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I. Del antihistoricismo funcionalista a la sincronía estructuralista No es mi intención agotar el tema que les propongo para reflexión. En realidad mientras mi experiencia en antropología sociocultural o etnología se remonta a diez años atrás, en historia oral se puede afirmar que soy casi un recién llegado, pues sólo en los dos o tres últimos años me preocupé por el tema, especialmente a raíz de un trabajo sobre el terreno que daría lugar a una pequeña monografía: Caciques y canteros en la lucha por el mármol. Armado de los instrumentos de la etnología me acerqué a un fenómeno, las luchas sociales de los canteros de Macael (Almería), que por ser diacrónico en exceso exigía una interpretación histórica, que la etnología, una disciplina sincrónica y comparativista, parecía no contemplar. Y sin embargo, el conocimiento antropológico nos permitía observar con visión renovada hechos que a la sola luz de la historia hubiesen resultado oscuros o al menos ilegibles; pongo por caso, los roles del parentesco, del territorio, de la simbólica popular o de la hermenéutica de la vida económica. Hube de improvisar, por tanto, «mi método», dotándolo de los medios de la antropología y de los poco conocidos para mí de la historia oral. Precisamente, hace no muchos años, al poco de terminar mis estudios universitarios, paradójicamente el método histórico en todas sus variantes me hizo dar de lado a la historia, al considerarla insatisfactoria como disciplina para explicar la complejidad social. Ahora, el empobrecimiento del «método antropológico», excesivamente equiparado en nuestra región al estudio de la fiesta y otras manifestaciones de vistosidad pública similar, me devuelve al rigor documental de la historia. Y ahí estamos en el momento presente, a la búsqueda concreta de esa mixtura entre antropología e historia, basadas ambas en la oralidad como fuente de información, recobrada con un crédito que durante mucho tiempo sólo han tenido la letra impresa y el archivo. Rastreemos brevemente la vieja oposición entre diacronía y sincronía que escindió la antropología de la historia, casi en los inicios de aquella. Por remontarnos sólo a los padres fundadores de la antropología moderna, recuerden que las dos grandes escuelas modernas de la disciplina, el funcionalismo y el estructuralismo, han rechazado por igual el diálogo con la historia. Malinowski, Radcliffe-Brown, Durkheim, Kroeber, etc., eran convencidamente antihistoricistas, consecuencia del contacto con sociedades, como las de las islas Trobriand o las islas Andamán, de las que el viajero o el etnólogo extraían una impresión de parálisis histórica frente al vértigo occidental. Para los europeos de los siglos XVI y XVII, la historia de los «otros pueblos» se reducía conceptualmente a dónde ubicarlos teológicamente; para los ilustrados del XVIII, el problema se trasladaba a otorgarles un lugar en una escala histórica de la evolución de la humanidad, generalmente bajo el prisma idealista del Bosquejo de los progresos del espíritu humano condorcetiano; para los decimononos, el esquema ideal ilustrado se completó sobre bases materialistas, hasta dar por resultado el evolucionismo, sobradamente divulgado. Dentro del evolucionismo social, paralelo al biológico, uno de los rasgos otorgados a los pueblos primitivos o inferiores era la ausencia de historia. La ruptura del funcionalismo con el evolucionismo, preocupado éste último por la búsqueda de los orígenes, fue lo que le condujo a una prehistoria explicativa --cuyo prototipo es V. Gordon Childe--, alejando definitivamente a la antropología de las indagaciones diacrónicas. Cuando la impresión, pues al fin y al cabo era eso sólo, una impresión que el antropólogo verificaba en su trabajo sur le terrain, se convirtió en ley científica, la antropología encontró una de sus identidades más sólidas frente a la multisecular historia. A ello hay que añadir que el modelo científico que se procuraba emular era el de las ciencias naturales, con una de cuyas partes, la paleontología, había compartido la denominación antropología. Evans-Pritchard sintetizó la episteme en términos metodológicos, que es lo que aquí nos importa: «Justificaban [los padres del funcionalismo] distinguiendo metodológicamente entre ciencias generalizadoras (antropología como ciencia natural) y ciencias particulares, como la historia». Es más, la antropología aparecía según la ocasión no sólo como una variedad de las ciencias naturales, sino igualmente de la sociología, del derecho o de la psicología, según el modelo del maestro correspondiente, pero nunca de la historia, en la que no halló modelo convincente y con la que pasó a rivalizar en crédito, y a superarla en teorías explicativas. Cuando E. Evans-Pritchard, en su conferencia de 1961 sobre antropología e historia, se decide a proponer en los medios funcionalistas un nuevo acercamiento entre las dos materias, cree ver en el par mito/historia el posible núcleo de convergencia objetual, mientras que en campo metodológico sólo encuentra diferencias técnicas: «El hecho de que el antropólogo haga un estudio de primera mano y el historiador lo haga a través de documentos es una diferencia técnica, pero no metodológica». Las palabras del maestro Evans-Pritchard no caerán en saco roto y sólo cinco años después de su conferencia de Manchester, la Asociación de Antropólogos de la Commonwealth reunirá en Edimburgo un coloquio sobre antropología e historia, en el que primará la participación de antropólogos. En el discurso de apertura pronunciado por I. M. Lewis se daba sutilmente cuenta del hecho que había hecho estallar la incomunicación entre las disciplinas: la realidad africana, el principal laboratorio de campo de la antropología inglesa. La ausencia de historia en las sociedades africanas --especialmente en aquellas en que su estadio político, por regla general la realeza, hacía difícil de comprender la no presencia de un horizonte diacrónico--, se justificaba por la ausencia de documentación escrita y por la imagen de atemporalidad que transmitían los aborígenes en sus genealogías, que los observadores europeos hacían caer más del lado de la fabulación que de la historia. El estudio de los conflictos en las sociedades africanas necesariamente agotó el estatismo funcionalista en casos tan preclaros como el de los reinos del Benin y de Ifé, devolviendo la historicidad a los pueblos de África. Acaso Lévi-Strauss, al fijar su atención en una sociedad más «primitiva» aún que la de los andamaneses o los trobriandeses, como