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I. Introducción La historia de la Iglesia católica -y sus disidencias- es, en gran medida, la historia de Occidente. Y por analogía sus instituciones son las instituciones de Occidente. Así, frente a los que argumentan la novedad de la cárcel, del hospital psiquiátrico, de la escuela o del cuartel como instituciones (mecanismos, que diría Foucault) representativas de la historia contemporánea, se encuentra la dilatada tradición de la vida monacal. La institución total (Goffman, 1987) de ser algo es una construcción sintetizada en la regla de san Benito, mil veces leída y aplicada, mil veces conceptualizada y contextualizada. Y, sin embargo, en este trabajo no voy a rastrear esta opción histórica, sino regresar a la actualidad para observar los seminarios en cuanto formadores y fabricantes (constructores) de sujetos que de alguna manera son instituidos como la cabeza pensante y ejecutora de la Iglesia católica: los sacerdotes. Muchas razones hacen de estos lugares algo muy interesante; algunas preguntas, con una especial relevancia, casi universales a la antropología, se agolpan entre sus paredes. Basta con que miremos cómo se hace al chamán, al brujo, al sacerdote, de dónde proviene su «gracia», qué es la vocación, cómo se moldea la realidad de la Iglesia y cómo se construye, cuáles son las categorías que unen el poder terrenal y el sobrenatural, qué lenguajes caracterizan a los que están investidos con el don de vincular el aquí y el más allá, cómo se construye socialmente la creencia y en función de qué... tantas preguntas agolpadas entre las cerradas paredes de los seminarios. Desvelarlas, que no sólo contestarlas, es lo que en definitiva me propongo con este artículo. Un breve apunte metodológico: el trabajo de campo se realizó a saltos (sin continuidad) con estudiantes de los seminarios mayores de Madrid y Astorga (León), durante los años 90 y 91. No fue, en contra de lo que era mi deseo, un trabajo sistemático. Las razones de ello son obvias en algunos casos, la casi oposición frontal de la «jerarquía» para que no metiera las narices donde no me llamaban, y otras de orden personal, donde terminar mi doctorado era la más poderosa. Aun así, realicé muchas entrevistas y pude sacar un material, francamente, interesante, que hace tiempo he prometido poner en forma de libro (Anta 1995: 127). Pero no es tan fácil. Un problema poco tratado en el mundo institucional, en general, es que los informantes, esas personas que parecen investidas de una especial intuición para contarlo todo del «lugar» donde viven, tienden a un discurso cerrado. Lo que significa que las referencias a su propio mundo se hacen desde el código explícito de la institución (en los seminarios, por ejemplo, las constantes referencias a los mandamientos dogmáticos de la iglesia y las referencias cristocéntricas), con el consiguiente problema para desentrañar el código institucional más cotidiano y las relaciones de poder. Tenemos que esperar, por lo tanto, a que la institución entre en conflicto para que así revele, por medio de las justificaciones, los elementos constituyentes de lo no dicho. En el verano de 1996 la Universidad de Guadalajara (Jalisco, México) me invitó a pasar unos días como profesor visitante. Uno de mis cometidos, además de realizar seminarios, dar clases y entrevistarme con las autoridades académicas de la universidad, era intentar realizar algo de trabajo de campo en una nueva comunidad cristiana (con una estructura prototípica de las instituciones totales) que había aparecido, de forma autóctona, en aquella ciudad y que estaba teniendo un auge desmedido a los ojos de los científicos sociales locales (el mejor trabajo que se ha hecho sobre el tema hasta el momento es el de la antropóloga Renée de la Torre, 1995). Después de acudir a una serie de ceremonias, acercarme a su colonia, ya que ocupan y mantienen una parte importante de la ciudad de Guadalajara, entrevistarme con algunos líderes y fieles, di la triste noticia a mis colegas mexicanos: el tema era muy interesante, pero no podía hacer nada. Esta iglesia mantenía un nivel disciplinario sobre sus miembros que les imponía un discurso demasiado cerrado y circular (para contestar utilizan constantemente algún pasaje, recitado de forma literal, de la Biblia), que hubiera exigido años de trabajo, lo que yo ni podía, ni estaba por la labor (para un primer acercamiento a este tema Geertz 1996: 27-29; Rabinow 1992). Con los seminaristas pude, gracias a utilizar elementos de desviación y disfunción institucional (los problemas de la Iglesia de Roma, el problema de la educación laica, las críticas a la iglesia por su mantenimiento al lado del poder... Véase Parra 1991: 345-376), romper ciertas barreras y adentrarme en otros temas, más de mi interés, y que no podía hacer en Guadalajara, simplemente por mi ignorancia del medio mexicano. Además, yo ya he realizado un primer acercamiento, quizás muy teórico, al tema de los seminarios (publicado en Anta 1995: 127-148). Un trabajo donde había puesto las bases de mis intereses y que, a su vez, enlazaba con un «proyecto», más general, de entender el mundo de las instituciones totales y que me ha tenido ocupado desde hace años. Pero los
problemas
del trabajo de campo, esas
pequeñas miserias de la construcción
antropológica,
se unen a los que supone la propia teoría, que nace de ordenar
la
realidad de una determinada forma. En este caso, el análisis de
las instituciones, sean cuales sean, tiene su propia
problemática.
