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Antes de entrar en materia y ocuparnos de uno de los medios de que se vale el antropólogo en el trabajo de campo para recoger gráficamente técnicas y acontecimientos, recordaremos lo que para nosotros representa la etnografía, su función y fines dentro de la investigación etnológica. Las ciencias en general desarrollan dos clases de actividades que se superponen o complementan. Por un lado están los trabajos experimentales o documentales y por el otro los comparativos o analíticos, consecuencia de los primeros. Para la etnología, toda documentación acumulada en el terreno y en especial la información gráfica, fuera de la escritura, como el dibujo, la fotografía y el cine, tiene una importancia primordial. Si consideramos la etnografía como la parte descriptiva de la etnología, aparece como una rama de una ciencia madre, a la que alimenta de informaciones, descripciones y objetos. La etnografía forma por sí misma una disciplina con su técnica específica de encuestas (cuestionarios, fichas), sus directrices para el comportamiento de los investigadores en las encuestas (psicología del «otro», planes previstos e imprevistos) y materiales propios de registro (máquina de retratar, tomavistas y magnetófono). También manejaremos en el gabinete bibliografía y archivos. Ello quiere decir que esta autonomía de la etnografía no acarrea una dicotomía entre ella y la etnología. No existen dos tipos de investigadores: unos prácticos (etnógrafos) trabajando al servicio de otros, superiores (etnólogos), cuya función consistiría en supervisar y elaborar la síntesis. Simplemente la etnología implica la actividad etnográfica en el trabajo de campo y es el etnólogo quien junta los materiales para su comparación y análisis posterior, dividiendo su tarea entre el terreno y el gabinete. Entre los medios mecánicos de registro al alcance del antropólogo para llevar a cabo sus encuestas y guardar la presencia gráfica de los objetos y acontecimientos que va a estudiar, sin duda alguna el cine es el auxiliar excepcional, sobre todo para estos últimos. Si la fotografía, otro de los medios mecánicos, fija en una instantánea un hecho, el cine al atesorar una serie de instantáneas sin interrupción, consigue reproducir el movimiento y devolver un algo que ya no existe. Sólo con el cine se logra mudar la constante invariable del tiempo, como ya lo notó en 1928 Jean Epstain: «Si hacemos variar el tiempo, un objeto se convierte en acontecimiento». Si con el tomavistas encerramos en la película el calendario de los días, los ritos festivos, la expresión de un rostro o el lenguaje de unas manos, habremos conservado el pasado para verlo resurgir, casi con el mismo rigor, en el transcurso real de los planos de una secuencia cinematográfica. El cine, de uso reciente en la investigación por razones conocidas que no cabe enumerar aquí, aporta un material de incalculable riqueza para el estudio analítico. Toda la documentación grabada con imágenes en movimiento nos ayuda a proseguir la labor en el gabinete y observar tantas cuantas veces queramos hechos fugaces que el ojo capta, pero que el hombre no retiene y no logra almacenar en su memoria, aunque le quede el recuerdo. Este recuerdo nunca tendrá la fidelidad y exactitud de la reproducción dada por uno de los medios mecánicos. El tomavistas fue utilizado de manera muy restringida hasta que la miniaturización redujo su tamaño facilitando su manejo. No obstante, no forma parte de manera sistemática del bagaje del etnólogo. Hoy las últimas novedades, los tomavistas vídeo 8 mm., se convierten en una herramienta tan corriente como la máquina de retratar. Nosotros nos referiremos al cine en soporte de gelatina y al formato Super/8, por ser el que hemos practicado. De todas formas, con cualquier sistema cinematográfico nos enfrentaremos, poco más o menos, a los mismos problemas técnicos. Los pasos agigantados con que avanza el mundo de la imagen hacen olvidar que el cine todavía no ha cumplido el siglo de existencia. Surgió a fines del XIX, en ese punto que podríamos llamar de triunfo de la burguesía y apogeo del capitalismo y, prácticamente, cuando