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I. Sobre la interdisplinariedad de las técnicas de investigación
Hoy por hoy es difícil, por no decir imposible, asociar una técnica o un conjunto determinado de técnicas de investigación a una u otra disciplina social. Es cierto que solemos atribuir la encuesta estadística y los grupos de discusión a la sociología, la entrevista en profundidad a la psicología o -para enumerar un solo caso más- la observación participante a la antropología, tratándose a menudo de atribuciones que atienden a que tales técnicas se hayan practicado con mayor profusión en cada una de esas ciencias, a que en su seno se hayan cultivado sus características más sobresalientes, a que -debido a estas u otras razones- hayan servido como bandera o insignia de la identidad profesional de sus miembros o, lo que tampoco es infrecuente, al empleo de estereotipos y etiquetas que reproducimos miméticamente. Sin embargo, es evidente que la permeabilidad de las fronteras de las diferentes disciplinas no afecta únicamente a la circulación de conceptos, teorías o estrategias metodológicas, sino también al traspaso de técnicas de investigación, ya sea la biográfica, la producción/análisis de redes o, incluso, aquellas otras nombradas más atrás. Si ojeamos los trabajos que se han venido realizando en los últimos años (al igual que si nos fijamos en los efectuados en las primeras décadas de nuestro siglo), no se puede por menos que llegar a la conclusión de que las técnicas de investigación más que ser el terreno de la diferencia entre la antropología y, por ejemplo, la sociología o la historia, es un lugar de coincidencia, que su trasiego, más que una excepción, ha sido moneda corriente a lo largo de sus respectivos devenires históricos. Ello lo recalcan, entre otros, Juan José Pujadas (1992: 85 y ss), Félix Requena (1991) y Juan José Castillo (1997:145 y ss). El primero, tras examinar las ocho obras españolas (tres firmadas por sociólogos y cinco por antropólogos) que -en su opinión- han alcanzado una cierta difusión y se han destacado por la utilización de las reconstrucciones biográficas, nos dice que, en este pequeño corpus, «las diferencias disciplinarias tienden a ser laxas, si exceptuamos, tal vez, el hecho del mayor énfasis aplicado, hacia el planteamiento de soluciones al problema estudiado, por parte de sociólogos como Negre o Gamella»; una 'laxitud' que quizá tropezaría aun con menos salvedades si se tiene en cuenta que Gamella es profesor de antropología en la Universidad de Granada. Pero eso no es todo. Cuando Pujadas presenta -por ejemplo- su propuesta para «la elaboración de una historia de vida» (1992: 59-84), no titubea en integrar en un mismo esquema teórico-metodológico los logros provenientes de la antropología (Radin, Lewis, Watson, Spradley...) con los procedentes de otras disciplinas (Strauss y Glaser, Thomas y Znaniecki, Shaw, Allport, Bertaux, Fraser, Cartwright, etc.), en lo que se refiere a los procedimientos que se pueden seguir tanto en la 'etapa inicial' como en las fases de 'encuesta', 'registro' y 'análisis' de los relatos biográficos; haciendo gala de un ejercicio interdisciplinario no muy lejano del realizado algunas décadas antes por Balán et alii (1974). Por su parte, Félix Requena, un sociólogo de la Universidad de Málaga, no sólo ha insistido en que el desarrollo de la metodología de redes es fruto de un esfuerzo conjunto de la antropología y la sociología, sino que no ha vacilado en acudir a los planteamientos de John Barnes, Elizabeth Bott o Clyde Mitchell a la hora de encontrar fundamentación metodológica y técnica para su investigación sobre la importancia de las redes personales en el mercado laboral español. Del mismo modo, resulta reconfortante comprobar que Juan José Castillo, un sociólogo de la Complutense firme partidario de la observación directa in situ, recomiende la lectura de Junker y Hughes, W. F. Whyte y, por supuesto, Malinowski, cuando anima a conocer los procedimientos del trabajo de campo a partir de cómo los relatan los clásicos; y después de lamentar que otros muchos no los revelen en sus obras, acaba declarando lo siguiente:
Y no estaría de más recordar a algún que otro antropólogo afanado en 'rejuvenecernos' con los enfoques sociológicos del trabajo de campo en aras a facilitar nuestra adaptación al estudio de las sociedades complejas, que nuestros «padres y maestros eran también sociólogos» y que, por consiguiente, sus «puntos de vista» merecen como mínimo una lectura crítica antes de que se los deseche -como acaece a menudo- por sentir debilidad por los 'primitivos', por no acomodar su lenguaje a las modas finiseculares o por haber sido tildados de representantes del 'realismo etnográfico' o del 'positivismo'. Diré, incidentalmente, que en unos momentos como los actuales, en que -por ejemplo- parece bastante consensuada la idea de que hay que analizar los discursos de los sujetos investigados como conducta discursiva, y no tanto como 'información', no es ineludible recluirse en la semiótica pragmática o en la sociología cualitativa (si bien hay que beber también de sus fuentes) para descubrir antecedentes de un giro analítico de tal envergadura, pues cabe hallarlos igualmente -entre otros- en Nadel (1974 -1951-: 49 y ss):
Sin embargo, no quiero detenerme en esta clase de elucubraciones, que no he resistido la tentación de hacer al hilo de las palabras de Castillo, sino seguir -desde otro ángulo- con el asunto de la circulación interdisciplinar de las técnicas de investigación. La antropóloga Eugenia Ramírez Goicoechea (1996: 592 y ss), en el apéndice de un libro sobre los inmigrantes en España, asegura haber recurrido a la realización de 13 grupos de discusión para conseguir parte del apoyo empírico necesario para su trabajo; y aunque no sea la primera vez que los antropólogos se han subido al tren de las entrevistas grupales, Eugenia Ramírez toma como referencia la concepción que de las mismas ha delineado la denominada escuela española de sociología cualitativa, lo que se detecta no sólo en el nombre que les da (grupos de discusión, en lugar -verbigracia- de entrevistas en grupo o grupos focalizados), sino en los comentarios que vierte sobre ciertas modificaciones que se ve obligada a introducir en su diseño y puesta en funcionamiento: «Sin embargo, nos hemos adscrito aquí a una versión metodológicamente más libre de esta técnica, al estilo de las últimas tendencias en esta materia en la investigación cualitativa. Por eso, no se respetaron algunas de las condiciones formales de la técnica, ... como es que los participantes no se conozcan, el número máximo y mínimo de partícipes, la neutralidad del escenario así como el papel del investigador». Sólo si se tienen en la mente las directrices marcadas por aquella escuela sociológica para la composición y la moderación de los grupos de discusión, adquiere sentido e interés incidir en aclaraciones de esta índole. Para no cansar con la exposición de una larga lista de los estudios antropológicos que no ponen reparos disciplinarios a la hora de optar por una determinada técnica (1), mencionaré -por último- el de otro antropólogo español, Andrés Barrera (1985), quien en su investigación sobre la dialéctica de la identidad en Cataluña, amén de las entrevistas o de la observación participante, aplicó una encuesta a una muestra de 400 personas: por un lado, llevó a cabo un muestreo por cuotas y, por otro, nos confiesa no haber desdeñado los programas informáticos para el tratamiento estadístico de los datos. Pero no quiero terminar esta relación sin traer a la memoria que la propia observación participante entró en la antropología como un trasplante de la 'observación naturalista' de los zoólogos o que, como pone de manifiesto Comelles (1996:135), ha sido una técnica que ha desempeñado un papel asimismo destacado «en la elaboración del soporte factual de otras disciplinas», como es el caso de la medicina hasta que, en la segunda mitad del XIX, se impuso en ella el método clínico. Es decir, que la antropología, en lo que atañe también a su instrumental técnico-metodológico, es y ha sido siempre una disciplina abierta a todos los mundos, ya sea el de las ciencias sociales o el de las ciencias naturales, por lo que ha sido sacudida por los vientos y los vaivenes más diversos del pensamiento científico y humanista; lo que no significa, desde luego, que el utillaje ajeno no haya sido asimilado creativamente. Ahora bien, la interdisciplinariedad de los procedimientos de investigación, que no cuesta demasiado apreciar cuando se examinan los trabajos empíricos o que es defendida -a veces con apasionamiento- por quienes realmente la practican, parece evaporarse cuando nos encaramos con algunos libros que versan sobre metodología, esto es, con los clásicos manuales o colecciones de 'métodos y técnicas'. Ese desarrollo interdisciplinar es, en unas ocasiones, silenciado, como ocurre - por ejemplo- con la presentación que hace Josep Antoni Rodríguez (1995) del análisis de redes que, por omisión, induce a discurrir que fuera una creación genuina y exclusivamente sociológica. En otras ocasiones, la aportación realizada por otras ciencias sociales es minimizada, considerándosela -verbigracia- como un escalón o estadio ya superado dentro de una escala evolutiva que asciende hacia no se sabe dónde, como sucede con la imagen que José Miguel Marinas y Cristina Santamarina (1994: 263 y ss.) proyectan sobre el uso antropológico de las historias de vida, al quedar enclaustrado en un capítulo que significativamente titulan «Primera fase: el antropologicismo conservacionista». Y, las más de las ocasiones, tal desarrollo no se concibe más que como una maraña confusa de la que hay que extraer indicios de las tradiciones independientes de cada disciplina, como cabe advertir en el viaje que hace Valles (1995: 142 y ss.) a través de la observación participante(2). Son acercamientos, por tanto, que o bien ignoran la interdisciplinariedad o bien juegan con ella pero, casi siempre, para reforzar las fronteras más que para abolirlas. Todo lo cual tal vez no tenga otra explicación que el hecho de que cada uno la entiende de un modo diferente, por cuanto se hubiera convertido -y tomo de nuevo palabras de Juan José Castillo (1997: 141) «en algo así como el comentario inglés sobre el weather: eso de lo que se puede hablar con toda inocencia para poner a todos de acuerdo»; un acuerdo que -empero-, si se profundiza un poco, enseguida se evapora. Sin embargo, la interdisciplinariedad de las técnicas de investigación, se admita o no, constituye una realidad palpable, y exige el reconocimiento de que el estado actual de las distintas técnicas de trabajo de campo (ya sean de producción, de organización o de análisis de los datos) no pertenece al patrimonio privado de ninguna ciencia social, es decir, que es producto de las aportaciones que a lo largo del tiempo han hecho -en mayor o menor medida- todas y cada una de ellas. Para poner un caso, la conceptualización y el manejo más frecuente que hoy en día se hace en la antropología española de la entrevista individual en profundidad, es innegable que debe mucho a lo que Malinowski, Nadel, Hymes, Spradley, Geertz u otros antropólogos han dicho sobre la importancia y/o la manera de entrevistar a informantes para captar el punto de vista de los nativos, pero no se puede olvidar que bastantes de nosotros también nos hemos nutrido de las sugerencias útiles que nos han ofrecido obras como las de Rogers, Taylor y Bogdan, Hammersley y Atkinson, Douglas, Ortí, Blanchet o, en los últimos años, Alonso. Y no está de más resaltar aquí que en las más recientes encontramos planteamientos ya expresados en las más tempranas (a veces para criticarlos, otras para apoyarlos y/o matizarlos): Nadel y Geertz remiten -entre otros- a Malinowski; Taylor y Bogdan retoman experiencias de campo y recomendaciones metodológicas de Spradley, Lewis o Douglas; Hammersley y Atkinson hacen lo propio con Nadel, Perlmam o Agar; Blanchet recurre a Hymes, Shapiro o Austin; y Alonso se apropia de algunas ideas de Bateson, Geertz, Taylor y Bogdan y Blanchet. Pues, si nosotros como investigadores nos embarcamos en estos periplos, que no por sinuosos dejan de ser enriquecedores, cómo no invitar a los demás a que también los realicen, esto es, cómo no proponerles un recorrido reflexivo por todas esas imbricadas contribuciones que han perfeccionado o pueden servir para perfeccionar sus herramientas de trabajo. Ahora bien,
poner
énfasis en esto tiene
claramente un riesgo, puesto que cuando se aboga por la
interdisciplinariedad,
cuando se subraya -como ahora- que las técnicas de
investigación
utilizadas actualmente en antropología son una
elaboración
colectiva de buena parte de las ciencias sociales, se corre el peligro
de sumergir a los antropólogos (principalmente a los
antropólogos
noveles) en un mar de dudas: ¿dónde está,
entonces,
la 'originalidad' de la investigación antropológica?,
¿no
se había fundamentado siempre en la práctica de la
observación
participante?, ¿en que se distingue una investigación
sociológica,
psicológico-social o histórica de otra
antropológica?
