Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1999, 15, artículo 06 · http://hdl.handle.net/10481/7529
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Publicado: 1999-04
Siento, luego podríamos. Para una teoría social de las emociones
I feel, then we might. A social theory of emotions

Sergio Manghi
Instituto de Sociología. Universidad de Parma. Italia.



RESUMEN
Una cosa es la emoción representada en la palabra y otra distinta la emoción vivida, que precede a la palabra. Aunque precede, no es un dato natural y originario, sino algo que emerge en la relación, en la interacción, siempre en un contexto social. Más allá de los presupuestos dualistas y cartesianos, es necesaria una teoría social de las emociones que destaque todas las dimensiones implicadas. La experiencia emocional, que obedece a las razones del corazón, está siempre constituida por la mediación de los otros.

ABSTRACT
One thing is emotion represented in words. Lived emotion, which precedes words, is something distinct. Although it precedes, it is not a natural and native fact, but something that emerges in relationship, in interaction - always in a social context. Farther than the dualist and cartesian suppositions, it is necessary that a social theory of emotions emphasizes all the implied dimensions. The emotional experience, which obeys the reasons of the heart, always consists of the mediation others.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
emoción | relación personal | contexto social | teoría social de las emociones | emotion | personal relationship | social context | social theory on emotions



El amor a la vez procede de la palabra
y precede a la palabra
                                    Edgar Morin

1. La palabra de la emoción, la emoción de la palabra

Hablar de las emociones es siempre ser hablado por las emociones. Pero ambas emociones, es decir, las hablantes y las habladas, no son necesariamente las mismas: Podemos hablar de amor con amor, como lo hace Edgar Morin (1997) en el texto que acabo de citar; pero podemos hablar de amor también con odio, con resentimiento, o simplemente con la fría pasión del desapego, como lo hacen a menudo quienes estudian las emociones: los biólogos y los psicólogos sobre todo, aunque no sólo.

Digámoslo en otros términos: No se puede mandar al corazón. No podemos mandar a nuestras propias emociones que sigan las instrucciones de nuestras palabras, como querrían ciertos moralistas seudorreligiosos, o como querría el moralismo puritano de lo «políticamente correcto». No podemos mandar a las emociones que sigan a nuestras palabras, porque nuestras palabras están a la vez precedidas por las emociones: por razones del corazón que la razón no conoce, por decirlo con Pascal (cfr. Pakman 1992; Manghi 1994).

Y entonces, ¿habrá que renunciar a hablar de las emociones? Desde el momento en que captamos que somos a la vez hablados, cogidos, poseídos por ellas, ¿deberemos sin más dejar que se expresen «libremente»? Este es, como sabemos, el camino indicado por varias culturas modernas que critican el culto moderno de la racionalidad. Este no es evidentemente mi camino, puesto que aquí intento hablar de las emociones.

Entonces, ¿cómo hablar de las emociones sin olvidar que preceden incluso a nuestras palabras? Ahí está una tarea crucial para un pensamiento que quisiera ser complejo, es decir, para un pensamiento que no aspira a disolver el círculo paradójico hablado-hablante, en cuyo interior, contra el cual y a través del cual vivimos, nos amamos, nos odiamos, nos comunicamos entre nosotros.

Tarea científica, y tarea ético-política, hay que añadir. Pues la persistencia, en nuestro tiempo, de hábitos perceptivos dualistas, que separan el corazón y la razón, el cuerpo y el espíritu, las emociones y la cognición, es una fuente permanente de sufrimientos, de prevaricaciones y de violencia.

No me refiero, como se habrá comprendido, a la pura primacía de la razón sobre el corazón. Me refiero también, y al mismo tiempo, a las numerosas rebeliones del corazón contra la razón que se reconocen, al fin, en el mismo espejo dualista de su blanco preferido, y que tienen el mismo interés en mantener intacto ese espejo. En el siglo que vamos a abandonar, la más radical de estas rebeliones, no deberíamos olvidarlo nunca, fue la del nazismo: la «filosofía elemental del hitlerismo», como la ha llamado Emmanuel Lévinas (1996), consiste en la exaltación de lo corporal contra lo intelectual, de lo concreto contra lo abstracto, de la acción contra la palabra.

