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En las misas mayores de la parroquia de Montefrío puede encontrarse algún perro dormitando, sobre el pavimento de la nave central: es un privilegio no escrito del que gozan los canes desde 1766, cuando un rayo descargó sobre el repleto templo, matando sólo un perro que por allí deambulaba. Considerado el percance como favor milagroso de la patrona, la Virgen de los Remedios, la villa votó celebrar en su honor solemne fiesta anual, la fiesta del Rayo, que aún se celebra cada último domingo de mayo. En Granada capital, se mantiene la misa votiva anual en recuerdo de san Agustín, por su intercesión en la epidemia de peste que asoló la provincia en 1679, mientras que, por el mismo motivo (como se verá más adelante), en Motril votaba la villa el reconocimiento eterno a san Antonio de Padua, como se otorgaría, en 1804, a Nuestra Señora de la Cabeza por protegerles de un terremoto. Otro terremoto del que se escapó Santa Fe tuvo a santa Catalina como abogada, por lo que anualmente sale la población al campo para recordar alegremente con «las merendicas» la gracia obtenida por sus antepasados. En la Península Ibérica es amplio el repertorio de votos o promesas de agradecimiento por favores sobrenaturales, con algunos tan singulares como el de los azotes que se autoinfligen los «picaos» o flagelantes de semana santa en el logroñés San Vicente de la Sonsierra, los «empalados» del extremeño Valverde de la Vera, o los «amortajados» que pasean sus ataúdes en varias romerías gallegas. En lo que respecta a su antigüedad, aún se recuerda un voto que a punto está de cumplir ocho siglos: en 1187, varios poblados cercanos al monasterio de San Juan de la Peña (Huesca) acordaron acudir allí cada octava de Pentecostés un vecino por cada casa con su cruz parroquial, lo que siguen cumpliendo los habitantes de Botaya (1). Desde el siglo XIV, sale en pleno enero el «pelegrí de Tossa», un vecino de Tossa del Mar, que marcha desde la Costa Brava hasta Santa Coloma de Farners, distante una treintena de kilómetros, para agradecerle a su san Sebastián el haberles salvado de una epidemia (2). Otros peregrinos, en variantes del maratón, son los «Doce Apóstoles» que recorren de noche y en estricto silencio los 17 kilómetros que separan Tafalla (Navarra) del santuario de Ujué; los otros doce que también en silencio atraviesan varias sierras, desde Useras (Castellón) hasta la ermita de San Juan de Penyagolosa, cubiertos con la barba que se dejan desde el momento en que les toca representar a su familia; y por último, ganándoles en velocidad, puesto que van corriendo, los mozos de Peñas de San Pedro (Albacete), que transportan un féretro con el Cristo del Sahúco, desde su santuario, distante 15 kilómetros. En este caso, el ritmo de carrera es para evitar que nadie les robe el Cristo. Aunque la acepción más conocida del término voto sea la relacionada con los procesos electorales, según el Diccionario de la Real Academia, también significa: «Voto (del latín votum) m.: Promesa hecha a Dios, a la Virgen o a un santo. / Cualquiera de los prometimientos que constituyen el estado religioso y tiene admitidos la Iglesia, como son: pobreza, castidad y obediencia. ... / Ofrenda dedicada a Dios o a un santo por un beneficio recibido...». La primera y la última, relacionadas con las gracias celestiales, divergen en el tiempo: puede ejecutarse el acto penitencial con anterioridad a la ayuda divina, para de alguna forma obligarla, o dejar en suspenso la realización del acto hasta después que se manifieste tal benevolencia, en una especie de trueque bastante materialista, a la vez que signo de prudencia. A esta última categoría quizás pertenezcan la mayoría de los votos colectivos que se siguen cumplimentando siglos después. Se puede
encontrar
una curiosa referencia
a votos paganos, en el concilio Trulano, celebrado en Constantinopla el
año 692, firmado por el propio emperador Justiniano II. En el
canon
LXII se prohíben, entre otras acciones, «las reuniones que
se forman los días de las calendas, los que se llaman votos y
fiestas
de Baco» (3).
Por aquel entonces, las
comunidades
monásticas extendían la segunda de las acepciones
citadas,
llegando en el caso del monacato céltico (a partir de la
implantación
del catolicismo en las Islas Británicas) a exigirse «el
voto
de eterno peregrinaje con la finalidad de evangelizar nuevas
tierras» (4).