Se trata, al fin y al cabo, de preguntarse por aquello que marca la
especificidad
de la antropología y, de este modo, por el uso
antropológico
de las técnicas de trabajo de campo. Pues bien, desde mi punto
de
vista, el sello particularizador lo ponen, por un lado, la
«mirada»
antropológica desde la cual se aplican y, por otro, su
ubicación
dentro de un proceso etnográfico, que juntas configuran lo que
se
ha venido nominando 'la manera de abordar el objeto de estudio', es
decir,
el contexto general de aplicación de las técnicas de
investigación
en antropología social. II. Sobre la mirada antropológica La gran variedad (en escala, complejidad, localización, etc.) que presentan los campos socio-espaciales en que investigan hoy en día los antropólogos hace bastante improbable que la distintividad de la antropología pueda encontrarse en ellos; desde luego, hace tiempo que no se estudian únicamente, ni siquiera mayoritariamente, las repetidas sociedades primitivas, como tampoco los campesinos de las sociedades industriales, las sociedades exóticas o las sociedades a pequeña escala. Así y todo, sigue habiendo quienes continúan buscando allí las fuentes de la identidad antropológica, como es el caso de los que se enzarzan en rastrear una característica común definitoria de los grupos de los que se han ocupado o se ocupan todavía los antropólogos, y creen descubrirla, por ejemplo, en su condición de 'minorías culturales' (3) o de «grupos marginales» dentro de estructuras socioculturales más amplias. Pero ¿no es verdad, entonces, que la especificidad de la antropología, como la de cualquier ciencia, radica en su objeto de estudio? Por supuesto que sí, pero eso no significa, en primer lugar, que dicho objeto coincida con el campo (lugar y/o grupo) en que se lleva a cabo las indagaciones y, en segundo lugar, que aquél pueda ser confundido con alguna entidad que esté ya 'dada' en la realidad. Lo primero lo advirtió hace tiempo Geertz:
Y lo segundo se columbra en el hecho -señalado, p. e., por Hammersley y Atkinson [1994 (1983): 57]- de que «un objeto de investigación es un fenómeno visto desde un ángulo teórico específico», pues «a determinadas características no se les presta atención e, incluso, el fenómeno considerado no se agota completamente en la investigación». El objeto de estudio está constituido, de esta manera, por el conjunto de preguntas que se considera significativo dirigir a un cierto fenómeno sociocultural, un conjunto de preguntas que delimita el ámbito de lo observable y de lo no observable, que siempre se hacen desde una perspectiva teórica concreta y que los antropólogos hemos equiparado comúnmente a la 'cultura'. Esto es lo que puso sobre la mesa Leslie White [1975 (1959): 129 y ss] cuando, intentando hallar un espacio adecuado para este último concepto, se opuso a los que Radcliffe-Brown o Kluckhohn y Kroeber manejaban, puesto que -para éstos- la cultura no era sino la reificación o cosificación de una abstracción, dado que lo existente, lo real, se plasmaba o bien en la 'estructura social' -para el primero- o bien en 'los individuos' -para los segundos-. Ello llevó a que Radcliffe-Brown negara que fuera el objeto apropiado de la antropología, y que Kluckhohn y Kroeber, aceptándolo como tal, lo dejaran reducido a aquella simple abstracción. White, en cambio, no admite ni una cosa ni otra. Partiendo de la definición clásica de Tylor, saca la conclusión (como había hecho antes Keesing -1958- o después hará Goodenough -1971-) de que los heterogéneos componentes (moral, derecho, hábitos, creencias, arte...) que forman parte de ella comparten el ser «conducta aprendida y transmitida socialmente»; no obstante, -continúa argumentando- cualquier conducta aprendida y transmitida socialmente puede ser analizada desde 'contextos' distintos: con relación a sus efectos fisiológicos, anatómicos, geográficos, simbólicos, psicológicos, etc. Por este camino es por donde llega a su noción de la cultura como «la clase de cosas y acontecimientos que dependen del simbolizar, en cuanto son consideradas en un contexto extrasomático»; y añade:
White subraya el 'sustancialismo' implícito en algunas concepciones de la cultura, pues suponen erróneamente una identidad de los fenómenos socioculturales investigados que fuera autónoma de los diferentes haces de relaciones en los que están inmersos y desde los cuales se los observa; sin embargo, son estos diversos 'haces de relaciones' los que, balizados por cada disciplina, modelan su objeto de estudio: White les concede el nombre de 'contextos', Hammersley y Atkinson de 'ángulos teóricos específicos', otros de 'enfoques', y yo los he calificado más atrás de 'miradas'. Hace un tiempo me llamó mucho la atención un editorial que leí en el boletín del Colegio de Ciencias Políticas y Sociología; en él, se discutía que, con el empleo creciente de programas informáticos de tratamiento estadístico de los datos, el análisis cuantitativo de encuestas estaba al alcance de cualquiera y, por tanto, que los sociólogos no podrían seguir reivindicando la exclusividad en su dominio. Lo que me sorprendió fue menos este comentario (que, en ciertos aspectos, es discutible), que el espacio donde vislumbraba una nueva base para hacer valer la competencia profesional e investigadora de los sociólogos: en su formación sociológica. Equivale a decir «la vaca es la vaca, pero...», aunque en esta ocasión haya que traducir la expresión de White por la de «la encuesta estadística es la encuesta estadística, pero»: lo que marca la especificidad del proceso de investigación de toda disciplina es menos su instrumental técnico, por muy sofisticado que sea, que la 'mirada' de sus practicantes, -ciertamente- conformada a lo largo de un proceso formativo concreto. Es lo que Anthony Wilden (1979: 112 y ss) plantea, con un lenguaje bastante más alambicado, al distinguir entre dos niveles distintos de construcción que se producen en todo desarrollo metodológico: el nivel de 'puntuación' y el nivel de 'sintaxis' (4). La 'puntuación' sería una operación primaria, a partir de la cual un sujeto que se comporta como observador realiza la delimitación de un sistema, convirtiéndose por el hecho de realizarla en un observador observado. La 'sintaxis' alude a los modos de articulación lógica de un sistema, que se puede conocer a través de operaciones secundarias (las técnicas) consistentes en servirse de reglas y rutinas diseñadas para organizar formalmente los datos de la observación. Para Wilden, lo fundamental es el proceso de 'puntuación', la 'mirada', que es anterior y posterior al trabajo de organización técnica. Y algo no muy dispar sostienen Bourdieu, Chamboredon y Passeron (1976) cuando, después de establecer la jerarquía de las operaciones científicas en la investigación, afirman que -si se quiere ser fiel a las formas de pensar, hablar y actuar de los sujetos investigados- la constatación de los datos a nivel técnico debe estar siempre subordinada a la construcción a nivel metodológico, y ésta a la ruptura a nivel epistemológico, es decir, a la explicitación de los obstáculos que oponen resistencia al conocimiento de aquellas prácticas sociales. Como he expresado más atrás, lo que permite aceptar una investigación como antropológica no es el recurrir a un procedimiento, a un campo, a una técnica o conjunto de técnicas determinado, sino el uso que de ellas hace un investigador que se ha formado una 'mirada' que consideramos antropológica y que las sitúa en una situación etnográfica. Y, por supuesto, si la 'especificidad' de una investigación está en la 'mirada', en el 'enfoque', lo mismo cabe predicar de su calidad. Jean Peneff (1996: 25 y ss), en un artículo -citado por el ya mencionado Juan José Castillo (1997:145)- donde muestra el importante papel que desempeñó la observación participante en los primeros estudios sobre sociología del trabajo, lamenta que todo el énfasis para validar, por ejemplo, una entrevista biográfica se cargue habitualmente sobre la persona o sobre los métodos con que la entrevista se ha realizado, y suela faltar el interés por controlar al entrevistador, no sólo en la contextualización posterior, sino en el mismo acto de producir la información; preguntándose, acto seguido, si el investigador no está obligado no sólo a hacer un ejercicio reflexivo sobre su práctica actual, sino a analizar su historia y su experiencia como miembro de una disciplina. Hay que advertir, empero, que con esto no se pretende menoscabar la importancia de las técnicas de investigación, cuyo progresivo afinamiento es primordial en la evolución del conocimiento, sino rescatar el carácter singular y creador de 'la mirada' (que es siempre interpretativa), que no nos olvidemos de la trascendencia e impronta de un sujeto social, el investigador, que escudriña desde una determinada situación.