el automóvil y el avión entraban en escena. Estas tres invenciones revolucionaron el mundo industrial transformando la sociedad y su comportamiento. Tenemos que señalar que tanto el uno como el otro responden al deseo del «viaje inmóvil», máxima aspiración del nuevo orden ciudadano, fruto del desarrollo urbano por necesidades imperiosas. Si el auto nos transporta en estado «inmóvil», no evita la sensación del tiempo transcurrido del que somos tributarios. El avión tiene la ventaja sobre el coche de que recorremos mayores distancias más de prisa, salvando además obstáculos que el automóvil no puede vencer. Ahora bien, sólo el cine nos ofrece la posibilidad de trasladarnos en el espacio e incluso en el tiempo sin que mudemos físicamente de lugar. El cine concilia esta contradicción: vivir una aventura en el espacio y en el tiempo, mientras estamos sentados confortablemente en un sillón, envueltos en una suave oscuridad que encubre nuestra propia realidad. Pero no somos más que espectadores, y al terminar la sucesión de imágenes, tendremos conciencia de que no nos hemos movido de nuestro sitio. Los hombres que concibieron e inventaron el cine eran científicos que iban en pos de un medio para fijar algo que no se para. Recordemos la aventura del fisiólogo francés Étienne Marey que, para estudiar el vuelo de los pájaros, ideó su «fusil fotográfico» --creando la cronofotografía (1882), de la que se deriva el cine-- y consiguió captar el movimiento en diferentes facetas y analizarlo. El etnólogo, en el fondo, busca lo mismo: encerrar en unos metros de película lo que no se repetirá más que en la magia de las imágenes proyectadas. Los hermanos Lumière, también dos científicos, perfeccionaron el sistema y, si Augusto siguió dedicándose a la fisiología, Louis se entregó por completo al nuevo descubrimiento. El cine aparece como una curiosidad de masas, donde el propio individuo se refleja en movimiento delante de otros hombres, como si se tratara de un espejo a la caza de imágenes. Louis Lumière filma la salida de una fábrica, la entrada de un tren en la estación, envía operadores a Venecia y a la coronación del zar Nicolás II, quedando sobre la emulsión retazos de vida, como si pretendieran retener a la muerte. España ve la primera proyección el en hotel Rusia, en la Carrera de San Jerónimo, en Madrid, el 15 de mayo de 1896. Esta exhibición a cargo de los estudios Lumière, se debe a Promio, mandatario de estos. La industria y el comercio de los productos cinematográficos han emprendido su carrera. Las películas que en un comienzo se ruedan en nuestro país también se suponen obra de Promio, según figura en un programa de los Lumière de 1897 que presento: Salida de los alabarderos de la reina del Palacio real, Maniobras de artillería en Vicálvaro y La Puerta del Sol. De hecho, la producción genuinamente española se inicia con Salida de la misa de 12 del Pilar de Zaragoza (1896) de Eduardo Giménez. Después Fructuoso Gilabert plasma en la película Riña de un café (1897) y Salida de los trabajadores de la España industrial, de Sans (1898). Frente a los hermanos Lumière surge Georges Méliès, que aprovecha el procedimiento para crear y «encantar la vulgar realidad», como decía Apollinaire. Así produce El hombre de la cabeza de caucho (1901) y el Viaje a la Luna (1902). Louis Lumière muestra lo cotidiano, mientras que Méliès intenta descubrir el subconsciente detrás de sus personajes. El cine-documento de estos principios puede mirarse como los balbuceos del futuro cine etnográfico, si bien tenemos que esperar hasta 1922 para que salga un documental con tal carácter, de Robert Flaherty, sobre la cultura de los esquimales y titulado: Nanook of the north. La imagen en movimiento no basta y necesita del sonido, pues la vida no es silencio. En los comienzos están disociados imagen y sonido, aunque actúen conjuntamente. La música en las películas mudas, como en las sonoras, tiende a reforzar el recitado fílmico. En esos albores existe el fonógrafo que podrá acompañar la acción, simplemente por no dejarla sola; o un pianista interpretando obras clásicas arregladas por él e improvisando en ciertas ocasiones