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Alejados los animales de la ciudad, por el medio hostil que su modernización les ofrece, hoy su presencia en ella es mínima; sustituidos en su utilidad por otros medios y cambiados los usos, costumbres y estímulos de vida, apenas inciden en la vida ciudadana. Queda, empero, el testimonio de su pasada importancia en la impronta dejada por el arte en nuestros monumentos, plasmado en imágenes zoomorfas, bien como simple elemento ornamental, o con un sentido simbólico, a veces mistérico, tanto en figuras quiméricas como en imitaciones de lo real. Como paradigma,
y
referido concretamente al
mundo de los solípedos, objeto de este trabajo, citemos
brevemente
las escenas ecuestres de la Sala de los Reyes, o los alegóricos
relieves con caballos e hipocampos que, en el palacio de Carlos V,
aluden
a las hazañas imperiales. Otros hitos de su antañona
estancia
los hallamos en las caballerizas, poyos para montar y anillones para
atarlos,
que en la Alhambra, el Generalife y el palacio del Emperador subsisten;
o el recuerdo del Corral del Carbón con sus «Reales
Caballerizas»
de las tropas que vigilaban la costa; o el del Monasterio de San
Jerónimo
convertido en cuartel de caballería, y la memoria de las Ordenes
Militares de Caballería y sus ceremonias en el convento de las
Comendadoras
de Santiago. Importancia del caballo en la historia granadina El caballo gozó siempre de la mayor estimación y ejerció un papel relevante en el devenir granadino, tanto en lo cotidiano, como en la guerra y en los episodios más importantes o solemnes de su historia islámica o cristiana. Un testimonio importante, que denota la estima que tuvo entre los musulmanes, nos lo aporta Ladero Quesada, que comenta que finalizando el siglo XIV, Ali b. Abd Al-Rahaman Ibn Hudayl escribió un buen tratado hipológico, que compendiaba los que ya existieron de otros autores granadinos. Andrea Navagero dice que, en tiempos de moros el rey reunía más de cincuenta mil caballos, aunque, añade: «Hoy día (escribe en 1526) han faltado casi todos, por haberse ido los caballeros y personas nobles, y ser todos los que han quedado pueblo y gente baja, excepto algunos pocos» (1). Luis del Mármol anota que en el reinado de Muley Hacén había en la ciudad ocho mil caballos junto a más de 25.000 ballesteros, y que rápidamente podía reunir otros 50.000 hombres de pelea entre los de la sierra, vega y valle (2). Los moros fueron muy diestros en el manejo del caballo, tanto en las diversiones como en la guerra, en la que la caballería constituyó su más cualitativa fuerza. Y fue grandemente apreciado por sus reyes, de los que era su principal distracción, poseyendo gran número de ellos y era tal la afición que les tenían «que conservaban con mucho escrúpulo la genealogía de cada uno» (3). Circunstancia nada extraña en un pueblo que mantuvo un sentido tribal tan acusado y una fuerte conciencia del linaje y la genealogía. En las ceremonias más señaladas estaría presente el animal para realzarlas. Seguidamente a las proclamaciones reales en la Alhambra, tras el ritual obligado y tradicional ante la nobleza, el rey bajaba a la ciudad y «cabalgaba en un magnífico caballo» por sus calles engalanadas, «precedido de los escuadrones de su guardia», para recibir los plácemes del pueblo (4). Pero la angosta y complicada trama urbana obstaculizaba el paso de los équidos, que por algunas calles no podían pasar o lo hacían con dificultad. En 1494, Jerónimo Münzer (que como otros viajeros también, llegaría a caballo) opinaba que «por lo general un asno no puede dejar paso a otro asno», a no ser por las calles más importantes que tenían alguna anchura «de manera que un caballo puede dejar paso a otro» (5). Más de un siglo después de Mármol, anota que «había muchos barrios donde no podían pasar los hombres de a caballo con las lanzas en las manos, y tenían horadadas las casas de una en otra para poderlas sacar» (op. cit., libro 1º, cap. XI, pág. 37). La ciudad que era célebre por sus muchos atractivos, también sería famosa «entre Caualleros, por sus velozes cauallos» (6). Abundando en las noticias sobre la presencia equina, Bermúdez de Pedraza dice que existía un paredón de argamasa, junto al Darro, que llevaba de la ciudad a la fuente de la Teja, por donde «corrían los Moros a cauallo, y yo he visto passarlo vno a trote» (op. cit. f. 14, libro 1º). Bib-Rambla se cita por Navagero como el lugar de la feria de caballos y Abd Allah en sus Memorias sitúa allí una carrera hípica. A final del
siglo
XVII, cuando ya se han realizado
algunas breves reformas en el arcaico urbanismo musulmán,
ensanchando
y construyendo a la manera castellana, se habla aún del
impedimento
que para cabalgar ocasiona la irregular conformación vial; y
refiriéndose
al Zacatín, donde la afluencia de gentes en el día del
Corpus
agravaba más su angostura (pese a considerarse de las más
espaciosas), lo que embargaba el paso de la cabalgata del estamento
judicial
para asistir a la procesión, se apunta que los oidores, a veces,
tenían que «ir vno después de otro por no
caber
dos iguales». Después se determinó que fuesen a pie
para evitar la «indecencia» que cometía el Real
Acuerdo
al cortar la procesión (7). Talantes caballerescos y usos bélicos La pericia en el manejo del caballo, junto al arrojo y valentía del caballero, eran signos de grandeza y calidad, por lo que gozaba de buena opinión el diestro y experimentado. Simón de Argote, refiriéndose a Mohamed IV, opina que «Ningún ginete le excedió en el arte de la equitación, ni en el arrojo de correr á caballo; pues sin atender á la naturaleza del terreno, lo hacía a rienda suelta, llenando de inquietud y susto á todos los que lo miraban» (op. cit., tomo 1º, pág. 216). Según Mármol, en una de las laudes sepulcrales halladas en la Rauda, se elogia la valía y bravura bélica del difunto, que no «consintió en exemplo de su valor, que los suyos subiesen en caballos que bebiesen el agua menos que en las albercas y hoyos de sangre» (op. cit., pág. 41, libro 1º, cap. XI). Y Lafuente, describiendo las virtudes de Alhamar (op. cit., 2º tomo, pág. 307) comenta: «era vigoroso y enérgico desde el momento que montaba a caballo». Por contra, la inhabilidad, la torpeza en la industria bélica debió pesar en la fama, a juzgar por la transcripción que Ibn al-Jatib hace de una negativa semblanza del rey zirí Abd Allah, en la que, entre otros defectos, se le achaca el ser «mal jinete» (8). Asimismo, entre los cristianos tenía igual consideración en el juicio y crédito de las personas, de lo que tenemos amplios testimonios. Lucio Marineo Sículo retrata al Rey Católico, y estima que «Holgaba mucho con los caballos encubertados y con los ginetes, porque desde su niñez fue muy buen caballero de la brida y de la gineta» (9). Pérez de Hita, que conoció asaz al marqués de los Vélez, bajo cuyo mando luchó, alaba su arrogancia y solidez en la montura: «Era grande hombre a caballo; usaba siempre la brida, y parecía en la silla un peñasco firme; cada vez que montaba hacía al caballo temblar y orinar, entendía bien cualquiera suerte de freno» (10). Y el Cura de los Palacios, en semblanza que hace de su coetáneo el marqués de Cádiz, afirma que era «muy gran caballero de la gineta» (11). Acaso por considerar que montar a caballo era sólo atributo de la aristocracia musulmana según infiera Ladero Quesada (12) su uso les fue prohibido a los judíos granadinos. Los árabes que cruzaron sus caballos con los españoles, produciendo la renombrada raza andaluza que tanto prestigio tuviera, sobre todo en el XVII, los