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Paul Valéry
La vida sin lucha
es un mar
muerto en el centro del organismo universal. La construcción de una ética para el futuro requerirá un esfuerzo de proporciones inconmensurables y reunirá a todos aquellos que creen en las fuerzas de conjunción, que se solidarizan, fraternizan y universalizan. Será preciso, ciertamente, ejercitar la futurología, no entendida obviamente como una forma de irracionalismo, sino como un modo de entendimiento, una ecología cognitiva que haga posible establecer un horizonte prospectivo para la vida, las ideas y la cultura planetarias, en estos tiempos sombríos de globalizaciones técnicas y resurgimientos étnicos exterminadores. Hans Jonas, en su libro Para una ética del futuro, afirmó que serán necesarias dos tareas preliminares, que habrán de llevar a cabo todos los humanos que invierten energía libidinal en la buena utopía de un mundo menos antropocéntrico y más ecocéntrico: La primera, la maximización del conocimiento de las consecuencias de todas nuestras acciones, dada la agonía planetaria que nos amenaza a todos; la segunda, la elaboración de una forma de conocimiento transdisciplinar, que sea capaz de conjugar saberes factuales y saberes axiomáticos. Para eso, la construcción de lo real tendría que guiarse por la combinación del intelecto con la emoción, de lo necesario y lo contingente, de la armonía y el caos. Esta modalidad renovada de conciencia colectiva, desprovista de cualquier intención prometeica, estaría saturada de complexus, o sea, de acciones y quehaceres que reasociarían todo aquello que la disyunción cartesiana se encargó de separar en el plano físico, metafísico y metapolítico. Cualquier sistema vivo pasaría, entonces, a entenderse como un sistema incompleto, irreversible, siempre marcado por la autoorganización que combina, descombina y recombina el orden, el desorden, la reorganización. Pero es evidente que se establece un abismo entre el hecho y el axioma, aún más cuando nos enfrentamos con la propuesta de una ética de la solidaridad transnacional, articulada con una ética de los derechos individuales. Es conveniente recordar que ética, en griego ethos, significa la morada humana, la casa común, la Tierra-patria-matria, que clama por un proyecto de sustentabilidad, una política de civilización que sea capaz de reintegrar el cosmos, la materia, la vida, el hombre. El problema no es nuevo en la cultura política, pues ya sabemos, desde Freud, que el mayor obstáculo para una antropolítica civilizatoria plena estriba siempre en la hostilidad primaria que empuja a hombres contra hombres en una ola creciente de violencia, en la cual las pasiones instintivas individuales pesan más que cualquier tentativa de promover un modelo de hombre que exprese la realización concreta del humanismo, cuya necesidad impregna las ideas de Morin desde los años 70. En esa espiral de pulsiones humanas, saturadas de agresión y autodestrucción, mandada por los «nuevos señores del mundo», una élite multiforme que engloba los cuadros de la tecnociencia, de la tecnoburocracia nacional e internacional, financieros, patronos de los medios de comunicación, redes de traficantes transnacionales, además de estrellas de televisión, deporte y moda, y dirigentes mercadológicos de sectas religiosas, la dominación de la naturaleza se ha llevado a un extremo de proporciones incontroladas; y, por extensión, el exterminio de otros hombres y, por qué no decirlo, de naciones y del propio planeta ha pasado a entenderse de forma naturalizada. Si, ya en 1929, cuando Freud escribió El malestar en la cultura, esa advertencia contra la barbarie resonaba fuerte sobre los destinos de Europa, hoy, 79 años después, se revela más actual que nunca para el planeta como un todo. Lo que se constata es el congelamiento de la condición humana en un cinismo narcisista y una indiferencia programada, que acaba produciendo reflejos de autodefensa de tal orden que lo que pasa a importar es una hipervaloración de la seguridad doméstica, en todas las dimensiones que la expresión pueda contener. Con eso, se forja un consenso, tácito o no, entre el conjunto de las políticas del mal, perpetradas por los sistemas totalitarios, e incluso democráticos, para los cuales la geopolítica se reduce a una territorialidad diabólica, capitaneada por esa invención europea que es el estado-nación, con sus códigos, sus prácticas, sus instituciones, que se afanan en actualizar el mito de la pertenencia y la comunidad de destino. Puede hasta parecer paradójico que toda esa religiosidad del Estado-nación aún sea muy fuerte en estos tiempos de desterritorialización de los flujos del capital y de las riquezas. Según deja claro el filósofo político Sami