Recensión
01
Pilar Monreal:
Antropología y pobreza urbana.
Madrid, Los Libros de La Catarata, 1996.
Por José Luis Solana
Ruiz
Este breve libro cuya autora es
profesora
de Antropología en la Universidad Autónoma de Madrid constituye
una enjundiosa crítica al concepto de pobreza indigna y a su
continuación
en otras teorías sobre la pobreza la mostración de estas
continuaciones constituye uno de los muchos méritos de este librito.
Tras exponer, en el primer capítulo,
el concepto de pobreza indigna, Pilar Monreal muestra cómo, con
alguna que otra matización, este concepto coincide en muchos aspectos
con las características que Park y Wirth identificaron en los guetos
del Chicago de los años veinte (cap. II: «Los antecedentes
históricos: la Escuela de Chicago»), con el concepto de cultura
de la pobreza acuñado por Oscar Lewis a finales de los sesenta y
con los rasgos que Moynihan otorgó a la familia afroamericana (cap.
III: «Lewis y Moynihan: la cultura de la pobreza»), con los
rasgos que Marx asignó al lumpen proletariado (cap. IV: «Las
visiones marxistas. Riqueza y pobreza»), con la concepción
de la subclase desarrollada por Wilson y otros teóricos norteamericanos
durante los años ochenta para dar cuenta de la pobreza persistente
en las grandes ciudades norteamericanas (cap. VI: «Raza, género
y edad. ¿Nueva subclase en los países centrales?»),
entre las que Nueva York viene a constituir un caso ejemplar (cap. V:
«Nueva
pobreza urbana en las ciudades centrales. El caso de Nueva York»),
y, finalmente, con el concepto de marginalidad que los teóricos
sociales desarrollaron para explicar la pobreza en las ciudades del
«Tercer
Mundo» (cap. VII: «La urbanidad dependiente: marginalidad y
pobreza en el tercer mundo»).
Las teorías sobre la pobreza han servido
para justificar ideológicamente la contradicción existente
en nuestra sociedad entre el reconocimiento de los valores sociales de
libertad e igualdad de oportunidades y la continua generación de
desigualdades que conlleva el desarrollo del capitalismo. Para
justificar
esta contradicción, se le echa la culpa de la pobreza a los mismos
individuos, o a los grupos étnicos de los que forman parte y a su
cultura. Para llevar a cabo este proceso de culpabilización, ya
desde el siglo XVIII los teóricos sociales distinguieron entre una
pobreza «digna» y una pobreza «indigna». Los pobres
«dignos» están adaptados a la sociedad, cumplen con
sus deberes sociales, acomodan sus conductas a la moral social, asumen
sin rechistar trabajos ímprobos y sólo es cuestión
de tiempo que sus esfuerzos los saquen de la pobreza. Por su parte, los
pobres «indignos» están ligados a la delincuencia, al
alcoholismo, a la drogadicción, a la prostitución, a la criminalidad,
al vagabundeo, son seres individualistas y antisociales, todo lo cual
les
impide salir de su pobreza.
Si bien Marx concibió la pobreza, no
ya como una cuestión individual que nada tenía que ver con
el sistema socio-económico ni con la riqueza, sino como un problema
social directamente relacionado con las relaciones de producción
capitalistas y con la acumulación de riqueza en unas pocas manos,
no obstante el peyorativo tratamiento que hizo del lumpen proletariado
muestra cómo tras esta categoría se esconde la concepción
indigna de la pobreza regitiva en la época victoriana en la que
vivió, concepción que establecía una separación
tajante entre los pobres y la clase trabajadora. Frente a esta
separación,
Pilar Monreal en consonancia con E. P. Thompson y E. Wolf juzga más
acertado unificar a los pobres y a los proletarios como pertenecientes
a la clase social más desfavorecida; lo que conlleva la recusación
de la diferencia entre una pobreza digna y una pobreza indigna.