estimaron altamente como montura como ha quedado reflejado, único fin para el que, según la leyenda, fueron creados por Alá. De esta guisa los vemos empleados en guerrear, almogavareando, en algaras y escaramuzas, en combates singulares, así como en alardes y ensayos. El musulmán iba armado a la ligera y montado a la jineta; de ahí proviene jinete, por zanãti, individuo de una tribu berberisca, que tuvo grandes guerreros y hábiles cabalgadores, y que constituyeron una milicia al servicio de los ziríes, acompañando en Granada a Zawi ibn Ziri. Por contraposición a la escuela de brida que usaba los estribos tan largos como permitiera la pierna, esta forma de montar emplearía estribos anchos, que pendiendo de acciones cortas obligaba a doblar las piernas, dándole mayor movilidad al jineta. Dada su utilidad sería adoptada posteriormente por los cristianos. Al final del siglo XV, Gabriel Tetzel, compañero de viaje del barón de Rosmilthal, vería así a los castellanos: «Montan con los estribos muy cortos, y llevan las rodillas casi sobre la silla, como hacen los moros» (García Mercadal, op. cit., cap. XVIII, págs. 176-177). Aunque mucho antes Alfonso X el Sabio ya establecía que los caballeros habían de ser buenos jinetes, debiendo conocer bien los caballos y su casta (13). Las incursiones y correrías en la vega, por parte de unos y otros serían frecuentes, tanto en actos de castigo y depredación, como de adiestramiento y ejercicio de la lucha a caballo. El ocio, propio de la nobleza, había que llenarlo de forma amena, y el combate (individual o colectivo) y otros ejercicios ecuestres cumplían esta misión; por lo que con frecuencia estas acciones motivábanse por cualquier futilidad, so color de probar el caballero su decisión y heroísmo. Pérez de Hita relata cómo el esforzado maestre Téllez de Girón, en ocasión de la proclamación de Boabdil, le envía un emisario solicitando escaramucear con sus caballeros, considerando el placer que recibirían «probando sus personas con el valor que dellos por el mundo se publica». Y advierte, con una peregrina visión del asunto, que por el respeto que tan solemne celebración le inspira «yo y mi gente hemos entrado en la vega, y la hemos corrido» (14). Estas correrías llevarían consigo el asolamiento, o la tala de sembrados y árboles, o el robo y, a veces, el exterminio de ganados, más el apresamiento de cautivos, siendo ejecutadas generalmente en primavera como época más propicia. Bernáldez nos ilustra sobre este aspecto, diciéndonos que el Rey Católico con sus caballeros corrieron la vega y sus comarcas, «donde estuvieron diez u doce días atalando é faciendo mal e daño en los bienes y haciendas de los moros, donde les talaron panes, viñas, huertas y habales» (op. cit., cap. XCVI, pág. 212). Más fuerza testimonial tiene la epístola del monarca a la reina de Nápoles, en 1484, en la que le informa que, tras conquistar Alora, se adentró en la vega granadina «muy cerca de la ciudad», mandando talar «todos los panes segados, y quemar los por segar, fasta el trigo que en las eras tenían trillado, e más fueron cortadas la mayor parte de las huertas y vinyas de allí y de otros muchos lugares» (15). En el relato que hace Hernando del Pulgar de una incursión de los caballeros cristianos desde Alhama, «fasta bien cerca de la cibdad de Granada», aparece el ganado caballar como parte del botín: narra el cronista que «tomaron los ganados que fallaron de vacas é ovejas é yeguas», sumándole además «algunos prisioneros» (15a). Más adelante, Henríquez de Jorquera narra que, en una salida hacia Motril, en 1616, «hiço la gente de Granada mucho daño en los lugares del valle y vega, matando gallinas y otros ganados y en particular en las viñas que las dexaron vendimiadas y sin frutas» (16). Los Reyes Católicos respetarían la tenencia y propiedad de estos animales por los moros, cuando al acordar la rendición de la capital, otorgan que «no les tomaran ni mandaran tomar sus armas e caballos», en ningún tiempo presente ni venidero y se les mantienen los caballos y bestias que hubiesen obtenido de los conquistadores, o de los mudéjares u otros moros, en tiempos de guerra. Más aún, no obligándoles a guerrear contra su voluntad «sy sus altezas ouieren menester para alguna guerra los caualleros que touieren cauallos» se les pagarían sus sueldos durante la ocupación en ella (17). Tiempo después, incumplidas ya las generosas capitulaciones de 1492 por los reyes cristianos, contrasta aquella actitud con la contribución que harían los moriscos con vitualla y caballos por seis meses, en agradecimiento al marqués de Mondéjar por «protegerlos y salvarlos» en el fallido levantamiento del Albaicín, en 1568 (18). Cuando Münzer llega a Granada vería que en la Alhambra servían a las órdenes del conde de Tendilla «quinientos soldados llamados jinetes, con hermosísimos caballos» (op. cit. pág. 46). Después existiría un cuerpo conocido por las «Cien Lanzas Jinetas». El jesuita Murillo Velarde asevera que la ciudad siempre ayudó al rey con «dinero, gente y caballos», habiéndole servido a su costa, en 1703, con quinientos caballos «montados y conducidos a disposición del capitán general de Andalucía». En 1752, fecha en que escribe, asegura que podría disponer de 6.000 caballos (19). Entre las
obligaciones que la ciudad tenía
con el estado y sus príncipes estaba la de dar alojamiento a las
tropas que pasaran o hubieran de asentarse en ella. En 1635
habría
de aposentar en las posadas al dicho cuerpo de jinetes que, procedente
de la costa donde solía servir por no ser preciso en la capital,
llegaron a ella con «ciento y ocho lanças e
hombres
de a cavallo con sus lanças y adargas, muy
lucida
gente» (H. de Jorquera, op. cit., libro 3º,
pág.
753). Esta carga onerosa pervivía en el XIX, lo que, para
exonerar
al vecindario de este engorro, movería al ayuntamiento
constitucional
a encomendar por contrata el servicio, según consta en las
Memorias
de los actos administrativo-municipales de 1841 y 42. Significación y simbolismo Opina Carlyle que «el hombre con sus facultades imaginativas, poco o nada puede hacer sin símbolos...», por eso «obedece(n) siempre al que posee los símbolos que prescriben obediencia». Aquel que detentaba la autoridad y el poder estaba obligado al uso del caballo, que constituía, con otros atributos y elementos, el signo de su rango y representación. La respetabilidad de los cargos exigía, junto a esta usanza, una indumentaria adecuada y el exorno del animal. Habiendo abandonado los altos cargos de la Real Chancillería el uso de las ropas talares que convenían a la condición de sus oficios, con lo que «la apariencia y demonstración se an hecho yguales a los que los an de respetar», por una cédula real se obligó el Presidente, Oidores, Alcaldes del Crimen y de Hijodalgos y «fiscales que fueren seglares» a que en adelante «traygan las dichas ropas que solían y acostumbrauan traer: y permitimos que trayéndolas puedan andar a cauallo, con gualdrapa» durante todo el año (20). La gravedad de este porte y el distanciamiento que comportaba en su contacto con las gentes les valió (según tradición) a tales individuos motejarles de «tristes», cognomento con que se bautizó el paseo elegante de la época, unto al Darro, del que el cronista H. de Jorquera nos informa que, en las tardes veraniegas «se dan apacibles festejos a los cavalleros que sobre feroces brutos la pasean» (op. cit., libro 1º, pág. 22). En el siglo XVI, un caso singular acaeció a un registrador de la Audiencia, al que se le imputó como falta el realizar «ciertas provisiones yendo por la calle a cavallo»(21), parece