Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1995, 11, artículo 03 · http://hdl.handle.net/10481/13608
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Publicado: 1995-06
Sobre unidad y diversidad en la filosofía de finales de siglo
On unity and diversity in the philosophy of the end of a century

Luis Sáez Rueda
Becario de investigación. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.



RESUMEN
La problemática a la que alude el título de este trabajo es, evidentemente, tan extensa y compleja que merece un análisis más exhaustivo del que se presenta a continuación. El horizonte último al que apunta estaría constituido por la vigorosa discusión a la que ha dado lugar esa experiencia de finales de siglo desde la cual el espacio cultural y filosófico al que llamamos «modernidad» se descubre como un proyecto en crisis. La proliferación de categorías rupturistas como las de «sociedad posindustrial», «posestructuralismo», «posmodernidad», etc., y otros emblemas que se asemejan a actas, bien de defunción, bien de nacimiento, son un índice de la inseguridad o expectación con la que se experimenta hoy el porvenir. En ese contexto, me limitaré a explorar algunos problemas que conciernen a la forma en la cual el hombre moderno ha experimentado tanto la necesidad como la problematicidad de la articulación entre lo que merece ser reconocido como universal, por un lado, y lo que reclama, por otro, un reconocimiento de su especificidad por mor del pluralismo.

ABSTRACT
The problem mentioned in the title is, evidently, so extensive and complex that it deserves a more exhaustive analysis than that presented in this article. The ultimate horizon to which it points is the vigorous discussion elicited by the end-of-century experience, from which the cultural and philosophical space called «modernity» is seen to be a project in crisis. The proliferation of disruptive categories, like those of «post-industrial society», «post-structuralism», «post-modernity», etc., and other slogans that resemble death - or birth - certificates, are an index of the insecurity and expectations with which the future is experienced today. In this context, I will limit myself to the exploration of some problems concerning the form in which the modern man has experienced the necessity and the problematic nature of articulation among, on one hand, that what deserves to be recognized as universal, and, on the other hand, the recognition of specificity through pluralism.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
unidad y diversidad en la filosofía | sociedad posindustrial | posestructuralismo | posmodernidad | pluralismo | philosophical unity and diversity | post-industrial society | post-structuralism | post-modernity | pluralism



Aunque esta cuestión se encuentra en el centro de la teoría actual de la racionalidad y de la discusión filosófica más alambicada, no es difícil reconocer su presencia en la praxis cultural moderna. En ese ámbito, el problema ha adoptado la forma de un reto que afecta a la relación entre la búsqueda de una unidad cultural basada en el carácter pretendidamente incondicional de ciertos valores y metas, y la diversidad de valoraciones y visiones del mundo pertenecientes a culturas o épocas distintas. Incluso, en el interior mismo de un espacio cultural específico, podríamos detectar una dificultad análoga, en la necesidad de articular la unidad de lo social y la diversidad de sus voces a través de los grupos o individuos concretos.

Es prueba del carácter inagotable de esta problemática que apareciese ya al comienzo de la filosofía, en el mundo griego, como tema crucial y metafísico, bajo el lema de la unidad y la multiplicidad, y que actualmente haya surgido como expediente principal en el tribunal filosófico que juzga la muerte o continuación de la modernidad. En conexión con ello, intentaré utilizar esta temática como un prisma que posibilite comprender al menos uno de los aspectos que actualmente separa a los defensores de la «modernidad ilustrada» y a aquellos que, aún de modo ambiguo, son llamados «posmodernos».


1. Decadencia de la «experiencia cartesiana» y de la «experiencia fáustica»

Es obvio que las exigencias de compatibilidad entre el progreso hacia un universalismo racional, tal y como fue invocado en la ilustración moderna, y el respeto a la diversificación de las perspectivas valorativas en el «mundo de la vida» de nuestra época, se experimentan hoy como problemáticas. El hecho de que nuestra época haya presenciado el aumento de las posibilidades de comunicación, la intensificación de la política internacional, y otros fenómenos tendentes a la posibilitación del diálogo intercultural, no puede eliminar la constatación paralela de que los diferentes espacios culturales y puntos de vista valorativos han mostrado poseer peculiaridades propias difícilmente compatibles o conmensurables; para muchos, incluso, esto último es un signo de que el fenómeno de la diversificación criteriológica de la cultura moderna sigue un curso entrópico e irreversible, liberador de diferencias y anuncio de una comprensión descentrada y plural del mundo (cfr. Vattimo 1990: 73-110). Por otro lado, la convivencia entre las perspectivas individuales o grupales en la sociedad parece carecer de un suelo realmente compartido, en cuanto muchas de ellas están fundadas en imágenes del mundo inconciliables, y tal vez no sea desacertado decir que la percepción de la existencia comunitaria es provocada unas veces sólo a propósito de problemas económicos coyunturales y que otras se limita al reconocimiento puramente formal de la humanidad del otro.

