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1. La identidad, una idea confusa Es una de las palabras que más fortuna ha hecho en los últimos decenios, en el discurso de las ciencias sociales y humanas, en la retórica de los políticos y en las creencias de las gentes que se han mirado en ella como en un espejo narcisista: la identidad. Todo el mundo la busca y cree encontrarla, piensa haberla perdido y poder recuperarla. Pero, sobre todo, se cree en la existencia de la identidad, una identidad propia frente a las otras ajenas. En ella se cifra el fundamento de derechos, reivindicaciones o agravios, la pretendida legitimidad de aspiraciones, privilegios, coerciones y violencias ejercidas. ¿De qué identidad se habla? Normalmente se ciñe a una restringida gama de calificativos, tales como la identidad racial, la identidad genética, la identidad étnica, la identidad cultural, la identidad popular, la identidad nacional, etcétera. Ya el uso del término ha introducido cierta viciosidad en su significado lexicográfico. Pues la «identidad», aparte de referirse a la cualidad de lo idéntico (que se dice aquello que es lo mismo que otra cosa con la que se compara), alude al «hecho de ser una persona o cosa la misma que se supone o se busca»; o en matemática, la «igualdad que se verifica siempre, sea cualquiera el valor de la variable». De modo que la identidad puede significar la permanencia de las características de uno mismo con relación a sí mismo (suponemos que en momentos diferentes del tiempo); o bien la exacta semejanza de las características de uno con respecto a las de otro (en tiempos o espacios diferentes). En el primer caso, la identidad de uno es lo que lo constituye a diferencia de otros, es decir, lo que otros no comparten; en el segundo, es lo que tienen en común uno y otro u otros, o sea, lo que todos comparten. Esta ambivalencia semántica ha escorado con toda inercia hacia la primera acepción; aunque, al predicarse generalmente de colectivos, conserva algo del sentido de lo compartido, pero recalcando lo compartido por un conjunto en contraposición a todos los otros conjuntos, que supuestamente no lo comparten. Doble error del pensamiento: Llamar «identidad» a lo que algo es en sí mismo (como si fuera una esencia inmutable, absoluta y eterna). O bien llamar «identidad» a unas cuantas diferencias con respecto a lo demás. La caracterización de cada cosa, sistema, sociedad, cultura, consta a la vez de semejanzas y de diferencias constatables en un momento dado o durante un tiempo. De la identidad propia de algo forman parte los componentes, los caracteres estructurales y las propiedades que lo asemejan con otros, tanto como los que lo diferencian de otros. Pero hay quienes hablan de «identidad» (por ejemplo, la identidad extremeña), queriendo referirse a lo diferencial; mientras hay quienes hablan de «hecho diferencial» para referirse a una identidad que, en rigor, hace caso omiso de todo lo compartido hacia fuera y, por supuesto, de lo no compartido hacia dentro. Parece una aberración definir la identidad de lo que algo es por algún rasgo que lo diferencia: ¿O no forma parte de su identidad el 99% de rasgos semejantes, compartidos? La identidad concreta consta de lo semejante y lo diferente. Máxime cuando las diferencias suelen ser más cambiantes que las semejanzas. En la idea de identidad se dan aspectos particulares, en último término individuales y singulares, aspectos comunes a más de un grupo y aspectos universales o comunes a todos los grupos de la misma especie. La identidad de un sistema alude a sus propiedades estructurales y funcionales como tal sistema, y siempre que existan realmente y no sean ilusorias. Tales propiedades pueden, o no, serlo de sus componentes individuales o sectoriales. En algunos casos, como cuando se trata de un sistema formado por una sociedad humana, hay propiedades predeterminadas junto a otras de libre pertenencia o apropiación individual, propiedades globales y sectoriales respecto al todo social. La idea de identidad se usa a veces como sinécdoque (tomar la parte por el todo) engañosa, pues sobreentiende que, puesto que hay coincidencia en una determinada característica, se ha de coincidir también colectivamente en las demás, cosa incierta. Hay ocasiones en que el mismo carácter identitario invocado es falso, es decir, no lo comparten en absoluto todos los sectores (e individuos) de la población. En un universo en el que hasta «las partículas elementales suelen ser inestables» (Prigogine 1983: 155), el concepto de «identidad» no puede ser sino problemático. Y la identidad concreta en cualquier plano, físico, biológico y antroposocial, producto de una evolución temporal, es siempre una abstracción sincrónica, resultado de diferenciaciones pasadas y sujeta a ulteriores diferenciaciones. La pretensión de esencialidad intrínseca y sempiterna (a veces disfrazada con ropaje historicista) no pasa de ser una ilusión ignorante o interesada, mendaz, necesariamente falta de correspondencia con las características reales de lo identificado. Carece de sentido concebir una identidad sustancial, cuando sólo hay conjuntos múltiples de elementos que forman síntesis, más o menos establemente organizadas, cuyo ser depende de las interacciones. A las hipóstasis identitarias sólo le dan su aparente solidez en el pensamiento las emociones oscuras, suscitadas por falsas ideas, y los intereses reales o imaginarios que creen encontrar un firme fundamento en la cosificación de la presunta identidad que ellos mismos auspician. El enfoque de la «identidad» presupone generalmente una epistemología esencialista: que las cosas son lo que son y que cada cosa la constituye un conjunto determinado de características fijas. Se entrevén resabios parmenídeos... Pierde de vista el movimiento de lo real, el permanente estado de proceso. Da primacía a una estructura invariante (siendo así que la invariancia, aun cuando es verdadera, corresponde irremisiblemente a una duración limitada), cegándose para verla como resultado de una génesis, como estado transitorio. La lente identitaria fija la foto, toma lo inevitablemente provisional por definitivo, lo temporal por eterno, lo contingente por necesario. Interpreta un resultado en el que interviene el azar como efecto de una ley determinista. No capta ni de dónde viene ni adónde va eso que le parece «idéntico» o identificador. Ignora que siempre procede de algo diferente y se encamina a algo diferente, en intercambio incesante con otros. El modo de abordar el problema de las semejanzas y diferencias debe relacionarse con la oposición entre la teoría del fijismo linneano y la teoría del evolucionismo darwiniano. Los apologetas de las identidades étnicas aún no han descubierto a Darwin. Su idea es en el fondo la de una identidad esencializada, una idealización, una ilusión, ignorante del carácter evolutivo de la naturaleza y de la naturaleza de la historia. En ciertos casos, la manía de la «identidad» lo que delata es la manía por la diferencia, por ser diferente de los demás a toda costa (en el fondo, la negativa a reconocer lo que uno es). Y a fuerza de empujar adelante semejante pretensión de no ser como los otros, se puede acabar finalmente consiguiéndolo: uno se vuelve inhumano y asesina a semejantes inocentes. Es muy probable
que
los antropólogos
de la «identidad» se hayan extraviado del camino
científico,
al situar el nivel de descripción en unos cuantos rasgos
sensibles,
simbólicos, emblemáticos, «identitarios», que
tienen un marcado carácter arbitrario, ideológico,
apariencial,
engañoso con respecto a la realidad sociocultural realmente
existente.
Resulta irónico que, después de haber criticado con
razón
la «comunidad» como objeto de estudio etnológico,
hayan
derivado hacia ese objeto vaporoso y volátil que han convenido
en
llamar «identidad».
