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A nuestro modesto parecer, la reformulacion del concepto de hombre (y con esta palabra nos referimos al género humano en su totalidad, tanto masculino como femenino) que Edgar Morin acomete es decisiva. Creemos que la obra de Morin gira en torno a un proyecto fundamental que la sostiene: comprender al hombre en la unidad compleja de su ser natural (físico y biológico) y de su ser sociocultural. Frente a todos aquellos que insisten o han insistido en «la muerte del hombre», Morin reivindica la noción de hombre. No se trata de reivindicar al hombre del humanismo supra-físico y supra-biológico, justamente criticado y criticable también por el propio Morin, sino de ver cómo puede elaborarse una noción de hombre consistente, «científica» y no ya metafísica. Para ello, la antropología no ha de ser sólo antropo-sociología, sino que también, y de modo conjunto, ha de desarrollarse como antropo-cosmología y como antropo-biología; es decir, ha de ligar la dimensión sociocultural del hombre a sus dimensiones física y biológica; y ello a partir del reconocimiento de las «emergencias» específicamente humanas. La unión entre ciencias humanas y ciencias naturales habrá de producirse, por tanto, no mediante la simplificación y reducción de lo complejo (lo humano) a un nivel menos complejo (lo biofísico), sino mediante una reelaboración y complejización de las nociones de naturaleza, de vida y de animal. Morin se percata y creemos que es una de sus más acertadas ideas de que la reformulación del concepto de hombre sólo es posible a partir de la reconceptualización que de los conceptos de naturaleza, vida y animal permiten realizar los nuevos desarrollos científicos (la biología molecular, la genética, la teoría de sistemas, la cibernética, la teoría de la información, la termodinámica, los problemas epistemológicos de la complejidad, la teoría de la autoorganización, la ecología, la etología, la prehistoria, la paleontología, la primatología). La hominización será considerada por Morin como un excelente ejemplo para comprender la relación no antagonista, sino dialéctica, existente entre naturaleza y cultura, para ver cómo la evolución antropo-cultural se encadena a la evolución bionatural, cómo la cultura emerge de un proceso natural y a su vez retroactúa e interviene sobre este proceso natural. Todo comportamiento humano es resultado de las interacciones entre varios componentes (genético, cerebral, sociocultural), es fruto de la interacción entre componentes biológicos y culturales; el hombre es un ser biocultural. Para conseguir comprender esa relación bio-cultural definidora del hombre, para enlazar el antropos a la physis y a bios, y para elucidar la complejidad antropológica en sus múltiples niveles, la ciencia del hombre debe constituirse como «antropología compleja», debe construirse a partir de una teoría compleja de la autoorganización y de una reforma de paradigma epistemológico (del paradigma de simplificación a un paradigma de la complejidad). La
antropología compleja moriniana
tiene, entre otras, dos pretensiones fundamentales: una, abrir y
articular
de modo no reduccionista lo humano a lo biológico y a lo animal;
la otra, reintegrar lo imaginario en la realidad humana reconociendo
nuestra
vertiente «demens». Este artículo pretende
mostrar
estos dos intentos de la antropología compleja moriniana.
I. ANIMALIDAD Y BIO-CULTURALIDAD DE LO HUMANO 1. La revelación etológica y primatológica Según Morin, la etología ha modificado la idea de animal al descubrir que en el mundo animal existen fenómenos de comunicación y de organización social que se creían exclusivos de las facultades psico-cerebrales del ser humano. Las investigaciones etológicas han desmentido la visión según la cual el comportamiento animal está regido exclusivamente por «reacciones automáticas o reflejas», por ciegos «instintos», y está tan sólo orientado en función de la supervivencia y la reproducción. La etología ha mostrado cómo los animales se comunican entre sí mediante diversos tipos de mensajes (sonoros, visuales, olfativos, etc.), y cómo estas comunicaciones no sólo conciernen a las relaciones sexuales sino que van mucho más allá y tienen que ver con conductas tales como el juego, la sumisión, la intimidación, el rechazo, la amistad y la protección del territorio. A través de estas comunicaciones los animales establecen relaciones sociales. Los animales no se agrupan, como se creía, en hordas informes, sino en auténticas sociedades ordenadas y organizadas. Diversos estudios de grupos de babuinos, macacos y chimpancés en libertad han revolucionado la visión que se tenía de su vida social (1). Estos grupos han dejado de ser considerados como hordas sometidas a un macho polígamo y han pasado a ser concebidos como auténticas organizaciones sociales en las que existen diferenciaciones internas, intercomunicaciones, reglas, normas y prohibiciones. Se concebía la sociedad humana como un fenómeno único sin precedentes en el mundo vivo y las únicas sociedades animales reconocidas (las de algunos insectos) eran consideradas como excepciones resultantes de la obediencia a un «instinto ciego». Sin embargo, la etología ha mostrado la existencia de auténticas sociedades animales complejas y organizadas, ha puesto de manifiesto cómo «la sociedad, concebida como organización compleja de individuos diversos, fundada en un mismo tiempo sobre la competición [y el conflicto] y la solidaridad [y la cooperación] y conllevando un rico sistema de comunicaciones, es un fenómeno extraordinariamente extendido en la naturaleza» (Morin 1973: 35). De manera que es necesario sustituir las nociones de horda, banda y colonia por la de sociedad. Como Moscovici ha puesto de manifiesto (2), la sociedad humana aparece como una variante prodigiosamente desarrollada y con sus peculiaridades sociales emergentes, desde luego del «fenómeno social natural» perdiendo así su insularidad (Morin 1973: 35). La etología y la sociología animal, al mostrarnos que ni la sociedad, ni la comunicación, ni el símbolo, ni el rito son exclusivos del hombre, sino que están enraizados en el proceso de evolución animal, resultan mortales para el antropologismo (3). Por otra parte, con los trabajos de primatología desarrollados a partir de los años sesenta, «ya no es sólo la idea de sociedad la que cambia, es también la idea de mono y la idea de hombre» (Morin 1973: 36). La primatología acerca el antropoide al hombre. Muestra cómo el antropoide superior (primates, chimpancés) se halla mucho menos alejado del hombre de lo que se suponía. Nos muestra cómo los primates poseen una sociedad y una protocultura, cómo son ocasionalmente capaces de desarrollar actividades propiamente humanas (caza, bipedismo, uso y fabricación de herramientas) como son capaces de lenguaje y de pensamiento lógico y cómo poseen autoidentidad. Veremos a continuación cada uno de estos puntos. La sociedad de los primates: según Morin, resulta «más que plausible ver en la complejidad organizativa de las sociedades de babuinos, macacos y chimpancés los rasgos fundamentales de una sociedad primática avanzada cuya evolución conduciría a la sociedad arcaica de homo sapiens» (Morin 1973: 55). De este modo, como afirma Moscovici, no sólo muestra fisiología y anatomía «descienden» de los primates, sino también nuestro cuerpo social. Algunos de estos rasgos son: --La posibilidad de aplicar a esa sociedad las nociones de rango, estatuto y rol: en las sociedades de macacos, babuinos y chimpancés se dan una serie de separaciones entre machos adultos, hembras y animales jóvenes que constituyen diferencias jerárquicas así como diferencias de estatuto, de roles, de rangos y de función. Diferencias y separaciones que constituyen «un embrión de clases biosociales» (Morin 1973: 38). Y que suponen el establecimiento de la jerarquía y la desigualdad en el interior del grupo. --Las relaciones entre las «clases» y entre los individuos están reguladas por complejas relaciones de dominación/sumisión similares a las que se dan en las sociedades humanas. --La organización triádica macho-hembra-joven: existe vinculación entre madre e hijo y entre macho y hembra, pero no entre padre e hijo (pues el rol del macho apenas implica cuidados paternales). Debido a la prolongación del período de infancia, se tejen relaciones afectivas materno-filiales y vínculos personales entre hermanos y hermanas. En virtud de estos rasgos, en las sociedades primáticas se configura alrededor de la madre un núcleo prefamiliar, pero no ha aparecido aún el núcleo familiar trinitario padre-madre-hijos. La protocultura de los primates: se dan en los primates fenómenos protoculturales que se pueden considerar «como antecedentes de los fenómenos de innovación, integración y transmisión culturales propios de las sociedades humanas» (Morin 1973: 50). Un ejemplo clásico al respecto lo constituye el caso de los macacos de la isla japonesa de Kyushu. Morin lo narra perfectamente:
Manifestación ocasional de capacidades humanas: el chimpancé manifiesta de forma esporádica y ocasional algunas capacidades consideradas hasta hace poco como específicas de la especie humana y que ésta puede desarrollar de modo permanente, tales como la caza, la técnica y el bipedismo. El estudio llevado a cabo por J. van Lawick-Goodall (4) nos ha mostrado cómo el chimpancé es omnívoro y ocasionalmente carnívoro, practica ocasionalmente la caza mediante cooperación y estrategias de grupo, ocasionalmente se sirve de bastones que blande contra sus adversarios y, también de modo ocasional, da forma a una herramienta, es decir, modifica un objeto natural, como sucede con la especie de canuto elabora a partir de una rama y que introduce en el termitero para succionar las termitas. Ocasionalmente anda o corre bípedamente. Afectividad e inteligencia en los primates: no sólo nuestra anatomía y nuestra fisiología, ni como se vio anteriormente también nuestra sociedad, nos vinculan a los primates, sino que, además, la afectividad y la inteligencia constituyen «vínculos de descendencia» que nos ligan a ellos. Entre los primates la relación madre-hijo se prolonga durante cuatro años y está llena de afectividad. Esta afectividad maternofilial cala en el chimpancé quien durante su adolescencia, e incluso, a veces, durante edades más avanzadas, da muestras de afectividad, ternura y amistad (abrazos, besos, caricias, despiojar, espulgar). Diversas experiencias realizadas en laboratorio nos han revelado aptitudes, potencialidades, del chimpancé que no desarrolla en las condiciones naturales y sociales en las que normalmente se desenvuelve. Experimentos llevados a cabo en el laboratorio han mostrado cómo el chimpancé es capaz de idear el medio (es decir, de pensar los pasos necesarios) para coger un plátano que se encontraba alejado de su alcance. Las experiencias de D. Premack con el chimpancé Sarah (5) y de Gardner con el chimpancé Washoe (6) nos muestran cómo los chimpancés son capaces de aprender un lenguaje, compuesto por signos escritos sobre fichas o de gestos, respectivamente. Parece ser, pues, que si el chimpancé no desarrolla un lenguaje no es por carecer de las aptitudes cerebrales para ello sino porque le faltan la aptitud glótica y el estimulo social necesarios para ello. Autoidentidad
y
«cogito simiesco»:
los experimentos de los Gardner y de Premack han puesto,
respectivamente,
de manifiesto cómo el chimpancé posee conciencia de su
propia
identidad y capacidad para la computación y el pensamiento
lógico,
dos cualidades que se creían exclusivas del hombre. Según
Morin: «El "yo" de Washoe y el "pienso" de Sarah constituyen, una
vez relacionados, un extraordinario cogito simiesco: "yo
pienso"»
(Morin 1973: 54). Bien es verdad que el simio sólo ha podido
manifestar
este cogito gracias a la ayuda tutelar del hombre, pero, aunque
así sea, el que haya podido hacerlo nos revela que dispone de
aptitudes
para ello.