Conocemos cada vez más los efectos perversos de nuestras presuposiciones dualistas sobre nuestras vidas, nuestros amores, nuestras ciudades, nuestras instituciones, nuestros ecosistemas, pero no disponemos todavía de hábitos perceptivos que nos ayuden a hablar de emociones de forma compleja. Tanto en las micro-interacciones cotidianas como en las macro-interacciones sociales, nuestro lenguaje más espontáneo nos constriñe a una señalización dualista: pasión o desapego, poesía o prosa, arte o ciencia, amor-deseo o amor espiritual, tentación o voluntad, inconsciente o consciente, naturaleza o cultura, homo demens u homo sapiens, arraigo o libertad, movimientos espontáneos o coacciones institucionales, etcétera.

Sea que hablemos de nuestros flechazos o de nuestros fracasos amorosos, de las emociones suscitadas por la muerte de Lady Diana o por la disolución de Yugoslavia, siempre permanece la creencia de que hay en nosotros un fondo emocional salvaje, primitivo, el fondo del «cuerpo» o del «corazón». Poco importa si ese fondo es percibido como fuente de una sedicente nueva moralidad, o, por el contrario, del sedicente Mal o de la agresividad: Se trata incluso, en los «grandes relatos» de la modernidad, de un «fondo» separado y puro, puramente biológico o biopsíquico, sobre el cual intervienen luego el entorno, la cultura, la interacción social, la conciencia, la ciencia, la manipulación tecnológica.

Pero esta imagen ingenua de las emociones, que corresponde a la extravagante idea científica de que las emociones son un objeto de estudio reservado ante todo a los biólogos y los psicólogos, y luego a los sociólogos y los antropólogos, esta imagen no es sino una de las condiciones de significación que sostienen el dualismo de nuestras representaciones sociales del mundo.

A fin de elaborar una lista más amplia de estas premisas, os propondré aquí dos definiciones, la de emoción y la de sentimiento, sacadas de un buen diccionario. Del diccionario Devoto-Oli de la lengua italiana:

Emoción: «Estado psíquico afectivo y momentáneo que consiste en la reacción opuesta por el organismo a percepciones o a representaciones que perturban su equilibrio».

Sentimiento: «Momento de la vida interior perteneciente al mundo de los afectos y las emociones».

Naturalmente, mi actitud ante estas definiciones será la del antropólogo y no la del usuario «indígena» de diccionarios. El diccionario será entonces aquí, para nosotros, un repertorio del sentido común de los italianos -en la hipótesis, claro está, de que ese sentido común, al menos por lo que toca a la idea de emoción, sea representativo de un sentido común mucho más amplio, que incluya no sólo el conjunto de la latinidad sino también el conjunto de Occidente-.

En otras palabras, la pregunta que voy a plantearme, y a platearos, no es aquella, simplificadora, que se hace normalmente a los científicos: ¿Qué es una emoción? -como si las emociones fueran objetos que preceden a la palabra que hace de ellos un objeto, independientes del contexto comunicacional en cuyo interior adquiere su sentido la palabra «emoción».

La pregunta en cuestión es aquí más bien la siguiente: ¿A través de qué representación de las emociones hablamos de emociones en los contextos de nuestra vida cotidiana?

Ahora bien, es evidente que las dos definiciones citadas, la de emoción y la de sentimiento, no tendrían significación alguna fuera de una representación dualista, sostenida por las presuposiciones consensuales siguientes:

1. Las emociones tienen lugar en una interioridad bien separada de la exterioridad («vida interior», «reacción opuesta por el organismo a...»).

2. Las emociones son reacciones individuales («organismo»).

3. Las emociones son reacciones causadas por un estímulo (sin el cuál no habría acción, sino un «equilibrio» no turbado).

4. Las emociones son sincrónicas, atemporales («estado», «equilibrio»).

5. Las emociones son (lo hemos subrayado ya) biológicas o biopsíquicas, es decir, preculturales y presociales («estado psíquico», «reacción del organismo»).

A través de esta representación dualista de las emociones es como hablamos de las emociones la mayor parte de las veces. Mejor dicho, es como damos repetidamente a algunas de nuestras experiencias el nombre de emociones -bien distinguidas, por ejemplo, de aquéllas que denominamos razonamiento, creencia, o juicio-.