Aunque esta problemática puede y debe ser expresada en la forma concreta de una cuestión política, creo que sería una confusión reducir su sentido al ámbito de las ideologías. Por cierto que en nuestra época, en la que se habla con insistencia de la muerte de la filosofía, existe la tentación continua a identificar «pensamiento comprometido» con «pensamiento político»; a ello habría que oponer no sólo la cuestión de hecho de que la política parece estar perdiendo su carácter ideológico para convertirse en mera técnica o habilidad funcionalista, sino la cuestión de principio de que toda ideología hunde sus raices en una comprensión filosófica de la sociedad y de la historia. El problema posee un carácter, me atrevería a decir, ontológico: se trata del fenómeno de la explosión y multiplicación de visiones del mundo, unido al de la ausencia de un criterio unificador aceptable. La cuestión afecta a la identidad del hombre moderno, es decir, a cómo se comprende a sí mismo y a cómo interpreta la realidad de su mundo.

Si nos retrotraemos a este punto de vista ontológico, creo que resultará iluminador respecto a nuestro tema distinguir en la autocomprensión moderna dos imágenes que están en una relación de tensión. Por un lado, la que fue articulada mediante el hallazgo cartesiano de la preeminencia del cogito; por otro, la que expresa bellamente el Fausto de Goethe. El Discurso del método y el texto de Goethe guardan una distancia espectacular, ya en su entramado narrativo, respecto a la experiencia que sirve de punto de partida a las trayectorias ulteriores de los personajes. Descartes se enfrenta en soledad a la necesidad de una introspección racional rigurosa, en pos de una certeza que sirva de fundamento a la pesquisa de la verdad única y universal; su experiencia anterior en el mundo inmediato ha sido decepcionante: no hay allí más que verdades a medias, desacuerdos irredimibles, perspectivas sin fundamento. Fausto, por el contrario, que ha empleado su vida en la búsqueda intelectual de lo verdadero, se siente invadido por el escepticismo, a la vista de la futilidad y de los efectos alienantes de aquel propósito; y arde ahora en deseos de trascenderlo hacia la infinitud de la experiencia mundana; la variedad de rostros de dicha experiencia es mostrada a Fausto, como es sabido, por Mefistófeles.

Estas narraciones involucran autoexperiencias paradigmáticas y opuestas de la modernidad. La primera expresa una vocación que retorna constantemente en el hombre moderno: la de hacerse transparente a sí mismo, la de hacerse presente, de modo reflexivo, su identidad en cuanto homo, su «yo trascendental», y de otorgar a dicha identidad el carácter de un tribunal autónomo ante el que ha de comparecer esa autoridad falsa y externa de la tradición o de los prejuicios del mundo de la vida. La riqueza de ese modelo se pone en obra en la búsqueda ilustrada de una razón universal, de una moral incondicional, de los derechos del hombre y de un ideal de humanidad que sirva de telos último del progreso. Fausto, en segundo lugar, personaliza esa otra experiencia de la pérdida de fe en el poder vinculante de la razón, en la unidad intelectiva de los hombres. Esa experiencia es dinamizada por el reencuentro, en la vida prerreflexiva, con una riqueza múltiple e inconceptualizable, y es vivida con la fruición de estar acompañado por la benevolencia de una potencia demoníaca. A Mefistófeles le repugna el raciocinio frio y formal; el logos, el poder unificante que reune lo múltiple bajo un techo idéntico, es experimentado como una fuerza coercitiva que niega la vivacidad y pluralidad de las verdades locales, finitas, de la praxis inmediata. El prurito de lo idéntico, el anhelo --propio de aquél que se aferra al camino del logos-- del Todo-Uno identitario, es conducido a su opuesto de la mano de Mefistófeles, «el espíritu que todo lo niega» --según la descripción del poeta--. Y si la negación del logos respecto a la vida es ahora, ella misma, negada, el efecto final, la negación de la negación, no adopta la forma de una superación dialéctica hacia una identidad y unidad de rango superior sino, más bien, la de una negación de lo universal que resulta irredimible, es decir, la forma de una afirmación continua de la diversidad de lo múltiple, de la diferencia; la cláusula fundamental del contrato entre Fausto y Mefistófeles obliga al primero a permanecer fiel al «espíritu de la tierra» y a rebasar toda tentación de permanencia. Fausto habita, bajo los auspicios de esa fuerza demoníaca, muchos mundos, como un hereje del logos, con el placer y el dolor simultáneos de no encontrar asiento firme y duradero en ninguna parte.