Las teorías de la cultura de la pobreza
tienen sus antecedentes históricos más directos en las tesis
de la Escuela de Chicago. Los miembros de esta Escuela centraron sus
estudios
en el gueto, considerado como el medio en el que viven los pobres, en
general
inmigrantes, y consideraron que este medio determina el comportamiento
de los individuos y contribuye al mantenimiento de la pobreza y al
desarrollo
de determinadas «patologías sociales» (crimen, baja
escolarización, embarazos extramatrimoniales).
El concepto de cultura de la pobreza fue
acuñado
por Oscar Lewis en 1959 (Antropología de la pobreza. Cinco familias)
y popularizado por varios autores, entre los que destacan Michael
Harrington
y D. F. Moynihan. Para estos autores, el estilo de vida y los valores
que
conforman la cultura de la pobreza (alta proporción de familias
encabezadas por mujeres, acortamiento del período de niñez,
escasa organización social, individualismo, insolidaridad, ausencia
de participación socio-política, apatía, resignación)
se transmiten de una a otra generación de manera que, una vez que
el niño ha sido socializado en ellos, los mantendrá a lo
largo de su vida y difícilmente saldrá de su situación.
La cultura de la pobreza impide, una vez que las personas han sido
socializadas
en ella y la interiorizan, que los pobres aprovechen las oportunidades
y posibilidades que la sociedad les ofrece y que hubiesen aprovechado
se
supone si hubiesen interiorizado la cultura y los valores propios de
las
clases medias blancas.
Con el concepto de cultura de la pobreza
las
causas de la pobreza y de la opresión se buscan y encuentran en
los mismos pobres (en sus formas de vida y en sus valores que les
impiden
aprovechar las oportunidades que la sociedad les ofrece para salir de
la
pobreza) y no en determinadas estructuras económicas y políticas
opresoras. De este modo, como revela la autora, a través del concepto
de cultura de la pobreza los investigadores sociales ofrecen una
justificación
pretendidamente científica, objetiva y neutral de las desigualdades
sociales y consiguen compaginar los principios universalistas de
igualdad
de oportunidades con la existencia real de graves desigualdades,
legitimando,
así, ideológicamente la desigualdad y la miseria existentes.
Si la pobreza es el resultado del modo
de
vida o de la raza de los pobres, entonces no hay porqué destinar
presupuestos sociales a intentar subsanarla, pues estas medidas no
darán
frutos. Vemos, pues, cómo el tratamiento teórico que se le
da a la pobreza es un elemento fundamental del tipo de política
que se desarrolla para resolver el problema de la pobreza. De hecho,
las
concepciones sobre la cultura de la pobreza tuvieron una relevante
incidencia
sobre las políticas asistenciales desarrolladas a la sazón
en los Estados Unidos por Johnson y Kennedy. La atribución de la
pobreza y de la desigualdad social a la cultura y a la psicología
de los mismos pobres, haciéndolos responsables de su situación,
hizo que las políticas sociales se centrasen en el sistema educativo
con el fin de modificar, a través de la educación (mejora
de la cualificación individual y capacitación laboral) los
valores y la cultura de los pobres. Este proceder dejaba sin tocar el
mercado
de trabajo y las condiciones económicas de los más desfavorecidos
e, indirectamente, favorecía a las clases medias donde se encuadra
el sector de enseñantes y profesores. Todo esto muestra la
responsabilidad
social que el antropólogo tiene con sus teorizaciones, pues sus
planteamientos y teorías sobre la pobreza en este caso darán
lugar, directa o indirectamente, a determinadas políticas públicas.
