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Concepto de opinión pública (1) Por opinión pública entendemos la manera de pensar que como resultado de los procesos de discusión en los ámbitos y canales públicos comparten buena parte de los miembros de una sociedad. La clase burguesa erigió como signo distintivo un principio de control al aparato de dominio establecido. Frente al secretismo característico del régimen feudal el proyecto burgués persigue instaurar un ámbito público vigoroso que instituya las normas generales, abstractas y permanentes que deben coaccionar el dominio fáctico hasta convertirlo en dominio legítimo. Tal esfera pública preceptuaba un sujeto libre, habilitado para hacer un uso público de la razón y que acometiera ese doble proceso de desvestimiento y revestimiento (2) que lo introduzca en un nuevo escenario: la opinión pública burguesa. Hegel penetró la satisfecha autocomprensión de la sociedad burguesa, certificando escandalosos particularismos en la supuesta fuente de la razón general, siendo Marx quien sorprende mecanismos de subyugación tras la aparente distribución legítima efectuada por el mercado. Esta actitud desengañada respecto del modelo clásico burgués encontró portavoces en las propias filas del pensamiento liberal. Tocqueville y J. S. Mill vislumbraron en la idea temprano liberal de una formación discursiva de la opinión y de la voluntad el poder encubierto de la mayoría. Para el primero, en la opinión pública se realizan las hoces homogeneizadoras que siegan las fuentes de la crítica (3). Las mutaciones
de
una esfera pública
dispuesta como espacio de propaganda masiva, roturada por mass media
electrónicos, generadora de una inflación de
acontecimientos
fragmentados (4)
merecen atención
específica.
Mass media y sujeto libre El debate sobre los costes y potencialidades emancipatorios de una esfera pública, radicalmente prefigurada por el poder mediático, ha ocupado un amplio espacio en la discusión filosófica de este siglo. Con notable entusiasmo enalteció W. Benjamin las modificaciones que el desarrollo técnico introducía en la relación del público con los productos culturales (5). Prendado con la apuesta surrealista por una desublimación del arte en la praxis vital, el genial pensador quiso visualizar en la experiencia estética impulsada por la era industrial, un esperanzador proceso de democratización y de apropiación por las masas, de los contenidos de verdad encorsetados y enajenados por la cultura afirmativa (6). Sus insuficientes prevenciones frente a una superación adialéctica del arte aurático provocaron el reproche de Adorno --sólo a medias justificado-- de complicidad con el mercado de la cultura. El autor de Dialéctica negativa sorprendió en su amigo un teleologismo tecnológico ciego con los rasgos empobrecedores y niveladores de una cultura de masas, que la primera Teoría Crítica utilizaría como clave interpretativa de los eficaces procesos de enculturación característicos de la sociedad unidimensional. Habermas ha criticado la desmesura y la indolencia teórica que hace recaer en el poder mediático todo el cemento social de las sociedades de capitalismo tardío (7). Axell Honnett (8) ha resaltado las limitaciones de una teoría de la cultura construida en registro funcionalista que se despista frente a todo el proceso de creación de experiencias colectivas, chirriantes con el proceso de integración sistémica, y cuya fuerza constituyente y subversiva subrayó el denominado marxismo cultural (9). Pero localizar en los medios de comunicación las instancias de construcción de un consenso social licenciado de relaciones informadas de comunicación simétrica, ha tenido otros portavoces no menos escandalizados. El freudomarxismo advirtió sobre el advenimiento de un nuevo sujeto modulado por la industria de la satisfacción y que reduce su horizonte de expectativas al ofertado por ésta (10). Fuertemente estimulantes resultaron los análisis, articulados desde la distinción marxiana de valor de uso y valor de cambio, de J. Baudrillard. El filósofo