sintomático de la valoración que cabalgar tenía en las normas y costumbres del momento. La dignidad que el nombre de caballero conllevaba se ilustra elocuentemente en el Código Alfonsino: «En España se llaman así, porque es más honroso ir a caballo que en otra bestia; y los que son escogidos para caballeros son por esto más honrados que los demás defensores» (I. Velasco, op.cit., pág. 172, partida 2ª, tít. 21, ley 1ª). Montar implicaba un continente y apariencia convenientes que denotaran la calidad y jerarquía del caballero. En 1707, en ocasión de las fiestas organizadas para conmemorar el natalicio del príncipe D. Luis, hijo de Felipe V, se celebró una buena cabalgata de maestrantes y ediles, en la que destacaba el caballero de la Orden de Calatrava, D. Martín Alonso de la Cueva, que apadrinaba la función, «cuya decencia y gala militar, y su persona, y tocado y presunción en su caballo iban ostentando la majestad del asunto» (22). El respeto que esta manifestación y gala producía en la plebe se utilizaría, como recurso influyente, en circunstancias difíciles, como en alteraciones populares, en el intento de apaciguarlas. Garzón Pareja publica un interesante y amplio manuscrito existente en la Biblioteca Nacional sobre la revuelta de 1648. El pueblo conmina a D. Luis de Paz a que acepte el corregimiento; le entregan la vara y se pone «en las manos a cavallo con un Christo en cuerpo, y descubierta la cabeza y trayéndole la rienda el marqués de los Truxillos y otros cavalleros». Al comienzo del suceso, pretendiendo aquietar los ánimos «salió el arzobispo a cavallo por la ciudad» y el Santísimo fue llevado al Campo del Príncipe, yendo muchos religiosos y numerosos «prebendados a pie y a cavallo con sobrepellizes»(23). Igualmente el caballo sirvió para expresar los diferentes estados de ánimo que algunas vivencias provocaban, y que afloraban en gestos voluntarios u obligados. Cuando Boabdil rinde el reino y se dirige a Fernando para la entrega de las llaves de la ciudad, quísose apear a besar la mano al rey, pero éste «no lo consintió descavalgar del caballo, ni le quiso dar la mano; e el rey Moro le besó el brazo», con lo que el musulmán en el intento de desmontar exterioriza la asunción de su derrota y el abatimiento consiguiente, más la sumisión al debelador (Bernáldez, op. cit., cap. CII, pág. 227). Dozy cuenta cómo, en 1090, el príncipe granadino Abd Allah decide someterse al almorávide Jusuf, que se acerca irremisiblemente a la ciudad. Se dirige a su encuentro rodeado de una comitiva en la que «todos los soldados llevaban turbantes de seda de algodón muy fina e iban montados en soberbios caballos cubiertos con mantillas de brocado». Cuando llega a él, descabalga y solicita su perdón (24). En 1810,
también lo hallamos significando
sometimiento y acatamiento al invasor francés, cuando ante la
inminente
entrada del mariscal Soult en la ciudad, se propone en Cabildo del 1 de
agosto que los munícipes con las demás autoridades
locales
salgan a recibirlo a caballo. Sin embargo, «la cortedad de
individuos
de este Ayuntamiento, falta de caballos y enfermedades de algunos
señores
que les impiden montar» redujo la representación a tres
personas (25).
Religión, mito y superstición Pero ante los símbolos divinos vemos cómo se amagan la presunción y el poder; y se adoran descabalgados. Aunque, a veces, esta reverencia y respeto hayan de imponerse; como en el siglo XVI, al disponer el arzobispo la forma en que había de llevarse el viático a los enfermos, establece que quienes lo hallaren yendo por la calle, se arrodillasen «y si vinieren en alguna cabalgadura, se apeen della hasta que sea passado de la calle» (Const. Sin., lib. 3º, tít. 17º, f. 98b). En el mismo siglo, al pronunciarse en los templos, el domingo de la Trinidad, el sermón que preludiaba la fiesta del Corpus Christi, se publicaba una sentencia por la que se amenazada con la excomunión a los que «en la processión andouieren, o se parasen a mirar la processión cabalgando» (Garrido Atienza, op. cit., pág. 24). Largo tiempo después, un costumbrista de principios de nuestro siglo, exultante de lirismo peregrino, contempla el papel de los equinos en la procesión. Dice que la caballería cubre parte de la carrera procesional y que al son de las trompetas y los clarines rinden armas las fuerzas, al mismo tiempo que «los mulos y los caballos... menean los pescuezos, aguzan las orejas y elevan sus grandes ojos a la Custodia como queriendo ellos también reconocer y adorar allí a su Criador», y añade que «el Santísimo bendice... a los mulos y a los caballos porque son sus criaturas» (26). Por otra parte, Lafuente Alcántara refiere cómo el lema que ostentaba el escudo nazarí era venerado como invención divina, atribuyéndole la victoria de Alarcos. En la víspera de la batalla, tan funesta para los cristianos, «apareció en los espacios un ángel montado en un caballo blanco, tremolando una bandera» con la leyenda Wa le Galib ile Ala (Solo Dios es vencedor), que sería adoptada después como emblema por los musulmanes granadinos (op. cit., tomo 3º, pág. 133). ¿Quizá como réplica, que sirviera de estímulo moral, de lo que el símbolo de Santiago Matamoros significaba para el enemigo cristiano? Los cristianos buscaron en la religión la protección de sus animales, acudiendo a sus santos valedores. Tal ocurría cuando en la ermita que hubo dedicada a su patrón San Antón, se congregaban en su fiesta anual los labradores y molineros de los contornos con sus ganados, fundamentalmente mular y caballar, a los que adornaban con primor. Tras la misa, los animales eran obsequiados con un puñado de paja que, previamente bendecida, debía librarles del temido muermo. Después, las caballerías, en la silla sus cabalgadores, caracoleaban nueve veces en honor del santo, por lo que se conoció como la «fiesta de las nueve vueltas». Acaso se relacione este rito con la antigua costumbre española de «las vueltas» ecuestres con que, en el día de Santiago, se pretendía preservar a los caballos de toda dolencia, y que cita J. Caro Baroja en Las formas complejas de la vida religiosa. Siglos XVI y XVII. Simón de Argote critica la costumbre supersticiosa, que perduraba en su tiempo, de colgar higas en el freno o cabezón de los caballos para librarlos de influencias malignas , del mal de ojo; amuletos que, dice, serían heredados de los moros, cuya afición al uso de dijes, representando manos, con fines mágico-profilácticos era habitual, dada su peculiar predisposición a los agüeros, las profecías y las supersticiones. También conviene reparar en la aureola mítica que rodeaba a algunos manantiales y ríos, a los que se les atribuían virtudes sanadoras en personas o animales. Así, Bermúdez de Pedraza refiere cómo se conocía al río Darro como el «Baño saludable de los ganados», ya que era tanta la bondad de sus aguas que los que bebían de ellas curaban de cualquier mal. Destaquemos, en
otro
orden, cómo muchas
de las cargas tributarias que pesaban sobre el pueblo tuvieron una
causalidad
religiosa. Así ocurría con el azaque (de az-zakã),
tributo musulmán por el que, basándose en el precepto
coránico
de la limosna, obligábase a contribuir con los bienes, y por
tanto
con el ganado, a los fines de la religión y la realeza. Gran
trascendencia
tendría su equivalente, el diezmo eclesiástico cristiano,
que se debía, según las Constituciones Synodales,
«por derecho divino y humano a los ministros de la yglesia»;
y que con respecto a los equinos dictaba que los potros, borricos y
muletos
habían de diezmar en tiempo del herradero, que era en marzo o
abril.
