|
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
1. La estructura de clases desde el siglo XVIII hasta la década de los cuarenta del siglo XX En el siglo XVIII la gran mayoría de la población activa de Andalucía (el 73,4% en 1787) se dedicaba a actividades agrarias. Quienes se empleaban en la agricultura eran sobre todo (en torno a un 70%) jornaleros, existiendo a este respecto una significativa diferencia entre el norte y el sur de España, ya que en la zona septentrional el número de personas que ejercía como jornaleros era mucho menor; en Asturias y el País Vasco la figura del jornalero era casi desconocida. Debido a la concentración de la tierra, en Andalucía las explotaciones mostraban un gran tamaño medio, casi cuatro veces por encima de la media nacional. La estructura de la sociedad agraria de la Andalucía del siglo XVIII estaba, en lo sustancial, conformada por cuatro grupos. En primer lugar, la nobleza y el clero, que aglutinaban prácticamente al conjunto de grandes propietarios de tierras y representaban un porcentaje muy reducido de la población andaluza; los nobles, por ejemplo, suponían alrededor del 0,9% de la población de Sevilla y en torno al 0,4% de las poblaciones de Jaén, Granada o Córdoba. Los ingresos que obtenían de sus tierras eran destinados, por parte de la Iglesia, a la construcción de edificaciones religiosas, a engrosar su patrimonio rústico y a aumentar su riqueza artística; y, por parte de la nobleza, a comprar más tierras y a mantener su fastuoso nivel de vida. En el siglo XVIII, la propiedad de la mayoría de las tierras de Andalucía estaba en manos de la nobleza, la Corona, la Iglesia y los Ayuntamientos. Según estima Bernal (1974), a mediados del siglo XVIII, la nobleza detentaba alrededor de un 60% de las tierras de Andalucía; la Corona, los Ayuntamientos y los particulares se repartían un 22%; y la Iglesia poseía el 17,6% restante, siendo, además, estas tierras de calidad y muy productivas: producían el 27,9% del producto agrícola de la región. Por otra parte, y en consonancia con lo anterior, era ostensible el predominio de la gran propiedad, de manera que ya en el siglo XVIII el latifundio era un elemento capital de la estructura económica de Andalucía. Con respecto a los regímenes de tenencia dominantes en la agricultura de Andalucía durante el siglo XVIII, la forma de explotación que más abunda es el arrendamiento. Los grandes arrendatarios, que utilizaban los capitales acumulados, el excedente, para arrendar nuevas fincas, era el segundo sector social distinguible. En tercer lugar, estaban los pequeños propietarios y arrendatarios. Tenían una situación muy vulnerable, se hallaban continuamente agobiados por las deudas y, a veces, trabajaban también como jornaleros. En cuarto lugar, el grupo más numerosos y en peores condiciones sociales estaba conformado por los braceros y jornaleros agrícolas. La gran concentración de la tierra dio lugar a un extenso campesinado en situación de miseria, sin apenas capacidad de consumo. Sufrían una explotación despiadada, se les pagaba una miseria y vivían en el límite de la subsistencia, sobreviviendo gracias al trabajo de mujeres y niños, y del recurso al hurto. Según estimaciones, en torno a 1787 el salario de un bracero sevillano era de unos 3,35 reales diarios, cuando el precio de 1 Kg. de pan era de 1,3 reales aproximadamente y una familia precisaba, por termino medio, 2,5 Kg. diarios de pan, lo que suponía un costo de 3,25 reales. Por tanto, la mayoría de los productores del excedente agrario (jornaleros y pequeños propietarios y arrendatarios) se encontraban en condiciones de vida muy difíciles y precarias, lo que imposibilitaba el nacimiento y la constitución de un mercado interior en torno al cual se constituyese un proletariado artesanal o «premanufacturero» significativo. Sólo existía un artesanado rural disperso, dedicado sobre todo a satisfacer las necesidades más inmediatas de la población campesina (vestido, calzado, vivienda) y que, debido a la escasa demanda, atravesaba continuas dificultades. Dificultades que se acentuaron durante el siglo XVIII ante la presión de las manufacturas procedentes de Cataluña y el País Vasco, con las que los artesanos «premanufactureros» andaluces no podían competir. Finalmente, hay que señalar también la existencia de una burguesía industrial y, sobre todo, comercial. Cádiz y Málaga eran en el siglo XVIII dos relevantes centros comerciales, en los que la actividad comercial permitía una acumulación de capital. El comercio con las colonias americanas favoreció la formación en Cádiz de una significativa burguesía mercantil. Esta burguesía era en su mayoría de origen extranjero, existiendo también