El reconocimiento de que la especificidad e, incluso, la calidad de un proceso de investigación dependen ante todo de la 'mirada' no es más que la confirmación de que el principal instrumento de investigación, al menos en ciencias sociales, es -como rememora Hymes- el propio investigador y, desde esta óptica, su formación académica y/o práctica (su puesta a punto) adquieran una gran importancia. Pero ¿en qué estriba, en definitiva, esa 'mirada' antropológica? Tomando prestada la expresión de Bourdieu para describir el habitus, yo diría que está compuesta por un conjunto de principios de percepción, sentimiento y actuación que, encarnados en el sujeto de la investigación, termina por guiar explícita o implícitamente sus indagaciones. Marc Augé, en una obra [1995 (1994). 11] donde acomete -entre otros- el tema de los intercambios habidos entre antropología e historia, manifiesta que los antropólogos, tras comprobar que algo de su disciplina ha pasado a las demás, pueden alertarse al ver que el «núcleo duro de su empeño (que es la combinación de una triple exigencia: la elección de un terreno, la aplicación de un método y la construcción de un objeto)» se diluye en alusiones un tanto imprecisas a la necesidad de una «perspectiva» o de una «orientación antropológica». Sin embargo, como él, intuyo que sería una inquietud excesiva y hasta poco justificada, sobre todo cuando no se elude el esfuerzo de dotar de un mayor grado de precisión a la naturaleza de esa orientación, perspectiva o mirada y, de paso, a los principios que la componen. Unos principios que, sin pretensión de ser exhaustiva, voy a tratar de exponer a continuación; y lo haré tomando como punto de arranque ciertas palabras de Wilcox referidas a la etnografía escolar:
Si yo, por el contrario, he sustituido el vocablo normas por el de principios, ha sido por dos razones diferentes. En primer lugar, porque considero que tales normas dejan de mostrarse como tales a lo largo del tiempo, es decir, que con su empleo continuado dejan de percibirse conscientemente como preceptos que hay que acatar, para convertirse en categorías, en sentimientos y en comportamientos 'incorporados'. En segundo lugar, porque los mencionados principios, aunque encuentren las mejores condiciones para su cumplimentación en el trabajo etnográfico, una vez que el investigador los ha hecho suyos, configuran la 'mirada' con que el antropólogo inspecciona no sólo el material derivado de la etnografía, sino el procedente de otros procesos distintos de investigación; o dicho de otro modo, sospecho que son esos principios los que nos permiten identificar como antropológicos estudios que, en lugar de haber seguido una estrategia etnográfica, se han basado en exploraciones de índole historiográfica o, por ejemplo, literaria; como es el caso de los debidos a Carmelo Lisón (1992) sobre la figura de Vagad, a Juan José Pujadas y Dolors Comas (1991) sobre la evolución histórica de los símbolos étnicos catalanes, a Ignasi Terradas (1979) sobre las colonias industriales o a Joan Frigolé (1994) sobre la obra literaria de García Lorca. Con las matizaciones expuestas, las normas enumeradas por Wilcox pueden ser tenidas por algunas de las características esenciales de la 'mirada antropológica'; unas características que, sin duda, han tenido una génesis histórica concreta, y que el aprendiz de antropólogo -como he repetido- va adquiriendo mediante una formación teórica y práctica específicas. Más arriba he manifestado mis recelos ante la idea de que la particularidad de la antropología radicara en los campos en que los antropólogos han investigado; ahora bien, esto no quiere decir que desestime la posibilidad de que los campos tradicionales de la antropología hayan tenido algún peso en la conformación de la 'mirada antropológica'. Todo lo contrario, estoy convencida de que, al menos las dos primeras normas de Wilcox (que, por los motivos anteriores, prefiero llamar principios: el de intentar dejar a un lado las propias preconcepciones y el de convertir en extraño lo familiar), se han gestado gracias, entre otras cosas, al hecho de que los primeros antropólogos empíricos estudiaran en sociedades que exhibían una cualidad que François Jullien (1988: 118) califica -como he indicado en otro lugar- de «alteridad», esto es, una 'extrañeza' tan radical que les resultaba claro que no podían dar nada por sabido, que no podían dar por supuesto ningún marco común de interpretación, a no ser que impusieran ingenuamente el suyo como medida. En suma, se encontraron -como recuerda Nadel (1974/1951)- con que tenían que formular preguntas nuevas cuando otros estudiosos de la sociedad podían limitarse a pedir respuestas a las preguntas habituales; con que debían formar sus propias categorías al no disponer de categorías ya establecidas en las que sus datos se acomodaran sin resistencia; con que debían empezar por suspender sus presupuestos previos, inservibles en tales circunstancias, para captar los marcos de significado a los que acudían los sujetos investigados para dar sentido a sus acciones. Este interés por el punto de vista de los 'nativos', originado probablemente en esas exigencias impuestas por las investigaciones en sociedades 'exóticas', es el que, en ausencia de las mismas, ha conducido a que la antropología haya abogado por el 'extrañamiento' de los objetos estudiados en las sociedades o en los grupos que nos resultan 'familiares'; otro principio que nos permite reconocer una investigación como propia de nuestra disciplina:
No quiero dedicarle ahora más tiempo a estas cuestiones, porque las he abordado ya, y de una forma reiterada, en otros escritos. Es más, en principio, podría parecer que son tan obvias que no requieren mayor defensa y/o explicación, tan establecidas que no merece la pena seguir preocupándose por ellas. Pero, tal vez, por serlo, se olvida a menudo mentarlas siquiera y, en otras ocasiones -como en algunos libros de introducción a la etnografía-, son incluso presentadas como si fueran defendidas y defendibles exclusivamente por posicionamientos obsoletos, por quienes desearan continuar amarrados a las ortodoxias de la antropología clásica sin tener la lucidez o la capacidad suficientes para darse cuenta de los cambios operados en el mundo y/o en el pensamiento contemporáneo. Y es verdad que los principios que atribuyo a la 'mirada antropológica', así como las características que, en mi opinión, definen el proceso etnográfico, los creo válidos tanto para el estudio en sociedades tradicionales como para el que se efectúa en las denominadas sociedades complejas, pero ello es así no porque desee permanecer atada a ciertos credos, sino porque estoy segura de que, correctamente conceptualizados, tales principios y características son transponibles a las situaciones de investigación más diversas y constituyen logros irrenunciables de nuestra disciplina. Unos logros que, por otro lado, son los que han conseguido saltar las fronteras disciplinares y tener alguna impronta teórico-metodológica en las otras ciencias sociales, que se han vuelto -de este modo- cada vez más antropológicas (más interesadas por lo cultural, por el punto de vista de los actores, por extrañar lo familiar) (5). En este sentido, no tengo más remedio que mostrar mi acuerdo con Ogbu [1993 (1981): 147] cuando asevera que, con demasiada habitualidad, quienes tildan las aportaciones de la etnografía clásica de inadecuadas para el estudio de nuestras complejas y/o urbanas sociedades (en esta ocasión, de las escuelas occidentales) lo suelen hacer a costa de establecer comparaciones erróneas:
En cuanto a los otros principios enunciados por Wilcox (explorar el carácter del contexto relevante y utilizar el conocimiento que se tenga de la teoría social para encauzar las observaciones), el primero trata ni más ni menos que del tan traído y llevado holismo. Lucy Mair, en una obra harto conocida por los estudiantes de antropología de mi generación [1978 (1965): 15], aludía ya a él como uno de los posibles elementos que marcan el enfoque del antropólogo: «según algunos, es una cuestión teórica: consideramos cometido nuestro observar la totalidad de relaciones que operan entre la gente que constituye la unidad social que estudiamos, y no sólo aquellas directamente aplicables a un problema en particular». Sin embargo, Mair se aferra aquí a un concepto de holismo que ha sido posteriormente bastante cuestionado, en primer lugar, por inmanejable, es decir, porque resulta práctica y teóricamente imposible 'observar la totalidad de relaciones' y, en segundo lugar, por haber sido interpretado en ocasiones como una empresa dirigida a describir todos y cada uno de los subsistemas del grupo o del territorio donde se investiga (geografía, cultivos, formas de tenencia de la tierra, parentesco, matrimonio...), lo que ha promovido ciertamente una literatura etnográfica omnicomprensiva en exceso y, como dice Llobera (1990), a veces con escasas contribuciones teóricas. No obstante, ni siquiera los críticos de esa concepción renuncian a la investigación holística; Kaplan y Manners [1979 (1972): 333], verbigracia, lo que hacen es recomendar a los antropólogos 'moderar su holismo' para adaptarlo a las nuevas circunstancias de estudio, y la propia Wilcox [1993 (1982)] se decanta por una redefinición del mismo, según la cual consistiría en la integración de los problemas que se investigan en el contexto en que se producen, en asumir que para comprender por qué ocurren tales problemas se deben observar sus relaciones con los aspectos macroestructurales que se estimen relevantes (6). Por su parte, Ogbu -en el artículo del que he extraído asimismo la cita de la antecedente página [1993 (1981): 157]- se resiste a tomar por antropológicas las etnografías que, en su afán por entender el fracaso escolar de las minorías, se limitan a analizar las confrontaciones de estilos comunicativos que se dan dentro del aula entre alumnos y profesores, precisamente porque no son holísticas, porque no encaran las interrelaciones entre la escuela y otras instituciones sociales ni la manera en que dichas interrelaciones pueden afectar a los procesos que se dan en la primera: «aunque el aula sea el escenario de la batalla -nos dice-, la causa de la batalla puede estar en otro lugar». A su parecer, frente a la pobreza explicativa de estas microetnografías que se acoplan a un enfoque sociolingüístico, las que lo remplazan por otro antropológico -que nomina macroetnografías- logran, por el contrario, mostrar cómo las fuerzas sociales, y entre ellas las creencias de la sociedad global, influyen en los comportamientos de los que participan en la realidad estudiada. Así, lo esencial del holismo -como resaltan Velasco, García Castaño y Díaz de Rada (1993: 316) al hacerse eco de concepciones como éstas- es que conduce al investigador siempre un paso más allá del espacio y del tiempo en los que fija su atención; un paso hacia afuera que, como siguen aseverando, está comúnmente presente en «las mejores etnografías». Ahora bien, no cabe duda que lo que, para unos, es señal de riqueza de la investigación, se convierte para otros en una 'ficción persuasiva del modernismo', como es el caso de la visión que Marilyn Strathern [1991 (1987): 224] traza del holismo malinowskiano. Según esta antropóloga británica, Malinowski abogó por considerar las prácticas y creencias extrañas con referencia a un contexto social específico con la intención de crear un dispositivo por medio del cual modificar lo que su lectorado pudiera pensar o creer previamente sobre las mismas, es decir, por acercar su lógica a la lógica de los lectores, en tanto que Frazer -con quien es cotejado- situaba dichas prácticas y creencias 'fuera de contexto' porque no albergaba el propósito de reducir su extrañeza. Y es muy posible que la contextualización sociocultural consiga ese efecto retórico, lo que no quita para que sea algo más, esto es, para que sea también un principio metodológico que se instrumentaliza en la investigación antropológica de cara a explicar y/o dar sentido a los fenómenos que se estudian, que es a lo que aspiran tanto Malinowski como otros partidarios del holismo. En cuanto a la cuarta norma sacada a colación por Wilcox, tengo la impresión que, al menos como ella la expresa en el párrafo que he reproducido, no constituye ninguna peculiaridad ni de la investigación etnográfica ni -en general- de la investigación antropológica, ya que todo investigador apela, explícita o implícitamente, a la teoría de la que dispone para guiar e informar sus observaciones. Sin embargo, en un texto de Wolcott, perteneciente al mismo libro de donde he entresacado las referencias de Ogbu y de Wilcox, se encuentra una idea que puede servir para matizar la expresión de esta última de tal modo que la transforme en un rasgo más del tipo de 'mirada' sobre la que estamos hablando:
«La interpretación cultural no es un requisito, es la esencia del esfuerzo etnográfico», sostiene Wolcott en una sentencia que yo ampliaría hasta abarcar todo el esfuerzo de la antropología. Nos volvemos a topar, por tanto, con la cultura, con esos perfiles simbólicos de la actividad humana que, según White, conforman su objeto de estudio al ser contemplados en un contexto extrasomático. El ojo y el oído del antropólogo ve y oye a través de la cultura; su percepción de las escenas de las que recibe información está penetrada, además de por creencias personales, por una teoría cultural, de modo que «su sensorium perceptual -como declara Lisón (1996: 42) en un texto del que he rescatado también las frases precedentes- viene ya antropologizado: vemos una mujer echando agua sobre la cabeza de otra en una encrucijada, no un ritual, pero al mismo tiempo entendemos esa evidencia sensorial, la vemos como, captamos su direccionalidad significativa». Así, un elemento fundamental de la 'mirada antropológica' radica en estar armada de una teoría que facilite la interpretación cultural, que posibilite establecer -en palabras de Frake (1964)- «las condiciones bajo las cuales es culturalmente apropiado anticipar que... las personas que desempeñan un rol realizarán una actuación equivalente». Pero, ¡ojo!, no se le pide al investigador que se adhiera a una teoría cultural concreta ni a un «compuesto ecléctico con el cual pudieran estar todos de acuerdo», pues como recuerda Kessing [1995 (1974): 62], una formulación sobre la cultura en la que Marvin Harris y David Schneider, verbigracia, coincidieran sería seguramente una formulación vacía; lo que se le demanda, en cambio, es implicarse -como declara Wolcott- en un «diálogo acerca de lo que trata la cultura», en una reflexión sobre su naturaleza que faculte al antropólogo para ir más allá de una mera crónica de sucesos particulares, y para mirar debajo de ellos con el fin de comprender cómo la gente les hace frente y maximiza o, por el contrario, minimiza la probabilidad de su recurrencia. Pensar, por ejemplo, -como continúa diciendo Wolcott- que la cultura se detecta mejor en lo que la gente hace, en lo que dice, en lo que dice que hace o en la tensión entre lo que hace y dice que debería hacer, supone inclinarse por una determinada concepción de la cultura, constituyendo un asunto de tanta trascendencia en la investigación antropológica que conlleva distintas estrategias para la producción, organización y análisis de los datos, y arrastra incluso la concesión de una diferente credibilidad a los resultados obtenidos a través de técnicas de investigación distintas (observación participante, entrevistas, análisis documental, análisis genealógico, etc., etc.). A este respecto, pueden resultar ilustrativas las razones que están en la base de las discrepancias surgidas entre mi propio trabajo y el de Andrés Barrera (1990) acerca del sentido que adquiere la relación pubilla-gendre dentro de la familia tradicional catalana, pues se deben más al tipo de factores comentados hace un momento que al hecho de haber investigado cada uno en espacios geográficos dispares (Cataluña Vella/Cataluña Nova). En mi opinión, Barrera puede defender la hipótesis de que, en los matrimonios pubilla-gendre, acaece una inversión de los roles de género, en primer lugar, porque los derechos sobre el patrimonio familiar los mide sólo en función de que se sea o no el heredero del mismo, sin tener en cuenta que el pacto de constitución dotal puede transferir derechos sobre él desde la pubilla hasta el gendre; y, en segundo lugar, porque se deja llevar por lo que dicen el refranero popular y los informantes en las entrevistas (que no siempre 'reflejan lo que se practica'), sin interesarse por comprobar, mediante otras fuentes verbales y no-verbales (rastreadas, por ejemplo, mediante observación participante o encuestas genealógicas), si el mayor poder que efectivamente tiene la mujer dentro de los matrimonios pubilla-gendre (en comparación con el que se le concede en los matrimonios hereu-jove) entraña, en realidad, una inversión de dichos roles o es simplemente un problema de grado. En definitiva, desde mi punto de vista, la clave de las divergencias se sitúa en esas diferencias de concepción acerca de aquello en lo que la cultura se revela mejor y, por consiguiente, en primar una clase de información sobre otra. Con todo, no albergo sospechas de que alguno de los enfoques no sea antropológico, justamente porque ambos se posicionan sobre tales cuestiones y, de este modo, intentan mirar 'por debajo de los acontecimientos particulares'. Voy a dejar
aquí la enumeración
de los principios constitutivos de la 'mirada antropológica',
ante
todo, porque -como he anunciado más atrás- no pretendo
ser
exhaustiva y, por otra parte, porque la glosa del texto de Wilcox me ha
dado la oportunidad de comentar, al menos, los que considero más
importantes. Soy consciente, como he repetido, de que se pueden tomar
por
obviedades que todo el mundo conoce, pero hay veces en que es necesario
insistir en las obviedades, principalmente cuando su olvido
entraña
el peligro de que se pierda de vista el horizonte del quehacer
antropológico. III. Sobre la investigación etnográfica y el supuesto 'paradigma' cualitativo Entramos ahora en el otro aspecto de lo que he denominado el 'contexto general de aplicación de las técnicas de investigación en antropología social': su uso dentro de un proceso etnográfico; y uno de los modos posibles de empezar la exposición de cualquier tema, en este caso el de la etnografía, puede consistir en hablar sobre aquello que no es, es decir, en ir cogiendo las nociones que cotidianamente se le asocian para ir desmontando las que se estime que, de una manera u otra, dificultan una correcta visión de su naturaleza. Este ejercicio es el que recomiendan los pedagogos constructivistas como arranque de todo proceso de aprendizaje, precisamente porque parten de la constatación de que los individuos siempre se enfrentan a los nuevos contenidos con ideas preconcebidas, sobre las cuales los van empotrando, de suerte que si se no provoca su expresión (expresar=sacar fuera) y no se inicia un proceso de deconstrucción de las mismas, lo más probable es que el aprendizaje esté filtrado inexorablemente por ellas, que la adquisición de conocimientos se lleve a cabo sobre una base de arenas movedizas. Y, desde luego, algunos de nosotros seguimos resistiéndonos a abandonar ciertos estereotipos vinculados a la figura del etnógrafo, que nos han llegado a través de diferentes medios, como artículos de prensa, documentos audiovisuales y/o libros firmados por autores de variada adscripción académica, incluido algún antropólogo. Unos lo intuyen como un amante de antiguallas y rarezas culturales (7); otros como un impenitente cualitativista, que aborrece no sólo las encuestas sino todo lo que le huele a número; otros suponen que pasa, sin más mediaciones, de la elección del asunto a investigar a la realización del trabajo de campo; otros que se dedica a investigar absolutamente todo lo que atañe al grupo que ha escogido, desde la arquitectura de las viviendas a los tipos de cultivo, desde las estructuras de la familia a las prácticas rituales; otros piensan que no emprende investigaciones dirigidas a la puesta a prueba de teorías, porque su metodología se lo impide; otros que sus perspectivas teórico-metodológicas no son muy adecuadas para el estudio de las sociedades complejas; y, finalmente, otros están convencidos de que realiza una labor meramente descriptiva, puesto que los trabajos de comparación y generalización son diferentes y posteriores al etnográfico. Sin embargo, imágenes de este tenor merecen, como mínimo, un examen crítico y, cuando sea preciso, su puesta en cuestión. Ello nos permitirá darnos cuenta de que las estrategias metodológicas y técnicas que cabe seguir en la etnografía son muy diversas, pues varían en función de múltiples factores, entre los que se hallan la naturaleza y la amplitud del objeto de estudio, el grado de conocimiento que ya existe sobre él, los aspectos concretos a los que se quiere prestar atención, las características de la población y de los escenarios en los que se ha pensado investigar, el alcance teórico que se le desea dar a los resultados y/o la intención más o menos comparativista que se alberga desde un principio. La etnografía no es -en contra de la opinión de algunos- un 'paradigma' que exija forzosamente que se asuman ciertos posicionamientos teóricos, metodológicos y técnicos, sino un método de investigación sumamente flexible que facilita su adaptación a circunstancias de estudio muy variopintas. Tanto es así que, en la historia de la antropología, encontramos investigaciones etnográficas para todos los gustos: desde las que parten de postulados funcionalistas hasta las que expresamente los impugnan, desde las omnicomprensivas hasta las centradas en un tema, desde las que restringen su alcance teórico a la descripción cultural hasta aquellas otras que aspiran a proponer generalizaciones empíricas y/o teóricas, desde las que persiguen la generación de teorías hasta las que se deciden por la contrastación de las mismas, desde las que se interesan por una sola cultura hasta las que introducen en su diseño la comparación intercultural..; es más, estos ingredientes aparecen mezclados de muy distintas maneras en cada una de ellas. La contrastación de hipótesis, por supuesto, sólo tiene sentido cuando previamente se ha generado un corpus teórico fundamentado sobre un fenómeno sociocultural específico, y se tienen a la vez sobradas sospechas para creer que dicho corpus puede ser válido para comprender y/o explicar el mismo fenómeno en contextos distintos o bien otros fenómenos de naturaleza parecida. Si en antropología y, en general, en las ciencias sociales escasean los estudios que siguen la lógica de la contrastación es, entre otras razones (como la asociación que comúnmente se establece entre la puesta a prueba de hipótesis y los planteamientos positivistas), porque no suelen abundar las teorías suficientemente fundamentadas, y no porque la metodología etnográfica sea inadecuada para ello. Es cierto que, frente a lo que ocurre con los experimentos, en las investigaciones etnográficas no se pueden manipular las variables, pero -como dicen Hammersley y Atkinson (1994: 38-39)- lo que se pierde en éste se gana en otros aspectos, ya que los procesos sociales se observan tanto en situaciones cotidianas como en situaciones especialmente preparadas para la investigación (las entrevistas, los grupos de discusión o las encuestas), con lo que se minimiza el peligro de que los resultados sólo sean aplicables a estas últimas; de igual modo que el uso que se hace en la etnografía de múltiples fuentes de información disminuye la eventualidad de que las conclusiones sean dependientes de los efectos originados por la idiosincrasia de una determinada técnica de producción de datos o de un determinado tipo de situación 'natural'. No en vano, la etnografía (y, dentro de ella, la observación participante) se empeña en abordar una misma realidad desde «tantas facetas como sea posible», tal como Berreman afirma en el párrafo que se reproduce a continuación:
Todo esto, que afecta -¡cómo no!- a las investigaciones exploratorias, se puede predicar igualmente de las que siguen la lógica de la puesta a prueba de teorías. En cualquiera de los dos casos, la etnografía ofrece mayores garantías de validez que otros métodos de investigación que se basan en el empleo de una modalidad exclusiva de técnicas. A este respecto, voy a traer a colación un estudio que fue presentado en Ávila dentro de un curso de la UNED celebrado en 1993. El estudio -según se nos contó- había sido encargado por la Comunidad de Madrid con el fin de comprobar la viabilidad o no de un programa de intervención que se tenía previsto implementar en el ámbito de la rehabilitación de drogodependientes: la idea era favorecer su reinserción sociolaboral mediante la creación de cooperativas de trabajo mixtas, es decir, compuestas tanto por drogodependientes como por personas en paro que no hubieran tenido contacto alguno con el mundo de las drogas; y fue realizado sobre la base de varios grupos de discusión cuyos miembros diferían entre sí según la edad, el género, la ideología política o el status socioeconómico. El análisis de sus discursos dejó ver la existencia de una visión tan negativa, unitaria e intransigente con relación a los drogodependientes y una oposición tan rotunda a la perspectiva de entrar a formar parte de tales cooperativas, que en el informe de la investigación se concluyó que la idea era inviable, pues no se iba a encontrar gente dispuesta a participar en ellas. Ahora bien, si se tiene en cuenta que los grupos de discusión lo que permiten conocer son las representaciones sociales habidas en torno a un tema y, que por la propia dinámica de los grupos, esas representaciones tienden a conformarse a la que es dominante en el medio social al que pertenecen sus integrantes, uno se puede permitir cavilar que las deducciones hubieran sido diferentes si se hubiera recurrido a otras técnicas de investigación, primero, porque el discurso colectivo no siempre coincide con el individual y, principalmente, porque no es legítimo presuponer de entrada que los comportamientos se van a ajustar estrictamente a alguno de los dos (8). Y si los grupos de discusión engendran un discurso que, como he indicado, termina conformándose a las cosmovisiones socialmente aceptadas en el medio cultural al que pertenecen sus componentes, esas cosmovisiones, si bien desestructuradas, se suelen acomodar a lo que está oficialmente autorizado cuando se hace uso de un instrumento como el cuestionario. Cabe decir, a modo de ejemplo, que una de las cosas que más me llamaron la atención del trabajo de campo que efectué en 1986 entre los pobladores de la comarca riojana de Cameros, fue las diferentes consecuencias que se pueden extraer según se analicen las respuestas que dieron en los cuestionarios que les pasé para una encuesta sobre la identidad étnica o, por el contrario, los discursos que produjeron mediante entrevistas en profundidad y los que les escuché en conversaciones informales. A partir de las primeras no cuesta inferir que los cameranos se sienten identificados con la Rioja y que, en este sentido, se distinguen poco del resto de los habitantes de la Comunidad Autónoma y de lo que pregonan sus 'autoridades'; en cambio, los discursos procedentes de las otras fuentes patentizan una realidad casi opuesta: buena parte de ellos, si bien no todos, no sólo ven menoscabada su identidad camerana por la forma en que se ha constituido la de la región, concebida -además- como impuesta desde fuera, sino que muestran a veces una actitud combativa ante tal imposición. Décalages de este tipo tienen su origen en el hecho de que las técnicas no son más que situaciones sociales, diseñadas -eso sí- para los propósitos de la investigación, pero que siempre encuentran un referente en la vida cotidiana de la gente: la entrevista en profundidad lo halla -según los casos y el papel que se haya 'ganado' el investigador- en las charlas entre amigos o en las entrevistas profesionales; las encuestas estandarizadas, en determinados 'interrogatorios' de carácter oficial, como los censos o los exámenes escolares; y los grupos de discusión, entre otros, en las asambleas y reuniones de diferentes colectivos, donde lo que se intenta es sobre todo alcanzar un acuerdo. Los sujetos sociales están constantemente definiendo las situaciones en las que se ven envueltos, así como acomodando sus comportamientos a las mismas, y de ello no se libran las creadas al aplicar cualquier herramienta de investigación social.
