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En el caso de
los
molinos, una gran parte
de los estudios etnográficos se han centrado en aspectos
tecnológicos
y documentales, revestidos en ocasiones de una visión un tanto
romántica,
tan alejada de la realidad, olvidando de esta manera la relevancia
social
de la actividad y de aquéllos que la desarrollaban. Así,
la queja de Rivals (1982) sobre el que no haya sido objeto de
interés
para los etnógrafos la cultura de los molineros, además
de
otros temas, como los molinos en la literatura o en la cultura popular,
etc. En nuestro caso, hemos intentado hacer una aproximación al
primero de esos temas.
La entrevista Para ello,
además profundizar en las
cuestiones de carácter tecnológico, histórico y
arqueológico,
se recogió mediante encuesta elemental (Barandiarán 1983)
información acerca del trabajo de los molineros, de su
posición
social, y de su propia consideración. Para ello se realizaron
varias
entrevistas (Duverger 1981), en base a un cuestionario estructurado en
tres bloques: --
el
trabajo: el agua y el
molino, en el que se pretendía la libertad en las respuestas, con preguntas abiertas y de carácter diferente: de hecho, de acción, de opinión, buscando por un lado el dato «objetivo» a cuantificar y por otro la subjetividad de su opinión respecto a consideraciones sociales y económicas. El carácter abierto de las respuestas permite también el aporte de nuevos temas de información por parte del entrevistado, sobre los que se puede seguir indagando a partir de esa respuesta. En las cuestiones más complejas, como la distribución del agua, se hizo que el entrevistado diera sucesivas respuestas y aclaraciones, recurriendo a veces al sistema de preguntar el negativo de una respuesta anterior. En el orden de las cuestiones solo ha contado el interés particular y la comodidad para quién lo realizó. Los entrevistados son en todos los casos hombres mayores de 60 años. Se cuidó que entre los informantes hubiera molineros (1) y usuarios, así como profesionales que por su trabajo hubiesen estado relacionados con la construcción o con el funcionamiento del molino, como carpinteros y acequieros, con objeto de obtener confirmaciones o contradicciones en la información. En el caso del carpintero, se insistió en los aspectos técnicos y mecánicos, con intención de averiguar el nivel de conocimientos que se tenía sobre el tema. Con este punto de partida, se procedió, pues, a conversar al menos con un informante en cada localidad. No ha sido posible realizar una selección de entrevistados a los que pasar, tras una primera entrevista, otra más a fondo, sino que se han ido haciendo conforme a las disponibilidades de tiempo y de interés por parte de los informantes. Asumimos, pues, la responsabilidad y los inconvenientes que puede plantear el uso de esta información por su exclusividad y potencial falta de representatividad (cfr. Maestre Alfonso 1977). En la mayoría de los casos se pudo grabar la conversación, al menos en parte, siempre con permiso del entrevistado. En los casos en que esto no fue posible, se procedió a tomar notas, transcritas luego, de la misma manera que las grabaciones (nueve horas de conversación en total), textualmente si era posible o, con más frecuencia, de forma esquemática. Se pretendió huir en todo momento de la impresión de interrogatorio. A veces el escenario en que transcurre la conversación, junto al río o la carretera, dificulta la grabación, en otras, como en el molino en pleno funcionamiento, supone un complemento más a la información. El mayor problema a superar fue la desconfianza del informante, normal en las gentes de cualquier zona de montaña con aislamiento secular, hacia el extraño que llega preguntando. Al principio, en las primeras entrevistas, se requería al entrevistado el nombre, y desde ese momento cesaba su interés en la conversación. Así se decidió dejarlas como «anónimas», tomando como datos identificativos tan sólo nombre, profesión, edad aproximada y localidad. En la mayoría de los casos son datos más que suficientes. En algún caso se ha detectado un miedo especial a informar sobre cuestiones relativas al reparto del agua, el bien que da sentido a esa agricultura, amenazado por el cambio climático y, más grave aún, por las especulaciones y trasvases a otras cuencas. En general, dado
el
tiempo de que se disponía
para realizar el trabajo, tanto el cuestionario como los resultados
deben
considerarse como una aproximación al tema, sin pretender en
ningún
modo llegar a conclusiones definitivas.