era la amazónica, verificó y ratificó con argumentos brillantes el ahistoricismo de esas sociedades. Polemizó, en los mismos años en que el funcionalismo de escuela hacía aguas por el lado de la temporalidad, con J. P. Sartre; al tratar de historia y estructura en El pensamiento salvaje, Lévi-Strauss empezará desmontando el edificio del discurrir lineal de la humanidad, que el evolucionismo había consagrado. «La torpe distinción --dirá-- entre los 'pueblos sin historia' y los otros podría ser convenientemente sustituida por una distinción entre lo que llamamos, por necesidad, las sociedades 'frías' y las sociedades 'calientes'». Las calientes conocerían la aceleración de la nuestra, empeñadas en aumentar la carrera dejando atrás los vestigios de su promiscuidad objetual; las frías tendrían la sabiduría, al decir moralizante de Lévi-Strauss, de no haber «querido» evolucionar, y en consecuencia vivirían el tiempo cosmológico y cosmogónico de los mitos ahistóricos, receptáculos de un tiempo genealógico que se repite circularmente. En definitiva, bajo un prisma antropológico volvía el concepto, intuido filosóficamente por Nietzsche y Mircea Eliade, del «eterno retorno» o tiempo circular de los mitos. En el lenguaje estructural la expresión de esa frialdad adquiere la formulación de la forma y el contenido: «Su procedimiento, que consiste, no en negar el devenir histórico, sino en admitirlo como una forma sin contenido: hay un antes y un después, pero su única significación es la de reflejarse el uno al otro». La teoría deberá alcanzar su prueba definitiva en aquel sector esencial del «pensamiento salvaje» que es la «historia mítica», eludida por la antropología anglosajona entregada a la sociología del conflicto; Lévi-Strauss resume su pensamiento urdiendo la mezcla entre verdad y falsedad inconscientes en el mito y en la historia: «No es inconcebible que algunos de los acontecimientos que relatan [los mitos] sean reales, aunque el cuadro que nos pintan sea simbólico y deformado». Su polémica con Sartre se referirá no tanto a la presencia del tiempo histórico, que el reclama incluso para las «sociedades frías», sino al «historicismo trascendental» que sostenía el existencialista. En esa línea Lévi-Strauss reacciona contra la pretensión de convertir a la historia en el fin último del sentido humano, considerando que el recurso a la historia «lleva a todo a condición de salir de ella». La utilización de los conceptos saussurianos de «diacronía» y «sincronía» en antropología estructural, sin embargo, darían la impresión, empleados de forma escolar, de contribuir al distanciamiento de ambas disciplinas, consideradas como irreductibles. En realidad, el estructuralismo, devenido progresivamente ideología nacional científica de Francia, acabaría por contaminar la historia; no pocos historiadores desde entonces se pasarían al terreno más evanescente de la etnohistoria o antropología histórica. El medievo constituía el modelo de sociedad plenamente rural, guiada por la ideología religiosa, donde el tiempo parecía al igual que en las sociedades primitivas haberse detenido, en la reiteración de la «vida natural» y de los mitos. G. Duby o J. Le Goff, por poner los casos más célebres, siguiendo los pasos de un filólogo como G. Dumézil y del antropólogo Lévi-Strauss, renovarían con su acercamiento a una Edad Media temporalmente sincrónica los estudios históricos. Esa renovación tenía su mayor fuente en el mito y las mentalidades; Le Goff vino a escribir de la ruptura evolucionista entre mito e historia que ahora el estructuralismo historizante superaba: «La historia se restringía a las proporciones de una humanidad susceptibles de transformarse rápidamente, siendo consagrado el resto a géneros menores del dominio científico o literario --los mirabilia donde los hombres primitivos se codean con los monstruos, etc.-- o condenado al olvido». Retrocedamos. Aunque los funcionalistas stricto sensu habían roto con la historia, en el mundo de la antropología anglosajona quedó el poso comparativista de los primeros etnólogos, tanto de gabinete como de campo; recuérdese a Morgan estudiando tanto las fratrías iroquesas como las gens grecorromanas, o a Frazer con sus interminables ejemplos tomados de los primitivos y también de la historia antigua, a Bachofen con los estudios del matriarcado, a Fustel de Coulanges con su comparación entre institución y culto, a Maine con el estudio de la ley antigua, etc. Tarde o temprano el antihistoricismo falaz del funcionalismo, habría de ser contestado igualmente por la fuerza de los hechos, tal como vimos en el caso africano, pero los antecedentes comparativistas de la etnología anterior al funcionalismo ayudaron a devolver a la historia y la antropología sus comunes intereses. Partiendo de esa base etnográfica, detestada implícitamente por el funcionalismo, en la época moderna permanecería el estudio de las religiones clásicas y el mundo antiguo, en dos direcciones: la una historicista, y como tal comprensiva con la temporalidad del mito, representada por Mircea Eliade; y la otra, estructural, aplicando los sistemas binarios adquiridos por la antropología estructural lévistraussiana, y el rastreo filológico de G. Dumézil, representada por L. Gernet, Vidal-Naquet, J.-P. Vernant y M. Detienne. El rastreo del pensamiento mítico, con su atracción universalista y temporalmente reiterativa, nos ha devuelto a la historia en el sentido de los primeros etnógrafos, que aún comulgando con el evolucionismo, o precisamente por ello, encontraban puntos de conexión entre historia y antropología en las variantes protohistórica o clasicista. En cierta forma estamos asistiendo al surgimiento de una historia de cuño nuevo, que no es otra que una historia «enfriada»: los acontecimientos ya no interesan tanto por su secuencialidad lineal como por su lectura sincrónica. Y llegamos al
momento actual en el que la
antropología, perdido su exclusivo horizonte primitivo y rural,
deberá buscar nuevos campos de estudio en sociedades plenamente
históricas, cuando no urbanas. Su permanente fuga
adiacrónica
le ha hecho pasar de las sociedades rurales a las urbanas, donde puede
seguirse afirmando el mismo ahistoricismo en la investigación de
las «tribus urbanas». ¿Cuánto no más
dificultoso,
más violento para la teoría antropológica fundada
en una sociológica o acaso en una mitológica, es una
sociedad
rural moderna, donde necesariamente ha de lidiarse con la historia a la
búsqueda de puntos de contacto comunes? Pero el común de
nuestros antropólogos prefiere cubrir el apartado
histórico