Mas no llegando su número a diez, tendrían que «bivir
hasta el día de Sanct Martín que es a onze
de noviembre», pues de lo contrario no diezmaban (op. cit.,
lib. 3º, tít. 12). La Real Maestranza de Caballería Abolida por los Reyes Católicos la caballería feudal, para paliar su desaparición y mantener viva la afición y el cultivo del ejercicio militar y el arte ecuestre en una ciudad de gran raigambre caballeresca, se crea en 1686 la Real Maestranza de Caballería, tercera de las cinco que habría, tras las de Ronda y Sevilla. El principal requisito para ingresar en el cuerpo será pertenecer a la nobleza, aunque supeditado a otras condiciones y méritos, ya que como se expresa en sus ordenanzas, «no se debe recibir a ninguno por solo el mérito de su ilustre sangre» (27). Como símbolo de la unidad de la nobleza, de su obediencia a la monarquía, de su preparación, y de la voluntad de servicio a ella, su blasón tendrá dos caballos corriendo unidos, «naturales, enfrenados, aderezados y pertrechados». Y reafirmando la conjunción religión-monarquía-nobleza se pone bajo la tutela de la Virgen Inmaculada del Triunfo, obligándose los maestrantes a defender su pureza, y comprometiéndose a que cuando fuera declarada dogma de fe lo publicarían a caballo con los honores y protocolo precisos. Llegado el momento de este acontecimiento, las fiestas, en 1855, que habían de celebrar la definición dogmática, se verían frenadas por la epidemia de cólera que azotaba la ciudad, ya que al decir del P. Hitos, en sus Páginas históricas de Ntra. Sra. de las Angustias (Granada, 1916), la Maestranza decide no celebrar los actos programados en la catedral; lo que hace suponer que, dada la gravedad de la situación, y tal vez también por la decadencia de la institución, tampoco se hiciera el preceptivo paseo a caballo. Siendo su principal fundamento y fin el «arte de andar a caballo», manteniendo, entre otros, el de montar a la jineta «para que se pueda continuar el provechoso olvidado primor de aquella escuela» (op. cit., tít. VIII, art. V-v) la institución tendría un destacadísimo protagonismo y obtendría privilegios importantes. Como el de organizar corridas de toros anualmente y el de crear plaza propia donde celebrar sus diversiones y ejercicios, lo que realizaría en 1768, edificándola en el Campo del Triunfo. Antes, estas fiestas habían tenido como escenario las plazas y campos de la ciudad: Bib-Rambla, Plaza Nueva, Bib-Ataubín, La Tabla (los Mártires), Carrera del Genil... Las gentes gozarían del espectáculo lúdico de sus manifestaciones públicas, que se acompañaban, a semejanza de sus antecesores sarracenos y cristianos, de gran aparato, boato y colorido. Empero, la práctica del ejercicio ecuestre por elementos ajenos a la Maestranza debió ser dificultosa, ya que también se le concedió la prerrogativa y exclusividad de los picaderos, aunque en ellos se pudieran admitir individuos ajenos a ella, siempre que fueran personas distinguidas o de gran habilidad en el arte ecuestre. Por un testimonio morisco, citado por Garrido Atienza, sabemos que en la primera mitad del siglo XVI existió uno de estos lugares de entrenamiento, tan necesarios para la actividad hípica, en el Haza de la Albeztana, en el Albaicín, en la que había «una tela de justar donde yban a ensayar los caballeros para los regocijos de las bodas» (28). El P. Murillo, en 1752, apunta el Rastro como lugar en que se ejercitaban los aficionados. Finalizando el
XVIII
la vida de la Maestranza
languidecería, pues así se infiere del comentario de
Jovellanos,
asegurando que «no hay provincia que no esté plagada de
maestrantes,
cuyo título apenas supone otra cosa que el derecho de llevar
uniforme» (29),
ya que estas instituciones que gozaron de gran protección en el
pasado estaban entonces desfavorecidas y decadentes, pues sus fueros y
privilegios fueron controvertidos. Alabanza y valoración La estimación y el respeto que el calificado como noble bruto provocaba se manifiesta en el precepto de las ordenanzas de la Real Maestranza que prohíbe «se hable con desprecio de los caballos» (tít. VII, art. III-1). Alfonso el Sabio estimaba que el caballo debía poseer tres cualidades: «buen corazón, buen color y miembros proporcionados». La belleza, la gallardía y el noble temperamento del caballo español y muy particularmente las virtudes del andaluz causaron la admiración de propios y extraños. Los mismos estatutos de la Maestranza citados son un exponente de este concepto y alabanza, cuando al expresar los motivos de su creación, dicen que uno de ellos es «para que los caballos andaluces, que han hecho la milicia española superior a la de todas las naciones, no descaezcan de la excelencia en que se constituyen por la hidalguía de sus razas, y primor de su doctrina» (tít. 1º, art. 1º-1). Los viajeros extranjeros del siglo XVI dejaron muestra de su entusiasmo en sus relatos. Citemos, como ejemplo, a Lucio Marineo, que comenta la ligereza de los corceles da Andalucía; también el embajador veneciano en la corte de Carlos V, Federico Badoaro, expresa su atracción por los mejores, los andaluces y murcianos «netamente españoles»; o su compatriota Francisco Soranzo que apunta que «hay gran cantidad de caballos, de belleza y condición incomparables» (García Mercadal, op. cit., tomo 2º, págs. 45, 168 y 211). El embajador florentino Guicciardini opina de los ejércitos del Rey Católico, en los que abundaban los jinetes ligeros con óptimas jinetas o caballos andaluces «que así llaman a sus caballos ligeros», que la calidad y optimización de sus bien ejercitados montadores es debido a «tener magníficos caballos» (30). Pero el elogio más expresivo lo hallamos en el s. XVIII, de la pluma ferviente de un español, Mauricio Velarde, que alabando al andaluz como el mejor del mundo, es aún más elocuente opinando del granadino: «Los caballos dice son veloces, excelentes para la guerra, fidelísimos y tan vivos y ardientes que parecen hechos de pólvora» (op. cit., pág. 75). Estas ricas cualidades físicas, estéticas y útiles determinarían lógicamente una alta valoración como bien económico. Por una amplísima relación dejada por el señor de Montigni, Antonio de Lalaing, de las rentas y títulos de la aristocracia de su tiempo (comienzos del XVI), sabemos la importancia que la posesión de estos animales tenía en la estimación de la riqueza. Como paradigma, citemos al duque de Medina Sidonia, que contaba con 600 caballos, o al conde Ureña con 400, mientras el duque de Cádiz poseía 200, el conde de Tendilla 50 y el Adelantado de Granada tenía 20 (García Mercadal, op. cit., tomo 1º, págs, 275 y ss.). Otra muestra de esta evaluación nos la ofrece Henríquez de Jorquera, cuando refiere la muerte de un caballo por los toros en unas fiestas reales en Bib-Rambla, y comenta que era un caballero veinticuatro al «que le daban mil ducados por él» (op. cit., tomo 2º, libro 3º, pág. 793). Lo que tan costoso era constituía, por tanto, digno regalo para reyes. El mismo analista relata que, acordada la capitulación de la ciudad, se convino la entrega de 500 rehenes moros, por canje del hijo de Boabdil, retenido por los cristianos por incumplimiento de pacto anterior; mas en el «ínterin que se juntaban estos rehenes el rey moro embió a los reyes católicos un presente de dos cavallos castiços de grande exhibición» (op. cit., libro 2º, pág. 510). Antes, en 1363,
Ibn
Jaldún se presentaba
ante el monarca castellano Pedro I como enviado de Mohamed V,
ofreciéndole
como presente unos «caballos de pura raza árabe,
aparejados
con sillas y bridas bordadas de oro», según su propio
testimonio (31).