Los molineros. El trabajo. La preparación del grano El trabajo comienza con la limpieza del grano, cribándolo en el caz del molino o en unas piletas al efecto. En el caso del trigo, y con el fin de separar la cascarilla del grano, esta preparación se alarga: a continuación del lavado, hay que ahecharlo, dejarlo a remojo en agua, durante 6 ó 7 horas, o menos «según la prisa que se tenga». Se deja secar un poco al sol, extendiéndolo sobre jarapas, y se vuelve a echar en el costal hasta el momento de molerlo. En unos casos es el molinero quien se encarga de esta tarea, en otros es el cliente quien lleva ya el grano preparado. La molienda Con el grano en el costal, justo antes de moler, se maquila. Después se echa en la tolva, de donde va cayendo a la canalilla, y de ahí, por efecto del roce de la manecilla sobre la piedra, se precipita poco a poco por el ojo de la piedra volandera. La inclinación de la canalilla se puede regular, de manera que caiga más o menos cantidad de grano. A partir de ahí, el resto es arte y saber hacer, tacto --literalmente--, para conseguir una harina de calidad. Con el alivio se regula la altura de la piedra volandera de manera que haya más o menos espacio entre ésta y la solera. Así se puede obtener una molienda «más recortá» o menos --esto es, en la que se muela también la cascarilla o no--. Las condiciones de una buena molienda eran, pues, que la piedra estuviera bien «planteada», bien nivelada: «que la fundación, de abajo arriba, estuviera bien hecha», y que las piedras estuvieran bien picadas. El tiempo que se empleaba en moler una fanega dependía de la cantidad de agua que circulase por el caz. Cuando la acequia iba llena, era de tan solo 45 minutos a 1 hora. Si no, podía prolongarse por dos o tres horas. El cernido para
separar la harina del salvado
lo hacía cada uno en su casa. Luego, cuando a los rodeznos se
acoplaron
engranajes y transmisiones, se instalaron máquinas para cernido
en algunos molinos.
El mantenimiento de las piedras Cada 10 ó 12 fanegas había que picar la piedra blanca, y esto, si se tenía una buena clientela, si no era a diario, era un día sí y otro no. La baza duraba más tiempo, unas 230 fanegas. Para proceder al picado de las muelas, lo primero era levantar la volandera. Este trabajo se hacía con una cabria, grúa de tornillo, generalmente de madera de castaño o de cerezo, con dos abrazaderas de hierro que enganchan en la piedra; primero se sacaba la piedra de la lavija girando el tornillo; desde ese momento se le daban vueltas a la piedra para colocarla sobre el mozo, banco de madera de cuatro patas, donde se picaba. Con tan sencillo mecanismo se levantaban con facilidad los 500 kilos de la piedra. En los molinos que no tenían cabria, este trabajo requería de una gran habilidad: se levantaba con barrillas y palancas, calzándola poco a poco, hasta introducir las piquetas de hierro, y los rodillos, uno por cada lado. Con ayuda del mayal se rueda hasta volcarla en el harinal, donde se calza con las costillas; se cambia entonces la posición del mayal y se empuja hasta conseguir colocarla fuera del harinal, horizontal, sobre el mozo. Para picar la piedra, las herramientas que se utilizan son picos de punta en la parte central y piquetas para los bordes. En esta tarea se emplean unas 2 ó 3 horas, para solera y volandera. Las estrías han de ir del centro, del ojo, de la piedra a la orilla, en forma radial en una de las piedras, y en forma helicoidal --en el sentido de giro de la piedra-- en la otra, de manera que estén «encontradas» y den un mejor corte. La forma del dibujo se alterna de una piedra a otra en las sucesivas picaduras «para que tenga más muela». Unas estrías más profundas, repartidas regularmente en la superficie de la piedra, en forma radial o perpendicular a los radios y en el mismo sentido de giro, permiten que esta «respire», se refrigere: después de 15 ó 20 fanegas a pleno rendimiento, la temperatura que alcanzan las piedras por efecto del rozamiento puede llegar a quemar la harina. Las estrías tienen también la función de facilitar la entrada del grano en las piedras y la salida de la harina --«que no se revolviera»--. Con mucha guasa se comenta cómo en cierta ocasión un nuevo propietario de molino, desconocedor del oficio, picó las piedras al revés, y sólo consiguió que el grano saliera despedido por el ojo de la piedra. Para el picado de las piedras francesas se tomaban precauciones como eran el uso de gafas y guantes para protegerse de las chispas y esquirlas que saltaban. El conocimiento
de
la técnica del picado
de la piedra es lo que da en la práctica la condición de
molinero.