Lo interesante de la combinación de técnicas para el abordaje de un mismo objeto de estudio, que -a mi parecer- constituye uno de los principales elementos marcadores de la etnografía, es que permite constatar empíricamente, y no sólo postular, esta clase de quiebras 'informativas', así como la manera en que acaecen, por lo que al etnógrafo se le conceden unas oportunidades inmejorables para ofrecer unas interpretaciones y/o unas explicaciones de los fenómenos socioculturales más dinámicas y complejas. Ello sin olvidar, desde luego, -como recuerda Wilcox en la anterior cita- que la 'triangulación' ha servido también como modo de controlar la veracidad de la información recopilada, lo que no deja de ser importante cuando se trata de estudiar acontecimientos que se tienen que reconstruir con la mayor fidelidad posible. No obstante, para cambiar de tema, lo que deseo subrayar ahora no es tanto que esa 'triangulación' puede estar dirigida a conseguir metas distintas dependiendo de los objetivos de la investigación, como el hecho de que, entre las técnicas que se combinan durante el proceso etnográfico, caben asimismo las cuantitativas; es decir, que el etnógrafo no sólo realiza entrevistas en profundidad, grupos de discusión y/o observación participante, sino que se sirve de cuestionarios y de otras técnicas cuantitativas de producción y/o análisis de los datos con una frecuencia mayor de la que se tiende a imaginar. Según nos comentan Kaplan y Manners [1979 (1972)], esa frecuencia se vio incrementada a partir de la década de los sesenta como consecuencia de que los etnógrafos desplazaron sus campos de investigación a los 'sistemas complejos', esto es, a sociedades más heterogéneas y de mayor escala que las que estaban acostumbrados a estudiar con su antiguo bagaje instrumental. Y Oscar Lewis va a mantener que ese aumento se debió, además, a un conjunto de demandas interdisciplinares y de innovaciones teórico-metodológicas que tuvieron lugar en el trabajo de campo antropológico:
Sean éstas u otras las razones que lo hacen comprensible, el caso es que los etnógrafos se han adueñado, cuando lo han necesitado, de técnicas cuantitativas -como las encuestas por cuestionario, los tests sociométricos o los test de personalidad- procedentes de otras ciencias sociales, y que les han permitido calibrar la distribución numérica de los fenómenos socioculturales estudiados (hechos, opiniones, conocimientos, etc.) dentro de poblaciones más o menos amplias. Pero aun más significativo es, para mí, que no hayan rehusado tampoco emplear con fines cuantitativos las técnicas tradicionales de la disciplina, incluyendo la propia observación participante. Así, en los estudios sobre el parentesco, se ha recurrido a menudo a la encuesta genealógica para medir el grado con que aparece, en una zona o en un colectivo concretos, una cierta modalidad de matrimonio, un cierto tipo de residencia postnupcial o una cierta forma de transmisión hereditaria; es más, tales mediaciones han llevado a poner de manifiesto que, a pesar de la presencia de «pautas ideales» como las referidas por Lewis, se detectan relevantes diferencias de comportamiento en función, por ejemplo, del status socioeconómico de los individuos y/o de las familias investigadas, unas diferencias que han demandado interpretaciones novedosas cuando los modelos teóricos preexistentes no han sido capaces de dar cuenta de ellas. Por otro lado, conviene recordar que Clyde Mitchell (1969), uno de los creadores del método de redes en antropología, propuso someter los datos producidos mediante el mismo a un análisis tanto cuantitativo como cualitativo, para lo cual importó desde las matemáticas la teoría de los grafos para la medición de los aspectos morfológicos de las redes sociales, tales como la densidad, la centralidad global o el rango que los diferentes individuos adquieren en su interior; de hecho, la célebre tesis de Elizabeth Bott sobre la correlación directa entre el grado de separación de los roles sexuales en los matrimonios londinenses y la densidad de sus redes personales, aunque publicada bastante antes que la propuesta de Mitchell, contiene ya ese concepto cuantitativo, si bien -según ella misma confiesa- empezó utilizándolo intuitivamente y bajo el nombre de interconectividad. En cuanto a la observación participante, Juan Gamella (1993) ha defendido no hace mucho la idea de que constituye un método adecuado para la cuantificación de comportamientos en poblaciones relativamente inaccesibles o 'secretas' (9), como sucede, por ejemplo, cuando se estudia la extensión del consumo de drogas ilícitas y sus consecuencias sociales, pues los datos provenientes de las fuentes disponibles, como los derivados de las encuestas por cuestionario o los que registran las instituciones asistenciales, policiales y legales que entran en contacto con los drogodependientes, presentan sesgos inherentes a las propias fuentes: la primera tiene el inconveniente de que tales poblaciones evidencian problemas de accesibilidad, que se agravan porque su número entre el total de los encuestados suele ser tan pequeño que los resultados se ven sensiblemente afectados por los errores de muestreo; y la segunda topa con la dificultad de que no recoge las poblaciones 'ocultas', esto es, aquellas que no han entrado en contacto con dichas instituciones. Por todo ello, Gamella concluye que la observación participante permite «hoy obtener muestras más completas y exhaustivas a nivel comunitario que ningún otro método y, por lo tanto, puede contribuir a alcanzar una comprensión y explotación más acertada de los datos disponibles y de sus interrelaciones» (1993: 61), como avala su propio estudio sobre los heroinómanos de un barrio del norte de Madrid. Con todo, no niego que los antropólogos -al igual que otros científicos sociales- han mostrado a menudo un gran recelo frente a los instrumentos estandarizados de investigación, que constituyen un prerrequisito para la aplicación de buena parte de las técnicas cuantitativas, como las encuestas por cuestionario o los test psicológicos. Han alegado, por un lado, que tales instrumentos dan por supuestos prematuramente los modos en que los encuestados entienden los significados de las preguntas y, por otro lado, cuestionan que se pueda ofrecer como resultados de una investigación una serie de números descarnados (ya sean porcentajes, proporciones, tasas, índices de correlación o tablas de contingencias) que son incapaces de reflejar la estructura compleja y dialéctica de la realidad sociocultural. Sin embargo, estos argumentos, siendo ciertos, no pueden justificar que se abandone el interés por las técnicas cuantitativas y, en general, por la cuantificación. En primer lugar, porque no son escollos insalvables si se tiene en cuenta, como se ha repetido, que los etnógrafos los emplean en combinación con otros técnicas que brindan recursos para subsanar algunas de sus deficiencias. Y, en segundo lugar, porque, de no concederles un voto de confianza, nos privaríamos de la posibilidad de percibir una vertiente más, una faceta más, de los fenómenos investigados: la manera en que se distribuyen las variaciones en las costumbres y en los comportamientos verbales y no-verbales, tal como nos decía asimismo Oscar Lewis en la cita precedente. En cuanto a lo primero, una forma de hacer frente a la cuestión consiste -como es sabido- en no confeccionar los cuestionarios hasta después de haber realizado suficiente trabajo de campo como para asegurar su validez, esto es, hasta después de haber tenido una intensa interacción con los actores sociales, participando y observándolos en tantos ambientes como sea preciso; de tal manera que podamos no sólo formular las preguntas a partir de sus propios marcos de significado, sino obtener claves culturales para comprender posteriormente sus respuestas, sus no-respuestas y/o la ambigüedad de las mismas. Esto es lo que Hymes [1993 (1982): 183] afirma que suelen hacer los etnógrafos, y lo que Schuman (1982: 23) considera la esencia del tratamiento 'científico' de las encuestas, esto es, de aquél que no cae «en la trampa de su instrumental analítico». Bien es cierto que, aunque se intente adecuar las preguntas a los significados de los sujetos investigados, no existen -utilizando una expresión de Bourdieu [1990 (1973): 242]- preguntas 'omnibus', que no se reinterpreten en función de los intereses de las personas a quienes se les hace; unos intereses que es probable que cambien dependiendo de factores como la edad, el género, el lugar, la profesión, la condición socioeconómica o la clase. Es imperativo, entonces, interrogarse sobre qué preguntas creyeron contestar (o no contestaron) las diferentes categorías de personas, así como tratar de conocer, mediante las diferentes fuentes de información que brinda la etnografía, el ethos de género, lugar, profesión y/ o clase social desde el cual se han reinterpretado. Así, los resultados de una encuesta, en lugar de presentarse como el colofón de un proceso de investigación, se convierten en el punto de partida de indagaciones sobre nuevos problemas que hay que comprender y/o explicar, y que, de no haberse producido aquellos datos, tal vez no se habrían detectado o no se habrían considerado relevantes. «Hay quienes hacen encuestas como meros contables: sacan números y luego, como análisis, traducen esos números en palabras» -increpaba Jesús Ibáñez en un artículo de El País de 23 de junio de 1988-, pero hay otros que buscan el sentido que los números encierran. Es decir, que las técnicas cuantitativas son un recurso más en manos del etnógrafo para estimular su ars inveniendi (10), puesto que de igual manera que -como he indicado más atrás- la combinación de técnicas cualitativas como la entrevista, los grupos de discusión, las redes sociales y/o la observación participante pueden instrumentalizarse para la puesta a prueba de teorías, las técnicas cuantitativas pueden servir como acicate para el descubrimiento de las mismas. No es lo mismo saber -tomando de nuevo como ejemplo los estudios de parentesco, en esta ocasión el realizado por Dolors Comas [1994 (1980): 104] en Echo y Ansó- que las familias de estos municipios pirenaicos suelen elegir como heredero universal al primogénito varón, que enterarse de que esto ocurre en el 53% de las familias muy ricas, el 71% de las ricas, el 43% de las «medianas», el 48% de las pobres y el 44% de las muy pobres (11), pues estos simples porcentajes inducen a preguntas [¿por qué son las familias ricas y muy ricas las que 'cumplen' con mayor rigor la pauta hereditaria?, ¿en qué ocasiones no hereda el primogénito varón?, ¿qué razones se dan para ello?, ¿son las mismas en todos los estratos sociales?, ¿variará la frecuencia de esa pauta en función de otras 'variables', aparte de la condición socioeconómica de las familias?] que van a requerir más información y una teoría capaz de establecer su sentido. Si esto es así en el caso de las encuestas, ya se trate de las genealógicas o de las realizadas mediante cuestionarios, lo propio cabe predicarse de otras técnicas cuantitativas que el etnógrafo se presta a utilizar para proveerse de 'datos en busca de una interpretación'; como sucede, p. e., con el análisis cuantitativo de contenido o con el análisis cuantitativo de redes sociales. En antropología social, a pesar del mayor énfasis puesto en la investigación cualitativa, la distinción entre lo cualitativo y lo cuantitativo no se ha planteado todavía en términos de 'paradigmas' mutuamente excluyentes como, por el contrario, ha ocurrido en otras ciencias sociales cercanas (vide, v. g., las