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I. Antes de mirar más lejos, seguro que el tema de fondo está mucho más cerca de lo que puede parecer. Así, pues, aquí abordaré la crisis de la modernidad científica. Porque la antropología, una vez abandonada la pura descripción y superado el inductismo ingenuo, se acerca al resto de las ciencias sociales, para dejar algunos principios teorizantes y cientifistas y dedicarse a la desconstrucción epistemológica del edificio newtoniano promovida por Kuhn (1990), que sin duda zarandeó el universo de la ciencia en general. La quiebra de los grandes paradigmas políticos e ideológicos, el relativismo científico y la parálisis cognitiva propiciada por la hegemonía del subjetivismo hirieron aquella ciencia Antropológica con mayúsculas, edificada por el American Anthropologist, Man y L'Homme, utilizada por el marxismo y la hermenéutica, revestida de cientificidad, casi estadística, por los que no miraban más allá del parentesco. Así, de la totalidad y las perspectivas estructurales se pasó al desparramo cognitivo, al desmigajamiento disciplinar en una carrera innovadora que, paradójicamente, en muchas ocasiones rescató un pasado acientífico que parecía superado, o al menos así lo creyeron Victor Turner, Clifford Geertz o Edmund Leach. Sin embargo, esta crisis epistemológica, reconocida bajo la nominación de posmodernidad, también propició un ineludible debate que mostró las carencias del pensamiento heredado en una u otra forma de los clásicos (que a otros niveles es lo que denuncian Sokal y Bricmont 1999), con Malinowski a la cabeza, que fue el primero en caer de su enorme pedestal, abriendo nuevas sendas, no siempre desorbitadas, que siguen persiguiendo una práctica etnográfica donde la acción y la estructura, el individuo y la sociedad, el cambio y la continuidad, puedan explicarse desde una consideración subjetiva, como es siempre la del antropólogo, que sólo se puede concebir desde su relación interactiva con la experiencia, con lo social. Comencemos, pues, este recorrido por el examen de lo que significó la crisis de la modernidad antropológica, analizando algunos de estos aspectos (otros aspectos paralelos los he tratado en Anta 1998: 117-125; 1999: 31-44). La modernidad se estructura en la articulación de tres elementos fundamentales: la racionalidad económica, la racionalidad científico-técnica y el poder visible, el Estado-nación. Aunque ha sido la racionalidad científico-técnica la que ha impregnado y, en buena medida, sigue impregnando el quehacer antropológico. Desde los siglos XVII y XVIII los mitos del progreso indefinido y de la existencia de una única dirección de la ciencia determinaron los diferentes planteamientos epistemológicos. Hemos de tener en cuenta, por empezar a realizar un recorrido por los lugares comunes de la crisis, que los dos requisitos fundamentales de la racionalidad científico-técnica son: la realización empírico-experimentable de los presupuestos del discurso y la coherencia lógico-formal de éstos y de su relación con la praxis. En cambio, la patología de dicha racionalidad resulta de la obsesión por el todo (el universal, los patrones), el olvido de la falta, de lo «incongruente», la negación de la diferencia... Por otro lado, el axioma primero de las creencias del cientifismo es su neutralidad valorativa, la asepsia social y política: la creencia nada tiene que ver con los contextos sociales y culturales, con los deseos e intereses. Es el modelo de la verdad y el espejo de la naturaleza, del mundo físico y objetivo: Horkheimer y Adorno (1969: 16-17), en La dialéctica del iluminismo, insisten en esta misma esencia dominadora de la racionalidad moderna. Lo que estaría detrás de todo este afán por conocer, no sería el conocimiento per se, sino una desmedida voluntad de dominio universal y totalitario. Un concepto central de la racionalidad científico-técnica es el de norma o ley. Describir esa norma o ley (en la física y en la psique) es ordenar en unas pautas de regularidad y en una identidad prefijada aquello que acontece. La regularidad, por decirlo rápido, es una especie de repetición, entendida como la replicación