibición es, sin lugar a duda, el permitirles a los caballos continuar la lucha cuando están heridos de muerte, arrastrando los intestinos alrededor de la plaza, aspecto éste del cual raramente se libran. Las desdichadas jacas que utilizan no tienen posibilidad de escapar, son pobres criaturas que no valen ni aquí ni en Inglaterra, más de dos libras. La mayoría de ellas tienen enfermedades fatales, como me dijo un español, de las que van a morir, y el toro alivia en gran medida sus sufrimientos. Pero, a pesar de esto, es nauseabundo ver las barrigas de estos pobres animales completamente desgarradas, colgándoles las tripas, y también son de pena los lomos de los estupendos toros, cubiertos de sangre y destrozados con las lanzas. No hay exhibición en el mundo que pueda ser, sin embargo, más grandiosa y más excitante. El anfiteatro, desde el que se podía contemplar una maravillosa vista de la Giralda, estaba lleno de unas 14.000 personas, cuyas almas estaban envueltas en emoción, en silencio o sollozando con agonía, cuando los picadoresestaban en peligro, o rompían en ensordecedores aplausos, cuando hombres o toros se distinguían; ya que, haciendo justicia, son bastante imparciales en su aprobación. Los nobles toros galopando alrededor con furia, arrogantes y con las más grandiosas posturas, escarbando en el suelo o moviendo sus cabezas con cobarde impaciencia, o embistiendo con la cabeza a todo lo que se les pone por delante, son indudablemente los animales más pictóricos. Además, los alegres trajes de los matadores, picadores y chulos, la clase media y todos en general con sus adornos de majo,toda la gente resplandeciendo bajo un luminoso cielo andaluz, creaban verdaderamente una visión excelente. Hay poca apariencia de deslealtad en estas luchas; en el primer acto del drama, los toros sólo pueden recibir leves heridas, pero, los picadores, aunque siempre fuertes y atléticos, es bien sabido que raramente tienen ilesas las costillas, y muchos de ellos mueren. También, en el segundo acto, el toro resulta herido levemente, pero posiblemente puede resultar muerto el chulo cuya agilidad no le salve, o cuando le traicione un paso en falso. En el tercer acto del drama, tiene lugar una lucha a muerte, cautivadora al máximo. Una abrumadora fuerza física, con cuernos casi tan fatales como la espada, se enfrenta a un hombre cuya destreza y delgada y brillante arma puede compensarle en su comparativa debilidad. Raramente
triunfa el
toro. La larga experiencia
yexquisita pericia muestran, en este corno en otros encuentros, la
superioridadde
la ciencia con respecto a la fuerza bruta. Aunque todos los matadorescaen
heridos en alguna ocasión, siendo grande la proporción de
los que terminan sus vidas en el ruedo. En una corrida puede haber
momentos
que resulten aburridos, pero indudablemente hay momentos de
interés,
tan excitantes que es imposible su descripción. Las damas
españolas
que se encontraban a mi alrededor chillaban y se alarmaban tanto como
lo
podían haber hecho las damas inglesas, cuando los picadoresestaban
en peligro, y se cubrían las caras con los abanicos cuando
ocurrían
escenas sangrientas. Hay que preguntarse si el interés de
asistir
a los ruedos no es más ser vistas que ver la lucha.»