y sociólogo francés en una temprana dirección teórica, posteriormente abandonada, insistió en que la estima social de los productos, lejos de derivarse de su capacidad de satisfacer necesidades, se genera a partir del código de diferencias cifradas en que se integra como signo de distinción (11). Tales signos, escindidos de su referente, pueden ser combinados de forma discrecional, hasta hacer vivenciar con un alto valor de uso, en cualquiera de los ámbitos de la existencia imaginables, incluso los signos más peregrinos. En el proceso de administración de signos, el sujeto que es «interpelado» (12) como consumidor de objetos que satisfacen una supuesta «necesidad antropológica», no es más que un constructo; una función de un sistema que dice legitimarse en la aquiescencia de su voluntad libre y fundacional (13). Y es que toda esfera pública que pretenda no ya constituirse en voluntad general autogestionada, sino en legitimadora de las decisiones procedentes de subsistemas autonomizados (14) exige como actor de su relato una concepción del individuo maridada con el liberalismo. A saber, el individuo es una realidad preexistente y fundacional, el poder es exterior al sujeto y cuando aquel cesa su actuación, éste comporta libremente persiguiendo sus intereses. Es tal sujeto que constituye una unidad biográfica de sentido, el que tonifica la esfera pública (15). Mas, si el poder construye deseos de identidad, mediante «socialización recalentada» (16) no se ve cómo tales agentes pueden articular en defensa, frente a los imperativos de integración sistémica, de los vínculos de integración social. Lleva razón Habermas con G. H. Mead (17), al subrayar que todo proceso de socialización es a la par de individuación. Algunas traslaciones del modelo de subsunción real marxiano, al análisis de la subjetividad contemporánea encallan en significativas aporías (18). Pero estos no son inevitables para quien insista en preguntarse por los costes sistémicos de una esfera pública crítica. Vicente Romano (19) ha incidido en los cosificantes efectos de unos medios que pugnan por producir en el menor tiempo de trabajo posible, artículos capaces de engarzarse en mundos de vida de lo más dispar. La tarea, en el contexto universalizado de la comunicación mediática, es generar un ciudadano que conecte su particularidad con la oferta estandarizada y a cuya construcción material se entrega el sofisticado aparato científico que rodea a los media (20). Tal es la peculiar aportación de la industria mediática a las prácticas de normalización que Foucault localizó como «subsuelo de nuestras libertades» (21): «el receptor tiene que ser un receptor generalizado, que no tenga demasiados rasgos individualizados, no una persona real sino una norma ficcionalizada de una persona. Al mismo tiempo, y por las mismas razones, el receptor tiene que transformarse en la norma para comprender el mensaje con el sentido que fue emitido. El receptor tiene que convertirse en la norma» (22). Benjamin en uno de los escorzos que incapacitan a sus críticos para emitir un juicio parcial sobre sus argumentos, advirtió tímidamente la existencia de nuevos procesos de auratización (23). Como puntualizó en un breve ensayo (24) la necesidad de satisfactores de las carencias cognitivas y emocionales no han desaparecido de la escena contemporánea: «tan sólo el aumento constante del estímulo sensacionalista o la escalada de la brutalidad puede satisfacer ya el deseo de escapar a las uniformidades y a las preocupaciones de la vida cotidiana» (25). Una filosofía
ilustrada, entregada
a pensar críticamente el acontecimiento que nos constituye (26)
no puede dejar de pugnar por traer a conciencia, sea de forma parcial y
fragmentada, tales distorsiones que vehiculan intereses exonerados de
validación
democrática. No hay un partido de los filósofos que quepa
erigir con tarea crítica alguna en su frontispicio. Cada
individuo
debe resolverse en su propio proyecto dentro de las instituciones que
pugnan
por lo que Chomsky llama una «democracia significativa».