Así, brevemente, tenemos que comprender que toda creencia ha de
tener un soporte institucional, es decir, una serie de mecanismos
normativos
que dan forma al contenido de las creencias. Este sistema de representaciones
(como le gusta decir a Bourdieu 1985: 92-95) tiende, generalmente, a
empapar
con su mecanismo normativo la forma, tanto de mostrarse ante el
conjunto
social, como de actuar en función de dichas normas,
expresándose
con las «palabras» de su creencia y,
paradójicamente,
comportarse según las normas. La dificultad de entrar en su
entramado
interno es, obviamente, muy difícil. Lo que también se
complica
porque, supongo, siguiendo al propio sentido común, un seminario
es una «escuela» de y para sacerdotes, donde se cultiva una
forma de pensamiento determinada, pero no es sólo así. Un
seminario, como cualquier otra institución, implica
necesariamente
relaciones de poder, por lo que tiende a bloquear, despistando
constantemente
a los foráneos, el conocimiento de sí misma.
Especializando
y centrando su discurso en torno a un conocimiento iniciático
que
recorta y fracciona el objeto hasta hacer de sí misma, si no
algo
irreconocible, sí un lugar inofensivo, funcional e
imprescindible
(véase, como ejemplo, Seminario 1975. Algunas ideas muy
interesantes,
al respecto, podrían encontrarse en Gradilla 1995; McLaren
1995).
No tener estas dificultades en cuenta supone que no se puede llegar a
un
conocimiento de los seminarios. Y aún así es muy complejo.
II. La institución Los seminarios responden a la idea inicial de valer, de captación, revelación, afirmación de la vocación, seguimiento y estudio de la profesión de sacerdote. Todo ello se realiza bajo el marco concreto de la iglesia, la cual se erige como única institución dotada con los instrumentos, y justificaciones, con los que educar a sus futuros miembros; así, pues, la Conferencia Episcopal especifica que:
Se hace patente que la iglesia oficial es la única con el derecho adquirido de formar a sus futuros miembros, por lo que el seminario se mostraría como un lugar determinado y formalizado, donde se integrará a una serie de individuos, provenientes (reclutados) de muy diferentes núcleos socio-culturales, pero con la misma motivación, la vocación, para encaminarlos a una única causa: la militancia en las filas de la iglesia activa, incorporándolos a la jerarquía formalizada. El seminario sería, pues, «una fábrica de curas», como gusta decir a uno de mis informantes, actuando como una escuela iniciática, donde el individuo pasaría de una situación civil a otra, totalmente nueva, y muy diferente, como parte de un grupo delimitado:
Este sentido último, con el carácter iniciático tan a flor de piel, incluso justificado por medio de valores eternos, confiere al seminario una radical importancia dentro de la iglesia. Por lo tanto, no se está impartiendo una simple formación, ante todo, se está creando «hombres nuevos», tanto en relación a cómo éstos eran antes de entrar, como en relación a un grupo social general, lo que llamamos sociedad civil. No son, pues, personas parecidas al resto, y esta diferencia se produce gracias a esa iniciación, a ese encierro temporal y espacial. El asumir la dirección directa de dicha información en forma de derecho, y no como una obligación, permite que la iglesia discipline a los individuos que más tarde le servirán, a pesar de que no sea a favor o paralelamente a la sociedad con la que cohabita, permitiéndose incluso el enfrentamiento directo con otras fuerzas, ya sean políticas o sociales. Pero el sistema iniciático propone que los individuos no puedan mantener parte de su proceso formativo y educativo bajo su propio control, ya que está dirigido de antemano, bajo unos presupuestos determinados para con el propio individuo, por lo que se ajustan, por obligación, a lo que les es estipulado. No tienen posibilidad de elección, el seminario es lo que desde arriba quieren que sea, no existe el acceso a los recursos educativos, que serían parte interdependiente del individuo. No existe la confianza en el individuo, sino que éste se la confiere a un superior en la iniciación, el cual administra la situación vital de los individuos y hace que el proceso se complete según lo previamente estipulado desde la institución. No podemos olvidar que la iglesia es el referente contextual al que nos tenemos que adscribir, los seminarios son parte intrínseca de ella, y por lo tanto, su razón de ser. Así, supongo que el seminario nace con posterioridad a la idea de tener un lugar donde educar a los miembros activos de la iglesia, aunque ciertos elementos me harían sospechar lo contrario. Los seminarios no son sin la iglesia que los mantiene, y no sólo económicamente, sino, ante todo, como referencial básico de su justificación moral, ante sí misma, y secundariamente ante los ojos de la sociedad. El seminario es, pues, una parte de la iglesia, precisa y reconocible, con una funcionalidad perfectamente articulada en los esquemas jerárquicos (es decir, está supeditado a la voluntad de otras personas dentro de un sistema de rangos) de la iglesia (Conferencia 1986: 18. Para tener algunos ejemplos consúltese Fraga 1989; Seminario, 1989). El seminario se conforma, por lo tanto, como una comunidad con un fin determinado, la formación de los futuros sacerdotes, con un reglamento preciso y bajo una dirección enmarcada en la iglesia, que se hace operativa por medio del obispo (superior jerárquico). Desde esta perspectiva todo seminario funcionaría como una institución total (Goffman 1987: 13). Aplico, pues, un modelo determinado de antemano, con la intención, no de ver en qué se ajusta o en qué falla, sino en cómo éste me ayuda en la consecución de unos presupuestos básicos: lo que pretendo es, ante todo, ver en qué tipo de mundo viven una serie determinada de individuos adscritos a una institución religioso-educativa, cómo está estructurada y cómo la interpretan; para lo cual me valgo fundamentalmente de cuatro cosas: de mi propia formación; de los modelos, teorías, conocimientos e informaciones elaboradas; de lo tomado a los informantes; y de los reglamentos, documentos y material general elaborado y producido por, o/y para, la iglesia. Se entiende, por lo tanto, que utilizaré el modelo de Goffman, al igual que me guiaré por otro concepto ya elaborado, el de carrera, que remezclaré, en la medida de lo posible, con la idea de sistema