Naïr, el mito nacional trasciende cualquier objetividad o materialidad, aunque la mundialización del liberalismo subvierta los fundamentos confesionales de soberanía, expresados en la identidad simbólica territorial. La expresión está rodeada de ambigüedad, porque mete el diablo dentro de casa, travestido de ángel anunciador de nuevas esperanzas y mensajes, o sea, lleva consigo una abertura a lo universal y un cierre a lo particular regresivo, así como una inclusión por los mecanismos perversos del mercado, aliada con una exclusión multiforme por el desempleo, el hambre, la miseria, la cultura. A pesar de todo esto, el planeta, lejos de ser un sistema global, o de constituirse en un nuevo orden mundial, se comporta más como un torbellino en movimiento, desprovisto de un centro organizador, cuya hegemonía es siempre provisional, constituyendo un mundo policéntrico, incierto, caótico y frágil. Tal vez sea posible pensar la utopía de una ética civilizatoria, entendida como nueva filosofía pública, una polifonía de valores y culturas constantemente retroalimentada por la dialógica entre ciencia y tradición, entre imaginario y real, entre subjetividad y objetividad, entre oriente y occidente. Esta dialógica, pautada por una especie de ética de la tolerancia práctica, tendrá que replantear una nueva coalición de culturas que no sea capitaneada por el progresismo tecnológico de Occidente, fundado en el antropocentrismo contenido en las múltiples formas de dominación de la naturaleza. Esta coalición deberá estar fundada en una perspectiva ecocéntrica, del griego oikos, hogar, para la cual el hogar-Tierra, o el medio ambiente planetario, será la línea a partir de la cual se podrá -y se deberá- pensar la relación hombre-naturaleza, hombre-mundo, como unidualidad permanente y necesaria. Pero el concepto de tolerancia es igualmente ambiguo, dada la propia etimología de la palabra. Tolerar puede significar sufrir, soportar pacientemente, así como denotar la acción de resistir, de tener vigor para afrontar dificultades. Su advenimiento y reconocimiento como paz civil y garantía contra la injusticia fue obra de filósofos capitaneados por Diderot, Rousseau y, principalmente, por Voltaire. Su Tratado sobre la tolerancia, escrito en 1763, expresa, de modo soberbio, la tensión humana entre la tolerancia y el fanatismo, entre culturas que se pretenden equivalentes e identidades que se objetivan en la tiranía y la violencia mimética. Si el espacio de la tolerancia puede albergar la afirmación y el reconocimiento del otro, siempre que ella permanezca en condición subalterna, y no colisione con el núcleo central de las idealidades sociopolíticas, como postula la perversión relativista y diferencialista, ella también puede significar apertura a nuevas conexiones, estilos societarios y procesos de transformación cultural. Quizá el contenido básico de la ética de tolerancia práctica precise invertir más en la interdependencia, en la no-linealidad, en la realimentación, en la cooperación y en la participación abierta de las culturas planetarias. Lo mismo que se disputan posiciones que apuntan a Asia como palco privilegiado de las acciones geo-socio-políticas del siglo XXI, y eso porque allí la modernización sabe articular tecnología occidental y filosofía oriental, es posible prever que una ética de tolerancia intercivilizatoria, formada a partir de la conjunción de las tradiciones orientales y occidentales, venga a ser, finalmente, capaz de combinar mundialización y diversidad cultural o, en otras palabras, percibir que la diferencia tiene que ver con la complejidad de la red Tierra, integrante de la trama general de la vida. Fijarse obstinadamente en el diferencialismo es abstraerse del flujo general de la vida, de una parte suya, y colocarse en las fronteras de la tribu para transfigurar al otro en simplemente otro. Fritjof Capra, en su reciente libro, La trama de la vida, sostiene que cualquier comunidad ecológica diversificada es una comunidad elástica y no estática. Este es el papel que la diversidad étnica y cultural podría venir a desempeñar, el de abrirse al mundo, volverse tolerante consigo misma y con los otros, reciclándose constantemente en orden a la construcción de una conciencia cívica terrestre, o sea, la conciencia de habitar, con todas las extraordinarias diversidades individuales y culturales, en una misma esfera humana. El pensamiento complejo opera en la reconciliación de lo universal y lo singular, de la parte y el todo y en la óptica macroscópica del método sistémico que recompone la totalidad compleja del todo teniendo en cuenta el juego de sus interdependencias y de su evolución en el tiempo y en el espacio. Para que esta base cognitiva llegue a ser factible, será preciso