2. La raza como seudoidentidad biológica Hoy no está de moda hablar de la «raza», al menos para referirse a la propia, aunque sí para aludir a la ajena: llaman raza a los gitanos, los negros, los magrebíes...; no tanto a los paisanos, no vayamos a parecer nazis. Pero no faltan quienes persisten contracorriente en reivindicar prototipos raciales, con sus medidas antropométricas, destacando el índice cefálico, el grupo sanguíneo e incluso datos recentísimos sobre algunas frecuencias génicas. Semejante necedad, si contrastara sus pretensiones llegaría indefectiblemente a la conclusión de que cualquier perfil raciológico es comparable a cualquier otro y que los ancestros de cualquier «raza» se remontan por igual a los mismísimos orígenes del Homo sapiens. Esto constituye una verdad científica absolutamente incontestable. La palabra «raza» goza de plena vigencia, lamentablemente, en nuestro lenguaje ordinario y en los medios masivos. La idea de raza tiene tanta solera que la antropología física nació como ciencia bajo un paradigma que hacía de ella su concepto fundamental. Desde el siglo XVIII hasta mitad del XX, se intentó clasificar las razas, utilizando rasgos observables y mediciones antropométricas, y hasta análisis fisiológicos, discriminando tipos raciales, proponiendo clasificaciones que iban desde el ámbito continental al local. Sin embargo, en el plano científico, el evolucionismo y la genética de las poblaciones se han encargado de ir minando los supuestos teóricos de la raciología, hasta tal punto que, desde mitad de los años setenta, el concepto de «raza» ha sido expulsado de la antropología física y biológica, porque no es un concepto científico ni sirve para explicar nada. No es válida ninguna tipología racial, si atendemos al análisis genético de los individuos que componen las poblaciones humanas reales. Según demuestra la genética de las poblaciones, en cada población humana sólo cabe establecer perfiles estadísticos referidos a rasgos genéticos determinados, que además son variables a lo largo del tiempo. Esos genes no se transmiten como conjuntos bloqueados sino que pueden hacerlo de forma separada y recombinándose. Están sometidos a una deriva interna a lo largo de las generaciones. Sufren mutaciones a un ritmo regular. Y se producen, y se han producido siempre durante milenios, intercambios o flujos genéticos entre unas poblaciones y otras de nuestra especie, que por lo demás, tiene un único origen común. No se trata de negar las diferencias. Siempre partimos incontestablemente del reconocimiento empírico de que existen diferencias biológicas, visibles e invisibles. La cuestión estriba en cómo han de entenderse, cómo explicarlas. El diccionario de la Real Academia recoge la visión obsoleta, al describir las razas humanas como «grupos de seres humanos que por el color de su piel y otros caracteres se distinguen en raza blanca, amarilla, cobriza y negra». Numerosos libros de biología pretenden incorporar los nuevos conocimientos a la mentalidad anticuada, cuando exponen que una raza se define por un conjunto de caracteres hereditarios que distinguen a un grupo de otro, o que una raza equivale a una población de la especie que posee un alelotipo distinto del que poseen otras poblaciones. No caen en la cuenta de que ningún grupo (es decir, todos sus miembros) tiene un conjunto de caracteres hereditario homogeneo. Y el concepto de población, que de algún modo ha reemplazado al de raza, es teóricamente incompatible con él. Ya no se estudia el arquetipo racial fijo (en realidad, reducido a unas decenas de rasgos fenoménicos), al que deberían ajustarse los individuos del grupo, sino la población que presenta (incluso en las llamadas poblaciones aborígenes) una variabilidad genética interna mucho mayor que la que, estadísticamente, se da entre una población y otra. No basta dar una visión abierta del presunto concepto de raza, como hace Arturo Valls, al definirla refinadamente como «taxón subespecífico de Homo sapiens constituido por un conjunto de grupos mendelianos que integran sistemas biológicamente abiertos, móviles, autodomesticables, evolutivamente episódicos y que comparten ciertos alelos a frecuencias distintas de las de otros grupos similares, debiendo sus rasgos ecotípicos a presiones selectivas que actúan en los ambientes característicos de los biomas que ocupan y del género de vida que practican» (Diccionario temático de antropología: 518). Con estas trazas y agregando que hay «mecanismos raciogenéticos de fusión» que dificultan hablar de razas en nuestra especie, e incluso que «su inscripción tipológica es imposible, por tratarse de sistemas biológicamente abiertos (pág. 519), parece incongruente seguir afirmando que «las razas humanas son entidades biológicas reales». Lo más lógico es proclamar la abolición del concepto, como otros han hecho, y enseñar que lo que había bajo aquella palabra era otra cosa, para cuyo conocimiento estorba. Y lo más exacto, decir sin ambajes que en Homo sapiens no hay ningún taxón subespecífico como ocurre en otras, o sea, que en nuestra especie no hay razas. Un chihuahua blanco y un chihuahua negro no son de distinta raza. No hay razas humanas, lo mismo que el Sol no da vueltas alrededor de la Tierra, por mucho que nos lo parezca. Hay que explicarlo de otra forma: La apariencia de las razas la produce el movimiento de la cultura. Se ha sostenido la tesis zoológica de que se puede postular la existencia de una raza cuando al menos un 75% de los individuos de una población geográfica comparten un conjunto de rasgos. ¿Aunque difieran entre sí en otros muchos conjuntos de rasgos, algunos de ellos compartidos de hecho con individuos de otras poblaciones geográficas? ¿Cómo establecer el límite geográfico? ¿Cómo escoger el «conjunto de rasgos», entre decenas de miles posibles? ¿No sería más objetivo tener el cuenta el genoma en su totalidad? Si optamos por esto último, las barreras entre las poblaciones se desvanecen. Si atendemos a las diferencias genotípicas, reencontraremos la dificultad de que, según cuál sea el rasgo o conjunto de rasgos genéticos que adoptemos como referencia, resultará que lo comparte un conjunto de individuos diferente y transversal a las poblaciones; de tal manera que variando la combinatoria obtendríamos un número infinito de «razas», integradas por individuos que serían distintos para cada marcador genético considerado, y cada uno de esos individuos pertenecería a una pluralidad de razas distintas. Y dado que las diferencias verdaderas e irreductibles son entre los individuos, acaso acabaríamos postulando que cada uno constituye una raza particular... Los estudios comparativos son muy interesantes para rastrear la filogénesis, reconstruir los procesos de diferenciación, analizar la diversidad humana. Pero no avalan ninguna idea de raza como tipo clasificatorio claro, ni siquiera a gran escala para las llamadas razas continentales (los cuatro grandes troncos: caucasoide, negroide, mongoloide, australoide). Así, por ejemplo, al medir similaridades y distancias entre esas poblaciones, se llega a resultados contradictorios: Según criterios morfológicos, forman un conjunto los mongoloides y caucasoides, y otro distinto los negroides y australoides. Pero siguiendo criterios inmunogenéticos, se asemejan los caucasoides y negroides por un lado, y por otro los australoides y mongoloides. El desarrollo de la genética de las poblaciones ha terminado hace tiempo por disolver la idea de raza, abandonada ya por la antropología física. Actualmente, lo que se estudia es 1) el genoma humano, común a toda la especie Homo sapiens, y 2) la diversidad o polimorfismos genéticos de la especie, distribuidos por las distintas poblaciones, mensurables en términos de perfiles estadísticos, variables a lo largo del tiempo. No existen prototipos fijos, o patrones raciales, que nos permitan clasificar a los individuos en tal o cual raza (pues, dotados de unos treinta mil o cuarenta mil genes, cada uno de ellos con una variabilidad que puede afectar a numerosos alelos, las coincidencias genéticas de un individuo con otros dependerá de qué conjunto de rasgos, entre otros muchos miles, escojamos arbitrariamente para establecer la comparación). En resumen: - Todos los seres humanos pertenecemos a una sola y única especie, procedente de África, expandida por el Viejo Mundo hace 70.000 años, y en el Nuevo hace 40.000. - Todas las diferencias genéticas poblacionales son relativamente recientes, resultado de adaptaciones a las condiciones ecosistémicas y climáticas; de la deriva genética espontánea y la recombinación; y del mestizaje entre poblaciones. Nunca ha habido «razas puras». (Las poblaciones llamadas «blancas» resultaron de mezclas entre poblaciones asiáticas y africanas -cfr. Cavalli-Sforza-.) - No es posible trazar fronteras genéticas netas entre unas poblaciones humanas y otras. - Las características genéticas dominantes en una población no se transmiten como un todo compacto, sino como rasgos sueltos, recombinables, que pueden pasar de una población a otra. (No hay ningún conjunto estable ni cerrado de rasgos raciales: no hay «razas» como prototipos permanentes.) - Toda la variabilidad genética de los individuos humanos pertenece a la riqueza del genoma humano, propio de la especie. Un individuo de una población puede compartir más rasgos genéticos con individuos de otras poblaciones que con otros individuos de la suya propia. La variabilidad génica intrapoblacional alcanza el 85% de los rasgos; mientras que la variabilidad entre una población y otra sólo alcanza el 15%. Pues bien, si esto ocurre con la «identidad genética», que está determinada y cerrada para cada individuo desde la formación del cigoto, ¿qué pensar de la «identidad étnica», dado que los rasgos que se le atribuyen evolucionan de manera mucho más rápida y que pueden modificarse incluso a lo largo de la vida individual? El racismo se
expresa en el menosprecio de
otras «razas», pero fundamentalmente radica en la idea
misma
de raza, en la creencia de que hay razas como prototipos bien
delimitados
biológicamente, sea por el fenotipo o por el genotipo. Racista
lo
es en germen todo aquel que cree que hay razas. Acaso hoy el etnicismo
no
sea sino un nuevo rostro del racismo.
