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En nuestro habitual sermón editorial trataremos hoy de reflejar en consonancia con el espíritu de máscara de la época, por qué la antropología sociocultural no acaba de convertirse en una disciplina sólidamente asentada en Andalucía, cuando la fuerza de su teoría mundial así lo hacía prever hace pocos años. No desviaremos nuestra atención sobre la existencia de una comunidad administrativa de antropólogos, que seguramente es lo que más claro parece perfilarse tras la pléyade de centros de investigación, departamentos universitarios, museos, secciones de museos, asociación, planes de investigación, etc. emergidos en los últimos tiempos. Vivimos, a no dudarlo, una auténtica edad de oro administrativa en Andalucía y en España de los estudios antropológicos. El interés lo centraremos en un mar de fondo más inaprensible y diagnosticable que afecta según el reciente, y en nuestra opinión incompleto, «manifiesto de los cien» a toda la comunidad científica y universitaria hispana. Las capillas y el clientelismo, que son la expresión prístina del caciquismo ilustrado, afectan a todos, y entre otros a los antropólogos. Ello impide la conformación de la comunidad científica mínima, entendiendo por tal el «locus» y «topos» elemental para poder sostener un corpus de debate, verosimilitud y disidencia común a todos los antropólogos. Es más, muchos de los problemas derivados de la comunidad administrativa de antropólogos hispanos, constituida desde ha pocos años acá, no tienen como referente las naturales pasiones humanas y su correspondiente confrontación en el terreno de las ideas, sino la detentación de cargos y la administración de los dineros que nos concede la providencia estatal. En otros casos, la situación es todavía más dramática: libramos batallas quiméricas por el puntillismo del honor, olvidando la irrelevancia de tales fricciones para el avance científico e intelectual. El sucedáneo administrativo quiere, pues, imponerse sobre la disciplina intelectual. El segundo sucedáneo se deduce del anterior: nos referimos a la antropología cual sublimación de la política. No es un secreto para nadie que un buen sector de los antropólogos españoles de mediana edad se iniciaron en el pensamiento universitario de la mano de la militancia política antifranquista. No es un demérito ciertamente, como no lo es que el antropólogo se convierta en político -ahí tenemos casos célebres como el de Darcy Ribeiro y tantos otros-; el demérito para la disciplina sobreviene cuando se confunden los roles, y el antropólogo crea sindicatos -léase en nuestro argot «asociaciones»- donde encontrar coro y plataforma para mezquinas maquinaciones. Ese tipo de política sindical poco ha hecho avanzar la antropología como comunidad intelectual, al no haber consolidado auténticos y rigurosos foros de debate y confrontación, habiendo alejado de la disciplina a no pocas personas, que alentadas por lecturas, generalmente foráneas, esperaban encontrar en la antropología, uno de los más firmes pilares de las ciencias sociales y del pensamiento del futuro. Finalmente, la antropología está sirviendo de subterfugio entre los todopoderosos media para ofrecer neofolclorismos que sólo se diferencian de los anteriores en su formalidad. En ello nos cabe una porción de responsabilidad, ya que atraídos por la gloria efímera que otorgan los media, los antropólogos podemos tender a banalizar aspectos de la cultura contemporánea poco o nada claros, fijándolos con el marchamo de nuestra autoridad. La conclusión es clara: en lugar de obligar a los media a aceptar la divulgación de productos de alta calidad, sin menoscabo de su legibilidad, ratificamos las simplezas, cuando no las mixtificaciones. Se impone, por tanto, en próximos foros la discusión sobre la relación entre media y ciencia antropológica, si no queremos seguir generando mal periodismo antropológico, y dando de nuevo sucedáneo por auténtico, sosteniendo nuestro discurso íntimo en la creencia de que las masas todo ignorantes sólo encontrarán satisfacción en las trivialidades de base. No negaremos, en
conclusión, que la
situación objetiva de partida -si bien para toda una
generación
haber conseguido esta partida haya sido su llegada, y he ahí su
gran virtud: ser los cimentadores- es inmejorable; la
administración,
la política, los media, la sociedad en definitiva,
requiere
nuestro concurso. Empero, para depurar nuestro estilo, para no dar
verdadero
por falso, para no hacer de la antropología una
fenomenología
o una sociológica poco trabada, hemos de volvernos sobre
nosotros
mismos. Y al hacerlo no buscar la comunidad ideal de los sabios
platónicos,
sino pura y simplemente el pacto intelectual para generar
sociedad
y no clientelismo, y poder estar a la altura de nuestro tiempo,
saliendo
del papanatismo que nos caracteriza desde el Siglo de Oro:
adoración
de lo externo a nuestras fronteras y detrimento de lo propio. La
lógica
y la tolerancia deben imponerse, y que no concluyan en un amén. |
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