2. La prehistoria y el proceso de hominización Morin resalta cómo la prehistoria «ha ido aproximando el hombre al antropoide» (Morin 1973: 56). Por un lado, los australopitecos robustos y gráciles (600 cm3) permiten vincular los antropoides a los homínidos. Los australopitecos robustos son bípedos y «presentan ya rasgos de homínidos mezclados con otros de antropoides» (Morin 1973: 56). El austrolopitecos grácil es ya faber, construye refugios, trabaja la piedra y practica la caza. Así, vemos cómo seres que no son antecesores directos del homo sapiens alcanzan, en determinados aspectos técnicos y sociales, «grados de hominización» (Morin 1973: 57). Por otro lado, el Man 1470 permite vincular el homínido con el hombre. Se trata de unos «homínidos primitivos» que sólo presentan una diferencia esencial con respecto a homo sapiens: el tamaño de su cerebro (800 cm3). Entre el primate
y homo
sapiens se
veía un vacío insalvable para cuyo paso se buscaba
infructuosamente
hallar un «eslabón perdido». El homo sapiens
aparecía súbitamente dotado ya de inteligencia,
técnica,
lenguaje, sociedad y cultura. De este modo, resultaba difícil
explicar
el origen evolutivo de todos estos rasgos caracterizadores de sapiens.
Frente a este planteamiento, Morin considera que lo que media entre el
primate y sapiens y nos permite explicar el surgimiento
evolutivo
de éste último es un largo y complejo proceso de
hominización.
El ser humano es resultado del proceso de hominización. Lo que
llena
y salva el abismo entre primate y sapiens es el proceso de
hominización.
No es que la cultura, el lenguaje, la técnica, la sociedad
aparezcan
de súbito con sapiens al final del proceso de
hominización,
sino que, por el contrario, tanto el lenguaje como la cultura y la
técnica
preceden cronológica y lógicamente a sapiens y
colaboran,
durante un proceso de millones de años, con la evolución
biológica en la coproducción del homo sapiens.
Veremos
el proceso de hominización. Luego, consideraremos los
desarrollos
socioculturales propios de los homínidos, para pasar
después
a ver cómo estos desarrollos se interrelacionan con el
desarrollo
bio-cerebral y conducen a la aparición de sapiens.
2.1 El proceso de hominización Conviene recordar, aunque sea sólo en términos muy generales, las múltiples interrelaciones configuradoras del proceso evolutivo que conduce hacia los homínidos. Perturbaciones en el movimiento de la Tierra alrededor del Sol causan transformaciones en los ecosistemas. A finales de la era terciaria, la sequía hace retroceder los bosques y la sabana se expande sobre vastas extensiones. El retroceso de los bosques conjugado con una presión demográfica que habría hecho retroceder hacia los linderos del bosque a parte de la población y con tensiones sociales entre adultos y jóvenes (rebeldes de los bosques poseedores de una curiosidad exploradora) habrían ocasionado la expulsión y salida de los jóvenes hacia la sabana. Diversas mutaciones genéticas ocasionan transformaciones anatómicas y un aumento del tamaño del cerebro. La posición vertical y el bipedismo éste, a su vez, «seleccionado» por la sabana liberan a la mano de cualquier actividad motora y el pulgar oponible acrecienta la fuerza y la precisión prensoras de la mano. El bipedismo y la mano prensora permitirán superar los problemas de supervivencia que presentaba la sabana. El pulgar oponible le otorga a la mano la fuerza y la destreza necesarias para aprehender objetos y transformarlos, con lo que favorece el desarrollo de la técnica. El ecosistema de la sabana estimula el desarrollo de las nuevas aptitudes potenciales del rebelde de los bosques. La dialéctica mano-herramienta favorece el desarrollo cerebral. La praxis cinegética (caza) actúa como presión selectiva en aras a desarrollar en el homínido todos los rasgos anatómicos y todas las actitudes que favorecen la caza; estimula el desarrollo físico, cerebral, técnico, cooperativo y social. La caza intensifica la dialéctica pie-mano-cerebro- herramienta-técnica que, a su vez, intensifica y complejiza a la caza. El nuevo tipo de vida (caza, construcción de refugios, desarrollo tecnológico, despliegue de la complejidad social) desarrolla las aptitudes cerebrales hasta entonces no explotadas, y esta actualización de las virtualidades cerebrales favorecerá, a su vez, el desarrollo del nuevo tipo de vida. La conquista del fuego permite el desarrollo de la técnica (mejora de las armas utilizadas en la caza) y la cocción de los alimentos que, por un lado, libera a la mandíbula, con lo que favorece las mutaciones que reducen la mandíbula y la dentición, y libera a la caja craneana de sus tareas mecánicas en la masticación, favoreciendo, así, el crecimiento del volumen del cerebro ya que la caja craneana puede ensancharse y albergar un cerebro de mayor tamaño; por otro lado, la cocción aligera el trabajo del aparato digestivo con lo que libera la vigilia: a diferencia del carnívoro, que después de comer se sume en un pesado sueño digestivo, el homínido tiene la posibilidad de hallarse activo. El «hogar» supone la creación de un lugar de protección y refugio donde el homínido, a diferencia de los animales que han de estar alerta, puede dormir con tranquilidad y profundamente; el dormir tranquilo posibilita la actividad onírica, los sueños. Como podemos ver en virtud de todo lo anterior, en el proceso de hominización actúan factores de muy diversa índole (ecológicos, biogenéticos, socioculturales, práxicos). Ante esta disparidad de factores la hominización no debe explicarse concediendo preeminencia a uno de ellos, juzgado como el principal y esencial y al que todos los demás serían reducidos o subordinados. La hominización no puede ser concebida como un proceso unidimensional y lineal en el que los diversos factores hubiesen incidido por separado y de modo independiente, sino que es resultado de un proceso de múltiples interrelaciones, de interacciones e interferencias entre múltiples y variados factores; es un proceso multidimensional en el que toda variación en cualquiera de sus constituyentes actúa sobre todos los demás. En este proceso no debe otorgarse preeminencia ni al aspecto anatómico (bipedismo), ni al aspecto psicocerebral, ni al aspecto genético (mutaciones), ni al aspecto ecológico (avance de la sabana), ni al aspecto sociológico. Todos los aspectos enumerados son esenciales, pero, por encima de todo, lo son en sus interrelaciones. Ahora bien, si,
como
acabamos de decir, para
Morin, en el sistema de factores interactuantes que constituyen lo que
llamamos hombre no es posible primar jerárquicamente un factor
por
encima de los demás, sin embargo si existe un «centro de
vinculación»
de los diversos factores un «epicentro del sistema
auto-organizativo
total» (Morin 1973: 107). Este epicentro es el cerebro. La
cerebralización
«vincula y aglutina» a todo el conjunto de factores y
procesos
organizativos causantes de la hominización. De este modo,
«la
cerebralización se nos muestra como la clave de la
auto-organización
humana y el eje a cuyo alrededor gira el desarrollo que nos remite
tanto
a la evolución biológica del homínido como a la
morfogénesis
tecnosociocultural. El cerebro, plataforma giratoria biocultural, se
convierte
en el nudo gordiano de la antropología» (Morin 1973:
107-108).
No obstante, la consideración del cerebro como
«epicentro»
del proceso de hominización en modo alguno debe entenderse como
una pretensión de reducir la hominización al desarrollo
cerebral.
El desarrollo cerebral debe ser vinculado a todos los demás
factores
que, a la par que son influidos por el desarrollo del cerebro, inciden
sobre su desarrollo.