3. La etnia como seudoidentidad (bio)cultural En los últimos veinticinco años, los humanos ya no nos clasificamos en razas sino conforme a una referencia algo menos burda, cuya idea estelar viene siendo la «identidad». En el mercado teórico de las ciencias sociales se advierte una creciente oferta para que todo el mundo adquiera su «identidad étnica», «identidad cultural», «identidad nacional», a veces hecha a la medida. Filones para la investigación y la obtención de subvenciones. Causas irredentas para la movilización ideológica, política y social de cualesquiera indígenas. La alquimia etnológica de estos lustros no cesa de destilar elixires de la identidad que, sobre todo, los partidos nacionalistas administran a la credulidad de sus seguidores. Cada «pueblo» tiende a investirse de una identidad única y privilegiada que lo hace sentirse «pueblo elegido», destinado a la prepotencia, sea porque la ejerce, sea porque desde su postración aspira a ella. Consista en lo que consista, la «identidad» colectiva se concibe, vive y sacraliza como propiedad privada de un pueblo, inalienable y excluyente; su meta sociopolítica reivindica ser una «nación», lo que implicaría el derecho a organizar un estado nacional soberano, si bien predican el dogma de poseer una «identidad nacional» previa a la formación del estado. Con lo cual el efecto preexistiría a la causa, puesto que estrictamente hablando (desde el punto de vista antropológico y jurídico-político) una sociedad se instituye en nación al constituirse en estado nacional. Como, en realidad, una identidad nacional sin estado está huérfana de fundamento, entonces la racionalización justificativa escarba en un estrato más profundo, a veces histórico, generalmente mítico, en ocasiones con pretensiones antropológicas: Se especula que la identidad nacional tiene su cimiento en una «identidad étnica». Como la gente no sabe muy bien qué es eso de una etnia, y menos aún esa abstracción de la «etnicidad», tales palabrejas ocupan el vacío de concepto y realidad, como coartada de un ser histórico dotado de personalidad propia, preexistente antes de los tiempos modernos y acaso esencia eterna, alma del pueblo, pueblo predestinado. El mecanismo funciona a veces a escala microsocial. Ocurrió en una localidad de poco más de mil habitantes. En vísperas de las elecciones municipales, una mañana aparecen las calles sembradas con unas octavillas sin firma, en las que se lee: «Los vecinos honrados y pacíficos de [Este Pueblo] estamos hartos de agresiones, chantajes, insultos, difamaciones, mentiras, corrupciones, calumnias, ilegalidades, infundios, amenazas. ¡¡Basta ya!! Volved a [Vuestro Pueblo]». Aunque el panfleto es anónimo, allí todo el mundo sabe de dónde procede: de la candidatura del PP, que había perdido la mayoría en las anteriores elecciones y preveía una nueva derrota frente a la otra candidatura presentada, la del PSOE. Analicemos. En
lugar
de un debate abierto,
se acude a una denuncia anónima, cuya autoría se atribuye
(falsamente, claro está) a los «vecinos honrados y
pacíficos»,
con lo que el grupúsculo anónimo suplanta el lugar de la
mayoría vecinal y usurpa el lugar ético de la honradez y
el pacifismo. Se autodenominan «honrados» en el acto mismo
por el que practican un anonimato cobarde y una suplantación
mendaz;
y «pacíficos» en el acto de difamar y agredir
simbólicamente
a los adversarios políticos. La perversión del lenguaje
se
usa como arma política, corrompiendo la actitud
democrática,
que ha de basarse en el diálogo público. La
retahíla
de pretendidos abusos de los que están «hartos» no
es
más que una sarta de acusaciones sin base y vacías de
contenido
para cualquiera que haya seguido durante los cuatro años la
política
municipal. Es más, en su conjunto lo que califican es más
bien lo que están haciendo aquellos que han redactado y
difundido
el panfleto. Opera ahí un mecanismo proyectivo, que ve en el
otro
más la propia sombra que la realidad ajena. El único
hecho
cierto es el que va implícito en la conminación de la
última
frase: «Volved a [Vuestro Pueblo]». Y es que el alcalde,
que
repite como candidato, no es nacido en Este Pueblo (aunque lleva
treinta
y cinco años viviendo en él), sino que nació en
Otro
Pueblo, distante unos quince kilómetros. Este solo dato
diferencial
es instrumentalizado por los sedicentes «vecinos honrados y
pacíficos»
para inventar una especie de oposición
«étnica»
(los nacidos en la localidad, sólo ellos verdaderamente vecinos,
frente a los no nacidos allí) y para reclamar la «pureza
étnica»
como condición para ser alcalde del pueblo, sin pararse a
pensar,
en su ceguera, que más de la mitad de los ciudadanos de la
localidad
son vecinos nuevos, venidos de fuera durante el último decenio a
establecer allí su residencia. ¿Pretenden acaso que la
mayoría
del pueblo se marche? Seguramente no. Pero hacen juego sucio con una
diferencia
en sí irrelevante, a fin de obtener beneficio político,
si
cuela. Queda bien claro el juego de la «identidad» como
impostura.
