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La nueva Ley de Extranjería aprobada a finales de diciembre de 2000 en el Senado viene a empeorar la vigente -y, por desgracia, efímera en su duración- Ley Orgánica 4/2000 e incrementa el sometimiento de la población inmigrada residente en el Estado español a condiciones legales discriminatorias, su exclusión de derechos básicos de ciudadanía. Esta discriminación, esta exclusión, la padecen incluso los inmigrantes que se hallan en situación legal y resulta especialmente grave para los irregulares. La Ley Orgánica de Extranjería, en vigor desde el 1 de febrero de 2000, introdujo una serie de mejoras positivas respecto a la antigua Ley de 1985. Así, reconoce y generaliza a los irregulares que estén empadronados el derecho y acceso a la sanidad en igualdad de condiciones; establece que la resolución sobre la denegación de visados debe ser expresa y motivada; introduce el automatismo en la renovación de permisos de trabajo, un mecanismo garantista como es la asistencia letrada en los supuestos de denegación de entrada y un procedimiento de regularización permanente. No obstante, conviene no idealizar esta Ley, pues deja aún derechos fundamentales sin reconocer y/o garantizar. Mantiene restricciones en el acceso al trabajo. Mantiene también, sin grandes modificaciones, la vinculación entre permiso de residencia y permiso de trabajo, que ha sido uno de los aspectos más criticados de la Ley de 1985, y que implica seguir considerando a los inmigrantes prioritariamente como mano de obra barata. No equipara con los españoles nacionales a los extranjeros no comunitarios con residencia permanente y no contiene normativa alguna relativa a la adquisición de la nacionalidad española. No reconoce a los inmigrantes extracomunitarios el derecho al voto en las elecciones municipales, exclusión que «despoja legitimidad de nuestra democracia y significa la ausencia de un elemento esencial del concepto de universalidad de derechos» (SOS Racismo 2000: 194). Como la anterior, la vigente Ley de Extranjería no es integral, es decir, que determinados derechos precisan para su desarrollo de ulteriores reformas legislativas o de su concreción en normas de rango inferior. Reconocimientos y desarrollos de derechos como el derecho a la libre circulación en la Unión Europea (en virtud del Convenio de Aplicación del Acuerdo de Schengen, los residentes legales extracomunitarios tienen limitado el derecho a la libre circulación por el espacio de la Unión Europea, con lo que se está avanzando hacia una Europa con dos tipos de residentes legales) y el derecho a competir en el mercado laboral en igualdad de condiciones que los autóctonos, son claramente ignorados. Todas estas deficiencias permanecen en la nueva Ley que, además, viene a suprimir algunos de los logros de la Ley 4/2000. Más allá de todas las problemáticas concretas, y en parte coyunturales, discutidas a raíz de las reformas de las sucesivas leyes de extranjería subyace una cuestión de mayor calado y de amplias repercusiones: la incorporación de los inmigrantes extranjeros y sus comunidades a la vida pública y social de los países receptores está suscitando, junto con otros procesos confluyentes (como la consolidación y expansión del discurso universalista de los derechos humanos, las reivindicaciones nacionalistas y de minorías socio-étnicas, y la construcción de identidades supranacionales), una revisión y reformulación de la concepción e institución de la ciudadanía. La concepción moderna de ciudadanía tiene, entre otros, dos rasgos resaltables: aparece ligada a la configuración del Estado-nación y remite a individuos. Estos rasgos, así como la relación entre ellos, están siendo trastocados por los procesos anterreferidos. Así, por ejemplo, la creación de un espacio comunitario europeo y la formulación de una ciudadanía europea suponen la creación de una ciudadanía más allá del Estado nación. En los países de la Unión Europea se ha pasado de la dicotomía simple nacional/extranjero a una distinción tripartita más compleja entre nacionales, ciudadanos comunitarios (o extranjeros de países comunitarios) y ciudadanos de terceros países (o inmigrantes extracomunitarios). La concepción universalista de los derechos humanos, asumida por los Estados nacionales democráticos en sus ordenamientos jurídico-políticos, permite fundamentar el pleno reconocimiento de tales derechos a los inmigrantes, incluidos los irregulares. Pero esta posible exigencia entra en tensión y contradicción con la denegación o coartación de derechos por el hecho de no ser nacional (o europeo comunitario) y/o ser irregular. El extranjero, sobre todo el extracomunitario, aparece así como «cicatriz entre el hombre y el ciudadano» (Martínez 1993). Tensión o contradicción que han dado lugar