Recensión
01
José
Luis Anta Félez:
Atacama fin de siglo. Tres historias de
vida y una bibliografía.
Jaén, Universidad de Jaén,
1998 (136 págs. y 16 imágenes).
Por José Luis Solana
Ruiz
Durante 1992-93, 1996 y 1997 José Luis
Anta, hoy profesor de Antropología Social en la Universidad de Jaén,
realizó varias estancias en el desierto chileno de Atacama para
efectuar trabajo de campo. El opúsculo que aquí brevemente
reseñamos es, junto con dos artículos publicados anteriormente
(«La fiesta de la Candelaria: tradición y modernidad en Atacama», Quaderns
de l'Institut Català d'Antropologia, 1997; y «El contacto
con el Otro: Antropología y sincretismo en Atacama», Gazeta
de Antropología, 1998), resultado de sus investigaciones en
tan fascinante región.
Como revela su subtítulo, la obra está
compuesta por tres historias de vida y una completa bibliografía
de carácter socioantropológico, precedidas por una breve,
pero sustanciosa, introducción («Contraintroducción»
la titula su autor) y acompañadas de una serie de hermosas fotografías,
en un límpido blanco y negro, sobre Atacama (el desierto, San Pedro,
sacrificios, rituales, el carnaval, distintos oficios).
Por lo que a las historias de vida
concierne,
fueron grabadas durante el trabajo de campo acometido por José Luis
Anta en el primer semestre de 1996. Realizadas, las tres, a hombres
mayores
de sesenta y cinco años, tienen como intención de fondo la
de mostrar la complejidad de la Atacama del siglo XX, así como mostrar
a los atacameños como sujetos complejos, como personas con múltiples
dimensiones, con contradicciones y paradojas. Las tres historias, que
Anta
ha sabido transcribir (interpretar narrativamente) logrando cierto
estilo
literario, nos iluminan sobre diversos aspectos de la vida de los
atacameños
(la dureza del trabajo y la explotación laboral, experiencias
significativamente
presentes en todas ellas, las relaciones con el poder, sus creencias y
prácticas rituales, etc.).
En la «Contraintroducción»
se tratan distintos temas sobre la situación de la Atacama finisecular.
Se critica la exotización de Atacama, de sus parajes, gentes y
costumbres,
realizada por el turismo occidental. El autor ilumina algunas de las
relaciones
existentes entre lo local (la micro-realidad atacameña) y lo global
(lo macro, el Estado chileno), destacando, dentro de éstas, las
presiones e incidencias del poder nacional-estatal chileno sobre
Atacama.
Se tratan los problemas, las ambigüedades y las paradojas ocasionadas
por los intentos de integrar Atacama a la modernidad; las oposiciones
de
los atacameños a ello y sus estrategias de resistencia; la dialéctica
entre la «identidad» atacameña y la modernidad. Se hacen
referencias a la subyugación en las explotaciones mineras y al problema
de la carencia de agua, vinculado al deterioro ecológico y al
acaparamiento
del líquido por las compañías mineras. Se explica
la evolución de las políticas que los distintos poderes estatales
articularon para la zona, desde el colonialismo clásico de finales
del siglo XIX, hasta la presente década de los noventa, pasando
por los intentos de integración económica del territorio
atacameño durante la presidencia de Alessandri (1954-64), las políticas
de desarrollo social y la culturización planteadas por Frei (1964-70),
Salvador Allende (1970-73) y Pinochet.
Atacama fin de siglo, pues, desde
la
atalaya radicalmente crítica («Contra») e interpretativista
donde no sin riesgo y con valor suele ubicarse su autor, nos ofrece un
conjunto de rápidas e iluminadoras miradas sobre distintos aspectos
de la Atacama finisecular.
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Recensión
02
Manuel Delgado:
El animal público. Hacia una antropología
de los espacios urbanos.
Barcelona, Anagrama, 1999 (218 págs.).
Por José Luis Solana
Ruiz
El libro que reseñamos ha ganado el
último Premio Anagrama de Ensayo. Es la primera vez que tan prestigioso
galardón se otorga a un antropólogo (en 1990 resultó
finalista ex aequo Josep R. Llobera con La identidad de la
antropología,
que en estos días ve su segunda edición corregida y aumentada),
lo que quizás sea síntoma de la consolidación y el
buen desarrollo que la disciplina está adquiriendo en nuestro país.
Con buen estilo, concinidad y un
lenguaje
rico sazonado con bellas expresiones con las que intenta iluminar lo
opaco,
expresar lo inefable y retener lo lábil, Delgado perfila un ámbito
de estudio (el de una antropología urbana entendida, no en el sentido
de una antropología de o en la ciudad, sino como una
antropología de lo urbano) y pergeña un marco teórico
para acometerlo. Distingue la ciudad de lo urbano, la polis de
la urbs,
entendiendo lo urbano como un modo de vida marcado por la proliferación
de relaciones precarias, inestables, fortuitas, laxas, no
estructuradas.
Los espacios públicos constituyen el ámbito de lo urbano
por antonomasia. Se trata de espacios usados transitoriamente
(la
calle, los bares, las grandes superficies comerciales), cuyo usuario
suele
ser un transeúnte, alguien que está «de paso».
En estos espacios surgen relaciones transitorias, volátiles e inciertas
entre desconocidos, constituidas en virtud de determinada teatralidad,
de disfraz y juego. De estos fenómenos casi nada sabemos, de aquí
la pertinencia de una antropología de los espacios urbanos, entendida
como «antropología de las agitaciones humanas que tienen como
escenario los espacios públicos» (p. 17). Antropología
que plantea de entrada el problema y la posibilidad de desarrollar una
«etnografía canónica» de lo urbano. Al respecto,
Delgado propone la «observación flotante» delineada
por Colette Pétonnet como la observación participante más
idónea en los espacios públicos. Además, la etnografía
de lo urbano trazada por nuestro autor tiene como fuentes de
inspiración
a la literatura y al reportero de actualidad, y puede utilizar las
canciones,
el spot publicitario, el clip televisivo y la cuña
radiofónica («producciones culturales que han nacido con y
para la vida urbana») como fuentes de información. Pero es
sobre todo el cine el medio de observación más propicio para
los fenómenos urbanos. La imagen cinematográfica permite
restituir lo que se oculta a la mirada. Las películas preservan
lo inobservable para el ojo y, recurriendo a las posibilidades técnicas
que el cine nos brinda (descomponer la imagen, ralentizarla,
aumentarla),
nos permiten captarlo y analizarlo. El cine nos permite atrapar los
acontecimientos,
lo transitorio, pasajero y fugitivo, lo imprevisto (es decir,
precisamente
los rasgos caracterizadores de lo urbano). El segundo capítulo de
la obra está dedicado al esbozo de una «antropología
fílmica», desmarcada de la «antropología visual»,
que imitaría la mirada cinematográfica a la hora de percibir,
registrar y organizar los materiales etnográficos.
Para elaborar esta antropología de
lo urbano, el antropólogo (y es lo que Delgado hace en su libro)
deberá recabar la ayuda de disciplinas como el arte, la literatura
y la filosofía, a la par que asimilar las ideas de autores y corrientes
teóricas que ya se han ocupado, en alguna medida, de lo urbano:
el interaccionismo simbólico, la etnometodología, Gabriel
Tarde, Simmel, G. H. Mead, la Escuela de Chicago, Henri Lefèbvre,
Michel de Certeau, E. Goffman, Jean Remy, G. Gutwirth, Isaac Joseph,
Jane
Jacobs, Richard Sennet, entre otros. Pero es sobre todo en la
antropología
simbólica y la etnología de la religión, y en autores
como Durkheim, van Gennep y Turner, cuyos planteamientos glosa con
precisión
y buena síntesis, donde encuentra los materiales para la indagación
de lo urbano. Nuestro autor analiza lo urbano a partir de la anomía
durkheimiana (realiza al respecto una muy interesante lectura de
Durkheim,
rompiendo con la tópica visión organicista de éste
y poniendo de manifiesto sus apreciaciones acerca de la capacidad
creativa
del desorden social). Igualmente, piensa los fenómenos urbanos,
así como a los inmigrantes, los adolescentes, los enamorados, los
artistas y los outsiders en general, a partir de las categorías
de umbral y liminaridad gestadas por Van Gennep y Turner para analizar
las experiencias de trance y los ritos de paso de determinadas
sociedades,
como los ndembu de Zambia. Para nuestro autor, los usuarios del
espacio público, como los transeúntes, son seres del umbral
y seres «en trance» (pp. 119-120), de aquí que, para
iluminar su condición, se dedique a establecer analogías
entre los viandantes y los protagonistas del trance o de los rituales
de
paso.
A mi modesto parecer, estas analogías
son excesivamente arriesgadas y confunden más que aclaran. Las
condiciones
del transeúnte por la calle no tienen una naturaleza alterada e
indefinida; el transeúnte, el pasajero, no se encuentra sin atributos
pasados (no es lo que era) y aún sin atributos futuros (todavía
no es lo que será), no se halla desvinculado de toda obligación
social ni es un ser momentáneamente desocializado; tampoco es, como
los personajes liminoides, un ser moralmente ambivalente, no se
rebela contra axiomas culturales básicos, ni protagoniza actividades
al margen de los procesos político-económicos centrales;
no escapa al sistema de clasificación que lo posiciona en el seno
de la estructura social; no carece de estatuto ni de propiedades, ni se
reconoce como nada o nadie; ni está en peligro, ni
resulta peligroso, ni se halla «predispuesto a lo que salga
(...) dispuesto a cualquier cosa»; el viandante no carece
de referentes (rasgos, todos los referidos, que Delgado, siguiendo a
Turner,
considera propios de la situación liminal). Analogía arriesgada
me parece también la interpretación de la calle y de los
espacios públicos como communitas y como los ámbitos
liminales de las sociedades urbanas.
La aplicación de los marcos conceptuales
seleccionados conducen a nuestro autor a afirmaciones exageradas un
tanto
simplificadoras. Me referiré seguidamente a algunas. Nuestro autor
escribe, refiriéndose al peatón: «No se sabe apenas
nada de él, salvo que ya ha salido pero todavía no ha
llegado, que antes o después de su tránsito era o será
padre de familia, ama de casa, oficinista, obrero sindicado,
funcionario,
amante o panadero... pero que ahora, en tránsito, es pura
potencia» (p. 201). Pero los transeúntes no dejamos de ser
lo que somos por hallarnos en tránsito, ni por ello podemos llegar
a ser cualquier cosa. Incluso más bien lo contrario: se transita
por la calle, por ejemplo, porque se es ama de casa y se dirige a hacer
la compra. Quien transita no deja de ser lo que es. La liberación
súbita y momentánea de nuestros pesares que nos procuran
nuestros trayectos cotidianos es tan mísera que no merece loa alguna.
El cántico a la libertad pura, a la pura potencia por encima y más
allá de cualesquiera condiciones materiales, nada tiene de liberador.
Según nuestro autor, el «no ser nada» de las
personas en público «las constituye en pura potencia, disposición
permanentemente activada a convertirse en cualquier cosa», pues son
«ser sin interioridad, vacío, simple oquedad» (p. 15).
No cabe duda que tiene sentido y fundamento reconocer las dosis de
teatralidad
puestas en juego por la persona en público, pero de aquí
a concebirla como simple oquedad media una relevante distancia. No creo
que las personas en público nos hallemos permanentemente dispuestas
y activadas para ser, por ejemplificar con «cualquier cosa»,
asesinos de niños. Es cierto que, como apunta con sagacidad en otra
parte de su obra, en algunos espacios públicos se produce una especie
de suspensión de nuestro ser; pero ello en modo alguno supone que
la exposición pública nos deje sin interioridad.
Poco sostenible, por imponderado, me
parece
la concepción de lo social amorfo e indiferenciado como «una
sociedad devenida pura potencialidad, disponibilidad anómica a ser cualquier
cosa», como «apertura radical», como «una nada
o vacío absoluto» que «permite cualquier generación
o regeneración posterior» (pp. 96-98). Exceso infundado me
parece su descripción de la calle y demás espacios urbanos
de tránsito como ámbitos abiertos predispuestos «para lo
que sea» (p. 185). Una exageración lo es también
afirmar que los inmigrantes, los adolescentes, los enamorados, los
artistas
y los outsiders en general, junto al «rebelde sin causa en
general» (es decir, ¿despolitizado?) y al etnólogo
de lo urbano, «aturden el orden del mundo al tiempo que lo fundan»
(p. 117).
