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1. Introducción En Loja, el tercer núcleo urbano de la provincia de Granada, que cuenta con cerca de dos mil gitanos entre sus 21.000 habitantes (1), tuvieron lugar en 1992 dos enfrentamientos entre minoría y mayoría que adquirieron gran notoriedad y agravaron los antagonismos étnicos en el municipio. El primer choque colectivo se produjo en abril. En marzo, Antonio Jiménez, un joven payo, disminuido psíquico, que se había peleado con tres hermanos de una familia gitana conocida como «Los Parrones», mató al menor de ellos en una céntrica plaza del pueblo. Un mes después, mientras el homicida permanecía en prisión, Luis, el mayor de «Los Parrones», mató a un hermano de Antonio, ajeno a la pendencia, cuando éste salía a abrirle la puerta. Esta segunda muerte, incomprensible para muchos vecinos, provocó la más importante movilización antigitana que se recuerda en Loja y estuvo cerca de terminar en un ataque a uno de los principales enclaves gitanos del municipio. Aunque aquí, a diferencia de lo ocurrido en otros conflictos étnicos como los de Mancha Real (1991) o Martos (1986), por citar dos muy conocidos, pero no únicos (2), se evitaron los ataques directos a la minoría o sus propiedades y se consiguió canalizar y frenar el enfrentamiento, los sucesos generaron una gran tensión, contribuyendo notablemente a deteriorar las relaciones entre los dos grupos y a profundizar la intolerancia y la incomunicación. Así, unos meses más tarde, en noviembre del 1992, la concesión de cuatro viviendas de protección oficial a sendas familias gitanas provocó otra airada respuesta vecinal, que reflejaba el rechazo que en amplios sectores del pueblo provocaba la presencia gitana. La iniciativa vecinal fue tachada de racista por diversas agencias extracomunitarias, lo que llevó a Loja a la cabecera de los noticiarios regionales y nacionales. En este
artículo reconstruiremos lo
acaecido en el primer episodio, el que concierne a lo que se han dado
en
llamar popularmente «los crímenes de Loja», para
plantearnos
posteriormente cómo se han interpretado las acciones y
reacciones
de los protagonistas por lojeños payos y gitanos. Para ello
utilizaremos
diversas fuentes documentales, así como datos de nuestro trabajo
de campo etnográfico, en un esfuerzo por crear una
«narración
densa» del caso (3). 2. Parrones y santeros: los crímenes de Loja Pocos sucesos tan dramáticos existen en la reciente historia de este pueblo como los que, en la primavera de 1992 se cobraron la vida de dos jóvenes lugareños en una serie de venganzas familiares. Los muertos eran dos muchachos muy semejantes en edad y que curiosamente se llamaban igual: Jesús Jiménez. El primero era el menor de los tres hermanos de una familia gitana conocida como «Los Parrones». El segundo era el tercer hijo de una humilde familia gaché, «Los Santeros», encargada de cuidar la iglesia de la Caridad de Loja. Ese macabro intercambio de víctimas creó una gran crispación en el pueblo. En marzo de 1992, Antonio J. L., hijo de «Los Santeros», era un joven de 21 años al que apodaban «el mareao», por su minusvalía psíquica. A los cinco años había sufrido una encefalitis de origen meningítico que le había dejado, según confirma la sentencia que le condenó, un retraso mental moderado y frecuentes crisis epilépticas (4). Los Parrones eran una familia gitana que llevaba en Loja treinta años; algunos de sus miembros eran temidos en el vecindario, donde tenían fama de violentos. Tres de los hijos varones de esta familia llevaban varios meses riñendo con Antonio, al que habían sometido a reiteradas vejaciones y abusos. Antonio se sentía «gravemente amenazado» por esos hermanos que le hacían «objeto de todo género de burlas» (5) y con los que había sostenido tres graves peleas. De la primera, en marzo de 1991, salió con un hachazo en la cabeza que necesitó numerosos puntos de sutura; en la segunda, Antonio apuñaló en una nalga a uno de los hermanos «Parrones», en una céntrica plaza del pueblo. Poco después, a finales de mayo, los hermanos, enfurecidos, le atacaron en el campo, produciéndole diversas heridas y contusiones, llegando a clavarle una navaja en el pecho y fracturándole un brazo (6). Antonio vivió
un infierno personal
por esta situación, pasando del pánico a la furia que a
veces
volvía contra sí mismo. En julio de ese año,
intentó
suicidarse tirándose desde lo alto de un muro y
fracturándose
ambos tobillos. Los roces y amenazas no terminaron ahí. Antonio
se quejaba de que «Los Parrones» seguían
acosándole
y que «se la tenían jurada». En el juicio por su
crimen
declaró: «ellos me decían: 'si no te matas
tú,
te mataremos nosotros'» (7). Y
la
víspera
de su crimen, «después de pasar una tarde preso de gran
agitación»
hizo «partícipes de su propósito al Sargento de la
Policía Municipal y al Letrado Sr. C. (sic), entre
sollozos
y de forma casi ininteligible» (8). 2.1 Primera muerte El sábado siete de marzo de 1992, a eso de las once de la mañana, Antonio,
Entonces, Antonio rodeó el kiosco y «sin previo aviso y de forma súbita» lo acuchilló repetidas veces, causándole siete heridas, cinco de ellas afectando a órganos vitales, tres directamente al corazón (10). Jesús, desangrándose, anduvo unos pasos hasta una farmacia cercana, donde varios transeúntes lo auxiliaron, transportándolo en un coche al centro de salud del pueblo, donde llegó muerto. Antonio, «con
las ropas manchadas de
sangre y el cuchillo envuelto en la bolsa» (11)