a situaciones paradójicas incluso absurdas en las que derechos como la atención sanitaria a los irregulares que son denegados por no ser nacional y/o encontrarse en situación irregular son luego, en ocasiones, hechos más o menos efectivos apelando al reconocimiento que de ese derecho determinado (como el derecho a la salud) hace la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los derechos políticos y sociales que, desde una perspectiva universalista, se reconocen por el mero hecho de ser ser humano, se les niegan de hecho, desde el prisma de la ciudadanía nacional, por no ser nacionales o por ser irregulares. Se configuran, así, democracias con una ciudadanía no universal, sino fragmentada, dualizada y desigual. La integración de los inmigrantes sólo puede cobrar un sentido pleno y real si se concibe como «un proceso de creación de nueva ciudadanía» (Carlos Giménez, «Migración y nueva ciudadanía», Temas para el debate, nº 43, 1998: 30-31). Proceso que supondría un enriquecimiento o fortalecimiento de la democracia. Sin un reconocimiento pleno de ciudadanía a los inmigrantes, las políticas sociales de integración de los inmigrantes, de convivencia intercultural y de combate contra el racismo, la xenofobia y la exclusión social aparecerán siempre como insuficientes, por muy necesarias que, por otra parte y al mismo tiempo, sean. El proceso contrario (el mantenimiento y la consolidación de modelos de ciudadanía dual y desigualitaria) puede favorecer el avance de la exclusión social de los inmigrantes y de la xenofobia, propulsando, consiguientemente, procesos de involución de la democracia. Todas las personas, incluidos los extranjeros que residen y trabajan de forma continuada y estable en un determinado país, deberían ser consideradas como ciudadanos, con independencia de la nacionalidad. Lo que supone la desvinculación de dos categorías, las de ciudadanía y nacionalidad, histórica y actualmente engarzadas. Reconozco que esta propuesta general plantea, a la hora de hacerla efectiva, numerosos interrogantes (a quiénes incluir, qué requisitos se requerirán...) y exigiría remover muchos obstáculos y generar cambios socio-jurídicos sustanciales. Aunque las personas inmigradas tengan un status legal diferenciado (el de residente extranjero), no obstante sus derechos habrían de estar equiparados, en lo fundamental, a los reconocidos a los nacionales. No es necesario que esta equiparación se dé desde el primer día de llegada del inmigrante, que desde su llegada el inmigrante disponga plenamente de todos los derechos. La igualdad plena y en todos sus aspectos puede adquirirse progresivamente. Pero el proceso como llegará a producirse y el tiempo en que lo hará deben estar especificados con claridad. Pero los derechos reconocidos por la legislación deben adquirir su realización en la esfera de las relaciones sociales. Si la igualdad de derechos es la base sobre la que debería avanzarse en la mejora de la democracia española con respecto a la integración social de la población inmigrada, ello en modo alguno significa que la profundización de la democracia sea reducible a una cuestión legal de establecimiento de derechos. Soy consciente de que no basta con que las leyes reconozcan a las personas inmigradas derechos similares a los que disfruta la población nacional, sino que además estos deben realizarse en el plano social. Sin duda, el reconocimiento legal es un requisito necesario para el reconocimiento social, pero -como muestran los casos de los negros en los Estados Unidos, de los gitanos en nuestro Estado y la desigualdad que sufren las mujeres- no es suficiente. No obstante, creo que el sistema democrático del Estado español se enfrenta, con respecto a las personas inmigrantes residentes en su suelo, con el dilema de seguir considerándolas como mano de obra sobreexplotable y como metecos, lo que supone el mantenimiento de claros déficit democráticos en nuestro sistema jurídico-político, e, incluso, puede generar dinámicas de involución democrática, o bien avanzar en el reconocimiento de una ciudadanía plena para los inmigrantes: «Este es el
dilema -escribe Pajares
en La inmigración en España. Retos y propuestas-
ante
el que está la sociedad: mantener las cosas como están
para
seguir teniendo mano de obra barata o cambiarlas para hacer posible la
integración de la población inmigrada. El dilema no es si
muchos o pocos inmigrantes, aunque la normativa de extranjería
pretenda
justificarse así; el dilema real, frente a la persona inmigrada,
está entre aprovechar su condición de extranjera para
definirla
como inferior y explotarla mejor, lo que sólo puede llamarse
racismo,
o equipararla como ciudadana de pleno derecho, lo que ya no
permitirá
explotarla de la misma manera.» |
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