Me parece simplificador concebir la
dicotomía
«público versus privado» como «versión»
«del divorcio entre lo interior/anímico y lo exterior/sensible
que es herencia común de la teología protestante y del pensamiento
racionalista moderno» (p. 12). Lo privado refiere, como el autor
apunta, al ámbito del hogar, que es el ámbito de la explotación
sensible de la mujer, herencia de condiciones materiales
socioeconómicas,
no sólo de pensamientos. Tampoco la crítica a los espacios
urbanos como alienantes y deshumanizados tiene por qué significar
siempre, como nuestro autor sugiere, una huida hacia y una reclusión
en la privacidad hogareña. No todo intento político-estatal
de organizar el desorden urbano tiene por qué regirse por la
«panoptización»
ni por la aspiración a realizar «el sueño imposible
de una gobernabilidad total sobre lo urbano», a instaurar una
sociedad/ciudad
perfecta (p. 180). El urbanismo no tiene por qué significar una
desactivación de lo urbano (Alain Finkielkraut); no es cierto que
la política urbana haya nacido y se haya desarrollado para poner
fin a la ciudad (p. 180). No todo urbanismo tiene por qué pretender
anular lo urbano (p. 196). Cuando no se olvida que lo urbano no es sólo
ámbito de la «confusión» y de «procesos
caóticos» autoorganizadores de la ciudad, sino también
espacio de ejercicio del poder privado estatalmente desregulado o
corruptor/regulador
del Estado (es decir, ámbito de la «fuerza»), entonces
las utopías anarquizantes se desvanecen y se revela la importancia
de la regulación urbanística racional y éticamente
orientada. Y lo que hace que ésta no sea eficiente no es sólo
ni fundamentalmente «una hiperactividad urbana», «las
masas», la urbs (mitificada como organismo totalizador), sino
la actividad de determinados grupos de poder. Los «micropoderes»
que conforman la ciudad y que escapan a los intentos de racionalización
política no son sólo los de los viandantes que discurren
sin objeto (p. 197), sino también y de modo fundamental los de los
grupos inmobiliarios regidos por afán de lucro y espurios intereses.
Para Delgado, además de por la labor de politización o de
intentos de desenmarañamiento de lo urbano, la ciudad se configura
mediante «ese trabajo nunca concluido de la sociedad sobre sí
[que] produce un constante embrollamiento de la vida metropolitana»
(p. 181). Pero no es la sociedad, como un todo orgánico, quien trabaja
sobre sí, pues no todas las personas tienen la misma posibilidad
de incidencia. La sociedad no es un todo homogéneo funcionando al
unísono, sino que se halla cruzada por desigualdades y diferencias.
Nuestro autor entiende el «simple
caminar
por las calles como un acto radicalmente creativo e iluminador, de
igual
forma que el hecho mismo de abrir el portal para salir es un movimiento
inicial hacia la libertad» (p. 198). Se trata de una generalización
mistificadora. Si fuese uno de esos currantes precarizados que, a eso
de
las seis de la mañana, abren el sucio portal de su bloque de pisos
para caminar hacia un trabajo sobreexplotador del que, además, quizás
no retorne sano o vivo debido a unas condiciones laborales propicias al
accidente laboral; si fuese uno de esos (que haberlos haylos), le
pediría
a Delgado que me explicase donde se halla mi fulgente libertad. Y es
que
no existe «el hecho mismo de abrir el portal para salir»; se
abre el portal y se sale siempre para algo y bajo determinadas
condiciones,
y la libertad u opresión que tal hecho pueda significar dependerá
siempre, no del hecho en sí, sino de las condiciones y finalidades
bajo las que se realiza. El caos, la confusión, el magma, la
efervescencia
sociales (llámeseles como se quiera) no escapan a los vectores de
clase, a las desigualdades de género, a las opresiones de «raza/etnia»,
al dominio en función de la edad.
Delgado, frente a la sociedad ya
estructurada
(ordenada, jerarquizada, estratificada), entiende la urbs como
una
dimensión de «aquella sociedad prepolítica que constituyen
los ciudadanos» (p. 205), como «una sociedad pura, al margen
de las contingencias del poder político» (p. 207). Delgado
pretende inquirir sobre el «punto neutro de lo social», la
«comunidad esencial» anterior a lo político, la «sociedad
sin estructurar, recién nacida, pura y no deteriorada todavía
por la acción humana o del tiempo». «Se trata, en una
palabra -escribe-, del vínculo humano esencial y genérico,
sin el que no podría existir ninguna sociedad» (p. 116). No
se trata de un estado prístino de la sociedad, sino de una dimensión
siempre presente. Nuestro autor describe al transeúnte como un «héroe
[capaz] de las más inverosímiles hazañas», capaz,
entre otras, de cavar trincheras en Madrid o de disparar contra los
alemanes
en París (p. 201). Pero creo que estas heroicidades no han sido
realizadas propiamente por urbanitas y transeúntes qua tales,
sino más bien por personas politizadas; no ha sido fulano qua
transeúnte quien se ha enfrentado, arriesgando su vida, a los fascistas
o a los nazis, sino fulano como, por ejemplo, militante comunista; no
mengano qua
urbanita, sino como ciudadano politizado. Para Delgado, las expresiones
urbanas de la guerra de independencia argelina, mostradas en el film La
batalla de Argel, nos revelan «la condición impenetrable
de lo urbano», su «opacidad total», el carácter
inopinado de la rebelión de las masas urbanas (p. 203). Pero, ¿y
la organización política de quienes luchaban contra la colonización
francesa?, ¿y el contexto socio-histórico de descolonización?
¿Acaso no restan estos opacidad a la cuestión y tornan más
diáfana la trama viviente de aquella ciudad de Argel?.
Nuestro autor piensa los fenómenos
urbanos a partir de las metáforas que nos presta la física
contemporánea (p. 96). Así, interpreta la anomía durkheimiana
como termodinámica social, como entropía (p. 92); afirma
que la sociedad urbana y la calle «vienen a ser algo así como
una traslación de lo que los matemáticos conocen como teoría
de fractales» (p. 120), y se pregunta «hasta qué punto
toda antropología urbana no sería sino una variante de la
teoría de las catástrofes, en tanto que sus objetos siempre
son terremotos (...) erupciones volcánicas, corrimientos de tierras»
(p. 184). Mi respuesta a esta interpelación es que hasta un punto
muy escaso: ¿qué tiene que ver lo que cotidianamente ocurre
en la calle o en un parque con un terremoto o una erupción volcánica?
Afortunadamente poco o nada. El trasvase de conceptos acuñados en
ciencias como la física y la biología al ámbito de
las ciencias sociales y los fenómenos sociales debe hacerse, si
es que se justifica realizarlo, con sumo cuidado y máxima prudencia,
pues, como ha revelado Allan Sokal (sus Imposturas intelectuales
han sido recientemente traducidas al castellano), se trata de una
operación
intelectual erizada de peligros. Percátese el lector del problema:
en lugar de dotar a la presunta antropología urbana de un acervo
conceptual propio con el que comprender los espacios públicos, Delgado
recurre a conceptos de otras disciplinas, tan dispares como la
antropología
de la religión y la teoría de las catástrofes, hasta
el punto de sugerir que la antropología urbana no sería más
que «una variante» de éstas. Lo que puedan tener en
común (si algo tienen) una calle, un parque o una estación
de autobús con un terremoto, una avalancha, un ritual de paso o
una experiencia de trance no pasa de meras analogías tan excesivamente
vagas y generales que tornan poco pertinente la comparación.
Por otra parte, los individuos inmersos
en
procesos de urbanización y modernización se encuentran amenazados
por procesos de desestructuración de su identidad. Para Delgado,
las sectas religiosas, que utilizan los espacios públicos como
territorios
de evangelización, son un modo de hacer frente a esta desestructuración
y de organizar una coherencia identitaria a nivel personal. De aquí
la posibilidad y pertinencia del estudio de las sectas desde una
antropología
de lo urbano (estudio al que está dedicado el cuarto capítulo
del libro). Tras exponer sus características generales, nuestro
autor lleva a cabo una muy interesante interpretación de estos
movimientos
de renovación religiosa a partir de las ideas de «complexofobia»
(las sectas como modo de combatir el síndrome de pavor a la complejidad
y de búsqueda de las certidumbres que la simplicidad procura) y
de «sociedades intersticiales» (como tales, las sectas no niegan
en realidad la estructura social, sino que hacen las funciones de
cohesión
social que las instituciones tradicionales en crisis, como la familia y
la escuela, se muestran incapaces de hacer).
El animal público es un ensayo
hermoso, valiente y arriesgado, que apunta caminos para la
investigación
antropológica, pero que, a mi modesto parecer, contiene planteamientos
y afirmaciones discutibles. Ante la disolución de los ámbitos
de estudio tradicionales de la antropología, los antropólogos
andan a la búsqueda de objetos de estudio en las sociedades
contemporáneas.
Algunos han encontrado estos objetos en el estudio de los inmigrantes,
los gitanos y los marginados. Delgado rechaza esta orientación de
la disciplina porque convierte a la antropología en «el marcaje
y fiscalización de disidencias», en «una especie de
ciencia de las anomalías y las desviaciones», en una disciplina
«para el control sobre supuestos descarriados e indeseables»;
deja, así, sin contemplar la posibilidad de que el estudio de estos
objetos pueda hacerse desde una perspectiva crítica, utilizándolos
para analizar los mecanismos de poder, opresión, explotación
y dominio existentes; lo que, en mi opinión, vendría a conformar
un espacio de estudio antropológico de gran interés.
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Recensión 03
Paola Cavalieri y Peter
Singer (coord.):
El proyecto "Gran Simio". La igualdad
más allá de la humanidad.
Madrid, Trotta, 1999. http://www.trotta.es
Por Pedro Gómez García
Se nos emplaza más allá del
antropocentrismo. Se proclaman derechos para los grandes simios. Uno
reacciona
escéptico al leer por primera vez una pintada en la pared reivindicando
"liberación animal". Cuando la emancipación humana, tras
dos siglos de revoluciones que la proclamaban, está aún por
llegar mínimamente a una gran mayoría de las personas humanas,
y cuando parecen ser cada día menos los que creen en ella, sorprende
que se esté formando un movimiento filosófico y social en
pro de la liberación animal, o con más exactitud, en pro
del reconocimiento de ciertos derechos a los simios antropomorfos.
El libro presenta una Declaración
sobre los grandes simios (pág. 12-15), en la que exigen que
"la comunidad de los iguales se haga extensiva a todos los grandes
simios:
además de los seres humanos, los chimpancés, los gorilas
y los orangutanes". Tal comunidad moral implica básicamente el
reconocimiento
del derecho a la vida, la protección de la libertad individual y
la prohibición de la tortura.
Coordinan la edición Paola Cavalieri
y Peter Singer, sorprendentemente ambos filósofos, especialistas
en ética, que han dirigido su mirada no a las consabidas nieblas
transcendentales sino a las formas vivas, de cuya evolución formamos
parte inequívocamente también nosotros los humanos. El australiano
Peter Singer es, desde hace más de veinte años, uno de los
profetas más conocidos del movimiento por la liberación animal
(véase su ensayo Liberación animal, Madrid, Trotta,
1999).
En la obra que reseñamos ahora, una
treintena de especialistas internacionales, etólogos, éticos,
filósofos, zoólogos, sociólogos, antropólogos,
psicólogos y juristas, abogan por la causa de los primates más
próximos a nosotros, todos ellos en peligro de extinción,
y presentan sus argumentaciones en favor del proyecto de reconocerles
ciertos
derechos. Además, los autores solicitan adhesiones y apoyo a ese
proyecto. Habrá que derrumbar la muralla de prejuicios,
convencionalismos
e intereses que la humanidad ha levantado para perpetuar, sin demasiado
mala conciencia, la tiranía impuesta sobre todo el reino animal.
Lo cual supondrá revisar y rectificar la arrogante filosofía
cartesiana que ha concebido la naturaleza como puro objeto de posesión
y dominio.
No se trata de una reedición del
jainismo
(doctrina que preconizaba un respeto absoluto hacia toda forma viva por
insignificante que fuera), sino una concreta propuesta inédita,
que, bajo la denominación de Proyecto gran simio, pretende
extender el ideal de igualdad moral, de libertad o de prohibición
de la tortura, que ya existe entre los humanos, a los restantes grandes
simios mencionados. La razón estriba en la constatación fundamental
de que nosotros los animales humanos somos también grandes simios;
pertenecemos al grupo de los monos antropomorfos, junto con el
orangután,
el gorila y el chimpancé, con quienes compartimos básicamente
el más cercano parentesco genético, cerebral y social. De
hecho, todos somos, con indiscutible analogía, seres inteligentes,
dotados con una vida social y emocional notablemente compleja. De ahí
que arguyan el deber moral de oponerse a cualquier sufrimiento
infligido
por la prepotencia humana.
En el fondo, no se trata de humanizar a
los
animales, o a algunos de ellos, sino de humanizarnos nosotros,
haciéndonos
responsables de su preservación en las condiciones que por su
naturaleza
les pertenecen. No es tanto reconocerles unos derechos "humanos" cuanto
cumplir nuestra obligación de reconocimiento y respeto por esas
formas superiores de la evolución de la vida, tan próximas
a nuestro ser de personas. Tan próximas, que seguramente hayamos
de atribuirles en algún grado el carácter personal.
Como he dicho, el principal razonamiento
parte
de la gran proximidad biológica de los grandes simios respecto a
los humanos (y viceversa), dado que su genoma y el nuestro difieren en
menos de un uno por ciento. A lo que se suma una clara cercanía
psicológica y social. Es muy ilustrador conocer las amplias y hasta
conmovedoras experiencias de investigación, realizadas sobre la
vida de estas criaturas, a lo largo de los últimos treinta años.
Sin duda la lectura del libro basta para derrumbar nuestros más
arraigados prejuicios, a la par que nos plantea interesantes cuestiones
teóricas de toda índole, cuyas repercusiones aún habrá
que debatir durante mucho tiempo.
Lo que ya sabemos parece más que
suficiente
para justificar la atrevida propuesta del proyecto, que apunta a
concederles
a los individuos de estas especies la categoría de "personas", en
la medida en que poseen grados de inteligencia, sensibilidad y
autonomía
de acción equiparables a las de un niño pequeño.