3.1. El invento de la «etnia» Entendámonos. Etimológicamente la palabra etnia no significa más que raza o pueblo. El diccionario de la Real Academia Española dice que es una «comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, culturales, etc.». En la antropología, el término «etnia» no fue al principio más que un eufemismo, introducido para sustituir a la palabra «tribu», que designa las sociedades con una organización política que no ha alcanzado la forma de estado, y cuyos principios organizativos se basan fundamentalmente en el parentesco. La definición de su contenido se ha columpiado desde la reducción a términos de determinismo biológico, a la articulación de unos rasgos biológicos con unos rasgos socioculturales concretos, o, en enfoques más actuales, a una configuración en términos exclusivamente culturales, escorando el sentido de lo cultural hacia lo superestructural y mental. Al principio, el concepto de etnia venía a situarse entre la idea de raza y la de cultura, y se definía como incluyendo a la par una combinación de rasgos biológicos y rasgos culturales:
Los posteriores refinamientos llevaron a aplicar el término «etnia» a las naciones europeas actuales, o a alguna de sus minorías socioculturales, y también eliminaron del concepto los componentes biológicos para quedarse sólo con los culturales. En este sentido modernizante, se denomina «etnia» a ciertos grupos diferenciados culturalmente en la sociedad compleja. Pero la cuestión clave está en cuáles son los rasgos diferenciales acreedores de tal denominación. La respuesta conservadora la reserva a grupos que estuvieron bajo la estructura e influencia de otros estados, o para grupos inmigrantes de otras culturas, aunque lleven largo tiempo integrados en la estructura de un estado moderno. La interpretación crítica atiende a la distribución social de la diversidad cultural y a su constante evolución histórica (pero aquí la «etnia» apenas puede acotarse y acaba disolviéndose). En todo caso, depende de la selección de rasgos que serían pertinentes para identificarla. Si vale cualquier conjunto de rasgos compartidos, cabe una teoría según la cual toda clase de agrupación constituiría una «etnia» (un club deportivo, una orden religiosa, una cárcel, un partido político); es la interpretación confusiva. La tendencia culturalista no ha hecho desaparecer del todo el resabio racial, como puede comprobarse en esta definición de los años noventa:
Tras las precedentes consideraciones, cabe pensar que se ha desvirtuado tanto el significado que la palabra «etnia» se ha vuelto poco útil: pues recubre y embrolla principios de organización política heterogéneos, y porque, una vez suprimida por sus principales teóricos la articulación bio-cultural, no añade nada al concepto de «cultura» o al de «minoría», ya de antiguo consolidados. Encontramos
múltiples maneras de concebir
qué es una «etnia» o una «etnicidad».
(Recordemos
de paso que el término «etnicidad» no es sino un
calco
del inglés ethnicity, que equivale simplemente a etnia;
aunque
en español se le da a veces el sentido del conjunto de
cualidades
que caracterizan una etnia o la hacen ser lo que es,
asemejándose
entonces a la idea de «identidad étnica».)
Distinguiré
tres teorías, según que su concepción asigne el
lugar
privilegiado a la esencialidad, la objetividad, o la subjetividad
constitutiva
de lo étnico. La cuarta teoría será la que rechaza
la cientificidad del concepto de etnia.
3.2. La teoría esencialista Interpretan la etnia como una esencia o mediante otros rodeos que vienen a decir lo mismo. La mayor parte de los usos, incluso entre políticos y estudiosos, esencializan la idea de etnia o etnicidad. La sustantivizan como un todo de notas constitutivas fundamentalmente estáticas, permanentes a lo largo del tiempo, como si ellas instituyeran la verdadera temporalidad, al margen de la historia, inmunes ante el devenir. Como si fuera un alma colectiva, como un «espíritu del pueblo» patrimonio natural, exclusivo, eterno, de ese «pueblo». Se presupone que cada grupo étnico es esencialmente único por sus polimorfismos genéticos y culturales, como un pueblo singular con un destino divino, como un «pueblo elegido». La población real puede llegar a alejarse de su genio innato, auténtico y privativo, pero para eso están los caudillos iluminados que clamarán por la recuperación, la apropiación salvífica de la propia esencia. Llaman a la lucha por el poder: la violencia saca de la lámpara al genio, sembrando el terror entre todos los que no se encorseten en la «identidad étnica». Y es que la esencia/identidad colectiva no compatibiliza con la cultura libre ni con la libertad individual. La diversidad cultural es históricamente evidente. Pero cuando se cierra un conjunto diferencial, afirmando su esencialidad, están escamoteando la historia de su formación y su historicidad con respecto a la historia externa y profana donde pululan todas las demás diferencias. Otras veces, cuando afirman la historicidad de su origen, mitificando alguna hazaña fundacional remota, no deberían olvidar la índole inesencial y transitoria de todo acontecer. La invocación del proceso formativo de una «etnia» se queda en un recurso retórico vacío, en la medida en que se instrumentaliza como refuerzo para un resultado cuya esencialidad pretenden sustraer a la contingencia evolutiva, cosa que sólo cabe fingir engañosamente. Por el contrario, la historia desmitificada de una «identidad» lo que demuestra es la intrínseca historicidad que la constituye, y la apertura de sus logros a ulteriores evoluciones y a la disponibilidad por parte de la especie. Los que fantasean con la conjetura de una identidad «étnica» (o cultural) siempre idéntica a sí misma, postulan el perfecto equilibrio e inalterabilidad de sus constituyentes que, por ello, deben estar a salvo de interacciones que vendrían a corromper su esencia. La «etnicidad» concebida esencialmente finge ser inerte con respecto a otras etnicidades y con respecto al nivel global de la cultura. La conciben de alguna manera como inmortal, autosuficiente, como si, una vez formado un sistema cultural pudiera mantenerse aislado y sin necesidad de intercambios con el exterior (cuando, de hecho, sólo el flujo de intercambios explica su génesis y es capaz de mantenerlo vivo). Los muñidores
de esencias étnicas,
lo mismo que los puritanos de la etnicidad que se proponen salvar el
alma
del pueblo, no se detienen ante la minucia de los hechos
empíricos,
a la hora de excogitar sus idealizaciones, a veces delirantes. En el
esencialismo
no hay diferencia entre un Blas Infante y un Sabino Arana, y no
sé
si hay algún etnicista que escape de él. Los
etnólatras
llegan al punto de definir la identidad colectiva justo por rasgos que
no se poseen; por ejemplo: el factor Rh negativo alude a un grupo
sanguíneo
que no tiene la mayoría de la población vasca; una parte
mayoritaria (55%) de los ciudadanos vascos no tienen ningún
apellido
vasco, y la lengua éuscara no la hablan la mayoría de
ellos.
Pero, si ya es imposible delimitar biológicamente a un pueblo
homogéneo
(al carecer de base científica la idea de raza), pretender
definir
su «alma» (su supuesta identidad
«étnica»
exclusiva e inconfundible) no parece ser otra cosa que ir a la caza de
fantasmas. Sólo cabe captarla como fantasía,
ilusión,
mito y metafísica antihistórica. Pues carece de
existencia
más allá de una apariencia apoyada en un empirismo miope
y más acá de lo imaginario, como teatro de guiñol
manejado casi siempre por intereses sin identidad públicamente
confesable.