2.2 Los homínidos Carecemos del más mínimo rastro directo sobre la sociedad del homínido (a la que Morin denomina «paleosociedad»). Lo que sabemos lo hemos inducido de datos obtenidos a partir de las sociedades arcaicas de homo sapiens que han subsistido hasta nuestros días y de las sociedades más avanzadas de primates. Además de las inducciones hechas a partir de las sociedades arcaicas hoy existentes y de las sociedades de primates, Morin propone, como una tercera fuente a partir de la que reconstruir los posibles rasgos de la sociedad de los homínidos, considerar los restos anatómicos, craneanos, tecnológicos y «cinegéticos» que poseemos de los homínidos como indicios a partir de los cuales intentar la reconstrucción «ideal» de los rasgos de la sociedad homínida. Según Morin «la aparición de una sociedad cuya complejidad implica la existencia de una cultura en su seno precede necesariamente a sapiens» (Morin 1973: 76). La caza empuja a los hombres lejos del refugio. La maternidad (a diferencia de los cuadrúmanos, los niños bimanos no pueden colgarse de las espaldas de la madre; prolongación de la infancia) «confina a las mujeres en los refugios» (Morin 1973: 77); las hembras se dedican a la recolección de frutos y vegetales. De este modo, mientras que la sociedad de los primates mantiene en el mismo espacio (ecología) a machos y hembras, la sociedad del homínido separa ecológica, económica y culturalmente los sexos estableciendose así una dualidad entre hombres y mujeres. Se va estableciendo una diferenciación social, cultural, etc., entre la clase de los hombres y el grupo de las mujeres. Lo masculino y lo femenino comenzaran a desarrollar cada uno por su lado su cultura y psicología propias. Al disponer del control de las armas y de la técnica, los machos se hacen con el gobierno y el control de la sociedad e imponen una dominación política sobre mujeres y jóvenes, imponen, por primera vez pues, según Morin, esta dominación es desconocida en las sociedades de primates, la dominación de una clase sobre el resto de la sociedad. Los machos se transforman en clase dominante (bioclase masculina) y adquieren hegemonía social, política, técnica y cultural. La sociedad de primates se caracteriza por la jerarquía de rango y la intolerancia entre los machos. En las sociedades de homínidos, a pesar de que los conflictos y las desigualdades persisten, sin embargo el reparto de la caza es bastante igualitario y se establecen relaciones de solidaridad, cooperación, amistad y afecto que mitigarán las intolerancias entre machos propias de las sociedades de primates. La caza y la juvenilización generan amistad y afecto. Lo hemos visto con respecto a la juvenilización. Por su parte, la caza obliga a cooperar para organizar la caza y para distribuir las piezas cazadas; esta cooperación genera una «solidaridad de clase», amistad y afecto. Aparecen ya reglas de distribución económica, las cuales, según Morin, serían por tanto previas al establecimiento de reglas de parentesco, matrimonio, exogamia y de distribución sexual de mujeres y muchachas, que aparecerán en época bastante avanzada y que parecen ser una de las aportaciones características del homo sapiens. Por tanto, la paleosociedad: --Está menos jerarquizada y más colectivizada que la sociedad primática, y en ella opera «un principio cooperativo-socialista de organización» (Morin 1973: 80) desconocido en la sociedad primática. --Se halla dominada, más que la sociedad primática, por los machos, con lo que «conserva, aunque modificándolo, el principio de dominación-jerarquía de la sociedad de los primates» (Morin 1973: 80). Diversos factores biológicos acrecientan el tiempo biológico de la infancia y la adolescencia. Este acrecentamiento ocasiona, por un lado, que los jóvenes homínidos disfruten de un período de tiempo, notablemente más prolongado que del que disponen los antropoides jóvenes, para jugar, explorar y asimilar de modo innovador y perfeccionador los saberes adultos. Por otro lado, rasgos característicos de la adolescencia como son la amistad, el gusto por el juego y la aptitud para la invención, se perpetúan y permanecen durante la edad adulta. De este modo, «la permanencia del carácter juvenil se convierte en un fenómeno antropológico» (Morin 1973: 82). Si entendemos por economía un sistema socialmente organizado para la extracción, distribución y consumo de recursos, podemos decir que las sociedades de primates carecen de economía ya que ni la extracción salvo en momentos esporádicos de caza colectiva, ni la distribución, ni el consumo de recursos se hayan socialmente organizados. Por su parte, las sociedades de homínidos disponen ya de economía. Esta economía está centrada en la producción de recursos y, apenas aún, en la producción especializada de artefactos. Al separarse socio-económicamente hombres y mujeres, se produce la primera división social del trabajo. Como hemos visto, las experiencias de Gardner y de Premack nos han mostrado cómo la posibilidad de desarrollar un lenguaje más rico (constituido por un repertorio mínimo de palabras y de una sintaxis elemental) que su lenguaje de gestos mímicos y llamadas (call system) se halla al alcance de la capacidad cerebro-intelectiva del chimpancé y que lo que le falta a éste para poder desarrollarlo es una sociedad lo suficientemente compleja a la vez que la aptitud glótica para emplear una vasta gama de sonidos. En la aparición del lenguaje fonético incidieron, por un lado, un conjunto de mutaciones genéticas reestructuradoras de la caja craneana y del cerebro y, por otro, una organización social más compleja. La caza en grupo y el desarrollo de las relaciones interpersonales de amistad generaron nuevas necesidades de comunicación. Según Morin, homo erectus dispondría ya de algún tipo de lenguaje. De hecho, las huellas internas de su cráneo nos muestran con claridad que su cerebro disponía ya de las estructuras biocerebrales necesarias para ello (desarrollo de la segunda circunvolución temporal, de la circunvolución frontal inferior y del lóbulo parietal inferior). A partir de aquí, Morin considera que es lícito suponer, «no sólo que 500.000 años antes de sapiens ya había aparecido un paleolenguaje adecuado que aseguraba la intercomunicación entre los miembros de una sociedad bastante compleja, a la vez que les permitía acumular su cultura, sino que los desarrollos de la complejidad sociocultural y del cerebro humano después de homo erectus son factores que postulan la aparición del sistema de doble articulación en una época anterior al homo sapiens» (Morin 1973: 88). Con lo anterior, en modo alguno está Morin afirmando que se tratase de un lenguaje plenamente desarrollado. El cerebro de homo erectus carecería aún de la capacidad para lo imaginario y las ideas abstractas y su lenguaje aún no habría alcanzado un pleno desarrollo gramatical. De este modo, «parece más sensato creer que ha sido el lenguaje el que ha creado al hombre y no el hombre al lenguaje, a condición de especificar que ha sido el homínido quien ha creado el lenguaje» (Morin 1973: 88). Mientras que en las sociedades de primates más evolucionadas las emergencias protoculturales son secundarias, «al menos a partir del homo erectus», la complejidad social requiere para generarse y regenerarse de la cultura, entendida ésta como un sistema de informaciones y reglas que no poseen un carácter genéticamente innato y que deben ser transmitidas, enseñadas y aprendidas, es decir, reproducidas, en cada nuevo individuo. Si bien en su primer estadio «la cultura no constituye la infraestructura de la sociedad», sin embargo, «acaba convirtiéndose en la infraestructura de la elevada complejidad social, en el núcleo generador de la alta complejidad que caracteriza a las sociedades de homínidos y de hombres» (Morin 1973: 91). Es el código genético del homínido desarrollado, y en especial el de sapiens, el que produce un cerebro con capacidad para desarrollar cultura. La cultura ha resultado «indispensable para producir al hombre» (Morin 1973: 92). A partir de un determinado estadio la cultura incide sobre los aspectos biológicos de la evolución hominizadora. Incide sobre ellos seleccionando favorablemente toda mutación biocerebral complejificadora. Y un cerebro más complejo resulta más apto para la producción de cultura. De este modo, la evolución biocerebral y la evolución sociocultural se favorecen mutuamente. Durante el proceso de hominización el cerebro ha mantenido una dialéctica entre: --Por un lado, ir atrasado, estar al límite de sus potencialidades, carecer de los dispositivos necesarios para proseguir el proceso de hominización, estar sobrecargado. --Por otro, ir adelantado, poseer aptitudes no explotadas por las exigencias sociales (el chimpancé, capaz de aprender en el laboratorio determinados lenguajes, se encuentra en este caso), poseer un «excedente», una reserva potencial de complejidad que no es necesaria dadas las condiciones existentes pero que es susceptible de desarrollos posteriores, reservas de complejidad albergadas en el cerebro, aptitudes que pueden ser actualizadas por un nuevo contexto sociocultural, el cerebro como «manantial-reserva de complejidad potencial» (Morin 1973: 97). Atendiendo a esta dialéctica: --Si existe una tendencia y una presión hacia una mayor complejidad sociocultural y las capacidades cerebrales están saturadas para responder a ella, las mutaciones genéticas cerebralizantes, es decir, las mutaciones que acrecienten las potencialidades del cerebro, serán seleccionadas y acogidas positivamente. --Una mayor