Nadie, sin embargo, propone incurrir en
alguna
clase de radicalismo. Más bien se nos convoca a responsabilizarnos
de la suerte de estos hermanos pequeños, menesterosos, que requieren
nuestra protección para sobrevivir y para hacerlo con un mínimo
de dignidad animal. Nada de esto justificará, por tanto, el que
surjan grupúsculos humanos fanatizados por una nueva modalidad de
integrismo, de hirsuto zoocentrismo, que actúen como energúmenos
en defensa a ultranza de las prerrogativas de los póngidos o
cualesquiera
otros animales extrahumanos.
Para ser coherentes, si reivindicamos
los
derechos de los orangutanes, gorilas, y chimpancés, ¡con cuánta
más razón reclamaremos la condición de personas y
los derechos para los cientos de millones de habitantes humanos de este
planeta, los pobres, cuyo genoma es cien por cien el mismo que el de
los
plutócratas y los bien acomodados ciudadanos del mundo rico! Cuanto
más lejos levantemos la muralla -la defensa del derecho-, mejor
quedará defendido el baluarte.
La explotación de la naturaleza, en
clave neolítica y luego industrial, proporcionó el modelo
para la colonización de otras sociedades y para el sometimiento
de las castas y clases de la propia sociedad. No deja de tener su
lógica
que una reconsideración del respeto que la naturaleza merece y de
los derechos que asisten a otras especies vivas llegue a repercutir, en
un recorrido análogo pero de signo diverso, en la asunción
de un modelo para una convivencia más justa, más ecológica,
con un sentido civilizatorio transcultural y de mayor equidad o
democracia
entre las sociedades humanas y en su interior.
Por último, esta defensa de la igualdad
más allá de la humanidad no es sino un modo de reconocer,
asimilar y pensar la inserción natural del hombre, nuestra plena
pertenencia a la esfera de la vida y a este mundo terrenal y cósmico.
Nos abre un camino a la superación del dualismo recalcitrante, que
lleva siglos produciéndonos la ilusión de estar por encima
de este mundo "natural" y "material", creyendo ser no sé qué
sujetos transcendentales.
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Recensión
04
Roberto Follari y Rigoberto
Lanz (comp.):
Enfoques sobre posmodernidad en América
Latina.
Caracas, Sentido, 1998.
Por José Luis Solana
Ruiz
El inveterado etnocentrismo de nuestra
sociedad,
la fascinación, teñida de complejo de inferioridad y de acríticos
deseos de europeización, de nuestros intelectuales y el no por
disimulado,
menos arraigado desprecio intelectual hacia nuestros «hermanos
latinoamericanos»
han hecho que en nuestro país se ignoren los desarrollos, muchas
veces ricos y sorprendentes, realizados en Latinoamérica en torno
a la posmodernidad, de manera que el foco de atención sobre estas
cuestiones ha quedado recluido al feudo eurooccidental. Con esta breve
reseña intento contribuir a paliar semejante injusticia. Para ello
reseñaré un libro de interés que, por contener contribuciones
de señeros autores latinoamericanos que se han ocupado de la
posmodernidad,
puede valer como introducción a algunos desarrollos de la posmodernidad
en Latinoamérica. Además, sirviéndome del libro que
recensiono, proporcionaré un conjunto de actuales compilaciones
sobre la posmodernidad procedentes de distintos países del continente
americano.
En el primero de los textos compilados
en Enfoques
sobre posmodernidad en América Latina, el filósofo chileno
Martín Hopenhayn analiza la identidad latinoamericana y de los jóvenes
metropolitanos en la época de la posmodernidad, mostrando el carácter
sincrético y mestizo de ambas. Frente a la identidad acrítica
y a la identidad fundamentalista antimoderna, propone una identidad
enriquecida
transculturalmente. El colombiano Jesús Martín Barbero, después
de referirse a algunas de las paradojas existentes en el mundo
posmoderno
(opulencia comunicacional, pero debilitamiento de lo público; inmensa
disponibilidad de información, pero deterioro de la educación
y de la reflexividad; explosión de imágenes, pero empobrecimiento
de la experiencia; saturación de signos, pero déficit simbólico),
expone las transformaciones de nuestra percepción del espacio y
del tiempo introducidas por la experiencia audiovisual, así como
algunos de los modos posmodernos de habitar la ciudad.
En su contribución, el eximio sociólogo
venezolano Rigoberto Lanz, autor de El discurso posmoderno
(Universidad
Central de Venezuela, Caracas, 1996) y director de uno de los centros
de
investigación (el CIPOST: Centro de Investigaciones Post-doctorales),
así como de una de las revistas (Relea. Revista Latinoamericana
de Estudios Avanzados) que más y mejor están desarrollado
los debates sobre posmodernidad en Latinoamérica, responde, entrando
en diálogo con autores del calado de Omar Calabrese, Anthony Giddens,
Ágnes Heller o Fredrich Jameson, a algunas de las críticas
realizadas a lo posmoderno. Igualmente, el epistemólogo argentino
Roberto Follari (quien se ha ocupado prolijamente de la posmodernidad
en
obras como Modernidad y posmodernidad: una óptica desde América
Latina, Aique/Rei, Buenos Aires, 1990; Posmodernidad, filosofía
y crisis política, Aique/Rei, Buenos Aires, 1993; y Territorios
posmodernos, Universidad Nacional de Cuyo, 1995) rebate algunas de
las malinterpretaciones existentes en torno a la posmodernidad.
Santiago Castro-Gómez, filósofo
colombiano, muestra las características centrales de la crítica
posmoderna al neocolonialismo en Latinoamérica y de la teorización
poscolonial sobre Latinoamérica en los Estados Unidos. Por su parte,
el filósofo costarricense Alexander Jiménez aborda, a partir
de la intimidad en situaciones de desgracia y del duelo, los mecanismos
conforme a los cuales los massmedia desarticulan y reconfiguran
determinados
planos de la subjetividad (afectos, sensibilidades, estructuras de
percepción,
etc.). Finalmente, la venezolana Magaldy Téllez, tras acometer varias
cuestiones en torno al significado del concepto de posmodernidad,
realiza
un recorrido por los planteamientos de autores como Berman, Vattimo,
Lyotard,
Habermas y Foucault para analizar la noción de tiempo subyacente
a cada uno de ellos.
Procederé a continuación, como
señalé al principio, a referir algunas compilaciones que
pueden servir para obtener una panorámica sobre el debate de la
posmodernidad en América Latina. Son las siguientes: John Beverley
(comp.), The Postmodernism. Debate in Latin America, Duke,
Durham,
1995; Alexander Jiménez (comp.), Del búho a los gorriones.
Ensayos sobre la postmodernidad, Guayacán, San José de
Costa Rica, 1993; Rigoberto Lanz (comp.), La discusión posmoderna,
Tropykos, Caracas, 1993; R. Lanz (comp.), Paradigma, método y
posmodernidad, Universidad de los Andes, Mérida, 1995; E. Mendieta
y P. Lange-Churión (eds.), Latin America and Postmodernity. A
Reader, Humanities Press, Nueva Jersey, 1997; El debate
modernidad-posmodernidad,
Puntosur, Buenos Aires, 1989; Debates sobre la modernidad y la
postmodernidad,
Nariz del Diablo, Quito, 1991; Temas posmodernos. Crítica a la
razón formal, Fondo Editorial de la Asamblea Legislativa del
Estado Miranda, Caracas, 1998. A los interesados en la posmodernidad
les
será fructífero atender a los enfoques que de ésta
se están realizando en América Latina.
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Oriol Romaní:
Las drogas. Sueños y razones.
Barcelona, Ariel, 1999.
Por José Luis Solana
Ruiz
El libro que reseñamos --que agrupa,
revisados y reelaborados, una serie de textos ya publicados por su
autor--
aborda la problemática de las drogas desde una perspectiva
antropológica
(su autor es profesor de Antropología Social en la Universidad Rovira
i Virgili de Tarragona). Las principales características metodológicas
de la antropología (enfoque holístico y comparativo, etnografía,
la cultura como uno de los ejes centrales de análisis, técnicas
cualitativas y cuantitativas de investigación, acceso al nivel local
o microsocial articulándolo y haciéndolo interaccionar progresivamente
con los niveles macrosociales) si se manejan bien --y Romaní lo
hace con pericia-- propician feraces análisis de los fenómenos
sociales, de los que este libro constituye un buen ejemplo.
Tras informarnos, en el capítulo
primero,
sobre sus experiencias etnográficas y de intervención social
en el ámbito de las drogas, Romaní expone en el segundo capítulo
los orígenes históricos de la configuración del «problema
de la droga» a partir de las Guerras del Opio en el siglo XIX, con
las medidas prohibicionistas y penalizadoras del consumo de drogas en
los
Estados Unidos y con el proceso de medicalización de las
drogodependencias.
En el capítulo tercero acomete los
problemas que la definición y clasificación de las drogas
y las drogodependencias plantean; además, expone los tres modelos
básicos existentes con respecto a la consideración general
de las drogas: el modelo penal, construido a partir de un paradigma
jurídico-represivo
(la droga como delito, criminalización y estigmatización
de sus usuarios, prohibición de las drogas); el modelo médico
(el drogadicto, no ya como delincuente, sino como enfermo), en cuya
conformación
Lewin jugó un papel esencial; y el modelo sociocultural. Estos modelos
no son meramente teóricos, sino que tienen relevantes consecuencias
prácticas, pues inspiran formas de gestión del «problema
de la droga».
Romaní resalta la relevancia de las
drogas en los procesos de automedicación y autoatención en
salud, subraya la continuidad entre «drogas» y «medicamentos»,
y reubica a las drogas en el contexto más amplio de la atención
a la salud, evitando la sesgada reclusión de estas en las experiencias
de ebriedad o narcosis. Analiza las principales condiciones
sociohistóricas
que han permitido la emergencia de las drogodependencias como fenómeno
social.
Los modos como se articulan los modelos
penal
y médico en los distintos contextos socioculturales conforman las
ideologías y las prácticas dominantes actualmente en el campo
de las drogas. Romaní muestra las secuelas del modelo penal y los
equívocos generados por el modelo médico (como, por ejemplo,
la confusión entre causa y efecto presente en la conceptualización
del «síndrome amotivacional» endosado al uso de la cannabis)
Por su parte, el modelo sociocultural
pone
de manifiesto la necesidad de considerar, en el estudio del fenómeno
de las drogas, tres factores constitutivos fundamentales: la sustancia
(de la que, a nivel farmacológico, derivan determinados efectos
objetivos), el contexto sociocultural y el individuo, considerando como
determinantes a las variables de tipo sociocultural. Romaní ejemplifica
esto (los condicionamientos de los elementos socioculturales sobre los
propios efectos de la droga) con el uso del tabaco como alucinógeno
entre los warao del Amazonas. Y mediante los casos de los usos
de
la coca en los Andes y del tabaco y el alcohol en la España moderna
ilustra los proteicos significados culturales y las cambiantes
funciones
sociales de las drogas. Subsiguientemente, sintetiza las principales
funciones
que cumplen las drogas en las sociedades contemporáneas, tanto a
nivel económico como social e ideológico-político.
Lo relevante para comprender el fenómeno
de las drogas es analizar el sistema de articulaciones que se
establecen
entre producto, contexto e individuo. Así, la adicción, por
ejemplo, no es única ni principalmente consecuencia de los efectos
farmacológicos que las sustancias provocan sobre un individuo, sino
que se trata de un constructo sociocultural en el que influyen todo un
entramado de relaciones sociales y expectativas culturales vinculadas,
por otra parte, a los procesos de construcción de la identidad
personal.
Por lo que a la clasificación de las
drogas se refiere, recoge en sendos cuadros la propuesta clasificatoria
de Fort y la propuesta de Edwards y Arif sobre las principales
variables
que deben considerarse a la hora de clasificar los distintos usos
sociales
de las drogas. El primer cuadro incluye: denominación oficial de
la droga, dosis adulta habitual, duración del efecto, usos médicos
legítimos, cantidad de usuarios, tolerancia, dependencia física,
abuso y toxicidad, efectos (psicológicos, farmacológicos
y sociales) a corto y largo plazo de las dosis comunes, forma legal de
reglamentación y control. Finalmente, refiere --siguiendo de nuevo
a Edwards y Arif-- las características principales del modelo
tradicional
y del modelo moderno de consumo de drogas.
La construcción social del «problema
de la droga» en España es el tema acometido en el capítulo
cuarto. Narra la historia de los derivados de la cannabis en nuestro
país
desde la posguerra hasta los años setenta, historia que aparece
vinculada a los procesos de desarrollo de las sociedades
urbano-industriales
y a las subculturas juveniles (por ello clarifica previamente los
conceptos
de modernización y cultura juvenil). Igualmente, recorre la historia
del «problema de la droga» en la España contemporánea,
discerniendo cuatro períodos. Dentro de los tres primeros períodos
se refiere al marco sociopolítico, los principales usos de drogas
ilegales, los dispositivos asistenciales emergidos, las culturas
juveniles
vinculadas al uso de determinadas drogas, y el modelo de percepción
y gestión de las drogas (penal o médico) hegemónico;
en el cuarto período realiza unas reflexiones sobre los usos de
las drogas de diseño.