anduvo hacia la Alcazaba, donde fue detenido por la guardia civil sin
oponer
resistencia y confesando su crimen. «Poco después, ya en
el
cuartel, sufrió un ataque epiléptico» (12). 2.2 Segunda muerte La familia del difunto lo enterró a solas y en medio de una gran conmoción. Diversos informantes nos hablaron de los rumores que corrían respecto a las amenazas que los familiares del muerto profirieron durante el entierro. Es difícil saber hoy qué hay de cierto y qué de exageración en esas declaraciones, pues se han visto influidas por lo que luego pasaría, pero parece comprobado que muchos lojeños temían la venganza de los familiares del muchacho asesinado. De hecho, la misma noche de su entierro, el domingo ocho de marzo, alguien prendió fuego a la casa de «Los Santeros», donde faltaban sus moradores. El incendio «fue rápidamente sofocado por una pareja de la policía municipal que patrullaba por la zona en prevención de cualquier tipo de incidente» (13). La mayoría de los vecinos, sobre todo los interesados, sospecharon de los hermanos «Parrones». El miércoles ocho de abril, justo un mes después de la muerte del joven gitano, por quien acababa de celebrarse una misa de difuntos (14), rondando la media noche, alguien llamó a la casa de «Los Santeros», en la sacristía de la calle de la Caridad. En ese momento se encontraban allí su hermano Jesús, de 20 años, y su madre. Cuando Jesús abrió la puerta, sin que llegara a pronunciar palabra, recibió un disparo en el pecho que le mató casi en el acto. La madre, única testigo, nos contaba así lo ocurrido:
El asesino, según la sentencia que le condenó, era Luis J. H., el mayor de «Los Parrones», quien huyó del lugar «haciendo desaparecer el arma homicida lanzándola al río» (15). Jesús quedó tirado en el umbral de la puerta sobre un charco de su sangre. Le habían disparado a quemarropa un cartucho de postas con una escopeta de caza. Isabel, su madre, bajó corriendo del balcón…
Entre los primeros en acudir a los gritos estaba un guardia municipal, que se incorporaba entonces a su servicio. Luego llegaron otros policías y guardias civiles que fueron recibidos con improperios. «La indignación iba en aumento debido a la tardanza en el levantamiento del cadáver» (16) que yació en el suelo varias horas, hasta que llegaron el juez y el forense. El macabro intercambio de víctimas se había consumado. Isabel, la madre de «Los Santeros» lo resumía así: «El siete de marzo mató mi hijo al gitano y el ocho de abril el gitano mató a mi hijo». La guardia civil
estableció controles
en las entradas y salidas del pueblo y en las poblaciones vecinas.
También
se dispuso enseguida la vigilancia de la vivienda de «Los
Parrones»,
donde se detuvo al padre de esta familia y a uno de los hermanos que,
esposados,
fueron conducidos al cuartel de la guardia civil. De allí
salieron
a las pocas horas en libertad. 2.3 La reacción vecinal: el conflicto colectivo Algunos lojeños supieron de este crimen esa misma madrugada. Por la mañana, la noticia había ya recorrido el pueblo, que despertó en medio de una gran agitación. Al velatorio, que se celebró ese día, jueves, acudieron cientos de personas. Horas después, el pleno del ayuntamiento, tras su reunión ordinaria, emitió un comunicado condenando los hechos (17), ordenando que las banderas ondearan a media asta y suspendiendo la procesión de la Virgen de los Dolores, prevista para el día siguiente. La asociación de comerciantes locales difundió un comunicado en el que condenaba lo ocurrido, pedía el cierre de todos los establecimientos para el día siguiente y la asistencia al sepelio. El viernes, a las diez de la mañana, el juez instructor comunicó que el principal sospechoso había sido detenido la noche antes en Ronda; su hermano, al que se acusaba de encubrir el crimen, fue detenido esa misma mañana (18).Los vecinos se sentían indignados por lo que veían como inoperancia de las autoridades en prevenir un crimen «cantado». Ante la insistencia de los vecinos, el juez no quiso responder a las preguntas «sobre la obligatoriedad de que los jueces residan allá donde ejercen», ni a la posible negligencia de las autoridades en prevenir los hechos (19). La indignación popular subió de tono cuando se supo que los detenidos en Loja la noche del crimen habían sido puestos en libertad casi de inmediato. A esos sentimientos exaltados se sumó el odio impotente que muchos sentían contra «Los Parrones» y la incomprensión de sus actos. La tensión iba en aumento. El pueblo vivió ese día casi una huelga general, con los comercios cerrados y gran parte de su población en una tensa espera. Los testigos describen un intenso «clima de malestar» en el que se dieron «escenas de absoluta indignación» entre los ciudadanos de Loja (20). Alertado por los rumores, el alcalde se dirigió a la población a las doce de la mañana a través de dos emisoras de radio para pedir calma, pues percibía «el grave riesgo de desviar las iras de la población paya hacia el colectivo de raza gitana de Loja» (21). Esa misma mañana, la prensa provincial había difundido la noticia, presentando los hechos de forma equivocada, como una reyerta «tradicional» de las que a menudo aparecen en los periódicos y que se veía como «típicamente gitana»:
El error de los periodistas «de la capital» encrespó más los ánimos. Muchos vecinos se quejaban de que nadie hacía caso de sus preocupaciones y temores, que se habían visto trágicamente confirmados. Pocos percibieron, sin embargo, que el diario construía una noticia con información inexacta dentro de una tipología de sucesos claramente prejuiciosa, que adjudicaba automáticamente los «ajustes de cuentas» a las familias gitanas. El viernes por la tarde tuvo lugar el entierro. Ya a las tres de la tarde empezó a acumularse gente en la calle del joven asesinado, para dar el pésame a la familia. Hacia las cinco, miles de personas (entre 6.000 y 8.000, según las fuentes más fiables) acompañaron los restos de Jesús «El Santero» al cementerio. Su marcha por las calles principales del pueblo ocupaba una extensión cercana al kilómetro. Algunos testigos destacan el silencio que reinaba en las calles abarrotadas mientras el féretro era portado a hombros, y la emoción unánime cuando se produjeron las lógicas escenas de dolor entre los familiares del difunto, que abrían la marcha (23). Tras el entierro, de regreso del cementerio, la cabeza de la manifestación se detuvo en la calle principal y, de repente, algunos manifestantes rompieron el silencio con gritos de «¡Justicia, justicia!»; que fueron coreados por la multitud y atronaron en las estrechas calles. A partir de entonces las emociones se desbordaron y «de pedir justicia se pasó a pedir la expulsión de los gitanos» (24). Según diversos testigos locales, se trató de una reacción espontánea, cuya posibilidad estaba en el aire, pero que nadie había planeado. Durante la primera parte del recorrido la manifestación fue silenciosa, a la vuelta del entierro, ya en medio de gritos. se produjo un intento de dirigirse hacia la casa de «Los Parrones» y hacía allí marchó una parte de la multitud, pero a mitad del camino, inesperadamente, la marcha cambió de dirección y enfiló hacia el barrio de la Alfaguara, de mayoría gitana, profiriendo gritos como: «¡Fuera de Loja!», «¡No queremos gitanos!» y «¡Queremos más seguridad!», y de allí bajó hacia la Huerta de Don Álvaro, en las afueras del pueblo, donde se levanta el «bloque de los gitanos», un lugar que concentra el rechazo popular contra la minoría y que durante los últimos años se ha visto como un foco de todo lo indeseable que se asocia con los gitanos en el imaginario colectivo (25). En esos momentos, lo que había sido un enfrentamiento entre dos familias se convirtió en un conflicto colectivo con una clara base étnica. Una «castellana» que presenció lo ocurrido, recordaba así aquellos momentos:
En la Alfaguara se produjeron varios intercambios de piedras entre algunos gitanos y algunos manifestantes. Al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, la Policía Local que se veía desbordada, alertó a la guardia civil, consiguiendo entre ambas fuerzas contener a la muchedumbre en el llano, a tiro de piedra del bloque de la Huerta de Don Álvaro. Esa respuesta vecinal confirmó el carácter étnico/racial del enfrentamiento, diluido antes en lo que podía ser una pendencia familiar. Cuando una multitud de vecinos «castellanos» se dirige furiosa hacia el foco de tensión más importante del pueblo dando gritos contra los gitanos ya no puede dudarse del carácter colectivo y étnico de la reyerta. De esa reacción «popular» antigitana se hicieron eco casi todos los diarios regionales. Dos semanas después de la manifestación, los representantes de todos los partidos políticos en el ayuntamiento y los del sindicato mayoritario solicitaron la reprobación municipal de la familia de «Los Parrones». Diez días después, esa petición fue aceptada por el pleno municipal, que el ocho de mayo aprobó un manifiesto en el que se declaraba personas «non gratas» a los miembros de esa familia. El manifiesto reflejaba la crisis que se había abierto en la convivencia étnica en Loja, que se asociaba a una «crisis de seguridad» en la que se mezclaban de forma confusa temas diversos como la mendicidad, la delincuencia, el comercio de drogas ilegales etc. La reprobación de una familia local (a la que se mencionaba mediante un mote) era un acto simbólico, que pretendía apoyar un estado de ánimo ampliamente compartido en la población, pero que caía en un error de atribución y generalización familiar de la culpa no demasiado distinto del que condenaba en el homicidio del joven «Santero». Por eso, unas semanas después la FARA (Federación de Asociaciones Romaníes de Andalucía), tras una reunión de su junta directiva en Córdoba decidió emitir un comunicado respondiendo a esa dudosa decisión de los políticos lojeños. Ese comunicado suponía un revés igualmente simbólico para el ayuntamiento de Loja, al declarar «non gratos» a los representantes que habían firmado el manifiesto de reprobación, tildando su postura de «racista» y acusándoles de vulnerar la Constitución. Con el revuelo
provocado por el anuncio de
la FARA y la polvareda por ese forcejeo simbólico se
cerró
el primer acto del conflicto étnico que en el año 1992
sacudió
Loja. A partir de entonces se han ido consolidando dos interpretaciones