Pero
resulta evidente que en la cultura filosófica cualquier persona
encontrará útiles de interés (27)
para la labor de constituir sujetos colectivos emocional y
cognitivamente
capaces de discernir el origen y el valor de las redes de fuerza que
los
constituyen y de arriesgarse a nuevas articulaciones materiales de las
esferas de discusión y control. A detectar las ilegítimas
y exasperantes desigualdades de los grupos sociales que ocupan la
esfera
pública, a subrayar la profunda historicidad de un presente
colonizado
por proyectos de socialidad particularistas ayuda bien poco el
tradicional
reclamo de derechos, que acaba depositando en el funcionario (28)
conquistas arrancadas por articulaciones sociales cuya
delegación
conlleva su desagregación como tales. Más bien se
trataría
de organizar poderes públicos desprofesionalizados que
introduzcan
el conflicto en un espacio hegemonizado por los proyectos de
individualidad
del capital privado. En esta tarea de hacer proliferar la irreductible
pluralidad de identidades todavía es pertinente el viejo
proyecto
de un pensamiento crítico.
Filosofía y formación del ciudadano Sólo una publicidad políticamente activa permitirá que las democracias de masas del Estado Social puedan realizar los principios del Estado de derecho. Así, pese a lo pesimista de estos análisis del funcionamiento de los medios de comunicación, no se agota la capacidad de resistencia y el potencial crítico de un público de masas pluralista y muy diferenciado internamente. Pese al empleo manipulador del poder de los medios para conseguir la lealtad de las masas, la manipulación de las demandas de los consumidores (29) y la conformidad con los imperativos sistémicos, no hay que eliminar la posibilidad de producir comunicativamente un poder legítimo por parte de la publicidad política. Se trata de pugnar por la conversión de la sociedad civil en algo más que el lugar donde se cementa el consenso de los órganos de dominio de la sociedad política; alejándose de aquellos que reivindican su preeminencia a la par que encubren su configuración fáctica como espacio de relaciones de dominio económica y coercitivamente subsidiarias de la sociedad política (30). Desde esta perspectiva cabe reflexionar sobre el papel que puede desempeñar la educación --en tanto formadora de los futuros ciudadanos-- para regenerar y fortalecer el tejido social en orden a que la sociedad civil pueda competir con los medios políticos y económicos en una publicidad dominada por los medios de comunicación de masas. La educación persigue tanto formar moralmente a la persona como su integración en la sociedad. Por el temor al dogmatismo y la autoridad propios de tiempos pasados la enseñanza adolece frecuentemente en nuestros días de contenidos concretos y claros. Esta pedagogía falsamente progresista genera irresponsablemente desconcierto y anomía entre quienes la padecen. Desde esta perspectiva, el caso de la filosofía resulta especialmente grave. Tal y como viene siendo impartida, el espíritu crítico que es propio de esta disciplina parece identificarse con el escepticismo generalizado. Son principalmente los más jóvenes quienes necesitan puntos de referencia sin equívocos ni ambigüedades. Sin contar con creencias propias no podremos reflexionar libremente sobre las demás. Contamos en nuestra sociedad con una efectiva e irreductible pluralidad de intereses sociales pero también debemos mantener compromisos sociales y políticos que precisan para su funcionamiento de objetivos comunes y creencias compartidas. Un Estado de derecho que se limitara a asegurar la convivencia pacífica de hombres que sólo persiguen sus intereses estratégicos, no se distinguiría demasiado del estado de naturaleza hobbesiana (31). Para que gente muy diferente pueda integrarse en una comunidad genuina es necesario un vínculo de irremplazable carácter ético. Por tanto, una publicidad que actúa políticamente, además de las garantías de las instituciones del Estado de Derecho