Una nueva variante la aportarán las órdenes militares,
fundadas
para proteger a los peregrinos y los Santos Lugares: a los tres votos
ordinarios
de los monjes unirán el de combatir a los infieles. Mucho
más
tarde serán los jesuitas quienes ¡implanten otro cuarto
voto,
el de obediencia particular al papa de Roma, que tantos sinsabores
habría
de acarrearles. El caso de Olite Para comprender hasta qué excesos llegaron nuestros antepasados a la hora de comprometerse colectivamente en la honra de los intercesores celestiales, se puede considerar el caso de Olite, importante villa navarra, que llegaría a ser capital de la corte y el reino con Carlos III el Noble, en el siglo XV. Gracias a las investigaciones en los archivos locales efectuadas por José María Jimeno Jurío (5), es posible reconstruir el «organigrama votivo» de la localidad, en vigor entonces: Ya en 1304, consta que el concejo hizo voto de dar cada año, «mientras el mundo durare», cinco sueldos de limosna a San Millán de la Cogolla, y otros tantos a San Gregorio de Sorlada, por su ayuda para acabar con la «araynnuela» que devastaba los olivares. Desde muy antiguo, la villa adoptó a san Nicasio como abogado contra la peste, debiéndole ofrendar el alcalde y jurados una torcha de cera en la víspera de su fiesta, que permanecería encendida toda la noche delante de su altar. En septiembre de 1417, ante un intenso riesgo de contagio de poblaciones cercanas, se bendijo ante su altar una inmensa candela de cera, o «babil», que luego se llevó procesionalmente sobre andas y se esparció por la periferia de la villa: la epidemia no osaría quebrantar este sagrado cerco de cera bendita. El trasfondo mágico del acto recuerda el remedio contra los vampiros, consistente en rodear a las posibles víctimas con trocitos de hostias consagradas, que ningún demonio osará traspasar. Santa Brígida era considerada patrona multifacética, y para que escuchara ininterrumpidamente las súplicas de sus protegidos, el concejo mantenía a su costa una sorora o eremita enclaustrada en la ermita dedicada a la santa. Respecto a la temible plaga de langostas, para evitarla se imploraba la protección especial del evangelista san Marcos, celebrándose en los cinco días anteriores a su fiesta «las cinco missas clamadas de las langostas, las quales antiguament fueron prometidas e votadas por una grant multitud de langostas que vinieron en estas comarcas e cubrieron toda la tierra, e gastaron todo el fruyto». Por la ayuda prestada por san Sebastián con motivo de una epidemia, el concejo mantenía una capellanía perpetua. Aparte de honrar a estos santos, la villa también había hecho voto de guardar como festivos a san Vidal, santa Quiteria, santos Primo y Feliciano, san Marzal y santa Fe, en cuyos días todo vecino y morador debía abstenerse «de labor, de hacienda e de caminar», so pena de veinte sueldos. En varias de tales fiestas, el concejo tenía un voto suplementario de dar de comer a trece pobres pan, vino y carne o pescado. Para terminar
con
las ordenanzas de Olite,
a principios del siglo XV, se dispuso que los hombres sorprendidos en
adulterio
serían castigados con 500 sueldos, de los cuáles 100
irían
al delator, «o ficiendo los yr a Sant Jayme de Gallicia»,
debiendo
regresar con un certificado oficial, firmado por el arzobispo o el
rector
de la catedral de Compostela. Recuerdos para el escarmiento Como se ha visto, en una misma población podían irse acumulando voto tras voto, hasta llegar a adquirir tal dimensión que a la fuerza los patronos menos eficaces ante las calamidades del momento serían arrinconados por nuevos y más enérgicos intercesores. Las epidemias solían conjurarse con la invocación de san Antón, san Sebastián y, desde principios del XV, san Roque, nacido en la corona de Aragón. Contra la langosta, la sequía, las heladas, las tormentas o los turcos, cualquier santo podía cumplir un relevante papel. Llegaría a tal inflación la nómina de «votos perpetuos», que en 1643 la Sagrada Congregación de Ritos dictaminó que «están obligados sólo quienes hicieron el voto y no los demás del pueblo», para añadir, en 1698, que «en las elecciones de patronos no se deben hacer promesas, o votos de celebrarlos como días de fiesta» (6), disposiciones que apenas han sido aplicadas entre los creyentes hispánicos, al igual que la prohibición del «correr toros» como voto formal para honrar y aplacar a los santos (7). Para reflejar la atmósfera dominante en una población que experimenta la necesidad de