dominantes de lo ocurrido, una paya y otra gitana. 3. Dos visiones de los mismos hechos La elaboración popular de hechos tan graves y singulares ha acentuado las diferencias entre vecinos payos y gitanos, reforzando los contrastes, antagonismos y rencores existentes y reduciendo muchos otros sentimientos de comprensión y solidaridad. Esos sucesos tan dramáticos han abierto un antes y un después en la historia local y, pese a su carácter excepcional o quizá por ello, han alcanzado tal trascendencia que hoy forman parte del bagaje de los «hechos» a través de los que se juzgan las relaciones entre payos y gitanos dentro y fuera del pueblo. Como subrayó Copeland, «los choques entre las razas son tan impresionantes que a menudo se les atribuye un predominio general y se ocultan así las relaciones amistosas y de cooperación» (27). Este caso ilustra, como otros que hemos estudiado, un elemento clave del conflicto étnico: cuán fácil resulta que las identidades étnicas acentúen su antagonismo en tiempos de intransigencia y violencia, y con qué facilidad un enfrentamiento puede destruir un sistema de relaciones interétnicas construido durante años y en el que, junto a la segregación y la discriminación, también había lugar para la solidaridad, la cooperación y la tolerancia (28). Además, en los «crímenes de Loja» se dan coincidencias que ofrecen un terreno abonado para la producción de una rica simbología que puede favorecer las interpretaciones llamativas, memorables e incluso legendarias. Las víctimas, que se llamaban igual, fueron jóvenes en la veintena, de similar estatus socioeconómico y cuyas viviendas se encontraban próximas. El macabro trueque de muertes culminó con el asesinato del «segundo Jesús» en la sacristía de la Iglesia de la Caridad, la medianoche del jueves antes de Semana Santa, y su entierro multitudinario sustituyó a la procesión del Viernes de Dolores. Tras los sucesos y sus desenlaces sociales y penales fueron consolidándose, entre payos y gitanos, visiones encontradas y hasta excluyentes de lo ocurrido. Es verdad que tales diferencias no son unánimes y hay personas, de uno y otro grupo, que rechazan esa dicotomía y adoptan una perspectiva más universal o «supracomunitaria»; pero las representaciones dominantes del caso son claramente contrapuestas para la minoría y la mayoría. Hay notorias concordancias, sin embargo, en algunos aspectos generales, como en la queja unánime por la incapacidad de la justicia y la autoridad en prevenir o intervenir «a tiempo» en una reyerta donde estaba «cantado» que los abusos, amenazas y lesiones presagiaban lo peor. A
continuación presentamos algunos
ejemplos de esas diferencias interpretativas, que conciernen sobre todo
el juicio que merecen ambos crímenes y la acción
colectiva
que desataron. En la atribución de culpa y responsabilidad se
concentran
las diferencias más destacables entre las visiones payas y las
gitanas. 3.1 Visiones payas Una primera diferencia radica en la forma de explicar los motivos y antecedentes tanto inmediatos como remotos de los homicidios (29). La percepción de ambas muertes y de la culpa que conllevan varían notoriamente según sean payos o gitanos quienes las juzguen. Justificaciones de la primera muerte En relación al primer crimen, las versiones «castellanas» suelen coincidir en que la acción de Antonio fue una reacción a un largo maltrato y abuso. Alegan que hubo una defensa, en gran medida legítima:
Esta visión de la situación que vivía Antonio es ampliamente compartida en el pueblo. En múltiples conversaciones con vecinos «castellanos», se aprecia una gran concordancia en juzgar la situación del «Santero» como intolerable y un tono general de disculpa de su crimen. Para los no gitanos (incluida, hasta cierto punto la justicia «paya»), si Antonio se vengó en el primer hermano que encontró fue porque los tres «le hacían la vida imposible» y, además, porque se encontraba enajenado. Esta visión hace que se resalten, en muchos discursos «castellanos», el carácter pacífico de Antonio, su falta de malicia, e incluso su infantilismo, y se achaque su reacción a los abusos y provocaciones que había sufrido.
También es de señalar que Antonio a los 16 años (en 1986) había prendido fuego a la puerta del ayuntamiento, y que era un muchacho incomprendido e infeliz, independientemente del acoso de «Los Parrones», y que parece pasaba con facilidad de la desesperación a la furia. Es significativo que no hallamos encontrado, en los relatos de las decenas de informantes entrevistados, ninguna alusión a su primera agresión al joven gitano a quien después mataría; un ataque que parecía un ensayo general de su posterior crimen.
La segunda muerte: venganza gitana A ojos payos, la segunda muerte implica algo distinto a la primera: un sentido familiar de responsabilidad, de culpa y de vindicación. Para «Los Parrones» el culpable no era sólo Antonio, sino toda su familia; cualquiera de sus miembros podía pagar por lo que él había hecho. Y se buscó una víctima que «valiera» aproximadamente lo mismo: joven, varón, el menor de los hermanos. Esa forma de entender la venganza o la «justicia» resulta aberrante para casi todos los «castellanos». Los payos sienten que ellos no llevan a ese extremo los lazos familiares y ese «familismo» se juzga como un elemento de la «ley» gitana y, por tanto, elemento de distancia y diferencia étnica. Son muchos los discursos recogidos que atribuyen a una forma de ser de la minoría la muerte del joven «Santero» y ven en esa venganza un elemento moral típica e inalterablemente «gitano».
Parece que Isabel ha seguido temiendo por la vida de sus otros hijos tras la pérdida de Jesús. Y otros vecinos mostraban una gran preocupación por la amenaza que perciben en los familiares de los gitanos implicados. Corría, por ejemplo el rumor de que les habían oído decir: «por cada gitano, tres payos», según comentaron varios vecinos.
La segunda
muerte,
por tanto, incrementó
la inseguridad y el rencor generalizado entre los
«castellanos»,
a quienes parecía tan inmotivada e injusta que les hacía
sentirse amenazados (cualquiera podía ser «el
siguiente»)
y aumentaba su enemistad con esa minoría cuyas costumbres no
entendían.