La teoría de la cultura de la pobreza
de Lewis fue en gran parte retomada, veinte años después,
por la teoría de la nueva pobreza urbana, la subclase o underclass,
acuñada por K. Auletta (The underclass, 1982) y desarrollada
por J. W. Wilson. Se habla de una «nueva pobreza» cuyas características
principales serían: que es fundamentalmente urbana (se desarrolla
en las ciudades en declive industrial o está ligada a la economía
de servicios de baja cualificación de las grandes ciudades); que
afecta especialmente a grupos minoritarios éticos, así como
a los nuevos inmigrantes procedentes del Tercer Mundo; afecta más
a las mujeres que a los hombres y a los niños y ancianos más
que a las personas de mediana edad. Sin embargo, para Pilar Monreal, lo
nuevo de la pobreza no reside en las características de la población
a la que afecta, sino en el sistema de procesos que la generan: la
globalización
de la economía y la internacionalización del capital han
dado lugar a una nueva división mundial del trabajo para cuyo
acometimiento
se han llevado a cabo una serie de políticas de ajuste a nivel
nacional,
regional y local que han conllevado el aumento de la pobreza entre los
sectores sociales más desfavorecidos. La globalización económica,
los cambios en la división internacional del trabajo (que origina
un proceso de industrialización de regiones del «Tercer Mundo»
paralelo y concomitante a un proceso de desindustrialización de
determinadas zonas del «Primer Mundo») y las políticas
de reajuste económico desplegadas para adaptarse a estos cambios
globales están dando lugar al desarrollo de una nueva pobreza urbana.
La evolución de la ciudad de Nueva York durante los años
setenta y ochenta constituye un claro ejemplo de estos procesos.
A la teoría de la subclase subyace
una imagen negativa de la mujer pobre en especial afro-americana que
evoca
con claridad la imagen de las madres pobres (inmorales, alcoholizadas,
despreocupadas de sus hijos) difundida por la literatura de la pobreza
desde el siglo XVIII.
En los años sesenta y setenta el tema
de la pobreza se plantea a partir de la idea de marginalidad. Para la
teoría
de la marginalidad, la incapacidad de los campesinos emigrados para
adaptarse
al modo de vida urbano les conduce a aislarse en determinados enclaves
urbanos y este aislamiento les hace, automáticamente, adquirir un
modo de vida (desorganización social, apatía, individualismo)
que les impide aprovechar las posibilidades y oportunidades que la
sociedad
les ofrece. De este modo, como la teoría del gueto en la Escuela
de Chicago y la teoría de la subclase, la teoría de la marginalidad
peca de determinismo ecologicista, pues establece una relación
determinista
y unívoca entre un determinado espacio urbano y la conformación
de un determinado estilo de vida, sin tener en cuenta la incidencia de
otros factores de tipo político, económico y social.
En los países de capitalismo
dependiente,
la marginación es consecuencia del modelo de desarrollo capitalista.
Este modelo ocasiona el desempleo de campesinos que migran desde las
zonas
rurales hacia la ciudad y, dentro de las urbes, genera una
industrialización
rápida e intensiva en capital que genera desempleados. Se crea,
así, un excedente de población trabajadora, sin empleo y
marginalizada. Resulta erróneo entender a los marginados como un
sector social que no cumple función alguna en el proceso de acumulación
del capital. Muy al contrario, los pobres juegan una importante función
pues son utilizados por el capital para rebajar los costes salariales
de
los obreros empleados y para controlar y reducir la capacidad de
acción,
reivindicación y resistencia de los trabajadores, segmentan los
mercados laborales y, en definitiva, contribuyen a aumentar el control
y el poder que las clases dominantes ejercen sobre el trabajo.