Prohibiciones, intervencionismo y continuidad elitista Con alguna frecuencia se prohibió la exportación de caballos, aunque tras la rendición se les concediera ocasionalmente transportarlos consigo a los musulmanes que emigraban. Así, por las ordenanzas de 1552 se impedía a los corredores de bestias venderlos a los extranjeros para sacarlos fuera del Reino. En 1813, se publica en Granada un decreto del año anterior por el que las Cortes de Cádiz, admitiendo los efectos contrarios a la intención estatal que el intervencionismo ocasionaba en la cría de caballos, decretan la libertad absoluta del ejercicio de esta industria, persistiendo, sin embargo, la prohibición de exportarlos. Igualmente exime a los pueblos de la obligación de ceder terrenos y de las aportaciones económicas con que los municipios habían de contribuir a la crianza; y elimina cualquier clase de registro (31a). Que esta actividad continuó debilitándose lo confirma la preocupación que, años después, muestra Fernando VII ante el problema; en 1829 se conoce en la ciudad un R. D. del 24 de abril en el que acepta que «desde muy antiguo se ha experimentado la decadencia a que venía este ramo, sin que el cuidado que en todos tiempos han tenido los reyes mis augustos antecesores haya bastado a evitar un daño de tan irreparables consecuencias». Para remediar lo que «tanto interesa a la defensa y prosperidad del Estado», eleva a «suprema y perpetua» la Junta o Comisión que desde 1827 se ocupaba del gobierno de la cría caballar y de redactar una nueva ordenanza... designando para presidirla al infante D. Carlos María (32). En 1897 se crea una Junta de Cría Caballar del Reino, y en 1904 Granada poseería uno de los catorce Depósitos de Reserva de Caballería. Si bien a lo largo del tiempo se establecieron algunos controles y registros, es en 1902 cuando se realiza el primer censo caballar y mular. Pero la importancia del negocio y la genuina calidad del animal, más su precio, contribuían a que esta industria, y por ende el deporte hípico, sigan detentados por las clases privilegiadas, amén de su uso militar. Una de sus diversiones, las carreras de caballos, no tendrán como espectador gozoso al pueblo, serán cotos privados, espectáculos «sin vida propia», lo que se deduce leyendo los vituperios con que, finalizando el XIX, arremete La Alhambra contra ellas: «estas imperan en las clases aristocráticas y en reuniones de lujo, de placer y de escándalo algunas veces». En otra ocasión dispara: «casi, casi va siendo verdad que el hipódromo (en Armilla) se convierte en 'una taberna y un garito al aire libre'». Y además considera que es «una diversión tan costosa como prácticamente inútil», pues no beneficia a nadie, salvo a los dueños de los caballos, «extranjeros los más» (10-9-1884, 10-6-1885 y hoja suelta no datada). Más
benévolos, incluso encomiásticos,
serán los comentarios del XX. Por El Defensor de Granada
(28-5-1921) sabemos que en ellas predominaban los jinetes militares y
que
acudía un selecto y aristocrático público ataviado
a la moda, «dando como de ritual la nota de color y
alegría
a tan culta fiesta». Cuando se reanuden, tras la guerra de 1936,
los concursos ecuestres, Ideal (3-6-1942) dirá que los
«palcos
(estaban) llenos de bellísimas mujeres, que rivalizaban en
elegancia,
necesario como marco del deporte hípico» y que allí
se hallaban «la mayor parte de los títulos nobiliarios
granadinos...
así como muchas distinguidas familias de nuestra sociedad». Galantería y ostentación Junto al placer hípico y bélico, y el servicio y fidelidad a la religión, la mujer constituyó una elevada razón del ideal del caballero. Sus actos eran motivados grandemente por el amor, para el cortejo y para provocar la admiración de la mujer. Simón de Argote nos ilustra sobre el alcance de la galantería en los moros, diciéndonos que 174Es entre ellos donde tuvo su origen el entusiasmo de la caballería asociada con el amor» y los que guerreaban o se dedicaban a la caza de fieras otra afición de la época lo hacían para hacerse «dignos de la correspondencia de las damas» (op. cit., 2º tomo, pág. 60). Jovellanos, analizando las diversiones públicas, asevera que muy pronto los caballeros asociaron «los objetos de su amor al de los placeres; y que las damas fueron admitidas luego a participar de sus diversiones. Y he aquí el más natural y cierto origen de la galantería caballeresca»; y avalando su aserto cita a Aristóteles y transcribe que «las naciones más belicosas son también las más enamoradas» (op. cit., págs. 19 y 20). Lo que corrobora Navagero, escribiendo desde Granada, en 1526, como testigo de la vida cortesana imperial, que «no había caballero que no estuviese enamorado de alguna dama de la corte, y como estaban presentes y eran testigos de cuanto se hacía, dando con su propia mano las armas a los que iban a combatir, y con ellas algún favor, o diciéndoles palabras que ponían esfuerzo en sus corazones, y rogándoles que demostrasen con sus hazañas cuánto les amaban», afirma que por ello «se puede decir que en esta guerra venció principalmente el amor» (32a). Al mismo tiempo que la cortesía, los ejercicios caballerescos servirían para llenar cumplidamente las horas lúdicas de la ciudad. Las «batallas fingidas», como los torneos, las justas y las escaramuzas; los juegos de sortija, de cañas, de estafermo, el de las cabezas y el correr toros, se sucedieron en épocas árabe y cristiana con gran solemnidad, elegancia y ostentación, a lo que contribuían los vistosos y lujosos indumentos de jinetes y monturas y los ricos adornos de las armas. Tal relevancia dieron los agarenos a esta gala que, según Lafuente Alcántara, eximíase del impuesto que gravaba el oro y la plata, si esta era empleada «en guarniciones de espadas, lanzas, estribos y jaeces de caballos» (op. cit., tomo 3º, pág. 110). Aunque estos manejos y diversiones terminarían a veces dramáticamente, puesto que el ardor de las lides o las solapadas rencillas entre los contendientes les impelían a empuñar las armas y acometerse enconadamente, con lo que, al decir de entonces, «las cañas se vuelven lanzas». «Caballeros, grande traición nos han armado los Zegríes. Lanzas con hierros agudos tiran por cañas; veisme aquí herido» (Pérez de Hita, op. cit., parte 1º, cap. VII, pág. 526). Esto confirma la frese de Ferguson (citada por Jovellanos, en o. c., pág. 38), al decir que los pasatiempos acaban sangrientamente y que el caballero «nacido para vivir poco, parece que hasta sus diversiones le acercan al sepulcro». Münzer asiste en la Alhambra a un juego de cañas dado en su honor, y admirado confiesa: «Nunca vi espectáculo tan bello» (op. cit., pág. 59). Mas será Pérez de Hita, con un lenguaje rico, galano y colorista, quien nos describa minuciosamente algunos festejos, detallando ampliamente su ceremonial y boato. Y se deleita especialmente en el relato de un juego de sortija, en el que previamente entraron en la liza «cuatro hermosas acémilas de recámara, todas cargadas de lanzas para la sortija, con sus reposteros de damasco verde, todos sembrados de muchas estrellas de oro, y pretales de cascabeles de plata, y cuerdas de seda verde»; destaca el brillo de la vestimenta de los jinetes y el arreo de los caballos: Abenamar salió, dice, «con un vestido de brocado verde, labrado a muchísima costa, y marlota y capellar de inestimable valor y aprecio», y la yegua que montaba iba guarnecida «del mismo brocado verde, testera y penacho muy rico de verde y encarnado» (op. cit., parte 1º, cap. IX, pág. 531). También H. de Jorquera especifica los atuendos de los cristianos, que iban una vez con «libreas de perpetuanes de colores, bordados con velillos de plata» y otra fueron «de terciopelos de colores bordados» (op.cit., 2º tomo, libro 3º, págs. 609 y 711). El poeta granadino Cubillo de Aragón, en una relación que hace con motivo del nacimiento del príncipe D. Baltasar Carlos, en 1630, describe con vivos colores los festejos que se celebraron. Los juegos de cañas y la escaramuza fueron tan certeramente realizados, dice, que en ellos se vería «vn viuo retrato de las veras«. Dibuja el rico trajeado de los cuadrilleros y de uno de ellos comenta: «dexó el capellar y marlota... y boluió a entrar en la plaza con vestido de lama de plata y pardo, largueado de suillaneta de oro, bizarríssimo