complejidad sociocultural posibilitará el desarrollo de las potencialidades del cerebro. El aumento de la complejidad cerebral se caracteriza por un aumento del número de neuronas del córtex superior, por el establecimiento de conexiones entre regiones cerebrales hasta entonces independientes, por la aparición de nuevos centros asociativos y organizadores y por un aumento de la capacidad de memoria. Se establece, pues, una relación recursiva entre el aumento de la complejidad social (paleosociedad) y el aumento de la complejidad cerebral. La dialéctica cerebro-cultural es inseparable de la «juvenilización», es decir, de «la prolongación de los períodos biológicos de infancia y adolescencia» (Morin 1973: 97). La prolongación de la infancia (retardamiento del desarrollo ontogenético del niño) permite que el crecimiento del cerebro (7) y su desarrollo organizativo se realicen en relación con el mundo sociocultural. La prolongación de la infancia y la lentitud del desarrollo ontogenético favorecen el aprendizaje con lo que permiten que se integren en el cerebro estructuras socioculturales fundamentales. Para reproducirse y transmitirse la complejidad sociocultural tiene, pues, necesidad de una infancia prolongada. La prolongación de la infancia y la adolescencia traen consigo la persistencia en la edad adulta tanto de la capacidad para seguir aprendiendo como de la afectividad, emotividad y sensibilidad infantiles. Se produce un «vínculo recíproco» entre los procesos de juvenilización, cerebralización y culturalización: por un lado, los procesos socioculturales de los homínidos favorecen la cerebralización y la juvenilización, la evolución biológica; y, por otro, a su vez, la cerebralización y la juvenilización favorecen la complejización sociocultural. El carácter biosociocultural de la hominización nos muestra como puede existir una complementariedad entre naturaleza y cultura, como estas no tienen porqué estar necesariamente opuestas. Por un lado, las mutaciones cerebralizantes, es decir, la evolución «natural», biológica, del cerebro del homínido «ha producido y desarrollado la cultura» (Morin 1973: 97). A través de los nuevos desarrollos del cerebro emergen estructuras organizativas (cognoscitivas, lingüísticas, etc.) innatas que reemplazan a los programas esterotipados o instintos. Mientras que las estructuras innatas quedarán inscritas en la herencia genética, los compartimentos esterotipados desaparecerán. Ahora bien, por otro lado, «dichas estructuras de organización sólo adquirirán un carácter operativo a partir de la educación sociocultural y en un medio social complejificado por la cultura» (Morin 1973: 102). Para expresarse y resultar funcionales las potencialidades cerebrales de sapiens requieren de un contexto sociocultural y lingüístico complejo sin el cual el cerebro de sapiens sería, en realidad, un handicap y sin el que no podría sobrevivir. El genial cerebro es débil sin el apoyo del aparato cultural. De este modo: «el cerebro de grandes dimensiones que caracteriza al sapiens no ha podido hacer su aparición y alcanzar el triunfo sin la formación de una cultura compleja» (Morin 1973: 103). Evolución biológica y evolución cultural aparecen, pues, asociadas en el proceso de hominización y en su culminación: «el hombre es un ser cultural por naturaleza porque es un ser natural por cultura» (Morin 1973: 103). El hombre es un ser cultural por naturaleza, es decir, porque dispone de la aptitud innata para la cultura y porque lo que precisamente caracteriza su naturaleza es que debe desarrollar cultura. Y es un ser natural por cultura, es decir, que su naturaleza innata, su cerebro, ha sido resultado de la selección cultural y porque es a través de la cultura como desarrolla su naturaleza humana (consistente, como hemos visto, en la aptitud natural para la cultura). Ya no es posible oponer lo innato (la naturaleza) a lo adquirido (la cultura). Nuestra naturaleza (nuestro cerebro y el código genético innato que lo genera) es fruto de las selecciones socioculturales que han tenido lugar a lo largo del período de hominización. Y producimos cultura gracias a nuestra capacidad (cerebral, genética) para ello. En virtud de todo esto, la antropología compleja moriniana define al hombre como un ser bio-cultural. No se trata sólo de que lo biológico y lo cultural de lo humano estén asociados, pero a modo de dos «sustancias» o realidades que dispusiesen previamente de una entidad propia ya hecha; no se trata, por decirlo así, de dos líquidos puros que concurrieran a una mezcla. Se trata de que, aunque, como hacemos al hablar de ellos, podamos distinguirlos, se coproducen e implican mutuamente en un mismo bucle. No se reparten a un 50% el concepto de homo, sino que ambos lo ocupan al ciento por cien, totalmente, en el sentido de que todo lo humano es biocultural El hombre es totalmente biológico, porque nada humano escapa a la vida, porque todo lo humano ha surgido de una evolución animal. Pero, al mismo tiempo, la cultura es metabiológica puesto que constituye una emergencia, irreductible como tal a lo biológico, que comporta realidades originales y que, como tal, retroactúa sobre lo biológico (así, como hemos visto, los últimos estadios de la evolución biológica del hombre sólo han podido realizarse en y por la cultura). Todo lo que es biológico en el hombre (nacer, comer, morir, etc.) está mezclado de cultura; todo acto humano es bio-cultural. En el hombre nada hay que sea «puramente cultural» o puramente biológico. La naturaleza humana es bio-cultural. El hombre es permanentemente un ser biocultural:
3. La súper e híper-animalidad humana Hemos roto la muralla existente entre naturaleza (vida) y cultura, entre hombre y animal. Nuestro ser es plenamente viviente y animal y no sobrenatural, todas las dimensiones de nuestro ser son resultado de la evolución biológica y del proceso de hominización. Como hemos visto, en el proceso evolutivo el hombre desarrolla, ciertamente, el reino de la cultura y a través de él se va diferenciando de la naturaleza y de la animalidad. Pero esto no significa que dejemos de ser animales, sino que somos culturales gracias a nuestra (híper-) animalidad. Las cualidades humanas que singularizan a nuestra especie no son el resultado de proceso sobrenatural o trascendental alguno, sino que resultan todas gracias al híper/súper desarrollo de cualidades vivientes y animales asimismo desarrolladas en los mamíferos, los primates y mediante el proceso de hominización. Al final del proceso de hominización la animalidad se convierte en humanidad y pasamos a ser «meta-animales», seres espirituales (noosfera) en los que la evolución se ha transformado en devenir histórico. Pero estas cualidades meta-animales no son sobre-naturales, sino que constituyen emergencias que son posibles, precisamente, en virtud de nuestra (súper-) animalidad:
Al concebir la complejidad antroposocial como enraizada en la vida, Morin escapa al antropologismo sobrenaturalista. Al concebirla como emergencia, evita todo reduccionismo biologista. Somos «híper-vivientes» e híper y súper-animales (híper- mamíferos y súper-primates) porque las cualidades de la vida, de los mamíferos y de los primates encuentran en nosotros una manifestación extrema y paroxística. Todas las capacidades y cualidades vivientes y animales, sean principales, ocasionales o potenciales, adquieren con el ser humano un desarrollo extremo (cf. 1980: 486-488). Como animales somos seres sexuales. Como híper-animales somos seres híper-sexuales. La sexualidad no es recluible en su funcionalidad reproductora. Somos seres constitutivamente sexuados; la sexualidad concierne al núcleo (y no sólo a la periferia reproductiva) de nuestra personalidad e identidad. Los animales son seres de necesidades, escaseces, carencias e insuficiencias, que constituyen los «caracteres existenciales» permanentes de la individualidad animal. Debido a estos caracteres, el animal es un ser de deseos. Las necesidades y los deseos se van multiplicando con la evolución animal hasta llegar a homo sapiens que es «un ser de necesidades insaciables y de deseos infinitos» (Morin 1980: 250). Si el antropologismo humanista asume el evolucionismo, pero no parece sacar consecuencia alguna de ello; para Morin, no se trata sólo de que procedamos, vía la evolución animal, de los vertebrados, de los mamíferos, de los primates. Se trata, además y más profundamente, de que «continuamos siendo vertebrados, mamíferos y primates, y esto no sólo anatómica o fisiológicamente, sino también genéticamente, caracterialmente, cerebralmente, psicológicamente e, incluso, sociológicamente» (Morin 1989: 9). Ahora bien, el hombre como súper-viviente crea nuevas esferas de vida (la vida del espíritu, la vida de los mitos, la vida de las ideas, la vida de la consciencia) y se hace progresivamente ajeno al mundo vivo y animal. De ahí el doble estatuto del ser humano: por una parte, depende por completo de la naturaleza biológica, física y cósmica; por otra, depende totalmente de la cultura. De este modo, a partir y más allá de sus identidades y arraigos terrenales y cósmicos, el hombre produce sus identidades socio-culturales propiamente humanas. Nuestra
híper/súper animalidad
y nuestra híper-cerebralidad hacen de sapiens
también demens;
no elevan, como pretende la ideología humanista, al cuadrado la
sapiencia del ser humano (la consabida denominación de homo
sapiens
sapiens), sino que, precisamente al (y por) aumentar la sapiencia
de sapiens,
introducen también la demencia en sapiens,
constituyéndolo
como homo sapiens demens.