con resúmenes de trabajos periclitados, más que con
nuevas
y urgentes búsquedas. II. La fuente oral: ¿Encuentro o desencuentro de la antropología y la historia? Lo que la antropología deja de lado, seguramente por la propia trivialización del método que ha convertido en nuestro país la disciplina en un especie de folclore científico o una sociología intuicionista, lo ha de recoger la historia. Aquí surge la historia oral. Sus orígenes en Norteamérica, su primer país mentor, son diversos: de un lado, las investigaciones de la escuela psicoantropológica de «cultura y personalidad», con sus investigaciones basadas en historias de vida (Langness); de otro, el periodismo con su permanente contacto con la oralidad (Joutard). Procedente de Estados Unidos, la historia oral se extendió por Gran Bretaña y Francia no sin resistencia académica, emergiendo finalmente como respuesta a los grandes sistemas totalizadores del pensamiento, tal el materialismo histórico, y acabó encontrando su legitimidad al convertirse en el vocero de quienes no tienen palabra en la historia, o sea del pueblo anónimo. Dos corrientes vinieron a converger: la descalificación de los grandes constructos teoréticos, incapaces de penetrar en mayores interioridades, y la historia militante, de quienes un tanto románticamente buscaban darle la palabra a los «sin voz», nueva condición de proletarios contemporáneos. Lo cotidiano, la personalidad psicológica, sintetizados en las «historias de vida», devolvía la historia a la temporalidad presente. La desconfianza en la veracidad de la escritura, fundamento último de esa nueva atención a lo oral, que a lo largo de los últimos cien años de existencia de la historia científica se había elevado como el receptáculo sacrosanto de la Verdad social, posiblemente se generó en el contacto diario con los media escritos, que a ojos vista emitían y emiten falsedades, medias verdades, manipulaciones, etc., que ante el actor contemporáneo de la historia no pasan desapercibidas. Es más, en la búsqueda de unos orígenes aceptables para la historia oral, los primeros sintetizadores de la materia encontraron que la mayor parte de los historiógrafos anteriores a 1800, hasta el mismo Heródoto, habían utilizado las informaciones orales que les proporcionaban sus contemporáneos. Tal como recuerda P. Thompson, incluso después de aquella fecha algún padre de la historiografía contemporánea, como Jules Michelet, utilizó frecuentemente las fuentes orales, para documentar en concreto su Historia de la revolución francesa. La supremacía del documento escrito, ligado a prácticas sacerdotales y de poder, desde el nacimiento de la escritura en el mundo mesopotámico, dejó progresivamente de ocupar el lugar central, con la irrupción de los media audiovisuales, que se mostraron más eficaces para el control de las masas. El ideal ilustrado de la educación universal letrada ha sido sustituido por el televisor universal. Incluso en las escuelas el retroceso de las grafías cuyo aprendizaje descodificador es progresivo, da paso a las imágenes en movimiento. No cometeremos de nuevo el error de perspectiva de MacLuhan que pensaba en una sustitución plena de los unos por los otros; más bien creemos en un desplazamiento de los escribas por los actores. La retórica política del XIX y primera mitad del XX, donde se unían escriba y actor --véanse Lenin o Trostky, por ejemplo--, ha dado paso a la palabra vacua del actor cómico; los escribas hemos perdido, momentáneamente buena parte de nuestra influencia a no dudarlo. Ello supone la omnipresencia de la palabra blanda, irreflexiva por antonomasia, normalmente para distracción u ornato cultural. La cultura, de sobra es conocido, ha dejado de ser vivida como tragedia y ha pasado a serlo como comedia. La maquinaria de la oralidad/visualidad que sustituiría en nuestra época a la «galaxia Gutenberg» reportó el argumento definitivo a los defensores de la historia oral: Puesto que las técnicas --vendrían a decir-- de reproducción y grabación de la palabra hablada han devuelto el papel central a lo oral en las sociedades avanzadas archivemos esos testimonios, que se incorporarán como fuentes documentales a la historia futura. El movimiento procedía de necesidades evidenciadas por la fugacidad vital de las generaciones más ancianas, que desaparecían dejando oculto su testimonio, y por la destrucción de horas y horas de grabación en muchas emisoras radiofónicas. Daba la impresión de que la sociedad parlante iba a dejar tras sí el silencio. En definitiva, el estadio comunicativo de las sociedades avanzadas unido a la evolución conceptual y de método de los contemporaneístas, ha resituado el lugar de la oralidad en una de las ciencias sociales que le resultaba más alérgica hasta hace pocos años: la historia, con sus ramificaciones documentales archivísticas. La oralidad lleva, por tanto, implícita la nemotécnica, la memoria. En una sociedad, en que la memoria se «pierde», la angustia por dejar pasar los testimonios se ha hecho notable. Con conciencia de plenitud sabemos, desde la revolución francesa, cuándo vivimos «momentos históricos», y de ahí nuestra angustia por documentarlos. Y al hacerlo observamos que la principal fuente para los contemporaneístas, el archivo y la prensa, son parte de una impostura universal. De aquí que el recurso a la «verdadera» fuente, la oralidad, se impone. Historia, Verdad y Justicia, parecen nuestros agarraderos teleológicos después de la muerte de dios y del hombre. Y sin embargo, la oralidad de los media es también una impostura, la de los cómicos. ¿Cuál es en consecuencia la oralidad «buena»? El concepto romántico de pueblo, y el exótico de anonimato, en una sociedad en que todo tiene su nombre, nos reconducen a la historia oral. Un sector intelectual encontrará que las posibilidades de audición se multiplican con el recurso a la oralidad, y en ella como fuente primordial centrará una posibilidad de renovación disciplinar. Visto que la
antropología tradicionalmente
ha poseído como principal fuente de información la
memoria
oral, pues no por casualidad centraba sus investigaciones en sociedades
«sin escritura», y que la historia contemporánea ha
devuelto su valor al testimonio oral como fuente documental, el
acercamiento
entre las dos disciplinas, tras el alejamiento del que hablamos
más
arriba, parece obvio. Más aún, la situación es
equilibrada
en cuanto que la antropología de las sociedades complejas no
tiene,
no tendrá, más remedio que recurrir a su vez al archivo y
a lo escrito, si quiere iluminar aspectos que la oralidad deja oscuros.