adaptará el sonido a la imagen. A veces un cuarteto instrumental e incluso una orquesta sustituirá al pianista. Hubo grandes compositores que escribieron para este espectáculo, como Saint-Saens para el film El asesinato del duque de Guise (1908), de Bacry y Calmette, pasando la obra musical a los conciertos como «Suite op. 128». En la actualidad no se concibe una película muda. Siempre va acompañada de sonidos, en los que se distinguen el que encierra un «código sin mensaje», la música, y el que lleva «un mensaje sin código», los ruidos, y la palabra. El investigador debe estar familiarizado con el material y las técnicas para evitarse sorpresas. Necesita dominar los medios audiovisuales, su funcionamiento y las posibilidades de aprovechamiento en el trabajo de campo, pero no ha de olvidar el impacto que causa en el «otro», ya que él será el «otro» para aquel que observe. Somos nosotros lo anacrónico, los intrusos, dentro de ciertos círculos, y nuestro comportamiento no puede chocar, si queremos obtener buenos frutos. Para mí el tomavistas es una herramienta imprescindible, es un carnet de notas «vivo», un archivo de imágenes que no solamente me servirán de memoria, sino que además me facilitarán un estudio minucioso y detallado delante de la moviola. El cine etnográfico, con sus exigencias, no guarda relación alguna con el cine comercial, pues persigue fines totalmente distintos. Nosotros estamos supeditados a la obligación de recoger el testimonio de algo real, que se produce en un momento preciso, sin la oportunidad de echar marcha atrás y repetir las escenas. Si no respetamos inflexiblemente la realidad de la que somos testigos influenciándola de un modo o de otro, entonces no haremos cine etnográfico, haremos nuestro cine, un cine que querrá acercarse al cine «mayor», sin ningún valor antropológico, por haber traicionado lo que buscamos: la verdad, no la que consideramos nuestra, sino la del «otro», que vive unos hechos que constituyen parte de su identidad. Conozco perfectamente los problemas que se plantean al etnólogo, fuera de los técnicos que abundan. Por lo general, no sabe lo que va a pasar, salvo en las actividades repetitivas como la cerámica o el tejido. Entonces le bastará observar y hacer una encuesta, cuanto más profunda mejor, para estar al tanto de lo que va a sobrevenir cuando le toque filmar. Como en los demás casos, deberá mantener la cronología de lo que suceda para obtener un documento fiel. Al encontrarnos ante grupos en movimiento que se desplazan en un área determinada, sólo podremos examinar previamente el recorrido para localizar los puntos que juzguemos estratégicos para nuestro cometido. Esto no impide que, llegada la ocasión, a veces no alcancemos nuestra meta y tengamos que resolver sin vacilación alguna la situación para no tener lagunas, quizás esenciales, en el documento. La función de «observador participante» obliga a estar dentro del acontecimiento, pero lo más discreto posible, para no alterar en nada la realidad. Filmar escenas en movimiento en un lugar fijo y escenas en movimiento en un espacio conocido de antemano, resulta relativamente fácil. Nuestra misión se complica cuando asistimos a un evento totalmente imprevisto que obedece a causas específicas, puramente circunstanciales, sin la menor oportunidad de informarnos, ya que los mismos protagonistas ignoran lo que va a ocurrir, aunque saben como reaccionarán, si la coyuntura se lo permite. De todas maneras, somos extraños y no podemos forzar la situación para sacar datos precisos. En este caso, hemos de rendirnos a la evidencia y tratar de seguir el hilo de los acontecimientos, para que después sea nuestro documento el que hable y exponga lo ocurrido. A continuación, apoyándome en la experiencia personal, procuraré exponer el papel que para mí debe desempeñar el cine en la investigación etnológica. El 2 de junio de 1984, me encontraba en la comunidad indígena purépecha de Santa Fe de La Laguna (Michoacán), en México, cuando el Presidente de Bienes Comunales me comunicó el asesinato de tres campesinos en Huerta de Gámbara, en las Tierras Calientes. Me pidió que filmara el entierro que se celebraría