El mantenimiento del molino y reparaciones Si el molino estaba situado en una acequia pública, al molinero correspondía el mantenimiento de esa parte de la acequia, y la contribución a los gastos de la comunidad de regantes que le tocaran; aunque esto último no sucede en todas las acequias. En cuanto al
molino,
tenía que encargarse
de la reparación del caz y de los elementos móviles en
madera,
como los rodeznos, si no quería recurrir al carpintero; de
eliminar
los atascos del cubo y del saetillo, de encargar las piedras.
El acarreto El área e trabajo del molino se extiende al pueblo en donde se halla y también a los pueblos y cortijadas próximos. Tradicionalmente, La Alpujarra ha sido una zona de fuerte aislamiento: las vías de comunicación eran las veredas, en muchos casos medievales, y el único medio de transporte las bestias (mulos, burros y algún que otro caballo). Estas veredas, bien empedradas en gran parte de su trazado, salvan zizagueando las más fuertes pendientes, como las del Conjuro, uniendo la Sierra con la Contraviesa; son las escarigüelas de Ferreirola, Fondales y Busquístar, y la que une Bérchules con Mecina Bombarón. Los ríos se cruzaban mediante puentes de piedra, con un ancho que permite el paso de las caballerías y del ganado, y que en ocasiones marcan el límite del término de la localidad. Pequeños puentes provisionales en madera («palillos»), facilitaban vadear a pie el Guadalfeo, antes de los actuales puentes de hormigón. En unos casos eran los clientes quienes llevaban el grano al molino, pero la práctica más usual era que el mismo molinero recogiera a domicilio el grano y entregara después la molienda. Esto es lo que se conoce como acarreto, para algunos «el paseo» y «divertido». Con una bestia o dos, el molinero se pasaba por las calles del pueblo o por las cortijadas repartiendo las moliendas y recogiendo otras nuevas. Al cuello de los animales colgaba una o dos campanillas que con su toque identificaban al molinero de manera que la clientela lo reconociera sin necesidad de asomarse a la calle. Cada molinero tenía «su parroquia» y, por tanto, su recorrido. El acarreto
incrementaba la maquila entre
el 50% y el 100%. En ocasiones, había molineros que, al quedarse
sin clientela, hacían el acarreto de forma gratuita, tratando de
recuperarla. Una vez conseguido, volvían a cobrarlo.