infinita de lo mismo, de la identidad. Por lo tanto, en la ley científica la repetición sirve a la identidad absoluta. La ley es una máquina conceptual que produce orden, un orden que es útil para la utilización de aquello que cae bajo el dominio de la ley. La ley, al hacer de un hecho o acontecimiento el objeto e integrarlo en el capítulo, puede presentar la esencia de ese hecho como la identidad infinita de su sensatez. Por eso puede decir lo que va a ocurrir (predecir) antes de que ocurra, de hecho, la ley sólo predice la repetición de un acontecimiento bajo determinadas condiciones del y en el método científico. Sin embargo, las sociedades y las culturas se vinculan al medio en la medida en que se diferencian del medio. Por tanto, la formación de ideas, creencias, técnicas y otros elementos culturales sólo son posibles dentro de la diferencia que el sistema social establece con relación a los restantes sistemas externos y el entorno que le rodean y penetran (el canibalismo, por ejemplo, no es reconocer que los humanos nos comemos entre nosotros, es más, es afirmar que los otros, los de al lado, nuestros vecinos, se comen unos a otros sin -nuestros- motivos). Por eso es comprensible que el nacimiento de conceptos como los de ley, tan caro a las creencias científicas, no nacieran de la vinculación «inmaculada y prístina» del hombre sobre el medio físico, sino de las relaciones de los hombres entre sí, de las relaciones sociales. Por tanto, la ciencia no puede escapar a la significación social y política de cualquier otro acontecer humano. Las leyes científicas son tan producto de las condiciones sociales y políticas como las leyes jurídicas. No hay descubrimiento de leyes (como suele decir la apologética cientifista cuando habla del «descubrimiento de las leyes de la gravedad», etcétera), sino de invención y construcción de leyes. La teoría de la relatividad «restringida» no es un espejo de la realidad, ni una evidencia en sí, es una construcción teórica, como lo puede ser la de endogamia. Pero la historia de la ciencia, cuando la hay, no admite otra explicación que no sea inmanente o tautológica, de hecho, la admisión de que la ciencia tiene historia es algo muy fastidioso para la comunidad científica. Sólo la ciencia puede explicar a la ciencia. Salvo, claro está, en lo que se consideran errores: entonces sí que hay explicación política o sociológica. El reconocimiento de que la ley científica es una construcción teórica como cualquier otra sitúa a la racionalidad científico-técnica en sus propias aguas. Pero esa naturaleza social y política del saber científico no exime de indagar sobre las dificultades insalvables de la legitimación de la racionalidad científico-técnica. El reconocimiento de este horizonte hermenéutico nos ayuda aún más a comprender la lógica interna de la ciencia moderna (Bachelard 1987). Sin duda la crítica más contundente a la teodicea cientifista ha sido la de Thomas Kuhn (1978, 1990) contra la autonomía y racionalidad del progreso y el avance científico. Su teoría de los paradigmas científicos ha mostrado la forma holística en que las teorías e hipótesis científicas se dotan de validez y significado. Los paradigmas quedan así vinculados a épocas históricas concretas, son, en definitiva, construcciones radicalmente históricas. Entre paradigmas opuestos, según Kuhn, no podía ni puede existir ninguna competencia racional, sino choque de fuerzas, hegemonía en las creencias de la comunidad científica. Los paradigmas, es decir, las grandes teorías científicas (la física newtoniana, la física cuántica), son inconmensurables entre sí. Las crisis y los cambios se producen en la historia de la ciencia de manera revolucionaria, por salto cualitativo, al surgir un conjunto de creencias diferentes en el seno de la comunidad científica y de forma presumible en la sociedad. Desde la publicación en 1962 de esta obra, la imagen concreta de la ciencia, contextualizada social e históricamente, sustituyó a la reconstrucción idealizada de la ciencia que identificaba el método científico con la lógica de la producción de teorías empíricamente comprobables. En las teorías científicas hay también creencias