No quiero finalizar la reseña de este
aconsejable opúsculo sin resaltar la crítica que su autora
hace a las propuestas de combatir la pobreza mediante modelos de
autoorganización
de la sociedad civil en los que los mismos ciudadanos se ocupan de
satisfacer
sus necesidades sociales (centros educacionales, guarderías informales,
comedores comunitarios, etc.). Estos modelos presentan, sin duda,
aspectos
positivos, pero en contextos políticos y económicos de Estados
de Bienestar muy débiles o de recorte de prestaciones sociales,
pueden resultar también peligrosos, pues descargan al Estado de
la obligación de invertir en el mejoramiento de los equipamientos
y en la satisfacción de las necesidades sociales de los pobres y
carga a estos con el trabajo y la responsabilidad de agenciarse los
bienes
que necesitan. Así, con la puesta en marcha de programas de
autodesarrollo
comunitario, las mujeres han sumado a sus dos tradicionales actividades
laborales (el trabajo remunerado y el doméstico) una tercera (el
trabajo comunitario). Se corre el riesgo de que la pobreza pase a
convertirse
en responsabilidad exclusiva de la comunidad, eximiendo al Estado de
invertir
para paliarla y a las clases privilegiadas del pago de impuestos con
los
que sufragar los gastos sociales necesarios para combatirla. De este
modo,
el Estado y sus recursos económicos se convierten cada vez más
en instrumentos de las clases dominantes para la acumulación de
capital, jugando cada vez menos la función de beneficiarios de los
grupos sociales más desfavorecidos.
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Recensión
02
David Macey:
Las vidas de Michel Foucault.
Madrid, Cátedra, 1995.
Por José Luis Moreno
Pestaña
La aparición en castellano de la
biografía
de Macey, constata el paulatino interés que despierta la persona
de Michel Foucault, a quien atribuimos una obra filosófica que figura
en el anaquel de grandes del pensamiento.
A cualquier amante de tan electrizante
producción,
semejante proliferación biográfica le resulta tan paradójica,
como quizá enojosa. El hombre que reclamó su derecho a despojarse
del conjunto de roles que solidifican un yo, la escritura que analizó
con insistencia los mecanismos de elaboración del sujeto, parece
traicionado al sometérsele a ese ejercicio de disección,
siempre morboso, que es la biografía.
Gabriel Albiac, comentando la sólida
biografía de Lacan escrita por Roudinescu, observaba que éstas
suelen devenir a menudo, en consuelo de incapaces. Hurgar en la vida
privada
de un gigante del pensamiento termina invariablemente en determinarlo
por
mediocres asuntos de entrepierna. Deporte fascinante para una sociedad
que acostumbra a cultivar su narcisismo, constatando el origen ruin de
todo lo sublime. La historia crítica se fusiona con el reality
show, la genealogía con el nihilismo chabacano: Nietzsche lo
preveía con estremecedora lucidez en la segunda intempestiva. La
obra de James Miller (The passion of Michel Foucault) es un
dechado
insuperable de los referidos despropósitos.
La biografía de Didier Eribon (Foucault,
Anagrama) es un poderoso libro drásticamente ajeno a tan deplorables
ejercicios; es además una adecuada introducción al pensamiento
de un Foucault reverenciado como maestro y recordado como amigo. David
Macey conserva el tono del periodista francés; en un trabajo bien
cortado que, desde su título, se propone no violentar el ejercicio
de dispersión ético-teórica que zigzaguea la travesía
intelectual del responsable de Historia de la sexualidad.
Son varias las vidas de Michel Foucault.
Resulta
poco convincente el individuo que en sus últimos años proporciona
una reconstrucción retrospectiva de su obra y su acontecer existencial,
(«Cada uno de mis libros es una parte de mi propia biografía»)
y el que se revolvía en la Arqueología del saber («No
me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es
una moral de estado civil la que rige nuestra documentación.»).
Tampoco seduce igual el individuo que merece que Perry Anderson le
llame
tecnócrata por unas declaraciones a Caruso, y el que defiende, casi
schopenhauerianamente, una articulación política desde el
sufrimiento de los gobernados. Aunque resulta indudable que hay una
hebra
que recorre su trayectoria, no es la misma sensibilidad la que reclama
la desindividualización, en la introducción al Antiedipo
y la que convierte el autodominio en condición de no sometimiento
del otro. Foucault confunde, como pocos, al lector desprevenido. Quizá
porque se encadenó fervientemente al espíritu de su tiempo
(Habermas). Y si el tiempo de Foucault fue todo, excepto coherente y
pausado,
no pudo ser de otra manera: Feuerbach ya nos enseñó que una
sensibilidad privilegiada se muestra en la capacidad de dejarse
perforar
por su exterior.