Desconfiemos asimismo de esa especie de metáfora con visos de
fortuna,
que equipara oralidad=claridad. No se trata tanto del
«triunfo»
de lo oral como de la justa equiparación, valoración y
contrastación
de las fuentes documentales plurales, sin privilegiar las unas sobre
las
otras. ¿Cuál es el estado de la cuestión?,
¿dónde
se halla el diálogo epistemológico y sur le terrain
de la antropología y la historia? He aquí nuestro balance
provisional: 1. La cotidianidad La
antropología posee un complicado
volumen de estudios sobre lo que en nuestras sociedades llamamos
arbitrariamente
«lo cotidiano», y que en las sociedades tradicionales se
encuentra
inextricablemente unido a la vida pública de las comunidades.
Los
estudios sobre las redes de parentesco, la economía
doméstica,
la mitología, la sexualidad, etc., de pequeñas
comunidades,
perfectamente definibles y abarcables por el ojo del antropólogo
constituyen la tradición de la antropología moderna,
basada
en el trabajo sobre el terreno; allí lo cotidiano alcanza la
primacía
sobre los grandes acontecimientos, en especial los exteriores a la
comunidad.
La historia preocupada por interpretar los grandes eventos acaba de
deparar
en lo cotidiano a través de las biografías de las gentes
comunes, que para diferenciarlas de las biografías de los
grandes
personajes, practicadas en todo lugar y tiempo, son llamadas
«historias
de vida». La cotidianidad se ofrece, pues, como el punto de
contacto
más elaborado entre antropología e historia oral, sin
necesidad
de violentar conceptos. De alguna manera, como indica Franco
Ferrarotti,
la historia tiene su punto de inflexión en Max Weber, para
quién
tanto la sociología como la historia se fundan en «el
'sistema
abierto'; la noción de una metodología que se construye
en
el vivo proceso de investigación, en vez de proponerse
fríamente
en base a categorías preconstituidas». Mas la cotidianidad
no tiene por únicos mentores a antropólogos e
historiadores
orales, también la «sociología de la vida
cotidiana»,
representada por Erwin Goffmann, ha alcanzado gran predicamento; sin
embargo
su conexión estructural con antropología e historia es
mínima
cuando no contradictoria, ya que tiende a una excesiva
psicologización
de la cotidianidad, olvidando la contextualidad y la temporalidad larga
que sirven de marco a la cotidianidad. 2. El poder La historia influida por las grandes militancias sociales de la edad contemporánea ha intentado devolver la veracidad y la racionalidad a los acontecimientos que parecían oscuros o teleológicamente determinados por el destino. Para ello ha procurado, al menos desde el 18 Brumario de Marx, viviseccionar el monstruo del Leviatán hobbesiano, o sea el Poder. Cuando hoy la historia oral da la voz entrecomillada al pueblo anónimo continúa ese ejercicio de cuestionamiento del poder, habiendo abolido además los grandes marcos omnicomprensivos que el propio Marx había inaugurado con su fe ciega en la vanguardia vidente, supuesta depositaria de la virtud. La historia oral es colateral a la historia social, la complementa, y participa de la denuncia militante. Y no sólo tiene la intención de cuestionar el poder genéricamente, sino que lo hace a través de aparatos como el escolar; en ese sentido la presencia de la historia oral en la escuela, reemplazando parcialmente a la memoria escrita en el aprendizaje, tiene por objeto y espejismo crear una escuela democrática, que responda a los intereses de la población y no los del poder; en la práctica se están poniendo los mecanismos de asimilación más idóneos, los propios de sociedades donde el par cinética/oralidad ha alcanzado mayor audiencia que el de grafía/escritura. En el fondo se trata de una adecuación y no de un cuestionamiento. La
antropología, por contra, permanece
renuente a los movimientos sociales y al análisis del poder. A
poco
que observemos las preferencias de los antropólogos, la
antropología
política resulta poco atractiva, y menos aún si se
refiere
a las sociedades complejas. El origen procolonial de la disciplina no
ha
gestado una crítica antropológica del poder, sino la
reinstalación
de los profesionales en otros campos menos «comprometidos»
de la realidad. No obstante, una instrumentación teórica
que retome los estudios de Maine, Lowie o Leach, existe potencialmente.
