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Ernest Gellner publicaba, en 1987, una obra importante titulada Cultura, identidad y política, especificando con el subtítulo de la misma el objetivo fundamental de su reflexión: «El nacionalismo y los nuevos cambios sociales». Pocos años después, se produce un acontecimiento de transcendental importancia para Europa y para el conjunto de la sociedad internacional: la emergencia de un nuevo proceso nacionalista como consecuencia de la crisis y desarticulación posterior de la URSS. Coincidiendo con este proceso, la polémica nacionalista se reactivó en el Estado español, con especial relevancia en Euskadi y Cataluña. En este contexto, la concepción solidaria del nacionalismo andaluz, cuyos orígenes no pueden desligarse de la influencia histórica del pensamiento ilustrado, ofrece una perspectiva significativa como referente de un nuevo marco posible para la teorización. Es en un texto fundamentalmente filosófico de Blas Infante, al que prácticamente nadie hace referencia, La dictadura pedagógica, donde se puede comprender la lógica articulante que inspira todos los textos políticos del primer pensador nacionalista andaluz. Lectura cuyo significado histórico se puede desvelar, haciendo comprehensible su aparente complejidad, si se efectúa su análisis desde la perspectiva sociocultural que fundamenta la coherencia interna del texto kantiano Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos de filosofía de la historia (1). Para justificar nuestro punto de partida, consideramos necesario realizar un estudio comprehensivo-explicativo de ambas obras, estableciendo su mutua participación esencial en un esquema filosófico común, tras verificar la homología radical de ambos pensamientos a través del significado fundamental de su correlación sintética conceptual. Muestra elegida, no por azar o arbitrariamente, sino como resultado de una hipótesis que consideramos plausible: interpretamos ambas obras como exponentes sintomáticamente significativos, en estos dos autores, de una misma visión estructurante del mundo, de la que surgió una filosofía concreta racional de la historia, ampliamente extendida en el transcurso de los dos últimos siglos. Filosofía de la historia que, de hecho, articula, como esquema dinámico, diferentes formulaciones, concretizadas, en el ámbito de diversas coyunturas espacio- temporales, como propuestas político-jurídicas específicas. La validez o no del método que aplicamos se somete así a la prueba empírico-racional de la verificación del análisis y la contrastación de sus resultados. El porvenir, como creencia esperanzada y utópica en una perspectiva futura de transformación de la sociedad humana, y la ausencia de futuro, como negación de la historicidad misma, han generado como campo semántico, entre otros posibles, dos universos de discurso diferenciados, articulando entre sí dos formas de pensamiento distintas. Formas de pensamiento que podríamos denominar como prospectiva y progresista la una, y tautológica y conservadora la otra. Ambas podrían corresponderse, pero entendidas desde el punto de vista de la historia de la humanidad, con el concepto de paradigma que Thomas Kuhn atribuye a las revoluciones científicas. Paradigmas que, en el transcurso espacio-temporal de la evolución humana, nos puede servir como matriz interpretativa de los diferentes modelos en los que cada uno de estos paradigmas se materializan, implicando variaciones y transiciones internas con respecto a un mismo marco esencial referencial, interpretado éste desde una perspectiva histórico-filosófica de la historia de la humanidad, entendida como especie. Es este planteamiento, en modo alguno reduccionista ni determinista-mecanicista, el que nos puede permitir hablar con fundamento de discursos distantes en el tiempo y fenoménicamente diferenciados, como recurrentes paradigmáticamente, mucho más incluso de lo que sus propios autores probablemente estarían dispuestos a reconocer. Es por esta razón por la que nosotros nos atrevemos a hablar, con argumentos que consideramos razonables, de dos modelos de pensamiento concretos convergentes, el de Blas Infante y el de Kant. Refiriéndonos a esta relación específica, podríamos describirla como la de dos abscisas cuya matriz explicativa sería el parámetro evaluador de la Ilustración, que en Kant adquiere, en la perspectiva coetánea de la Revolución francesa, de la Gran Revolución, su expresión filosófica más profunda y radical. Es posible que, a veces, los distintos modelos en que se diversifica y materializa un mismo paradigma pueda dificultarnos y, a veces, ocultarnos su significado esencial, impidiendo que los árboles nos permitan ver el bosque. Este podría ser nuestro caso, si nos limitáramos a explicar el significado del pensamiento de un autor, recurriendo exclusivamente a la influencias inmediatas o mediatas que se manifiestan en la literalidad de sus textos, sin adentrarnos en el bosque conceptual de sus ideas, o incluso si nos atenemos exclusivamente a las propias opiniones de los mismos autores. Diversidad temática y variantes subtemáticas abundan en La dictadura pedagógica, para poder realizar estudios monográficos sobre cada una de ellas. No es esa nuestra intención, en esta ocasión. En concreto, la pregunta significativa para nosotros, a la que pretendemos responder, es ésta: ¿Constituye La dictadura pedagógica una obra que corresponde exclusivamente a un pasado determinado, todo lo interesante, valiosa o defectuosa que queramos considerarla según el marco referencial desde el que la evaluemos; pero, en resumidas cuentas, formaría parte exclusivamente de la historia pasada? o, por el contrario, ¿sigue teniendo actualidad? Y en este último aspecto, en caso afirmativo, ¿en qué consistiría dicha actualidad? Pregunta que, desde nuestra perspectiva, equivaldría a plantearse la siguiente cuestión: Para la sociedad de la última década del siglo XX y para el futuro de la humanidad, ¿sigue teniendo plena vigencia y sentido la visión del mundo ilustrada, que