Los períodos que establecen son: 1º)
de 1968 a 1976: extensión del uso del hachís entre determinadas
subculturas juveniles como los jipis, llegada de la heroína, la
asistencia sociosanitaria en el campo de las drogas recayó sobre
los servicios sanitarios de atención a los alcohólicos, creación
de la Brigada Especial de Investigación de Estupefacientes de la
Policía y de los grupos especializados de la Guardia Civil, comienza
a encenderse la alarma social alrededor del tema, a magnificarse el
consumo
de hachís y a gestionarse el «problema de las drogas»
a partir del modelo penal y del paradigma represivo-criminalizador; 2º)
de 1977 a 1981: extensión del consumo de alcohol, tabaco y hachís,
aumento del consumo de heroína, consumo de droga por los jóvenes
radicales urbanos como los punkis; 3º) de 1982 a 1992: polémicas
sobre seguridad ciudadana ligadas al tándem delincuencia-drogas,
relativo aumento del consumo de cocaína, irrupción del sida
transmitido mediante el consumo de drogas por vía intravenosa,
expansión
de la asistencia social a drogodependientes, aumento de la alarma
social
sobre el tema, reforma del Código Penal y Ley Corcuera, introducción
de los programas de metadona; y 4º) de 1993 a 1998: posmodernidad,
éxtasis y drogas de diseño.
Además de los recorridos por la historia
del «problema de las drogas» en nuestro país, el capítulo
cuarto nos ofrece también, y de modo paralelo a esos recorridos,
un análisis de la construcción social del «problema
de la droga», utilizando para ello un fenómeno sociocultural
relevante: la cultura juvenil. La misma cuestión es analizada en
el capítulo siguiente, pero en relación a un fenómeno
sociocultural distinto: las migraciones. El capítulo quinto nos
ofrece, además, una perspectiva macrosocial sobre el actual sistema
de las drogas. Tras unas previas precisiones conceptuales en torno al
concepto
de marginación social, conceptualizado fundamentalmente en relación
a los procesos de estigmatización, Romaní muestra cómo,
en lo concerniente a las relaciones entre sistema mundial y drogas, el
tráfico ilegal de drogas y la «guerra contra la droga»
consolidan las desigualdades socioeconómicas y las relaciones de
poder neocolonialistas existentes a nivel mundial.
Pasa luego a ocuparse de la
discriminación
y estigmatización que los inmigrantes extranjeros padecen en nuestro
país, para recalar en la cuestión de los prejuicios y juicios
interesados existentes con respecto a la imbricación de algunos
inmigrantes en el mundo de las drogas. Termina señalando el carácter
adictivo que tiene la construcción social del «problema de
la droga» sustentada en el paradigma prohibicionista dominante.
El capítulo sexto está dedicado
a las relaciones entre las Ciencias Sociales, en especial la
Antropología,
y la intervención en el campo de las drogas. Romaní critica
el paradigma cientificista positivista por su incapacidad para dar
cuenta
de la complejidad de los fenómenos humanos y de nuestras sociedades.
Con el fin de respetar esta complejidad, las Ciencias Sociales deben
abordar
el estudio de los problemas humanos a partir de los tres niveles que
los
constituyen, a saber: el biológico, el sociocultural y el psíquico.
Estos tres niveles mantienen entre sí una relación sinérgica
en la que, no obstante, el sociocultural termina por ser el
condicionante
principal. La investigación empírica, la conceptualización
teórica y las intervenciones sociales en el campo de las drogas
deben guiarse por un nuevo paradigma epistemológico (relacional,
sistémico, holístico, de la complejidad... como quiera llamársele).
El análisis socioantropológico
tiene en la desconstrucción de la construcción social de
las drogas una de sus tareas principales. Esta desconstrucción
permitiría
enfocar las intervenciones de otra manera. Romaní esboza un modelo
de análisis de los procesos de asistencia a los drogodependientes
en el que subraya la necesidad de indagar las condiciones requeridas
para
que un individuo se convierta en «asistible» y de acometer
una crítica a la individualización de los problemas y a la
estigmatización de los drogodependientes --que constituyen dos de
las secuelas de la ideología y las prácticas asistencialistas
reinantes--. El modelo propugnado por Romaní presta especial atención,
con el fin de adecuar de manera dúctil y dinámica las posibles
intervenciones, a los itinerarios individuales de los
drogodependientes;
así como, para entender la articulación de las drogas con
los demás elementos de la sociedad, al «código cultural»
común o hegemónico existente --con sus distintos subcódigos--
sobre las drogas, pues éste condiciona tanto las formas de uso de
las drogas como las expectativas culturales vinculadas (ejemplifica
esto
con la cuestión del síndrome de abstinencia).
Tras preguntarse por la pertinencia y
las
posibilidades de una «intervención sociosanitaria» en
el campo de las drogodependencias, expone los aspectos principales de
la
metodología de estudio de los usos de drogas desde una óptica
antropológica, las virtualidades del estudio etnográfico
de la cultura de las drogas (señala, a este respecto, la necesidad
de desarrollar una etnografía de los profesionales e instituciones
de la intervención), algunas cuestiones de ética personal
y profesional que se le plantean al antropólogo en el trabajo
etnográfico,
el role profesional del antropólogo en la intervención social
en el campo de las drogas y sus ámbitos de actuación más
destacables.
En el capítulo final (el séptimo),
lleva a cabo un análisis crítico de la actual política
dominante sobre las drogas, mostrando su fatuidad, ineficacia y efectos
perversos, así como un agudo análisis de las ambigüedades
de las políticas de reducción de daños y metadona.
Como contrapartida a las políticas vigentes, esboza algunas de las
líneas principales para una política sensata respecto a las
drogas. Rechaza la utopía de la «eliminación de la
droga» y aboga por optimizar las consecuencias del uso de drogas
aumentando sus beneficios a la par que se reducen sus daños, así
como por la adquisición de una «cultura positiva de las drogas».
Defiende una opción preventiva sustentada, no en un modelo
prescriptivo,
sino en un modelo participativo. Señala las consecuencias sociales,
económicas y políticas que tendría la implantación
de una política «normalizadora» con respecto a las drogas.
Como es sabido, diversos movimientos
sociales
han luchado o bregan por impugnar el prohibicionismo, propugnando a la
par una política de drogas sensata. Al final del libro se incluye
el manifiesto promovido por uno de estos movimientos (el Consejo
Europeo
de ONGs de Drogas y Desarrollo, ENCOD) a favor de una política
de drogas antiprohibicionista, justa y eficaz.
Estamos ante un libro --al que me
atrevería
a calificar de necesario, al menos en el panorama bibliográfico
antropológico de nuestro país-- plagado de planteamientos
acertados: conjuga la desconstrucción crítica de los discursos
dominantes y de las intervenciones sociales hegemónicas sobre «el
problema de las drogas» con acertadas propuestas constructivas; no
se recluye en el mero discurso teórico academicista, sino que acomete
cuestiones prácticas relacionadas con la intervención social
en el ámbito de las drogas; sintetiza con acierto significativos
datos históricos; y, más allá de la mera perspectiva
liberal (cada cual es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera),
ubica
la política sobre las drogas en el ámbito de la gestión
de la salud pública.
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Recensión
06
Marcia Stephenson:
Gender and modernity in andean Bolivia.
University of Texas Press, 1999.
Por Warren C. Gilpin
Las diferencias raciales y culturales se
sitúan
en el primer plano de la lucha boliviana por la igualdad de derechos.
Las
diferencias raciales y culturales están vivamente marcadas en las
mujeres que usan, o no, la ropa nativa y las lenguas indígenas (aymara,
quechua), en vez de la ropa típica occidental y el español.
La ropa y la lengua acentúa la lucha por iguales derechos. Por medio
de la moda, la maternidad, la higiene y el hambre, la clase alta de
Bolivia
explota a la mujer indígena, y no le ofrece los derechos disfrutados
por la élite. El título indica que el libro trata de temas
acerca del género en Bolivia. Cada capítulo aporta su contribución
en esta línea. El objeto del libro es estudiar la evolución
del movimiento feminista por la igualdad de derechos. Marcia Stephenson
ha obtenido datos de primera mano y usa las palabras y experiencias de
gente real para reforzar sus discusiones en cada capítulo. Stephenson
usa muchos textos diferentes, incluyendo ensayos críticos, novelas,
testimonios, manuales educativos, folletos de autoayuda, y estudios de
organizaciones feministas, para apoyar la argumentación del libro.
Empieza el libro con una viñeta que
destaca el conflicto, ilustrando no sólo la lucha por los derechos,
sino también la lucha entre la señora de la élite
de clase alta y la indígena de la clase baja percibida. La viñeta
procede de una revista llamada Mujer y Sociedad (Perú). Dicha
viñeta retrata a una señora conversando con un hombre. Con
el puño levantado, ella declara: «Las mujeres tienen derecho
a reclamar la igualdad y la justicia». En ese momento, la criada,
que estaba escuchando detrás de la puerta, entra de repente y grita:
«¡Bravo!» Sorprendida, la primera mujer se vuelve a la
criada y le dice: «Dije mujeres, no dije empleadas domésticas».
Esta viñeta es un ejemplo no sólo de la política entre
la mujer y el hombre en el país, sino también de la tensión
entre la señora de élite y la indígena. Las dos facciones
tienen el mismo propósito de reducir la explotación, pero
no pueden andar juntas e ignorar sus diferencias.
La gente indígena es ciudadana de
segunda
clase en Bolivia. La ropa y la lengua sirven de instrumento para marcar
diferencias raciales y culturales. En Estados Unidos, el racismo se
basa
principalmente en el color de la piel, pero en Bolivia deriva de la
ropa
que uno lleva. Stephenson argumenta que la raza es cultural en vez de
biológica.
La pollera frente al vestido señala la línea divisoria entre
indígenas y señoras. La pollera, ropa típica de las
indígenas, es un recuerdo tangible y visible de la distinción
de clase. Stephenson observa que, «la ropa es un instrumento para
establecer diferencias raciales y culturales … merced a que la forma de
vestir puede cambiarse voluntariamente o por la fuerza» (p. 112).
La actitud de la élite o los criollos es que pueden cambiar a la
gente indígena e incorporar este cambio en una nación moderna.
La ropa occidental produce una imagen de modernidad, mientras la ropa
nativa
produce una imagen de atraso. Pero, el cambio en la forma de vestir
requeriría
que uno negara el pasado, la identidad, y el origen.
Stephenson pone de manifiesto una
paradoja:
que las élites tienen la necesidad de modernizar al indio atrasado
y, al mismo tiempo, la necesidad contraria, de remarcar la línea
divisoria entre las dos clases. Parece que la élite quiere las dos
cosas, una Bolivia moderna, pero con papeles culturalmente definidos,
donde
la élite mantiene el control. La clase alta quiere el progreso y
que los indígenas se unan a él adoptando la vestimenta y
los hábitos de aseo típicos occidentales. Pero esto llegó
a ser una fuente de preocupación para el criollo, pues mediante
un simple cambio de ropa (un «mestizaje») el indio podría
hacer invisibles las diferencias raciales y pasar como un mestizo. Las
señoras decidieron a obligar a sus criadas a vestir la pollera en
vez de un vestido, presumiblemente para mantener la casta como
separación
entre ellas y las indias.
También destaca el libro la necesidad
de que los educadores criollos incorporen la higiene en el currículum
rural. La suciedad frente a la limpieza ha operado para marcar
diferencias
culturales, raciales y de género desde que el mundo empezó.
Los criollos percibieron a los indígenas como gente plagada de
enfermedades,
y las señoras empezaron a hacer una campaña a favor de no
permitir que las cholas (indígenas trabajadoras) usaran los
autobuses públicos. Al mismo tiempo, la Policía Higiénica
empezó a someter a las cholas que trabajaban en casas de mestizos
a exámenes médicos. Las mujeres cholas tenían que
ponerse de pie, desnudas, delante de los agentes varones, los mismos
agentes
que examinaban a prostitutas, y ellos les inspeccionaban el cuerpo
buscando
señales de infección. La mirada voyeurista de la Policía
Higiénica contribuyó a consolidar el prejuicio de que los
indios eran gente enferma y sucia. Puesto que la ropa es tan central a
la identidad chola, al obligarlas a despojarse de la pollera, la
Policía
Higiénica pretendía despojarlas de su etnicidad o suprimirla.
La higiene significaba claramente algo más que estar limpio. Son
obvios los mensajes políticos y culturales que se enviaron a las
comunidades rurales.
Stephenson termina su libro diciendo
«los
esfuerzos renovados de la organización y movilización indígena
durante las dos décadas pasadas y la presencia creciente de los
indígenas en sectores políticos y sociales de la vida urbana
han hecho que algunos subrayen que el «criollaje» (el proyecto
nacional de conformar un país criollo) al final ha fallado»
(p. 203). Pero está claro que el aumento de las diferencias raciales
y culturales no significa necesariamente que el cambio en lo
socioeconómico,
el mantenimiento de la ropa indígena y el aumento de poder político
y riqueza económica, haya cambiado mucho el país. Los valores
de la élite sólo reflejan los valores y principios de una
minoría colonial, e impiden a la mayoría tradicional vivir
de una manera digna y respetuosa con su cultura.
Los historiadores, sociólogos, y
antropólogos
encontrarán este libro útil e interesante. Será una
adquisición provechosa para cualquier universidad o biblioteca pública
que mantenga colecciones importantes en temas de sociología y
antropología.
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Recensión
07
Juan José
Castillo:
A la búsqueda del trabajo perdido.
Madrid, Tecnos, 1998.
Por Carmen Rodríguez
Guzmán
A la búsqueda del trabajo perdido es
un ejemplo de la mejor tradición sociológica. A saber, aquella
en la que el trabajo empírico y la fina reflexión teórica
están unidas y bien trabadas. El presente trabajo nos invita, en
tiempos tan propensos a utilizar conceptos como sociedad tecnológica,
sociedad del ocio o sociedad de la comunicación, a tomar distancia
crítica con respecto a procesos sociales que se nos presentan como
evidentes e inapelables, en este caso concreto, la «desaparición»
del trabajo industrial.