4. La bio-culturalidad humana Retomemos el punto segundo para profundizar sobre la cuestión de la bio-culturalidad. Lo que denominamos hombre debe ser contemplado como «un sistema genético-cerebro-sociocultural» cuyos elementos integrantes son la especie, la sociedad y el individuo (Morin 1973: 107). En esta tríada de términos conformadora de la definición compleja de hombre, el de «especie» recoge las dimensiones biológicas, particularmente la dimensión genética (sistema reproductor, rasgos invariantes o perdurables a través del tiempo, principio generativo) del hombre. El de individuo recoge las dimensiones fenoménica y psicológica de la vida del ser humano. El de «sociedad» remite, obviamente, a la dimensión social (8). El hombre debe ser explicado y comprendido a partir del policentrismo eco-bio(genético)- sociocultural que, contemplado desde otra óptica, se convierte en el policentrismo entre individuo-sociedad-especie. El hombre debe comprenderse a partir de las interrelaciones complejas (complementarias, concurrentes y antagonistas) existentes entre cuatro sistemas principales: «el sistema genético (código genético, genotipo), el cerebro (epicentro fenotípico), el sistema sociocultural (concebido como sistema fenoménico-generativo) y el ecosistema (en su carácter local de nicho ecológico y en su carácter global de medio ambiente)» (Morin 1973: 228). Cada uno de estos sistemas o polos es «coorganizador, conductor y co-controlador del conjunto» (Morin 1973: 229). Veamos a continuación cómo interrelacionan entre sí (9). 1) El ecosistema «controla» el código genético (la selección «natural») y coorganiza y controla el cerebro y la sociedad. El ecosistema no constituye un mero «decorado» sino «un verdadero actor» (Morin 1973: 229). En consecuencia, resulta imposible concebir una antropología sin «ecosistemología» y sin una rama de antropología ecológica. 2) El sistema genético produce y controla el cerebro, quien, a su vez, condiciona la sociedad y el desarrollo de la complejidad cultural. De aquí que, para comprender la formación de la cultura y de la sociedad, resulte indispensable conocer el desarrollo biológico del cerebro. 3) Si, como acabamos de ver, el sistema genético incide sobre el cerebro, también éste incide sobre aquel: la cerebralización creciente modifica las capacidades cognoscitivas y socioorganizativas (10) del grupo y, de este modo, «actúa retroactivamente sobre las estrategias reproductivas y, por tanto, sobre la distribución estadística de los nuevos rasgos genéticos» (Morin 1982: 197). 4) El sistema y el desarrollo sociocultural: a) Actualizan las aptitudes del cerebro y resultan imprescindibles para dar cuenta del desarrollo biológico del cerebro durante el proceso de hominización. El cerebro de sapiens «es el producto de una filogénesis inicialmente biológica y después, en los últimos estadios de la hominización, biocultural» y el cerebro de cada individuo particular «es el producto de una ontogénesis biológica seguida de otra biocultural» (Morin 1973: 233). El cerebro no es sólo una estructura biológica, sino también una parte de la estructura social. b) Modifican el ecosistema. c) Influyen en la selección y la evolución genética: la sociedad y la cultura constituyen un «contexto» o «filtro» organizador que selecciona toda nueva reorganización genética ocurrida al azar. La evolución genética se ha visto frenada y modificada por la exogamia, por la diáspora y diversificación sociocultural y por la selección que la cultura, favoreciendo o inhibiendo determinados genotipos y contribuyendo a la conformación de los diversos fenotipos, ha ido operando en la herencia biológica. Es por esto por lo que a lo largo de la historia las modificaciones genéticas tan sólo han sido menores, «permaneciendo intacto a través de todas ellas el rasgo fundamental y genérico del hombre: la naturaleza hipercompleja del cerebro sapiencial» (Morin 1973: 230). 5) Si la cultura incide sobre el sistema genético, también éste incide sobre ella: determinadas modificaciones genéticas, al incrementar la cerebralización y con ésta las capacidades cognoscitivas y socioorganizativas, inciden vía la cerebralización en lo sociocultural. 6) El cerebro incide sobre la sociedad, la cultura y la historia de diversas maneras: a) Si el cerebro es una parte de la estructura social, la estructura social es también una parte de la estructura del cerebro pues aunque no sea reducible a ello la sociedad es resultado de la interconexión organizadora entre diversos sistemas nerviosos centrales. b) La organización social emana «de algunas de las virtualidades organizativas del cerebro humano», no de modo automático, sino en la interacción de éstas con el ecosistema. El cerebro proyecta sus caracteres propios sobre las esferas de la praxis antropo-social y sobre los procesos histórico-sociales: «los principios de invención y evolución propios del cerebro de sapiens se exteriorizan y traducen, no sólo en la evolución de la personalidad o el pensamiento del individuo, sino también en la evolución técnico-cultural y la creciente complejificación de la organización social» (Morin 1973: 156). Así, por ejemplo, en el campo de la historia, el «ruido» cerebral se ha proyectado en sound and fury históricos. No se trata de reducir la historia y la sociología de sapiens a su cerebro, sino de hacerlos converger sobre él. c) Para comprender el funcionamiento y desarrollo del cerebro, es necesario interrogar las obras culturales, las sociedades y la historia, pero para comprender estas es necesario interrogar al cerebro. 7) El comportamiento humano de los individuos es resultado de la integración y organización, por parte del cerebro, de la información filogenéticamente seleccionada transmitida a través de los genes, de la información sociocultural y de la información procedente de la experiencia individual. 8) Si, como hemos visto un poco más arriba, el sistema sociocultural modifica el ecosistema, también el tipo de sociedad puede variar en función del medio ambiente (11). 9) La cultura no es algo que le llegue de fuera a un cerebro ya totalmente formado y a punto, sino que el cerebro se constituye bioculturalmente: a) La formación del cerebro de homo sapiens es inseparable de la evolución socio-cultural; la evolución cerebral sólo ha podido acabarse gracias a una evolución cultural, y ésta sólo ha podido proseguir gracias al desarrollo del cerebro. b) Cuando nacemos nuestro cerebro no tiene más que el 40% del peso que llegará a obtener, de modo que las conexiones sinápticas que se van estableciendo son fruto de las interacciones del individuo con su medio sociocultural. c) Los universales cerebro/espirituales del conocimiento sólo pueden expresarse en y por condiciones socioculturales singulares y particulares; aun más, la cultura de una sociedad se inscribe e imprime literalmente en el cerebro, de modo que la cultura forma parte del cerebro. d) Las condiciones socio-culturales del conocimiento actúan, no sólo como determinaciones externas limitadoras del conocimiento, sino también como potencias internas inherentes y necesarias para la producción del conocimiento. Esta multipolaridad interactuante nos permite concebir, comprender y esclarecer tanto el proceso de hominización como la humanización y, en general, todo lo que es humano. El policentrismo significa que toda unidad de comportamiento humano es a un mismo tiempo genética-cerebral-social-cultural-ecosistémica. Para Morin, esto no impide que, en función de las necesidades de cada estudio particularizado, se pueda despreciar algun aspecto por hallarse escasamente implicado. Es legítimo privilegiar un aspecto de la multidimensionalidad antropo-social y poner las restantes dimensiones entre paréntesis, siempre que no se substancialice o absolutice la dimensión seleccionada y se olviden las demás; es decir, siempre que se haga de modo provisorio y heurístico. Las dimensiones de lo humano son inseparables, pero la inseparabilidad ni excluye ni impide la posibilidad y la necesidad de distinción. Para Morin la inseparabilidad no significa fusión o confusión de todas las dimensiones, sino que permite su distinción. Se deben distinguir las diversas dimensiones de lo humano, pero no separarlas disyuntivamente ni aislarlas (12). La antropología general y fundamental debe hacer el esfuerzo de concebir lo humano como «unidad compleja bio-antropo-cerebro-psico-socio-cultural histórica» (Morin 1987: 220). Morin reconoce que no podemos abarcar una totalidad tal en todos sus detalles y que, como hemos dicho, heurísticamente es necesario distinguir y focalizar. Pero esto no debe conducirnos a tomar el fragmento focalizado por la totalidad, sino que debemos mantener la consciencia de la fragmentariedad y parcialidad de nuestra visión y de la necesidad de integrarla multidimensionalmente. La multidimensionalidad interactuante constitutiva de lo humano significa, así mismo, «que el fundamento de la ciencia del hombre es policéntrico; el hombre no tiene una esencia particular estrictamente genética o cultural, no es una superposición cuasi-geológica del estrato cultural sobre el estrato biológico. Su naturaleza cabe buscarla en la interrelación, la interacción y la interferencia que comporta dicho policentrismo» (Morin 1973: 231). Frente a aquellos que separan individuo, sociedad y especie, remiten la especie al campo de la biología, el individuo al de la psicología y la sociedad al de la sociología, y proclaman que «la verdadera realidad del hombre» se encuentra en uno sólo de ellos en detrimento de los otros dos, Morin defiende un policentrismo entre la especie, la sociedad y el individuo, de modo que «la verdadera realidad del hombre» se halla «no sólo en cada uno de estos tres campos, sino en sus mutuas interrelaciones» (Morin 1973: 231). Ante la incapacidad para considerarlos en su conjunto, se marginan dos de esos términos en beneficio de un tercero. Morin opina que no es posible pensar alguno de esos términos como fin de los otros, «hay un circuito sin principio ni fin en el que se insertan especie, sociedad e individuo» (Morin 1973: 107). Entre individuo, sociedad y especie se establecen relaciones complejas, es decir, relaciones inciertas y ambiguas, a la vez complementarias y antagonistas, y discontinuas (cf. 1973: 43-50): 1) Existe complementariedad, pues, como ya hemos visto, determinados caracteres genéticos están encargados de impulsar el desarrollo de determinados caracteres sociales e individuales (desarrollo del cerebro, múltiples predisposiciones intelectuales, afectivas y comunicativas, etc.). 2) La sociedad le impone al individuo los marcos, las estructuras, dentro de los cuales los individuos han de expresarse, los «patterns» transindividuales de estatuto, rango, clase y rol que han de asumir los individuos y en función de los cuales han de comportarse. Desde este punto de vista, tales estatutos resultan coactivos, frenan e impiden los desarrollos de la diversidad individual, impiden su libre expresión y su pleno desarrollo. 3) Pero, a su vez, y actuando de modo no ya antagónico sino complementario, a través de la fijación de estatutos y roles, se ordena la diversidad y se establece un orden que impide la desorganización que resultaría del total desarrollo de la diversidad y la variedad individuales. Además, las estructuras que coaccionan y restringen la conducta del individuo son, al mismo tiempo, las que proporcionan un cauce para expresarse; y las coacciones y jerarquías no uniformizan del todo a las individualidades, sino que les permiten hasta cierto punto desplegar sus diferencias. 4) Existe, a un mismo tiempo, antagonismo y complementariedad potenciales entre el individuo que persigue sus intereses y el interés de la organización colectiva. Complementariedad, pues, a veces, al obrar para la consecución de sus objetivos personales el individuo trabaja sin saberlo también para el interés colectivo. Antagonismo, ya que el juego egocéntrico no siempre se dilucida en provecho de la sociedad (egocentrismo individualista); y a la inversa, la sociedad no siempre actúa en provecho del individuo (sociocentrismo colectivo). Tanto las relaciones interindividuales como la relación entre cada individuo y el grupo están gobernadas por un doble principio de complementariedad y antagonismo, de cooperación y solidaridad, por un lado, y de competición y antagonismo, por otro. 5) La relación es ambigua e incierta ya que ignoramos si el «fin», la «realidad» última o la «esencia» del hombre se halla en la especie, la sociedad o el individuo, si la sociedad y la especie están al servicio del individuo, si el individuo y la sociedad están al servicio de la especie o si la especie y el individuo están al servicio de la sociedad. La relación
entre la sociedad y los
individuos debe comprenderse a partir del principio de recursividad
organizacional.