Impresiones sobre España El tercer texto sobre las corridas de toros está sacado de la obra de Calvert, Impressions of Spain,publicada en Londres, el año 1903. «Una corrida de toros se subraya para una pronta visita en la agenda de todos los que visitan España. El viajero entra preparado para algo nauseabundo, y se va a denunciarlo como una exhibición repugnante y desmoralizadora, incluso se pavonea con su moral y superioridad humanas sobre los españoles, ya que el espectáculo es demasiado fuerte para sus poco educados estómagos. La deducción es tan gratuita como ilógica. De hecho, el efecto del espectáculo sobre el espectador no es tanto una cuestión de sensibilidad como de costumbre. Los españoles se acostumbran al deporte (la corrida) corno nuestros antepasados lo hacían al bull-baiting, incluso en la presente generación se acostumbran los ingleses al boxeo. Para el español, la crueldad de la tauromaquia no existe, el espectáculo hace que se le encienda la sangre y no mueve ni una sola fibra de compasión en su naturaleza. Aunque él pueda ser intensamente compasivo, dócil y de buen corazón, y poseer dulces cualidades de carácter, no le conmueve el ver el sufrimiento del animal. (...) El inglés no puede compartir, o incluso darse cuenta, este sentimiento; sería extraño si pudiera. El sentimiento que lo lleva es la curiosidad y una aprensiva tensión nerviosa, que es lo que aumenta el horror y la repulsión por el deporte. Con los españoles es completamente diferente. La costumbre les ha familiarizado con los detalles sangrientos, y sus experimentados ojos siguen cada truco y pase de la contienda con el entusiasmo de un atleta que contempla una competición deportiva. Cualquier detalle de habilidad, destreza o valor que presentan los toreros, y cualquier movimiento inteligente que el toro haga, es recibido con critico aplauso. Puede que haya crueldad, pero valor en alto grado es el elemento primordial en esta lucha. El peligro da a la contienda una dignidad que está ausente en la cacería del faisán y hace que no exista excusa para el bear-baiting, o las peleas de gallos que estuvieron de moda en este país. Se puede pensar
que
estoy intentando defender
una institución que se ve con aversión por los ingleses
de
todas las clases, pero no es ésta mi intención. Lo que yo
pretendo es mirarlo desde el punto de vista español, y me
esfuerzo
en ver si no hay ninguna explicación razonable de su popularidad
como fiesta nacional. Pero cuando todo está dicho y hecho,
aún
existen dos objeciones al deporte, que no deben ser pasadas por alto:
La
primera es la casi inexplicable indiferencia que muestra la conciencia
española por la tortura infligida a los caballos que toman parte
en la corrida; la segunda es la asistencia del sexo
débil.
Debe, sin embargo, puntualizarse que un gran número -ciertamente
la mayoría de las damas españolas- están en contra
del deporte, y al resto es más el valor y la habilidad de los
toreros
lo que las fascina. Pero lo que es cierto es que se ve a gran
número
de mujeres en el anfiteatro del mismo modo que la buena reina Bess,
hace
trescientos años, no se avergonzó de ser espectadora de
bastantes
exhibiciones de bear-baiting (12).»
1. Hemos traducido horseman por «jinete», ya que, aunque en tauromaquia el término empleado sería el de «picador», pretendemos que el texto conserve al máximo su estilo narrativo. 2. Igual que en la nota anterior, no se hace referencia a la «pica», sino que se emplea el término spear, que significa «lanza». 3. El autor no estaba familiarizado con los términos taurinos, o bien, al estar este tipo de obras escritas para lectores profanos en la materia, busca el sinónimo o la denominación de un objeto parecido y que pudiera ser ilustrativo para el lector. En este caso, William Jacob utiliza small darts (pequeños dardos), si bien en inglés existen dos denominaciones: banderilla, o small dart with a bannerol for baiting bulls. 4. Existe en inglés el término rapier (estoque), aunque en esta ocasión el autor utiliza la palabra sword (=espada). 5. Forequarter (=cuartos delanteros), utilizando el autor el shoulders. 6. El autor utiliza el término trumpets (trompetas), desconociendo quizá el de clarines. 7. La carta en que se describe esta corrida de toros está fechada en Cádiz, noviembre de 1809. 8. Ciudad inglesa famosa por sus hipódromos. En las polémicas de toros sí, toros no, siempre se comparan sus elementos crueles con la crueldad de las carreras de caballos o galgos, en las que los animales también encuentran la muerte, en muchas ocasiones, debido al esfuerzo de la carrera. 9. En la mitología germánica se utiliza el término «almuérdago» como el cebo. 10. Es general el uso del término sport para designar una corrida de toros. 11. Hoskings no emplea el término tame (=manso). 12.
El bear-baiting,como
el bull-baiting, son deportes que se practicaban en
Inglaterra
(y prohibidos hace dos siglos), en los que se ponía a pelear
respectivamente
a un oso o un toro contra varios perros. Éstos solían ser bulldogsofoxterriers,
los
primeros por su fuerza y los segundos por su valentía. |
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