Su utilidad en contacto con la historia social fundada en la oralidad
sería
ejemplar. 3. El conflicto Dependiente en parte del análisis del poder, el conflicto, con sus naturales consecuencias bélicas o violentas, fue un tema de reflexión importante en la antropología británica, que con Max Gluckman a la cabeza, estudió la conflictualidad en sociedades que se presentaban próximas a emanciparse del dominio imperial. Se concibió el conflicto como el momento de ruptura ocasional de la tendencia general equilibrada de toda sociedad. De esa forma se le relativizaba y se sancionaba sutilmente el equilibrado «estado natural» social. La antropología de la violencia, en el lado francés, con Clastres como principal mentor, ha invertido el argumento, al establecer la diferenciación entre la violencia ritual de las sociedades primitivas, seguramente «equilibrada», y la nuestra, la de las sociedades complejas, distorsionadora. En el fondo de ambos argumentos siguen estando a buen seguro Hobbes y Rousseau, con sus respectivos estado de guerra civil permanente y buensalvajismo. Concepción distinta la de la historia oral, que deudora de la disciplina histórica, concibe implícitamente el conflicto como motor y freno histórico dependiendo de las circunstancias, o sea como factor de avance o retroceso. De momento, ni la antropología se acerca al conflicto moderno, por temor seguramente a perder en la multitud conflictual el objeto delimitado de sus microestudios, arriesgándose consecuentemente a filosofar en demasía, ni la historia oral utiliza la rejilla fenomenológica para esclarecer la naturaleza del conflicto y de la violencia en sus expresiones concretas. Esta última disciplina suele emplear un mecanismo de exposición, que revela sus problemas metodológicos: la transcripción literal de los actuantes en un conflicto, evitando someterlo a análisis micro o macrosociológicos. Véanse, por ejemplo, al respecto las obras sobre España de R. Fraser, sobre la guerra civil, en las que una visión agonística y pasional predomina en buena parte de los testimonios, lo que en definitiva puede ser un buen recurso literario, pero un recurso discutible para los ensayos de síntesis científica. Cotidianidad, poder y conflicto nos parecen los tres lugares comunes inmediatos para la convergencia epistemológica y sur le terrain de la antropología y la historia basadas en fuentes orales. Otros horizontes irán emergiendo en el trayecto con certeza. Momentáneamente sería suficiente la convergencia de la antropología y la historia en el «estudio de casos», sustrato sin el cual no podremos renovar el aparato conceptual y soslayar las divagaciones apriorísticas. El debate de orden metódico le es común igualmente a las dos disciplinas: la objetividad o subjetividad de su producción que, a pesar del reclamo de la oralidad, tiene por fin último el libro, guardador supremo de la escritura. Al respecto, la antropología posestructuralista se pone a resguardo dando libertad casi plena a la mano del antropólogo, hasta el punto de volverlo indiscernible del literato; C. Geertz en, El antropólogo como autor, viene a decir: «[La etnografía] se trata de una obra de imaginación, menos extravagante que la primera y menos metódica que la segunda. La responsabilidad de la etnografía, o su validación, no debe situarse en otro terreno que el de los contadores de historias que la soñaron». La historia oral, tras los excesos estadísticos, interpretativos y literarios, limita el rol de historiador al de un amanuense, o mejor notario de acontecimientos que narrados por los actores él entrecomilla. Ciertamente en los dos mejores manuales introductorios que poseemos, el de Thompson y el Joutard, no se hace ninguna recomendación técnica sobre el sistema de escritura, pero en el conjunto de los estudios de historia oral se ha impuesto el entrecomillado y la transcripción literal como fuente de validación esencial del discurso. El rol del autor tiende a ocultarse más en el caso del historiador que en el del antropólogo con unos resultados ciertamente discutibles. Abundando en el caso andaluz. Entre tres de los libros clásicos de la ciencia social contemporánea en Andalucía, poseemos ejemplos de formas de acercamiento y tratamiento de la fuente oral sustancialmente diferentes. G. Brenan, no tiene más pretensiones, conforme a la tradicional literatura de viajes seguida de observaciones etnográficas, que dar rienda suelta a sus impresiones literarias; desde ese punto de partida, aunque se recurre a su Al sur de Granada como a libro de antropología, nadie cuestiona los mecanismos de su subjetividad literaria. J. Pitt-Rivers, por contra, ha recibido las más severas críticas por cuanto, habiendo seguido en lo sustancial el rol de Brenan, es decir del viajero extranjero, tiene pretensiones de cientificidad etnográfica; su texto, menos atractivo literariamente, no recibirá críticas por ello, sino por sus fallas de contenido. Finalmente Fraser, en Mijas, después de curarse en salud criticando a la bête noir de Pitt-Rivers, se limita al papel de entrevistador-transcriptor. Hemos asistido a un devenir más objetivo y menos impresionista de los estudios rurales en Andalucía, en el paso del viaje etnográfico a la monografía de antropología social y de ésta a la de historia oral, y sin embargo el resultado desde el punto de mira intelectual no parece todo lo sólido que prometía. Con seguridad, el antropólogo como autor deberá volver sobre el par ciencia/arte para inscribir su propia obra literaria. ¿Acaso no tienen pretensiones de artisticidad las obras de Lévi-Strauss, la tetralogía de las Mitológicas, cuando utiliza inclusive el esquema musical wagneriano para su exposición? La empeiría para Lévi-Strauss no consiste en otra cosa que en la huida de la abstracción de la antropología kantiana, y en sí misma ella no niega la artisticidad. Acaso, la negación de la totalidad cientifizante nos devuelva a la poiesis cuando se asevera: «El sabio no es el hombre que suministra las respuestas verdaderas: es el que plantea las verdaderas preguntas». En líneas generales, la antropología posee una genealogía, una teoría y un corpus documental, que evidentemente