ritual de iniciación, muy al estilo de La Fontein (1985). De esta manera todo individuo que realiza un recorrido vital desde una base inicial hacia una meta prefijada y conocida, pasando por unos puntos intermedios conformados, realiza lo que se denomina carrera (Goffman 1987: 132-172; Basaglia 1976: 290-319). Como ocurre con esos individuos que pasan por un seminario mayor (habiendo conocido, o no, uno menor) para llegar desde una situación civil, es decir, como miembros de la sociedad general no iniciada, a otra en que están incluidos de pleno derecho en los esquemas de una gran institución, la Iglesia, reconocida dentro de los marcos formalizados socialmente, la cual tiene una actuación conocida y diferenciada de otras muchas instituciones sociales, con o sin el mismo fin. Por otro lado, aunque en conexión con esto último que decía, podemos observar que una vez el individuo ha finalizado totalmente su iniciación, y se le han impuesto las manos del obispo (Código 1969: 361-362), que sería el que da el permiso para la incorporación como miembro activo de la iglesia, y se le reconoce como sacerdote (presbítero), que junto al elemento inicial de su actuación, la parroquia, formarían la célula más pequeña, e indivisible, de la iglesia, conforma (sacerdote más parroquia), así, una institución voraz (Coser 1978: 14). Este tipo de modelos elaborados y ensayados son útiles; pero antes de continuar creo pertinente delimitar el modelo que utilizaré, pues no será, en general, algo visible y constatable, sino más bien una guía, el armazón teórico de un edificio con múltiples caras, con ejemplos, e, incluso, con añadidos teóricos (decoración) de muy diferente matiz. El modelo teórico de institución total no se ajusta con facilidad a la realidad; me refiero, claro está, al elaborado por E. Goffman, publicado en 1961 (1987: 13-129). Por múltiples e, incluso, contrapuestas razones, la crítica a su trabajo, que desde el día de su aparición se le ha hecho, ha puesto de relieve su excesivo monolitismo, su microscopismo, la falta de una metodología sistemática, la falta de rigor, a lo que habría que añadir la crítica normal de personas que no conocieron ni el contexto social, ni el de la investigación, ni el auténtico aporte que se hacía a las ciencias sociales (para ver todas las críticas en conjunto, al igual que una exposición de toda la obra de Goffman, puede consultarse, entre otros, Hannerz 1986: 229-271). Básicamente una institución total sería un lugar con barreras entre sus moradores y el mundo exterior; dichas fronteras serían, fundamentalmente, de tipo físico, más que simbólico o de representación, aunque puede darse el caso. Por otro lado, existirían dos tipos básicos de moradores, los internos y sus cuidadores, con una dicotomía básica en sus actitudes y situación. Para los primeros, la institución es parte de todos sus ejes vitales, incluida toda posibilidad de conocimiento; mientras que para los cuidadores sólo representa, con matices, un lugar de trabajo. Se hace patente, pues, que existe una gran distancia entre los grupos, mostrándose antagónicos entre sí. Otra de las características de la institución total es que niega, a los internos fundamentalmente, su propio «yo», es decir, la disponibilidad de su propio ser, lo que Goffman llama ego (self), a la par que se ven obligados a realizar todos los actos diarios en compañía del resto de los internos, con los cuales tienden a no diferenciarse en nada (ropa igual, mismo corte de pelo, falta de objetos personales...). El modelo del propio Goffman se extiende mucho más, pero en lo fundamental puede decirse que las principales características son éstas que he expuesto, y que pueden resumirse en tres puntos (como el modelo hace referencia a los internos se hace referencia sólo a ellos): a) Un
aislamiento de
la sociedad, por medio
de métodos físicos conocidos. b) La
realización de todos los actos
diarios y extraordinarios en conjunto, con la consiguiente
pérdida
del mundo personal. c) Una administración formal de todo tiempo, espacio y actividad que se tenga o se pueda realizar. Podrá observarse que estas características sólo hacen referencia a los internos, como ya he dicho. Goffman subtitula su libro Internados como Ensayo sobre la situación social de los enfermos mentales; esto nos pone en la pista de que únicamente es válido su modelo mientras se haga desde la visión de los internos, como eje central de la institución. La incorporación de otros actores, como por ejemplo los cuidadores, no me permite, por lo tanto, hablar de una institución total, y, sin embargo, sin mencionar a los cuidadores, poniéndolos en relación con los internos, tampoco puede hacerse. Es desde este sentido que el modelo, como decía, no se ajusta con facilidad a la realidad; y, sin embargo, se puede afirmar que es práctico, aunque para que sea un modelo operativo he de confirmarlo y corroborarlo, unitariamente, para cada uno de los casos en que parezca pertinente su aplicación, como es el caso particular de los seminarios. Por lo tanto, el modelo teórico es sólo operativo, tiene capacidad de operar (hacerse válido), si es aplicado en una situación simplificada y general, bajo unas condiciones ambientales dadas de antemano (Popper 1988: 247), en ningún caso es válido como modelo tipo, susceptible de universalizarse y tornarse en teoría conceptual. Se ha dicho con
demasiada frecuencia que los
antropólogos sólo nos dedicamos a lo exótico, y,
por
lo general, por parte de los mismos profesionales, autocríticos
por naturaleza. Se ha dicho también que sólo estudian
unidades
humanas pequeñas, que no conectan con grandes marcos sociales,
que
sólo dan vueltas a todo aquello que resulta a todas vistas
diferente,
etcétera. No este ni momento ni lugar para hacer la
réplica,
a pesar de que mucho de ello sea verdad; ahora bien, nuestro trabajo se
centra en el estudio de una institución que vive
fundamentalmente
aislada y de espaldas a la sociedad civil, que utiliza muchos
presupuestos
que no son generalizados, es decir, es una comunidad pequeña,
que
quizás no sea exótica, pero que sí es diferente,
que
es parte de una unidad mayor, la Iglesia, pero difícilmente
ampliable
en su propia concepción, y, a pesar de todo ello, espero que no
pueda ser criticada en los términos que al principio
argumentaba,
pues siempre que me sea posible intentaré enmarcar socialmente
lo
que un seminario significa.