efectuar dos refundaciones prioritarias: la del hombre y la del pensamiento. Pero, ¿qué significa refundar al hombre? En primer lugar, es preciso tener humildad. Jung, en 1928, afirmaba que esa humildad implicaba reconocer que si hoy «el hombre moderno está en la cumbre, mañana estará superado». Resultado de una antiquísima evolución, es la peor desilusión de todas las esperanzas de la humanidad. Este mismo hombre sabe muy bien que la ciencia, la técnica y la organización pueden ser una bendición, pero sabe también que pueden ser catastróficas. Setenta años después, esas consideraciones son más que oportunas, pues ese hombre que perdió tolas las certezas metafísicas, desde la edad media, está lanzado al manantial de las incertidumbres y las disipaciones, al mismo tiempo que rodeado de seguridades materializadas y esperanzas virtualizadas. Embriagado por el tiempo real, intenta equilibrarse en el espacio multiforme del conflicto en que se mueven construcción y destrucción, así como las «fuerzas de civilización», que asocian y religan, y las «fuerzas de barbarie», que dislocan y disocian. Tal vez quepa aquí una distinción fundamental hecha por Lévi-Strauss para la cultura. Para él, hay dos constelaciones estructurales básicas: las culturas antropofágicas, que introyectan, absorben y devoran, y las culturas antropoémicas, que vomitan, expulsan, excluyen. Ha sido la cultura contemporánea la que ha sabido como ninguna cometer un crimen perfecto, al realizar la síntesis más radical de esas dos culturas, representada por las formas más avanzadas de integración y por flujos infinitos de exclusión. Esa feliz expresión de Baudrillard se revela apropiada para designar otra «muerte del hombre» decretada, esta vez, por la hiperrealidad de las máquinas. «En lugar de la muerte, la eternidad del chip, en lugar del cuerpo, la plástica de las partes, en lugar de cada uno, la clonación de las células» (Baudrillard 1994). Desde Jung, por lo tanto, se percibe que la conciencia debería volverse hacia el hombre, en su realidad más interna y subjetiva, para, a partir de ahí, identificar las fuentes del mal que nos atañen indistintamente a todos. El hombre occidental ha construido un mundo tan autocentrado en sí mismo que no consigue objetivarse verdaderamente como un sapiens-demens, simultáneamente sabio y loco. Para referirnos, una vez más, a las afirmaciones de Morin, vive más una vida prosaica, sumergida en la racionalidad utilitaria y maquinal, que no una vida poética, expresada en el amor, la sabiduría, la meditación, el éxtasis y las explosiones imaginarias. Es más una gallina, confinada em su espacio territorial, picoteando aquí y allá su ración cultural cotidiana, que no un águila que vuela hacia el infinito indeterminado, hasta confundirse con el azul del firmamento, para evocar las ideas de Leonardo Boff sobre esas metáforas de la condición humana, que nos impelen a la multiplicidad, al mismo tiempo que nos atrapa la perplejidad narcisista del ego. Occidente que, según Spengler, estaría abocado a una decadencia inevitable, por estar sometido a la segunda ley de la termodinámica, sabe corregir el rumbo de su historia material, dejando de lado el mundo de la psique y del alma. No ha creado un hombre nuevo, como no creará un nuevo socialismo o una nueva cultura, como creen algunos. Ha consagrado, eso sí, un hombre dualista, que nunca junta prosa y poesía, que nunca consigue ser simultáneamente gallina y águila, que no concede espacio a sus demonios, sus voces interiores y superiores. Pero las contracorrientes, que están ahí para quien quiera ver, criticar y discernir, que rechazan cualquier idolatría unidireccional y que se sitúan en las disipaciones de esa misma historia material, pretendidamente unidimensional y eterna, indican que la esperanza no ha muerto, que la utopía no es la expresión de un topos negativo y, mucho menos, el mundo prometeico en el que las necesidades generales estarían plenamente satisfechas. La utopía posible, y susceptible de realización, implica una política de civilización, fundada en la ética cívica planetaria, que abra espacio a la complejidad de la creatividad humana. Para esto es imperioso practicar la autoética, como una especie de arte articulado con la ética política, construida a partir de seis ideas-guía que, para Morin, son fundamentales para la «restauración del sujeto responsable»: la ética de la religación, la ética del debate, la ética de la comprensión, la ética de la magnanimidad, la ética de la resistencia y la incitación a las buenas voluntades. A mi entender, ese ideario puede ser concebido como un arquetipo, o sea, una forma irrepresentable e inconsciente que siempre existió, pero que perdió su capacidad de influir en los comportamientos