Esa forma de proceder se juzga como un ejemplo de «ley
gitana»,
y se atribuye, quizá sin percibir la falacia, a todos los
miembros
de la minoría, incluso a aquéllos que no participan de
esa
forma de acción. Una muerte anunciada En esa segunda muerte se daba, además, otro elemento execrable a ojos payos: la premeditación y la publicidad de un crimen por venir. Desde el incidente, muchos temían que la familia del muerto se cobrara venganza. Algunos vecinos dicen haber escuchado declaraciones de «Los Parrones» en ese sentido. Parece que a Jesús J. L., la víctima , le llegaron rumores anunciándole el peligro. Eso nos comentaba una informante que conversó con él días antes de su muerte:
Incluso vecinos que actuaron de intermediarios y que defienden a la minoría en otros muchos casos, ven cómo los dos bandos se consolidan tras estos trágicos sucesos:
Curiosamente, el carácter premeditado del asesinato de Jesús «El Santero», no fue aceptado por los magistrados de la Audiencia que juzgó el caso. La doctrina jurídica dominante en nuestro país tiene un entendimiento muy restringido de ese agravante que a menudo no concuerda con el de los ciudadanos. Esa separación entre el «sentido común» y el sentido jurídico se han manifestado reiteradamente en el conflicto de Loja (30), acrecentando la alienación de sus habitantes respecto a algunos aspectos del sistema jurídico-político que, en última instancia, rige sus vidas. Esta incomprensión de algunos elementos de la justicia penal contribuye también a exacerbar el sentimiento de que «el juez, la jueza, los jueces» (sic) fallaron en remediar lo que se avecinaba. Desprecio a las normas comunes: el miedo a los «otros» Es muy común oír de bocas payas quejas contra los gitanos y gitanas por su pretendida violación o falta de respeto a las «reglas del juego», esas normas de convivencia que los payos dicen cumplir y que perciben como protegiendo, sobre todo, a la minoría. En el caso que estudiamos, los reproches en este sentido se repiten por doquier. La madre del joven «castellano», por ejemplo, nos contaba del momento de la muerte de su hijo:
El rencor hacia el asesino de su hijo aumenta al ver como éste niega su culpa a pesar de la evidencia y esa hipocresía le resulta intolerable. Ese jugar con la justicia, ese no preocuparse por quien lleva razón, hace, en este caso, más amargo el rencor y más grave el crimen. Antonio, su hijo victimario, en ningún momento negó su crimen. No hubiera podido, pues lo hizo a la luz del día y en lugar muy concurrido, mientras, ella siente que «el gitano» vino de noche y a escondidas. Esas diferencias en aceptar la responsabilidad resultan irritantes a ojos de muchos payos. En otro sentido, son muchos los vecinos «castellanos» que refieren amenazas por parte de «Los Parrones», algunos de ellos con una ansiedad que delata el rencor y el miedo. Algunos comerciantes de la Plaza de la Constitución, por ejemplo, nos contaban alarmados como habían llegado a sus oídos rumores de que algunos gitanos les culpaban de haber colaborado en la muerte del joven «Parrón», de haber visto a Antonio con el cuchillo y no haberle avisado, o incluso de no haber auxiliado al herido. No hemos podido confirmar tales acusaciones (31), que, de otro lado, no tienen ningún fundamento, pero el miedo y el rencor que provocan en los afectados son bien ciertos. Algunos juzgan con dureza a los familiares de los gitanos implicados:
Una mujer de 42 años muestra la situación de amenaza que siente hacia algunos miembros de la minoría y su pesimismo respecto a alguna solución que reanude la convivencia:
Que la sola presencia de ciertos vecinos provoque miedo, un miedo intenso, y que los que inspiran el miedo puedan saberlo y utilizarlo a su favor acentúa el rechazo y el desprecio vecinal. Naturalmente, una situación así no es privativa de los gitanos, ocurre también con algunos no gitanos, pero entonces no adquiere un carácter étnico. Suelen ser un grupo de gitanos, a veces sólo una «familia» o un «clan» los que provocan las más intensas iras vecinales, y se les relega o excluye simbólicamente de la «comunidad» imaginada del pueblo. Así, en Loja, muchos «castellanos» reiteran esa dicotomía tan socorrida y común en muchos otros lugares de Andalucía (32), que distingue entre los gitanos «de aquí de siempre» (unos pocos) y los «de fuera» o recién llegados (una invasión), que tan útil resulta a nivel simbólico para explicar el rechazo a algunos grupos de gitanos y para fomentar la solidaridad local. Los gitanos buenos son los que han vivido siempre entre nosotros, los «de aquí», los «caseros». Los problemáticos e indeseables son los forasteros y todo el mal recae sobre ellos:
El propio ex alcalde sobre el que recaían tales acusaciones se vio en la necesidad de negarlas, confirmando en parte la existencia de un prejuicio sobre la llegada de nuevos gitanos. En una carta abierta a un semanario de ámbito local afirmaba que
Separar, segregar, discriminar Lo ocurrido en Loja, por tanto, incrementó los deseos y expresiones intolerantes que hemos oído a menudo en el discurso de muchos informantes , y que suponen posturas extremas frente a las relaciones con la minoría gitana.