expresándose como teoría filosófica en los iluministas, fundamentándose en una concepción iusnaturalista, se transformaría en «eficacia práctica» con la revolución francesa? «Eficacia práctica» que adquiriría, a su vez, la garantía de la «eficacia jurídica» con la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano proclamada por la Asamblea Nacional de París, el 26 de agosto de 1789, como uno de los frutos de la revolución francesa, convirtiéndose, desde entonces, en derecho positivo del ciudadano. El 10 de diciembre de 1948, tras la segunda guerra mundial, la Asamblea de las Naciones Unidas proclamará la Declaración universal de los derechos humanos, a partir de la cual el derecho positivo del ciudadano se universaliza como derecho positivo del hombre, convirtiéndose en ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse (Bobbio: 67-69). El artículo 30 con el que finaliza la declaración universal expresa claramente: «Nada en la presente declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al estado, a un grupo o a una persona, para emprender y realizar actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración». Sin embargo, como indica acertadamente Norberto Bobbio, «la Declaración Universal representa la consciencia histórica que la humanidad tiene de sus propios valores fundamentales en la segunda mitad del siglo XX. Es una síntesis del pasado y una inspiración para el porvenir; pero sus tablas no han sido esculpidas de una vez para siempre» (Bobbio: 72). Es cierto que no podemos afirmar el ocaso definitivo de la idea de regreso; pero no es menos cierto también que, al ser estos ideales aceptados por un gran número de estados y asumidos cada vez más conscientemente por una parte muy importante de la humanidad, podamos pensar y creer en la posibilidad de un progreso moral de la sociedad hacia mejor, tal y como Kant, muy pocos años después de la revolución francesa, 1796, lo expresó en su Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor. Prueba de ello son las sucesivas declaraciones y pactos que han sucedido y sucederán razonablemente a la Declaración Universal, uno de cuyos hitos lo constituyen, entre otros, el Pacto de derechos económicos, sociales y culturales y el Pacto de derechos civiles y políticos del 16 de diciembre de 1966. Es importante destacar, de cara a la valoración que estamos intentando realizar sobre la actualidad del pensamiento de Blas Infante en La dictadura pedagógica, el artículo 10.2 de la Constitución española de 1978, que afirma explícitamente: «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de los derechos humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España». El proceso democrático iniciado recientemente por los, hasta hace muy poco, denominados países del Este, asumiendo como compromiso público el respeto de los valores contenidos en la Declaración universal de derechos humanos, constituye un nuevo paso en la extensión y generalización progresiva de los ideales ilustrados. Aunque, al mismo tiempo, evidencia también las contradicciones concretas de la sociedad internacional y las dificultades que implica este escabroso y, a la vez, necesario proceso, hasta su posible culminación en una verdadera solidaridad entre todos los pueblos y naciones de la tierra, garantizada, a nivel mundial, por la existencia efectiva de una auténtica universalidad del estado individual y social de derecho. Después de estas consideraciones, podríamos apresuradamente concluir que La dictadura pedagógica es sólo un documento histórico, aunque tal vez más reciente que otros documentos conservados en archivos y bibliotecas, máxime después de no realizarse, en aquel momento, su previsión de la posible universalización a nivel planetario de la «dictadura del proletariado», de la que dependería, según su autor, el éxito de las tesis expuestas, entonces, en La dictadura pedagógica. «Rusia --indicaba Blas Infante, en la introducción a dicha obra--, aislada y combatida por la Liga de las naciones burguesas, afirmará dentro de sí la revolución, y se lanzará sobre el mundo entero. Y aunque, accidentalmente, pudiera ser vencido ese sistema revolucionario en Rusia, los gérmenes que lanzó al mundo oriental y occidental, volverán a florecer en un triunfo universal y relativamente definitivo de su revolución. Por esto, si no llega a constituirse una fuerza privativa, no cualificada, con adjetivo alguno de clase, que levante e imponga la afirmación de las orientaciones señaladas, en las líneas siguientes [se refiere al texto de La dictadura pedagógica], nuestra esperanza de que sean acogidas alguna vez están puestas --concluye Infante-- en la influencia que ellas puedan ejercer sobre los hombres de la dictadura del proletariado» (Infante 1989: 14-15). Afirmación que contrasta con el significado filosófico de sus propias palabras explicitadas unas páginas antes. Blas Infante se interroga si la «dictadura del proletariado» podría llegar algún día a crear el alma de lo que él denomina la sociedad comunista, claramente diferenciada del carácter economicista y no histórico-filosófico de la dictadura del proletariado. A lo cual responde taxativamente: «Indudablemente no». La razón fundamental de su argumentación consiste en afirmar que el «alma de la sociedad socialista no puede ser obra de un poder ordenado por la conciencia particularista de una clase social. Como obra conducente al cumplimiento de los destinos de la humanidad, ha de ser animada por la amplia inspiración de la consciencia de la vida humana, vinculada no por individuos de la especie acicatados por el estrecho imperativo de la conciencia de una clase social, sino por el de la humanidad entera» (Infante 1989: 12). Lo que difícilmente Blas Infante podría reconocer entonces es que la sociedad «comunista» que él propugnaba como realización del desarrollo del «alma comunista» y la dictadura tanto del proletariado como la que igualmente, con más vehemencia aún denostaba como «dictadura burguesa», correspondían a dos variables reales -dictadura del