Muchos son los relatos afines a éste último. Ya Rousseau describe en La nueva Eloisa el mundo moderno urbano e industrial como un mundo en el que lo malo, lo bueno, lo hermoso, lo feo, poseen sólo una existencia limitada y local. Marx y Nietzsche, salvando las distancias, experimentan la nueva realidad del mundo moderno como un torbellino de vértigo y embriaguez en el que nada permanece; en el cambio incesante de las condiciones sociales o en la lucha permanente de las voluntades de poder, todo lo sagrado es profanado, todo lo firme se desvanece; y, además, de un modo heraclíteo, todo parece llevar en su seno su propia contradicción o producir, a su pesar, efectos demoníacos: el progreso técnico genera miseria humana, según Marx; la búsqueda de verdad engendra ilusión, la de la virtud, traición a la vida, según Nietzsche. Y sin embargo, ese torbellino se experimenta como productivo, en cuanto extiende las posibilidades de la experiencia y destruye barreras que la encorsetaban (cfr. Berman 1988). Esa experiencia fáustica la reencontramos, en fin, en la llamada heideggeriana a comprender la verdad como el acontecimiento indisponible en el que son «abiertos» heterogéneos «mundos de sentido», en la oposición que establece Gadamer entre «verdad» --entendida heideggerianamente-- y «método» --término que es cifra de la experiencia cartesiana; la reencontramos en los alegatos de Lyotard, Vattimo, Rorty y tantos otros que proclaman hoy la muerte de lo moderno.

Hay razones para asegurar que, en el mundo contemporáneo de la cultura y la filosofía, estas dos experiencias no sólo permanecen inmiscibles, sino que cada una, por su parte, ha sido conducida a una minimización distorsionante de su sentido original. He aquí algunas consideraciones en esa línea:

Si nos preguntamos por la nueva forma de identidad que ha seguido a tales experiencias habría que destacar, a mi juicio, dos hechos de profunda trascendencia. En primer lugar, uno que personalmente considero liberador, a saber, que los códigos y criterios que antaño proporcionaban las imágenes metafísico-religiosas, como fundamento totalizador de la integración intersubjetiva, pierden su crédito en la nueva experiencia. Cartesianamente hablando, no son evidentes racionalmente; desde la experiencia fáustica, aquellas imágenes, que ponían su fe en la existencia de un cosmos ordenado de esencias fijas, contradicen la vivencia de un devenir autodestructivo.

En segundo lugar, habría que tomar en consideración la creciente demanda de derechos de la racionalidad objetivista de la ciencia, que ha tomado el relevo tras la muerte del criterio metafísico-religioso. La sacralización de los métodos empíricos, estadísticos o lógico-deductivos prueba que la comprensión de lo universal amenaza con convertirse en cientificista. Este credo de la ciencia y la técnica ha rebasado su ámbito de legitimidad originario y no es exagerado decir que a la lógica de su desarrollo pertenece la pretensión de convertirse en la nueva cosmovisión en la que debería fundarse la unidad de los espíritus. La nueva relación entre universalidad y diversidad que esta imagen promueve podría muy bien ser descrita utilizando el diagnóstico apeliano que lleva por título «sistema de complementariedad», diagnóstico que, salvando las distancias, coincide en alguna medida con el de «posmodernos» como Lyotard (cfr. Apel 1985, II: 352 ss.; Lyotard 1989: § 7 y ss.): por «válido universalmente», por «común a todos» es proclive a entender en la cultura contemporánea lo que es objetivable metódicamente y lo que se muestra susceptible de ser defendido desde un punto de vista aséptico; así, por ejemplo, lo público tiende a ser indentificado con un conjunto de reglas estratégicas objetivas que sirven, o bien al progreso técnico y económico, o bien al mantenimiento de la eficacia funcionalista; si es así, la dirección de la praxis se confía finalmente al conocedor de la supuesta objetividad, al técnico. Como contrapartida, los diferentes puntos de vista valorativos de individuos, grupos, culturas o saberes, se consideran subjetivos; acerca de ellos no puede haber discusión racional, pues son --así se piensa-- expresión de preferencias irracionales. Lo valorativo es relativo y, si es relativo, ya no posee fuerza vinculante en la dirección de la praxis.