Con esa representación, cuya raíz cartesiana es evidente, es con la que debe confrontarse el pensamiento complejo. No para sugerir una teoría que sepa reproducir más fielmente la verdadera realidad de las emociones -pues los objetos de los que hablamos, ya sean bosques maravillosos, acciones observadas o experiencias vividas, proceden de nuestra palabra, precediéndola-. El mapa no es el territorio, como dice Gregory Bateson (1972), y nuestra vida mental, aunque necesita la diferencia mapa-territorio, es enteramente un asunto de mapas: mapas de mapas de mapas...

No hay, pues, nada que haya simplemente que descubrir frente a nosotros o en nosotros. Más bien, hay algo que generar entre nosotros. Que concebir entre nosotros, conservando el doble sentido del término concebir: cognitivo y sensual. Además, el mismo término sentido contiene, el las lenguas latinas, el mismo doble sentido...

En fin, la cuestión es hacer posible un conocimiento de las emociones que sea no dualista, a la vez por los dos lados conectados circularmente: a) el lado de los «territorios» que describimos como si estuvieran frente a nuestro lenguaje (las emociones habladas); b) el lado de la relación entre estas descripciones y nosotros mismos, los descriptores, con nuestros mapas y nuestras emociones (las emociones hablantes).
 

2. Por una teoría social de las emociones

En la continuación de mi discurso quisiera aportar una contribución a esta tarea no dualista, proponiendo las líneas fundamentales de un programa de investigación que me apasiona hace algún tiempo. A veces me gusta poner a este programa la pomposa etiqueta de «teoría social», donde el acento principal cae, sin embargo, sobre la palabra social.

Esta palabra, social, no pretende ser una marca de territorio disciplinar -como si los sociólogos y antropólogos debieran relevar a los biólogos y psicólogos, en la custodia de las emociones, custodiando así la misma prisión científico-disciplinaria parcelada y dualista-.

Hablo aquí de teoría social para sugerir que la palabra emoción podría evocar, en nuestras comunicaciones, acontecimientos, dinámicas y procesos que no tienen lugar en el interior del cuerpo o de la psique individual, sino al mismo tiempo en el interior de nuestros contextos interactivos y comunicacionales -esto es, sociales-.

Mi discurso adoptará la forma de una marcha de aproximación en siete breves etapas que se corrigen acumulativamente, hasta la formulación más sintética; formulación condensada en el título dado a mi exposición: siento, luego podríamos...

1. Siento, luego existo. Sencillamente: «Estamos plenamente inmersos en este mundo que es el de nuestros sufrimientos, nuestras dichas y nuestros amores» (Morin 1997: 8-9). En cuanto mamíferos, no nos es posible no emocionarnos. El cogito autoconsciente concierne siempre a segmentos parciales de nuestra autoconciencia, y a segmentos que por lo menos están connotados por ciertas tonalidades afectivas completamente inconscientes. Desde este punto de vista, cuando digo, por ejemplo, «yo no estaba emocionado», me refiero, de hecho, a una cierta y precisa tonalidad emocional (de horribles consecuencias, si pensamos en la frialdad de los responsables de los campos nazis, pero muy útiles si pensamos en el trabajo del cirujano).

2. Siento que siento. Cuando comunico conscientemente a alguien, que podría ser también yo mismo, una emoción que experimento o he experimentado (por ejemplo, estoy alegre de estar aquí con vosotros, en esta ciudad maravillosa, etc.), no hay una parte de mí no emocionada (el cogito) que habla de una parte de mí emocionada (alegre, en el ejemplo). Hay más bien dos niveles emocionales diferentes, que co-operan a crear un cierto mensaje: el nivel hablante y el nivel hablado, por utilizar una definición que ya hemos dado. O bien, la emoción con la que yo hablo y la emoción de la que hablo. En efecto, si creéis que estoy alegre de estar aquí, no será por el hecho de que os lo he declarado: Siendo mamíferos humanos como yo, estáis a la escucha atenta de mis emociones declarantes, no menos que de mis emociones declaradas. Y todos nosotros, lo sabemos muy bien, podemos hablar de alegría sin alegría, como también de amor sin amor.

Esto nos sume en una curiosa paradoja, sobre la que volveremos: Hacernos conscientes de nuestras emociones es hacernos conscientes únicamente de nuestras emociones habladas: nunca de nuestras emociones hablantes. Es decir, no somos conscientes nunca de las emociones que estimulan, que connotan y que acompañan nuestra «toma de conciencia».