la casi recién nacida historia oral no tiene, por más esfuerzos, sobre todo genealógicos, que sus padres fundadores hagan para darle la pátina de la antigüedad. La superioridad conceptual de la antropología es clara, y sin embargo, la historia oral mantiene la suya en un punto que nos parece esencial para el futuro de una disciplina humanística: la ética. Al renunciar en la mayor parte de los casos a teorizar, la palabra de los informantes fluye entrecomillada y con menos criba en manos del historiador; inclusive se mantiene nombre, edad y profesión del informante a pie de página, lo que no ocurre ni por asomo en los estudios antropológicos, donde se oculta a los actantes sociales con nombres ficticios, con el sano fin inicial de no desnudarlos en la plaza pública. Sabemos que el informante no hablará igual si lo hace con conciencia de publicidad, que cuando lo hace oculto tras el velo de las técnicas de interrogación antropológicas. Pero también sabemos que social y éticamente los actantes acaban sustrayéndose al bastidor del teatro anónimo y finalmente con él reclaman su nombre, y con este su condición de protagonistas. Debate sobre el que también podrán converger las dos disciplinas, siquiera para negarse los argumentos mutuamente. Mas, junto a las
convergencias de objeto de
estudio, existen igualmente divergencias sustanciales entre
antropología
e historia, entre ellas posiblemente la más importante el
dominio
del concepto de temporalidad, de difícil resolución por
cuanto
la combinación de sincronía y diacronía,
presentadas
en una suerte de tempo en espiral --ni lineal, ni circular, ni
estructural--
exigiría tal grado de conocimientos empíricos, de egos
cognitivos,
que hoy por hoy no parecen estar al alcance de la mente humana,
limitada
y unidireccional en lo cognitivo. Por ello la antropología no
puede
apuntar, a pesar de que los vientos le son favorables actualmente, a
engullir
a la historia. Puede, eso sí, aspirar a superar las aversiones
entre
disciplinas, sobre bases conceptuales y técnicas. Procurando a
la
vez hacer buena literatura de su producción científica.
Recuerden,
no más, que los autores que en uno y otro campo de conocimientos
han trascendido emplearon técnicas plenamente literarias. III. La técnica en la investigación de las fuentes orales Feyerabend se ha convertido en nuestra época en el máximo mentor de lo que él mismo ha denominado «la teoría anarquista del conocimiento». Con ella y con su posición contra los metodólogos per se, Feyerabend se está pronunciando frente al mundo de las pócimas milagrosas y los especialistas; tal para cual, de éstos opina que han «decidido conseguir preeminencia en un campo estrecho a expensas de un desarrollo equilibrado». Las pócimas milagrosas, deducidas del discurso del especialista, estarían fundadas a su vez en el supuesto de la progresión lineal del conocimiento científico, concebido como una acumulación de descubrimientos indiscutibles; la preeminencia de la experiencia, de la empeiría y de la «objetividad» formaría parte del «pensamiento industrial», tanto burgués como no, que ha impuesto una dialéctica hegeliana sin retorno. Quedaron, pues, excluidos del mundo de la ciencia la intuición, la abstracción y la «subjetividad»; si acaso configuraron el mundo de las «artes». Decía Feyerabend: «La plausibilidad intuitiva (...) fue una vez considerada como la guía más importante para la verdad; pero desapareció de la metodología en el momento mismo en que la intuición fue sustituida por la experiencia». Y sin embargo, en cuanto penetramos mínimamente en la historia de la ciencia, observamos hechos como el siguiente: en la república de Weimar los científicos hacían profesión de fe anticientífica y por ende los físicos antiteoría de la relatividad, por el descrédito que las ciencias experimentales tenían en el mundo de los pensantes. La causalidad provocada por la acumulación cognitiva deberá ser equilibrada por la casualidad y por la circunstancia histórica (Forman 1984). Nosotros preferiremos, en nuestra exposición, la expresión técnica a la de metodología, por la asociación que esta tiene con el pensamiento progresivo, experimental y lineal. Téchne para los griegos de la antigÜedad y en especial para Aristóteles «comienza cuando con un gran número de nociones (dispersas) suministradas por la experiencia (empeiría) se forma una sola concepción general que se aplica a todos los casos semejantes» (Aristóteles, cit. por E. Grassi). Muy cercana a esta noción puede hallarse la poiesis, sobre todo en Platón, como ascesis intuitiva, artística. «La poiesis artística y técnica --resume Grassi-- tienen en común, entonces, la circunstancia de que producen algo, pero no revelan un mundo universalmente motivado, una razón universal. La poesía se distingue de la téchne en que nunca crea sobre la base del conocimiento; la téchne, en cambio, lo hace por medio de un conocimiento que, claro está, es un conocimiento parcial». Decíamos que en punto a la experiencia y a la intuición, poiesis y téchne se acercan; pero en todo caso la «metodología» no existe, ni en el mundo del arte ni en el de la ciencia. Un inciso: seguramente la historia oral por la simpleza inicial de algunos de sus practicantes es un recurso fácil para los pedagogos. Casos afamados son los de las revistas escolares de historia oral de gran éxito, incluso de ventas comerciales, en Estados Unidos. Por nuestra parte consideramos que esos experimentos carecen de validez científica, y si tienen alguna debe serlo en el terreno de la experimentación pedagógica. Obras como la recientemente vertida al castellano de Sitton y otros bajo el título de Historia oral. Guía para profesores parecen responder más que a un interés científico riguroso a «estrategias blandas» de educación, hoy tan en boga. Vayamos al encuentro de las técnicas en historia oral. La entrevista es a la historia oral lo que la observación participante a la antropología. Ambas, entrevista y observación participante participan del carácter ritual del trabajo de campo, y constituyen un más allá de la técnica en cuanto son productoras de sentido intelectual, o sea de poiesis. Dejaremos de lado los intríngulis