Las condiciones de trabajo El oficio del molinero no era, pues, fácil. El continuo contacto con el agua, echándola al caz desde la acequia o desde el río, desatascando el saetillo («¡muchos baños que pillaba uno!», decía un informante), tanto en el verano como en el invierno; pasando la mayor parte del día en una habitación en torno a la cual estaba corriendo agua --el cubo está adosado al muro del molino--; y respirando continuamente harina: mientras se molía --el guardapolvo evita que ésta se disperse en el aire, pero no todos los molinos lo tenían, y tampoco parece que sirviera mucho para este fin, sino más bien para sostener la tolva--, y al terminar de moler, cuando había que llenar el costal, recogiendo la harina del harinal con un cazo --en algunos molinos había un vertedor en la cama de las piedras que facilitaba esta tarea, pero siempre había algo de molienda que recoger--. Así, un
trabajo «enfermizo»,
como definía un molinero, en un ambiente de humedad y con polvo
«hasta los ojos». No son extraños los casos de
neumoconiosis
(«silicosis», dicen), producto de la inhalación de
partículas
de polvo procedente de la molturación del grano, como enfermedad
profesional.
La maquila Este tipo de molinos que nos ocupa ha sido denominado también como «molino maquilero» (Navarro Alcalá-Zamora 1979) (2). La maquila es la parte de grano que se cobra el molinero por el trabajo de moler. Siempre se maquilaba en grano, o en aceituna, antes de echarlo en la tolva: «Aquí no había libro de cuentas». En la fijación de la maquila no había ningún tipo de acuerdo entre molineros. Tradicionalmente venía siendo la misma fracción, y no parece que cambiara hasta la posguerra, según los informantes, cuando las fábricas, que en aquel entonces también maquilaban, aumentaron la cuantía, porque, según decían, era más rápido y ya lo daban cernido. La maquila está ligada a medidas tradicionales de capacidad de áridos, como eran la fanega (dividida en cuartillas, y éstas a su vez en cuartillos, con sus correspondientes medias medidas), y el celemín, variable según los lugares, correspondiendo a la cuarta parte de la cuartilla en unos sitios, o a un tercio en otros. En las almazaras se empleaban pies, fanegas y arrobas. No obstante ser una medida estable, esto no quitaba que el molinero «apretara más» la maquila, «rebañara» un cuartillo más, si el cliente no era de los habituales o si el grano era de buena calidad. La maquila en
los
molinos harineros era aproximadamente
del 4 al 8,5% (González Tascón : 65-67) (3).
Si se hacía acarreto normalmente se maquilaba el doble.
(*) 1 fanega = 16 celemines. En el resto, 1 fanega = 12 celemines. La maquila en los molinos de aceite era del 10%, medida tradicionalmente en fanegas, y, en los últimos años, en kilos. En el molino de yeso no se maquilaba. En las fábricas de harina se maquilaba y también se cambiaba el trigo por pan. Ahora, en el
molino
de la Fuente del Prado,
de Cádiar, para el molinero es preferible maquilar a cobrar en
dinero:
en el segundo caso, por 50 kg de maíz, una hora de trabajo, se
pagan
150 pts; en el primer caso, al menos saca algo para sus animales.