por todo estremo»(33). Los miembros de la Real Maestranza usarían preceptivamente en sus entretenimientos y actos públicos uniforme de paño azul, guarnecido con galones de plata, chupas y vueltas de paño blanco (antes serían de glasé), más plumas y botines del mismo color; pudiendo servirse para mayor esplendor, de gran número de lacayos vestidos vistosamente. El rigor de las normas exigía atavíos en hombres y animales, y modales apropiados, hasta en los manejos en el picadero y en el juego de las alcancías, ejercicio de destreza que no era público. Igualmente, en las corridas de toros el exorno del coso y el aderezo de los participantes, maestrantes o no, manifestarían el carácter noble y elitista de sus organizadores; y hasta tanto no intervenga el pueblo con sus matadores de a pie, y aun después de forma mixta, el lidiador, rejoneador o alanceador será Caballero en Plaza, el Caballero Toreador, que representará a la caballería. Las solemnidades, las fiestas cívicas o religiosas, cualquier acto importante que acaecía en la ciudad contaba con la presencia del caballo como elemento realzante, distinguido y significativo. Múltiples son las ocasiones en las que advertimos su intervención. En los siglos XVI y XVII los hallamos, especialmente ilustrados por Jorquera, en procesiones, recepciones de arzobispos, visitas reales; con motivo de beatificaciones, donde alguna vez «los niños estudiantes, hijos de los caballeros» hicieron un lucido paseo; ora para celebrar la terminación de un templo, el de Gracia, en el que fueron los frailes los que cabalgaron acompañados de toda la nobleza y caballería. Las cabalgatas, los juegos, las corridas de toros daban fasto y brillo a los festejos. Aunque
prescindiendo
de atavíos ostentosos,
pues así lo exigía el decoro de los que profesaban
«el
modo más honesto de vivir, esto es, el ejercicio de las
letras»,
también la universidad celebraría una de sus fiestas, la
de San Nicolás, yendo a caballo al templo albaicinero, por
precepto
de sus constituciones de 1542. Y estas leyes que dejaban al criterio de
los participantes el ir «a caballo o a pie» en las visitas
que las autoridades académicas habían de hacer, para
honrar
y acompañar a su casa al pretendiente a la licenciatura de
Derecho,
era más rigurosa en el ceremonial para la obtención del
grado
de doctor en la misma materia. Y establecen la singularidad de que
«todos
los de la universidad», junto al rector y el padrino, vayan a
caballo
a casa del doctorando y después a la del canciller «el
cual
esté también obligado con los antedichos a
acompañar
por la ciudad el mismo doctorando montado a caballo», que
iría
destocado, con vestido talar y corbata de seda. Al día siguiente
otra ceremonia similar con doctores y maestros repetiría el
privilegio
y obligación de ir a caballo (34). Agravios caballerescos El hombre que ha utilizado tan bello animal como expresión de los más variopintos talantes también lo emplearía como medio de agravio y desdoro para aquellos que consideraba indignos. Las costumbres de la antigua caballería hacían que al caballero que faltando a alguna de sus rígidas reglas delinquía, se le privaba de su dignidad y estado, y, entre otros baldones, se arrastraba su escudo atado a la cola del caballo. Algunos episodios de la Granada del siglo XV recuerdan este uso: En 1470, don Diego Fernández de Córdoba, hijo del conde de Cabra, reta a don Alonso de Aguilar a un combate, airado por ciertas ofensas inferidas por éste, a lo que Aguilar no contesta. Don Diego insiste y solicita la licencia del rey cristiano Enrique, que no accede, por lo que acude al rey moro Muley Hacén, «entendido cual no otro en puntos de honor y muy riguroso en reglas de caballería», rogando su celebración en la capital granadina, lo que consigue. Llegada la fecha establecida, don Alonso no se presenta al palenque, y don Diego, despechado e indignado, ata a la cola de su corcel una tablilla con el retrato del ausente y arrastrándola vocea: «Este es el alevoso don Alonso de Aguilar, que denegando su persona no vino al plazo señalado» (Lafuente Alcántara, op. cit., tomo 3º, págs. 342-345). Otro. El legendario moro Tarfe se acerca al real de Santafé desafiando a los cristianos, y como acicate excita los sentimientos de éstos afrentándoles llevando atado a la cola de su montura un cartel con la leyenda «Ave María», correspondiendo a la ofensa anterior de Hernando del Pulgar, que colocó este letrero en la mezquita mayor. La apropiación del caballo del vencido por el caballero debelador era otro gesto acostumbrado en los combates, que unía, a veces, a este trofeo el de la cabeza cercenada del contrincante, que colgaba del arzón de su caballería. A propósito de esto nos viene el romance: Garcilaso con presteza
Los otros équidos Considerados como animales indignos, serían fundamentalmente empleados en la carga, en el tiro pesado y en las labores agrícolas; no obstante, el mulo se usaría también para el tiro ligero y la silla. La sobriedad de éste, su rusticidad, su fuerza y un más bajo costo de mantenimiento y, por ende, de adquisición, lo hacen más adecuado para trabajos rudos y viles. El ganado mular predominaría en los primeros tiempos del reino árabe, en la arriería, ya que la carretería era aún incipiente. Al igual que con los caballos, las Capitulaciones establecían el respeto a la propiedad de las bestias por los vencidos, y como con aquellos, no se les obligaba a ningún servicio, pagándoles justamente a los que lo hicieran voluntariamente. En la composición primitiva del cabildo municipal, según la Carta Real de Merced del 20 de septiembre de 1500, y ratificada en las ordenanzas de 1552, se contempla el oficio de corredor de bestias y esclavos, lo que expresa su incidencia. Y este oficio, agremiado, lo encontramos posteriormente desfilando en la procesión del Corpus, bajo su pendón, como establecen las susodichas ordenanzas. Tras la conquista, el mulo adquiere una especial significación, dadas sus condiciones y humilde apariencia, como elemento testimonial en la renaciente iglesia granadina. Su primer arzobispo, fray Hernando de Talavera, nos viene pintiparado al caso. Su panegirista, Bermúdez de Pedraza, que nos recuerda su tolerante personalidad y su hábil catequización, comenta que no tenía en su establo nada más que su mula y la de su crucero, por lo que decía al conde de Tendilla: «No tiene vuestra señoría cauallos más hazedores que mis mulas, porque hazen muchos seruicios a la casa», ya que también los utilizaba en menesteres domésticos. Con gesto solidario, en un año de escasez, la regaló y anduvo a pie hasta su muerte, ya que le acusaba su conciencia, decía, «que mi mula holgando coma la ceuada que no alcançan los hombres trabajando». Y considerando que su solo ejemplo no era suficiente, pretende que sus familiares le acompañen en la austeridad y sencillez, por lo que «para que sus frayles saliessen menos de casa, les vendió las mulas, y compró pollinos» (op. cit., f. 92 y 89). Siendo arzobispo don Pedro Guerreo estimó que los eclesiásticos debían dar ejemplo de humildad y ser espejo de lo que predicaban, pues que «auemos de endereçar y guiar al pueblo christiano a Dios nuestro señor, y esto no se puede hazer con sola la religión y honestidad interior», sino que es preciso exteriorizarla, manda que «no trayan en las mulas guarniciones de seda, ni frenos, ni copas, ni estribos, ni espuelas doradas ni plateadas, ni algún género de vestidura seglar, ni anden en cauallos», insistiendo en que no lleven mujeres «a las ancas de mula o cauallo» (35). Y en el siglo XVII aún la mula cumple este cometido emblemático montada por el primer dignatario eclesiástico, aunque ya también usaran el caballo. En 1776, el prelado don Antonio Jorge Galbán entra en la ciudad para posesionarse de la Silla; después saldrá de la catedral precedido del cabildo a caballo, mientras «S. I. de capa y sombrero y debajo roquete monta en su mula en medio del Sr. Deán y Sr. Arcediano» (revista Alhambra, nº 329, 30-11-1911, citando Práctica de las zeremonias... de la Sta Iglesia Metropolitana de Granada). En 1495, una pragmática de los Reyes Católicos confirma este uso, cuando visto según el Cura de los Palacios que en sus reinos los ejércitos apenas contaban con 10.000 ó 12.000 caballeros y en mulas cabalgaban