III. ¿Qué es un seminario? El 28 de octubre de 1965 el papa Pablo VI, junto con los padres conciliares, aprueban durante la cuarta etapa (la última) del concilio Vaticano II el decreto sobre la formación sacerdotal (votaron 2.321, 2.318 a favor y 3 en contra, lo que nos ha de hacer sospechar sobre la necesidad de cambio y consenso sobre este tema) en el punto III, con el título «Organización de los seminarios», el artículo 4 dice:
La falta de una definición concreta, por parte de la Iglesia oficial, conduce a que tenga que utilizar diferentes textos para encontrar una definición operativa. Otra importante pista se encuentra en el Código de derecho canónico, que de otra forma (con reglas directas), por medio de las normas elaboradas por los padres conciliares, sitúa en las coordenadas del espacio y del tiempo a los seminarios, los cuales quedan asimilados a un colegio (forma institucional de una «comunidad educativa»); así, el artículo 1354, puntos 1 y 2, dice:
Otra importante pista la da la Conferencia Episcopal Española, cuando dice que en los seminarios mayores:
Esta última cita sintetiza, en gran parte, las dos anteriores, pero introduce algunos nuevos elementos que serán necesarios para la comprensión en profundidad de los seminarios. Pero antes de entrar en los detalles, en el análisis de qué es un seminario, he de introducir un elemento nuevo, que dará la dimensión necesaria para llegar, aunque sólo sea -de momento- formalmente, a una comprensión mucho más global de lo que hasta aquí he tratado, así pues:
Y entienden que un seminario es una comunidad humana, porque tanto los formadores como los seminaristas comparten un proyecto de vida en común y participan, cada uno según su función y responsabilidad, en el mismo proceso formativo. Pero esta comunidad humana no se explica desde la independencia del núcleo social cristiano general, sino, por el contrario, en la medida que responde a una adscripción determinada a unos círculos mayores, los que, en definitiva, le dan su auténtico sentido. De ahí que sea una comunidad eclesial y diocesana, pues, es la diócesis, como unidad mínima de decisión político-religiosa, a la que está adscrita el seminario, y, por lo tanto, al propio planteamiento de la Iglesia en general (para Astorga, por ejemplo, véase Quintana 1972: I, 148-151). El seminario se plantea, en efecto, no como una forma institucional independiente, sino al servicio de la comunidad, que lo mantiene, tanto física, como moralmente (Código 1969: 527-ss); así, pues, se entiende que el seminario vive en comunicación con el obispo responsable, donde la institución se encuentra inserta en la vida de la diócesis participando, dentro de sus posibilidades, de aquellos servicios que el seminario puede ofrecer a la comunidad católica local (Conferencia 1986: 19). Vemos, por lo tanto, que no se puede desligar lo que supone la idea de seminario, incluso a un nivel general y abstracto, de la idea inicial de comunidad, la cual tiene unas necesidades especificas y determinantes, que no tienen por qué coincidir con otras ideas sociales, también inmersas en la comunidad (políticas, sociales o económicas). Al insertar el seminario como parte intrínseca de la propia comunidad, que corresponde a la diócesis, se plantea un discurso directamente relacionado con la parte física de la iglesia, pues -supongo- mantiene otra parte de sentido metafísico (lo religioso), y, de esta manera, determinado en un tiempo y un espacio. El seminario cumple, por lo tanto, una función y es «necesario» en la medida que sirve, que vale, a dicha finalidad previamente expresada, y es por ello que, como punto definitorio, el seminario se establece como una comunidad educativa, puesto que se establece la consiguiente educación, manteniéndolo como una finalidad expresa de todo el discurso institucional, así pues, se entiende que:
Llegados a este punto tenemos todo el «material» necesario para abordar los puntos fundamentales, necesarios, para saber qué es un seminario: 1) El seminario es un lugar físico, es decir, con unas coordenadas de terminables y conocibles en el tiempo y en el espacio, donde se preparan, forman y educan los aspirantes al sacerdocio; estableciendo esta premisa como la finalidad, primera y última, de toda la institución. Y, para ello, establecen unas coordenadas, un estilo propio, tendentes a lo espiritual, lo intelectual y lo disciplinar. Todo ello conforma una formación específica que únicamente tiene sentido, como finalidad estructural, en la medida que cumple de forma organizativa su finalidad: la incorporación de nuevos elementos a las filas de la Iglesia activa, como sacerdotes, y, por lo tanto, como reproductores de la propia finalidad universal que la sustenta y motiva (Conferencia 1986: 25). 2) El seminario se estructura como una comunidad, donde conviven los seminaristas y sus formadores, bajo unas normas, medios y conocimientos establecidos de antemano, formalizados por el obispo (responsable último de la marcha y eficacia del seminario, Código 1969: 527, nota) y las normas y leyes generales de la Iglesia. 