3.3. La teoría objetivista Los intentos teóricos tal vez más serios han pretendido ligar la etnia al núcleo del sistema social, tratando de definirla en términos de objetividad sociocultural. Así Isidoro Moreno afirma que la etnicidad se halla en un «nivel estructural» fundamental de la sociedad. Rechaza las posiciones esencialistas que la conciben como conjunto cerrado de marcadores culturales; pero también impugna las posiciones que llama «reduccionistas», que consideran la etnicidad como una dimensión de la lucha de clases, sustrayéndole así una entidad propia. Escribe que la etnicidad «existe cuando un colectivo humano posee un conjunto de características en lo económico y/o institucional y/o en lo cultural, que marcan diferencias significativas, tanto objetivas como subjetivas, respecto a otros grupos étnicos» (Moreno 1991: 611). Ese conjunto de características son resultado de un proceso histórico específico, añade. No obstante, permanece en pie el problema de cómo categorizar esa caracterización, cómo establecer la marca de las diferencias que se toman como significativas. La cuestión es dónde está el límite de, y entre, las «diferencias significativas», puesto que no son autoevidentes: ¿Cuáles y cuántas han de ser las diferencias para tenerlas por significativas? ¿Por qué no fijarlas en un nivel más amplio, o en un nivel más particularizado? (Pues difiere un granadino de un gaditano, un alavés de un bilbaíno, si damos por buenos los estereotipos.) ¿Quién establece, y en virtud de qué criterio, que tal diferencia debe considerarse significativa y constituir un «hecho diferencial» o un «marcador de identidad étnica»? En principio, lo que daría mayor solidez es la pretensión de objetividad, en el sentido de cimentar las diferencias en las infraestructuras y las estructuras sociales. Pero, a la postre podría conducir a concluir, por ejemplo, que incluso una misma sociedad constituye una etnia diferente en una época y en otra, con tal que se hayan producido suficientes cambios económicos e institucionales que marquen diferencias objetivamente significativas (cosa que a veces ha ocurrido en pocos decenios). Cualquier
diferencia
es susceptible de cargarse
de significación. Y si no hubiera diferencias, siempre cabe
inventarlas
para significar. La clave está sin duda en analizar el
significado
que se intenta imponer... Pero ninguna sociedad es jamás
homogénea.
De lo que se trata es de saber qué diferencias se consideran
«normales» y cuáles no, para mediante ese
mecanismo
significar una alteridad sociocultural (supuestamente otra
«etnia»,
en el asunto que nos ocupa). Ahora bien, se puede argüir que, si
todas
las diferencias socioculturales se integraran como parte de la
normalidad
reconocida, se desdibujarían las presuntas etnias, al no
considerarse
«significativas» tales diferencias. Considerarlas, en
cambio,
significa discernir para discriminar, para estratificar en el
endogrupo,
para excluir o hegemonizar al exogrupo, todo en función de una
«norma»
configurada por los marcadores de la mismidad étnica. Igualmente
cabe añadir que utilizar el enfoque diferencialista para
reivindicar
la liberación de los oprimidos tampoco basta para canonizar el
pretendido
concepto de etnia: Tal reivindicación sólo tiene sentido
hacerla en nombre de la igualdad de todos y no en nombre del privilegio
de un sector.
3.4. La teoría subjetivista La existencia de una etnia pende, en este enfoque, de la subjetividad social de sus miembros y de la de sus vecinos. Cuando no puede demostrarse la hipótesis de los criterios objetivos de etnicidad, aún queda invocar otra que recurre a criterios subjetivos, a las creencias conscientes o inconscientes de la gente, que se siente distinta o mira a otros como extraños, sin que se oponga el menor reparo al hecho de hacer pasar un irracionalismo como causa explicativa. La arbitrariedad en la selección de los factores objetivos diferenciales delata ya un subjetivismo inequívoco, y parece que no hay modo de escapar a ella, salvo que se haga el censo de la totalidad de los rasgos culturales en cada sociedad y se establezca su cartografía común y su diversidad estadística concreta: para lo que necesitamos una cultúrica de las poblaciones. Tal vez por su ausencia, los etnólogos de la etnicidad han propendido a definirla en términos subjetivos, es decir, de conciencia y sentimiento de las gentes:
Del más conspicuo a los más modestos epígonos alardean de haber dado con el secreto de la etnicidad: su quintaesencia radica en la «conciencia de pertenencia» a una comunidad étnica singular, o bien en el «sentimiento de pertenencia» y adscripción, con lo que las raíces se hunden en lo inconsciente. Como el sentimiento no puede ser totalmente ciego, puesto que al menos hay que tener idea de que se está afectado por un sentir y alguna idea de a qué singularidad se pertenece, esta segunda definición no es más que una versión poco ilustrada de la primera, o quizá tan sólo su eco emocional. No es admisible esa superstición que ve el sentimiento como si fuera un dato originario, genuino y primordial; al contrario, es siempre algo derivado de la endoculturación y el aprendizaje. La identidad étnica, dicen, estriba en la «conciencia de identidad». Además nos aclaran que no hay que confundir el grupo étnico con la comunidad que habita un territorio, sino que se reduce a los que participan de la susodicha conciencia: la etnia se parece entonces más bien a una comunidad de creyentes, pues se instaura por el acto mismo de creerse diferentes, aunque pudiera ocurrir que eso carezca de otro fundamento que no sea la propia creencia. Así, queda cerrado el círculo: la base de la etnia es la comunidad que está conformada por la creencia en la etnia. (¡Desarrollemos la conciencia y el sentimiento de pertenencia a la especie humana, y seremos todos una sola etnia!) Lo que se llama «etnia» es una cosa «históricamente generada» -en esto concuerdo-; no es sino una construcción histórica. Pero al caracterizarla étnicamente, en lugar de aplicar el concepto de cultura (relacionado con la diversidad cultural, la evolución cultural y el patrón cultural universal), se incurre en los riesgos de la tipificación y el particularismo. Por otro lado, el discurso identitario no suele interesarse por los análisis de la realidad social fáctica, sino que maneja tópicos y símbolos y breviarios de acontecimientos pretendidamente históricos, que no pasan de ser historietas para uso de los que ya están identificados con la causa. Al final, si la identidad étnica la conforman sólo las diferencias que los actores sociales consideran significativas en su conciencia subjetiva, lo más probable será que la llamada etnicidad no pase de ser ideología en la peor acepción, es decir, falsa percepción de la realidad, falseamiento de la complejidad cultural objetiva. Emerge como subjetividad esquizoide, modelo cartesiano, obcecada en consistir en una conciencia autofundante, vuelta de espaldas a los contenidos concretos del sistema antroposocial. En Sarajevo, antes de la guerra de Bosnia, no había diferencias culturales significativas ni conciencia de tal cosa entre serbios, croatas y bosniacos, hasta que la manipulación política intervino y se vieron forzados a cobrar «conciencia» de lo que eran, o escogían ser, a fin de inscribirse en el censo que subordinaba la ciudadanía a la etnicidad; y de ahí se generó históricamente... un genocidio. Así pues, la conciencia identitaria se confunde fácilmente con una conciencia falsa: representación ideológica, mítica, patológica. A diferencia del concepto de clase social, que postula fundamentos económicos y políticos, el de etnia se refugia en la conciencia de autoadscripción o heteroadscripción, que no raramente puede ser desmentida como falsa conciencia, con sólo desvelar las realidades socioculturales que hay debajo. De ahí que los estudios sobre etnicidad/identidad, si no se insertan en el marco teórico adecuado, vengan en socorro de la consolidación de esa falsa conciencia, y acaben estando más al servicio de una ideología que del conocimiento crítico. Un sinónimo de la conciencia de identidad lo constituye la «memoria», que es lo que queda después de hacer balance de los olvidos. Habría que debatir la índole de esa memoria y la entidad de su sujeto. Toda memoria de por sí es reproducible y transmisible sin restricción, en cuanto culturalmente codificada. Pero, al presentarla como «memoria histórica de un pueblo», se escamotea que al mismo tiempo sea o pueda ser memoria de la humanidad y que no hay objeciones cromosómicas ni cerebrales para que cualquier humano se apropie de esa memoria como algo suyo. Parte de la memoria de cualquiera puede ser, por ejemplo, el alfabeto fenicio, los números arábigos, las técnicas civilizatorias de mil culturas, el yoga hindú, la Biblia hebrea, el Popol Vuh maya, la música de Mozart, los alimentos y condimentos domesticados en África, Asia o América, los horrores de la Inquisición, del holocausto nazi, de Hiroshima, del Gulag, la monstruosidad de la fisión atómica, la belleza de todas las artes, las variedades del gusto culinario, los avances de la ciencia, el cine norteamericano, Internet, etcétera. La memoria de los antepasados no es la de los antepasados imaginarios de «mi pueblo», sino de hecho la de los antepasados de todos. Qué miopía defender que la «memoria» nos vincula con «nuestros abuelos» y con «nuestros nietos», como si las herencias culturales no pasaran de unos individuos a otros sin que haya parentesco entre ellos. No existe ningún lazo biogenético del que dependa necesariamente esa memoria. El sujeto «pueblo» es un concepto que aparece tan endeble como el de etnia. Las poblaciones no presentan una continuidad cerrada en su herencia biológica y mucho menos en la transmisión cultural. La distribución espacial o poblacional de los rasgos culturales, en un tiempo dado, sólo presenta frecuencias estadísticas variables, en parte adaptativas, en parte casuales, siempre contingentes, en sistemas abiertos a un flujo constante. Una conciencia
de
pertenencia crítica
lo será necesariamente de las múltiples pertenencias
reales,
que deben ser reconocidas, incluyendo numerosas pertenencias optativas,
que pueden ser, o no, asumidas. Tanto los logros como las atrocidades
producidas
en cualquier población humana pueden llegar a configurar nuestra
memoria. Lo que ocurre es que la apropiación cultural particular
está restringida por los filtros de la enculturación, la
política, el mercado, etc. Pero de ahí no se deduce que
debamos
obstaculizarla aún más sacralizando el fantasma
étnico,
el espíritu del pueblo, y encima como si fuera una
conclusión
científica.