proletariado y dictadura burguesa- y a una posible, sociedad comunista, correspondientes a un mismo sistema de filiación ideológico: la Ilustración. Sólo que la posibilidad de realización de la sociedad comunista que se correspondería con lo que Kant denominó sociedad cosmopolita, se vislumbraba en un «futuro remoto» --dice Kant-- e Infante hace referencia al «largo camino de siglos que de aquel fin nos separa». Sin embargo, a pesar de la posible realización de este proyecto a muy largo plazo, «y que aunque fuese una gran distancia secular, la que viniese a mediar entre el grado de evolución actual del espíritu humano, en orden a la creación del alma, de la sociedad comunista, y el correspondiente a la existencia real de este alma, siempre los hombres, indica Blas Infante, que por este fin a laborar llegasen, habrían de gozar de sus bienandanzas» (Infante 1989: 204). Intentemos releer La dictadura pedagógica desde la perspectiva histórico-crítica kantiana que anticipa imaginativamente a priori el porvenir; pero no de manera arbitraria y gratuita, sino con un fundamento empírico significativo, cuya racionalidad prospectiva adquiere, para él, su validez en el carácter extraordinariamente revelador de un suceso histórico que, por su excepcional relevancia, generaría la dialéctica de una lógica histórica indefinida y, en cuanto tal, eterna. Este acontecimiento fue, para Kant, la revolución francesa, que consiguió concitar sentimientos y aunar voluntades más allá de las fronteras de la nación de origen y cuya herencia, el estado de derecho, constituye ya un valor ampliamente aceptado en nuestro planeta, materializado fácticamente como consenso generalizado. Al ser la revolución francesa considerada por Kant como acontecimiento, es decir, como signo real anticipador del porvenir, como signo, por tanto «profético» de lo que Kant denomina razonablemente «historia profética de la humanidad», entendida ésta como especie humana, y no, desde un punto de vista exclusivamente individual, constituye, al mismo tiempo, una interpretación teleológica de la actividad histórica de los hombres. Historicidad que implica, a su vez, el reconocimiento de que toda motivación, explícita o implícita --consciente o inconsciente-- siempre juega un papel importante en la realización de nuestras acciones. O lo que es lo mismo: el reconocimiento de que la finalidad constituye una causa real de nuestras conductas, a veces más decisiva que el pasado y que el propio presente. Insistimos, por tanto, una vez más, que si releemos La dictadura pedagógica desde la perspectiva kantiana de Ideas para una historia universal en clave cosmopolitay otros escritos sobre filosofía de la historia, una vez comprendida la coyunturalidad de su constructiva formal, estaremos en condiciones de captar la verdadera filosofía que subyace en su obra y que, por tanto, sigue teniendo plena vigencia actualmente, al converger esencialmente, desde un punto de vista significativo, «histórico profético», con la filosofía histórica que se pone de manifiesto en la obra kantiana a la que nos estamos refiriendo. Filosofía que no es otra, como ya hemos indicado, que la que constituye la coherencia interna del proceso dialéctico ilustrado; proceso constante y progresivo, consistente en movimientos estructurantes y desestructurantes permanentes, más o menos próximos o alejados espaciotemporalmente. Aunque el universo conceptual del discurso ilustrado, genéticamente hablando, podríamos sintetizarlo en su formulación revolucionaria de libertad, igualdad, fraternidad, desde un punto de vista comprehensivo, genético-estructural, es más rico y variado. Sin embargo, podemos afirmar que el elemento esencial estructurante de esta lógica paradigmática no puede ser otro que la libertad, sin la cual la filosofía ilustrada perdería su coherencia interna conceptual y su potencia, por tanto, revolucionaria. Libertad que, por otra parte, sólo es efectiva, siempre desde el paradigma ilustrado, a través de la mediación fáctica, no sacralizada, de la producción para el mercado, realidad que exige previamente la existencia de una propiedad privada, que pueda garantizar, de hecho, el carácter radicalmente autónomo de la libertad individual (Goldmann 1968), fundamento del estado de derecho, y por tanto, de toda sociedad civil democrática. Es a partir de esta interpretación de la libertad, como únicamente constituye «un fin en sí mismo» y debe «ser valorado como tal por los demás y no ser utilizado meramente como medio para otros fines. En esto (...) está enraizado el fundamento de la absoluta igualdad de los hombres» (Kant 1987: 64-65), afirma Kant. Por esta razón, la libertad individual sólo puede tener como límite la libertad de los demás, condición necesaria para que todos puedan ser igualmente libres. Así, el cumplimiento de las leyes que los individuos libremente se dan a sí mismos, de forma inmediata o mediata, garantizará el ejercicio efectivo de los derechos positivos en el ámbito interno de un estado de derecho en igualdad para todos los ciudadanos, transformando, a su vez, la igualdad en solidaridad entre cada uno de los ciudadanos igualmente libres y, por lo tanto, unidos solidariamente por los mismos derechos. Solidaridad que únicamente será posible a través del respeto permanente de todos los derechos que garantizaría la existencia de una paz duradera. Sin embargo, para que los ciudadanos de un país puedan disfrutar de una paz estable y permanente habría que erradicar, según Kant, la posibilidad de guerras de agresión entre los diferentes estados del planeta. Para lo cual debe esperarse y exigirse por parte del hombre «...una sabiduría negativa, a saber, el darse cuenta de que la guerra representa el mayor obstáculo para la moralidad, siendo preciso humanizarla poco a poco, para que cada vez sea un fenómeno menos frecuente y acabe por desaparecer en cuanto guerra ofensiva, con el fin de abrir el camino a una constitución cuya naturaleza, basada en auténticos principios de derecho, pueda progresar tenazmente hacia lo