allí a la mañana siguiente, para conservar el testimonio. Pasaré por alto todos los pormenores, pues aquí sólo nos interesa demostrar que cualquier medida tomada en tales momentos con el fin de facilitar mi filmación hubiera sido baldía. En la madrugada del 27, salimos por carretera; a la entrada de Nueva Italia nos esperaba un grupo de comuneros que nos anunció que el sepelio se haría en esa ciudad, adonde habían traído los cadáveres. Nadie sabía si la policía autorizaría el traslado al cementerio sin su custodia. Después de largas negociaciones aceptó y dejó a los campesinos libres de movimiento. El entierro se convirtió en una manifestación silenciosa de protesta en la que se desplegaron dos banderolas enormes que reivindicaban el derecho a la tierra. Ahorraré el relato de todo lo demás, pues sólamente quiero hacer constar que, en esta ocasión particular, se hubiera podido preparar guión, escenario, itinerario y otros detalles, no me habrían servido para nada, habría fallado todo: el hecho pasó en Nueva Italia y no en Huerta de Gámbara; los interesados desconocían el trayecto y no preveían qué cariz iba a tomar el entierro; tampoco se sabía su duración, ni si la homilía del sacerdote durante la misa traería alguna consecuencia, lo mismo que el último homenaje rendido a los muertos delante de las tumbas, ni cómo terminaría. Lo ignorábamos todo, salvo la muerte de los tres comuneros asesinados por pistoleros. Quiero dar otro ejemplo para probar que nuestro cine, el cine del etnólogo, es diferente y que en muchas circunstancias acumulamos documentación y sólamente después, cuando la vemos, nos damos cuenta de que podemos esbozar un guión que nos ayudará al montaje. En el mes de octubre de 1986, al llegar a México, me sorprendió una escena que se repite con mucha frecuencia en el Zócalo de la capital: Bajo unos plásticos y lonas amarrados a las paredes de la catedral se cobijaban más de cuarenta mujeres, hombres y niños, anclados allí desde hacía unos quince días para pedir justicia, o para denunciar la injusticia. En las calles y avenidas que desembocan en esa inmensa plaza, los tenderetes y escaparates ofrecían esqueletos y calaveras de azúcar, de cartón, papel... en un canto a la muerte en vísperas de Todos los Santos. Entré en relación con los campesinos del plantón, que venían de las Huastecas en busca de comprensión, pero sufrían una indiferencia de muerte cuando, al caer la tarde, el sol se escondía y sonaba el clarín para arriar la bandera que no los amparaba. Tomé el documento bruto de esa realidad circunstancial, con la única intención de guardar lo que, seguramente, no se repetiría en las mismas condiciones. Fue después, a la vuelta, al ver desfilar en la moviola esa amalgama de imágenes, cuando decidí establecer un paralelo premeditado entre las dos realidades que no tenían una relación directa, pero que se podían ignorar. Con unos hechos reales, sin guión, monté de una manera puramente subjetiva lo que yo había visto; sin embargo, respeté rigurosamente la trayectoria del día. No hace falta multiplicar los ejemplos. Sólo he querido mostrar que no hay que hacerse ilusiones y pensar que imitando el cine de argumento, con grandes medios, haremos mejor cine etnográfico. Es inútil encomiar la trascendencia del cine en la labor antropológica, pues todos sabemos que cuanta más documentación juntemos, más rico saldrá el estudio que nos hemos marcado. Si en el material gráfico la fotografía cumple una misión, lo mismo que el dibujo, el cine nos permite descubrir detalles secundarios que también son muy importantes. El cine etnográfico debe estar hecho por y para antropólogos. Cuando digo hecho por antropólogos no rechazo la colaboración eventual de un técnico bajo su orientación, si bien en muchos casos, como hemos visto anteriormente, daría escasos resultados. De todas formas, convendría que este asistente poseyera una formación etnológica mínima, como ocurre con los auxiliares de otras ciencias que necesitan adquirir cierto saber para secundar a los investigadores. No quisiera terminar sin evocar esa clase de cine con miras, más o menos ocultas, a sacar un provecho económico y hacer