El oficio y la familia. El aprendizaje y la propiedad Con el molino surge una nueva especialidad artesana, la de molinero (cfr. Bloch 1935) (4). Pero, a diferencia de lo que ocurre en los núcleos urbanos, en el medio rural no existe ningún tipo de gremio o asociación entre molineros. Los inicios en el oficio eran varios. En los molinos en que un nuevo propietario pretendía ejercer de molinero sin tener conocimientos del oficio, se contrataba durante un tiempo a un molinero de quien aprenderían el padre y uno de los hijos, que heredaría así el molino y el oficio de molinero. En otros casos se empezaba como aprendiz en un molino, a sueldo, realizando las tareas más simples, como echar el agua en el caz, hacer el acarreto, lavar el grano. Mientras, se aprendía a picar las piedras, a conocer los tipos de grano y de molienda, hasta llevar el molino a tanto por ciento o medias con el molinero (5). El siguiente paso era establecerse por su cuenta arrendando un molino, que en algunos casos se llegaba a comprar. Aquel que mejor «oficio» tenía, contaba con más posibilidades para arrendar un buen molino. Así, los molineros a renta pasaban por muchos molinos, sin establecerse de forma fija en ninguno, salvo cuando lo compraban. Como decíamos antes, había molineros sin molino, ni en propiedad ni en renta, que se dedican a trabajar para otros molinos por temporadas, o bien van haciendo los trabajos que requerían más «oficio», como picar las piedras, por los molinos de la zona (6). La forma más común era, pues, aprender el oficio dentro del núcleo familiar, del abuelo al padre y de este a los hijos, quienes, según la forma de transmitir la propiedad, se turnarían en el trabajo del molino, o bien uno de los hijos varones mantendría el molino de la familia, mientras los otros arriendan molinos en los pueblos vecinos, o se dedican a otros oficios. El trabajo se reparte en la familia atendiendo a una «tajante distribución de tareas, impuesta por la costumbre», sin más criterios que los de edad y sexo (Navarro Alcalá-Zamora 1979: 173) (7). Las mujeres, como es norma en el mundo campesino que nos ocupa, no son consideradas como productoras, viéndose «desde el punto de vista laboral, su función tan escasa como ocasional» (Navarro Alcalá-Zamora 1979: 218). Pero esto hay que matizarlo, ya que la mujer interviene en todos los procesos productivos (Navarro Alcalá-Zamora (1981) (8), aunque de forma complementaria. Si en el molino está también la vivienda del molinero y su familia, la mujer, aunque conozca el funcionamiento del molino y participe en todo el proceso de molienda, no toma parte en las dos actividades definitorias del oficio: el picado de las piedras --la técnica-- y el acarreto --la social--. Esos dos trabajos los realiza exclusivamente el hombre, el molinero, o los hijos o aprendices de éste. Su papel, el de la mujer, es puertas adentro, llevando el molino mientras el marido está trabajando en el campo o haciendo el acarreto. La viuda del molinero arrendará el molino o lo llevará con ayuda de sus hijos o de un aprendiz. Los límites a su actividad son sociales y no tiene, pues, en modo alguno, consideración profesional como molinera. La tradición familiar en el oficio se extiende también a la propiedad (9) de los molinos, dado que el acceso a la propiedad normalmente era a través de la herencia (Navarro Alcalá-Zamora 1979: 119). Los arrendatarios pueden ser molineros «de la calle» o, con mucha frecuencia, miembros de la propia familia del propietario. Es el caso de los Mendoza de Trevélez, propietarios de cuatro de los seis molinos del pueblo; o los Peregrina y los Alonso, quienes se reparten siete de los molinos del río Mecina, tanto de verano como de invierno, de manera que sus arrendatarios podían trabajar todo el año. La renta se pagaba mensualmente en especie, en fanegas de grano, variable según los sitios: --En
Cáñar, 1½ fanega
de trigo más 1 cuartilla de maíz, En la renta iba incluida la vivienda del molinero y de su familia. En los
«tiempos de molinos», eran
una buena fuente de ingresos y la compra de uno de ésos no era
algo
habitual. Después, en los años cuarenta, hay una cierta
actividad
compradora de molinos por parte de una nueva clase enriquecida, que
sigue
viendo en ellos el símbolo de la seguridad.