mejor sin desmayo» (Kant 1987: 99). La perspectiva de una desaparición progresiva de la guerra, que ampliaría los horizontes de un orden legal en las sociedades civiles basado en el derecho, «hasta que finalmente, según Kant, gracias en parte a la óptima organización de la constitución civil interna y en parte también a la legislación exterior fruto de un consenso colectivo, se alcanzará un estado de cosas que, de modo similar a una comunidad civil se conserve a sí mismo como un autómata» (Kant 1987: 15), culminaría en la erradicación total de la guerra de nuestro planeta, dado el elevado riesgo que implicaría si ésta llegara a producirse agresivamente, entre otras razones por la interdependencia económica existente entre los diferentes estados, decía Kant, (y por la catástrofe que actualmente podría suponer la utilización de armas nucleares) llevó a que éste pronosticara, racionalmente, como una necesidad histórica de la humanidad, la constitución de «un estado cosmopolita universal en cuyo seno se desarrollen todas las disposiciones originarias de la especie humana» (Kant 1987: 20). Estado cosmopolita que no podrá ser el resultado exclusivo de una «unanimidad mecánica», sino que tendrá que estar basado en la evolución progresiva de la especie humana en su «perfección hacia lo mejor», es decir, «en un talante moral» (Kant 1987: 21). Sólo un estado cosmopolita podría garantizar en un futuro, en el «Porvenir», los derechos universales del hombre como futuro ciudadano del mundo. Sólo entonces podremos hablar del «reino de Dios en la tierra», de la verdadera unidad del hombre, como especie, con la naturaleza y de todos los hombres solidariamente entre sí. Sólo entonces también podremos hablar de una verdadera sociedad de hombres libres y creativos y de una paz perpetua. «Se abre --así-- una perspectiva reconfortante», afirma Kant, de cara al futuro (algo que no se puede esperar con fundamento sin presuponer un plan de la naturaleza), imaginando un horizonte remoto donde la especie humana se haya elevado hasta un estado en el que todos los gérmenes que la naturaleza ha depositado en ella puedan ser desarrollados plenamente y pueda verse consumado su destino en la tierra. Tal justificación de la naturaleza --o mejor de la Providencia-- no es un motivo fútil para escoger un determinado punto de vista en la consideración del mundo --concluye Kant--» (1987: 22). Y continúa Kant afirmando que «la naturaleza sigue aquí un curso regular, conduciendo paulatinamente a nuestra especie desde el nivel inferior de la animalidad hasta el nivel supremo de la humanidad» (Kant 1987: 15). Será el momento, entonces, en el que, con palabras de Engels, se habrá pasado del reino de la necesidad al reino de la libertad. Será también el momento en que el alma de la sociedad comunista, anunciada por Blas Infante en La dictadura pedagógica, se encarnará efectivamente en la auténtica sociedad comunista, es decir, en la «sociedad universal del futuro», basada en la fraternidad entre todos los pueblos. Por esta razón y fundado en la lógica de esta racionalidad histórica, que no sólo permanece viva en millones de hombres, dispersos por los cinco continentes, sino que progresivamente, como indica el mismo Kant, irá evolucionando y ampliándose en ese camino indefinido y, «en bloque» de la especie humana hacia lo mejor, que constituye «la historia moral (...) con respecto al conjunto de los hombres (universorum) reunidos socialmente y esparcidos en pueblos sobre la tierra» (Kant 1987: 80), podemos comprender el significado esencial del pensamiento histórico-filosófico de un pensador, como Blas Infante, orientado fundamentalmente a la práctica política. Coincidencia que podríamos cotejar aun más, haciendo un seguimiento paralelo de los textos de Kant y Blas Infante a los que reiteradamente nos hemos venido refiriendo. No tenemos tiempo para ello, en este momento; pero pienso que podría ser bastante ilustrativo el llevar a cabo esta tarea posteriormente. Sin embargo, permítasenos eludir esta correlación detallada citando un texto elocuente, al respecto, de La dictadura pedagógica: «Recuérdese --indica Blas Infante-- nuestros anteriores asertos, los cuales pueden resumirse así: Los hombres descuidan intensificar la propia vida del espíritu peculiar de cada uno, creadora de la vida, y su potencia genésica, para perpetuar esa vida en la especie, cuando en el sentimiento y en la inteligencia no se encuentra arraigada esta indudable verdad, la de que es aquella vida perpetuada por esta potencia, en la progenie, la que ha de realizar o de conseguir el destino de todo ser, la eternidad. Los términos son éstos: Vida creadora del espíritu: Posteridad, continuación, perfeccionamiento y triunfo de aquella vida: Eternidad. Son tres términos correlativos, tres conceptos encadenados: El primero se ordena naturalmente al último: El eslabón que unirá la propia vida, creadora de nuestro espíritu con la eternidad, es la propia progenie. Verdades sabidas serán todas éstas --continúa Infante--; pero al no ser consustanciales con el entendimiento y sentimiento integrales del ser, de modo que venga éste a formularlas como regla de su propia vida, en un imperativo clarividente y avasallador de su voluntad, es lo mismo que si desconocidas fueran» (Infante 1989: 202). Y continúa Blas Infante un poco más adelante: «Los hombres no llegan a percibir la trascendencia para su propia vida de un acto bueno, cuyo florecimiento ha de operarse en edades remotas de lo futuro. Y es que ignoran que la vida de la posteridad es su propia vida renovada, y que trabajar por ella es prevenir: es trabajar para la propia vida en lo futuro» (Infante 1989: 203). A veces, las palabras y las expresiones lingüísticas las interpretamos como cosas que ubicamos en el archivador de un tiempo pasado, como si se tratara de un museo de piezas muertas, porque hemos naturalizado el lenguaje, identificando el pensamiento con la coetaneidad externa de las formas en que suele expresarse. Lo que equivaldría a su vez a fragmentar la historia