Desde este prisma, las dos formas de autoexperiencia moderna mencionadas degeneran. En relación a la primera de ellas, habría que señalar que la vocación original de progreso hacia un ideal racional se especifica ahora como vocación de progreso técnico; en la misma línea, el ego que busca su identidad insobornable se convierte en un ego anónimo, cosificado, y, porque no sabe ya interrogarse acerca de sí mismo, calma su confusión intentando dominar técnicamente lo existente, desde la posición de un ridículo y presuntuoso prócer; la universalidad valorativa ya no invoca la idea final de una autorrealización del hombre, sino que se limita a incluir los mínimos estratégicos de respeto al otro que son condición del éxito propio. Por su parte, la segunda experiencia vital de lo diverso, la fáustica, abandona su fuerza inicial como fuente de una ampliación y revolución de los márgenes de nuestra comprensión del mundo; pues el reconocimiento de la pluralidad que originariamente pertenece a aquella experiencia ya no coincide con el reconocimiento de una especificidad en lo extraño capaz de enriquecer la perspectiva específica de cada uno, sino con una devaluación de lo distinto pareja a una sacralización de lo que se considera propio; lo diverso es ya mera experiencia emotiva y atomizada; ya no atrae como reto y como fuente de conocimiento, sino a lo sumo como objeto de un instinto insaciable por probarlo todo (lo que Heidegger llamaba, en Ser y tiempo, «avidez de novedades»). En el proceso contemporáneo de relativización de los valores y de las imágenes del mundo, «cada uno ha de elegir a sus dioses», como diagnosticaba Weber (1986: 198-201, 229 ss.), en un espacio plural de mónadas que interaccionan en función de metas estratégicas.

De la compleja discusión entre modernos y posmodernos abordaré sólo algunas tesis opuestas que coinciden, sin embargo, en proclamar la necesidad de una salida a esta comprensión --decadente-- de lo idéntico y lo heterogéneo.


2. Liberación, ¿en la unidad racional o en la promoción de lo diverso?

Un punto de partida crítico es común a «modernos» y «posmodernos»: el objetivismo cientificista representa un punto de vista erróneo acerca de lo verdadero, porque no hay «objetividad» independiente de la parcialidad que confieren las valoraciones; el objetivismo desconoce que toda operación metódica es dependiente de precomprensiones previas acerca del sentido de lo real y que éstas le son dadas al hombre de forma prerreflexiva en el contexto fáctico del mundo de la vida.

Este valor determinante de la facticidad de la existencia es el que utiliza el reilustrado actual (Habermas y Apel), no sólo contra la imágen cientificista del mundo, sino también contra las expectativas de las imágenes metafísico-religiosas: éstas, al pretender haber aportado una descripción cabal del todo de lo real, operan con la ficción de un sujeto capaz de situarse fuera del mundo, en la posición del ojo divino, para contemplarlo en su ser esencial; ficción imposible, pues el sujeto es siempre un sujeto encarnado y mundano. Ahora bien, Habermas y Apel no ven en ello la exigencia de abandonar el proyecto cartesiano en favor del que he simbolizado con la experiencia faústica. Pues creen haber encontrado en el seno mismo del mundo de la vida una racionalidad incondicional y unificante: la racionalidad comunicativa, es decir, el conjunto de reglas y presupuestos que yacen en la interacción entre los sujetos. Se trata de sustituir el cogito solitario por el colectivo, el «yo» por el «nosotros».