La vivienda La casa-molino, o el cuarto-molino en muchos casos, corresponde al tipo de arquitectura tradicional alpujarreña, de casa paralelepípeda de techo plano y de una sola planta, con muros en mampostería de lajas, trabada con barro, normalmente sin encalar, con cubierta plana de vigas, alfarjías, lajas de piedra y launa, y rara vez con cubierta de tejas. En el interior, unas dependencias dan paso a otras. En muchos casos, estas casas-molino tienen zaguán para cargar las bestias a resguardo de la lluvia. En el molino a veces también estaba la vivienda del molinero y de su familia. En la planta baja, las únicas habitaciones eran el cuarto-molino, una pequeña cocina y la cuadra. En el piso de arriba se situaba el dormitorio, unas cuantas habitaciones sin más muebles que los indispensables: alguna cama, unos catres y algún bazar de obra en la pared. En cualquier caso no diferente de la vivienda de cualquier campesino medio (Navarro Alcalá-Zamora 1979). Pero había otros molinos sin vivienda, cuyas únicas dependencias eran tan sólo la cuadra, el cuarto-molino y una pequeña habitación de usos múltiples, con chimenea, que hacía las veces de cocina y «sala de espera» para los usuarios del molino. Allí los clientes que habían llevado la molienda esperaban su turno. Éste era en muchos casos el sitio de reunión, a falta de bares, del invierno, donde se jugaba al rentoy, y donde no era raro terminar guisando un choto (10). El mobiliario,
en el
cuarto de molienda, se
reduce a los elementos estrictamente funcionales: las tolvas y el
arcón
para guardar las maquilas. El resto era de obra: el bazarillo debajo de
la ventana, para colocar el pilón de la romana, los soportes de
la pared para las piquetas de picar las piedras y las romanas, el banco
corrido en la pared, las camas de las piedras.
Los molineros y la clientela La imagen del molinero con la bestia cargada de costales, haciendo el acarreto, formaba parte del paisaje tradicional de estos pueblos. Cada semana, por término medio, se necesitaba para el gasto de la casa una fanega de harina, que bien se llevaba al molino, bien venía el molinero a recogerla, según la prisa que se tuviera. La tarea de ir al molino estaba reservada a los adultos o a los hijos «mozuelos»: Siempre se estaba expuesto al fraude, así que había que estar bien atento a la maquila. Una fanega de trigo tenía que rendir un determinado número de panes --recordemos que el grano, excepto si lo hacía el cliente para comprobar lo maquilado por el molinero, no se pesaba nunca--. En Trevélez, de cada fanega tenían que sacarse treinta panes de tres libras. Ahí se ponía a prueba tanto la habilidad del molinero para obtener más y mejor harina --que cundiera más--, como su prudencia a la hora de maquilar. Y es que en los años cuarenta, en La Alpujarra, un pan costaba de 12 a 15 pesetas, y el jornal era de 8 pesetas. Esto es, después de un día de trabajo el jornalero tan sólo podía comprar algo más de medio pan, reflejando una situación peor que la de la Europa preindustrial (11). Así, pues, la cuestión de la molienda no era algo que se tomara despreocupadamente (12). Su especialización laboral conlleva un trato de cierta consideración por parte de sus vecinos, en el contexto de relaciones vecinales muy estrechas, en el que se desenvolvía la vida de estas comunidades rurales. El molinero, como cualquier otro vecino del que en cierta manera se dependiera, era alguien con quien no convenía estar enemistado: En los años de la posguerra, estaban a bien con todos, con los maquis, con los estraperlistas --que en algunos casos también eran ellos-- y con los guardias civiles; para todos molían, saltándose las prohibiciones, quitando los precintos, sacando las piedras de día a la calle y metiéndolas de noche. El control que con su oficio tienen de la base de subsistencia alimentaria les coloca en una situación privilegiada, de la que en forma alguna se podía eludir: «se hinchaban», «se aprovechaban», dicen sus clientes. Cierto es que había más de un molinero en cada localidad, pero también, según el dicho, contado por los propios molineros: «De molinero cambiarás, pero de ladrón no». Económicamente, vivían con un cierto desahogo e independencia: «Los de los molinos vivían bien», aunque en los años duros «también ellos pasaban apreturas», sobre todo si el molino era «pobre de agua». Su renta proviene tanto de la actividad artesanal-comercial que desempeña como de la agricultura. Así, en la clasificación de Navarro Alcalá-Zamora, estarían en el estrato social denominado de «labradores saneados» (con un nivel básico de educación --saben leer y escribir--, con desahogo económico, endogámico y con una cierta consideración social), en una posición intermedia entre la «clase media» y los «pequeños labradores». Claro, que en un contexto en que «las diferencias absolutas estarían todas dentro de la cultura de la pobreza» (Navarro Alcalá-Zamora 1979: 248). Por su posición medianamente acomodada, les confiere también carácter de «un buen partido» para las muchachas del pueblo. La desconfianza en los molineros ha sido tema de numerosos refranes y proverbios, reflejándose también ampliamente en la literatura, a lo que se añadía la situación del molino, en las afueras de los pueblos o un poco alejados de ellos, para reforzar la imagen un tanto siniestra de algunos molineros. Así, una informante: «Me daba miedo cada vez que mi madre me mandaba al molino; aquel hombre no paraba de meterse con las chiquillas». También esa
situación marginal
de los pueblos, en los caminos principales, junto a los puentes, era
propicia
para la reunión y el encuentro entre vecinos, con un
carácter
principalmente festivo.