Juan José Castillo nos muestra
realidades
del mundo del trabajo varias y diversas, paradójicas y contradictorias
que difuminan y esconden los contornos del que fuera transparente
trabajo
asalariado. Realidades invisibles a una mirada sociológica carente
de teoría.
«El empleo ha muerto» es el lema
de una ofensiva ideológica. La desaparición del trabajo y
con él la clase obrera no es cosa de hoy: Bell 1961, Ure 1835, Naysmith
1851. Este último escribía: «esa clase de obreros que
dependía exclusivamente de su pericia, ya no tienen razón
de ser».
Uno de los impedimentos para pensar el
trabajo
en nuestros días es la noción de trabajo asalariado, ya que
bajo el sello del fin de la sociedad del trabajo existen toda una serie
de trabajos imperceptibles. Hace falta estar más cerca para encontrar
el trabajo perdido, para conocer sus características y cuáles
son las experiencias de la gente. El objetivo, por tanto, es
identificar
el obrero colectivo que reproduce la producción de nuestras sociedades.
«El trabajo industrial no existe para
quien no lo ve. Pero sí para quien lo vive». Juan José
Castillo ofrece ejemplos que hablan por sí mismos: Fuenlabrada,
Madrid, en un almacén de todo a cien; Elda, Comunidad Valenciana,
la industria sumergida del zapato; Madrid, talleres de confección
clandestinos con trabajadores chinos; Isla Cristina, Andalucía,
trabajo sumergido; y Asturias, donde la práctica de la subcontratación
está haciendo de la minería un sector precario.
El trabajo en las sociedades complejas
se
presenta en estado fluido. Los procesos productivos se disuelven y se
extienden
en diversos territorios y, para dar cuenta de ello, es preciso romper
con
la categoría «sector servicios» que esconde más
que enseña y que justifica ese «adiós al proletariado».
La intensificación del trabajo es uno
de los conceptos clave para abordar el estudio del «nuevo»
trabajo, a través de él podemos detectar diversas situaciones
como trabajar más con más desgaste en el mismo tiempo; el
aumento constante de la cantidad de tiempo pasado en el puesto de
trabajo;
o el aumento de la demanda de trabajo no pagado (voluntariado, amas de
casa). Trabajar más, con más funciones en el mismo tiempo,
es una de las claves del modelo de producción ligera. Parece que
el trabajo desaparece porque los que quedan trabajan el doble. Castillo
lo afirma claramente: «la hegemonía disciplinaria conseguida
se plasma en que unos se matan por trabajar: paro y precarización
del empleo; y otros se matan trabajando: intensificación del trabajo,
la nueva gestión basada en el estrés». Se constata
la aceptación casi homogénea de la precariedad, prefiriéndola
a la pérdida de la actividad productiva. De esta forma se consigue
la adhesión a cualquier política organizativa empresarial
que produce ese trabajo fluido, disperso, invisible, intensificado y
desregularizado.
La gente busca ese tipo de trabajos porque no encuentra verdaderos
trabajos.
Los discursos dominantes están fabricando las expectativas de los
actores sociales y, por tanto, configurando sus mundos posibles. Tarea
a la que contribuyen las Ciencias Sociales cuando se priman ciertos
temas
de investigación y otros quedan condenados al desinterés
y al olvido.
La cuestión de los cambios en la
organización
del trabajo está enmarcada en el proceso de implantación
de un nuevo modelo productivo que desde finales de los ochenta se está
llevando a cabo en Europa: la producción ligera. La versión
europea del toyotismo se denominará sistemas antropocéntricos
de producción (APS). Un nuevo sistema orientado a reducir la
incertidumbre del mercado y del trabajo, centrándose en los ámbitos
de la gestión, la organización y las tecnologías.
Castillo nos advierte de que en toda implantación de «nuevos»
modelos subyace la idea de un ruptura, un antes y un después, que
liquida la posibilidad de pensar en términos de procesos complejos.
Frente a los estudios de un fenómeno a vista de pájaro y
que basten cuatro brochazos para calificar una situación que se
desconoce, el autor propone los estudios de caso, investigando más
lo hecho que lo dicho, donde los modelos como polos opuestos se
convierten
en puntos de un continuo. Modelos productivos que han de ser estudiados
dentro de la historia de la empresa y del contexto social donde se
inscriben;
deben insertarse en la compleja transformación de la organización
del trabajo global de la empresa, detectar los cambios en la
organización
jerárquica de la empresa, formas de motivación e implicación
de los trabajadores, las perspectivas de los sindicatos. El análisis
de dispositivos y causas debe completarse con referencia al modelo en
su
conjunto: proyecto y diseño de productos y procesos, qué
se hace dentro y qué se manda fuera (política de subcontratación),
cómo vender los productos y en qué mercados (tipo de producto,
calidad, producción en serie, lotes, etc).
Como estudio de caso el autor nos
presenta
su investigación en la fábrica Fasa-Renault de Valladolid
donde se analizan y demuestran las dificultades, los éxitos, las
rectificaciones y aprendizajes, junto con las interpretaciones y
vivencias
de los distintos actores sociales implicados. Fasa constituye un caso
excepcional
en el que se elige una sede periférica como líder experimental
en la puesta a punto de un conjunto de medidas tecnológicas y
organizativas,
diseñadas para alcanzar a los japoneses. La fábrica líder
debe ser capaz de copiar todo lo bueno de sus homólogos, y así
evaluar los resultados para que puedan ser copiados en otros centros de
trabajo de Renault. Valladolid fue elegida por las «ventajas de tipo
laboral» que ofrecía: trabajadores «dispuestos»
a trabajar en sábados, a trabajar más intensivamente, a flexibilizar
horarios y cargas de trabajo, o a «echar horas» de formación
fuera del horario de trabajo.
El sector del automóvil es un sector
estratégico para la economía regional en términos
de valor añadido, empleo y comercio exterior. Pero el carácter
extranjero de las grandes empresas no permite el control de importantes
decisiones por parte de las autoridades regionales.
La reducción de las plantillas,
progresiva
desde los años ochenta a los noventa, a través del uso continuo
de los expedientes de regulación de empleo ha ido acompañada
por una elevación del volumen de producción. Este incremento
de la productividad, junto con la moderación de los costes salariales,
hacen posible que la industria del automóvil en la región
sea una industria competitiva en Europa.
La estrategia participativa de Fasa
Renault
de Valladolid se basó en las Unidades Elementales de Trabajo (UET).
Estudiar estos grupos de producción implica tener presente: la
experiencia
anterior de nuevas formas de organización, la antigüedad de
la maquinaria utilizada, el grado de dureza del trabajo, la inclusión
del «trabajo de servicios», la importancia estratégica
del producto parcial o del proceso y el grado en que afecte a cada UET
la política de movilidad de la empresa (desestabilización
de colectivos de trabajo y políticas de implicación y motivación).
Las UET hacen responsables a los
trabajadores
en dos sentidos: responsables del trabajo que desarrollan como personas
y responsables de los errores que cometan. Sin embargo, la nueva
organización
de en UETs ha sido enormemente perjudicada por las políticas de
movilidad interna de la empresa y por la bajada de actividad que ha
forzado
la salida de la empresa de la mitad de los trabajadores. El desarrollo
cotidiano de una UET provoca situaciones en las que el jefe de una
unidad
asume como inevitable y necesario que la producción tenga que salir,
aunque sea a base de realizar él mismo tareas de reemplazante. Por
su parte, el obrero directo percibe las mejoras de la UET como un
sistema
en el que hay siempre «un puesto menos de trabajo». Pese a
esto los jefes de las nuevas UET afirman haber mejorado las relaciones
con los trabajadores.
La conclusión es bien clara: «se
trabaja más porque lo primero es que tienes más responsabilidad;
y, además, llevas muchas máquinas. O sea, se trabaja bastante
más». La producción ligera puede ser «aligerar
el trabajo», hacerlo más llevadero. Pero también, «aligerar
al trabajo», sobrecargarlo, intensificarlo. Los trabajadores padecen
estrés y aumenta, si cabe, la necesidad de dotar de sentido lo que
se vive y lo que se hace. Gracias a ese estrés «estamos trayendo
actividad aquí, y eso ¿por qué es? Pues porque somos
rentables, no nos engañemos. Y gracias a eso estamos trabajando,
que si no, no estaríamos trabajando todos». Vivir para trabajar.
Vivir estresado para ser rentable y seguir trabajando. Se detecta un
amplio
consenso en los distintos actores sociales sobre la «necesidad de
competir» para «asegurar el futuro», a pesar de que la
carga de trabajo ha aumentado en proporción inversa a la reducción
de plantilla.
Otra de las contradicciones del
funcionamiento
de las UETs, detectadas en la investigación, es la carencia de un
diseño capaz de asumir y adaptarse a las contingencias del proceso
productivo: «esto está hecho para que no haya averías,
las máquinas no paren, no falten piezas y nadie se equivoque».
En este clima de tensión conseguir la colaboración se hace
muy difícil. Hecho paradójico en una organización
basada en el presupuesto de que su buen funcionamiento tiene que ver,
sobre
todo, con la voluntad de las personas. Los sindicatos, por su parte,
asisten
a la implantación del nuevo sistema como algo inevitable, pero al
que deben incorporar sus demandas sociales y laborales.
En las nuevas formas organizativas que
persiguen
la competitividad, destacan los rasgos más vendibles de la
participación
de los trabajadores. Sin embargo, cada vez está más documentado
que la mejora de costes internos de las empresas, asociada a la
introducción
del modelo de producción ligera, se hace, en muchas ocasiones,
externalizando
costes. Costes que «adelgazan la fábrica»: costes de
transporte, contaminación, tráfico o traslado de malas condiciones
de trabajo fuera de la fábrica.
La investigación, presentada por
Castillo,
se vertebra en dos ejes fundamentales: el análisis del tejido
productivo
de la región y del papel de las redes de empresas, junto con las
vivencias de los ex-trabajadores. En A la búsqueda del trabajo
perdido aparecen siete biografías rotas reveladorasde
la huella que deja el trabajo en una situación de ocio forzado.
El trabajo entendido en su faceta disciplinaria, repetitiva y de
dureza,
y el trabajo como el lugar de socialización que era antes de la
reorganización.
En las entrevistas se encuentra la
historia laboral previa a Fasa Renault, la entrada en la fábrica,
la carrera en la empresa, los puestos desempeñados (especialmente
el último antes de la salida), la adaptación a la ausencia
del trabajo, la visión del mundo antes y después de la salida
o el punto de vista sobre el futuro del trabajo y de la región de
siete ex-trabajadores de Fasa Renault en Valladolid. Casi todos afirman
echar de menos la empresa, pero reconocen que Fasa ha cambiado mucho.
La
información que les suministran los que quedan es que «aquello
de ha convertido en una cárcel». Todos ellos hablan de las
presiones que sufrieron para «obligarles» a irse, por ejemplo:
los cambios de puesto de trabajo (los llamados «bailes») eran
el instrumento para producir una salida no conflictiva, en la que
preside
la idea de que es mejor dejar la empresa, si no se quieren sufrir
mayores
represalias. Estos ex-trabajadores buscan formas distintas de seguir
sintiéndose
útiles. Y viven con la contradicción de entender su situación
como un despilfarro de cualificación (y encontrarse en paro) y asistir
a la financiación del nuevo modelo de producción en esta
empresa por parte del Estado.
En su empeño de clarificación
conceptual Castillo se detiene en la cuestión de la cualificación
que junto con la producción ligera, temas estrella durante los noventa,
nos hablan de los cambios sustantivos del trabajo de las sociedades
contemporáneas.
La cualificación es un concepto socialmente construido y por tanto
la relación cualificación-empleo depende de cuál sea
la división del trabajo dominante en cada sistema productivo (el
obrero colectivo).
Las cualificaciones son producto de una
u
otra política de división del trabajo, en unos casos se polarizan
las cualificaciones y en otras se equilibran y generan distintas
necesidades
de cualificación. Al hablar de cualificación muchos son los
elementos que entran en su definición, como por ejemplo la implicación
de los trabajadores en el proceso productivo; un rasgo del
comportamiento
ha pasado a ser una categoría cualificacional. Conseguir trabajadores
confiados, implicados o integrados es una de las demandas de
cualificación.
El autor insiste: el estudio sobre las
cualificaciones
debe tomar como objeto de reflexión la configuración productiva:
un proceso completo de trabajo, ya que son las decisiones de cada
distrito
industrial las que orientan cada sistema productivo en una dirección
concreta que origina una división del trabajo y de cualificaciones
específica.
En opinión de Castillo, la Sociología
del Trabajo debe «mirar a los otros para verse a sí misma»
y rescatar el paradigma perdido de la inderdisciplinariedad, haciendo
uso
de esa fuente inagotable que son los cásicos. A través de
ellos, fenómenos que considerábamos nuevos, no resultan serlo
tanto; hallamos modos de explicación más complejos, explorando
las condiciones de posibilidad de determinados hechos. Leyendo a los
clásicos
nuestras ideas se completan y dotan de una extraña originalidad.
Estas lecturas necesarias nos devuelven la forma en que se ha creado
socialmente
tanto la disciplina como sus problemáticas o su institucionalización.