necesita «que le salgan al encuentro las mediaciones culturales y los patrones de socialización, la cultura política de una población acostumbrada a la libertad» (32). La promoción de la autonomía es un fin irrenunciable del proceso educativo. Sin embargo, el individuo autónomo, no respecto a su capacidad de autolegislarse que vendría dada por su libertad racional sino en tanto persona capaz de darse una opción vital propia, constituye una tarea. A ella contribuyen poco, de ser ciertos los análisis que utilizamos, medios de comunicación de masas --sobre todo la TV-- que ofrecen un tipo de información (y crean una realidad) fragmentada, decontextualizada, ahistórica y la mayor parte de las veces incoherente, e impotente. Así pues, la virtualidad del concepto de opinión pública libre como instancia legitimadora del funcionamiento de la sociedad democrática se oscurece ante la existencia de libertades meramente formales incapacitadas en su ejercicio real por la desinformación y la opinión falsa colectiva. Una opinión pública acrítica constituye un magnífico caldo de cultivo para ejercitar la tiranía de forma que realizaría la distopía negra prevista por A. Huxley en su más famosa novela (33). Y es que, sin un espacio público donde adquieran eco, las decisiones de una conciencia libre no serían más que una mera ilusión. A este respecto los procedimientos democráticos y con ellos la argumentación racional son fundamentales. En la educación, la filosofía, por su dimensión reflexiva, contribuye, sea modestamente, a garantizar los fundamentos intelectuales de las deliberaciones democráticas futuras. No podemos obviar las limitaciones del discurso práctico general. Las reglas del discurso nunca asegurarán por sí solas que se alcanzarán acuerdos que se llevarían a la práctica. Tampoco llevan consigo la base afectiva que hiciera funcionar los compromisos sociales y políticos. Pero los procedimientos democráticos y la argumentación racional inculcan hábitos y promueven maneras de hacer y de vivir. Son irrenunciables en tanto que invitan al acuerdo y a la colaboración. Desde aquí, la racionalidad filosófica ha de cumplir su función. Si, desde Sócrates, la filosofía ha venido admitiendo los limites de su conocimiento, también el espíritu del diálogo socrático está indisolublemente unido a la aspiración a la verdad. El diálogo genuino es aquél en el que dos interlocutores actúan en primera persona; lejos de constituir un mero rito en el que los participantes se reducen a obedecer roles sociales, la comunicación racional supone la adopción de una actitud realizativa por la cual cada uno sea capaz de responder y defender su postura. Aunque renuncia a una verdad última, el auténtico diálogo se propone ganar verdad. En conclusión, si el espíritu crítico y disolvente es irrenunciable, no lo es menos la posibilidad y el deber de transmitir contenidos sin los que la propia capacidad crítica no encontraría la clave de bóveda desde la que articularse. Habermas se
resentía ante el proceso
de erosión de las intuiciones morales básicas que,
impulsado
por un relativismo de vía estrecha, ha acabado
convirtiéndose
en ideología profesional en los estratos académicos (34).
Quizá no sea hoy el dogmatismo el principal problema a que se
enfrenta
nuestra sociedad, sino una falsa tolerancia que incapacita para
discernir
entre victimas y verdugos, y que con tanto escándalo
denunció
Marcuse como soberbia aliada de la opresión (35).
Dreyfuss y Rabinow en su obra ya clásica sobre Foucault (36),
señalan que a falta de utopías siempre cabe un balance
acerca
de dónde se encuentra el peligro mayor. Desde éste
diagnóstico
provisional cabría desarrollar un combate siempre vigilante ante
sus propios excesos. Quisiéramos creer que obedecemos a algo
más
que a nuestro inconsciente corporativo, cuando señalamos que
quizá
hay razones para responder a los planes gubernamentales sobre la
filosofía.
Eso sí; no para reeditar un pasado que quizá ha ganado a
pulso su desprestigio.