convirtiéndola en un puro anecdotario de sucesos desconectados entre sí y superpuestos. Esta actitud se corresponde con lo que hemos denominado al principio pensamiento tautológico y conservador. Para los que consideramos, por el contrario, que la anticipación del futuro constituye un elemento fundamental de la práctica humana, no podemos tampoco entender el presente sin comprender el pasado que se transforma en nosotros. Y desde esta última perspectiva, Kant y Blas Infante a través de sus respectivas obras --Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y La dictadura pedagógica--, siguen perviviendo en la actualidad; y leyendo, como hemos sugerido, La dictadura pedagógica a través de Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, entonces comprenderemos que su espíritu se mantiene vivo aún en los ideales de todos los demócratas del mundo que aspiran a una solidaridad y fraternidad universales, basadas en una auténtica paz duradera, construida sobre la realización evolutiva y progresiva del desarrollo y garantía de los derechos individuales y sociales de toda la humanidad, fundados en el valor absoluto y necesario de la libertad e igualdad entre todos los individuos que constituyen la especie humana. Tanto Kant como Blas Infante están convencidos racionalmente de que la especie humana, una vez que, a través de un lento y penoso proceso evolutivo creado por la naturaleza en nuestro planeta, llegó después de muchos siglos a tomar consciencia de su libertad, se abre una nueva etapa evolutiva para ella. Consiste en la superación progresiva del estado puramente animal, es decir, instintual, a través de la práctica de la libertad, que generará paulatinamente -en el «futuro», en el «porvenir»-, en un proceso que, de seguir exclusivamente su curso natural podrá durar siglos, la creación, para nuestra especie, del estado de humanidad como fase superior de un desarrollo necesario e ineludible. Es en este sentido en el que Blas Infante afirmará: «El dogma de la felicidad y bondad primitiva fueron desvanecidos. El hombre no había sido creado perfecto. El paraíso terrenal, entonces se vio en el fin, porque en el principio (...) en el período pleistoceno, o tal vez al fin del terciario, el hombre en el concierto primitivo de los bosques y las selvas, de las montañas y del mar, se descubrió como una nota salvaje más de la creación, avanzando hacia su perfeccionamiento sumo; hacia la meta de Dios, cuya voz en el sentido íntimo de la santa evolución clama y triunfa» (Infante 1989: 105). Pero la convergencia fundamental entre el pensamiento filosófico de Blas Infante y el de Kant --siempre referido al ámbito de las dos obras mencionadas--, consiste en la afirmación de la aparición histórica de la libertad como resultado del propio proceso evolutivo de la especie humana en el contexto evolutivo de las demás especies sobre nuestro planeta, es decir: como algo también natural, regido, al igual que las restantes formas vitales de la Tierra y del universo, por una misma ley de la naturaleza. Ley que puede manifestarse con modalidades diferentes en el conjunto infinito y eterno del mundo --expresado por Blas Infante por el concepto de vida universal, Dios, creación universal, y por Kant como Providencia--, en el aspecto de que el hombre podrá conocer el significado del sentido evolutivo de su propia especie a partir de la reflexión sobre la lógica y la dialéctica de la práctica de su libertad --individual y colectivamente--, pero nunca podrá comprender el fundamento vital que lo especificó como hombre en este planeta, porque radicalmente es un copartícipe de la vida universal manifestada específicamente en su singularidad biológica, evolutivamente inacabada y teleológicamente condicionada. En el contexto de la incomprensible «creación» dinámica y «eterna» del universo vital, el hombre tiene también regularmente marcado su rumbo por la dialéctica de su libertad viviente. Es por esta limitación radical individual --la especie sobrevive al individuo y éste se realiza en la especie--, aparte, por supuesto, también del carácter limitado de la propia existencia de los individuos, por la que ambos pensadores consideran que el pleno desarrollo de la especie humana --como especie que tiene consciencia de su libertad, o lo que es lo mismo, la perfección de la especie que consiste en la culminación de esta segunda etapa de su proceso evolutivo a la que se le considera, por tanto, como destino natural universal de la especie--, constituye, a su vez, la meta inevitable de esta misma especie, transformada progresivamente en una auténtica humanidad, con independencia de los obstáculos que puedan presentarse en el transcurso de su devenir que, en este caso, ocasionarían, además, grandes sufrimientos y calamidades a individuos, grupos, pueblos y estados. Por eso, esta meta, este fin (télos), se constituye en ideal racional de la especie humana y, por tanto, en algo valioso para el conjunto de los seres humanos; en algo digno de ser alcanzado y conquistado por todos los hombres. Algo por lo que merece la pena esforzarse y luchar y, por consiguiente, algo que, por su propia racionalidad, resultado de la dinámica específica de la dialéctica de la práctica de la libertad individual --Kant lo llama «antagonismo»--, constituye el fundamento último de todo derecho positivo, interno y externo, basado en el valor absoluto e irrenunciable de la libertad individual que, únicamente puede ser eficaz si todos los hombres son igualmente libres y que sólo podrá garantizarse por la práctica solidaria y fraternal de una libertad igualitaria, en el uso de los derechos y en el cumplimiento recíproco de los deberes. El deber se convierte, por tanto, en una fuerza espiritual, en una obligación moral ineludible que va más allá de las leyes concretas de un país determinado, de la estricta legalidad mecánica, porque su constreñimiento viene determinado por la imposición del perfeccionamiento vital final de la humanidad que actúa, en cuanto que ideal, como justificación motivadora de