De los clásicos también nos
interesa conocer cuáles son los procedimientos de trabajo de campo,
tal y cómo se realizaron. Según Malinowski, el método
se compone de tres elementos: la capacidad científica, las buenas
condiciones de trabajo, y la aplicación de reglas correctas de recogida
de información. Pero además, hay que estar al día
en la propia ciencia y, sin embargo, deberíamos también saber
abandonar todas las reglas. «El estudio de lo concreto, que lo es
de lo complejo, es posible y más cautivador y más explicativo
aún en sociología» (Mauss, Sociología y antropología).
Para Juan José Castillo, la
interdisciplinariedad
en serio es salir de la propia disciplina buscando los puntos de vista
que la interrogan e incomodan. La interdisciplinariedad mal entendida
es
una confrontación hueca y general. De lo que se trata es de confrontar
puntos de vista, no disciplinas. Algunos de nuestros clásicos proceden
de la antropología: hay que aprender críticamente de lo que
fuimos.
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Recensión
08
Josep R. Llobera:
La identidad de la antropología.
Barcelona, Anagrama, 1999 (2ª ed. ampliada).
Por José Luis Solana
Ruiz
Finalista ex aequo del XVIII
Premio
Anagrama de Ensayo en 1990, se reedita este ensayo antropológico,
ampliado con un postscriptum (págs.127-161), titulado «La
reconstrucción de la antropología», donde Llobera reitera
y profundiza algunos de los temas abordados en la edición anterior.
Con el fin del mundo colonial y la
progresiva
desaparición del «hombre primitivo», objeto de estudio
clásico de la antropología, ésta ha sufrido una seria
crisis de identidad, acentuada durante la década de los ochenta
con la bancarrota de las «grandes teorías» (marxismo,
estructuralismo) que habían inspirado la disciplina durante los
años setenta y la irrupción del posmodernismo en antropología.
El retorno al trabajo de campo y la especialización regional (por
ejemplo, la antropología del área mediterránea) han
sido algunas de las salidas a esta crisis (otras de las «soluciones
de recambio» fueron la antropología aplicada y la llamada
«antropología en casa», centrada fundamentalmente en
el estudio de poblaciones marginales, como los gitanos y determinados
grupos
étnicos).
Llobera realiza en su obra una crítica
al posmodernismo antropológico, al endiosamiento del trabajo de
campo y a la antropología del área mediterránea. Asimismo,
acusa al marxismo politizado, al tercermundismo (del que serían
ejemplo los planteamientos de autores como Edward Said y Martin
Bernal),
al feminismo y al posmodernismo de la «situación de bancarrota
científica total» en la que, según él, se encuentra
hoy la antropología, examinando críticamente estos puntos
de vista (excepto el marxismo politizado, por considerar que hoy «no
es ya una alternativa claramente definida»).
A la antropología posmoderna le achaca
un abandono del método comparado y de la generalización en
antropología, reduciendo ésta a etnografía y la etnografía
a ficción literaria. Según Llobera, el endiosamiento del
trabajo de campo, de la descripción etnográfica, como técnica
de investigación social definidora y constituyente del objeto
antropológico
(es decir, como elemento fundamental de la identidad antropológica),
ha paralizado la comparación como método antropológico,
conduciendo a la etnografía al «detallismo sin ton ni son».
Arremete también contra Clifford Geertz
y el posmodernismo por su consideración de la antropología
como una disciplina interpretativa o hermenéutica y no como una
ciencia experimental nomológica. Llobera aboga por la posibilidad
de desarrollar una antropología científica y considera que
los posmodernos establecen una «dicotomía simplista»
entre interpretación hermenéutica y explicación científica.
Para Llobera, no se trata de rechazar o condenar a la etnografía
interpretativa, sino de calibrarla en sus justos términos, lo que
conlleva la recusación de sus excesos subjetivistas, así
como de sus pretensiones literarias anticientíficas (la etnografía
como un género literario a caballo entre la autobiografía,
la novela y el libro de viajes). Igualmente cuestionable le parece el
anarquismo
epistemológico y el relativismo cultural de los antropólogos
posmodernos y su tendencia a convertir la reflexividad (la interacción
entre el investigador y su objeto de estudio etnográfico) en un
fin en sí mismo de la investigación antropológica,
en la razón de ser de la disciplina.
Repudia el alejamiento del posmodernismo
antropológico
de la ciencia en general y, en concreto, de disciplinas científicas
como la biología. Con Helen Macbeth, Llobera opina que el
desconocimiento,
por parte de los antropólogos sociales y culturales, de los desarrollos
habidos en la biología durante la segunda mitad del siglo XX hace
que se sigan perpetuando añejas dicotomías tales como innato/aprendido,
animalidad/humanidad, genético/ambiental. Similar desconocimiento
muestran los antropólogos posmodernos con respecto a otras ciencias,
como la neuropsicología de un Gazzinaga y la sociología histórica.
Para criticar al posmodernismo se sirve
acríticamente
del libro de Ernst Gellner Posmodernismo, Razón y Religión
(1992). Si bien suscribo la mayoría de las alegaciones de Llobera
contra el posmodernismo antropológico (véase mi esbozo de
crítica epistemológica al posmodernismo antropológico
publicado en el nº 13, abril-septiembre 1999, de la revista Iralka,
dedicado a la posmodernidad), no obstante discrepo de la asunción
acrítica que hace de este libro de Gellner. Al respecto, permítaseme
reproducir aquí lo que de esta obra dije en una reseña (publicada
igualmente en el anterreferido monográfico de Iralka).
El ensayo de Gellner constituye una de
las
críticas más enconadas, irónicas y mordaces, a la
par que simplificadoras y sesgadas, de las arremetidas contra el
posmodernismo
antropológico. Frente al relativismo posmoderno y al fundamentalismo
religioso, Gellner defiende y propugna un fundamentalismo racionalista
ilustrado. Pero su propuesta no parece ir más allá de un
ingenuo y acrítico positivismo ignorante de lo llovido durante los
últimos decenios en filosofía y epistemología de la
ciencia, y, a veces, no pone en práctica su suscribible alegato
a favor de la lógica y la claridad, pues incurre en deducciones
precipitadas y su discurso resulta ambiguo. Donde Gellner cree, con
insultante
contundencia, que hay deducciones, resulta no haberlas. No es cierto,
por
ejemplo, que el inevitable arraigo histórico-cultural de todo
conocimiento
implique ineluctablemente el nihilismo. Del reconocimiento de la
construcción
cultural de los significados no se deriva irremisiblemente, como cree,
su inconmensurabilidad y la subsecuente igualdad de las culturas. En
última
instancia, no se termina de saber qué defiende. Si está defendiendo
la independencia cultural de la ciencia, que la ciencia es un
conocimiento
«que trasciende a la cultura», que está «más
allá y fuera de toda cultura», que «no es sólo
el aspecto cognitivo de esta o aquella cultura», sino «el conocimiento
en sí» (lo que constituye un auténtico desvarío).
O bien que no todos los estilos de pensamiento son cognitivamente
iguales,
que desde una cultura es posible juzgar aspectos de otras culturas, que
unas culturas pueden aceptar modos de conocimiento surgidos en otras
(lo
que es razonable y sostenible). En la obra existe ambigüedad al
respecto.
Pero el librito no acaba aquí. Resulta que el sublime método
científico al que Gellner apela no puede aplicarse en el ámbito
sociopolítico, pues, como muestran el comunismo y el nazismo (dos
de los intentos de aplicación de la ciencia a la política),
desemboca en el terror. El método científico no sirve para
generar alternativas sociales. En el plano social sólo es posible
ir saliendo del paso mediante soluciones intermedias incoherentes y,
«en
analogía a la monarquía constitucional» (instituciones
simbólicas que «parecen funcionar satisfactoriamente»),
sólo es factible una «religión constitucional».
Así que ya saben: «absolutismo racionalista», religión
(monarquía) constitucional y «en cuanto a la superación
de las crisis sociales (...) Una buena voluntad pragmática puede
bastar». Me morderé mi republicana lengua y de las monarquías
me limitaré a decir lo que nuestro autor dice sobre las sociedades:
que «son sistemas de fuerzas reales (...) y deben entenderse como
tales y no sólo como sistemas de significados (...) Pretender lo
contrario no sólo es un error, sino también un engaño.
Es un error que está en flagrante conflicto con lo que (...) conocemos
perfectamente bien».
Con respecto a la antropología del
Mediterráneo (de la que serían representantes autores como
Julian Pitt-Rives, John Peristiany, John Davis y David Gilmore), tras
hacer
una sucinta referencia a una serie de temas culturales sobre el
Mediterráneo
reiterados desde el siglo XIX, Llobera lleva a cabo una crítica
global de ella. De entrada, muestra, con Julian Steward, el carácter
problemático del concepto de área cultural (hay cambios temporales
y los componentes de un área cultural muestran muchas veces rasgos
culturales distintos de los predicados para el área cultural como
un todo). La definición geográfica del área mediterránea
es incoherente (se suele excluir a Francia, quizás por ser difícil
de «primitivizar»). Cuando los mediterraneístas hablan
del Mediterráneo como área cultural no especifican si suponen
una longue duréeo si se refieren sólo al período
contemporáneo. La obra de F. Braudel, que proporcionó el
modelo intelectual para la idea del Mediterráneo como área
cultural, ha sido cuestionada por Andrew Hess, quien insiste en la
diversidad
cultural existente subrayando las diferencias culturales entre el Islam
y la Cristiandad. El marco de estudio es demasiado amplio, orillando
diferencias
sustanciales, como la existente entre el mundo árabe y el latino.
Los mediterraneístas no concuerdan en cuáles son las características
que dotarían de unidad cultural al área Mediterránea.
Esencializan, a modo de invariantes temporales y espaciales, una serie
de características (latifundismo/minifundismo, cacicazgo,
individualismo
extremo, el síndrome del honor y de la vergüenza) que consideran
propias de «el Mediterráneo», pero que, estrictamente
consideradas, no tienen universalidad dentro del ámbito mediterráneo.
La antropología del área mediterránea primitiviza
y exotiza, convirtiéndola en no europea, a la Europa del Sur, opera
un proceso de «primitivización» del Mediterráneo
europeo, «convertido en objeto etnográfico para el uso de
jóvenes de la Europa del Norte o de los EE.UU. ávidos de
exotismos y contrastes culturales.» Ignoran la inserción del
Mediterráneo en el sistema capitalista mundial y los aportes realizados
por la sociología histórica al respecto. Finalmente, la especialidad
de la antropología del Mediterráneo, en lugar de regirse
por las reglas de la crítica intelectual, se ha convertido en un
culto cuasirreligioso.
Por lo que al tercermundismo y al
feminismo
concierne, Llobera impugna la idea de que los pertenecientes a
determinados
grupos culturales o sociales (los nativos, la clase trabajadora, las
mujeres,
etc.) tengan un privilegio cognitivo para acceder al conocimiento de
determinadas
realidades (la sociedad de la que se es miembro, el Capitalismo, etc.).
Critica a Said y Bernal que, a partir del reconocimiento de que los
orígenes
sociales (raciales, étnicos, etc.) condicionan la investigación
científica, abandonen cualquier pretensión de objetividad
y aboquen a un relativismo sociocultural en el cual se sustituye una
visión
racial o étnica por otra. Para Llobera: «La verdad no es el
privilegio de un grupo que ocupa una posición especial en la estructura
social, sino que más bien es el resultado de una tarea penosa y
ardua en la que hechos y teorías son examinados y medidos con
precisión.».
También critica a Said su balance
negativo
del imperialismo occidental, que para éste «la única
actitud que pueda adoptarse con respecto al imperialismo [sea la de]
estar
en contra». Pero, ¿acaso puede ser de otro modo? Si, tal y
como lo define el Diccionario de la Real Academia Española, entendemos
el imperialismo como: «Actitud y doctrina de un Estado o nación,
o de personas o fuerzas sociales o políticas, partidarios de extender
el dominio de un país sobre otro u otros por medio de la fuerza
o por influjos económicos y políticos abusivos», entonces
la actitud hacia él no puede ser, desde una óptica mínimamente
crítica y humanista, sino negativa. Sin duda el contacto con Occidente
ha producido también beneficios, pero el imperialismo es, por
definición,
un tipo de contacto siempre negativo para quien lo padece.
Conexo con la problemática del
tercermundismo
Llobera se plantea la relación entre los antropólogos del
Norte y los del Sur, ofreciendo una serie de propuestas para quebrar el
monopolio antropológico septentrional y conseguir una igualdad de
oportunidades entre los antropólogos de los dos ámbitos geoculturales.
Ante la crisis de identidad de la
antropología
Llobera realiza algunas propuestas generales para su reconstrucción
(algunas de las cuales las ilustra con una propuesta de análisis
del fenómeno de la etnicidad).
Para empezar, es necesario no confundir
antropología
con etnografía y, sobre todo, no reducir la primera a la última.
En las sociedades complejas, que en la actualidad son la mayoría
de las estudiadas por la antropología, la etnografía no es
más que una de las formas de recogida de datos y de las fuentes
de información utilizas por el antropólogo para sus construcciones
teóricas, construcciones que deben regirse por un triple proceso
de acumulación, comparación y generalización. Además,
Llobera defiende una teoría antropológica integrativa con
aspiraciones a una ciencia humana unificada, una antropología «en
la que se recojan las diferentes ciencias que estudian al hombre desde
diversas perspectivas y vertientes.» Los antropólogos deberían
frecuentar con asiduidad la literatura científica de disciplinas
como la historia, la sociología (hay que superar los microanálisis
integrándolos con una perspectiva histórico-sociológica
de carácter macroscópico), la psicología y la biología
para integrar sus aportes (expone algunos de los aportes de la
sociobiología
para explicar la etnicidad). Esta antropología integrativa, que
tendría como finalidad última explicar al hombre «como
ente biológico y ente sociocultural» y «en su multiplicidad
fenoménica», es una de las tareas principales encomendadas
a la antropología.