Las fábricas de harina y la emigración de los molineros Cuando, a fines de los años veinte, se instaló la fábrica de la Escarigüela de Ferreirola, «la gente decía: éstos van a acabar con todos los molinos». El éxito de la fábrica fue inmediato: directamente cambiaban el trigo por harina ya cernida, incluso en algunos casos --en los últimos años-- por pan. Algunos molinos se transformaron en «pequeñas fábricas», con maquinaria de cernido. De la década de los cuarenta parecen ser las principales fábricas de harina de nuestra zona: La de Órgiva, la de Barceló en el Guadalfeo, próxima a Torvizcón, las de Capileira y Pampaneira, y la de Cádiar. Eran fábricas de pequeño tamaño (13), de ámbito local, en un momento en que grandes empresas de ámbito provincial y nacional controlan el mercado de la harina (14). Unos treinta años después, todas estarían ya cerradas: una pérdida de población brutal en la emigración, a lo que se añadían la falta de comunicaciones y su pequeño volumen de producción, que impedían que fueran competitivas. La de Órgiva, reforma de un antiguo molino, se mantuvo hasta el año 1975 aproximadamente. En ese mismo tiempo, aún continúan funcionando algunos molinos maquileros en La Alpujarra. Así, el
surgimiento de la fábrica
supone/coincide con el fin del molino, y con éste el de los
molineros,
de manera que el cambio en la estructura profesional «más
notable en los últimos treinta años ha sido la casi
desaparición
de los molineros, de los cinco antiguos sólo queda uno»,
señala
Navarro en el caso de Mecina Bombarón (1979: 164) (15).
El molinero, convertido primero en asalariado de la fábrica de
harinas,
por poco tiempo, tomó luego, como casi todos, el camino de la
emigración
a Barcelona, Alemania o Argentina. Su actividad se había
convertido
en un escaso complemento de la renta agrícola, dedicando tan
sólo
unas cuantas horas al molino, ya sólo para moler pienso.
La harina que hoy se compra, escasamente, en La Alpujarra, viene en paquetes, desde grandes fábricas de Granada o cualquier otro punto de Andalucía o Castilla; y el pan se compra amasado y cocido, en muchos casos, fuera del pueblo. En el molino de Domingo, en Cádiar, de vez en cuando, en el invierno, se muele para pienso, más que nada por seguir oyendo el «rucu-rucu» de las piedras. Anexo 1. Guión de entrevista
Molino/s Grabación-cinta Cuaderno Trabajo: La maquila: La vida en el molino: 2. Relación de informantes Órgiva - Amaro, acequiero del molino de Maquilas. Bayacas - Antonio, molinero
molino
del Cura
1. Cáñar - Rafael,
acequiero. Soportújar - José, antiguo acequiero. Bubión - José, propietario, de la Molineta. Ferreirola - Ramón,
agricultor. Trevélez - Juan,
albañil. Juviles - vecino. Bérchules - vecino, agricultor. Cádiar - Domingo, molinero del molino de la Fuente del Prado. Lobras - familiar de molineros del Tajo del Águila. Cástaras - vecino y propietario de molino. Almegíjar - vecino de
Torvizcón,
familiar de molineros de Mecina Bombarón. Mecina B. - molinero. Golco - vecino. Yátor - vecino. Yegen - vecino.