3.2 Visiones gitanas La visión de los hechos que encontramos entre los gitanos ha ido divergiendo de la mayoritaria. Para muchos gitanos, la primera muerte, la del joven gitano, tiene agravantes de carácter étnico que no se perciben en el discurso payo. Según una joven gitana, por ejemplo
Silvia considera a la primera víctima tan inocente como la segunda y, de ahí, la venganza del «castellano» tan desmesurada como la del «gitano» el «Parrón. Esta informante coloca ambas muertes al mismo nivel, y, además, «la gente», que lo vio «y no hizo nada» (34). Respecto a las amenazas que pudieron proferir los «Parrones», los gitanos suelen darnos respuestas más contextualizadas y más comprensivas:
Lo que a ojos de los payos es malicia y rencor irrazonable, se convierte, a ojos de Remedios, en miedo y dolor de madre. La exageración juega un papel importante desde ambas perspectivas, la hipérbole es un tropo importante en ambos discursos, donde tanto payos como gitanos agrandan los sentimientos del contrario que mejor les sirven para afirmar su punto de vista. Se aumenta la capacidad de ponerse en el papel de los «nuestros» y la ceguera para ver la postura y los sentimientos de «los otros». Tras el entierro: sitiados por la muchedumbre Por su parte, los gitanos, vivieron momentos de fuerte rechazo vecinal esos días, cuando muchos se sintieron señalados y amenazados al otro lado de una multitud amenazante que parecía conjurarse contra ellos. Durante la manifestación que siguió al entierro de la segunda víctima, temieron ser asaltados, y algunos recordaron los sucesos de Martos y Mancha Real. En declaraciones a un diario nacional, un grupo de gitanos afirmaba:
Un anciano gitano muy respetado en Loja sostenía también una perspectiva discordante con las visiones payas antes citadas:
También desde el lado gitano se perciben dos bandos antagónicos y se juzga la actuación de unos u otros, incluidas las autoridades, usando criterios propios de valoración:
Desde el bloque de los gitanos la amenaza se vio como intolerable y el despecho y el miedo llegaron a provocar una exaltación peligrosa:
Entre las voces gitanas más reflexivas se recalca la sobreactuación tras los sucesos y la falta de acción preventiva cuando todavía podían evitarse los derramamientos de sangre.
Del padre de Los Parrones nos comentaba un vecino payo que habla con él a menudo:
Desconfianza de las sentencias y la justicia Los juicios por los dos homicidios se celebraron en 1994 y volvieron a revivir lo ocurrido y a subrayar las diferencias de interpretación entre payos y gitanos. En febrero fue juzgado Luis J. H., y condenado por un delito de asesinato con alevosía a 28 años de cárcel y al pago de quince millones de pesetas a los causahabientes de la víctima. No se apreció el agravante de premeditación. En diciembre de ese año, Antonio J. L. fue condenado, también por un delito de asesinato, apreciándose una eximente incompleta de enajenación mental, a la pena de diez años y un día de prisión y al pago de veinte millones de pesetas a los herederos de la víctima. En general, payos y gitanos percibieron las sentencias de forma muy diferente. Por ejemplo, la madre de «Los Santeros no se fía de que esas condenas se cumplan. Ella opina que los gitanos saben manipular y torcer las reglas comunes:
De otro lado, a los gitanos les parece desproporcionada la diferencia en las condenas por crímenes tan semejantes. Un anciano gitano muy respetado en el pueblo y a quien ya hemos oído antes, nos decía del segundo homicida:
Luis ve dos
homicidios y dos muertos; las circunstancias
son de relativa importancia en esa balanza que parece equilibrada. Y no
comprende qué justicia es esa que casi triplica la condena de
uno
y de otro. ¿Es que una vida gitana vale tres veces menos? 3.3 Discursos discordantes A pesar de las interpretaciones dominantes, hay también lojeños payos y gitanos que se resisten a aceptar esas lógicas dicotómicas y ver en payos y gitanos sólo dos bandos irreconciliables. Su presencia es poco común y sus discursos se escuchan menos, pero suponen un importante contrapeso en una situación necesitada de equilibrio y una muestra de que algunos vecinos son capaces de pensar por su cuenta incluso en momentos de tensión y dolor. Por ejemplo, Jaime, un maestro local, mostraba una visión de los sucesos antes citados independiente y equilibrada:
Amalia, una madre de familia «castellana» se identificaba con algunas reacciones de la minoría en este caso, y juzgaba exageradas muchas de las reacciones de aquellos que se ampararon en la multitud y aumentaron la tensión en un conflicto que «ni les va ni les viene»:
4. A modo de conclusión Lo ocurrido esa primavera en Loja radicalizó las diferencias étnicas, hizo más visible las fronteras entre dos grupos de vecinos que se distanciaron en ámbitos y relaciones donde antes había más confianza y mejor voluntad. Estos sucesos tan dramáticos contribuyeron a tensar y a empobrecer la configuración de las relaciones payos-gitanos en este pueblo. Hoy hay menos puentes de comunicación y conocimiento mutuo entre minoría y mayoría, menos opciones para la solidaridad interétnica que antes de esos sucesos. Todavía tres y cuatro años después había informantes que prefirieron no hablar de los hechos ocurridos en 1992. Con posterioridad se han producido nuevas agresiones entre vecinos «castellanos» y gitanos. Algunos vecinos viven eso como una amenaza que implica a todos sus convecinos:
Diversos observadores son conscientes de ese aumento del rechazo, de esta brecha en unas relaciones que nunca fueron fáciles, pero que eran antes más ricas y complejas. Hablando de los gitanos más desfavorecidos, un religioso que trabajó con ellos percibía la falta de «puentes» de conocimiento y comunicación:
Los antagonismos no han quedado sólo a nivel ideológico o discursivo, sino que se han materializado en roces, desprecios y discriminaciones más o menos públicas que han contribuido a enrarecer un clima ya difícil en algunas zonas (como la huerta). Así en noviembre de 1992, a los pocos meses de los sucesos narrados, Loja vivió otro episodio de rechazo étnico colectivo. El motivo fue entonces la concesión de viviendas de protección oficial a cuatro familias gitanas. El anuncio de esa adjudicación provocó una movilización contra esos vecinos «diferentes», que colocó a Loja en los titulares de los principales periódicos y cadenas de radio y televisión. Algunos gitanos de Loja vivieron con asombro el rechazo que su presencia provocaba en vecinos con los que se habían criado. Por ejemplo, la de Manuela, una trabajadora de 25 años cuya familia era una de las adjudicatarias de las casas en cuestión no pensaba que pudiera tener problemas por su origen (su padre es payo y su madre gitana). En realidad, apenas atendía a esa condición hasta que vio cómo se la rechazaba al intentar adquirir una vivienda junto a otros vecinos del pueblo. Ahora se queja amargamente del trato que recibió de algunos de sus convecinos por ser gitana:
Hemos recogido algunos otros casos como el de Manuela, con las esperadas reacciones y acciones de unos y otros que contribuyen a aumentar la desconfianza y la segregación. Hoy hay más miedo en el pueblo que hace unos años, más tensión, alarma e intransigencia, como reflejan las palabras de este vecino «castellano» que teme a algunos de sus vecinos gitanos:
Otra vecina sentenciaba:
En el caso de Loja vemos cómo la violencia y el miedo incrementan y hacen más irreconciliables las diferencias étnicas. El conflicto étnico, con su capacidad para destruir relaciones, vidas y patrimonios, tiene también una gran capacidad generativa de identidades y vinculaciones étnicas y comunitarias previamente secundarias o latentes. Se trata de identidades en gran medida reactivas, creadas «a la contra» del rencor, el odio y el recuerdo de agravios y víctimas. Anthony Smith ha recordado brillantemente como, al revés de lo que se piensa, a menudo no ha sido tanto la etnicidad la que ha generado violencia y guerra, sino las guerras y enfrentamientos los que han extremado y solidificado sentimientos de identidad, vinculación y diferencia étnica «interclasistas y solidaristas» (1986:74) (36). El caso estudiado ilustra esa capacidad del enfrentamiento para empeorar las relaciones étnicas. En Loja, como en otros municipios y barrios andaluces se vive hoy una situación constante de malestar y tensión que puede agravarse circunstancialmente y donde la existencia de algunos enclaves degradados y problemáticos contribuye a la exageración y la generalización equivocada de conductas puntuales o aisladas. Los «crímenes» de 1992 han aumentado esa tensión y generalizado aún más el rechazo hacia los gitanos. En este caso
vemos,
por tanto, como la sobrerrepresentación
y la generalización de la culpa son errores inevitables cuando
se
rotula por igual a víctimas y victimarios en virtud de su
identificación
racial o étnica, cuando de una muerte no se culpa sólo al
culpable, sino a todos «los suyos». Si los familiares
gitanos
de la primera víctima culpan a toda su familia y se vengan en el
primer hermano que encuentran, los vecinos no gitanos, furiosos por el
crimen, culpan a todos los gitanos y desean echarlos del pueblo.
Insistamos
por tanto en que, si desde una lógica individualista resulta
aberrante
que un hermano pague por los pecados de otro, no resulta menos absurdo
culpar a la entera minoría gitana de los actos de unos pocos de
sus miembros.
1. El municipio de Loja, que contaba en 1991 con 20.768 habitantes entre el núcleo urbano y sus muchos anejos y pedanías, se asienta en una rica vega 53 kilómetros al oeste de Granada. El pueblo, situado en una colina sobre el Genil, domina la ruta que comunica Granada con Antequera, Málaga y Sevilla y, por tanto, el paso hacia la baja Andalucía. Loja es, además de cabeza de partido judicial, un importante centro de producción agrícola, aunque desde hace más de una década sufre una importante regresión económica que se refleja en las altas tasas de desempleo y emigración y el cierre de algunas de sus empresas más importantes. Políticamente, desde 1979 la vida de Loja estuvo dominada por el PSOE, que obtuvo la mayoría absoluta en todas las elecciones municipales hasta 1995, cuando perdió la alcaldía de manos del PP. 2. Ver J. F. Gamella, y M. A. Río, «Una pauta de conflicto étnico en Andalucía oriental. Los casos de Mancha Real, Martos, Torredonjimeno y Torredelcampo», Anuario Etnológico de Andalucía, 1996. 3. Este estudio ha sido realizado dentro de un proyecto de investigación subvencionado por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía dentro de las Campañas Etnológicas de 1993, 1994 y 1995. Una versión más completa se publicará próximamente. Estamos preparando un estudio más amplio de estos casos dentro de una investigación del conflicto étnico centrado en la minoría gitana. 4. Sentencia nº 606 de la Audiencia Provincial de Granada, de 10-12-94 sección 1ª. Rollo sala n. 46/92, pág. 3 5. Sentencia citada: pág. 2. 6. La sentencia que en diciembre de 1994 condenó a Antonio por un delito de asesinato consideraba probadas esas agresiones. Ver Sentencia citada, pág. 2. 