3.5. Los componentes incoherentes de la etnia/etnicidad Mi tesis sostiene que no existe ningún concepto de etnia válidamente generalizable, o sea, que resulte aplicable en todos los casos donde empíricamente se afirma que existe una, sea por parte de los etnólogos, de los políticos o de los propios miembros de tal presunta entidad. Y aquí de lo que se trata no es de constatar el profuso uso y abuso de esa idea, sino de analizar si a su contenido le corresponde algo consistente. Si nos atenemos a la hipótesis de los criterios de etnicidad objetivos, éstos deben remitir a diferencias que estriban en «componentes» socioculturales, cuya presencia debería determinar concluyentemente la existencia de las condiciones que hacen de una población humana una «etnia». Ronald J. L. Breton apunta dos definiciones de los componentes constitutivos de la etnia, en su libro Las etnias. Primera:
Y segunda:
De forma un tanto paradójica, la obra de Breton lleva a la explícita consecuencia de que todo intento de enfoque científico riguroso del concepto de etnia está destinado al fracaso. A contrapelo del propósito de su obra, deja hechas todas las demostraciones, con suficientes referencias etnográficas e históricas concretas. Su afirmación de que la «etnia» no tiene una definición estricta parece abogar por una definición relativista o difusa, pero capaz de seguir dando juego. No obstante, sus pruebas avalan más bien el abandono por ser un instrumento inservible. La definición estricta en función de la lengua tiene tantas excepciones que no es concluyente. El criterio llamado amplio tiene en cuenta, junto con la lengua, otros rasgos compartidos, como la ascendencia común, el sistema de parentesco, la religión, las costumbres, el derecho; en suma «una cultura particular». ¿Cuáles deben estar presentes indefectiblemente para que debamos considerar que allí se da una etnia? Al contrastar los hechos etnológicos, sociológicos e históricos, no cabe combinatoria, ni máxima ni mínima, que nos despeje la incógnita de dónde hay una etnia perfectamente deslindable. Breton muestra cómo cualquiera de los criterios usados (lengua, religión, parentesco, costumbres, derecho) e incluso todos ellos pueden estar ausentes allí donde se presuponía la existencia de una «etnia». Por tanto, ni la presencia ni la ausencia de esos criterios es decisiva, ni en la teoría ni en la práctica. Si el criterio más estricto no resuelve nada, el más amplio resulta aún más problemático e inaplicable. Es más que elocuente la declaración vergonzante de que hay que examinar «cada grupo étnico» para «establecer cuáles son los criterios de identificación más válidos en cada caso» (Breton 1983: 13). Esto es reconocer que no existen criterios generales válidos para definir una etnia. A lo cual hay que añadir el hecho de que las delimitaciones étnicas trazadas por los expertos científicos, por los ideólogos políticos y por la voluntad popular son incoherentes entre sí en muchos casos (Breton 1983: 109). Continuemos examinando un poco más algunos de los principales componentes objetivos de la etnia: la lengua, el parentesco y la religión. La lengua materna o vernácula, presentada como el criterio más firme, no concuerda en la mayoría de los casos con las clasificaciones étnicas (pese a que con frecuencia se ha recurrido a la lengua para identificar la «etnia»). Es verdad que se da una correlación, en líneas generales, entre la filogénesis de las lenguas y la expansión de las poblaciones humanas, pero «la correlación entre lenguas y genes no es perfecta, porque las conquistas rápidas de las grandes regiones pueden ocasionar que unas lenguas sean reemplazadas por otras no emparentadas con ellas» (Cavalli-Sforza 1996: 167). De ser consecuentes con este criterio, en no pocas situaciones se llegaría a lo absurdo: Según el «marcador» lingüístico, sólo son irlandeses el 2% de los habitantes de la isla, que hablan el gaélico irlandés; sólo son de la «etnia vasca» el 7% que tienen el vascuence como lengua materna; no son de la «etnia catalana» la mitad de la población catalana, mientras que sí lo serían los valencianos y baleares que hablan dialectos de la lengua catalana; y son de «etnia francesa» todos los francófonos, y de «etnia española» todos los hispanohablantes vernáculos del mundo; etcétera. A la inversa, «etnias» violentamente enfrentadas resulta que hablan la misma lengua materna: serbios, croatas y bosnios, también hutus y tutsis, etc. En la humanidad se hablan entre 6.000 y 9.000 lenguas: ¿Serán otras tantas «etnias»? ¿Serán el fundamento para otras tantas «naciones»? ¿Postularemos su derecho a formar nueve mil estados soberanos? Por otro lado, una lengua que ya casi nadie habla ni es socialmente funcional se transporta entonces como los seudogenes (genes inactivos e innecesarios). Acaso, pervirtiendo el sentido de lo que es una lengua, un instrumento para comunicarse, la lengua étnica se resucita para incomunicarse de los demás, para aislarse en una comunidad aparte en el seno de la propia sociedad, donde ya se compartía una lengua común con todos los demás. La cultura es translingüística. Y las lenguas, traducibles. El parentesco, la ascendencia común de una población, se suele aducir como fundamento natural de una etnia. De alguna manera, las tribus son las únicas etnias verdaderas, al fundar su organización en el modelo de las relaciones de parentesco. Pero éste es algo de índole más cultural que natural, algo más que herencia genética compartida (dado que incluye, además de la consanguinidad, los lazos de alianza, afinidad, etc.). Ni siquiera ahí cabe el cierre de un grupo reproductivo, pues el sistema de parentesco incluye necesariamente una ley de exogamia, como puerta abierta y mecanismo de intercambio con los que no son parientes genéticos próximos. (La prohibición de los matrimonios mixtos nunca logró ser permanente ni absoluta y, con respecto a la evolución de la especie, resulta finalmente algo episódico.) La pretensión de basarse en las relaciones