Un chaval que quiere ser buen comunista,
un
agregado cultural en Uppsala, un compañero de viaje de «Gauche
proletarienne», un enemigo del pacto de gobierno socialista con el
PCF. Distintas vidas entrelazadas por un riguroso trabajo de insumisión
frente a los diversos dispositivos de producción de homogeneidad.
Homogeneidad intolerable que él nos enseñó a situar,
no en un ajeno bloque opresor, sino cerca, muy cerca: ese débil
sujeto que piensa y resiste está trágicamente moldeado con
el mismo material de aquello a que se opone. De la razón que se
constituye sobre la exclusión (Historia de la locura) a su
estoicismo tardío, pasando por el plúmbeo estructuralismo
de Las palabras y las Cosas, y el irritado escalpelo de Vigilar
y Castigar, una misma lección, sintetizada con envidiable belleza
por R. D. Laing: «Permanece de lleno en el idioma de la cordura,
mientras socava las presuposiciones de sus propios cimientos».
Macey no renuncia a criticar, desde
discutibles
presupuestos, algunos aspectos del compromiso político de un Foucault,
eficazmente contextualizado por el autor, en la tormentosa trama del gauchisme
francés. La crisis de éste se consuma con el advenimiento
de los nouveaux philosophes. Foucault, que en más de un aspecto
estuvo comprometido con sus tesis fundacionales, no dejó que la
histeria antimarxista le arrastrase a convertirse en «filósofo
funcionario del sistema democrático» (Ewald). Y es que la
trayectoria política de este estoico libertino y activista no resulta
menos rescatable que su apabullante trabajo intelectual.
En la vida privada de este
antihumanista,
que combatió sin descanso el sufrimiento evitable, entra Macey con
muchas menos precauciones que Eribon. El lector no puede evitar
escuchar
las resonancias de su singladura afectiva en la postrera admiración
con que Foucault rescata la relación de dependencia griega entre
maestro y discípulo. Relación orientada a convertir la dominación
en interacción simétrica soportada en una amistad franca.
Sólo por ayudar a intuir el espacio vital que acompañó
a sus últimas reflexiones éticas, merece la pena acercarse
al libro de Macey, que sin embargo no resulta nada notable en la
reconstrucción
teórica de autor (con la excepción quizá, de su capítulo
sobre la experiencia de la literatura como transgresión, en el proceso
de formación del pensar foucaultiano).
«Las ideas no gobiernan el mundo. Pero
precisamente porque el mundo tiene ideas (...) no es dirigido con
pasividad
por sus gobernantes o por quienes quieren enseñarles lo que deben
de pensar de una vez por todas». Palabras justas de un pensador que
sigue siendo imprescindible para aquello que el inolvidable Marcuse
señaló
como tarea apremiante: la construcción de una subjetividad rebelde.
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Recensión
03
David le Breton:
Antropología del cuerpo y modernidad.
Buenos Aires, Nueva Visión, 1995.
Por José Luis Solana
Ruiz
Cinco años después de su aparición
en Francia, ha sido traducida en Argentina esta interesante obra David
Le Breton (uno de los actuales sociólogos y antropólogos
de lo corporal más destacables) en la que se estudian las concepciones
del cuerpo desarrolladas en el transcurso de la modernidad
comparándolas
con las concepciones tradicionales y populares.