Pues bien, analicemos un poco más a fondo lo que se desprende de este proyecto reilustrado respecto a nuestro problema de la coordinación entre unidad y diversidad. Lo primero que habría que decir es que, desde este punto de vista, la unidad supraindividual está fundada en el carácter de la praxis racional. Lo unificante no es propiamente el contenido de las imágenes del mundo específicas, sino el hecho de que en todas y en cada una de ellas se ejerce una misma vocación: la pretensión de validez universal. De acuerdo con ello, la racionalidad está simultáneamente disgregada en multitud de perspectivas y condenada a la unidad. En efecto, por un lado, las pretensiones de validez contenidas en toda comprensión específica de lo «verdadero» y de lo «correcto», se ejercen siempre desde condiciones finitas del mundo de la vida; por otro, la racionalidad de una pretensión de validez depende del hecho de que su defensa no se funde en dogma sectario, sino en argumentos y, así, en el ámbito público del discurso. Las reglas de un diálogo que permita la preeminencia de las perspectivas mejor fundadas argumentativamente constituyen entonces las condiciones universales de la dignidad de lo diverso (Apel 1985; Habermas 1988). Ahora bien, si repensamos la teoría reilustrada, podremos reparar en la circunstancia de que dichas condiciones no son meras reglas estratégicas cuyo sentido sea el de propiciar la convivencia pacífica de las perspectivas. Poseen, más bien, un carácter interno: cada pretensión de validez concreta, erigida desde condiciones fácticas específicas, anticipa una situación ideal de diálogo en el que la discusión argumentativa sería totalmente imparcial y diáfana. Esto hace posible que la afirmación de la diversidad no implique relativismo: en primer lugar, porque cada forma concreta de vida está comprometida a perseguir desde su facticidad un mismo ideal contrafáctico; en segundo lugar, porque dicho ideal sirve de criterio selectivo para medir la dignidad de los puntos de vista concretos. Así, pues, a la circunstancia de que el ejercicio de lo racional implica un compromiso «céntrico», situado, debe añadirse, como rasgo inevitable de ese mismo logos, la posibilidad de un distanciamiento reflexivo y crítico respecto a los contenidos concretos y diversos del mundo de la vida; esta otra posibilidad la ha vinculado Apel con lo que llama «posición excéntrica» de lo racional (Apel 1985, II: 93). Me apresuro a mencionar que, en la intención del reilustrado, semejante posibilidad «excéntrica» no supone una desvinculación respecto a la parcialidad y finitud de nuestra praxis crítica. Nuestras pretensiones de validez incondicional y, por tanto, nuestra vocación racional de autotrascendernos hacia lo universal, son ejercitables sólo en el contexto de nuestros lenguajes y nuestras formas de vida fáctica. La comunidad ideal anticipada es sólo un ideal regulativo al que la comunidad real puede aproximarse en un progreso infinito. Por esa razón, en la comunicación estamos expuestos --dice Habermas-- a un «movimiento de trascendencia» desde dentro (Habermas 1991: 127-157).

Reparemos de nuevo en la circunstancia de que en este modelo la experiencia moderna que late en el fondo es primordialmente la cartesiana: esta articulación dialogante de la diversidad viviva se concibe como orientada a una meta final de autoclarificación del hombre, de una autocomprensión cabal y diáfana, meta final a la que cabe aproximarse asintóticamente. Precisamente porque esa vocación, la de alcanzar un ámbito de validez universal y definitivo, está implícita en todo acto de razón, según el reilustrado, la modernidad, entendida cartesianamente, es para éste, un proyecto, si bien siempre corregible, irrenunciable.

El reilustrado protestaría ante esta descripción de su programa; diría que es incompleta, porque su propuesta incluye también la experiencia que hemos llamado faústica: ese proyecto de clarificación final se realiza sólo a través del diálogo real y, por tanto, mediante la colaboración de todos los mundos de la vida concretos. Cierto. Pero he aquí la primera crítica del posmoderno, que se puede extraer de la parte de su acervo filosófico que es hereditaria de la hermenéutica: el profundo sentido de la experiencia faústica es realmente escamoteado poniéndolo en relación con la meta final del logro común de un acuerdo diáfano. Pues la existencia de diversidad en la comprensión del sentido de lo real implica radicalmente la imposibilidad de unificación. Y esto es así, fundamentalmente, porque la facticidad, la finitud de las condiciones de la existencia histórica y cultural, es siempre condición de posibilidad positiva de la existencia de un punto de vista. No hay comprensión sin precomprensión, no hay interpretación sin presupuestos, y la precomprensión o los presupuestos permanecen siempre en la sombra; cabalmente: las comprensiones diversas del sentido del mundo portan siempre opacidad. Por eso, el ideal reilustrado de transparencia constituye un ideal coercitivo de superación de la facticidad, de eliminación de lo diverso. Esta objeción ha sido planteada de forma distinta desde el «pensamiento débil» italiano (Vattimo 1990: 73-110), el «posestructuralismo» francés (Lyotard 1989: § 14), el «neopragmatismo» norteamericano (Rorty) y la hermenéutica radical alemana (Wellmer 1986: 97-102; Schnädelbach y Waldenfels, entre otros).