obtener un patrocinio específico, y que en señal de gratitud se comprometerá con un voto público, se puede traer a colación un folleto publicado en 1680, con el descriptivo título de: Recuerdos para el escarmiento de las divinas iras y efectos de las soberanas misericordias, experimentadas en la epidemia contagiosa padecida, y perfecta santidad lograda en la muy noble y leal ciudad de Motril, este año de 1679. Comienza el sesudo autor, don García Niño de la Puente, con la referencia a una calamidad agrícola sobrevenida unos años antes, ya que, en 1668, «repetidos hielos, que por justo castigo de nuestras impenitentes culpas sobrevinieron al dulce fruto de cañas». (Esta caña de azúcar fue sembrada durante el califato de Córdoba en la costa granadina, y de aquí se trasplantó a las Antillas y Centroamérica, hasta llegar a convertirse en su mayor producto. Es famosa por el excelente ron pálido que destila, y su cosecha debía pagar una renta o impuesto -llamada «del voto de Santiago»- para sostener el hospital real fundado en Santiago de Compostela por los Reyes Católicos.) Tras esta dulce digresión, regresemos al cronista, quien nos informa de que el año siguiente: «Continuó el azote... helóse por segunda vez todo el campo... [mientras los campesinos se] desvanecían de hambrientos.» A esta grave penalidad se unieron la guerra de Francia y la contribución anual de soldados para Cataluña, catástrofes ambas no imputables a los elementos, pero que desangraban la comarca. Pocos años más tarde, «el día de san Gil, 1 de septiembre de 1677, a un tiempo aire, fuego y agua amenazaban la tierra y, cargadas las nubes, piezas de la suprema milicia a un tiempo dispararon cinco asombrosas centellas, cayendo una en el religiosísimo convento de Nuestra Señora de la Victoria, y las restantes en el ruedo de esta ciudad», repitiéndose la tormenta en septiembre del año siguiente, pero «obstinados en nuestros yerros no creímos tan sobrenaturales avisos... y el infausto año de 1679 hiciéronse malignos algunos tabardillos... reconociéronse algunos tumores y granos... y siendo landres, y carbuncos, la poca experiencia granos ciegos y apostemas frías los llamó... por lo que se mezclaron los enfermos sin cuidado... [cuando] llegó el 9 de abril, desenvainó el ángel percuciente el sangriento, cuanto riguroso, acero con tal estrépito... cerca de las once del día, y asistidos los templos de copioso número de fieles, se experimentó el mayor temblor de tierra que jamás se ha visto. Leve caña, agitada del furioso viento, pareció el más robusto edificio». Ante esta nueva calamidad, los sacerdotes hicieron patente a Nuestro Señor Sacramentado, y todo se quietó. Al día siguiente: «Cinco de ambos sexos, que al parecer con sanidad se acostaron, los levantaron muertos... multiplicábanse los enfermos, incansables los venerables curas, de día y noche, no cesaban en el cumplimiento de su justa obligación... repetíanse los entierros, y ya en el sagrado faltaba lugar a la muchedumbre... pestilencia y fetidez [por doquier] ... [y para combatirlo se hicieron] rigurosas penitencias, abstinentes ayunos, piadosas limosnas, votivas novenas, y reverentes procesiones... saliendo los penitentes por nueve días descalzos», en fin, todo el arsenal litúrgico disponible. A pesar de ello, el 28 de abril, las autoridades tuvieron que declarar la epidemia contagiosa, extendida ya a varios pueblos de la Costa y la Alpujarra, que tuvieron que ser aislados. Como último remedio, se sacó la imagen de la patrona, Nuestra Señora de la Cabeza, que «a deshora de la noche, por evitar el concurso, misericordiosa fue a visitar los enfermos, que ansiosos de su belleza dejaron los funestos lechos». La situación era terrible, abundando los huérfanos y dedicados los fieles supervivientes (y con ánimo) a purificar las casas, hasta que a punto de la medianoche del 13 de junio fue patente a muchos gran claridad y disminuir el número de enfermos y difuntos. Era el día de san Antonio de Padua, «y las celestiales misericordias ... y prodigiosos milagros que por intercesión de este gran portento de la gracia... se experimentaron... [llevaron a que] esta ciudad agradecida... votó su día firmando los nobles capitulares asistentes... perpetua festividad». Se devolvió a san Roque del hospital donde había estado velando hasta su iglesia, y para festejar el final de la epidemia, el corregidor soltó a cuatro presos y se hizo una escaramuza por los de la compañía de caballos. Al hacer balance, pasaron de siete mil los difuntos. Por el mismo