de la observación participante suficientemente conocidos en los medios antropológicos, para abordar la entrevista productora de documentación histórica oral. Es curioso que los artículos técnicos sobre cómo abordar una entrevista tengan un papel tan relevante en las revistas especializadas en historia oral; según el catálogo elaborado por The Brithish Library en 1990, sobre un total de 2.132 libros y artículos publicados en inglés de historia oral, alrededor de ciento cincuenta se referían exclusivamente a técnicas. Una proporción apreciable que nos indica que la historia oral se encuentra en una fase de introyección a la búsqueda de su método, considerado como un elemento distintivo. Comparativamente en el mundo de la antropología pocos son los trabajos de técnicas, en proporción a las monografías y estudios de campo que en los últimos treinta años se han producido; en cierta forma ha asimilado y codificado su técnica: observación participante y cuaderno de notas serían los pilares identificatorios de la etnografía de campo. Pocos debates se establecen al respecto, si acaso en el mundo académico se ve la necesidad de expandir las técnicas entre el alumnado; ello presupone solidez estructural del edificio antropológico. Hasta una obra como la de Oscar Lewis, básicamente observacional y estilísticamente literaria, resulta poco discutible en cuanto a técnicas, aunque sí en lo referente a resultados; pero ello es lógico. Cuando el prologuista de Antropología de la pobreza, Oscar La Fargue, dice: «durante un número considerable de años, Oscar Lewis ha experimentado y perfeccionado una técnica muy importante para el reportazgo etnológico. Esto es, el reportazgo del momento, y hasta donde es posible, de la observación total de la vida doméstica en la comunidad y en series de comunidades afines», equívoca el verdadero alcance de la obra de Lewis, que es más conceptual que técnico, puesto que descubre un nuevo objeto, la marginalidad urbana, y no una nueva técnica, cuya novedad nunca llega a convencernos. El historiador que recurre a las fuentes orales no considera pertinente la observación participante, por cuanto es una técnica cualitativa e intensiva. Sólo cuando aborda el género de la «historia de vida», que en definitiva es una suerte de biografía, las técnicas etnológicas le resultan de alcance. El primer paso para la realización de una entrevista de historia oral consiste en la documentación previa; no se puede ir in albis a una entrevista de ese tipo, puesto que las preguntas excesivamente genéricas provocarían no sólo una hostilidad del entrevistado, sino también respuestas vagas. Esa documentación previa, para un antropólogo puede venir de la observación participante, pero para un historiador habrá de serlo a través de documentos escritos --archivos e historias locales--; un buen sistema, que nosotros utilizamos en Macael, pudiera ser llevar a la vez las tres técnicas: archivo, observación participante y entrevista formal. Se recomienda para estos tipos de entrevista la adopción de la distancia cínica, como la llama Magnus Berg, sin mostrar excesiva simpatía o antipatía por el entrevistado o su historia. P. Thompson, al comparar la entrevista con una sesión de psicoanálisis, con efectos para el narrador que rememorará acontecimientos semiconscientes, olvida que el entrevistador debe actuar conforme a las técnicas psicoanalíticas, siendo sólo un elemento conductual del discurso del entrevistado; o sea, cuanto menos se haga notar mejor. He aquí la auténtica «distancia cínica» subordinada al arte de la interpretación e investigación, aunque no por ello con pérdida de la sustancia humanista: «He de recomendar calurosamente a mis colegas --escribía Freud-- que procuren tomar como modelo durante el tratamiento psicoanalítico la conducta del cirujano, que impone silencio a todos sus efectos e incluso a su compasión humana y concentra todas sus energías psíquicas en su único fin: practicar la operación conforme a todas las reglas del arte». Lo único que devuelve al entrevistador a su condición de observador participante, y lo aleja de la técnica psicoanalítica, es la ausencia consciente de finalidad terapéutica. Puesto que la técnica de entrevista en historia oral se halla a medio camino de la entrevista sociológica cerrada y la entrevista informal antropológica, la técnica más recurrida es la llamada entrevista semiestructurada de final abierto. Con unas notas basadas en una documentación previa se orientará la conversación, teniendo muy en cuenta la personalidad, formación y estatus del entrevistado. Junto a la grabación, que deberá ser transcrita lo más pronto posible, para reproducirla por escrito con la mayor viveza contextual, se hará un ejercicio no sólo de técnica oral psicoanalítica, sino también de observación proxémica, al estilo de E. Hall. Al adoptar la proxémica, o lo que es lo mismo la contextualización comunicacional de los códigos evidentes, Hall pone en circulación un principio aparentemente obvio, pero que había sido dado de lado por muchos comunicólogos, especialmente lingüistas: o sea el contexto, y dentro de él el lenguaje cinético. In concreto afirmaba Hall: «El problema no radica en el código lingüístico sino en el contexto, que da lugar a que varíen las proporciones del significado». La historia oral no sabe exactamente cómo situar el contexto en la entrevista, y este es uno de sus problemas básicos; suele recurrirse a recomendaciones de sentido común del género «cuando veas molesto a un informante no debes continuar tu entrevista». Las técnicas de lectura y descodificación, por ejemplo del lenguaje gestual, especialmente si se trata de otra cultura, no parecen estar de momento al alcance formativo de los historiadores orales. Así no puede dejar de extrañarnos la simpleza de algunos historiadores como Gabriele Rosenthal cuando se sorprenden ante la reacción de un anciano judío --por regla general los judíos, como demostró en su análisis proxémico David Efrón, son buenos comunicadores gestuales--, cuando ante su insistencia se negó violentamente a contestar sobre su vida en la Alemania nazi, asunto que había de resultarle absolutamente desagradable como bien podemos imaginar. Quizá esa falta de entrenamiento responda a las debilidades técnicas y conceptuales de la historia oral, situada según Ph. Joutard en un confuso terreno entre «la historia de los historiadores (...) y la historia mucho más difusa de las memorias orales», sin una técnica de campo desarrollada. Con seguridad el mejor entrenamiento del historiador oral y las mejores recomendaciones provendrán de experiencias de campo razonadas a posteriori; un buen ejemplo, el mejor que conozcamos, es el artículo de Ronald Fraser «La formación de un investigador», en el que expone adecuadamente varias situaciones contextuales resueltas prácticamente a lo largo de su vida de entrevistador. En este orden la antropología parece más receptiva a la proxémica. Así la propia crítica establecida sobre la reificación de la tradición oral en corpus literarios --romanceros, antologías, «tesoros», refraneros, etc.