3. Siento que yo sentía o sentiré. La emoción de la que hablo en el presente no se encuentra nunca en el presente. Puedo comunicarme conscientemente acerca de mis emociones sólo a condición de situarlas, en la organización de mi discurso, en el pasado o en el futuro (aunque se trate de un pasado o un futuro muy próximo). El presente es de las emociones hablantes. Además, las emociones hablantes ponen el presente, y, poniendo el presente, es como ellas ponen las emociones habladas en el pasado o en el futuro. Heinz von Foerster, el Sócrates cibernético, como lo ha llamado Edgar Morin, escribió que, para ser riguroso, Descartes habría debido decir no «pienso, luego existo», sino «si la memoria no me engaña, hace un instante yo pensaba, luego...». Lo mismo vale para las emociones habladas: si la memoria no me engaña, hace un instante (o un día, o un año), yo estaba alegre. Y en el futuro: si mis dotes predictoras no me engañan, mañana...

4. Siento, luego doy sentido. Las razones del corazón no están nunca desnudas del todo, es decir, no son separadamente biológicas y psicológicas, en espera de un modisto o un estilista cultural que las vista. Más genéricamente, las razones del corazón no son un mundo ya acabado que nosotros deberíamos simplemente descubrir -según la utopía naturista, bien financiada por las poderosas multinacionales farmacéuticas-. La naturaleza humana, como escribe Edgar Morin, está irremediablemente inacabada (1973, 1980; cfr. también Manghi 1995, en prensa). Naturaleza humana es el nombre de un proceso abierto, de un devenir, a la vez biológico y cultural, fisiológico y simbólico. Nuestra interioridad más profunda no está poblada de razones en bruto, ya sean benignas o malignas. Está poblada de razones simbólicas, mitológicas y mágicas. Como escribe Heidegger: «En la invisible ultrainterioridad del corazón, el hombre es impulsado primero hacia lo que debe ser amado: los antepasados, los muertos, la infancia, los que van a nacer» (1968: 282).

5. Siento, luego hago. Nuestras emociones no aguardan pacientemente a que nos afecte un estímulo, para tomar cuerpo. Ellas actúan. Definen activamente, poiéticamente, el mismo estímulo que nos va a afectar. Disponen nuestro cuerpo en el espacio relacional y en el tiempo (cfr. Maturana 1988). En suma: las emociones no dependen nunca sólo de cómo está hecho el mundo, por la simple razón de que, a la vez, ellas hacen este mismo mundo.

6. Siento, luego hacemos. Las señales emocionales no indican simplemente procesos internos del sujeto, como querría la vulgata psicológica. A la vez indican configuraciones externas al sujeto: es la forma de los procesos interactivos de los que participa el sujeto. Es la forma, dirá Gregory Bateson, de la «danza interactiva» que el sujeto baila con otros sujetos -y nunca estamos, está claro, fuera de la danza-. Las emociones no están primero en mí y luego entre nosotros. Están a la vez en mí y entre nosotros. No me pertenecen nunca. La emoción que da forma a mi manera de hablar con vosotros, cualquiera que sea, no indica una disposición de la personalidad individual de Sergio Manghi: es una señal emergente de nuestra danza interactiva e inherente a la forma de esta danza. Esta forma, naturalmente, nunca podría determinarla yo solo, pues ella se hace al hacerse, como el camino de Machado: se hace al andar... Podría tomar, por ejemplo, una forma de vals, de samba, o de rock and roll, o de minué, o de marcha militar, o de baile bajo la lluvia, etcétera.

7. Siento, luego podríamos. Las señales emocionales no conciernen sólo a la forma actual que adopta la danza interactiva -como en la etapa precedente de nuestro recorrido-. Las señales emocionales conciernen, al mismo tiempo, a las formas potenciales de la misma danza. El hic et nunc, en efecto, está constituido por varias disposiciones recíprocas posibles, y no hay a priori ninguna razón del corazón por la cual se deba actualizar una disposición más que otra. En otros términos, las señales emocionales siguen siendo siempre polisémicas. Son siempre alusiones, exploraciones, propuestas que nos dirigimos recíprocamente, donde la apuesta está ya sea en la forma actual que la danza va a tomar, ya en la forma que podría tomar en cada instante. Una forma que ninguno de los danzantes o danzarinas podrá jamás pilotar unilateralmente. En este sentido, pues, al concluir este recorrido en siete etapas, podemos decir: no sólo yo siento luego existimos, sino también siento luego podríamos. O bien: el futuro toma sus formas interactivamente, a través del presente. Como dice el poeta Rainer Maria Rilke: El futuro entra en nosotros mucho antes de llegar.
 