obras de Patton 1990 o de Guba y Lincoln 1994), quizá debido a que para la tradición antropológica -como aducen Velasco et alii (1993: 203)- «es difícil asumir una única vía en la recogida y la interpretación de la información», o tal vez porque el proceso etnográfico establece un contexto de investigación idóneo para explotar todo el potencial intrínseco de los datos de una u otra índole, con tal de que el etnógrafo se sepa encarar a ellos con las disposiciones adecuadas. Uno de los elementos centrales de ese contexto es -como se ha insistido más atrás- la triangulación de técnicas de producción y de tratamiento de los datos, pero cabe enumerar otros igualmente importantes que suelen estar presentes en él, tales como la microobservación de escenarios unida a un interés holístico, la atención prestada tanto a los aspectos cotidianos como a los aspectos extraordinarios de la vida de los sujetos investigados, su naturaleza de feedback, esto es, el hecho de que sea un proceso que se autocorrige a partir de la concatenación constante de las interpretaciones adelantadas con el material empírico al que se va accediendo paulatinamente, la coincidencia en un mismo individuo -el etnógrafo- de las funciones de producción y análisis de la información, su desempeño de un rol de observador participante o -para terminar con la enumeración- su permanencia directa y prolongada en el campo. Uno de los rasgos que marca la etnografía es, sin duda, la presencia inmediata del investigador en el campo de estudio. Una presencia que -como mantiene Stocking 1993: 60)- se erige como el cambio fundamental que Malinowski introdujo en la forma de concebir y de practicar la investigación antropológica, y sobre la que descansa en buena medida la alquimia que convirtió 'el trabajo de campo malinowskiano' en algo más que en la ejecución del programa metodológico que su maestro, Rivers, plasmó en las nuevas Notes and queries. Hay que tener en cuenta que esa presencia entraña una transformación no sólo del «locus primario de la investigación», es decir, el conocido paso desde 'la veranda de la misión' (o de 'la cubierta del barco') al 'centro mismo del poblado', sino también de la propia concepción del rol del investigador, que va a trocar ahora su papel de 'inquisidor' por el de 'participante de algún modo' en la vida de las gentes que investiga (12).
Insisto en este punto no sólo porque la presencia inmediata del investigador permite recoger información sobre «los -también malinowskianos- imponderables de la vida real y el comportamiento diario», lo que -como Wilcox- estimo importante, sino principalmente porque establece, junto a la prolongación en el tiempo de esa presencia y la conjunción en una misma persona de las funciones de producción y análisis de los datos, las condiciones materiales de posibilidad de la investigación etnográfica, de tal modo que sin ellas difícilmente podrían darse la mayoría de sus otras características metodológicas. Unas características metodológicas que a menudo se olvidan debido, en parte, a la propensión que tenemos los antropólogos a resaltar en demasía los efectos del trabajo etnográfico en nuestra vida privada y pública, esto es, las experiencias personales derivadas de permanecer durante un largo periodo en el campo y sin encuestadores o entrevistadores que se encarguen de la 'faena pesada'. Y tanto es así que, por ejemplo, algunas personas suelen extraer la conclusión de que la etnografía es dura, incómoda en exceso, una fuente imparable de problemas y malentendidos con las autoridades, las burocracias, los informantes e, incluso, los animales que pululan por las aldeas, que la estancia en el lugar para lo único que sirve es para que el etnógrafo pueda ser presa de enfermedades innombrales y de frecuentes crisis de soledad y melancolía...; en suma, que si emprende ese viaje es o bien porque le gusta la aventura o porque no puede remediar sus inclinaciones masoquistas. Esta es la imagen que, para traer un caso, se formaron mis alumnos de tercero de sociología después de que, el curso pasado, hubieran oído la conferencia de una antropóloga que estaba realizando trabajo de campo en Perú. En la clase siguiente me lanzaron preguntas del siguiente tenor: ¿por qué el antropólogo sigue investigando si lo pasa tan mal?», «¿por qué la Universidad no manda cartas a las autoridades para que lo traten mejor y se crean las intenciones con que va allí?» o «¿por qué no va acompañado de otras personas en vez de ir solo?» Empecé respondiéndoles que el trabajo de campo antropológico también tiene cosas positivas, es fuente asimismo de satisfacciones y una excelente escuela de aprendizaje, pues da la oportunidad de conocer a fondo a gente muy variada, de sentir en la propia piel y, por tanto, con viveza los problemas que se estudian...; que siempre se hacen amigos, que también hay ocasiones en que 'se pasa bien' o que los malentendidos terminan por aclararse; es decir, que, en un principio, seguí centrando las razones en cuestiones de índole personal, si bien de signo inverso. La insuficiencia de la respuesta me la hizo ver una alumna al objetar: «Pero ¡para eso no hace falta ir a investigar!» Y, efectivamente, para tener esas vivencias no es preciso emprender un proceso de investigación que implica un largo e intenso contacto personal con los sujetos estudiados, que es lo que se supone que es la etnografía. Entonces, ¿para qué investigar en esas condiciones? En mi opinión, por las consecuencias metodológicas que se originan en ellas, por las posibilidades que brindan de llevar a cabo un acercamiento a la realidad sociocultural que los antropólogos consideran más ajustado para captar su naturaleza sui generis. Es verdad -como afirma Wolcott (1993: 128-129)- que «permanecer mucho tiempo haciendo un trabajo de campo no produce, en y por sí mismo, una mejor etnografía, y no asegura de ninguna manera que el producto final será etnográfico», como igualmente lo es que resulta complicado determinar cuál es el periodo en que es necesario 'estar allí', pero -como Ogbu (1993: 148-149) o Teresa San Román (1996: 171)- no oculto tampoco mi desconfianza hacia investigaciones que duran unos pocos meses o un par de semanas, sobre todo si no se está familiarizado con el grupo y/o con el tema investigado. El tiempo es uno de los diversos requisitos indispensables pero no suficientes: con sólo él no se hace etnografía, pero sin él no puede hacerse, precisamente porque -como he dicho antes- delimita, junto con la permanencia inmediata y la negativa a separar las figuras de trabajador de campo y analista, sus condiciones materiales de posibilidad. Son ellas las que permiten que las interpretaciones/explicaciones que se van avanzando puedan ser modificadas sobre el terreno conforme se va entrando en contacto con los datos, que el investigador observe los cambios que sufren las prácticas sociales en función de las variaciones situacionales cotidianas, que los comportamientos en situación de entrevista y/o encuesta puedan ser cotejados con los que acaecen en situación 'natural', e incluso que la cuestión del acceso a la información adquiera matices peculiares. No cabe duda de
que
el acceso a la información
y a los escenarios constituye uno de los mayores problemas de cualquier
investigador, pero más en el caso del etnógrafo que busca
no sólo consultar documentos o que los informantes le cuenten
cosas,
y con la mayor profundidad posible, sino estar presente en ellas con el
fin de poder observarlas directamente. Y el asunto se complica si se
tiene
en cuenta que la consecución del acceso no termina con lograr o
poseer un permiso para llevar a cabo la investigación, sino que
este permiso es sólo el inicio de un continuo proceso de
negociación
para acceder a cada lugar y a cada informante que interese para los
fines
de la misma. Es más, cada escenario va a admitir unos
comportamientos
distintos por parte del etnógrafo, así como la
obtención
de la información va a exigirle unas estrategias diferentes
según
sea el grado de privacidad que socialmente se le asigna. Todo
etnógrafo
sabe que no es lo mismo solicitar una entrevista para hablar sobre
conflictos
de herencia que sobre las fiestas populares, sobre las relaciones
sexuales
de pareja que sobre las aficiones literarias; del mismo modo que no
ignora
o no debería ignorar que algunos lugares no toleran la presencia
de personas con determinadas características de género,
edad
o nacionalidad, que otros requieren inexorablemente la adopción
de un cierto tipo de papel social o que, en otros (como en los modernos
espacios de tránsito), la presencia física del
investigador
no representa en sí ninguna dificultad, mientras que sí
la
representa su actividad indagadora. Ahora bien, hay que traer a
colación
que, si bien la etnografía -como he dicho- impone al
investigador
retos difíciles con relación al acceso, también le
provee de oportunidades para alcanzarlo, ya que la permanencia
inmediata
en el campo y la participación más o menos activa en la
vida
de los colectivos estudiados le abre puertas cerradas a otros: no se
tiene
la misma probabilidad de llevar a cabo una entrevista, de reunir a
gente
para un grupo de discusión, de que se responda a un cuestionario
o de poder observar presencialmente determinadas escenas, si algo de
esto
es solicitado por un entero desconocido que si es pedido por alguien
del
que se sabe con antelación quién es, donde vive y
qué
pretensiones tiene realmente, entre otros motivos, porque resulta
bastante
más difícil darle una negativa a su solicitud. IV: Las técnicas de investigación como situaciones sociales que el investigador crea (o aprovecha) para los objetivos de la investigación Las técnicas más utilizadas en antropología social son el análisis documental, la observación participante, las entrevistas individuales y grupales, el método biográfico, el método genealógico y de redes (13) y las técnicas de análisis del discurso. A esta nómina se podría agregar -sin duda- otras, como las que aparecen, p. e., en el cuadro que se presenta en la página siguiente, que a veces -como he indicado anteriormente- son manejadas por los antropólogos cuando sus objetos de estudio lo precisan y/o lo aceptan, pero que no voy a tratar aquí. En los apartados precedentes, aunque se ha hecho hincapié en 'la mirada' desde la cual se aplican los instrumentos de investigación en antropología social, así como en el proceso etnográfico dentro del cual se insertan, tampoco se han dejado de hacer alusiones a la manera en que pienso que deben ser abordadas las diferentes técnicas: reconociendo su carácter interdisciplinar, considerándolas situaciones sociales que el investigador crea (y/o aprovecha) para los propósitos de la investigación, abogando por una combinación de las mismas capaz de desvelar aspectos diversos de un mismo fenómeno sociocultural, enfocándolas como herramientas polivalentes que -dentro de los límites marcados por su propia idiosincrasia- pueden destinarse a conseguir objetivos de investigación distintos, teniendo en cuenta la clase de datos que pueden ser producidos por cada una, y sirviéndose de ellas en unas condiciones en que se les pueda extraer sus máximas potencialidades. Aunque sea de una manera forzosamente resumida y limitando mis comentarios a sólo un par de casos, voy a detenerme ahora a exponer algunos de esos pormenores, empezando por retomar ciertas cosas ya dichas sobre los grupos de discusión. Éstos -como comenté más atrás- permiten conocer cómo son (en cuanto a estructura y a contenido) y cómo se originan interactivamente las representaciones sociales sobre un