Permítaseme ilustrar la objeción con un simple ejercicio: imaginemos una lámpara en un espacio oscuro. Su luz recorta sobre la oscuridad una sección iluminada, permaneciendo el resto en una completa opacidad. Sólo iluminaremos nuevos espacios con la lámpara a condición de dejar otros en penumbra. Pues bien, el reilustrado olvidaría esa cooriginariedad entre luz, lámpara y sombra. Imagina la opacidad, no como una condición de la iluminación, sino como un «tadavía-no-iluminado».

El «genio de la lámpara», si se me permite la expresión, ha sido, junto a M. Merleau-Ponty, M. Heidegger, quien ha «iluminado» una buena parte del espacio «posmoderno» en el que se incluyen las heterogéneas corrientes mencionadas. La tesis, de un modo más sistemático, dice que la verdad es alétheia, un acontecimiento en el que simultáneamente se produce una iluminación y ocultación del sentido. Aquí, la experiencia faústica se sobredimensiona, adquiere una riqueza nueva y profunda: el hombre experimenta en la diversidad de sus modos de existencia históricos y culturales el desvelamiento inmanipulable de mundos de sentido, no sometidos entre sí a la lógica del ego. Y en esa diversa experiencia el hombre es conducido, como Fausto, de la mano de un poder superior a él, esta vez por la voz que lo reclama hacia un modo del desocultamiento de la verdad, es decir, por el ser, el cual se patentiza y se oculta en cada uno de sus llamamientos.

Pero hay otro importante juicio crítico en la posmodernidad que tiene su origen en Heidegger: el proyecto moderno ilustrado no sólo es falso, sino también peligroso. Pues la fe en que la diversidad de las comprensiones del sentido puede ser articulada en una lógica común, que tiene su fundamento en la estructura apriórica de la racionalidad, es expresión de una voluntad de dominio de lo existente. La experiencia cartesiana y cualquiera de sus expresiones derivadas es, para Heidegger, la autoexperiencia de la razón como fundamento estable de lo que haya de ser llamado sentido de lo real (de todo ente). Ahora bien, el que se considera fundamento, pone a su disposición lo indisponible, el llamamiento del ser en la existencia histórica, y, por tanto, lo convierte en objeto de su compulsiva intención de control y de medida (léase Mathesis universalis cartesiana).

Este diagnóstico está presente en juicios como el de Lyotard, según el cual, toda forma de legitimación de una unicidad racional de lo diverso sojuzga y limita el poder desestabilizador y renovador del disenso, pone freno a la creatividad que pertenece al movimiento prolífico de «juegos lingüísticos» y formas de vida. Está presente en juicios que, como el de Vattimo, intentan clarificar la vinculación interna entre totalización y totalitarismo, en cuanto el todo lo narra e inventa el vencedor en la historia, excluyendo y segregando fuera de sí a una parte de la existencia. Por eso, el posmoderno no pone sus esperanzas en la formulación de una nueva identidad más genuina que nos libere del angosto pasadizo en el que nos ha colocado esa unidad objetivista de la ciencia y la técnica, sino en la ruptura de todo tipo de identidad y en el reconocimiento completo de la heterogeneidad. Aceptar esto es aceptar, en espíritu fáustico, la «muerte de Dios», que Nietzsche entendió como muerte del idealismo platónico en todas sus versiones, y vivirla con alegría; ello implica, no una superación dialéctica de la modernidad, sino su abandono definitivo.


3. Más allá del universalismo totalitario y del pluralismo relativista

Desde la posición del reilustrado, el «posmoderno» es, sencillamente, un relativista, puesto que renuncia a fundamentar criterios universales para la crítica social. En lo que sigue me limitaré a destacar muy brevemente dos versiones del pensamiento «posmoderno», con la intención de mostrar que «asunción de la heterogeneidad» no es, sin más, sinónimo de «relativismo».