de parentesco sólo tendría sentido en una sociedad tribal organizada sobre la base de clanes y familias, y no en una sociedad donde las genealogías ya se han mixturado durante siglos, donde al antepasado común no puede ser más que mítico. Porque, ¿hasta dónde llegan los antepasados? ¿Cuándo se extingue el parentesco? Si somos coherentes en busca del real antepasado humano común, deberíamos retroceder en el tiempo hasta la Eva mitocondrial, común a toda la especie. Tan pronto se invoca la comunidad de «sangre» (con un sentido larvado de «ganadería»), reaparece el racismo. No hay un genotipo homogéneo en ninguna población. Y si probamos con los «antepasados culturales» no tendremos mejor suerte. En casi todas las culturas, la genealogía ha gozado de una importancia capital para dispares fines, generalmente como fuente de privilegios o derechos. El patronímico, el nombre y los apellidos se utilizan para formar sistemas genealógicos. Los fundadores de patrias étnicas acuden frecuentemente al escrutinio de los apellidos para deslindar a los verdaderos integrantes del «pueblo». Lo sobreentendido está en que el apellido va vinculado a la «sangre», a la raza; en términos más modernos, se supone que nombra un genotipo transmitido a lo largo de los siglos. ¿Cierto? Muy improbable, tanto más cuanto más tiempo haya pasado. Lo que signifique un apellido puede engañar en proporción geométrica. En el sistema común en España, el recién nacido recibe, además de un nombre arbitrario, dos apellidos: como primero el primer apellido del padre, y como segundo el primer apellido de la madre. Éste, por tanto, se perderá a la siguiente generación. Acaece, pues, un decreciente significado de los apellidos en lo que respecta a su relación con la herencia genética (mitad de cada uno de los padres, un cuarto de cada uno de los abuelos, etc.). Los apellidos de los progenitores se eliminan el 50% en cada generación. De manera que (prescindiendo ahora de posibles reiteraciones del mismo apellido) un individuo cualquiera ostenta 2 apellidos de los 4 que suman los de sus padres, de los 8 de sus abuelos, de los 16 de sus bisabuelos, de los 32 de sus tatarabuelos; y así sucesivamente. Esto lleva a concluir que, respecto a diez generaciones antes, los apellidos del individuo de referencia representan tan sólo 2 de entre 2.048 de los antepasados de la generación décima anterior, de los que sin embargo es genéticamente heredero en igual proporción. De modo que sistemáticamente se han eliminado 1.024 apellidos femeninos y 1.022 apellidos masculinos, y momentáneamente se conservan sólo dos: el del abuelo padre del padre y el del abuelo padre de la madre. Estos apellidos pueden ser tan escasamente representativos de la herencia biológica y de la cultural que apenas sean una etiqueta. Su origen quizá no sea tan antiguo en el tiempo histórico, y su relación con unas determinadas características biofísicas ancestrales puede ser tan fortuita que llegue a ser inexistente. Esta vía, en vez de consolidar los prejuicios étnicos, aporta más bien la demostración de un mecanismo mediante el cual se disuelve toda supuesta etnia. Una persona con dos apellidos «indígenas» y otra sin ninguno puede tener el mismo número de antepasados nativos... basta con que los abuelos de la primera se casaran con forasteras, y las abuelas de la segunda contrajeran matrimonio con forasteros. La tradición religiosa se señala como otro de los grandes marcadores de identidad étnica. Las historias de las guerras de religión parecerían avalar en parte la tesis etnicista, pero, lejos de eso, por otra parte las desmiente fehacientemente, poniendo de manifiesto alianzas entre religiones distintas y contiendas en el seno de la misma confesión. La nación alemana abarca luteranos y católicos. Ser anglicano o católico no obsta para ser inglés. En Irlanda del Norte, el conflicto nacionalista levanta banderas de catolicismo frente a protestantismo. En las provincias vascas, como en las del resto de España, pastorea la misma jerarquía católica, y no hay diferencias apreciables en lo religioso entre nacionalistas y no nacionalistas. Si las grandes religiones delimitaran las fronteras entre «etnias», éstas se reducirían a unas pocas. Surgida para aunar a las poblaciones, la religión tanto sirve como factor de integración o factor de división. Ni más ni menos que otras diferencias «significativas», desde la ideología al deporte, pasando por el color de la piel, es susceptible de utilizarse para azuzar el fanatismo. Todo depende de la manipulación política. Por lo demás, no existe correlación entre la religión y la lengua, menos aún de la que hay entre la lengua y los genes de la población. Y es que falla por su base cualquier componente objetivo para demarcar la etnicidad. Es posible seguir repasando otros componentes de mayor o menor escala, sin que quepa acotar un orden de indicadores específicamente étnico. Lo que identifica a un grupo no puede ser sino la totalidad de sus caracteres socioculturales, o por lo menos aquellos que constituyen el núcleo duro de su estructura antroposocial, que permiten la supervivencia, la adaptación al ecosistema y el modo de vida. Por el contrario, para más absurdo, acostumbran a esgrimirse como «identitarios» unos caracteres que se han vuelto selectivamente neutros, es decir, carentes de valor adaptativo, circunscritos al ámbito de lo pintoresco, lo ideológico, lo puramente simbólico, imaginario o emblemático. No faltan
quienes
han intentado efectuar una
combinación de caracteres objetivos y subjetivos, que
aportaría
una teoría más compleja acerca de lo constitutivo de una
etnia; pero siempre que terminemos en una configuración
privativa
de la etnia o etnicidad como tipo, resultará reificada,
una
tipología teóricamente falsa. De forma análoga a
como
Darwin impide dar la razón a Linneo en interpretar la
clasificación
de las especies como tipos fijos. Significa recaer, pese al
análisis
del proceso histórico, en una visión en el fondo
esencialista.