nuestras acciones. Y, también, de nuestras conductas, a veces contradictorias y ambiguas. El posible y progresivo perfeccionamiento jurídico de la sociedad y la consciencia cada vez más clara de la necesidad de un marco jurídico interestatal y, a la vez, supraestatal, que establezca un orden legal universal de acuerdo con la razón, es decir, de acuerdo con las reglas que libre e igualitariamente se dan los hombres, como colegisladores, para poder disfrutar de su propia libertad individual, no podría llevarse a cabo sin la validez universal de este principio de obligación moral. Deber moral, que adquiere su máxima expresión significativa en el imperativo kantiano y que se corresponde con el hecho de la comprensión racional de la realidad de la libertad como constitutivo natural de la realidad, a su vez natural, de la especie humana, en el sentido de que la libertad para que pueda ser ejercitada universalmente tiene que estar garantizada, al mismo tiempo, para todos los individuos. Kant afirmaba, con razón, que los únicos límites de la libertad individual consiste en la libertad de los otros. Y ese antagonismo entre la libertad formalmente ilimitada de cada individuo fundamenta la necesidad moral de un orden legal dentro de la sociedad, es decir, exige ser reglamentado, adecuarse a reglas que, en sí mismas, implican una superación del nivel instintual de los individuos, y, en este aspecto, es en el que Kant habla de racionalidad y razón: de cálculo con fundamento. Conciencia moral que, como la propia libertad, va también evolucionando progresivamente, posibilitando la materialización de ordenamientos jurídicos cada vez más justos, que permitirán garantizar, en el futuro, la plena libertad, igualdad y solidaridad de todos los individuos de la especie humana, que constituirán entonces la autentica humanidad. A la consciencia de esta obligación moral es a la que Blas Infante denomina «el alma de la sociedad comunista» que construirá en el «futuro» la auténtica sociedad comunista universal, sociedad, que sólo podrá considerarse como tal, si se fundamenta en una «constitución social» universal. Con una célebre frase --«si la libertad no sirve para nada, entonces ¿para qué sirve la revolución?» (Infante 1989: 47)--, Blas Infante entiende la revolución, igual que Kant, como progresiva evolución de la humanidad: «La finalidad natural de toda revolución es, en definitiva --indica Blas Infante--, la de vencer los obstáculos que vengan a detener el curso positivo de la vida hacia su fin. Una revolución verdadera no es más que un fenómeno de fatalidad de justicia: de libertad: de belleza: de encarnación de verdad, en una palabra: al ser artificialmente contenida, su necesaria evolución. Una revolución verdadera --continúa Blas Infante--, ha de conspirar por esto a alcanzar estas dos próximas reivindicaciones: igualdad: libertad: tras de las cuales están la paz y la felicidad individuales y colectivas, condición precisa de realización del destino vital» (Infante 1989: 47-48). Y matiza un poco más adelante el propio Blas Infante: «El desarrollo de estos dos conceptos --igualdad y libertad--, se acelera por la paz y solidaridad libre entre todos los seres humanos» (Infante 1989: 48). Y éste constituye el verdadero espíritu de lo que Blas Infante denomina «el alma de la sociedad comunista». Es ésta la única y verdadera perspectiva filosófica desde la que podemos entender la riqueza del pensamiento universal y universalista infantiano que inspira su concepción de un nacionalismo solidario andaluz: «Andalucía por sí; pero no para sí, sino para la Humanidad» (Infante 1989: 231). La sociedad comunista universal que preconiza Blas Infante como una necesidad ineludible de la especie humana, considerada desde un punto de vista natural, y en ello consiste la historicidad del hombre --«la historia humana no es más que la expresión de su vivir» (Infante 1989: 28), precisa Infante--, es la misma, desde un punto de vista histórico-filosófico, que la que Kant preconizara ya en 1784, en sus Ideas para una historia universal en clave cosmopolita. El propio Blas Infante reconoce implícitamente también la génesis ilustrada de sus conceptos esenciales --libertad, igualdad, solidaridad, paz-- cuando afirma en el mismo texto que citamos anteriormente sobre la revolución: «Insistamos sobre viejas ideas sencillas, precisamente por viejas y sencillas, despreciadas, sin consideración a su realidad evidente, por la cursilería intelectual contemporánea» (Infante 1989: 47), --léase hoy, por los nuevos filósofos, por los tecnócratas, por el liberalismo exclusivamente económico, por el positivismo y los falsos profetas del final de la historia--. Precisamente Kant, y en ello radica la validez y profundidad de su filosofía de la historia compartida esencialmente por Blas Infante, el que, a partir de su concepción de la historia del género humano como «historia profética», fue capaz de leer, como ya hemos indicado, el significado de la racionalidad histórica en un acontecimiento excepcional para la humanidad como fue la revolución francesa, al haberlo interpretado «como signo histórico (signum rememorativum, demonstrativum, prognostikon) y [que] pudiera demostrase así --según el propio Kant-- esa tendencia del género humano considerado en su totalidad, esto es, no en cuanto conjunto de individuos (pues eso daría lugar a una enumeración interminable) sino tal y como se encuentra esparcido sobre la tierra formando pueblos y estados» (Kant 1987: 87), avalado en su día por el «verdadero entusiasmo» que, según Kant, «se ciñe siempre a lo ideal y en verdad a lo puramente moral, como es el caso del concepto del derecho, no pudiendo verse jamás henchido por el egoísmo» (Kant 1987: 89), y cuya racionalidad está explícitamente ligada a la experiencia por fundarse en un consenso intersubjetivo y universal, precisando Kant: «demostrando así (por mor de la universalidad) un carácter del género humano en su conjunto, al tiempo que (a causa de su desinterés) un carácter moral de la especie humana, cuando