3) El seminario no se entiende independientemente de la comunidad cristiana concreta, la diócesis, que espera un resultado positivo por su parte (el cumplimiento de la finalidad). Es la comunidad concreta diocesana la que sustenta y mantiene (corriendo con su manutención) el seminario, haciendo propio (compartiendo) el derecho exclusivo de la iglesia, por medio de la cesión de lo propio (lo social), en aras de una funcionalidad (la practicidad religiosa), producido por las necesidades propias de cada lugar (diócesis), para, al fin, formar a sus propios sacerdotes (propagadores sociales y seguidores de la idea concreta religiosa). Se entiende, por lo tanto, todo lo anterior (resumido en Código 1969: 526) cuando se combina el hecho social con el puramente religioso, que hace del seminario un sistema donde se mezcla la fidelidad a Cristo, a la Iglesia y a la propia ideología católica, reconocida como una «misión» (Conferencia 1986: 21) comunitaria, aunque vivida de forma individual (por medio de la vocación). Un seminario es, pues, un lugar físico, donde una serie de individuos determinados, que junto a sus educadores y formadores forman una comunidad, se educan, espiritual e intelectualmente y de forma disciplinar, como futuros sacerdotes, integrados a la diócesis, la cual mantiene y sustenta al propio seminario, bajo unos presupuestos determinados y formalizados por el obispo y las normas de la iglesia. Esta
«definición» permite
llegar a un conocimiento operativo de la realidad de un seminario, pero
con ella no intento mostrar la totalidad, sino únicamente uno de
los pilares básicos, en concreto, aquél que hace
referencia
a la cara formal, la oficialista. Es necesario visualizar otras caras,
ya que un seminario es un hecho poliédrico, que tiene otros
puntos
de vista con los que desarrollar, no sólo el discurso y
visión
de los actores que concurren, los formadores y seminaristas, sino
cómo
se establece el propio discurso del seminario, cómo se
relacionan
entre sí los los diferentes elementos, que de forma más o
menos concreta ya he mostrado. En efecto, es pertinente -creo- la
utilización
de modelos teóricos, con los que acercarse, desarrollar y
entender
todas las facetas del seminario, tanto en sí mismo, como en su
comprensión
y explicación.
IV. El sacerdocio Si miramos las instituciones totales por encima podemos observar un fenómeno, o una suma de diferentes hechos, donde llamará la atención la compacticidad que éstas muestran. Quizás por ello su mayor teórico, Erving Goffman, fue acusado de mostrar una institución (en concreto con respecto a su trabajo en el hospital psiquiátrico donde hizo su trabajo de campo), como ya decía con anterioridad, excesivamente monolítica (Levison; Galleger 1971: 35-36). Ahora bien, esto es verdad, y Goffman lo realizó de esta manera debido a su mirada con un claro sentido globalizador, y, sin embargo, utilizando otro tipo de análisis las cosas se muestran de diferente manera, no sólo porque se pueden observar roces entre los diferentes actores, sino, ante todo, porque existen diferentes discursos, en situaciones paralelas, complementarias o encontradas (en situación de conflicto). Gran parte del «secreto», propio de cualquier tipo de institución, es el juego que se forma entre esos discursos, lo que, en definitiva, establece que la institución se mueve (cambia o evoluciona) por las situaciones de perfección vs imperfección, utilidad vs inutilidad, que se establecen entre los discursos de forma casi constante. Se entiende, por lo tanto, como una readaptación continuada al «mundo» general al que toda institución se asocia; y, sin embargo, la movilidad viene producida desde dentro, la institución se autoajusta a sí misma, las causas son ajenas, por lo general no son propias: la institución (o, si se prefiere, las instituciones) son depósitos simbólicos de formas ideológicas complejas; de ahí que ciertamente las instituciones cambien poco, si no es en la medida de una burocratización de sus estructuras. La endogamia institucional se produce a causa de esa burocracia interna, la cual intenta la propia preservación, enmascarada bajo la idea de la supervivencia institucional. Un caso paradigmático lo representa el hospital psiquiátrico, en su vertiente de institución total. Así, cuando su fundador e inaugurador, Philippe Pinel (1747-1826), suprime de sus cadenas a los locos del Hospital de París, a principios del siglo XIX, podría hacernos pensar que él es el iniciador (inventor) de un nuevo concepto de institución, ya que hizo algo que no existía, algo que parece nuevo, mirado desde sí mismo, y, sin embargo, no es así, a los locos no se les libera, sino que se objetiva el concepto de libertad, incluso el de locura (Foucault 1985: 264-268.). En efecto, la nueva institución basada en la «libertad» de los locos, en la nueva concepción de estos como ciudadanos libres e iguales, no sólo era una nueva mirada del concepto de la locura, sino, ante todo, del de libertad; detrás de Pinel estaban las ideas de la Revolución francesa. Fueron éstas, sus ideas e ideologías, lo que hicieron mirar al loco (al igual que se hizo con otros grupos: marginados, delincuentes, pobres, minorías étnicas y religiosas...), creándole una institución nueva, aunque ésta ya existiera