1. En el caso de los molineros, son muy pocos los que continúan viviendo en La Alpujarra. Son muchos más los que residen desde hace años en Granada, en Argentina, o, los más, que murieron. 2. Si bien la definición como «destinado al autoconsumo» no nos parece muy correcta. 3. Los márgenes que da González Tascón (1987), según fueros castellanos de los siglos X al XVII, son entre el 5% y el 10%. 4. Escribe M. Bloch: «...una nueva etapa en la especialización artesana: el útil crea el oficio» (1935: 542). 5. Un molinero de Bayacas contaba cómo aprendió el oficio cuando fue a vivir con unos parientes lejanos a un molino de Cáñar, donde era «los pies» de la mujer que llevaba el molino. Allí estuvo de aprendiz por una peseta al día, y desde los 16 años a porcentaje. Posteriormente se estableció en diferentes molinos a medias y como arrendatario, hasta los años 60 en que emigró a Alemania. 6. En Soportújar y Bayacas, se recuerda al tío Juan, «el Liebre», como el mejor molinero de los que hubo por allí. Sin molino, se dedicaba a picar las piedras en los molinos donde el molinero no sabía hacerlo, a medio celemín de harina por piedra. 7. Molino de Granados en Almegíjar. 8. De la misma manera, Navarro Alcalá-Zamora recoge, en una entrevista «si puede ser no siega la mujer, si no, va a segar» (1981: 91). 9. Hasta mediados del s. XIX, en algunas poblaciones, los molinos siguieron perteneciendo a los propios de los concejos, ejerciendo el monopolio de molturación; como señala P. Madoz (1842), en el Diccionario geográfico y estadístico de España y sus territorios de ultramar, en Busquístar y otros concejos. 10. Pío Navarro también menciona este hecho como «costumbre antigua» (1979: 256). 11. Dice Carandini: «En la Europa preindustrial el 70-80% de la renta se dedicaba a la alimentación y el 20-30% al vestido y la vivienda, lo que no significa que comieran bien (el 25%-50% del gasto se iba en pan)» (1984: 63). 12. «Cuanto más baja es la renta, más alto es el porcentaje de lo que es absorbido por el consumo de productos de primera necesidad (...). En condiciones de renta baja, la importancia de los bienes de primera necesidad acaba siendo, por lo tanto, absolutamente primaria» Carandini 1984: 63). 13. «La mayor parte de las empresas harineras son de pequeña capacidad, tanto que entre todas ellas --casi un millar (datos a 1982)-- emplean unas 10.000 personas, lo que supone una media de diez empleados por establecimiento» (Terán 1972: 373). 14. «Entre las principales empresas dedicadas a la obtención de harinas sobresale la Sociedad Industrial de Molturación, que en 1972 ocupaba el puesto 185 entre las 400 industrias de cualquier tipo más destacadas del país» (Terán 1972: 373). 15. Según la
tabla
de actividades: «Artesanos-molineros 1970 = 1; 1940 = 4; 1752 =
5»
(Navarro Alcalá-Zamora 1979: 159).
Barandiarán, J. M. Bloch, M. Carandini, A. Duverger, M. González Tascón Maestre Alfonso, J. Navarro Alcalá-Zamora, P. Rivals, C. Terán, M. (y otros) Wolf, E. R. Nota: Este artículo expone parte de los resultados del trabajo «Cultura Material: Molinos hidráulicos en La Alpujarra», realizado en 1991 como becaria del Centro de Investigaciones Etnológicas «Ángel Ganivet», Diputación Provincial de Granada. |
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