1. Utilizamos para esta breve exposición la obra de J. Habermas: Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona, Gustavo Gili, 1994. 2. El individuo debe despojarse de todo carácter social o de género que distorsione su carácter de partícipe individual a la par que enfundarse el manto de los derechos que lo convierten en ciudadano. J. R. Capella, «Los ciudadanos siervos», Mientras Tanto, nº 15: 55. 3. J. Habermas, ibíd.: 21. 4. M. Saavedra, «Opinión pública libre y medios de comunicación social en la argumentación jurídica del tribunal constitucional español», Doxa, 14, 1993. 5. W. Benjamin, «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica», Discursos interrumpidos I. Madrid, Taurus, 1990. Una sugerente discusión retrospectiva con las esperanzas benjaminianas se encuentra en C. Hein, «Maezzel chess goes to Hollywood», Mientras Tanto, nº 44, enero, 1991. Una panorámica de la relación entre marxismo y estética se encuentra en E. Lunn, Marxismo y modernismo. FCE, 1986. Una audaz y hermosa reactualización marxista de Benjamin se encuentra en D. Bensaid, Benjamin, sentinelle mesianique. París, Plon, 1992. 6. H. Marcuse, «Acerca del carácter afirmativo de la cultura», en Cultura y sociedad. Ed. Sur, 1969. 7. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, I. Madrid, Taurus, 1990: 470 ss. Para Habermas los medios de comunicación establecen un tipo de relación interactiva que no soslaya todos los procesos de entendimiento concreto. Que los flujos de comunicación unidireccionales lastran los límites del acuerdo intersubjetivo no es pretexto para endosar a los media el papel de ensamblar manipuladoramente a toda la sociedad. 8. A. Honnett, «Teoría crítica», en A. Giddens y otros, La teoría social hoy. Madrid, Alianza: 467 ss. 9. Cfr. el emocionante estudio de producción de una identidad antagonista en la clase trabajadora, de E. P. Thompson, La formación histórica de la clase obrera (3 vols). Laia, 1977. 10. Cfr. una exposición sintetizada en Taberner y Rojas, El freudomarxismo. Cincel, 1985: 103 ss. 11. J. Baudrillard, «Función-signo y lógica de clase», en Crítica de la economía política del signo. Siglo XXI, 1974: 2. 12. Para Althusser, característico de la ideología es establecer una relación material donde los individuos se experimentan como «sujetos»; L. Althusser, «Ideología y aparatos ideológicos del Estado», en Posiciones. Anagrama, 1975. 13. J. Baudrillard, «La génesis ideológica de las necesidades». en Crítica de la economía política del signo. Siglo XXI, 1974: 83. 14. Esta utilización de la jerga del funcionalismo sistémico resignadamente incorporada por Habermas, no significa que los que escriben compartan tan discutible cosificación de espacios inmunizados a la gestión democrática. Una, a nuestro parecer, concluyente crítica a Habermas se encuentra en Mc Carthy «Complejidad y democracia. Las seducciones de la teoría de sistemas», en Ideales e ilusiones. Tecnos, 1992: 165-193. 15. A. Pizzorno, «Foucault y la concepción liberal del individuo», en Michel Foucault, filósofo. Gedisa, 1990: 198-207. 16. T. W. Adorno, «Relación entre psicología y sociología», en Actualidad de la filosofía. Planeta-Agostini, 1994: 156. 17. J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad. Taurus, 1991: 349. 18. Con su brillante desmesura habitual, Albiac escribe: «¿Qué es lo que constituye lo esencialmente despótico del poder constituyente sobre las subjetividades sometidas (...): esa condición de sujeto ontológicamente constituido, que en su materialización misma, es nudo de todas las relaciones materiales de poder». G. Albiac, «Una genealogía del fascismo cotidiano», en Adversus socialistas. Libertarias, 1989: 125. 19. V. Romano, «Cultura de medios», Utopías, nº 156-157, 1993: 27. 20. Aparato científico cuya utopía regulativa podría encarnarse en las siguientes palabras del perdurable Jesús Ibáñez: «(...) El saber burgués, la ciencia positiva, es in-cestuoso, se sostiene en la voluntad de suturar todas las fallas, en su dimensión sistemática aspira a contener en su teoría todo el pasado: en su dimensión operatoria aspira acontener todo el futuro». Jesús Ibáñez, «Hacia un concepto teórico de explotación», en El regreso del sujeto. La investigación social de segundo orden. Madrid, Siglo XXI, 1994: 169. 