Morin rechaza tanto la reducción de la sociedad a una mera suma
de individuos (individualismo metodológico), como el holismo.
Para
él, no podemos prescindir de alguno de los dos términos,
ni debemos epifenomenalizarlos. Los individuos y la sociedad se
coproducen
mutua y recursivamente. Sin duda, la sociedad resulta de las
interacciones
entre individuos, pero una vez emergida cobra entidad propia y
retroactúa
sobre ellos. Sin la sociedad con su cultura, saberes, lenguaje no
seríamos
individuos humanos.
5. El cerebro como epicentro organizativo de las complejidades policéntricas de sapiens En las complejidades policéntricas caracterizadoras de lo humano el cerebro ocupa una posición particular: la de ser «el epicentro organizativo de todo el complejo bio-antropo-sociológico»; es decir, la de ser «la plataforma giratoria en la que se comunican el organismo individual, el sistema genético, el medio ambiente ecosistémico y el sistema socio-cultural, y, en términos trinitarios, individuo, especie y sociedad» (Morin 1973: 232-233). El cerebro debe ser considerado, no sólo como el centro organizador del organismo individual propiamente dicho, sino como el centro que federa e integra las diversas esferas a la vez complementarias, en competencia y antagonistas, cuya interrelación constituye el universo antropológico (la esfera ecosistémica, la genética, la cultural, la social y la esfera fenotípica del organismo individual), en «un sistema único bio-psico-sociocultural» (Morin 1973: 155). Según Morin, «el rasgo fundamental y genérico del hombre» es «la naturaleza hipercompleja del cerebro sapiencial» (Morin 1973: 230). Consciente de
las
ignorancias que aún
tenemos con respecto al cerebro, así como de sus
desconocimientos
particulares, Morin aplica los principios de su paradigma de la
complejidad
a la comprensión del cerebro. Según Morin, los principios
dialógico, recursivo y holo
(gramático/escópico/nómico)
son los principios de intelegibilidad compleja que pueden ayudarnos a
concebir
la hipercomplejidad cerebral (cf. Morin 1986: 99-111).
II. HOMBRE IMAGINARIO Y HOMO DEMENS 1. Lo imaginario Hemos visto que el lenguaje, la cultura, la técnica, la sociedad, desarrollados al menos en algún grado, son previos a la aparición de sapiens y contribuyen a su aparición y desarrollo cerebral; encontramos ya en los homínidos precedentes restos de ellos o bien lo que sabemos nos posibilita y exige postularlos. Evidentemente, todos esos rasgos serán desarrollados y perfeccionados por sapiens, pero no constituyen aportes originales suyos. Sin embargo, con el hombre de Neandertal, ya sapiens y poseedor de un cerebro de gran tamaño, nos hallamos con dos tipos de restos de los que no hemos encontrado vestigio alguno en los homínidos precedentes; a saber, la sepultura y la pintura:
¿Qué significa esto? ¿Qué nos dicen la sepultura y la pintura sobre sapiens?. Según Morin, la sepultura neanderthaliana nos testimonia la irrupción de la conciencia de la muerte en la vida humana y nos sugiere la creencia en el renacimiento y en la supervivencia tras la muerte. Irrupción que está ligada a «una serie de modificaciones antropológicas» que la han «permitido y provocado» (Morin 1973: 114). Para Morin (cf. El hombre y la muerte), la conciencia humana ante la muerte es tanto conciencia objetiva que reconoce la mortalidad, como conciencia traumatizada y angustiada que siente horror y ansiedad ante la muerte, y conciencia subjetiva que afirma la existencia de una vida más allá de la muerte. Esta conciencia ante la muerte nos muestra el surgimiento de «una nueva conciencia» que no se ciñe ya a la presencia inmediata, a los hechos (de la muerte en este caso), sino que va más allá de ellos hasta el punto de abrir «una brecha entre las visiones subjetiva y objetiva» (Morin 1973: 116). En el hombre la conciencia objetiva y la subjetiva coexisten de modo que «ninguna de ambas conciencias llega a anular verdaderamente a la otra y todo acontece como si el hombre fuera un sincero simulador ante sus propios ojos, un histérico» (Morin 1973: 116). Por otra parte, las creencias en el renacimiento y en la supervivencia después de la muerte nos indican la aparición de lo imaginario, del mito y de la magia como «formas de percepción de la realidad» que a partir de entonces «se convertirán a un mismo tiempo en productos y coproductores del destino humano» (Morin 1973: 115). El hombre rehúsa admitir la muerte y la supera a través del mito y de la magia. Esta postura del hombre ante la muerte es ya un modo de «disociar su destino del destino natural» (Morin 1973: 116-117). La muerte neandertaliana y los fenómenos a ella vinculada (el mito, la magia y lo imaginario, el surgimiento de una conciencia que va más allá de la presencia inmediata, la brecha antropológica entre las conciencias subjetiva y objetiva de la muerte y el progreso de la individualidad) se encuentran vinculados, «en último término», «al desarrollo del cerebro del homínido y a la constitución del cerebro de sapiens» (Morin 1973: 117) si bien, «es muy posible que un buen número de rasgos se hallaran ya esbozados en homo erectus» (Morin 1973: 117 nota). Por lo que a las pinturas rupestres del período magdaleniense se refiere, Morin opina que lo que nos revelan es «la conexión imaginaria con el mundo». Por un lado, la palabra, el signo, el símbolo y la figuración re-presentarán al pensamiento los seres y las cosas del mundo exterior aun cuando éstos se hallen ausentes y, en un cierto sentido, coadyuvarán a que tales seres y cosas adquieran un poder invasor. Por otro, serán las imágenes mentales las que invadirán el mundo exterior. Surge un nuevo campo, el de los productos propios del espíritu (imágenes, símbolos, ideas), al que Morin da el nombre de «noológicos», surge la esfera noológica. Es, precisamente, en «haber hecho efectivo el surgimiento de lo noológico» donde reside «el carácter más original de sapiens» (Morin 1973: 243). La irrupción
de lo imaginario supone
un exacerbado incremento de las posibilidades de errar en la
interpretación
del mundo y en la concepción de la objetividad. La
regresión
sufrida por los programas genéticos que regulaban los
comportamientos
humanos origina una «zona de incertidumbre» y de
ambigüedad
en las relaciones entre el medio ambiente y el pensamiento, entre el
sujeto
y el objeto, entre lo real y lo imaginario, entre el cerebro y el medio
ambiente. Ya no se producen respuestas automáticas y
unívocas
ante los estímulos y mensajes que llegan del exterior, sino que
ahora el cerebro ha de interpretarlos y puede elaborar una
multiplicidad
de respuestas posibles entre las que será preciso escoger una.
Ahora
bien, este proceder será una fuente permanente de errores.
2. Hybris y demencia La hiperanimalidad del ser humano significa que todos los aspectos psico-afectivos y emocionales existentes en los mamíferos, en los primates y en los antecesores homínidos adquieren en él una intensidad exacerbada y arrolladora; hacen del hombre un ser de hybris, de excesos, fácilmente presto a la desmesura. Los afectos y sentimientos de todo tipo así como sus manifestaciones (risas, llantos, etc.) adquieren en el hombre un desarrollo inusitado. El control deficiente de la agresividad hace que con el hombre se desaten todas las pasiones violentas (asesinatos, destrucciones, matanzas y carnicerías, cóleras, odios). El onirismo y eros (en los animales circunscrito al período de celo) se desbordan. El orgasmo de sapiens es, en general, mucho más violento, convulsivo, profundo y espasmódico que el de cualquiera de los primates. Además, el hombre busca con fruición, mediante la toma de hierbas, licores y drogas, y a través de fiestas, danzas y ritos, entrar en estados de excitación, de entusiasmo, de paroxismo y de éxtasis. Todos los rasgos anteriormente referidos nos muestran «que lo que caracteriza a sapiens no es una disminución de la afectividad en beneficio de la inteligencia sino, por el contrario, una verdadera erupción psicoafectiva e incluso, la aparición de la hybris, es decir, la desmesura» (Morin 1973: 129). La regresión de los programas genéticos, la ambigüedad entre lo real y lo imaginario, las proliferaciones fantasmagóricas, la inestabilidad psicoafectiva, la hybris y el «ruido y la furia» (luchas por el poder, conflictos, destrucciones, suplicios, masacres y exterminios, etc.) de la era histórica constituyen factores permanentes de desórdenes. Según Morin:
La originalidad del hombre no se limita al prodigioso y complejificador desarrollo que éste realiza de la técnica, la sociedad, el lenguaje, la cultura, etc. (es decir, no se limita a su sapiencia), sino que lo que constituye su «rasgo específico absolutamente original» (Morin 1974: 741) es «el surgimiento de lo imaginario fuera del dominio cerrado del sueño, el surgimiento del mito y la negación mitológica de la muerte, todo esto en relación con un cerebro no solamente más rico en neuronas que el de todos sus predecesores, no solamente dotado de nuevos dispositivos aptos para organizar la experiencia, las ideas y la acción de modo no preprogramado sino estratégico, sino que además funciona con muchos desórdenes y dotado de una regulación muy falible que generan tanto una aptitud para el delirio y la destrucción como para el genio y la creación» (Morin 1974: 741). La originalidad del hombre no está en su carácter de sapiens, sino en que «homo es a la vez sapiens-demens» (Morin 1974: 742). Y es precisamente en «la consubstancialidad, la dialectización, la inestabilidad y, en el límite, la incertidumbre entre lo que, en el hombre, es sapiens y lo que es demens» (Morin 1974: 742) donde se halla la enorme complejidad, la «hipercomplejidad», humana; es en «la nueva relación entre orden y desorden, entre destrucción y creación, entre sapiencia y demencia, que el hombre introduce en el mundo» (Morin 1974: 745), donde se halla el nivel de complejidad «propiamente original» del hombre. Ahora bien, los
aspectos demenciales de sapiens
no representan solamente un handicap para homo sapiens sino que
se hallan estrechamente vinculados a su sapiencia. Existe una
«relación
consustancial» entre el homo faber y el hombre
mitológico;
entre el pensamiento
objetivo-técnico-lógico-empírico
y el pensamiento
subjetivo-fantasmagórico-mítico-mágico;
entre el hombre racional, consciente y capacitado para autocontrolarse
y el hombre irracional, inconsciente, incontrolado. No es posible
oponer
sustancial y abstractamente homo sapiens a homo demens.