relacionadas con visiones generales del mundo o con alguna metafísica particular que resultan determinantes y hacen difícil la comparación de las mismas en algún aspecto que, sin embargo, es esencial para pronunciarse en favor de una de las que están en pugna. En efecto, hoy ya reconocemos que la reconstrucción racional estática de la ciencia producida por los positivistas lógicos eran estructuras artificiales (Oldroyd 1993). Se asumió que no existe un único método científico que permita la adquisición de conocimiento cierto y seguro. Ya son reconocibles diversas formas de racionalidad científica que son valoradas de distinta manera en sus contextos históricos y culturales respectivos. El caso es que
Kuhn,
pese a sus ambigüedades
posteriores (Kuhn 1983), generó una desconfianza en el camino
ascendente
y puro de la ciencia hacia la verdad y el conocimiento absoluto. La
flecha
que guía la historia no va en una única dirección,
no hay pues progreso en la historia de la ciencia. El criterio de
elección
entre paradigmas rivales no es tampoco un criterio científico,
sino
que responde a múltiples creencias, deseos, casualidades y
demás
fenómenos paracientíficos (Roberts 1991). Por tanto, el
tiempo,
la sociedad, las ciencias, los deseos, los intereses son los que
están
en realidad en la base de la lógica interna que gobierna el
«progreso»
científico. Desde esa perspectiva, la permanencia de la
racionalidad
científico-técnica se asienta sobre una serie de
creencias
centrales constitutivas de la ideología cientifista. Por
ejemplo,
la primacía de la sustancia, la naturaleza objetiva y material
del
hecho. Para la ciencia, la realidad es un conjunto de hechos que
están
ahí, que no son producto de nuestro conocimiento a través
del uso de reglas racionales y empíricas de aprehensión
de
la realidad. El hecho es, pues, algo objetivo que conforma todo aquello
que sucede fuera. ¿Pero es cierta esta objetividad radical que
el
cientifismo atribuye al hecho? La ciencia produce sus propios hechos:
eso
que la ciencia reconoce con el estatus de lo fáctico constituye
ya un objeto elaborado. No todo aquello que es objeto de experiencia
sensible
constituye un hecho científico, aunque todo hecho sí es
«traducible»
a hecho científico. ¿Y qué tipo de hecho es el
hecho
científico? Una forma de apropiación posesiva y
mecánica
de la realidad del mundo, una «ficción» de la
realidad
a cargo de la racionalidad científica. II. La racionalidad científico-técnica sigue aferrada a la necesidad de encontrar una «última instancia» indivisible con la que poder establecer el fundamento de todo lo real. Sabemos que este propósito es sencillamente imposible, incluso dentro de los presupuestos y de las investigaciones de las ciencias experimentales: la descomposición del átomo y toda la teoría de las partículas elementales destroza cualquier pretensión atomista-individualista. Sin embargo, en el ámbito de la racionalidad científico-técnica se produce la contradicción entre los presupuestos reales de la investigación científica y las creencias sobre las que se sigue sustentando la ideología cientifista, tanto en el plano divulgativo como en el seno de la misma comunidad científica. La racionalidad científico-técnica, por lo tanto, se basa también en el principio de causalidad. Desde que David Hume (1997) criticara dicho principio, siempre ha existido «una duda razonable» sobre su pertinencia; sin embargo, ello no ha oscurecido en nada la eficacia simbólica y la hegemonía ideológica de este principio universal. Está, no obstante, cuestionado en diversos frentes a estas alturas: a) Está comprobado que distintas causas pueden confluir en un mismo efecto y este puede ser provocado alternativamente por distintas causas. b) En todo acontecimiento intervienen en proporciones y tiempo distintos una pluralidad de causas. c) En la teoría clásica de la causalidad no es posible la vuelta atrás, pero sabemos que aplicando el principio clásico de causalidad Hegel pudo demostrar que el efecto era la causa de su causa (la dialéctica). El hijo era causa de su propia causa, su padre: sin hijo no hay padre y sólo si hay hijo es posible la existencia del padre. d) Sólo