4. El espejismo étnico Los «marcadores de etnicidad», las «señas de identidad», sólo abarcan un puñado de diferencias reales o imaginarias, que tal vez no sean siempre falsas, pero cuya parcialidad es patente con respecto al conjunto sociohistórico, del que se limitan a extraer e interpretar sólo unos cuantos rasgos. Suponen la mayoría de las veces una elección arbitraria de rasgos mínimos, útiles para un cierto contraste con otros: apenas un envoltorio o etiqueta con respecto al sistema total de los caracteres constitutivos. Aquí la parte no representa al todo, sino que lo enmascara. Al señalarse unos componentes fragmentarios y variables, no se entiende en qué reside lo étnico. Podría no tratarse más que de una clase social, un grupo lingüístico, una confesión religiosa, y a las diferencias en tales planos puede subyacer un mismo sistema económico y político y tal vez de parentesco, con una combinatoria inestable entre lo compartido y lo no compartido. Entonces, hablar de etnia parece superfluo y tipificarla es erróneo, puesto que su contenido se disuelve en grupos sociales o en caracteres culturales cuyas «identidades» se intersectan, coinciden parcialmente, se superponen, se trasvasan. La presunta «categoría étnica» (los rasgos comunes que forman su «representación colectiva», con un trasfondo histórico) puede reflejar sólo una ilusión, o bien recubrir sin más otras categorías distintas: por ejemplo, una categoría de casta (en India), o de clase social (los campesinos pobres), o de confesión religiosa (los judíos ortodoxos). Y es que las señas de identidad las imponen las clases dominantes como un recurso al arcaísmo; hoy cada vez más se compran y se venden en el mercado; a veces, hasta circulan libremente al albur del narcisismo ingenuo de la gente. Si, de hecho, se identifican «etnias» acá y allá, por unos o por otros, lo cierto es que no es posible encontrar un común denominador conceptual en todos los casos. En efecto, las encontramos con lengua y sin lengua propia, con y sin instituciones semejantes, con religión distinta o con la misma, con conciencia diferenciadora y sin ella. El término «etnia» resulta una palabra comodín, cómoda para clasificar a algún grupo, a veces con cierta verosimilitud, pero siempre manipulando las diferencias socioculturales. Todo lo que se ha incluido en la definición de «etnicidad» se resuelve en características heteróclitas, que deben ser explicadas cada una en su orden de hechos particulares (lengua, religión, parentesco, indumentaria, etc.). Pues ninguna combinación de tales factores concurre como criterio diferenciador coherente en todos los casos donde se presume que hay una etnia. A la idea «etnia» no le queda ningún significado riguroso, cuando ningún rasgo o conjunto de rasgos, sean biogenéticos o socioculturales, es capaz de aportar, como regla general, una información concluyente acerca del grupo étnico al que pertenece un individuo humano. Pues lo que cabe decir estadísticamente de la población no es válido para cada uno de los individuos que la componen. No quedan en pie más que diferencias culturales, cuya articulación sistémica en varios niveles y cuya evolución en el tiempo es preciso estudiar. La significación política actual nunca puede desprender su legitimidad concluyentemente de un pasado «étnico», hace siglos disuelto o teóricamente cuestionable. Otra cosa es construir un mito: habrá que criticar su función social y política. No hay ningún sustrato biológico ni cultural que legítimamente justifique la discriminación negativa entre los pobladores de un territorio. Pues todos poseen el mismo genoma humano y la diversidad de formas culturales pueden en teoría ser optativas para cada individuo (y por tanto no hay razón por la que no deban serlo, por mucho que se tropiece con límites de facto). Las diferencias culturales están ahí siempre, y evolucionan. El problema está en el modo de considerarlas: en el hecho de interpretarlas, o no, como señas de identidad atribuyéndoles una naturaleza étnica o, por el contrario, reconocerlas como parte de la variabilidad normal interna a la misma sociedad. La «etnia», como la «raza», sólo cobran existencia social cuando son utilizadas para la discriminación política. Es irónico cómo gran parte de los rasgos que se tienen como «propios» proceden en realidad de otra parte, a despecho de la originalidad autóctona, inmemorial, singular y exclusiva pregonada por los etnicistas. ¿Qué sería de la tortilla «española» y la ensaladilla «rusa» sin la patata traída del Nuevo Mundo? ¿Y del gazpacho «andaluz» sin el tomate del mismo origen? Basta leer en la etiqueta la procedencia de los productos que adquirimos a diario en cualquier hipermercado. Pero lo mismo vale para las palabras que pronunciamos, las creencias que profesamos, hasta las emociones más íntimas, todas han hecho largos e intrincados recorridos antes de llegar a ser tan espontáneamente «nuestras». Un andaluz quizá ame especialmente el cine español, pensando que es el «suyo», pero eso en nada le impide que le encante el cine norteamericano y que, de hecho, pase la vida viendo incomparablemente más películas de éste último, en la construcción concreta de su «identidad» fáctica. No cabe negar que la «identidad andaluza» procede de África, de Grecia y Roma, de Europa Central, de Oriente medio y Asia, de Centroamérica y Suramérica, y de Estados Unidos. Lo propio, antes que como «mío» (exclusivo de no se sabe qué polémico «espíritu del pueblo»), vale como obra del espíritu humano, que se realiza en la diversidad, en un diálogo sin fronteras con sus propias creaciones y con la naturaleza. Miríadas de componentes conforman un precipitado que el sistema social digiere, al tiempo que él mismo no queda intacto sino se transforma, y cada época extrae de ahí sus tópicos y estereotipos, que algún día llegarán a desvanecerse, a veces tras una última reviviscencia en el folclore. Ningún lugar en las ciencias le incumbe ya a la monserga de la etnicidad, más allá de la ficción folclórica, a la que, no obstante, debemos concederle todo el valor que tiene, pero sabiendo lo que es. Dado que el fragor de las masacres en nombre de la raza, la etnia y la nación aún resonará, lamentablemente, en el campo de las guerras y los negocios, durante demasiado tiempo, al menos intelectualmente desenmascaremos su falta de fundamento. Restrinjamos los epónimos y gentilicios sólo a la designación de los habitantes de tal o cual territorio, a fin de desterrar las identidades ideológicas al plano al que pertenecen. El destino ideal de los enfrentamientos étnicos sería reconvertirse en algo así como las representaciones de moros y cristianos que se dramatizan en numerosos pueblos de Andalucía: en ellas, elevada a la escena, la memoria del odio está puesta al servicio de la catarsis y la fiesta. En definitiva no se encuentran componentes socioculturales capaces de especificar lo que se presume como «etnia», ni existe ningún principio étnico que integre una sociedad. Entre la estructura del parentesco y la estructura política que desarrollan las jefaturas y estados, no hay ningún principio de organización social intermedio, de índole étnica. Cuando se recurre al principio de parentesco, se trata de la política de una sociedad tribal. Si se va más allá del parentesco, se está haciendo una política finalmente propia del estado, en algún nivel. Reclamar, en este último contexto, una identidad étnica como base para la organización política conlleva la negación del principio político de ciudadanía por igual para todos los habitantes del territorio. De la lectura de Fredrik Barth (1969) habría que extraer lecciones opuestas a las que él trata de enseñar: La maleabilidad de las «fronteras étnicas» y su relatividad circunstancial más bien refrendan la sospecha de que la explicación radica en otra cosa que las manipula, o refuerza, o suprime. No me parece un logro sino un grave desacierto haber desvinculado la investigación étnica de la investigación cultural. La diversidad sociocultural es obvia. Pero etnificarla, o sea, describirla en términos de identidades étnicas, máxime en sociedades complejas y pluralistas, constituye una concesión a los prejuicios de la opinión vulgar (salvo que se trate de analizar éstos como ideología). En cambio, sostengo que, al investigar el concepto de «etnia» mediante el estudio de las diferencias socioculturales, se llega a la conclusión de que no existen etnias, de la misma manera que no existen razas. La dinámica
del espíritu tribal
o «étnico», en la ciudad y en el estado, no puede
empujar
más que a la guerra incivil, porque su autoafirmación
radical,
sectorial/sectaria, obstruye la consolidación del nivel superior
de integración política de la pluralidad social. La
política
del estado, por su génesis histórica y por su propio
concepto,
es supratribal, supone una discontinuidad constitutiva respecto a toda
«etnia». Desde la emergencia de la civilización, las
tribus se han disgregado y, por consiguiente, toda etnicidad resulta
mendaz.
Y toda identidad étnica, una ilusión.
Aguirre Baztán, Ángel
(coord.) Akoun, André Azcona, Jesús Barth, Fredrik (coord.) Beriain, Josetxo (y Patxi
Lanceros)
(coord.) Botella, Miguel C. (y Philippe
du
Souich) Breton, Ronald J. L. Cavalli-Sforza, Luigi Luca Hume, David Moreno, Isidoro Ortega Gasset, José Prat, Joan (Ubaldo Martínez,
Jesús
Contreras e Isidoro Moreno) (coord.) Prigogine, Ilya Ricoeur, Paul Todorov, Tzvetan Zamora, Elías |
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