La primera es la de R. Rorty. Por heterogeneidad de formas de vida no entiende el pragmatista norteamericano la existencia de una multiplicidad de mónadas incomunicables. Esa comprensión constituiría sólo una renovación de la modernidad, en la que el todo y la identidad unitarios se desmembrarían en todos e identidades diversas. En su lugar, prefiere describir la heterogeneidad como un «trenzado versátil de relaciones sin centro». Ese trenzado posee, a juicio de Rorty, un origen más contingente que en la comprensión heideggeriana: no es expresión del ser, que se oculta, sino de un ámbito ya siempre abierto: el de las prácticas sociales (Rorty 1991a). La posición de Rorty es la de un contextualismo pragmatista.

Pues bien, si comprensión del mundo y praxis social se sitúan a esa distancia tan corta que prácticamente se identifican, no veo cómo puede escapar Rorty a la objeción de que, en ese caso, no contamos con patrones críticos para juzgar la dignidad de una práctica determinada. Es más, en virtud de esa misma posición, sería legítimo sospechar que el mismo Rorty sólo es capaz de difundir la práctica social a la que pertenece, es decir, la forma de vida norteamericana.

En honor a la verdad, hay que dar cuenta de los argumentos rortyanos contra la acusación que acabo de esgrimir. La fundamental de sus razones, explícita en Contingencia, ironía y solidaridad, reza: las perspectivas de la comprensión del mundo son, en virtud de su dependencia contextual respecto al common sense de una determinada sociedad, inconmensurables. Esa heterogeneidad, sin embargo, no está abocada a un relativismo insolidario, puesto que cabe esperar, si bien no una conmensuración universal de lo diverso, sí una «ampliación del nosotros», ampliación que se ejercería a través de una «identificación imaginativa con el otro» capaz de motivar la finalidad común de «eliminar el sufrimiento» (Rorty 1991b: cap. 9).

El contenido de este alegato de Rorty, sin embargo, más parece un deseo que una justificada consecuencia de su posición filosófica. En efecto, en el texto mencionado esta posición es denominada «ironismo liberal». El hombre ideal rortyano es «ironista» en cuanto afirma la comprensión del mundo a la que pertenece, a sabiendas de que es parcial, contingente, limitada; es liberal en la medida en que confía en la fecundidad de una «privatización» de toda teoría sobre lo verdadero y lo justo. Semejante privatización viene aconsejada, según Rorty, por la convicción de que todo uso público del pensamiento teórico, no es, en último término, más que el intento autoritario de imponer un punto de vista particular. La filosofía, el pensamiento crítico, en suma, tienen ahora meramente la función de servir a la «creación de sí mismo». Pues bien, con semejantes credenciales, no se ve cómo ha de ser posible la solidaridad y la crítica. Privatizar las concepciones filosóficas, las conceptualizaciones del entramado social, significa, en mi opinión, privarlas de sus potenciales críticos. Si no se percibe que la «creación de sí mismo» pone en juego también al «otro», el juego entre lo diferente es abandonado a una lógica semejante a la del liberalismo económico: la de la supervivencia de lo máximamente útil o la del predominio del más fuerte. Por lo que se ve, Rorty no ha sabido aprovechar la advertencia de Sartre, uno de los maestros a los que invoca, a saber, que el individuo, aunque condenado a elegir su forma de existencia, tiene la responsabilidad de habérselas con consecuencias de su autoelección que trascienden su esfera privada, pues «eligiéndome, elijo al hombre» (Sartre 1985: 18).

Sin embargo, no creo que un reproche semejante pueda ser esgrimido contra el punto de vista de Lyotard, que es el segundo caso al que aludiré. La heterogeneidad no es para él simplemente un concepto relacional, que defina la posición de lo diverso entre sí, sino un fenómeno que acontece ya en el interior mismo de cualquier mundo de la vida imaginable o, empleando el concepto wittgensteiniano, en cualquier «juego lingüístico»; a ese fenómeno lo llama «diferencia». Hay un sentido complejo e inabordable aquí de este concepto, según el cuál ningún contenido de un juego lingüístico concreto es concebible como un elemento idéntico a sí mismo, pues, en virtud de su posición irregular en el juego lingüístico, posee simultáneamente sentidos inconciliables. Abandono esta línea y me remito sólo a otra via complementaria que ha utilizado Lyotard en la aclaración del fenómeno de la diferencia, y que evoca aún el pensamiento heideggeriano, de una forma no pragmatista y reductivista, como hace Rorty: cada concreción de lo comunicable, cada forma de vida o «juego lingüístico», niega en su ejercicio otras concreciones posibles, que son, así, condenadas al silencio. Hay una copertenencia entre la riqueza de lo expresable y lo comprensible, por un lado, y la limitación de lo expresado y lo comprendido, por otro. Se comete una «irracionalidad» cuando una concreción determinada de forma de vida pierde de vista esa otra faz de su existencia: que es en cuanto niega y oculta, que dice en cuanto silencia, que ve en cuanto su mirada se ofusca (Lyotard 1988: 15-46).