si se presupone la existencia de una realidad sustancial, inmutable y eterna y totalmente definida intencionalmente es posible concebir la universalidad y necesidad causalística. La creencia en el todo hace posible la creencia en el principio de causalidad en cuanto regulador de relaciones necesarias y universales. La teoría de sistemas, y, en especial, la teoría de sistemas de Luhmann, supone una concepción distinta de lo real que no tiene vocación totalitaria, donde el concepto de causalidad es sustituido por el concepto de función (a este respecto es más que recomendable el trabajo compilado por Alexander, Giesen, Münch y Smelser 1994, donde, además, está incluida una colaboración de Luhmann [1994: 143-165] que no tiene desperdicio), donde la simultaneidad y las relaciones autorreferentes son perfectamente «normales» (véase, a este respecto, Izusquiza 1990). Afirmar que algo es un sistema es establecer que se trata de una entidad en la que pueden discernirse partes, pero que no pueden ser explicadas de forma aislada sino en relación con las características del todo que constituyen. e) Por último, existen varios problemas que afectan también al principio de causalidad y que son los relacionados con la imposibilidad de un cálculo o medida exactos: los cálculos probabilísticos, la incompletud de los sistemas axiomático-deductivos de cálculo aritmético a partir del teorema de Gödel y el teorema de la indecibilidad de Lowenhein-Skolen, de la lógica y de la teoría de conjuntos borrosos de Zadeh, han puesto de manifiesto que el prisma metodológico, desde los parámetros del cálculo, la necesidad y universalidad del principio de causalidad no son pertinentes. No obstante, habría tal vez otra forma de pensar la causalidad, situándola dentro de unos límites y unas posibilidades distintas. Respondería a un uso pragmático, donde la causalidad constituyera una función interna de los sistemas. Una funcionalidad alejada de toda pretensión de necesidad y universalidad y conviviendo siempre con otras funciones relativas. En efecto, la racionalidad científico-técnica se basa en «el dogma de la inmaculada percepción», es decir, en la creencia en la fuerza de la evidencia en la observación. Lo real es real porque es percibido. Lo dado, el dato, el hecho están garantizados por medio de la percepción en el sujeto. No hay evidencia sin sujeto y sin teoría donde esa evidencia sea evidente. Decir que algo es evidente es decir que tiene un significado existencial en un lenguaje teórico determinado. Sin embargo, la impugnación de este dogma se torna fácil recurriendo al conocido principio de la indeterminación de Heisenberg, que afirma la imposibilidad de fijar a un mismo tiempo la posición y el tiempo de la partícula elemental. Y ello porque la relación de precisión cuando se mide el tiempo y la posición de la partícula son inversamente proporcionales, es decir, que a mayor precisión en la medición del tiempo menor precisión en la medición del lugar y viceversa. No parece, pues, fácil una percepción «clara y distinta» de los componentes últimos de la materia. Dentro de la ideología «científica» a la que venimos refiriéndonos, la idea de orden, de regularidad perfecta y constante, ocupa un lugar primordial. Por contra, el vacío, el desorden han sido considerados como no realidades, como peligrosos disolventes de toda posibilidad de vida, como irracional. A pesar de una historia de la ciencia plagada de planteamientos alternativos, la ciencia determinista clásica, que resume muy bien Laplace, sigue instalada en lo más íntimo de la racionalidad científico-técnica:
El desconocimiento es sólo error, insuficiencia técnica. Todo obedece a leyes causales y universales: el todo existe y existe ordenadamente. La persistencia de esta concepción resulta admirable si se tiene en cuenta que pronto sufrió importantes fracturas en su consistencia y en su credibilidad. Y, así, según Fernández Rañada, el mecanicismo tuvo tres grandes rupturas: a) La provocada por la aparición de las teorías probabilísticas (el propio Laplace fue, en parte, su introductor), debida a la complejidad creciente de los sistemas estudiados, para los que resultaba inservible el determinismo newtoniano. b) La provocada por el sistema cuántico, al que resulta imposible aplicar leyes mecanicistas. c) Y, por último, la provocada por los sistemas caóticos, que tienen a la vez un comportamiento determinista e impredecible. Pero el ataque más contundente al mecanicismo y al orden determinista fue el generado por la formulación que hiciera Rudolf Clausius del concepto de entropía. Este concepto nació en el marco de la formulación de los principios de la termodinámica. Como se sabe, la dinámica era la disciplina fundamental de la mecánica clásica. El primer principio fue formulado después del segundo, y se le conoce como el principio de conservación de la energía. La segunda ley de la termodinámica o principio de la entropía, advierte que todo sistema genera desorden proveniente de su interior y de la relación con el exterior. La producción de entropía interna es siempre positiva o nula. Este tipo de entropía será el observado y considerado durante el siglo XIX, y parte del XX. Pero la entropía exterior fue olvidada, porque implicaba la introducción del desorden con categoría ontológica. La entropía suponía la coexistencia de orden y desorden en la posibilidad de lo real, de la materia, y la imposibilidad de la reversibilidad de la dinámica mecanicista. La insistencia en la primera lectura de la segunda ley de la termodinámica, era algo característico de la visión mecanicista analítica-parcelaria. Al contemplar la entropía sólo sobre sistemas cerrados el equilibrio estaba asegurado y el orden determinista no corría peligro alguno. Se trataba de una «práctica abstracta» (es decir, de una práctica normativa), llevada a cabo en el paréntesis epistemológico del laboratorio. Pero lo cierto es que estos sistemas cerrados perfectos no existen. Con este tipo de hipótesis, a lo sumo, se puede conseguir la ficción de una reducción y contención de la entropía local, pero con el coste de un aumento de entropía en el entorno. La segunda ley echaba por tierra toda la ilusión determinista, pues no solo era válida para la energía, sino también para la materia, y no sólo lo era en el plano de lo infinitamente pequeño (subatómico), sino también en el de lo infinitamente grande (cósmico). En biología, el taxonomismo y el evolucionismo mecanicista habían construido un orden donde cabían perfectamente insertados todos los seres vivos, encaramados en jerarquías, familias y competencias perfectas. Un autor como Linneo se muestra dispuesto a emprender a través de su oeconomia naturae la reconstrucción del orden teológico de la creación; muestra con nitidez cómo la idea del orden taxonomista o mecanicista está emparentada con la ontoteología occidental. Las taxonomías son coetáneas de las gramáticas generales, de la teorías del valor y de la moneda, de la representación artística, de la historia y de la antropología general (Foucault 1978: 77-82, 126-163). La relectura no mecanicista de la teoría de la evolución darwiniana colocarán en desahucio al reductivismo sustancialista y determinista del mundo de la vida, que realiza el taxonomismo y evolucionismo causalístico. En el ámbito
social la cuestión
del orden determinista, inducida de la racionalidad
científico-técnica,
también estará en juego. Desde la consideración de
la delincuencia y de la locura como zonas de desorden social, hasta los
debates sobre el determinismo social y las funciones del azar.
Ciertamente,
muchos de los grandes paradigmas de las Ciencias Sociales asumieron esa
racionalidad determinista. El marxismo-leninismo a través de lo
que Popper llamó la «miseria del historicismo»,
trazó
una visión de la sociedad como un todo cuasi-orgánico
regido
por leyes históricas implacables (el materialismo
histórico)
con un destino histórico inaplazable (Popper 1973). El
liberalismo,
que presumió de una concepción abierta, recurrió a
la construcción de espacios sombreados y silenciosos, donde la
«mano
oculta» de Adam Smith operaba según las no menos
implacables
leyes del mercado capitalista. Por otro lado, el funcionalismo
más
primitivo prefijó una construcción de lo social como una
gran maquinaria ajena al conflicto, al cambio y al desorden.