-- más o menos afortunados, ha dado lugar a un progresivo incardinamiento de los estudios de oralidad en el contexto comunicacional (H. Velasco). Igual ha venido a ocurrirle a los dialectólogos. Son varias disciplinas sociales las que procuran aprehender el hecho comunicacional completo, lo que no es ajeno al avance en las técnicas de registro audiovisual. Una evolución conceptual y material: de la libreta a la grabadora, y de ésta al vídeo; de las grafías a la voz, y de ésta a la voz, el gesto y la situación. Una de las técnicas de recogida de datos determinada ya conceptualmente es la «historia de vida». Ya que ha sido abordada aquí específicamente, nosotros señalaremos únicamente un par de rasgos que inciden plenamente en nuestra crítica del método. Dos hechos parecen marcar el auge de las historias de vida; de un lado, el «que muchos sociólogos se sienten insatisfechos con los métodos cuantitativos», como subraya M. Catani; de otro, al decir de Pierre Bourdieu, «es significativo que el abandono de la estructura de la novela como relato lineal haya coincidido con el cuestionamiento de la visión de la vida como existencia dotada de sentido, en el doble sentido de significación y dirección». F. Raphäel escribió asimismo de regusto pasadista en la tendencia a las «historias de vida». El nouvelle roman, la novela psicologizante y experimental, acabaron con un género de expresión propiamente burguesa como era la novela, cual narración en tercera persona. El efecto psicológico producido por obras del estilo de madame Bovary, en la que se cuenta la vida de una mujer cualquiera devenida heroína, no deja de asemejarse a las historias de vida de la gente común, cuyo transcurrir, aparentemente gris, contado adquiere gran dramatismo. El peligro de las historias de vida, y con ello acabo esta pequeña digresión, reside en la falsa sensación de que estamos recuperando la «verdad» de la historia con la gestalt de los individuos. Además, encierra una comodidad intelectual propia del «pensamiento débil» contemporáneo, como es la de no tener ni que analizar con mecanismos teoréticos la historia, ni tener que hacer un ejercicio de imaginación como en la buena novela, para inventar el argumento. Basta con enchufar la grabadora, transcribir, seleccionar y embellecer literariamente la biografía contada; el colmo en la materia es cuando se recurre a un solo informante. Esta modalidad fue empleada con especial fruición hace pocos años. Lo anterior no quiere decir ni por asomo que en el mundo de los practicantes de la historia oral no se persiga y se consiga un avance conceptual. Recuerdo como ejemplo de aquellos trabajos que recientemente he leído y más me han impactado por su alcance los de Alessandro Portelli sobre el caso «7 de abril» en Italia, o sea sobre el uso del testimonio oral por la judicatura italiana en los juicios contra terroristas, y el consagrado a Luigi Trastulli, un obrero muerto en la posguerra mundial por motivos que luego quedaron envueltos en la mentira compartida de sus propios compañeros. En todos ellos justamente la investigación no ha perdido su carácter de búsqueda de segundos y terceros códigos. Hace poco, cuando visitaba uno de los pocos archivos orales que se están constituyendo en España quedé sorprendido al hallar a sus investigadores ocupados en la transcripción de los fondos; labor ya entonces inabarcable, y que en el futuro lo será más. La razón es varia, pero la principal las dificultades de conservación que presentan todavía hoy día las cintas magnetofónicas; parece imponerse, cruel venganza de la «galaxia Gutenberg», que el soporte papel es el que ofrece mayores garantías, mientras el índice de acidez de su composición así lo permita. En definitiva, mal que bien la ficción de la fuente oral termina en los estantes en forma de libro: se hace hablar para escribirlo, para imprimirlo. Los archivos orales constituyen el mecanismo de urgencia para generar las transcripciones, y suplir la ausencia de «vida» en la documentación que generan los Estados. Una última imagen gráfica: consulten una acta capitular de una época de grandes pasiones públicas y obtendrán un cuadro movido y colorista; consulten otra de una época donde pesa la convención y la aquiescencia, forzada o no, y contemplarán puros formularios. En nuestra época, con la grabadora, el vídeo y la fotografía a nuestro alcance hemos sentido la necesidad, la angustia, de librarnos a la conservación de los testimonios. Sea cual sea el
desarrollo propio de cada
disciplina, lo que parece evidente es la formación de un espacio
epistemológico en torno a la oralidad, que está
permitiendo
la confluencia transdisciplinar, tantas veces invocada
programáticamente
en el pasado y en tan pocas ocasiones lograda en el terreno de los
hechos.
Lo oral pisa fuerte.
Abeles, M. Berg, Magnus Bourdieu, P. Efron, D. Ferrarotti, M. Forman, P. Fraser, R. Freud, S. Geertz, C. González Alcantud, J. A. Grassi, E. Hall, E. T. Joutard, P. Langness, L. L. Lévi-Strauss, C. Lewis, I. M. (coord.) Lewis, O. Llobera, J. R. MacLuhan Perks, R.(coord.) Portelli, A. Raphäel, F. Robin, Regine Rosenthal, G. Sazbón, J. Sitton, T. (y otros) Thompson, P. Vansina, J. Velasco, H. M. |
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