Creo que lo dicho basta para alejar de Lyotard la sombra del relativismo. Deduzco de sus argumentos que hay criterios para juzgar la dignidad de una forma de vida; ciertamente, no en la versión de un conjunto de reglas trascendentales, capaz de conmensurar a todas las formas posibles de vida, pero sí en la versión inmanente de una responsabilidad: la comprensión de los propios límites debe poder frenar, en primer lugar, la tentación de absolutizarlos monádicamente; debe, en segundo lugar, promover la apertura a otras formas de experiencia que en la nuestra permanecen en silencio, lo cual, como dije, pertenece al sentido originario de lo que he llamado «experiencia fáustica»; finalmente, la posibilidad de poner de manifiesto la diferencia allí donde parece alumbrar lo idéntico, puede convertirse en un arma poderosa para hacer frente a la amenaza, siempre acechante, de la colonización de unos mundos de la vida por parte de otros. Todo ello aporta razones suficientes para sustraernos a la conclusión que Dostoievski pone en boca de uno de sus personajes: la de que si Dios ha muerto ya todo está permitido. Dar espacio a la diferencia no implica indiferencia.

Me gustaría terminar sugiriendo el cauce que, a mi juicio, debería seguir la reflexión en torno al problema aquí planteado. Creo que tanto el «reilustrado» como el «posmoderno» deberían renunciar a dos prejuicios mutuos. En primer lugar, me parece que, aun aceptando la fecundidad del punto de vista de Lyotard, resulta injustificada la frecuente tesis «posmoderna» según la cual toda pretensión de validez universal es totalitaria. La perspectiva de Lyotard rebasa la de Rorty en la medida en que sugiere que el filósofo trasciende la finalidad de una «creación de sí mismo» hacia la meta de un pensamiento crítico. Mas si esto es así, el filósofo deberá atreverse a emitir juicios más allá de la esfera privada que es de su exclusiva incumbencia, es decir, en el ámbito de lo público. En esa autotrascendencia está ejercitando su comprensión particular en la forma de una comprensión satisfactoria en general, es decir, anticipando cierta configuración universal, inventando al hombre. Por otro lado, el reilustrado debería reconocer que la anticipación de un ideal universal quizás sea inevitable, pero siempre parcial, finita, por lo que debería renunciar a su insistente argumento según el cual la imposibilidad de fundamentar criterios universales coincide con una aceptación acrítica de la facticidad. Lo que parece universal es el acto de anticipación, y no su contenido.

A mi juicio, congeniar estos dos aspectos de la reflexión crítica, la inevitabilidad de la anticipación de una perspectiva universal y la parcialidad y contingencia de la anticipación misma, constituye uno de los retos fundamentales de la filosofía contemporánea.



Obras citadas

Apel, K. O.
 1985 La transformación de la filosofía, I-II. Madrid, Taurus.

Berman, M.
 1988 Todo lo sólido se desvanece en el aire. Madrid, Siglo XXI.

Habermas, J.
 1988 Teoría de la acción comunicativa. Madrid, Taurus.
 1991 Texte und Kontexte. Frankfurt a. M., Suhrkamp.

Lyotard, J.-F.
 1988 La diferencia. Barcelona, Gedisa.
 1989 La condición postmoderna. Madrid, Cátedra.

Rorty, R.
 1991a «Wittgenstein, Heidegger und die Hypostasierung der Sprache», en B. McGuines (coord.), Der Löwe spricht und wirkönnen ihn nicht verstehen. Frankfurt a. M., Suhrkamp.
 1991b Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona, Paidós.

Sartre, J.-P.
 1985 «Carta sobre el humanismo», en Sartre y Heidegger, Sobre el humanismo. Buenos Aires, Ediciones del 80.

Vattimo, G.
 1990 La sociedad transparente. Barcelona, Paidós.

Weber, Max
 1986 El político y el científico. Madrid, Alianza.

Wellmer, A.
 1986 Ethik und Dialog. Frankfurt a. M., Suhrkamp.


 Gazeta de Antropología