Así,
autores como Durkheim, Malinowski o Parsons se han movido dentro del
paradigma
mecanicista, aunque este haya sido representado bajo los signos del
organicismo
o del biologicismo. La creencia en la existencia de lo social como un
todo
determinado y cerrado, lineal y complementario, donde la finalidad o la
función predestinaba a todo suceso o evento a ser útil
para
el todo, está plenamente vigente en estos tipos de funcionalismo. III. En definitiva, en el discurso ideológico científico no existe lugar para el desorden y el azar si no es bajo la forma de catástrofe y desviación a la que hay que tratar de evitar o reprimir. Pero el desorden trabaja por debajo, como aquel topo de la revolución, y hace continuamente fracasar las predicciones y las regularidades sociales de todo tipo de determinismo (Balandier 1989). A lo largo del tiempo han ido surgiendo alternativas metodológicas a caballo entre la esperanza de recuperar el caos para el orden y el anuncio de un nuevo concepto de los real. En el comienzo de esta erosión del determinismo podemos situar, como ya hemos insinuado, la teoría de las probabilidades de Laplace que, aun siendo ideada con un objetivo claramente determinista y mecanicista, abrió una brecha trascendental en la posibilidad misma de la certeza absoluta. La teoría de las catástrofes de René Thom representó a su vez, un vigoroso intento de integrar el desorden del cambio y la ruptura en el orden:
La necesidad de la teoría de catástrofes de dar explicación y razón de las discontinuidades, provenía de la experiencia de la discontinuidades en el comportamiento y evolución de los sistemas vivos. La teoría de catástrofes es una teoría eminentemente cualitativa, que sólo pretende obtener un orden de comprensión en el desorden de la discontinuidad (Thom 1987). En esta misma línea de ambivalencia con relación al determinismo está la teoría de los objetos fractales de Benoît Mandelbrot, que pretende construir una geometría de la discontinuidad y las turbulencias, una morfología del caos:
La motivación también proviene del escándalo de la diferencia en el mundo natural, que el caos y el desorden provocan. Los objetos fractales aspiran a representar la forma discontinua y crítica en la que realmente se dan los fenómenos en el mundo físico (Fernández Rañada 1990: 109-116). Lo más paradójico de este recorrido por el pensamiento científico moderno es que, a pesar de la refutación casi unánime del orden determinista en la investigación y en la elaboración teórica, la creencia en el orden como un todo cerrado y estático sigue teniendo una enorme fuerza, incluso entre aquellos que con sus trabajos han contribuido de manera decisiva a la refutación de esta creencia, como fue el famoso caso de Einstein. Por otro lado, el lenguaje preferido de la racionalidad científico-técnica, de la ideología científica, ha sido la matemática. La idea de que la matemática se corresponde a un orden suprarreal y perfecto ha sido tan fuerte que ha constituido prácticamente el único saber al margen de la crítica. Si tuviéramos que buscar un ejemplo de creencia casi perfecta, la creencia matemática sería uno magnífico. Su asunción es tan radical que no hay siquiera lugar para la duda, para la indagación sobre su naturaleza. Existen dos líneas de legitimación de la creencia matemática: una, interna, centrada en las propiedades formales de la lógica matemática; y, una segunda, externa, de roce con el mundo exterior (la matemática refleja la verdadera estructura de la realidad, del mundo físico; y/o bien, la matemática es útil porque nos sirve para dominar y transformar el mundo físico/natural). En este sentido, la matemática ha sido una máquina de creencias al servicio de la transformación de la realidad y, por tanto, el lenguaje idóneo de la racionalidad científico-tecnológica. La demostración constituye uno de los pilares en que se fundamentan esas creencias. Por medio de los métodos matemáticos podemos demostrar la verdad sobre algo o alguien, sobre un enunciado, etcétera. La demostración desempeña el mismo papel que el experimento, tal y como dijo Wittgenstein (1993: proposición 3.24). En la demostración también hay evidencia. El mismo lugar que ocupasen la evidencia, los enunciados observacionales, es ocupado en la