motivo
que se votó fiesta
perpetua (que, entre nosotros, creo que se ha dejado de celebrar) a san
Antonio, por acabar con la peste, debería haberse ahorcado o
quemado
la imagen de san Gil, en cuyo día se inició. La
relación
de causa a efecto así lo exigiría, pero lo malo es que
son
tantas las catástrofes, calamidades, desgracias y derrotas que
asolan
a un país durante los siglos, y dado que sólo tenemos 365
días, sería raro que quedase un santo sin haber sido
castigado
por uno u otro mal. Ante la evidencia de quedarnos sin santoral, se ha
optado por no castigar a los culpables, sino sólo premiar a los
benefactores. Los votos concepcionistas Si hubo un tipo de voto repetido sin desmayo ni mesura, hasta llegar a ser prácticamente obligatorio, fue sin duda el de la defensa de la limpia y pura concepción de María, madre de Jesús. Se distinguieron tanto los españoles en esta tarea que llegó a convertirse casi en característica nacional durante muchos siglos, haciendo olvidar que uno de los inspiradores de la idea fue san Anselmo, en su época prior del monasterio de Bec, en Normandía (alrededor de 1070), después de tener una revelación divina sobre el particular (8). Simplemente festejada por san Isidoro, sería la orden militar de Santiago la que extendería tal culto, hacia el siglo XII, a partir de las preces diarias que la invocaban en su capilla de Uclés, convento sede de la orden (9). Parece ser que, en 1360, se festejaba con grandiosidad en la catedral de Segovia (10), y poco más tarde, el rey Juan I de Aragón fundaría una cofradía, bajo el título de la Limpia Concepción, en 1394 (11). El primer paso para convertir el misterio en verdad defendida mediante un solemne voto público se atribuye a la zamorana Villalpando, que contaba con un castillo propiedad del condestable de Castilla, el año 1466 (12). Con el decreto de la universidad de la Sorbona, en 1497, de que todos los que aspirasen a obtener grados académicos debían comprometerse a defender bajo juramento la inmaculada concepción (13), la tendencia votiva comenzó a implantarse entre las clases cultas, y el ejemplo fue seguido po todas las universidades españolas. Sería a principios del XVII cuando el tema adquiriese su auténtica dimensión pública, convertido en una especie de cruzada psicológica. Su más caracterizado impulsor fue el arzobispo Pedro Guerrero, quien, después de sancionar como auténticas las reliquias y escritos plúmbeos falsificados por los moriscos en el Sacromonte granadino, fue designado para desempeñar el máximo cargo religioso de Sevilla. En la biblioteca de El Escorial, se conserva un impreso muy probablemente aprobado por él, que expresa que: «Los prebendados de la iglesia de Sevilla, que asisten al negocio de la limpia concepción de Nuestra Señora dicen que su pretensión ha sido, y es, que V. Magestad se sirva de interceder con Su Santidad, en que mande tomar en este negocio resolución favorable a la opinión pía que defiende haber sido la dicha concepción santísima, sin mancha de pecado original, habiendo sido puestos en ella por el piadoso celo del arzobispo de Sevilla, su prelado». Poco después se avanza un argumento que no deja de poseer interés emotivo: «Trátase asimismo de obligar a la santísima Virgen, haciéndole este servicio, a que se encargue de la intercesión y amparo de V. Magestad y de su real corona» (14). Más claro, imposible: al canonizar la limpieza de la Reina de los Santos se la podía obligar a derramar sus dádivas sobre la monarquía. La campaña concepcionista contó con selectas plumas para cantar alabanzas, entre las que destaca don Félix Lope de Vega, quien compuso numerosos coloquios, poesías y comedias con tal motivo. La devoción arrastró al propio Felipe III, que consiguió que el papa Urbano VIII instituyese la orden militar de la Inmaculada Concepción de la Virgen María (1614). Con energía se movilizó al país para instaurar el dogma, «en la obsesión maníaca de la blancura, en la preocupación por la pureza», como dirá Méchoulan (15), relacionándolo con la exigencia de limpieza de sangre, o prueba de ser cristiano viejo, características de tal período histórico, cuando fueron expulsados casi todos los descendientes de hispanomusulmanes o moriscos. Esta obsesión por la pureza, que en muchos teólogos estuvo emparentada con un feroz racismo, incita a una aproximación psicoanalítica que puede aportar jugosos resultados. El hecho es que de la efervescencia «por el negocio de