La obra incluye un excursus
sobre «El
etnógrafo y el racismo» donde Llobera narra el afloramiento
de su racismo larvado durante su estancia en Barbados (donde el 95% de
la población es negra). Indagando en su pasado personal y en el
pasado colectivo de nuestra civilización, intenta comprender las
influencias que a lo largo de su vida lo han predispuesto, incluso
programado,
para que, llegada la ocasión y a pesar del rechazo intelectual y
consciente del racismo, se comporte de manera racista. A través
del cine (Lo que el viento se llevó, por ejemplo) y de la
literatura (con obras como La cabaña del tío Thom),
las personas asimilan sin darse cuenta algunos estereotipos racistas
sobre
los negros, que se hallan tan omnipresentes que resulta sumamente
difícil
evitarlos. Estos prejuicios inculcados durante la infancia, la
adolescencia
y la juventud, y consolidados en la madurez, permanecen inactivos hasta
que se presenta la situación que los dispara y manifiesta. En
circunstancias
normales este racismo queda disimulado, pero emerge cuando la ocasión
lo propicia.
Finalmente, me centraré en el aspecto
a mi juicio más discutible del libro. Llobera reproduce (en las
páginas 142-143) un decálogo sobre el desarrollo establecido
por Kishore Mahbutani (en The Guardian, 1990) del que, según
Llobera, el Tercer Mundo y los antropólogos tercermundistas deberían
tomar nota. Según este decálogo, la culpa del subdesarrollo
no es del imperialismo, el colonialismo y el neoimperialismo, sino de
los
mismos países en vías de desarrollo y, de modo más
concreto y fundamental, de la corrupción existente en ellos. Para
enfrentar el subdesarrollo, se conmina a renunciar al control estatal
por
una economía libre de mercado y a transitar por el camino del
desarrollo
utilizado por los hoy países desarrollados, desechando las vías
de desarrollo alternativas propugnadas por «ideologías muertas»:
«Borrarás las ideas de Karl Marx y las sustituirás
por las de Adam Smith.» Si se hace esto, los países en vías
de desarrollo podrán lograr en un futuro el nivel de desarrollo
logrado ya por los europeos.
En mi opinión este decálogo,
que no va más allá de una asunción acrítica
del cerril y mistificador fundamentalismo capitalista neoliberal, es en
su mayor parte insostenible.
Los países en vías de desarrollo
difícilmente podrán alcanzar el tipo de desarrollo logrado
por los países europeos, pues el subdesarrollo de los primeros ha
sido y sigue siendo condición de nuestro desarrollo (insistiré
en esto más adelante). Se ignoran, además, las letales consecuencias
medioambientales que tendría la universalización del modelo
de desarrollo occidental. La ignorancia, en el decálogo referido,
de la crisis medioambiental y la inexistencia de referencias a modelos
alternativos de desarrollo sustentable resultan muy ilustrativas de lo
que los programas de desarrollo neoliberal se ven obligados a obviar
para
venderse como posibles.
Al instar a olvidarse de Marx para
abrazar
a Adam Smith, el decálogo opera una sustitución acrítica
de un clásico por otro, cuando lo deseable es la integración
actualizada y razonada del pensamiento de los clásicos. Karl Marx
tiene y tendrá mucho que enseñarnos, igual que Adam Smith.
Pero, así como ha habido muchas lecturas de Marx, conviene también
recordar que caben disímiles lecturas de Smith. Así, en contra
de las sesgadas visiones que se dan de este autor, Noam Chomsky (véase,
por ejemplo, Lucha de clases. Conversaciones con David Barsamian,
Crítica, Barcelona, 1997) ha apuntado una lectura rigurosa de sus
obras señalando su vertiente crítica con el capitalismo empresarial
y las concentraciones de poder.
Sin duda la corrupción política
existente en los países en vías de desarrollo es una de las
causas de su subdesarrollo. Pero no debe olvidarse la complicidad de
los
gobiernos occidentales en esa corrupción. Tan grande parece ser
el deterioro de la memoria en este fin de siglo que se ha olvidado ya,
por ejemplo, quienes sustentaron a Mobutu. Como nos recuerda Manuel
Castells
en el volumen tercero de su magna obra sobre La era de la
información
(Alianza Editorial, Madrid, 1998), el saqueo del Zaire por parte de sus
gobernantes se realizó «con la franca complicidad de las
[desarrolladas]
potencias occidentales» (pág.126). Occidente y sobre todo
Francia contribuyó a la apropiación privada del Zaire por
parte de las corruptas camarillas militares y burocráticas.
Ya que estamos reseñando un libro de
y sobre antropología, digamos que el decálogo rezuma ignorancia
de los aportes realizados por la antropología para y del
desarrollo (un recorrido por éstas puede verse en Arturo Escobar,
«Antropología y desarrollo», RICS, nº 154,
1997), entre ellos una visión crítica de las causas del subdesarrollo
en el mundo, en la que se pone de relieve la responsabilidad de
Occidente
en el surgimiento y consolidación de las desigualdades económicas
y sociales a nivel mundial. Para mostrar esto me referiré sucintamente
al caso del continente africano (aconsejo, al respecto, la lectura del
libro de Samir Amin El fracaso del desarrollo en África y en
el Tercer Mundo, publicado en 1994 por la editorial Iepala).
Distintos
informes, como el del Banco Mundial de 1989 y el del PNUD de 1992,
muestran
cómo han fracasado los intentos por conducir al continente africano
a niveles aceptables de desarrollo. ¿Cuáles han sido las
causas remotas y cercanas de este pertinaz subdesarrollo de África?
En el África precolonial el comercio
de esclavos, con los movimientos masivos y la implantación de recursos
humanos en otras economías que supuso, comprometió y puso
en peligro el desarrollo adecuado del continente africano. Según
algunas estimaciones, durante el período del comercio de esclavos
África perdió en torno a setenta millones de personas. Esta
privación de tamaña fuerza laboral tuvo, junto a las matanzas
y el pillaje que la acompañaron, efectos de largo alcance en el
desarrollo de África.
La explotación colonial de los recursos
agrícolas y mineros de África por parte de países
occidentales profundizó aún más el subdesarrollo africano.
Mediante la expropiación de las tierras a las poblaciones indígenas
se crearon extensas granjas y plantaciones que explotaban mano de obra
africana y cuyas ganancias no se destinaron al desarrollo de las
colonias
africanas, sino que iban a parar a Occidente. Además, se primaron
los cultivos comerciales por encima de la producción de cultivos
alimentarios, lo que condujo a la degradación ambiental, así
como a hambrunas.
La partición de África realizada
en la Conferencia de Berlín de 1884, junto con el gobierno colonial
sustentado en la etnicidad como forma de control instaurado por algunos
países occidentales, se hallan en la base de la balcanización
de África y de los conflictos interétnicos que han desgarrado
el continente.
Los occidentales manipularon las
economías
africanas para convertirlas en proporcionadoras de materias primas y
mercados
para los productos manufacturados occidentales, impidiendo, a la par y
a posta, el desarrollo de la industria en las colonias.
«Todas las consideraciones anteriores
-escribe Paul Nchoji en «La etnografía del desarrollo: la
visión de un antropólogo africano sobre el proceso de desarrollo»,
recopilado en: Lourdes Arizpe (ed.), Dimensiones culturales del
cambio
global: una perspectiva antropológica, CRIM/UNAM, Cuernavaca,
1997, pág. 364- conducen a pensar que las instituciones financieras
occidentales han desempeñado un papel principal en el subdesarrollo
de África.»
Durante las décadas de los 60 y 70
la mayoría de las colonias africanas obtienen su independencia
nacional.
Pero esta independencia fue tan sólo una simulación. El dominio
y la explotación se mantuvieron mediante la conservación
de los monopolios económicos y la instauración de instituciones
políticas al servicio de los intereses neocoloniales. El
neocolonialismo
fomentó el subdesarrollo de África.
El sistema de libre comercio que, a
través
del FMI, el Banco Mundial y el GATT/OMC, estructura el sistema
económico
internacional del capitalismo mundial beneficia a los países
occidentales
desarrollados y no permite prosperar a las débiles economías
africanas. El endeudamiento externo de África y el continuo destino
de recursos para pago de la deuda externa han impedido también el
desarrollo de África.
Los sistemas políticos autoritarios
y corruptos instaurados en África han sido otra de las claves del
subdesarrollo del continente. A este respecto, se predica la
democratización
de África como paso previo al desarrollo económico. Pero
esta democratización parece inviable sin un replanteamiento previo
del orden económico mundial. Sin la democratización política
las ayudas al desarrollo seguirán siendo despilfarradas (gastos
militares, apropiamiento privado, caras obras de infraestructura para
provecho
de las élites). «Los gobiernos de los países desarrollados
que han sostenido y fomentado los regímenes compradoriales
[colaboradores internos de los imperialistas] son responsables en gran
medida del subdesarrollo creciente de África.» (Nchoji, op.cit.,
pág.373).
Antes de concluir este apartado conviene
también
realizar unas sucintas consideraciones críticas sobre la asistencia
al desarrollo prestada a los países africanos. Ésta ha estado
mayoritariamente guiada por la lógica colonial, con el fin de seguir
manteniendo el control sobre los Estados-nación africanos. No se
ha considerado como una forma de restitución parcial de las riquezas
expropiadas. Una parte significativa de la asistencia occidental al
desarrollo
se ha prestado como asistencia técnica militar. El sector agrícola
también ha ocupado un lugar preponderante, pero las ayudas se ha
dirigido a productos agrícolas demandados por los europeos, evitando
cuidadosamente promover productos agrícolas africanos que pudiesen
competir con la producción agrícola occidental. Uno de los
fallos de los programas de desarrollo ha sido el plantearlos sin contar
con las personas y las culturas nativas a quienes se destinaban. Desde
un enfoque antropológico se afirma que los proyectos de desarrollo
sólo podrán tener éxito si las poblaciones y las culturas
locales participan en su diseño y puesta en práctica; los
programas de desarrollo deben prestar atención a la diversidad étnica
y la variedad cultural. Además, dado que las variables sociales
se entrelazan y relacionan, un enfoque multi o interdisciplinario es
una
exigencia para toda estrategia de desarrollo viable.
Como Lévi-Strauss señaló
en su texto de 1963 sobre «Las discontinuidades culturales y el
desarrollo
económico y social» (recopilado en Antropología
estructural. Mito, sociedad, humanidades, Siglo XXI, México
DF, 7ª ed., 1990, págs.294-303), los procesos de explotación
y esclavización desarrollados por los europeos en los países
hoy subdesarrollados de América, las Indias Orientales y África
durante los albores de la era de producción capitalista constituyeron
factores fundamentales de la acumulación originaria. Esta
consideración,
subrayada por Marx en El capital, es importante porque orienta
la
atención hacia aspectos del problema del desarrollo que muchos
pensadores
tienden, con excesiva frecuencia, a descuidar. Descuidan el hecho de
que
las sociedades que llamamos hoy «subdesarrolladas» no son tales
por su propio desenvolvimiento, sino debido a la destrucción directa
que, a través de la violencia, la opresión y el exterminio,
la civilización occidental les ocasionó en especial entre
los siglos XVI y XIX. Este saqueo ha hecho posible el desarrollo del
mundo
occidental. El modelo occidental de desarrollo es indesligable de esta
rapiña.
Concluyendo: La identidad de la
antropología
me parece un interesante ensayo antropológico; sus críticas
al posmodernismo antropológico, a los antropólogos mediterraneístas
y al reduccionismo epistemológico sociologista, junto con su
reivindicación
del método comparativo y de una antropología integral, su
no renuncia a una cientificidad mínima para la antropología
y sus llamadas a que los antropólogos se nutran de conocimientos
procedentes de las distintas ciencias naturales, me parecen
suscribibles.
Pero juzgo insostenible su acrítica propuesta de un modelo de
desarrollo
socioeconómico de claro carácter neoliberal, así como
sus intentos por redimir una actitud comprensiva hacia el imperialismo.
Como el mismo Llobera señala, la antropología logrará
reorientar su rumbo si se muestra capaz de ofrecer diagnósticos
acertados de los males de nuestra civilización y de sus causas.
Si pierde su humanismo y su dimensión científica, la antropología
se convierte en una técnica de manipulación y explotación
al servicio del poder.
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Recensión
09
David Le Breton:
Antropología del dolor.
Barcelona, Seix Barral, 1999.
Por José Luis Solana
Ruiz
La presente obra de David Le Breton,
sociólogo
y antropólogo profesor en la Universidad de Estrasburgo, constituye
un nuevo capítulo en su proyecto de elaborar una antropología
del cuerpo, proyecto que ha ido desarrollando en obras anteriores como Anthropologie
du corps et modernité (1990) (de cuya traducción al castellano,
en la editorial bonaerense Nueva Visión, realicé una reseña
en el número 12 de nuestra Gazeta de Antropología), Des
visages (1992) o La chair à vif. Usages médicaux et
mondains du corps humain (1993).