demostración por la regla, por el procedimiento operativo. En realidad, la observación empírica, algo que sólo puede ser científico, y la demostración matemática son inseparables y complementarios: cualquier intento de oponerlos revela una incomprensión grave de la naturaleza del saber científico-técnico. Pero debemos admitir, como ya hemos insinuado, que toda evidencia, que toda percepción no es posible si no en el interior de un sistema o código de interpretación determinado, y que sólo para ese código es evidente tal observación o experiencia. En otros términos, no es posible una observación descontaminada de prejuicios teóricos, intereses, creencias etcétera; no existe la «inmaculada percepción»; no hay un fundamento absoluto de la evidencia de la experiencia. No obstante, el discurso matemático, del que se reviste la ideología científica, gusta rodearse de una apariencia de inmutabilidad, de ahistoricidad. Sin embargo, la matemática tiene también su comienzo, cambia, se contradice, se transforma, resulta influenciada por los sistemas sociales y políticos (Lizcano 1989a: 116-132; 1989b: 134 ss), es algo que, por tanto, nace y existe en el centro del sistema social. Pero, paradójicamente, la creencia matemática es tan fuerte y hegemónica que, lejos de permeabilizarse a los restantes discursos científicos, ha sido ella la que ha invadido los otros saberes. Las ciencias sociales, en vez de hacer psicología o sociología o antropología social o historia de la matemática han matematizado sus métodos para legitimarlos con la apariencia de certeza, de rigor, de impermutabilidad, de univocidad, etcétera (Bloor 1976). Lo cierto es que
desde hace tiempo la ciencia
y la tecnología han mostrado no sólo su historicidad,
sino
contradicciones internas que han evidenciado lo que de mito
había
en su ambición totalizante de certidumbre cognitiva.
Ciertamente,
en este período finisecular la ciencia y la tecnología no
lo van a tener fácil. Dos nuevos libros publicados
últimamente
presentan una visión sombría de las promesas
tecnológicas
y la exploración científica: tanto el científico
John
Horgan (1996) como el historiador de tecnología Edward Tenner
(1996),
manifiestan un panorama inquietante. El primero critica que tras las
tradiciones
ambiciones totalizantes, la gran era del descubrimiento
científico
ha terminado, resultando ejercicios de terminación, de rellenar
los huecos que quedan en las teorías establecidas o, en el peor
de los casos, una serie de intentos especulativos -en un nítido
paralelismo con lo que sucede en ciencias sociales bajo el pensamiento
débil- que hacen posible que en revistas serias de
investigación
podamos encontrar discusiones sobre el viaje por el tiempo, el
tele-transporte
y los universos paralelos. Tenner, por su parte, insiste en las
limitaciones
de la tecnología; ya el progreso ilimitado gracias a la
razón
no se sostiene. Según éste, la tecnología
diseñada
para resolver un problema termina creando otro o deshaciendo su propia
solución. De esta forma, por cada acción
tecnológica
existe una reacción igual y opuesta: la venganza de la
tecnología.
Así, pues, tanto Tenner, como Horgan, en definitiva, cuestionan
la noción de progreso. La ciencia contemporánea,
según
ellos, parece atrapada en un mundo que no puede aspirar a alcanzar la
gloria
del pasado y es incierta respecto al futuro, en el que los avances
tecnológicos
crean problemas a medida que los resuelven (el trabajo de
González
Echevarría, 1987, es fundamental para entender todos estos
temas;
aunque ella teoriza problemas que están en el origen de la
ruptura
de una ciencia racional y no tanto en el nacimiento y
desarrollo
de la posmodernidad). Es un mundo de límites y limitaciones que
aventuran un panorama científico muy cercano a la crisis
posmoderna
que zarandea el análisis de la realidad social.
Alexander, J. C. (B. Giesen, R.
Münch,
N. J. Smelser) (comps.) Anta Félez, J. L. Bachelard, G. Balandier, G. Bloor, D. Fernández Rañada, A. Foucault, M. González Echevarría, A. Horgan, J. Horkheimer, M. (y T. Adorno) Hume, D. Izusquiza, I. Kuhn, T. S. Lizcano, E. Luhmann, N. Mandelbrot, B. Oldroyd, D. Popper, K. R. Roberts, R. M. Sokal, A. (y J. Bricmont) Tenner, E. Thom, R. Wittgenstein, L. |
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