asunto propuesto por el investigador; unas representaciones que tienden a concordar -como también sugerí- con las que son predominantes en los sectores socioculturales de los que forman parte los que participan en ellos (las de su clase social, su género, su etnia, su profesión, etc.). De este modo, son especialmente útiles cuando existen representaciones divergentes o, al menos, diferentes en torno a un mismo tema, y se busca estudiar -dentro de una situación controlada- a qué sectores corresponden, de qué modo se configuran dialécticamente entre sí y cuáles son las líneas de consenso que se insinúan. Los grupos de discusión no hacen sino reflejar una sociedad y una historia; y tanto es así que cuando una determinada representación ha conseguido hacerse general a todos o a casi todos los sectores de la sociedad (como ocurre actualmente en España con las que se refieren al sida o al consumo de drogas, debido -entre otras cosas- a la influencia machacona y homogeneizante de los mass media), los participantes en una sesión de este tipo no tienen pronto apenas nada que discutir, el ambiente se llena de silencios al cabo de poco rato de haber comenzado y las opiniones enseguida se acomodan a la que estaba ya consensuada de antemano por tratarse de la única que goza de 'autoridad' y/o de la única que es 'admisible'. Fernando Conde, un investigador del CIMOP (14), en una conferencia que tuve la oportunidad de oírle hace unos años, se sirvió de una metáfora que valoro como bastante ilustrativa de lo que quiero expresar. En su opinión, los discursos pueden compararse a la lava de un volcán: empiezan siendo lábiles, móviles, con rumbos cambiantes, cálidos, como la lava recién expulsada del cráter, y terminan -sin embargo- siendo pétreos, inermes, fijos, fríos, como cuando aquélla llega a orillas del mar convertida en arena, momento en el que ya puede ser contabilizada o numerada pero ha perdido irremisiblemente la posibilidad de moverse por sí misma. El proceso de cristalización o de vitrificación de la lava es equiparable, así, al proceso de consensuación/generalización que sufren habitualmente los discursos sociales, de tal manera que, en algunos casos, las entrevistas grupales (aunque se diversifiquen los componentes de las que se diseñen) poco más revelan de lo que ya cabe saber a través de los medios de comunicación de masas y/o de los sondeos de opinión. Ello no significa, desde luego, que en tales circunstancias no puedan realizarse grupos de discusión, la cuestión está en preguntarse si tiene sentido llevarlos a cabo, pues en ellas no encuentran sus mejores condiciones de rendimiento. Pero si los grupos de discusión posibilitan conocer el contenido, la estructura y el proceso en que se construyen socialmente las representaciones sociales, ¿qué ocurre con las entrevistas individuales? Si se acepta la idea wittgensteiniana de que toda subjetividad es social, no hay ningún inconveniente en recurrir asimismo a ellas para recoger esas representaciones (15), que además es muy probable que aparezcan entreveradas de confesiones intimistas, así como de unas matizaciones y de unos disensos que difícilmente emergerían en una situación grupal. Ahora bien, hay que tener en cuenta que las entrevistas individuales dan acceso a una información que se halla contenida en la biografía del entrevistado, que ha sido interpretada por él y que será proporcionada, por tanto, con una orientación e interpretación específicas, de modo que -como dice Alonso (1994)- alcanzan su mayor rentabilidad cuando se dirigen a obtener datos sobre cómo los sujetos reconstruyen el sistema de representaciones sociales en sus prácticas particulares; y, en este caso, aquellas interpretaciones, orientaciones o deformaciones son más significativas que la propia 'información'. No obstante, esto es así en tanto en cuanto interese estudiar los discursos en sí mismos, y no la información que contienen, pero hay ocasiones en que ésta y su fiabilidad son igualmente relevantes, sobre todo cuando se busca reconstruir unos acontecimientos o unos sucesos que no pueden ser observados directa o documentalmente por parte del investigador. En resumidas cuentas, considero que los discursos (ya sean fruto de grupos focalizados, de entrevistas individuales y/o escuchados en conversaciones cotidianas mientras se ejerce el rol de observador participante) pueden ser objeto de múltiples usos en la investigación, puesto que múltiples son las dimensiones desde las cuales pueden ser contemplados: un discurso siempre hace referencia a una determinada realidad por muy 'distorsionadamente' que lo haga (dimensión referencial), pero también expresa una subjetividad y una praxis sociohistórica de la que es producto (dimensión expresiva), así como puede producir los propios hechos que enuncia o predisposiciones para actuar de acuerdo con lo enunciado (dimensión pragmática). Centrarse en la dimensión referencial del habla es algo a lo que a veces, como reconocen -entre otros- Taylor y Bogdan (1992: 104-108) o García (1996:11-17), se está obligado cuando 'las descripciones objetivas' que se buscan no pueden ser observadas de otro modo que a través de lo que se habla sobre ellas, bien sea «porque el trabajo de campo es corto, bien porque se trata de comportamientos menos públicos o simplemente porque son hechos de un pasado próximo o lejano». Sin embargo, el investigador no puede pasar por alto que, incluso en este caso, los discursos han sido interpretados por personas que ocupan determinadas posiciones sociales, y que se han producido en unos contextos interaccionales y estructurales específicos. Todo lo cual influye no sólo en la perspectiva desde la cual hablan, sino también en el tipo de información que pueden dar, ya que -por ejemplo- aquellas posiciones condicionan lo que logran saber y de qué manera (de primera mano, de oídas y/o a través de los medios de comunicación de masas), de la misma forma que los contextos tienen incidencia en lo que se dice y no se dice. Nadel reconoce cosas de este género, aunque fijándose en un aspecto diferente de las mismas, en el párrafo que se reproduce a continuación:
Es cierto que el ser conscientes de todas estas 'interferencias' no nos ofrece ninguna garantía de conseguir neutralizarlas, pues no se dispone de medios para desnudar los discursos de sus 'sesgos'. Con todo, se puede acudir a algunas ideas de carácter práctico para intentar acercarse a unas descripciones lo más objetivas posibles, como aquélla que se fundamente en el presupuesto de que las coincidencias en los datos que brindan varias personas constituyen un indicio de que 'las cosas ocurrieron tal como se cuentan'. Un presupuesto que, si bien es discutible, está en la base de la triangulación de informantes y de fuentes cuando no se tiene más remedio que orientar el discurso al conocimiento de factualidades. Una 'triangulación' que aquí hace las veces de instrumento de 'control' de la veracidad de la información y, por tanto, cumple una función muy distinta de la que desempeña cuando los discursos se quieren encarar como conducta en sí misma, como acción discursiva, esto es, en sus dimensiones expresiva y/o pragmática. En este último caso, las interpretaciones no son tenidas por 'distorsiones' o 'deformaciones', sino por lo que se quiere estudiar, por el propio objeto de estudio, de suerte que la diversificación de informantes se orienta, en cambio, a descubrir el universo del discurso, es decir, el conjunto de hablas sobre un mismo asunto dentro del cual cada una de ellas adquiere su sentido y su estructura. De igual modo, nos encontramos con que, en el primer caso, la moderación tanto de una entrevista individual como de una grupal exige un grado de directividad mucho mayor que el que establecen las reglas habituales para la entrevista semidirectiva y/o los grupos de discusión, que han sido enunciadas sobre todo pensando en el segundo. No cabe duda que, cuando se aspira a reconstruir unos hechos o unos acontecimientos, el investigador tiene que hacer preguntas 'directivas' dirigidas a cerciorarse de la veracidad de lo que se dice, así como pedir que se detallen ciertos aspectos que ayuden a reconstruirlos. En suma, que hasta las propias maneras de interrogar deben adaptarse estratégicamente a los objetivos de la investigación, toda vez que tampoco hay pautas universales válidas para todas las circunstancias. Con lo anterior no he pretendido asegurar -desde luego- que no existan pautas y que, por consiguiente, no haya que tener en cuenta las que han sido propuestas para la puesta en marcha de las diferentes técnicas de investigación, ya sean de producción, de registro, de organización o de análisis de los datos, sino simplemente poner de manifiesto que cada serie de pautas es apropiada para conseguir unos objetivos distintos y que, por consiguiente, hay que pararse antes a pensar si son las adecuadas para los que cada uno se ha marcado. Pautas se han fijado incluso para la observación participante, en un intento de romper con la imagen -errónea, a mi parecer- de que es una técnica fácil, de que no requiere sino intuición y mirar alrededor del modo en que se hace en la vida diaria. El quid de la cuestión está, entonces, en saber si todo el mundo se ha formado su 'intuición' y 'mira alrededor' de la misma forma, con las mismas pautas. Sin duda, no se pueden establecer separaciones tajantes entre la observación participante y la observación ordinaria, puesto que no las hay, como tampoco las hay entre una reunión, p. e., de los miembros de una asociación y un grupo de discusión donde se discurra sobre parecido tema, o entre una entrevista semidirectiva y la de un católico con su confesor o la de un cliente con su abogado; no obstante, sí se detecta entre ellas una diferencia significativa: sus propósitos divergentes, que son de investigación sociocultural en la observación participante y no así en la observación ordinaria. Por ello es por lo que Spradley (1980: 54-58) considera que el observador participante sigue unas normas que transforman su observación en algo distinto de la realizada por un observador ordinario, en primer lugar, porque -en su opinión- él «no baja la guardia» dando las cosas por supuesto; en segundo lugar, porque presta atención a los aspectos culturales tácitos de una situación social dada; en tercer lugar, porque tiene «una experiencia desde dentro y desde fuera» de tal situación por su doble condición de participante y de observador, es decir, porque enriquece sus datos con estrategias tanto de aproximación como de distanciamiento; y, en cuarto lugar, porque efectúa un registro sistemático de los mismos, tratando de no mezclar en su diario de campo -añadiría yo- las observaciones con las inferencias que extrae a partir de ellas. Se trata, así, de unas pautas -muy generales, eso sí- que se dirían dictadas por lo que en páginas anteriores se ha calificado de 'mirada antropológica', para cuyo seguimiento -además- se debe tener una sensibilidad que necesita ser formada y que, por tanto, no todo el mundo posee. Pero había empezado este apartado hablando, no de las pautas o de las normas de procedimiento que requieren las técnicas de investigación, sino de la naturaleza de los datos que cada una de ellas produce, así como de las circunstancias en que alcanzan sus mayores potencialidades metodológicas; y discurriendo sobre esto mismo quiero también darlo por acabado. Había indicado, igualmente, que las técnicas cualitativas de producción/análisis del discurso, tales como los grupos de discusión o las entrevistas en profundidad, dan la oportunidad de acceder al contenido y