humanos. Como fuerza energética necesita re-sincronizarse, recuperar voz, manifestarse como fenómeno cognitivo, enjuiciar la naturaleza psicoide del arquetipo que apunta al unus mundus (el mundo único). Esa síntesis unitaria y macroscópica conformará, ciertamente, al hombre simbiótico en la dirección propuesta por Joël de Rosnay, un ser universal-singular, que deberá asumir una responsabilidad colectiva generalizada y realizar una simbiosis societaria que respete al hombre, la vida y la libertad planetarias. Desde este metapunto de vista, me gustaría proponer la idea del hombre sinérgico, que apuesta por la cooperación, la convivencialidad, la creatividad y la sincronicidad para el proyecto del humanismo, la responsabilidad y la conciencia de pertenencia a la Tierra-Patria. Como bien subrayó Prigogine, el hombre vive siempre dos experiencias: la de la repetición, que propicia las construcciones de los determinismos desde Newton, y la de la creatividad del arte, la literatura, lo imaginario que reinventa el mundo, en el océano del orden/desorden/reorganización. Quizá aún haya tiempo de promover una revolución radical capaz de superar el dualismo entre materia y vida, para poder afrontar la propagación del conformismo que el liberalismo tecno-mediático nos está legando, y así recuperar el sujeto en cuanto multiplicidad y unidad de un itinerario antropológico cuyo fin permanecerá siempre desconocido e indeterminado. Para esto, tal vez no sea ya suficiente la reforma del pensamiento en sí. Lo que se debe ejercitar en la vida y en las ideas es el pensamiento radical, esa feliz expresión de Baudrillard para referirse a un itinerario cognitivo que se sitúa «en el cruce del sentido y el sinsentido, de la verdad y la no verdad, de la continuidad del mundo y la continuidad de la nada». El pensamiento radical no es en absoluto depresivo, sino más bien dionisíaco y abierto, polifónico. En vez de concentrar conceptos e ideas en una infraestructura tácita, los dispersa en una miríada de juegos de lenguaje que sobrepasan los encadenamientos del sujeto, del verbo y del objeto, para instaurar una percepción erótica de la realidad, ciertamente metafórica. Este erotismo figurado reside en la promoción del comercio clandestino de ideas, como el de la bebida en los años treinta. Y esto, porque el acto de pensar se ha vuelto prohibido y prohibitivo, para ser cultivado en lugares secretos y esotéricos, en las llamadas ciudadelas del conocimiento. Es forzoso reconocer que el «mercado oficial del pensamiento» se ha vuelto corrupto y cómplice de la prohibición del pensamiento que la cultura dominante pretende imponer a todos, y eso porque quienes detentan el monopolio de los saberes se han atrincherado en sus espacios de vigilancia, narcisismo y castigo, obcecados por evaluaciones, cláusulas, siglas y prebendas. Es incestuoso, porque conserva su validez apenas en los circuitos de la cretinización universitaria y mediática. No prohibió el incesto, no es cultura, no es ya pensamiento, lenguaje, imaginación ni tampoco éxtasis. En ese mundo que ve, cada día, cómo la realidad se le escapa de las manos impunemente, la regla absoluta del pensamiento radical tal vez sea incluso la de volver el mundo cada vez más ininteligible, como asevera Baudrillard. Pero es precisamente de esa ininteligibilidad, aparentemente caótica y desorganizada, de donde podrá brotar otra fabricación de lo real, una ética de la vida que sea capaz de asumir la complejidad que envuelve la aventura humana en todas sus dimensiones y contradicciones. Por mi parte, prefiero retener, como una especie de reserva cognitiva creadora, las palabras de la narración fantástica de Dostoyevski titulada El sueño de un hombre ridículo, escrita en 1877, con las cuales concluyo este texto: «¡Ama a la humanidad como a ti mismo! Esto es todo y nada más es necesario; después sabrás cómo has de vivir. Y, tras eso, sólo hay una verdad... una verdad antigua, antiquísima, pero que es preciso repetir una y mil veces, y que hasta ahora no ha arraigado en nuestros corazones. El conocimiento de la vida está por encima de la vida; el conocimiento de la ley de la felicidad está por encima de la propia felicidad. He ahí aquello contra lo que se debe luchar. ¡Y yo lucharé así! Si todos quisieran, todo cambiaría sobre la tierra en un momento». Un cerebro creativo es capaz de transfigurar bellamente la vida, la naturaleza y la humanidad. Bibliografía Baudrillard, Jean
Texto presentado en el I Congreso Inter-Latino para el Pensamiento Complejo, promovido por la Association pour la Pensée Complexe/UNESP/Fundação Calouste Gulbenkian(Instituto do Pluralismo Cultural/ Universidade Cândido Mendes, en septiembre de 1998. |
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