menos en su disposición, que no sólo permite esperar el progreso hacia lo mejor, sino que ya lo entraña» (Kant 1987: 88). Fue el fundamento histórico-racional de estas ideas, el que le llevó en un texto anterior a la revolución francesa (Ideas para una historia universal en clave cosmopolita) a afirmar en su «Séptimo principio»: «El problema del establecimiento de una constitución civil perfecta depende a su vez del problema de la reglamentación de las relaciones interestatales y no puede ser resuelto sin solucionar previamente esto último» (Kant 1987: 13), es decir, la necesidad de crear «una confederación de pueblos, dentro de la cual aún el estado más pequeño pudiera contar con que tanto su seguridad como su derecho no dependiera de su propio poderío o del propio dictamen jurídico, sino únicamente de esa confederación de pueblos (...), de un poder unificado y de la decisión conforme a leyes de la voluntad común» (Kant 1987: 14). Y precisamente igual que Blas Infante fuera capaz de pronosticar la realización inevitable de una futura sociedad comunista universal, basada en una constitución social, reflexionando en un período de crisis de la humanidad, el período comprendido entre las dos guerras mundiales, en contra de la opinión generalizada de los defensores de lo que él denominó entonces «la dictadura burguesa» como de «la dictadura del proletariado», Kant advirtió, a su vez ya, en 1874: «por muy extravagante que parezca esta idea (...) constituye, sin embargo, la salida inevitable de la necesidad --en que se colocan mutuamente los hombres-- que ha de forzar a los estados a tomar (por muy cuesta arriba que ello se les antoje) esa misma resolución a la que se vio forzado tan a pesar suyo el hombre salvaje, esto es: renunciar a su brutal libertad y buscar paz y seguridad en el marco legal de una constitución» (Kant 1987: 14). Palabras proféticas de Kant que, una vez más insistamos en ello, demuestran la corrección y superioridad del método histórico-crítico, frente al burdo positivismo presentado como el único conocimiento científico enunciador del final del historicismo, como es el caso de Karl Popper, por no citar más que un personaje considerado de gran prestigio intelectual por una parte de la comunidad científica --lo que de paso evidencia las tendencias ideológicas conservadoras (y hay que decirlo claramente: seudocientíficas) de un sector abundante y cada vez más dominante de dicha comunidad científica («cursilería intelectual contemporánea», le llamaba Blas Infante). Palabras proféticas, científico-históricas decimos nosotros, que se han visto confirmadas ya, parcialmente por la Constitución de la asamblea de Naciones Unidas, por la Declaración universal de los derechos del hombre, por el Pacto de derechos económicos, sociales y culturales, y el Pacto de derechos civiles y políticos, por la Declaración de los derechos del niño y de la mujer, por la constitución del Consejo de Europa, la Organización internacional del trabajo y la aprobación de la Carta social europea, que constituyen todos ellos pasos importantes de la humanidad en su progreso hacia lo mejor. Pensar en todos estos verdaderos acontecimientos sucesivos de la humanidad, corroboradores y profundizadores de la participación progresiva, aunque es verdad que todavía insuficiente, de una gran parte de la humanidad, solidaria del espíritu de aquel primer acontecimiento revolucionario, inicial y ritualmente iniciático, que identifica cada vez más el valor de la libertad con la materialización civil del derecho, como una posibilidad razonable y racional hace ya dos siglos, nos hace estar convencidos a los hombres del siglo XX que queramos escuchar los dictámenes de la razón, lo mismo que lo estaban Kant y Blas Infante, que la humanidad llegará a constituir un día una verdadera sociedad cosmopolita, a pesar de que individuos o pueblos intenten obstaculizar lo que será el desenlace necesario e inevitable de la especie humana, porque en eso consiste su naturaleza. Ante esta posibilidad que se le presenta a la humanidad, los hombres tienen dos alternativas: o trabajan conscientemente con sus acciones colaborando participativamente para adelantar el proceso del progreso evolutivo y evitar así, en la medida de nuestras posibilidades, calamidades, devastaciones, tropiezos e incluso una total consumición interna de fuerzas, si actuamos guiados conforme a las indicaciones de la razón y, por tanto, moralmente conforme a derecho, forzando el que los diferentes ordenamientos jurídicos se apliquen también conforme a derecho, para lo cual se exige, en muchas ocasiones, la necesidad de crear los medios necesarios para su efectiva realización; o, por el contrario, no queriendo reconocer --o desconociendo de hecho-- que con nuestras acciones estamos condicionando, adelantando --si actuamos consciente y moralmente conforme a derecho-- o retrasando, en caso contrario, ese futuro que aguarda necesariamente a la humanidad, nos dejamos guiar exclusivamente por intereses egoístas --«excluyentes», decía Blas Infante--, que tienen como único objetivo (desde el punto de vista de la sociedad, no del individuo) la satisfacción del placer insolidario que puede repercutir en el disfrute del derecho al uso de la libertad de los demás. Egoísmo, individual o colectivo, incluido el propio estado, en el que la razón no guíe las diferentes actuaciones, obligándonos a todos a actuar moralmente. Esta es la verdadera apuesta ante la que estamos todos comprometidos. Apuesta, porque implica un esfuerzo moral permanente, que trasciende éticamente el ordenamiento jurídico vigente para evitar una estaticidad retardadora con relación a un obligado perfeccionamiento progresivo del derecho. Ante esta alternativa, Kant y Blas Infante hicieron la misma apuesta: procurar acelerar y adelantar el proceso evolutivo, a través de la participación ciudadana, activa y consciente, para evitar, hasta donde fuera posible, sufrimientos innecesarios a la humanidad. En este sentido, podemos considerar La dictadura pedagógica de