la limpia concepción» que sacudió nuestro siglo XVII, aún perdura en ceremonias festivas donde se sigue renovando el voto. Quizás fue en Andalucía donde mayor vigor cobró esta dinámica, y por ello no debe extrañar su perpetuación: Así, en Puente Genil, se repite el voto hecho en 1650 «para siempre jamás»; en la también cordobesa Bujalance, que tiene por patrona a la llamada Inmaculada del Voto, cada 8 de diciembre, el alcalde toma juramento a todos los vecinos, presentes y ausentes, de defender con vida y hacienda a la Inmaculada Concepción de María, agradeciéndole especialmente su ayuda al librar la villa, en 1679, de la peste que azotó Andalucía y que tan prolijamente describía el informe de Motril, antes resumido; y en Bollullos del Condado (Huelva), salvo en tiempos de la II República, se ha mantenido el voto del XVII a la Inmaculada, cantando los campanilleros coplas alusivas al dogma (16). En muchos casos, se practican rituales «por costumbre inmemorial», sin que los propios participantes reconozcan en ellos el voto formal realizado varias generaciones antes, como en determinadas procesiones y ofrendas. A veces, los términos iniciales se han suavizado, como sucede en Jaca (Huesca), donde por un voto de la villa de origen desconocido, se conmemora la victoria del año 761 sobre los moros que intentaban recuperarla, en una batalla con participación activa de las mujeres, con una procesión-romería al cerro que alberga la ermita de la Victoria, lugar donde apareció la cruz a las huestes cristianas. De acuerdo con el voto, las autoridades municipales debían efectuar el recorrido a pie descalzo, pero los munícipes lo conmutaron por la limosna de pan que se reparte a los pobres, a la puerta del recinto, lo que sin duda es menos incómodo para ellos (17). Finalmente, un
ejemplo de que la formulación
de votos públicos no es reliquia del pasado: En la granadina
Orce,
cada 9 de junio se celebran en la parroquia rosario, misa y
bendición
con el Santísimo, a las 3,30 a. m., en acción de gracias
por no haber causado desgracias personales un terremoto sucedido en tal
instante de 1964, que es apenas anteayer.
(1) Ricardo del Arco y Garay, Notas de folklore altoaragonés. Madrid, CSIC, 1943: 488. (2) Carlos Pascual, Guía sobrenatural de España. Madrid, Al-Borak, 1976: 200. (3) Colección de cánones de la Iglesia española, III. Madrid, 1849: 795. (4) «La arquitectura monástica», en La comunicación en los monasterios medievales. Madrid, Patrimonio Nacional de Museos, 1980: 21. (5) Olite histórico. Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1979: 21. (6) Como consta en un manuscrito de fray Gregorio de la Concepción, conservado en el archivo de la catedral de Granada, de la segunda mitad del siglo XVIII. (7) A este respecto, el maestro D. Julio Caro Baroja aporta varias curiosas referencias en El estro festivo (Madrid, Taurus, 1984): Así, en el capítulo XXVI del concilio provincial de Toledo, celebrado entre 1565-1566, se dispuso que «los votos hechos para correr toros no se cumplieran, porque esto no pertenece a causa de religión, aunque fuera con consentimiento y juramento de todo el pueblo (y) en consecuencia, que no se hicieran votos semejantes» (p. 245), y en la constitución promulgada por el obispo de Calahorra, D. Pedro de Lepe, en 1698, «declarando nulo y de ninguna obligación el voto de correr toros en días o fiestas de patronos, u otras solemnidades» (p. 246). (8) Gaspar Ibáñez de Segovia, Disertaciones eclesiásticas, por el honor de los antiguos tutelares, contra las ficciones modernas. Lisboa, 1747: 279. (9) Pedro de Ojeda, S. J., Información eclesiástica en defensa de la limpia concepción de la Madre de Dios. Sevilla, 1616: 15. (10) Según consta en un manuscrito del archivo de la catedral de Segovia, recogido por Ibáñez de Segovia, op. cit.: 274. (11) Ojeda, op. cit.: 21-22. (12) Aldea-Marín-Vives, Diccionario de historia eclesiástica de España. Madrid, Instituto E. Flórez, CSIC, 1972: 2.793. (13) Henry Méchoulan, El honor de Dios. Barcelona, Argos-Vergara, 1981: 125. (14) Impreso sin firma, fecha ni lugar de impresión, 3 fs., catalogado con el nº 90-VI-16 en la biblioteca escurialense. (15) Méchoulan, op. cit.: 125. (16) Guía de fiestas populares de Andalucía. Sevilla, Junta de Andalucía, 1982: Puente Genil (p. 303); Bujalance (p. 166); Bollullos (p. 415). (17) Del Arco y
Garay, op.
cit.: 469-470. [En los textos
antiguos se ha actualizado
la grafía.] |
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