a la estructura de las diversas hablas en torno a un cierto asunto, pero que indefectiblemente quedan encuadradas dentro del ámbito de 'lo que se dice' o de 'lo que se dice que se hace'. Frente a ello, la observación participante da pie para explorar las complejas relaciones que se establecen entre 'lo que se dice', 'lo que se dice que se hace' y 'lo que en realidad se hace', permitiendo -además- observar los ambientes naturales donde acaecen los comportamientos, sin quebrantar tampoco su propia estructura. Y las técnicas cuantitativas, por su parte, obligan a prescindir de ésta, que desaparece detrás de los indicadores y de las preguntas estandarizadas que el investigador se ve obligado a imponer, a cambio de poder contabilizar la distribución de los fenómenos estudiados según distintos factores que se estiman relevantes. Por otro lado, el método biográfico es especialmente idóneo, bajo mi punto de vista, cuando se trata de conocer las condiciones de vida en que se han ido gestando las representaciones sociales y/o las prácticas individuales de un determinado sector poblacional; del mismo modo que el método de redes logra su plenitud cuando se dirige a explicar la conducta de las personas como consecuencia de su participación en relaciones sociales estructuradas, pues no en vano esa participación, o esa pertenencia a unas redes relacionales concretas, puede afectar a sus percepciones, creencias y acciones. Es verdad, como intenté asimismo poner de relieve, que las técnicas son polifuncionales y que, por tanto, si se ponen las debidas precauciones y si no se violenta el carácter de los datos que generan, son susceptibles de ser orientadas a lograr otros tipos de información. Sin embargo, lo que busco resaltar ahora no es esto, sino el hecho de que el investigador debe vigilar la congruencia entre las características de su objeto de investigación (y, en general, del marco teórico y metodológico de la misma) y las cualidades de los datos que son producidos por cada una de las técnicas de las que se sirve para su estudio. Con el fin de ilustrar -aunque sólo sea- una parte de todo ello, voy a sacar a colación algunos 'fallos' cometidos por dos investigaciones antropológicas que, por diferentes razones, me ha tocado valorar en los últimos años junto a otros antropólogos; el nombre de cuyos autores no desvelaré aquí, sobre todo porque se trata de trabajos que aun no han sido publicados. El primero es una investigación en torno a los modelos culturales sobre la juventud que son manejados por un determinado sector poblacional; y no hay corriente teórica en la antropología que, al menos, no esté de acuerdo en que el mismo concepto de 'modelos culturales' entraña ya la existencia, no sólo de unos contenidos, sino también de unas estructuras específicas. Pues bien, en el trabajo al que me refiero, el único material empírico que se aporta para desvelarlos consiste en los resultados de una encuesta por cuestionario que se había pasado al universo de estudio, con lo cual surge una duda razonable sobre si se había estudiado realmente lo que se creía haber estado estudiando o si, por el contrario, los 'modelos culturales' sobre la juventud habían escapado indefectiblemente al punto de mira del investigador al imponerles, a través del cuestionario, una estructura que no era la suya. En cuanto al segundo trabajo, se trata de una investigación sobre las estrategias desplegadas por los grupos domésticos hortofrutícolas de una cierta zona de España que autocomercializan sus productos. En ella, uno de los principales problemas que se aprecian, en lo que atañe en concreto al abordaje de las estrategias hereditarias, es que se recurre a una técnica y a una fuente, el análisis documental de los protocolos notariales, que no permiten atribuir los datos recopilados a la población a la que -en este caso- se afirma estar estudiando; o, dicho con otras palabras, los documentos consultados en los archivos notariales no dan facilidades para que se sepa si los firmantes de un testamento y/o de unas capitulaciones matrimoniales -por ejemplo- son, en primer lugar, horticultores y, en segundo lugar, si autocomercializan o no los frutos de la huerta, porque es una información que generalmente no aparece en ellos, con lo cual es también discutible que las estrategias hereditarias que se pueden descubrir a partir de dichos documentos sean las propias de la población que se ha delimitado como campo de la investigación. Quiebras de esta u otra índole invalidan a menudo una labor investigadora en la que, a veces, se ha invertido mucho tiempo y mucho esfuerzo, motivo por el cual uno de los quehaceres de cualquier investigador debería consistir en adquirir el hábito de meditar sobre la naturaleza, posibilidades y limitaciones de cada una de las técnicas de investigación a las que pueda echar mano, así como sobre la necesidad de cuidar la coherencia entre éstas y el marco teórico-metodológico de las investigaciones que emprenda. Sin olvidar, por
supuesto, -como he subrayado
a lo largo de todo este escrito- que todo ello debe hacerse teniendo en
cuenta que cualquier técnica a la que se recurra adquiere
características
distintivas desde el momento en que su uso se enfoca desde una 'mirada
antropologócia' y se inserta dentro de un proceso
etnográfico.
Notas 1. A la que podría añadirse nombres de conocidos politólogos, como Aaron Wildansky, o de historiadores sociales, como Thompson. 2. Véase en la siguiente cita: «Este punto de vista nos da pie aquí para llamar la atención sobre la necesidad de reflexionar sobre la observación participante, desde la sociología. Estamos de acuerdo (menos en lo de 'inevitablemente') con Gutiérrez y Delgado (1994a: 143) en que 'la observación participante está inevitablemente asociada a la práctica investigadora de los antropólogos sociales y culturales'. Ello es evitable, al menos en parte y pensando sobre todo en las nuevas generaciones de sociólogos, politólogos, etc., si se barajan ejemplos sociológicos de utilización de la técnica de la observación participante» (Valles 1997: 145). 3. Lo que he tratado en otro lugar (Jociles 1995), por lo que no voy a extenderme más ello. 4. Luis Enrique Alonso (1998: 16 y ss), de quien tomo algunas expresiones, acude también a esta distinción de Wilden con la intención de justificar las razones por las que un libro como el suyo, que se titula La mirada cualitativa en sociología, no se ocupa de métodos y técnicas, sino que se sitúa «en un espacio previo al del método». 5. Un ejemplo palpable lo hallamos en los trabajos (mayoritariamente etnográficos) del Center for Contemporary Cultural Studies, de Birmingham, firmados por nombres como Stuart Hall, Richard Hoggart, Raymon Williams o E. P. Tompson. 6. Una redefinición que no difiere en exceso de la formulada bastantes años antes por Marcel Mauss(1924) bajo la expresión de «hecho social total». 7. Recuerdo especialmente el caso de un alumno del curso 95-96 por el sentido del humor del que hizo gala al exponer la idea en clase. Estaba tan persuadido de que el cometido de un antropólogo había estribado en rescatar del olvido y del desconocimiento elementos culturales «en peligro de extinción», que -en su opinión- las mismas «normas etnográficas» no eran otra cosa que la traducción a lenguaje científico de un conjunto de refranes y adagios populares ya casi olvidados: la preparación previa de la investigación equivalía, para él, al hombre prevenido vale por dos; la negativa a dejar el análisis de los datos para una etapa posterior al trabajo de campo era ni más ni menos que el no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy; el dos ojos ven más que uno se reflejaba, a su parecer, en la combinación de técnicas de investigación; y lo de adecuar el propio comportamiento a las costumbres del lugar no entrañaba más misterio que el allí donde fueres haz lo que vieres. 8. Un ejemplo clásico de esto último lo brinda la investigación que llevó a cabo Richard LaPierre en la década de los 30 sobre las actitudes racistas de los norteamericanos. LaPierre -como refieren Taylor y Bogdan (1986: 107)- comenzó por acompañar personalmente a una pareja de chinos a 251 restaurantes y hoteles del territorio estadounidense, en uno sólo de los cuales rehusaron albergarlos; sin embargo, al cabo de unos meses, después de haber enviado un cuestionario a esos mismos establecimientos hoteleros preguntando si aceptarían o no a individuos de raza china, se encontró con la sorpresa de que, de los 128 que le contestaron, únicamente uno respondió diciendo que los admitiría. 9. Gamella habla -en realidad- de método etnográfico, pero por su forma de concebirlo deduzco que se refiere a lo que yo denomino aquí observación participante: «el estudio observacional e intensivo de procesos a nivel local mediante una estrecha interacción con los sujetos estudiados, a los que se observa en su entorno natural y en su lengua vernácula» (1993: 66). 10. Y no sólo su ars probandi, que es la función que generalmente se les asigna, tal como se desprende, por ejemplo, de las siguientes palabras de Elizabeth Bott: «Se trata de un método bastante diferente del que consiste en empezar con la formulación de una hipótesis que luego hay que validar. Creo que hay que utilizar ambos métodos: primero, el cualitativo; luego el cuantitativo; a continuación, otra vez el cualitativo, hasta que las cosas estén formuladas claramente... En teoría, tal estudio cualitativo debería conducir a hipótesis contrastables. La misma persona que elaboró las hipótesis cualitativas y los conceptos correspondientes debería, en lo posible, elaborar también los métodos para cuantificar tales conceptos» [1990 (1975): 354]. 11. Los porcentajes los he hallado a partir de los datos absolutos que proporciona la citada autora. 12. Una transformación que -como también señala Stocking (1993: 66)- precisa asimismo de un cambio de orientación teórica, pues «para alcanzar [lo que antes era] la meta de la antropología, es decir, la historia de la humanidad..., el bullicio de la actividad del poblado sólo podría tener un interés mediato, y no un interés intrínseco». 13. Hay discusiones sobre si las biografías, las genealogías y/o las redes, p. e., son técnicas o métodos. No voy a entrar en ellas, primero, porque me cuesta decantarme por alguno de tales posicionamientos y, segundo, porque lo que creo importante es hacerse con un bagaje de procedimientos de investigación, sean cuales sean, al que se pueda recurrir en las investigaciones que se emprendan. 14. Siglas de una empresa de estudios sociales, que corresponden a «Comunicación, Imagen y Opinión Pública». 15. En lo que se
refiere
a su contenido y estructura, no así al proceso interactivo
dentro
del cual se construyen. Bibliografía Alonso, L. E. Augé, M. Balán, J. (comp.) Barrera, Andrés Berreman, G. D. Bourdieu, P. (J.-C. Chamboredon
y
J.-C. Passeron) Bourdieu, P.ç Castillo, Juan José Comas, D. Comelles, Josep Maria Frigolé, J. Gamella, Juan F. García, José Luis Geertz, C. Guba, E. G. y Y. S. Lincoln Hammersley, M. y P. Atkinson Hymes, D. Jullien, F. Kaplan, D. y R. A. Manners Kessing, R. M. Lewis, O. Lisón, C. Llobera, J. R. Mair, L. Mitchell, Clyde Nadel, F. Ogbu, John U. Patton, M. Q. Peneff, J. Pujadas, Juan José Pujadas, J. J. y D. Comas Ramírez Goicoechea, E. Requena, Félix Rodríguez, Josep A. San Román, Teresa Santamarina, C. y J. M. Marinas Schuman, H. Spradley, J. P. Stocking, George W. Strathern, M. Taylor, S. J. y R. Bogdan Terradas, I. Valles, Miguel S. White, L. Wilcox, Kathleen Wilden, A. Wolcott, Harry F. |
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