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Entendía Lévi-Strauss, en los sesenta, que las ciencias del hombre se encontraban algo así como la astronomía en tiempos de los babilonios. ¿Han progresado, en treinta años, con los esfuerzos de estructuralistas, materialistas culturales, marxistas, neofuncionalistas, sociobiólogos y posmodernistas? La floración ha sido a todas luces ingente. Y en España, la eclosión de las ciencias sociales y humanas, entre éstas la antropología social y cultural, las ha hecho pasar de las catacumbas a los planes de estudios universitarios. Sin pretender dar lecciones a nadie, y sin excluirnos, los resultados parecen escasos. Hay que reconocer que el panorama teórico de la antropología (por ceñirnos a este dominio) no difiere mucho de la figura caldea de la mítica torre de Babel: la confusión de lenguajes y estrategias que compele a la dispersión. En el aspecto político inherente a la organización social del saber, la mejor metáfora sería la de las taifas, cuyas interacciones oscilan entre la permanente escaramuza fronteriza (según el esquema de «moros y cristianos») y la negación ontológica del otro, propiciada con el juicio despectivo o el vacío referencial. Es encomiable la formación de redes de amistades y apoyaturas, facilitadoras de cierto intercambio y colaboraciones. No cabe hacerles otra objeción que los cortocircuitos que provoquen unas en otras. Pero pensemos, en primer lugar, cada cual en nuestras propias animadversiones y, por culpa de ellas, en los riesgos que corremos de sectarismo. Problemas reales son la vastedad del campo de estudio antropológico, la ausencia entre nosotros de tradiciones o escuelas consolidadas, la crisis general de la misma epistemología de la antropología. Todo ello nos conduce a los implicados en el tema a vernos afectados por un estado de inestabilidad de los fundamentos, de incertidumbre teórica, de incómodo cuestionamiento de lo que traemos entre manos. El eco de tal crisis, en el plano más general, aparece en la oleada posmoderna, que llega ya sin fuerza a nuestras playas. Los antropólogos posmodernistas se atormentan entre la autodemolición radical (Stephen Tyler, o Michael Taussig), los nuevos modos de escritura más dialógica con la alteridad (Paul Rabinow, Dennis Tedlock), y la revisión crítica del discurso antropológico y sus implícitos subjetivos, retóricos, autoritarios (Clifford Geertz, James Clifford, George Marcus, etcétera). Anotemos como imprescindible es la toma de conciencia de las huellas subjetivas de nuestra tarea científica: en la observación, la descripción, la codificación teórica e interpretativa. Resulta fundamental pensar la implicación del observador en la observación, del analizador en el análisis, del individuo sujeto en la objetividad social abordada. Se requiere, no obstante, cautela, para no dar por buena cualquier pretensión pos-, que acaso no pase de ser una regresión a un enfoque pre-, premoderno, precrítico, precientífico. En vistas de la imposible formalización operacional, de lo que se trata no es de caer en una disolución anarcoetnográfica, antroposófica o folcliteraria, sino de caminar hacia una estrategia de complejidad; una estrategia capaz de asumir cada uno de los momentos y de ponerlos en interrelación (lo subjetivo y lo objetivo; lo sociocultural, lo psicoindividual y lo biológico; lo estructural y lo procesual; etc.). Sin duda, aportaciones como las de Edgar Morin constituyen una fuente de inspiración. Por lo demás, la enorme extensión y complicación del territorio antroposocial, y las insuficiencias epistemológico-metodológicas, difícilmente podrán conjurarse por medio de un corsé institucional o un corsé profesional, de los que sólo cabe temer la manipulación política o la ortodoxia académica, con sus dogmas y anatemas. Tal vez nos
hiciera
falta -y en esto seamos
transmodernos- una antropología de los antropólogos,
llevada a cabo no con espíritu exterminador, sino con voluntad
terapéutica,
buscando un espejo que nos devuelva, para llorar y para reír,
nuestra
propia imagen. Ella nos permitiría, a la vez, contemplar los
rasgos
de esta civilización nuestra (para la que la etnología no
nació, pero a la que está destinada), que permanece como
inmensa reserva nativa, de cuya más clara comprensión
sólo
nos distancia la inmediatez con que la vivimos. Pues el etnocentrismo,
el sociocentrismo y el egocentrismo no sólo empañan la
mirada
para ver al otro, sino, ante todo, la mirada hacia sí mismo. |
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