anteriormente, pues se fundió en una el antiguo asilo/hospital, con las necesidades de cuidados y protección que se pensaba necesitaban los locos (fueran de la clase, tipo, que fueran). En definitiva, Pinel lo único que hace (que ya es mucho) es dar un nuevo rumbo administrativo a la institución, es decir, burocratizando funcionalmente instituciones ya existentes (Dörner 1974: 19-45). Desde un horizonte global, según lo anteriormente dicho, el seminario ha pasado por las siguientes etapas o fases, que se han mantenido en el tiempo, incluyendo las ideas ajenas a una «mentalidad institucional» propia (Martín 1972: IV, 2422-2429), cambiando en su estructura burocrática, no en su cúmulo ideológico: a) La iniciación de una serie de individuos como directores del concierto social y religioso de la época, necesidad inherente a la idea de iglesia. Esto es visible, como tal, ya en el siglo VI, de forma institucionalizada, aunque no como institución material (instituida). b) A partir del siglo VI, los individuos empiezan a ser reclutados desde su infancia, separándolos de la idea de familia y del resto de la sociedad, para preservarles de los «males» del mundo nace, así, el seminario episcopal (visigodo). c) Reglamentación de la vida monacal de san Benito, siglo XI (una de las mejores obras del largo proceso monástico, oriental y europeo, es la de Gobry 1985), con la consiguiente creación de un modelo preestablecido de institución, tal cual se puede estudiar desde el análisis institucional (san Benito 1983). d) Creación, a partir del siglo XII, de una institución concreta para la iniciación eclesiástica, el colegio universitario. e) Universalización del concepto de colegio universitario, adaptándolo a la organización propia de la Iglesia, el seminario tridentino. f) Y readaptación, sin dislocar lo conceptuado hasta ahora del seminario tridentino, a las necesidades de la iglesias y los estados donde ésta se ubica. Es, por lo tanto, la funcionalidad de la institución llevada a sus últimas consecuencias. Como ya decía anteriormente, el cambio de la institución se produce por elementos ajenos a ésta, mientras que el efecto es una complejidad burocrática en su seno. De esta manera, el seminario actual es una suma de ideas conceptuales que se significan a otras, que no desaparecen ante las nuevas, dando lugar a una organización que se hace más compleja. En este sentido es en el que afirmo que el seminario que podemos ver hoy en día, y que sirve para mi análisis, es la suma de tres ideas concretas (reconocibles históricamente): 1) El
recogimiento
en el tiempo y en el espacio
de aquéllos que quieren iniciarse al estado clerical. 2) Una
reglamentación institucionalizada. 3) Y un sistema funcional para la Iglesia y para el Estado. El fin institucional del seminario no ha cambiado desde que éste fue concebido (si ha cambiado o no el significado socio-cultural es otro tema), incluso antes de su creación efectiva, para lo cual tendría que remitirme, como mínimo, al siglo VI, a la escuela episcopal visigoda, y, en sí, porque el propio fin sigue siendo el mismo: la formación de sacerdotes, y, si por cualquier razón la institución cambiase, sería para adaptarse, renovar o cambiar el fin, es decir, en otras palabras, es la idea del sacerdote tipo la que hace un seminario tipo, y, por lo tanto, si este último ha cambiado poco es porque el propio fin ha cambiado poco, o nada:
Esta es la razón por la que el seminario ha cambiado poco, desde que fuera concebido, porque su propio fin no ha cambiado «sustancialmente», se adaptan, por supuesto, las tácticas que el seminarista ha de aprender, pero no aquello que en definitiva le hace ser. El sacerdocio, por su parte, no tiene grandes posibilidades de cambiar, pues, su finalidad última, aquélla que es expresada en el discurso de los actores como propia de su condición, está supeditada al propio fin de la misma iglesia, la cual es su único marco de validez:
En definitiva, la vida del sacerdote no tiene un sentido explicado desde lo terrenal, ni en lo social o cultural, sino que se explica desde el propio hecho religioso, de forma sobrenatural (incluso su forma de dirigirse a los demás así lo indica, véase, por ejemplo, González 1993: 151-192. Para un acercamiento global al tema del sacerdocio, tras el concilio Vaticano II, véase Enrique y Tarancón 1966; Delicado 1969; Mohler 1970), incluso no se puede comprender lo que realmente significa el sacerdocio, en sí mismo, sin entender que la propia finalidad del sacerdote se establece en dos niveles: a) El social. Donde el sacerdote es, en su primer ministerio, «un gobernador de fieles» (Código 1969: 361, nota); esta finalidad directiva, donde entra lo ideológico, incluso lo político (en definitiva ningún hombre puede substraerse a su propia cultura), se entiende si se observa que los miembros de la iglesia se dividen en dos grandes grupos: el de los clérigos y el de los legos (también conocidos, como laicos o seglares). Al estado clerical pertenecen todos aquellos que han recibido alguna orden, lo que se entiende por la tonsura, que se da a entender en su significado una forma simbólica el pertenecer a dicho estado (aunque en realidad es el simple rapado de la coronilla). Al estado laico pertenecen todos aquéllos que han sido bautizados, y no han sido tonsurados (los seminaristas, por el contrario, pertenecen al estado clerical mientras que están realizando su formación, a pesar de no estar, en realidad en ninguno de los dos, al estar en medio). Al primer estado le corresponde la dirección, tanto por derecho, como por obligación, del segundo estado, lo que realizan por medio de la potestad de jurisdicción en sus diversas clases (diaconado, presbítero y episcopado). Es desde este nivel en el que el sacerdote (presbítero) tiene que vivir de cara a la sociedad:
Es esta finalidad social del sacerdote, sin duda, la que más se acomoda a la marcha de los tiempos, adecuando los medios, las tácticas y los puntos de mira, pues, en definitiva, no se trata de otra cosa que de conseguir «eficacia» a la hora de influir y dirigir a los grupos sociales a los que se adscribe el sacerdote. El cambio no se efectúa sobre la idea, el dirigir, sino sobre el método y la táctica, la operatividad que conforma el resultado total, así, pues, el mismo Enrique y Tarancón nos recuerda cómo se han de adecuar los medios, como el cine, a los fines directivos del sacerdote, como parte de los propios fines socio-religiosos de la propia Iglesia, por lo que sirviéndose del cine se consigue un esparcimiento legítimo y un sistema de formación y control para los niños en las parroquias (aunque poco antes había realizado su cruzada «particular» contra este medio, véase al respecto Guarner 1971: 8):
La finalidad directiva hace, por lo tanto, del sacerdote un ser diferente, con capacidad de dirección social, de organizador y, consiguientemente, de gobernar a sus fieles (el estado laico), lo que ha motivado que históricamente la iglesia haya tenido tres funciones sociales importantes: 1) La pastoral, donde la Iglesia no cede a ninguna otra institución su poder de convocatoria religiosa e, incluso, política. 2) La asistencial, donde se establece la mayor «dialéctica iglesia/estado». 3) Y, por último, la educativa (Castells 1973: 14-15), las escuelas de párvulos radicadas en los pórticos o en los atrios de las iglesias, y con el párroco como maestro, suponían, hasta bien entrado el siglo XIX, la única educación que recibían grandes masas rurales y urbanas. Por ello si el tema asistencial se planteó relativamente tarde, donde la iglesia y el estado pugnaron por motivos morales, que a veces encubrían asuntos económicos, pero siempre hubo un clima de mutua tolerancia, en el caso de la función educativa de la iglesia no fue así: de hecho, el campo clásico de batalla entre Iglesia católica y la sociedad y el Estado en la historia contemporánea es la escuela y, en particular, la escuela primaria (Köhler 1978: VIII, 311). Dicho sea de paso que esta finalidad educativa, sobre todo en las primeras etapas, era, y es, un imperativo de la iglesia, que necesita el exacto conocimiento de los individuos de su entorno (estado laico) con el fin de promocionarlos, tras reconocer su «vocación», a las filas de los clérigos. Esto sin contar lo que supone, de por sí, el atender a la educación de los individuos pertenecientes a la sociedad general, pertenezcan o no al estado laico. b) El segundo nivel es el disciplinario. El sacerdote, como parte de ese estado clerical, vive organizado en una estructura jerárquica, a la que se debe y la cual le da su sentido en el tiempo y en el espacio. El principal superior de un sacerdote es su obispo (la iglesia se organiza en el espacio en diócesis, a cargo de un obispo), el cual no sólo le ha ordenado como sacerdote, es decir, le ha impuesto las manos, acto ritual en el que se le reconoce como presbítero (sacerdote), sino que el obispo es la persona a la que el sacerdote ha de responder de todas sus actuaciones, ya sea como persona, ya sea como sacerdote católico. El sacerdote vive, pues, identificado e identificándose como parte de un grupo, la iglesia, que le da un sentido ideológico, una forma concreta de identificación y una finalidad («un sentido») en su forma de vida, claramente diferente del resto de los hombres (mortales). La estructura básica de la iglesia se basa en la disciplina como forma de vida concreta y reconocida, a la que se atienen todos sus miembros, ya sean de un estado o de otro. La forma jerárquica es la consecuencia (efecto) de dicha causa, la disciplina. El acatamiento de ésta tiene dos caras, que conforman una misma «realidad», a saber: en primer lugar, la evidente del sacerdote como parte del todo que es la iglesia, donde actúa, fundamentalmente, lo que podría llamarse la obediencia debida, es decir, el actuar bajo el único mandato de un superior jerárquico, el obispo. En segundo lugar, la otra cara, el sacerdote mantiene la disciplina por medio del celibato. Detrás de este tema hay otro, fundamental, desde mi punto de vista, es el de la creencia católica en lo religioso como un elemento supracultural, donde la iglesia se reproduciría según un modelo no orgánico, sino de delegación social, o, como detectó Foucault (1987a: 7-68), el intento de superar la propia «animalidad» humana o el del individuo convertido en «sujeto» o la lucha por la utopía de lo terrenal como un doble de lo celestial (Foucault 1987b: 33-50). Pero éste no se explica, únicamente, como una forma para con el grupo, sino como una opción personal (un self), explicado, por lo tanto, como si de un don se tratara:
Entiendo, en este primer horizonte, el celibato como un don divino, un «algo» que el hombre da a Dios como pago de haber permitido disponer del poder de la procreación. Es entendido, por lo tanto, como un don, como un regalo, donde uno recibe un presente, que ha de aceptar, y que le compromete a devolver en la misma proporción, si lo que se devuelve es a un Dios se denomina presente (Mauss 1979: 246-263). Es decir, la castidad se entiende como un don divino, a la vez que ésta se convierte en presente, en el momento que se niega la posibilidad de poder procrear, hecho natural (biológico), no cultural, que define la condición terrenal del propio hombre. Así, pues, se entiende la castidad como un don divino (output), lo que a su vez, de forma retroactiva (input), se convierte en un presente al llevarlo a sus últimas consecuencias, al servicio, personal, de una causa sobrenatural (divina):
El sentido de la
castidad, como don divino, permite
la utilización del término ampliándolo a todos los
miembros de la iglesia, normativizando su sentido terrenal, a la par
que
dándole un marco general de actuación (el celibato solo
tendría
sentido como parte del «servicio divino»), Así,
pues,
si para el estado clerical se convierte en una obligación,
entendiendo
que el sacerdote vive en matrimonio con Cristo, de forma espiritual, y,
por lo tanto, se desprecia el cuerpo, como símbolo de la
unión
del alma del sacerdote con Cristo, para el estado laico, sin embargo,
es
el matrimonio carnal (canónico) el único lugar donde la
castidad
pierde su sentido total.
V. Conclusión En este breve artículo he planteado de forma circular cómo los seminarios diocesanos se establecen como una institución total, donde su principal particularidad es concentrar a una serie de sujetos en función de su vocación y convertirlos en el eje de la iglesia instituida. Para ello me valgo de algunos de los textos, ya clásicos, que ha producido la Iglesia oficial en los últimos 40 años, punto de arranque de las nuevas concepciones históricas que existen en torno a la educación religiosa y el «nuevo» sentido de los sacerdotes. El seminario sería, por lo tanto, una institución que trabaja en función de una finalidad preestablecida, intentando moldear a los internos en una única dirección. No se trata de formar a una serie de sujetos en una idea religiosa concreta, sino cuanto más de formarlos según unos intereses instituidos, que tienen que ver con los objetivos que se esperan de un sacerdocio en una sociedad en constante cambio. En un libro
reciente, René Lourau (1995)
reconoce que el «análisis institucional», tal cual
lo
entendían a finales de los 60 y principio de los 70, ha dejado
de
ser pertinente para reconocer las instituciones en que se mueve
el mundo contemporáneo. Seguramente este hecho tiene más
que ver con una cuestión de paradigmas que otra cosa. De hecho,
la irrupción de la hermenéutica, la antropología
simbólica
y la deconstrucción han terminado por acabar con los restos de
una
posición que nació para y por el mayo del 68. Aun
así,
parece que ha vuelto a resurgir de sus cenizas para acercarnos a una
idea
nueva: el llamado campo de coherencia institucional. Lo cual
está
aún por evaluarse, incluso por crear una posición
coherente.
Menos dramático es el caso de Goffman, el cual está
siendo
reclamado de nuevo. Pero lo interesante de todo ello es que ciertas
instituciones,
entre las que se encuentra el seminario, no se han estudiado desde la
antropología,
simplemente porque una vez más hemos desoído la verdadera
capacidad de nuestra disciplina, y hemos rehusado acercarnos
directamente
a aquellos lugares donde el poder se genera y reproduce. Yo,
particularmente,
no sé muy bien a qué hacemos referencia cuando hablamos
de
«religiosidad popular», pero la cosa me despista aún
más cuando la contraponemos a la «religiosidad
oficial»,
como si de antemano supiéramos qué es exactamente
ésta.
No se trata de justificar el estudio de los seminarios, sino más
bien concentrar nuestra mirada, o por lo menos intentarlo, en los
hechos
sociales (símbolos o no) de forma total, conectando las partes
entre
sí, más allá de toda forma paradigmática de
verlo.
Anta Félez, José Luis Basaglia, Franca Bourdieu, Pierre Castells, José Manuel Código Comisión (Episcopal del Clero) Conferencia (Episcopal
Española) Coser, Lewis A. Delicado Baeza, José Documentos Dörner, Klaus Enrique y Tarancón, Vicente Foucault, Michel Fraga Vázquez, Gonzalo Geertz, Clifford Gobry, Ivan Goffman, Erving González Alcantud,
José Antonio Gradilla Damy, Misael Guarner, José Luis Hannerz, Ulf Köhler, Oskar La Fontaine, Jean S. Levison, J.; Gallagher, B. Lourau, René McLaren, Peter Martín Hernández,
Francisco Mauss, Marcel Mohler, James A. Parra Junquera, José Pío XII Popper, Karl R. Quintana Prieto, A. Rabinow, Paul Reglamento San Benito Seminario Torre, Renée de la Trese, Leo |
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