3. El corazón no se deja mandar

Lo hemos dicho ya varias veces: las razones del corazón no se dejan mandar. Como del Dios de san Pablo, uno no se puede burlar de ellas. Las emociones gracias a las cuáles tomamos conciencia de nuestras emociones no son nunca conscientes. La toma de conciencia de nuestras emociones es la toma de conciencia de que nunca podemos tomar conciencia de ellas. Es la toma de conciencia de su naturaleza impregnante, generatriz, interactiva, social. Es la toma de conciencia de que somos nosotros los que hacemos nuestro presente y nuestro futuro, nuestros amores y nuestras guerras, a través del presente, como en un permanente estado de trance.

Ahora bien, en la medida en que sigamos el rumbo dualista de la toma de conciencia cartesiana, será bastante para resignarse o, a la inversa, para abandonarse a la agresividad -y de hecho me pregunto en qué medida la violencia que aportamos a nosotros mismos y a los demás no tiene esta raíz: huérfanos no resignados de un pensamiento del control y del autocontrol, del mito de la «toma de conciencia»...

Pero el rumbo dualista no es un destino genético. La toma de conciencia de que nada podrá jamás predeterminar las razones de nuestro corazón, y de que no serán nunca inocentes, ni políticamente correctas, y, por tanto, la toma de conciencia de que no habrá nunca una fórmula para eliminar todo riesgo de imbecilidad y de violencia entre nosotros, esta toma de conciencia podrá así revelar nuevos paisajes mentales, ante los cuales permanece ciega la orientación dualista.

Una representación interactiva y social, y no ya intraindividual, de las señales y los procesos emocionales es, a mi entender, una condición necesaria para el surgimiento de esos nuevos paisajes. Pues podría ayudarnos a percibir en la pérdida del control individual sobre nuestra vida, no sólo una pérdida, sino, al mismo tiempo, nuevas posibilidades; la revalorización del otro que está en nosotros; y a la vez de otros fuera de nosotros, a través de los cuáles, en todo caso, hacemos lo que hacemos, somos los que somos. Como nos ha mostrado René Girard (1978), la condición de ser a través del otro no es una condición patológica, una condición de «alienación», sino nuestra condición constitutiva, para bien y para mal. Al rechazar esta verdad relacional, en nombre de una individualidad que quiere ser independiente de los otros y de la sociedad, esto es, completa y autosuficiente, al partir de este sueño de la razón, así es como toma vigor la imbecilidad y la violencia hacia los otros y hacia nosotros mismos; así es como vamos a la caza de chivos expiatorios internos y externos a nosotros.

Sin embargo, si desde este punto de vista es indispensable una teoría social de los procesos emocionales, hay que añadir que, desde el mismo punto de vista, nunca será suficiente. Para saber danzar nuestras interacciones con una gracia que sepa reducir nuestras imbecilidades y violencias, no basta con saber analizar nuestras emociones habladas. Hace falta saber danzar, hic et nunc, nuestras emociones hablantes. Hace falta saber danzar nuestros encuentros. Para aprender a amar, hace falta amar. Hay que aprender, sabiendo co-aprender, haciéndolo. Co-aprender unos a través de otros, y re-aprender sin cesar. Con todos los riesgos, terribles, lo sabemos, como no deja de recordarnos la indispensable teoría. Pero sin deducir nunca de la conciencia de los riesgos una avara ley del desapego y la prudencia -enésima ilusión mágica de poder controlar esos riesgos, sacrificando a los dioses de la paz nuestra propia posibilidad de gozo-. Como del Dios de san Pablo, de nuevo, de las razones del corazón no nos podemos burlar, ni siquiera con nuestras ofrendas y nuestros ritos sacrificiales. Pues ni siquiera es racional renunciar a esa experiencia desconcertante de la pérdida de sí en el encuentro, la atracción, la amistad y el amor.



Bibliografía

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