Blas Infante --y esta es la finalidad esencial de su obra-- como una verdadera apuesta revolucionaria. Porque la toma de consciencia mayoritaria por la especie humana del destino último de la humanidad, es decir, la progresiva consciencia clara y verdadera de su finalidad, históricamente hablando, por parte de un número de individuos cada vez más amplio y de un aumento progresivo de estados, es una evidencia derivada y apoyada en una creencia cada ve más generalizada, a saber: que por medio del voto consciente individual --condición previa y garantía de cualquier ordenamiento jurídico de la sociedad civil y, por tanto, de todo estado democrático, cuyo fundamento último estriba en el reconocimiento de la libertad individual como posibilidad del estado de derecho--, pueden condicionar las actuaciones del propio estado, forzando su tendencia natural al conservacionismo, y, de esta manera, cooperar en generar «un movimiento acelerado» (Infante 1989: 227) de la evolución natural de la especie, que posibilitará, un día, un estado internacional de derecho y una sociedad civil cosmpolita. Así pues, Blas Infante, con La dictadura pedagógica, pretendía que la racionalidad de su apuesta por la «sociedad del porvenir» pudiera llegar a convencer a otros, para que intentaran seguir el mismo camino, estando como estaba profundamente convencido que «un imperativo de solidaridad consciente de una finalidad o de un ideal de supremo perfeccionamiento de la especie, por la vida, no es aún idea que se haya hecho sentimiento o voluntad poderosa en la conciencia de la inmensa mayoría de los individuos». Por eso, concluiría Blas Infante, que la sociedad del futuro, «la sociedad comunista no tiene aún alma» (Infante 1989: 144). Y esta alma estamos obligados a crearla todos aquellos que creamos que la democracia puede y debe y debe ampliarse hasta convertirse en una verdadera democracia individual y social, ideal al que inconscientemente aspira toda la sociedad humana. Libertad, democracia y verdadero estado de derecho serán garantizados indefinidamente en la futura sociedad cosmopolita. Apuesta convergente igualmente, por parte de Kant, que concluye su texto sobre el Probable inicio de la historia humana, recordando la obligación moral de todos los hombres en colaborar con el progreso de nuestra especie, con las siguientes palabras: «...éste es el factor decisivo de una primitiva historia humana esbozada por la filosofía: satisfacción con la Providencia y con el curso de las cosas humanas en su conjunto, que no avanza elevándose de lo bueno a lo malo, sino que se despliega poco a poco hacia lo mejor partiendo de lo peor; progreso al que cada uno está llamado por la naturaleza a colaborar en la parte que le corresponda y en la medida de sus fuerzas» (Kant 1987: 76-77). La aplicación del método histórico-crítico no sólo nos ha permitido relacionar a dos autores tan distantes en el tiempo, Kant y Blas Infante, sino que nos ha posibilitado comprender y comprobar que su pensamiento histórico-filosófico, marginando lo que de circunstancial inevitablemente tiene cada uno de ellos, constituyen un modelo de reflexión que sigue teniendo plena vigencia actualmente y que nosotros hemos interpretado como una misma apuesta convergente en el porvenir de la humanidad. Y es esta lógica naturalmente estructural y, dialécticamente, universalmente estructurante, la que nos permite entender y explicar el verdadero significado del pensamiento de Blas Infante. Su teoría y su práctica política adquieren aquí su sentido y coherencia internos. En 1981, el parlamento andaluz, por unanimidad, nombró a Blas Infante, «Padre de la patria andaluza». Esperemos que su «posteridad», la progenie de sus hijos espirituales, como confiaba el propio Blas Infante en La dictadura pedagógica, reproduzcamos en el futuro su fraternal, universal y esperanzador optimismo. Si es así, los andaluces habremos contribuido a generar el verdadero espíritu del alma de la futura sociedad universal y solidaria, de la que con distintas palabras, hablaban Kant y Blas Infante. La figura de Blas Infante permanecerá para las generaciones venideras, como referencia ejemplar de un profundo pensador, continuador e impulsor de la más auténtica tradición de la cultura occidental del hombre moderno: del hombre libre y solidario, fraternal e igualitario que, buscando su radicalidad ecológica, apuesta activamente por el verdadero futuro de Andalucía, de España y la Humanidad, es decir, por el hombre universal. Hombre universal como realización fáctica de una sociedad internacional de derecho, democráticamente estabilizada a nivel individual y social. Humanidad como previsión anticipadora ilustrada, que expresaría la identidad consciente de la especie homo sapiens sapiens, resultado del desarrollo progresivo y cada vez más extenso de los valores democráticos, culminando su implantación universal. Identidad de los valores democráticos, que no equivale a uniformidad cultural, sino que debe implicar la desaparición de todo presupuesto etnocentrista y el respeto a las diferencias culturales que fomente la tolerancia y posibilite la convivencia y colaboración entre individuos y pueblos de culturas distintas, como auténticos ciudadanos del mundo. Al hombre, como
especie biológica,
no le queda otra alternativa futura, si quiere razonablemente
prolongar,
con fundadas garantías, su supervivencia en el planeta Tierra.
1. En Otros
escritos sobre
filosofía de la historia, se incluyen: «Recensiones
sobre
la obra de Herder», «Ideas para una filosofía de la
historia de la humanidad»; «Probable inicio de la historia
humana»; «Replanteamiento sobre la cuestión de si el
ser humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor».
Bloch, Ernst Bobbio, Norberto Gellner, Ernest Goldmann, Lucien Horkheimer, Max (y Theodor V.
Adorno) Infante, Blas Kant, Immanuel Kuhn, Thomas S. Lévi-Strauss, Claude Mead, Margaret Molina, Pedro Mondolfo, Rodolfo Piaget, Jean Piaget, Jean (y otros) Popper, Karl R. |
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