pasar una película anodina por una obra científica, pedagógica o de divulgación. No creo que el antropólogo cuando está sobre el terreno se preocupe por hacer un trabajo pedagógico de divulgación, ya que su problema es ahondar en aquello que ignora. Por eso cuando nos hablan de uno de esos tres tipos de cine, somos escépticos. El uso de un film etnográfico podrá variar, pero no el producto; dependerá de quién lo utilice y cómo lo utilice. Nos hallamos en un momento delicado por varios motivos fáciles de comprender. Por un lado, con el resurgir de las identidades muchos llegan a la confusión imperdonable de la realidad que vivimos con la de un pasado que no se resucita. Sobre todo esto habría mucho que hablar, pero nos alejaríamos de nuestro tema. Por otro lado, sufrimos la invasión industrial que pretende, cosa lógica, imponer a una mayoría de consumidores unos aparatos cuyo manejo simplificado está al alcance de todos, haciendo de cada uno de nosotros un posible cineasta, lo que no quiere decir, en absoluto, un posible antropólogo. Así corremos el riesgo de no diferenciar los campos, lo que perjudica a la etnología. En efecto, siempre miramos con cierta benevolencia una película de un realizador no antropólogo; en cambio, para la obra de un colega tenemos una visión crítica y a veces ni le preguntamos por qué él eligió captar de esa manera el documento. En el primer caso, raramente lograremos entablar un diálogo, al no tratarse de un profesional de la etnología, por más que sus películas tengan un elevado nivel técnico o estético. Tanto la fiebre de la identidad como la fiebre de la imagen, o mejor dicho las dos juntas, favorecen la proliferación de esos «salvadores de cultura» que casi siempre no hacen más que emponzoñar el ambiente, por no adoptar una actitud rigurosa frente a problemas que nos conciernen a nosotros. Un curandero que sepa poner un hueso en su sitio tiene mérito, pero no es médico. Acaso en el cine haya excepciones que acierten con el "hueso", pero eso no quita para que el antropólogo filme e incluya entre su material un tomavistas, haciéndose cargo de todo lo que supone como conocimientos y dificultades. El cine comercial se inscribe, como ya señalamos, en la evolución lógica de una sociedad con unas metas bien determinadas. Paulatinamente disminuyeron las exigencias del hombre como ente colectivo, sobre todo en lo lúdico, y se aisló poco a poco hasta encerrarse en la soledad donde consume sonidos e imágenes casi mecánicamente. Nos fueron imponiendo esa individualización, sin que nos diéramos cuenta. Todos nos dejamos llevar por la corriente y hemos pasado del tren al automóvil, del concierto al microsurco y del cine a la televisión. Con esta última llegamos a la culminación de la domesticación: en los momentos libres, en vez de juntarnos con los otros, nos recluimos en un retiro absoluto y abrimos nuestra casa a la imagen que nos sirven sobre el plato de nuestra propia comida, con todo descaro y prescindiendo de la sensibilidad de cada uno, de su capacidad de asimilación, con la certeza de que consumiremos los símbolos sangrientos o pastel, pues para ello nuestros reflejos están condicionados hasta el extremo de que no tengamos valor para pulsar un botón, porque entonces tomaríamos conciencia de la incomunicación en que hemos caído. Por cierto el antropólogo no hace cine para la televisión, ni para los clubs de vídeo, ni para distraer los fines de semana lluviosos. El antropólogo hace cine etnográfico para antropólogos, así como otros científicos filman sus trabajos para hacer avanzar sus investigaciones. Si en el terreno reunimos de forma metódica un buen acopio de material gráfico, la ardua labor de gabinete se nos hará más llevadera, al mismo tiempo que reviviremos lo acontecido con más veracidad que si lo hubiéramos dejado sólamente anotado en fichas y cuestionarios. Sería
lamentable perder la ocasión
de conocernos por nuestra incapacidad para plasmar las imágenes
y los sonidos en el tiempo valiéndonos de una máquina que
otros hombres con su saber crearon, aunque nosotros la alejemos del
camino
que tiene marcado. |
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