más de 100.000, prohibe «cabalgar en mula enfrenada o ensillada, so pena que se la matasen», exceptuando de esta prohibición al clero y a las mujeres (op. cit., cap. CXXXIX, págs. 338-339). De ello dieron ejemplo los propios soberanos, cabalgando ella en una mula y él en un caballo, según testimonio del propio Bernáldez. Después será destacado el empleo del mulo en la trajinería y en la carretería, y seguirá siéndolo en la arriería, oficio en el que sobresalieron los moriscos. La rigidez de las normas se suavizaba cuando éstos eran empleados en el abastecimiento de la ciudad, primando sobre cualquier otra cosa. Así se advierte en las Constituciones sinodales cuando prohiben cualquier actividad laboral en días de precepto, exceptuando a los arrieros y sus bestias cuando las llevaren cargadas «trayendo bastimento de comida o beuida para el pueblo» (libro 2º, tít. 3º, f. 39b). En el XIX, a Gauthier le sorprende el pintoresquismo de los arrieros o muleros, los «extraños» arreos de los animales y su marcha en reata; y le admira la terquedad de las mulas, defecto que comenta vivamente. El asno importado por los árabes desde Africa tendría usos comunes con el mulo, como en la agricultura y en la carga. Pero su inferior estampa, su resistencia al dolor y al trabajo, más su bajo mantenimiento y costo lo hacía asequible al pueblo bajo, como base de faenas tenidas como viles: acarreos de arenas, de cascajo, y para la venta callejera de los más variados productos del campo y la artesanía; y tantos otros oficios (que como dijimos compartió con el mulo) y que causaron la curiosidad y el gozo de los viajeros. Como a Gauthier los neveros que portaban la nieve desde la sierra, o al barón Davillier los castizos aguadores oficio de tradición morisca, que encontrarán un defensor afectuoso en Ganivet, que los considera parte compositiva del alma de la ciudad. Curiosamente, a los antecesores de estos «tíos de los burros» se les obligaba en 1516 a que llevasen los cántaros redondos «y no de los moriscos; porque tienen los cuellos largos», trayéndolos «atapados con atapaderos de corchos», so pena de quebrárselos y penarlos con medio real. También una ordenanza de 1528, disponiendo alguna faena de los cascajeros, les amenazaba con penas pecuniarias «más los serones perdidos», si la contravenían (36). No se excluyó, sin embargo, su utilidad como montura. De tal manera los vería, en 1919, un cronista ubetense, que comenta que se alquilaban burras en la Carrera para subir al Sacromonte (revista Alhambra, nº 513, del 15,8). Por el mismo camino cabalgaba diariamente en su jumento D. Andrés Manjón, notable figura de principios de nuestro siglo. Y de esta misma guisa lo usaron los gitanos, cuya especial disposición y habilidad para el trato de las bestias y el chalaneo les haría frecuentadores asiduos de las ferias de ganados de los jueves y de la real del Corpus. Su maestría en el tratamiento físico de los animales les dio fama de buenos albéitares; lo que unido a su peculiar inclinación al engaño, utilizando variadas argucias y extraños artificios, camuflaban las bestias, consiguiendo transformas decrépitos rocines en briosos animales. «Un gitano dice Gauthier habría hecho galopar a Rocinante y caracolear al rucio de Sancho» (37). Los visitantes
extranjeros nos han dejado
pintorescos relatos de la presencia equina en el siglo XIX. Gauthier
cuenta
que, aparte del toque de alguna guitarra, «el único ruido
que se oye en ellas [las calles] es la herradura de algún burro
o mulo que arranca chispas de los guijarros relucientes» (op.
cit., pág. 190). Irving describe el amanecer de un
día
cualquiera, cuando «el arriero hacía salir su cargada
recua
para emprender su camino; el viajero... montaba a caballo en la puerta
de la posada; el tostado campesino arreaba sus perezosas bestias
cargadas
de hermosas frutas y frescas legumbres», añadiendo que al
avanzar la mañana «las calles se llenaban de gentes,
caballos
y bestias de carga» (38). Siglos
antes,
Ibn al-Jatib
comentaría que en las almunias reales se veían multitud
de
«animales briosos de gran precio para las labores del
cultivo» (39).
Los carruajes Si complicado era el tránsito de las caballerías ensilladas por el intrincado trazado de la urbe, ya uncidas a los carruajes influyó de tal manera en la incomodidad y perjuicios a la libre circulación, que aquellos se protestaron fuertemente en ocasiones. En 1621 se les achaca (según una cédula real del 21 de enero) el despoblamiento de las partes altas de la población, obligando a desplazarse al llano para evitar los inconvenientes que en ellas ocasionaban. También se les atribuyeron atropellos, más entorpecimientos a las procesiones. El carruaje es un nuevo elemento detentador de riqueza y como tal llegaría a los más escandalosos excesos en sus galas costosísimas y en la abundancia de los tiros, siempre en competitiva emulación entre sus poseedores. Este uso o abuso del vehículo y el elevado número de ellos que existían (en 1615 rodaban más de 600 en Granada) determinó que la ciudad pidiera al rey su prohibición. Felipe III la dicta, aunque ya su antecesor, Felipe II, ho había hecho también, pero con regular resultado. Las Cortes, que anteriormente solicitaron igualmente su supresión, en 1588 requieren, sin embargo, la moderación de estas prohibiciones; y recomiendan que «fuera de las personas reales, nadie pueda traer coche, o carroza de rúa sino con dos caballos o mulas sólamente, y de camino con las que quisieren», y que no lleven adornos exagerados ni presuntuosos. El primer coche que rodaría en la capital sería el del marqués de Mondéjar, al que previamente la ciudad había de autorizar, señalándole el itinerario a seguir. A estas prohibiciones (aunque pese a ellas en el XVII y XVIII seguiría habiendo gran cantidad de carrozas y otros coches) atribuye Valladar el que en las ordenanzas de 1552 se omitiera el oficio de constructor de coches. La relevancia dada al cargo, a los privilegios inherentes a los títulos y oficios, crearía curiosas situaciones. Como la que en el XVII protagonizaron el Presidente de la Chancillería y el marqués del Salar. Bajaba por la calle del Pan el carruaje del primero, coincidiendo con el del marqués que venía por la de Elvira. Primero los lacayos y después los señores debatieron a quién correspondía la preeminencia de paso. Ante la disyuntiva, no habiendo acuerdo, dejaron los coches en su lugar y caminaron a pie (40). Garrido Atienza cita un documento de 1686 en el que se certifica que por el Zacatín «nunca han subido ni vajado dos coches juntos a la par» y que cuando esto acontece, dada la estrechez del mismo, surgen «topes i empeños» entre personas de calidad sobre la prioridad de paso (Antiguallas... Fiestas del Corpus, pág. 40). Este excesivo protocolo, este quisquilloso y arrogante concepto, que con tan largos y enconados pleitos enfrentó a las autoridades de los primeros tiempos, se muestra también en las comitivas del presidente de la Chancillería y el arzobispo en la procesión del Corpus, en las que figuraban sus caballerizos y lacayos, siguiéndoles a distancia los coches del primero. Las normas de la Real Maestranza previenen el uso de estos vehículos en algunos actos, figurando en otros el llamado «coche de respeto». El carruaje determinaría por mucho tiempo, aunque con diferentes lujos u oropeles, la calidad y el status de sus dueños. El prolijo H. de Jorquera observa, en la mitad del XVII, cómo las damas pasean «en bien adornados coches, donde la curiosidad, artificio y riqueza compiten» (op. cit., pág. 22). Y en el XIX, Gauthier, espectador minucioso, comenta que «los coches siguen la calzada, vacíos la mayoría de las veces... pues que los españoles son aficionados a andar», de lo que se colige más que esta tendencia, la de pervivencia del sentido de clase y el deseo de ostentación. Cuando, en 1825, el ayuntamiento decide cerrar los paseos de coches en el Salón para plantar jardines, se produce una airada contestación de las damas que ven mermado el campo de exhibición de sus señas emblemáticas. Ya en el s. XIX,
las
ordenanzas municipales
de 1884 obligan a observar rigurosamente el orden de los coches en los
paseos, marchando en fila; y a las diligencias, galeras y otros carros
de transporte se les señalan rondas para transitar. Entrado el
s.