De nuevo Le Breton pone a nuestra
disposición
y disfrute un libro plagado de virtudes: tema de indiscutible interés,
bien escrito, erudición, profundas reflexiones sobre el significado
del sufrimiento, perspectiva interdisciplinar, capacidad para captar la
multidimensionalidad del fenómeno estudiado.
El autor nos muestra cómo el dolor
no es una mera reacción anatómica y fisiológica objetiva
sentida de manera más o menos igual por todos, no es una reacción
mecánica del organismo corporal a determinados estímulos
(la crítica a las concepciones mecanicistas del cuerpo es una constante
en las obras de Le Breton), sino que se halla sujeto a modulaciones y
variaciones
sociales, culturales, simbólicas e individuales. Abordar el dolor
desde un punto de vista antropológico es preguntarse por la trama
social y cultural que lo impregna, sin olvidar, a la par, la dimensión
individual (es decir, que todo dolor tiene para los individuos que lo
sufren
un significado y una intensidad singular). Además, el dolor, como
el cuerpo, posee también una señera dimensión simbólica,
está configurado por valores y significados.
En la primera parte, se ocupa de las
experiencias
y formas del dolor (dolor agudo transitorio, dolor señal de la
presencia
de una enfermedad, dolor crónico, dolor total), concluyendo con
una reflexión sobre lo que el dolor tiene una vertiente de hecho
íntimo y personal que escapa a toda tentativa de describirlo; es
un fracaso del lenguaje, y de aquí el recurso al grito, al gemido,
a las mímicas quejumbrosas del rostro y a las retorcidas crispaciones
del cuerpo. Y por sumergir al sufriente en un mundo de sensaciones
inaccesibles
a los demás, el dolor lo distancia de los otros. La sinceridad del
dolor se halla siempre en entredicho, pues éste no resulta siempre
evidente para los demás; nos creemos su dolor si creemos sus palabras,
lo que el sufriente nos dice que le duele, sin poder aportar él
prueba alguna de su dolor.
La segunda parte se centra en los
aspectos
antropológicos del dolor. La antropología pone en evidencia
las dimensiones simbólicas de la corporalidad humana y del dolor,
iluminadas ya por Lévi-Strauss en su artículo sobre «La
eficacia simbólica», escrito en 1949 y recogido en su Antropología
estructural. El efecto placebo revela igualmente con claridad los
aspectos
simbólicos del dolor, a la par que muestra el enraizamiento de la
realidad corporal en el núcleo de lo simbólico. Además,
experiencias relacionadas con la convicción o la duda expresadas
por un médico o un terapeuta en la intervención, la terapia
o el medicamento aplicados; con el tipo de vínculo social que se
establece con el enfermo; y con algunos casos de hipnosis en los que se
provocan sufrimientos sin que exista lesión corporal alguna, revelan
el carácter simbólico del sufrimiento.
El reconocimiento del carácter simbólico
del cuerpo rompe con el modelo dualista de la metafísica occidental
que separa cuerpo y alma, lo orgánico y lo psicológico. Modelo
a partir del cual se disocian dos tipos de dolores: los biológicos
o corporales, de los que se ocuparán los médicos; y los espirituales
o psicológicos, potestad de los psicólogos y psicoanalistas.
Contra este modelo dualista se ha alzado un enfoque psicosomático,
que concibe al ser humano como la interrelación entre un soma
y una psiquis. Pero este enfoque sigue siendo demasiado
dependiente
de la herencia dualista, pues entiende al hombre como una suma de dos
elementos
(el orgánico y el psicológico) distintos e independientes.
A la alternativa psicosomática Le Breton contrapone una perspectiva
psicosemántica y fisiosemántica basada en el paradigma de
lo simbólico.
Pero al ocuparse de la dimensión
simbólica
del dolor en el texto se desliza un sesgo culturalista o simbolista
tendente
a negar la dimensión biológica, orgánica y fisiológica
del cuerpo. Obsérvese si no la siguiente afirmación: «El
cuerpo no es una colección de órganos y de funciones dispuestas
según las leyes de la anatomía y de la fisiología,
sino ante todo una estructura simbólica.» (pág.71).
Para evitar el reduccionismo simbolista negador de la dimensión
biofísica, en el que a mi modesto parecer, incurre el texto antecitado,
debería escribirse algo como: «El cuerpo no es sólo
una colección de órganos y funciones dispuestas según
las leyes de la anatomía y de la fisiología, sino también
y de modo igualmente fundamental una estructura simbólica.»
Las relaciones del dolor con el mal y la
moral,
relaciones muy presentes en distintas religiones y nucleares en toda la
problemática de la teodicea y el significado del mal, son el tema
de la tercera parte del libro. En ella se trata la relación entre
sufrimiento, mal y ámbito de lo divino en la Biblia, el dolor en
la Reforma protestante, la actitud del Islam hacia el dolor, el dolor
en
las espiritualidades orientales (hinduismo, jainismo, budismo). En la
Biblia
la historia de Job resulta emblemática con respecto a la cuestión
del significado del dolor. Esta historia indica que todo sufrimiento
entraña
un significado a los ojos de Dios y que las razones de Dios son
inconmensurables
para los hombres. Para la religión católica, el sufrimiento
tiene siempre un significado, nunca es inútil y gratuito, pero su
sentido puede escapar a la inteligencia humana; Dios sí lo conoce
y por esto sólo cabe encomendarse a Él.
Con perspicacia, Le Breton muestra cómo
la cultura religiosa de cada país, operando al modo de un inconsciente
cultural, incide de manera difusa sobre el modo como los médicos
de ese país rechazan o permiten los sufrimientos de los enfermos
e ilumina las consecuencias morales (entre ellas la concepción del
dolor y el sufrimiento como justo castigo por una falta moral cometida)
que tiene el dolor incluso entre personas no religiosas.
En la cuarta parte de la obra se acomete
la
construcción social del dolor y aborda las coordenadas educativas
(estudiando las influencias condicionantes de los primeros años
de vida en la manera como un individuo reacciona frente al dolor),
culturales
(mostradas fundamentalmente a partir de los estudios de Mark Zborowski,
estudios pioneros sobre la influencia de la cultura en la manifestación
y percepción del dolor), sociológicas y personales de éste,
así como sus aspectos contextuales.
Las sociedades humanas operan una
ritualización
del dolor, asignan un significado al dolor y establecen las
manifestaciones
ritualizadas de las que los individuos pueden servirse para expresar a
los demás su dolor. Establecen en qué circunstancias es de
rigor soportar las penas sin quejarse y en cuáles el dolor puede,
e incluso debe expresarse (quien no se lamenta cuando socialmente se
espera
que lo haga parece negar a quienes le rodean su capacidad para
prodigarle
apoyo y consuelo).
También en el personal sanitario
(médicos,
enfermeros, etc.) la cultura (concepción del mundo, valores) condiciona
el modo como entienden y consideran las enfermedades y los dolores de
sus
pacientes.
Ahora bien, la relevancia de la cultura
no
debe hacernos incurrir en su reificación y homogeneización.
Dos aspectos deben tenerse siempre en cuenta. El primero, que «la
cultura» no es monolítica, sino que se halla fragmentada en
culturas regionales y locales, rurales y urbanas, generacionales, de
sexo
y de clase. A este respecto, Le Breton integra las coordenadas
sociológicas
del dolor, mostrándonos cómo la realidad y el significado
del cuerpo, la salud, la enfermedad y el dolor difieren en las
distintas
clases sociales. El segundo, que las culturas sólo existen a través
de los hombres que las viven: «Cada hombre se apropia las coordenadas
de la cultura ambiente y las vuelve a representar de acuerdo con su
estilo
personal. La relación íntima con el dolor no pone frente
a frente una cultura y una lesión, sino que sumerge en una situación
dolorosa particular a un hombre cuya historia es única incluso si
el conocimiento de su origen de clase, su identidad cultural y
confesión
religiosa dan informaciones precisas acerca del estilo de los que
experimenta
y de sus reacciones» (pág.172). No pueden ignorarse, a riesgo
de reduccionismo, las coordenadas personales del dolor. Cada individuo,
más allá de sus condicionamientos culturales, sociales y
grupales, reacciona al dolor con su estilo propio. La reducción
del enfermo a un estereotipo de su cultura o de su clase, en virtud del
cual podría atenderse a partir de un repertorio de recetas comunes,
resulta tan errónea como la indiferencia ante sus orígenes
culturales y sociales: ambas son maneras de «podar la complejidad»
(pág.172). Concluye esta parte con unas reflexiones sobre la gestión
social del dolor y el dolor como estatuto social.
Y finalmente, como hemos apuntado,
tampoco
debe obviarse el contexto del dolor. La reacción (queja, estoicismo,
etc.) del individuo sufriente ante su dolor varía en función
de las circunstancias y de las personas que le rodean. El ambiente y
los
períodos temporales (día/noche) inciden en el modo como los
enfermos asumen sus dolencias y reaccionan ante ellas, así como
en el grado de sensibilización al dolor. Las actividades y el
entretenimiento
distraen la atención del paciente sobre su dolor, mientras que la
inactividad y el ocio, durante el cual el individuo termina centrando
su
conciencia en su infortunio, lo agravan.
La cuarta parte ilustra la modificación
operada durante la modernidad en la experiencia y concepción del
dolor, mostrando de algún modo su historicidad.
Durante el siglo XIX y comienzos del
siglo
XX en el campo europeo, las exigencias del trabajo no dejan tiempo para
ocuparse de las dolencias; se sigue trabajando mientras se pueda: es
una
cuestión de supervivencia, y el dolor se sobrelleva con resignación,
siendo muy alto su umbral de tolerancia. Muchos dolores (como el de
muelas)
no eran curados, sino más bien extirpados.
Pero con la extensión de la anestesia
en la práctica médica se generó un cambio de mentalidad
colectiva con respecto al dolor, que deja de verse como algo
inexorable,
a la par que el umbral de tolerancia al dolor va decreciendo conforme
se
extiende el uso de productos antálgicos. El sufrimiento pierde todo
significado cultural o moral para tornarse un sin sentido. En la
sociedad
contemporánea, el dolor ha dejado de concebirse como inherente a
la propia condición humana. La medicina da a entender que todo
sufrimiento
puede tener alivio. Las personas se desentienden de su dolor y se ponen
en manos de especialistas de quienes esperan la curación o el alivio
de sus dolencias; los individuos se autoconciben como carentes de
recursos
propios para enfrentar el dolor, fiándolo todo a los médicos.
Diversos estudios de sociología y antropología, referidos
por nuestro autor, constatan cómo en la actualidad ha disminuido
el umbral de tolerancia al dolor.
En la parte final del libro, Le Breton
resalta
algunos de los usos sociales del dolor. Comienza refiriéndose al
martirio en la tradición cristiana (desde san Ignacio y san Justino
hasta santa Teresa de Jesús, pasando por san Lorenzo y santa Justina)
como caso ejemplar del uso del dolor a modo de ofrenda y como una
experiencia
en la que se otorga un significado eminente al dolor libremente
consentido.
Posteriormente, ilumina la alegación del dolor como una estrategia,
a veces inconsciente, para, por medio de la compasión o la culpabilidad
que induce en los otros, obtener atención y reconocimiento de los
demás; y estudia el dolor consentido de la cultura deportiva (el
boxeo como modelo ejemplar del empleo social del dolor), el dolor como
instancia de educación y moralización de las conductas y
el infligir dolor (tortura, suplicios, etc.) como medio de dominio o
castigo.
Termina refiriéndose a las experiencias
dolorosas por las que los ritos iniciáticos realizados en distintas
sociedades exigen pasar a los individuos (como los ritos de
circuncisión
de los muchachos y de clitoridectomía de las muchachas en la cultura bariba,
el ritual de paso a la edad adulta de los jóvenes aques,
el rito de iniciación de los mandan descrito por Catlin en
su obra sobre los indios de la pradera, el rito de iniciación masculina
so
de los beti del sur de Camerún) y a la utilización
del dolor como apertura al mundo.
El dolor nos desgarra, quiebra nuestra
unidad
vital, la dualiza en tanto que clara manifestación del antagonismo
entre la realidad y el deseo; transforma la vida en enemiga y disminuye
el placer de vivir; nos recuerda, en definitiva, nuestra finitud, la
precariedad
y contingencia de nuestra condición. Pero (y quizás precisamente
por revelar nuestra finitud) el dolor es signo de nuestra humanidad,
pues
si aboliésemos nuestra facultad de sufrir terminaríamos aboliendo
la propia condición humana: «La fantasía de una supresión
radical del dolor gracias a los progresos de la medicina es una
imaginación
de muerte, un sueño de omnipotencia que desemboca en la indiferencia
a la vida. (...) Una imaginación tal implica la pérdida del
placer, y por lo tanto del gusto de vivir, puesto que comporta la
supresión
de toda sensibilidad. Como lo demuestra la experiencia, la anestesia
del
dolor implica también la del placer. Al eliminar la sensibilidad
al sufrimiento, también se insensibiliza el juego de los sentidos,
se suspende la relación con el mundo. Si el dolor es una crueldad
que el hombre tiene todo el derecho de combatir, el sueño de su
eliminación de la condición humana es un cebo que encuentra
en la palabra que lo enuncia su único principio. El dolor no deja
otra opción que reconciliarse con él» (págs.212-213).
Contra la ilusión de no sufrir, Le Breton nos aconseja aprender
a sufrir mejor para sufrir menos. En definitiva, un libro riguroso,
penetrante
y hermoso sobre un tema que a todos nos afecta. |
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