Le Breton indaga y muestra (en especial
en
el cap. 3: «Los orígenes de una representación moderna
del cuerpo: el cuerpo máquina») las consecuencias del individualismo
moderno sobre las representaciones del cuerpo. Mientras que en las
sociedades
tradicionales, de composición holística y comunitaria, el
cuerpo no es objeto de escisión alguna, sino que es indiscernible
del hombre y se «con-funde» con el cosmos y la comunidad, con
el ascenso, durante la modernidad occidental, del individualismo se
configura
una representación dualística del cuerpo según la
cual éste está separado del cosmos, de la colectividad (de
los otros) y del mismo sujeto (poseer un cuerpo más que ser
un cuerpo). El hombre de la modernidad, que nace entre los siglos XVI y
XVII, es un hombre separado de sí mismo (distinción entre
hombre y cuerpo, alma y cuerpo, espíritu y cuerpo), de los otros
y del cosmos (las materias primas que componen el cuerpo no encuentran
correspondencia alguna con las que componen el cosmos). Mientras que
Descartes
distinguía entre dos sustancias radicalmente diferentes (la res
cogitans y la res extensa), para los pueblos prehistóricos
como los dogon y los canacos, por ejemplo el cuerpo está compuesto
de los mismos elementos que el cosmos, de modo que el hombre y el
cosmos
quedan vinculados. Por otra parte, además de a la naturaleza, el
canaco aparece indesligablemente ligado a su comunidad. Los miembros de
la comunidad canaca no pueden ser caracterizados como individuos; sólo
existen por su relación con los otros, a través de los intercambios
en el seno de la comunidad. Para los canacos, el «cuerpo» (el Karo)
no es el soporte de la individualidad, sino un nudo de relaciones con
el
mundo y los otros. Mientras que, para los canacos, el acto de conocer
no
es sólo un acto intelectual producto de una inteligencia separada
del cuerpo, sino una modalidad de apropiación corporal; por su parte,
durante la modernidad, el cuerpo ha sido considerado como un obstáculo
para el conocimiento del mundo. El desprecio y la desvalorización
del cuerpo se muestra en la epistemología racionalista. Para ésta
los sentidos sólo ofrecen un conocimiento ilusorio; es a través
del pensamiento (de la inteligencia, de la razón, del alma) como
se accede a las propiedades reales (no aparienciales) de las cosas. La
ruptura entre los sentidos y la realidad constituye «una estructura
fundadora de la modernidad».
En el capítulo segundo («En las
fuentes de una representación moderna del cuerpo: el hombre
anatomizado»)
el autor muestra cómo se constituyó el saber anatómico
con las primeras disecciones oficiales en la Italia del Quattrocento
y localiza en el De corporis humani fabrica (1543) de Vesalio
el
origen del dualismo, propio de la modernidad, entre el hombre y su
cuerpo.
Los capítulos cuarto, quinto y sexto
analizan diversos aspectos de la actualidad cotidiana del cuerpo.
Mientras
que, como mostró Norbert Elias, antes del Renacimiento las
manifestaciones
materiales del cuerpo (escupitajos, mocos, pedos, eructos) no están
privatizadas, en la modernidad se establece un progresivo borramiento
ritualizado
de las manifestaciones corporales en la vida social, del que son
manifestaciones
la convención tácita de no hablar públicamente de
determinadas funciones corporales (pedos, eructos, etc.) así como
la búsqueda del silencio olfativo del cuerpo a través de
los desodorantes (cf. cap. 6: «Borramiento ritualizado o integración
del cuerpo»).
En el capítulo séptimo («El
envejecimiento intolerable: el cuerpo deshecho») se analiza el cuerpo
en relación con la vejez y con la muerte. Durante la modernidad
se produce una estigmatización del envejecimiento y una relegación
social de la vejez ya que la vejez deroga en la persona los valores
centrales
de la modernidad (la juventud, el trabajo, la seducción, la vitalidad)
convirtiéndose, así, en «la encarnación de lo
reprimido». La medicina ha convertido a la muerte en un hecho
inaceptable
al que hay que combatir con todos los medios; la muerte es vista como
un
fracaso de la empresa médica, no como un hecho esencial de la condición
humana. La negación del envejecimiento y de la muerte son signos
que muestran las reticencias del hombre occidental a aceptar su
condición
de ser carnal.