Los
progresos de la complejidad, de la invención, de la inteligencia
y de la sociedad se han producido «a causa, con y a pesar de y
a un mismo tiempo» que el error y lo imaginario. Para comprender
al hombre hemos de recurrir a las nociones, antagónicas y
complementarias
de sapiens y demens. Según Morin, «la
creatividad,
la originalidad y la eminencia de homo sapiens tienen el mismo
origen
que el desajuste, el vagabundeo y el desorden de homo demens»,
a saber: la hipercomplejidad del cerebro humano, de un cerebro de 1500
cm3, 10.000 millones de neuronas y 1014 sinapsis.
Veremos a continuación cuáles son las fuentes cerebrales
de la demencia de sapiens y cómo estas son al mismo
tiempo
necesarias para su sapiencia.
3. Cerebro, sapiencia y demencia La demencia de sapiens está relacionada con (cf. Morin 1973: 151-152): 1) «la ambigüedad e indecisión fundamental que rigen la relación entre lo que pasa en su interior (subjetividad, imaginario) y lo que pasa en su exterior (objetividad, realidad)»; 2) «el retroceso y las interferencias sufridas por el programa genético a causa del aumento del "ruido" y de las capacidades»; 3) «la débil estabilidad del sistema triúnico»; y 4) la debilidad de la consciencia, que suele permanecer subdesarrollada como un epifenómeno sin llegar a convertirse en epicentro. Nos acuparemos a continuación de analizar los tres primeros factores (13). 3.1 La ambigüedad entre lo imaginario y lo real La percepción empírico-racional de lo real no es un reflejo de la realidad sino que consiste en la construcción, a partir de una dialógica entre el aparato neurocerebral y el mundo exterior, de una representación o imagen mental. Esta representación se forma mediante un proceso recursivo que, partiendo del ojo (células retinianas), va hacia el cerebro, el cual remite al ojo una imagen mental «que se proyecta sobre el mundo exterior» (Morin 1986: 118). Del mismo modo, también nuestros sueños e imaginaciones son representaciones, imágenes mentales proyectadas. Los mundos antagonistas de lo real (percepción y exploración empírico-racional de lo real) y de lo imaginario (ilusiones, sueño, mito) son complementarios e iguales en el sentido de que ambos parten de la representación, lo que hace que sean fácilmente confundibles, que lo imaginario pueda ser considerado como real. Ciertamente existen diferencias entre la percepción real y las visiones imaginarias. En primer lugar, si bien la percepción no constituye una copia de lo real, sí que mantiene una relación con el mundo exterior; en la percepción el aparato neurocerebral sufre determinaciones objetivas procedentes del mundo exterior; la representación de la realidad «puede ser concebida como la producción de un analogon cerebral/espiritual de la realidad percibida» (Morin 1986: 119). En segundo lugar, en la percepción real el aparato neurocerebral ejerce sobre las apariencias exteriores un «control organizador» imponiéndoles marcos espacio-temporales y sometiéndolas a esquemas de identificación y objetivación (como los de constancia), de este modo elabora la estabilidad y la coherencia características de la percepción real. Estos dos caracteres no rigen en la representación imaginaria. En ésta hay una desconexión con respecto a la realidad exterior y la imagen apenas está organizada y controlada en función de los marcos espacio-temporales y de los esquemas de objetivación, estabilidad e identificación. Ahora bien, entre la percepción real y la representación meramente imaginaria no existe diferencia alguna, intrínseca a la imagen misma, y ésta es la razón de que la alucinación se le imponga al alucinado como percepción verdadera en vez de como ilusión imaginaria (14). Según Morin: «El cerebro no posee ningún mecanismo interno que le permita distinguir entre los estímulos externos y los estímulos internos, es decir, entre el sueño y la vigilia, entre la alucinación y la percepción, entre lo imaginario y lo real, entre lo subjetivo y lo objetivo» (Morin 1973: 147). Por ello, el error, la ilusión, la confusión entre lo imaginario y la realidad, entre lo subjetivo y lo objetivo, son siempre posibles y la ambigüedad e incertidumbre de los mensajes que llegan al cerebro resulta imposible de eliminar. Ni siquiera el recurso a la verificación en el medio ambiente, al control lógico, a la práctica y a la cultura si bien constituyen instancias a través de las cuales desvelar ambigüedades y errores puede disipar de forma absoluta la ilusión y el error que «nunca dejarán de acompañar la actividad pensante de sapiens» (Morin 1973: 148). Pero las interferencias entre la percepción de lo real y los brotes imaginarios no sólo conducen a ilusiones y delirios, también conducen a la invención creadora. De este modo: «en la aventura del conocimiento hay una relación dialógica, recursiva e incluso hologramática entre la sapiencia y la demencia humanas (estando la una totalmente inscrita en la otra a la manera del ying-yang)» (Morin 1986: 124-125). 3.2 Desórdenes de la hipercomplejidad cerebral El cerebro no es sólo un sistema complejo ni una unitax multiplex sino que es un complejo de sistemas complejos y una multiplicidad de unitax multiplex: unidad bihemisférica, unidad triúnica, poliunidad intermodular (15), unidualidad de los haces hormonales (16). Esta multiplicidad de sistemas complejos en la que consiste el cerebro hacen de él un sistema hipercomplejo. Para Morin, un sistema hipercomplejo se caracteriza esencialmente por disminuir las coacciones; estar débilmente jerarquizado, especializado y centralizado, por lo que depende más de las intercomunicaciones; por aumentar sus aptitudes organizativas; y, como consecuencia de todo esto, por estar más sometido al desorden, al «ruido», al error. En tanto que sistema hipercomplejo, el cerebro manifiesta los siguientes caracteres: 1) Cuanto más complejo es el cerebro, menos sometido está a las rígidas coacciones de un programa genético y menos reacciona con respuestas unívocas a los estímulos del medio ambiente. Pero, aunque se produce una «regresión de los comportamientos genéticamente programados», sin embargo «tales mensajes genéticos no han desaparecido de un modo absoluto», se manifiestan, pero son «dejados de lado» por las aptitudes organizativas y por la información cultural. De este modo, «puede suponerse que en homo sapiens hay toda una parte «instintiva» que de un modo continuado está siendo hecha añicos» (Morin 1973: 142). 2) «el cerebro de sapiens es policéntrico, sin que exista predominio de ninguno de sus centros; las relaciones entre sus diferentes regiones se establecen de forma débilmente jerarquizada mediante una serie de interacciones e interferencias, e incluso observamos la existencia de fenómenos de inversión de jerarquía» (Morin 1973: 139-140). 3) El desarrollo de nuevas zonas corticales, la constitución de nuevos centros cerebrales y el establecimiento de relaciones entre centros hasta entonces desconectados dan lugar a la formación de «aptitudes organizativas». Estas aptitudes son: heurísticas (capacidades para encontrar soluciones), estratégicas (capacitadas para combinar un conjunto de decisiones-elecciones en función de una finalidad) e inventivas (capacidad para efectuar nuevas combinaciones). Estas aptitudes «son innatas en tanto que tienen su fundamento en una organización cerebral genéticamente determinada» (Morin 1973: 140). Muchas de ellas requieren para actualizarse de la experiencia sensible, del medio ambiente y de la cultura. Las aptitudes poseen capacidad para «organizar orden a partir de «ruido», es decir, a partir de datos mentales heterogéneos, proliferantes y desordenados y de mensajes ambiguos transmitidos por los sentidos» (Morin 1973: 140). 4) Debido a los dos primeros puntos anteriores, el cerebro padece continuamente un ruido de fondo producido por las comunicaciones entre sus disímiles núcleos, por las imaginaciones, las alucinaciones y los sueños (17). A partir de este «ruido de fondo», sobre y desde él, es decir sobre y desde la confluencia causal de ideas, imágenes y recuerdos, y sobre y desde el «ruido» del sueño, las aptitudes o capacidades cerebrales construyen el logos (es decir, el discurso, el pensamiento, la razón). La proliferación onírico-alucinatoria conlleva, ciertamente, un enorme despilfarro y es causante de errores mortales y de delirios. Pero, al mismo tiempo, constituye la infratextura imprescindible para la creatividad: «sueños y alucinaciones dan lugar de modo incesante a nuevas, extrañas y sorprendentes combinaciones, mezcla de coherencia e incoherencia», combinaciones e invenciones «ruidosas» y desordenadas que, modificadas, organizadas e integradas «suministran a la creación lógica un flujo ya espasmódicamente creador» (Morin 1973: 144). De hecho, el surgimiento de una nueva idea muchas veces se ha vinculado a momentos de súbita inspiración, de alucinaciones y de sueño. Es en este sentido en el que el sueño es poiesis, creación:
3.3 La débil estabilidad del sistema triúnico Según la concepción triúnica del cerebro propuesta por P.D. MacLean y después por H. Laborit (18), desde el punto de vista de la herencia filogenética en el cerebro pueden distinguirse tres partes: 1) el paleoencéfalo: constituido por el tronco cerebral, con el hipotálamo, herencia del cerebro reptiliano y fuente de la agresividad y de las pulsiones primarias; 2) el mesocéfalo: constituido por el sistema límbico y el hipotálamo, herencia del cerebro de los primeros mamíferos y sede de los fenómenos afectivos y de la memoria a largo plazo; 3) el neocéfalo: formado por el córtex asociativo, escasamente desarrollado en peces y reptiles, resulta específico de los mamíferos superiores y de los primates y se verá coronado por el neocortex de sapiens; constituye la sede de las operaciones lógicas. Esta triunicidad no debe entenderse como «tres en uno», como si el cerebro humano se hallase formado por tres estratos cerebrales superpuestos, incomunicados y cada uno determinador de unas funciones, sino como «uno en tres»: si bien cada una de las partes es delimitable, sin embargo pueden ser consideradas como «herencias filogenéticas, atrofiadas o modificadas a causa de las sucesivas reorganizaciones efectuadas en el transcurso del proceso evolutivo», de manera que, en el caso de que hubiese funciones dependientes de alguna de las partes, «no sabríamos cómo someterlas a un auténtico análisis fuera del marco proporcionado por las interacciones e interferencias del conjunto total» (Morin 1973: 150). De este modo, el cerebro se manifiesta como «una máquina policéntrica», polifónica. Morin reconoce explícitamente que la concepción de McLean es hoy desdeñada por la gran mayoría de los neuroinvestigadores. No obstante, considera que la idea del cerebro triúnico «es interesante porque a su manera revela la integración en el unitax multiplex cerebral humano de una herencia animal superada aunque no abolida» permitiéndonos, así, considerar el cerebro humano como un complejo a la vez reptil, mamífero, primático y humano. Además, la integración de la herencia animal del cerebro humano constituye una introducción epistemo-cerebral a la problemática de homo sapiens demens (19), pues a partir de ella podemos dilucidar el fenómeno de la fragilidad de la racionalidad: en el seno del conocimiento existe una conexión compleja entre racionalidad, afectividad y pulsión: «En contra de lo que nos parecería lógico, no existe jerarquía razón/afectividad/pulsión, o más bien existe una jerarquía inestable, permutante, rotativa entre las tres instancias, con complementariedades, concurrencias, antagonismos y, según los individuos o los momentos, dominación de una instancia e inhibición de las otras» (Morin 1986: 104). El conocimiento racional puede ser dominado por la afectividad y las pulsiones. Inversamente, el conocimiento, aún el más racional, puede movilizar afectividad y pulsiones y ponerlas a su servicio. La «inestabilidad triúnica» del cerebro, que conlleva que el cerebro no esté sometido al control jerárquico de la razón neocortical, es fuente de demencia. Mientras que nuestra dimensión sapiens estaría ligada a la posibilidad de que la afectividad y las pulsiones puedan ser reguladas por el córtex superior, nuestra dimensión demens aparecería relacionada con la débil jerarquización del sistema triúnico y con la facilidad con que sus dispositivos cerebrales de regulación pueden ser desajustados por los afectos y las pulsiones. Pero, por otro lado, si no existiese la posibilidad de esta inestabilidad tampoco existiría la genial sapiencia del ser humano. Según Morin, el talento de sapiens está basado en las intercomunicaciones entre lo real y lo imaginario, lo lógico y lo afectivo, lo consciente y lo inconsciente. Y estas intercomunicaciones son posibles, precisamente, gracias a la inestabilidad triúnica y a la carencia de jerarquización que implica. Gracias a esto el logos puede ser irrigado y alimentado por la afectividad, los deseos, los sueños, los miedos, etc., de los que obtiene savia creadora:
De este modo:
«La demencia es el precio
de la sapiencia» (Morin 1973: 154). Como Lacan escribió:
«la
esencia del hombre, no solamente no puede ser comprendida al margen de
la locura, sino que dejaría de ser tal si no llevara en
sí
misma la locura como límite de su libertad» (20).
1. En especial los estudios de Carpenter, De Vore, Washburn, Itani, Chance, Kawamura, Tsumori, entre otros. Véase en particular: I. De Vore, Primate Behavior, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1965 y M.-R. Chance y C. Jolly, Social Groups of Monkey, Apes and Men, New York, 1970. 2. Cf. La Société contre nature, París, UGE 10/18, 1972. 3. Con la denominación de «antropologismo» se refiere Morin a las visiones del hombre que configuran lo antropológico como un dominio cerrado y reificado fundado sobre la exclusión de lo biológico y que, por tanto, son incapaces de englobar la naturaleza biológica de lo humano (Morin 1974: 737-738; véase también Morin 1973: 19-22). 4. Cf. Les Chimpanzés et Moi, París, Stock, 1971. 5. Cf. «Preparations for discussing behaviorism with chimpanzee», en F. Smith y G.A. Miller (ed.), The Genesis of Language, Cambridge, MIT Press; «The Education of Sarah, a chimp», Psycology Today, nº 4, 1970: 55-58; «Language in chimpanzee?», Science, nº 172, 1971: 808-822. 6. Cf. «Teaching sign-language to a chimpanzee», Science, nº 165, 1969: 664-672; «Two-way communication with an infant chimpanzee», en A. Shrier y S. Stollnitz (ed.), Behavior of non-human primates III, Nueva York, Academic Press, 1971. 7. El cerebro del chimpancé recién nacido tiene ya el 70% del volumen de su dimensión adulta, mientras que el de sapiens recién nacido sólo tiene un 23% de su tamaño definitivo. 8. Cf. Morin 1973: 231; 1980: 516 y 1984: 129. 9. Cf. especialmente Morin 1973: 229-234 y Morin 1986: 252-253. 10. Se pasa, por ejemplo, de la alta endogamia que posiblemente permitió la estabilización de determinadas modificaciones (traslocaciones cromosómicas y fusiones robertsonianas en el genotipo de una especie de monos antropomorfos) claves para el proceso de hominización, a la prohibición del incesto, al intercambio de mujeres y al establecimiento de nuevas reglas matrimoniales (Morin 1982: 197). 11. Un claro ejemplo de la incidencia del ecosistema en la organización social lo muestra la diferencia existente entre las sociedades de chimpancés (sociedades de bosque) y de babuinos (sociedades de sabana). En el caso de los chimpancés, la vida arborícola suministra una gran seguridad por lo que no son necesarios machos protectores, son sociedades descentralizadas en las que la desigualdad está poco acentuada y en las que el ejercicio del poder y el liderazgo se ejerce y adquiere de forma «hedónica», es decir, a través del exhibicionismo, mediante la intimidación y la mímica de la amenaza. Por su parte, en el caso de los babuinos la vida en la sabana está al albur de muchos peligros lo que favorece que se busque protección en los machos más poderosos que pasan a ocupar un lugar central; de este modo las sociedades babuinas están centralizadas, en ellas el rango jerárquico se adquiere de forma «agonística», en función de su agresividad y la desigualdad está más acentuada (cf. M.-R. Chance y C. Jolly, Social Groups of Monkey, Apes and Men, New York, 1970). 12. Cf. Morin 1973: 230 y Morin 1984: 127 y 131-132. 13. Sobre la epifenomenalidad de la consciencia, véase Morin 1973: 158-163. 14. Cf. Morin 1981: 18-19 y Morin 1986: 121. 15. Según la concepción «modular» del cerebro, propuesta por Mountcastle en 1957 y desarrollada sistemáticamente por Fodor en The Modularity of Mind, Cambridge (Mass.), MIT Press, 1983, el cerebro estaría organizado en un mosaico de módulos, cada uno constituidos por un conjunto de neuronas, que serían relativamente autónomas y especializados a la vez que inter-retro-comunicados y policompetentes. 16. Se puede reconocer un acoplamiento dialógico (complementario/antagonista) entre dos haces hormonales. Por un lado el MFB (Medial Forebrain Bundle), sistema dopaminérgico-noradrenalinérgico de incitación a la acción que pone en juego al hipocampo. Por tanto, el PVS (Periventricular System), sistema colinérgico, favorecedor del ACTH, inhibidor de la acción y que pone en juego a la amigdala. Estos sistemas se pueden relacionar, respectivamente, con los estados psicoafectivos de la alegría y la tristeza; estados psicoafectivos que inciden sobre nuestras ideas y percepciones (cf. Morin 1986: 106-107). 17. Según Morin, el sueño no debe ser considerado como un «epifenómeno», como una mera «actividad residual». Mientras que el chimpancé dedica a descansar el 15% de su tiempo y el chimpancé recién nacido sueña durante el 4 ó 5% de su tiempo de descanso, el hombre dedica un 24% a descansar y el recién nacido sueña entre el 40 y 70% de su tiempo de descanso. En el hombre los sueños no sólo aparecen durante el descanso nocturno sino que también aparecen durante la vigilia bajo la forma de alucinaciones. El sueño excita las neuronas cerebrales e incluso las de la motricidad, de modo que la inmovilidad del que está soñando se mantiene gracias a la acción de un mecanismo inhibidor específico. 18. Cf. P.D. MacLean, «The Triune Brain», en F.O. Smith (ed.), The Neuroscience, Second Study Program, Nueva York, Rockefeller University Press, 1970; H. Laborit, L'Agressivité détournée, París, UGE, 10/18, 1970; H. Laborit, L'Homme imaginant, París, UGE, 10/18, 1970. 19. Cf. Morin 1973: 150 y Morin 1986: 105. 20. En L'Enfance
aliénée,
París, EGE, 10/18, 1972 (cit. por Morin en 1973: 154).
Kamper, Dietmar Matarasso, Michel Morin, Edgar |
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