7. En el juicio oral que se celebró el 20 de diciembre de 1994 en la Audiencia Provincial de Granada oímos al propio Antonio y a varios testigos repetir esas mismas palabras. 8. Sentencia citada, pág. 2. 9. Ibídem. 10. Sentencia citada, pág. 3. 11. Ibídem. 12. Ibídem. 13. A. Martín, 1992. Reportaje: «El asesinato de otro joven lojeño indigna al conjunto de los ciudadanos y deteriora la convivencia local», en Loja Comarcal, 14-4-92; pág. 3. 14. La tradicional misa pasado un mes del óbito se había celebrado ese mismo día en una iglesia cercana. 15. Sentencia n. 68 de la Audiencia Provincial de Granada, de 141/2/94, secc. 1ª. Sumario núm.: 1/92; Rollo sala núm. 69/92, pág. 2. 16. A. Martín, ob. cit., pág. 4. 17. En el comunicado, el pleno mostraba su temor de una reacción popular, expresando «su más enérgica repulsa a acciones como la ocurrida en el día de ayer que no hacen sino enturbiar el clima de convivencia pacífica que siempre ha reinado en nuestra ciudad. A pesar de la lógica indignación que preside en estos momentos el sentir de los lojeños, el pleno de la corporación os pide serenidad y firmeza de ánimo, para que sean las fuerzas de orden público quienes actúen y los órganos judiciales los que dicten las medidas a adoptar» (Actas Plenarias del Ayuntamiento de Loja, 9-4-92). 18. Hay algunos errores en las fechas de las detenciones que publicaron diversos diarios. 19. A. Martín, ob. cit., pág. 4. 20. Ideal de Granada: sábado, 11-4-92. 21. A. Martín, ob. cit., pág 4. 22. Ideal de Granada: 10-4-92. 23. Ver Maroto y Fernández, en Ideal de Granada, Sábado 11-4-92: 42; A. Martín, ob. cit., pág. 5. 24. Ibídem. 25. El edificio de la Huerta de Don Álvaro ha sido durante años un foco de tensión y rechazo vecinal. Se trata de un bloque de cuatro plantas, cuya reciente construcción fue financiada por la Junta de Andalucía en terrenos cedidos por el ayuntamiento, para realojar temporalmente a los afectados por la rehabilitación de las viviendas más ruinosas del barrio de La Alfaguara, donde tradicionalmente reside la mayoría de los gitanos y gitanas de Loja. El bloque se levanta fuera del pueblo, sobre la vega del Genil, aislado del casco urbano, separado de las últimas casas varios cientos de metros. En sus 43 pisos viven más de 50 familias gitanas de muy escasos recursos e ingresos, casi siempre subsidios y ayudas públicas. Con sus más de 300 habitantes gitanos se ha convertido en el núcleo de mayor densidad de población gitana del pueblo. El edificio, que a lo lejos mantiene una apariencia atractiva, cambia radicalmente cuando nos acercamos y se aprecian por doquier suciedad, desolación, miseria. El «bloque de los gitanos», como se lo conoce en el pueblo, se ha deteriorado tan rápidamente que algunos con mofa lo llaman «el coloso en llamas». Hoy es un lugar cuyas proximidades los payos (y algunos gitanos) evitan, temen y rechazan; donde reiteradamente nos recomiendan que no vayamos. El bloque se percibe como un foco de actividades delictivas, del comercio de drogas ilegales y de inseguridad ciudadana. Los lojeños perciben un estado general de «excepción» respecto a ese bloque, en el que se ha creado un asentamiento exclusivamente gitano separado del pueblo. Se ha generado así un enclave segregado, mediante un proceso de segregación étnica, ahora fruto de la acción oficial. Como en otras ciudades andaluzas, ese proceso de realojo de familias gitanas ha concentrado los problemas y acrecentado el rechazo de los vecinos (ver Gamella 1996). El bloque puede haber afectado la futura expansión de Loja, al estar empujando en un sentido contrario al esperado la urbanización del municipio, algo que aumenta el rencor contra la minoría y que hemos observado también en otras ciudades andaluzas. 26. Este, como el de todos los informantes no señalados por la prensa o las sentencias con sus propios nombres, es un seudónimo. 27. L. C. Copeland 1967: 205-6: «Las funciones de la ideología racial», en J. L. Horowitz, Historia y elementos de la sociología del conocimiento. Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires. 1969. 28. Ver Gamella y Río, op. cit. 29. Ver J. Katz, 1988, Seductions of crime. Moral and sensual attractions in doing evil. New York, Basic Books, para un análisis de estos aspectos situacionales de los actos violentos. 30. La incomprensión popular hacia el entendimiento judicial es bastante común en los conflictos étnicos que estamos analizando, sobre todo aquéllos que tienen como suceso precipitante o detonante algún hecho violento, sobre todo un homicidio. Ver Gamella y Río, op. cit. 31. Es evidente que en nuestro relato y análisis de lo ocurrido las opiniones de «Los Parrones» brillan por su ausencia. Hasta ahora no hemos podido, a pesar de nuestros reiterados intentos, conseguir que los miembros de esta familia nos cuenten su versión o versiones de lo ocurrido; esperamos remediar esta carencia pronto. 32. Ver J. F. Gamella, et al. 1996, La población gitana de Andalucía. Un estudio exploratorio de sus condiciones de vida. Consejería de Trabajo y Asuntos Sociales, Junta de Andalucía. 33. Carta abierta al pueblo de Loja, en Loja Comarcal, 14 abril de 1992; nº 2. 34. Silvia es, curiosamente, hija de padre «castellano» y madre gitana. Su familia vive en un barrio mayoritariamente gitano y Silvia se identifica con la minoría, esforzándose incluso por destacar ciertos rasgos étnicos diferenciales. 35. Diario Ya: 20-4-92. 36. A. D. Smith,
1981, «War
and ethnicity: the role of warfare in the formation of self-images and
cohesion of ethnic communities», Ethnic and Racial Studies 4:
375-397; y 1986, The ethnic origins of nations. Oxford,
Blackwell. |
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