21. M. Foucault, Vigilar y castigar. Siglo XXI, 1985. 22. M. Poster, Foucault, el marxismo y la historia. Paidós, 1987: 159. 23. A esto refiere su denuncia del esteticismo de la política en op. cit., pág. 57. Sobre este tema y la relación entre experiencia depauperizada y mixtificación aurática, véase Marc Jiménez, «Le retour de l'aura» y P. Burger, «W. Benjamin: contribution à une théorie de la culture contemporaine», Revue d'esthétique (hors serie), París, 1990. 24. Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica y el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente --o más bien se les vino encima-- al reanimarse la astrología y la sabiduría yoga, la christian sciencia y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo. «Experiencia y pobreza», en Discursos interrumpidos I. Madrid, Taurus, 1990: 168. 25. W. Seppmann, «Medios y conciencia», Utopías, nº 156-157. El peligro de la habituación existencial a la violencia fue analizado convincentemente en H. Marcuse, La agresividad en la sociedad industrial avanzada. Madrid, Alianza, 1975. Un escalofriante relato de la vida en los guetos poblados por jóvenes fascinados por la violencia mediática. P. Casanova, «La nueva guerra civil americana», El Viejo Topo, nº 64. Sobre la hipócrita respuesta neoconservadora a tal situación véase el suplemento «La esfera», El Mundo, 17 junio 1995. 26. M. Foucault, «¿Qué es la ilustración?», Revista de Pensamiento Crítico, nº 1, 1994. Cfr. F. Vázquez García, «Nuestro más actual pasado: Foucault y la ilustración», Daimón, nº 7, 1993. 27. En el sentido de caja de herramientas cortocircuitador de relaciones de poder, de que hablaba Foucault, «De los suplicios a las celdas», en Saber y verdad. La Piqueta, 1991: 88. 28. «La capacidad de funcionarios y representantes para resistir políticamente la presión estructural de las necesidades del capital privado, cuando ha necesitado, por ejemplo, reestructurarse en la crisis ha resultado ser manifiestamente, un dique de humo». J. R. Capella, «Las transformaciones del Estado contemporáneo», Mientras Tanto, nº 46: 68-69. 29. Un economista tan poco radical como Galbraith constató en 1967 la eficacia de los mecanismos de conformación de la demanda específica, y lo burdamente mixtificadora que resultan a esta luz, las loas liberales ortodoxas a la soberanía del consumidor en las sociedades capitalistas. J. K. Galbraith, El nuevo estado industrial (2 vols.). Planeta-Agostini, 1986: 285-314. 30. Esta concepción de inspiración gramsciana de la sociedad civil, pretende alejarse del neoliberalismo que naturaliza las relaciones de fuerza efectivamente hegemónicas, y de la tradición hegeliano estatizante durante mucho tiempo mayoritaria en la izquierda europea. Los que escriben no creen, obviamente, que sea atisbable la esperanza gramsciana de una total absorción de la sociedad política por una sociedad civil organizada; aunque creen deseable y factible el avance en esa dirección como reivindicaban en la nota 14. Sobre la concepción gramsciana de la sociedad civil ver R. Díaz Salazar, El proyecto de Gramsci. Anthropos, 1991: 210-224, y N. Bobbio, Gramsci y la concepción de la sociedad civil. Barcelona, Avance, 1977: 5-68. 31. Cfr. K. O. Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso. Paidós, 1992: 174. 32. J. Habermas, op. cit.: 32. 33. Cfr. N. Postman, Divertirse hasta morir. Barcelona, Ed. la Tempestad, 1991, cap. 11. 34. J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa. Planeta-Agostini, 1994: 122 35. H. Marcuse, «La tolerancia represiva», Convivium, nº 27, 1968. Cfr. el interesante ensayo de Iring Festcher, La tolerancia. Gedisa, 1994. 36. Michel
Foucault,
un parcours philosophique. Gallimard, 1984: 347-364. |
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