XX, las de 1904 regulan y sancionan económicamente algunos
aspectos
de su uso y establecen para los coches públicos (que las
necesidades
ciudadanas habían impuesto) el número de
caballerías
según su clase, y hasta la forma de conducirlos. Algunas bagatelas El abigarrado mundo animalístico que pululaba por la ciudad en el pasado ocasionaría serias dificultades, lo que motivó, desde antiguo, su regulación y ordenamiento. En cuanto a los equinos, las ordenanzas del XIX y el XX, ya citadas, establecieron formas y lugares de ir las caballerías, concretaron sus andaduras, paso y trote, según las vías urbanas; no permitieron que las de silla pasaran al galope o trote largo; ni que se entrara en la ciudad a caballo portando armas de fuego cargadas; prohibieron la doma de caballos en sitios públicos; y obligaron a que las bestias de carga llevaran cencerros, campanillas o cascabeles que las hicieran notar. Cuando tengan que coexistir con los nuevos adelantos mecánicos (tranvías eléctricos y automóviles) la situación se agravaría, en detrimento del animal. Asimismo, la
estadía de éste
en la población crearía situaciones pintorescas, en el
intento
de evitar sus inconveniencias. En el siglo XVI, Bermúdez de
Pedraza
comenta que la Alcaicería se cerraba con cadenas para evitar la
entrada de hombres a caballo. En 1861, se pide la reposición de
marmolillos en el Zacatín para impedir el paso de las
caballerías
en una vía tan comercial. Y Richard Ford, anecdótico y
puntilloso,
observa cómo en su tiempo (1830-1833) no se autorizaba el
tránsito
de borricos por la Puerta de la Justicia, «porque algunos se han
portado groseramente ante la sagrada pintura» que allí
existe
en un altar (41).
1. Apéndice X (págs. 187-188) en Descripción del Reino de Granada, de Francisco Javier Simonet. Facsímil de la ed. de 1860. Madrid, 1972. 2. Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo de los moriscos. 2ª impresión. Madrid, 1797. Libro 1º, cap. IX, pág. 31. 3. Simón de Argote, Nuevos paseos históricos, artísticos, económico-políticos por Granada y sus contornos. Granada, s. f.. Tomo 2º, pág. 45. 4. Miguel Lafuente Alcántara, Historia de Granada, comprendiendo la de sus cuatro provincias... Granada, 1843. Tomo 3º, págs. 124-125. 5. Jerónimo Münzer, Viaje por España y Portugal: Reino de Granada. Granada, 1987, pág. 55. 6. Francisco Bermúdez de Pedraza, Antigüedad y excelencias de Granada. Facsímil de edición de 1608. Granada, 1981. Libro 1º, f. 25. En los textos antiguos hemos adecuado mínimamente la grafía original para hacerlos más legibles. 7. Miguel Garrido Atienza, Antiguallas granadinas. Las fiestas del Corpus. Granada, 1889. Cita «copia de papel... sobre la silla en la procesión» de 1687, e «Informe sobre el modo en que se llevó la silla», de 1695. 8. El siglo XI en primera persona. Las memorias de Abd Allah. Cita en introducción de E. García Gómez y E. Levy-Provençal. 3ª ed. Madrid, 1981. 9. J. García Mercadal, España vista por los extranjeros. Madrid, 1919. Tomo 2º, cap. III, pág. 57. 10. Ginés Pérez de Hita, Guerras civiles de Granada. Parte II, cap. IV, pág. 601, tomo 3º de BAE, Madrid 1850. 11. Andrés Bernáldez (cura de Los Palacios), Historia de los Reyes Católicos D. Fernando y Dª Isabel. Crónica inédita del siglo XV. Granada, 1856, cap. CIV, pág. 236. 12. Miguel Angel Ladero Quesada, Granada. Historia de un país islámico. 2ª ed. Madrid, 1979. 13. Ignacio Velasco Pérez y una sdad. de abogados, Códigos españoles extractados. Todo 1º: «Las Siete Partidas». Madrid, 1843. 2º parte, tít. 21, ley 8ª, pág. 172. 14. G. Pérez de Hita, op. cit., parte I, cap. III, pág. 518. Siempre que citamos la primera parte de esta obra lo hacemos a sabiendas de su falta de rigor histórico, mas considerando que la singular novela aporta un buen conocimiento de los lances caballerescos de una época, no vivida por el autor, de la que debió ilustrarse ampliamente por el testimonio de sus coetáneos moriscos. 15. Documento en Archivo de la Corona de Aragón, citado por Tarsicio Azcona, en el tomo 2º, pág. 132, de Isabel la Católica. Madrid, 1986. 15a. Hernando del Pulgar, Crónica de los muy altos e muy poderosos don Fernando e Doña Isabel... Tercera parte, cap. XLIX, pág. 425 del tomo 70 de la BAE, Madrid, 1931. 16. Francisco Henríquez de Jorquera, Anales de Granada. Edición facsímil de la de 1934. Granada, 1987. Tomo 2º, lib. 3º, pág. 608. 17. Capitulaciones de Granada. Facsímil del original del ayuntamiento de Granada. Transcripción de L. Moreno Garzón, 1983. 18. Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada. Ed. B. Blanco-González. Nota en pág. 131. Madrid, 1981. 19. Pedro Murillo Velarde, Geographía de Andalucía (1752). Sevilla, 1988, pág. 111 y 82. 20. Ordenanzas de la Real Audiencia y Chancillería de Granada. Granada, 1601. Libro 2º, tít. VI, f. 194. 21. Antonio Angel Ruiz Ruiz, La Real Chancillería de Granada en el siglo XVI. Granada, 1987. 2ºparte, cap. I, pág. 142. 22. M. Gutiérrez, en revista Alhambra, nº 375, del 30-11-1913, citando Relaciones de las fiestas que en celebración del nacimiento del Serenísimo... executó la... ciudad de Granada. 23. Manuel Garzón Pareja, Historia de Granada. Tomo 1º, pág. 459. 24. Reinhart Dozy, Historia de los musulmanes de España. Madrid, 1982. Tomo IV, pág. 186. 25. Citado por Valladar, en revista Alhambra, nº 322, del 15-8-1911. 26. José Mª Bueno Pardo, Viejo y nuevo. Colección de artículos... de santos y festividades religiosas. Granada, 1909, pág. 80 y ss. 27. Estatutos y ordenanzas de la Real Maestranza de Caballería de la ciudad de Granada. Facsímil de la edición de 1764. Granada, 1986. Tít. 1º, art. IV, 1. 28. Miguel Garrido Atienza, Las aguas del Albaicín y Alcazaba. Granada, 1902, pág. 27. 29. Gaspar Melchor de Jovellanos, Memoria sobre las diversiones públicas (leída en 1796). Madrid, 1812. Parte 2ª, págs. 85-86. 30. Francesco Guicciardini, Viaje a España. Valencia, 1952, pág 55 y 67. 31. Ibn Jaldún, Autobiografía, en Introducción a la historia (antología). Sevilla, 1985, pág. 164. 31a. Diario del Gobierno de la Provincia de Granada, nº 24 del 25-7-1813. 32. Manuel Alvar, El romancero. Tradicionalidad y pervivencia. Barcelona, 1974, 2ª ed. 32a. Circular del Consejo Supremo de la Guerra. Caja C-50-23, leg. 15 en Biblioteca Universitaria de Granada. 33. Relaciones del siglo XVII, publicadas por José Palanco Romero. Relación de Alvaro Cubillo de Aragón. Granada, 1926, pág. 133. 34. Francisco de P. Montells y Nadal, Historia del origen y fundación de la universidad de Granada. 1870. Const. 28, 29, 32 y 49 en págs. 704, 611, 642, 645 y 650. 35. Constituciones Synodales del Arzobispado de Granado. Granada, 1573. Libro 3º, tít. 5º, 1, 4 y 19, folios 63 b, 60 b y 67 a. 36. Ordenanzas que los muy ilustres y muy magníficos señores Granada mandaron guardar... año de 1552. Reimpresión de 1678. Tít. 123, f. 243, y tít. 86, f. 190. 37. Theophile Gauthier, Viaje por España. Barcelona, 1985, pág. 215. 38. Washington Irving, Cuentos de la Alhambra. Madrid, 1955. 5º ed., págs. 56 y 60. 39. Francisco Javier Simonet, Cuadros históricos y descriptivos de Granada. Facsímil de ed. de 1896. Madrid, 1982. Citado en pág. 92. 40. Francisco de Paula Valladar, De las ordenanzas de Granada y las artes industriales granadinas. Publicado como suplemento de la revista La Alhambra, en 1914. 41. Richard
Ford, Granada.
Manual del viajero por España. Granada, 1955, pág. 44. |
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