La atrofia de las funciones corporales
durante
la vida cotidiana induce a recurrir a las actividades deportivas
durante
el tiempo de ocio. El dualismo propio de la representación moderna
del cuerpo subyace a las prácticas deportivas en boga (gimnasia, body-building),
pues a través de éstas el sujeto procura darse una forma
como si fuese otro, convirtiendo su cuerpo en un objeto al que hay que
moldear (cap. 8: «El hombre y su doble: el cuerpo alter ego»).
El cuerpo se convierte en un alter ego, en un doble; de este
modo,
mientras que el dualismo antiguo oponía el alma o el pensamiento
al cuerpo, el moderno dualismo opone, por su parte, el hombre al cuerpo.
Le Breton atina al revelar cómo la
entre comillas «liberación» deportiva y estética
del cuerpo que hoy se propugna: está separada de lo cotidiano, es
un discurso producto de las clases sociales medias y privilegiadas, no
se efectúa tanto por placer como a través de un trabajo sobre
sí mismo y no es tanto una elección personal cuanto la imitación
de un modelo corporal impuesto por y a través del mercado y la
publicidad.
El cuerpo deportivo de la publicidad (siempre sano, joven, escultural,
seductor, vital) no es el cuerpo de la vida cotidiana. A través
del deporte, el ocio es cada vez más trabajo de formación
del cuerpo de cara a su exhibición social. El cuidado del cuerpo
se realiza sobre todo por los profesionales liberales de la clase media
urbana y escasamente entre el campesinado rural y los obreros que
trabajan
con el cuerpo y cuyo cansancio físico apenas les deja ánimos
ni energías para, al final de su jornada laboral o en su tiempo
libre, seguir realizando actividades físicas de desgaste corporal.
Los capítulos noveno («Medicina
y medicinas: de una concepción del cuerpo a concepciones del hombre»)
y décimo («Los jeroglíficos de luz: de las imágenes
médicas al imaginario del cuerpo») se ocupan de la concepción
del cuerpo subyacente a la medicina moderna. Desde Vesalio, las
prácticas
y las investigaciones médicas asumen un dualismo metodológico
que las sigue nutriendo en nuestros días. La medicina occidental
moderna se basa en una antropología dualista, por esto busca sanar
un cuerpo y una enfermedad y no a un hombre en su singularidad y en su
unidad psico-corporal indisoluble. Deudora del dualismo, la medicina
moderna
ha puesto entre paréntesis al hombre para interesarse sólo
por el cuerpo; se ocupa de la enfermedad, pero no del enfermo. Ante la
medicina moderna, la eficiencia que muestran algunas medicinas
tradicionales
reside, en gran parte, en que éstas se basan en una concepción
no dualista y simbólico-imaginaria del cuerpo. En diversas prácticas
y saberes tradicionales o populares (curanderismo, brujería) Le
Breton comprueba el mantenimiento del vínculo entre el cuerpo y
el hombre y entre el hombre y el cosmos. El efecto placebo pone de
manifiesto
la fuerza de las significaciones imaginarias que el enfermo asocia a
los
medios curativos que se utilizan con él: «La fuerza de las
medicinas paralelas reside en esta capacidad para movilizar una
eficacia
simbólica que la institución médica a menudo no tiene
en cuenta».
En el capítulo once último de
su obra se ocupa del uso del cuerpo como materia corporal (comercio y
compra-venta
de órganos, de sangre, de esqueletos, etc.). Le Breton arremete
contra esta comercialización: las funciones orgánicas y los
órganos corporales no son mercancías, pues, como hemos dicho,
el hombre no posee un cuerpo, sino que es cuerpo; la
venta
de un órgano o el alquiler del útero no pueden interpretarse
como operaciones comerciales comunes ya que uno no se separa de una
posesión
sino de una parte de su ser. |
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