una significativa proporción de vascos y, en menor grado, castellanos y catalanes. Ya en el siglo XIX, con la decadencia del comercio gaditano y a raíz del proceso desamortizador, que facilitó la compra de tierras, los comerciantes destinaron sus capitales para adquirir fincas (inversiones, por ejemplo, en las viñas jerezanas), generándose un proceso de reconversión de comerciantes en propietarios agrícolas. De este modo, durante el siglo XIX, emergió una nueva burguesía agraria, que se repartió los latifundios junto a la antigua nobleza. La desamortización eclesiástica, impulsada sobre todo a partir de 1836 por Mendizábal, propició que la nobleza terrateniente, los grandes arrendatarios y la burguesía de origen comercial se apropiasen de grandes extensiones de tierra, en perjuicio de los antiguos colonos, que pasaron a engrosar las filas del proletariado agrícola. En 1837 se promulgó el decreto «de señoríos», en virtud del cual los nobles que presentasen pruebas sobre la territorialidad pasaban a convertirse en propietarios privados de las tierras en litigio. Prácticamente todas las sentencias se fallaron en favor de los nobles, que de este modo pasaron de señores a propietarios de las tierras. Esto supuso, además, la consolidación del latifundio en la agricultura andaluza y del caciquismo como un elemento de la estructura de clases en Andalucía. Igualmente, la desamortización civil de Pascual Madoz, realizada en 1855 bajo la presión ejercida por la burguesía agraria y que conllevó la subasta de las tierras municipales de propios y baldíos, así como una gran parte de las tierras comunales, supuso también un aumento del número de grandes fincas y/o grandes propiedades y la conversión de pequeños campesinos en simples asalariados. De este modo, se acentuó la división de las propiedades agrícolas del campo andaluz en minifundios y latifundios, existiendo muy pocas propiedades de tamaño medio. Los procesos desamortizadores empeoraron las condiciones de vida del campesinado; los jornaleros vieron frustradas sus esperanzas de ser propietarios de las tierras que trabajaban y sufrieron un proceso de proletarización paralelo a la bajada de sus salarios reales. Como profundizaremos posteriormente, con el fin de mejorar su situación, el campesinado emprendió una serie de luchas y movilizaciones, violentas en algunos casos. Llegamos, así, a finales del siglo XIX, donde la estructura de clases de Andalucía está conformada por los sectores que referimos seguidamente. En primer lugar, los grandes terratenientes, a menudo poseedores de títulos nobiliarios. En segundo lugar, una reducida oligarquía financiera y un activo núcleo de comerciantes, concentrados sobre todo en Cádiz, Sevilla y Málaga, algunos de los cuales habían acometido con escaso éxito algunos intentos de industrialización. Las clases medias existentes eran exiguas; estaban constituidas por un pequeño número de profesionales, comerciantes y funcionarios, afincados generalmente en los centros urbanos. Como veremos más adelante, un sector de estas clases medias, imbuido de un espíritu liberal, intentó fomentar la aparición de una conciencia regional andaluza, pero tuvo poco eco. Finalmente, la clase trabajadora y «pobre», que constituía las tres cuartas partes de la población andaluza, formada, en las zonas rurales, por jornaleros agrícolas y pequeños propietarios; y en los núcleos urbanos, por un proletariado de servicios o actividades marginales y esporádicas. Los movimientos anarquistas y socialista se difundieron ampliamente entre estas capas sociales que, como veremos, desarrollaron una intensa lucha de clases. La polarización de la estructura de clases acarreó una paralela radicalización ideológica: de un lado, el reaccionarismo de la clase alta y parte de la clase media más tradicionalista; del otro, el radicalismo anarquizante de muchos miembros de la clase trabajadora. Enfrentamiento de clases e ideológico que llegó a su punto álgido con el estallido de la Guerra Civil. Esta estructura
de
clases y la situación
de desigualdad socioeconómica que implicaba se mantuvieron
durante
los años 40. A finales de los 50 se inició un proceso de
cambio que cuajaría durante los años 60. 2. La estructura de clases en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta A finales de la
década de los cincuenta
(en 1957, para ser más precisos) la población de las
distintas
provincias andaluzas presentaba (según Cazorla, 1973: 44) los
siguientes
porcentajes de estratificación social:
Como puede verse en esta tabla, en Andalucía, en estimaciones para 1957, dos tercios del total de la población era clasificable como «clase trabajadora» y la clase alta suponía sólo un uno por ciento de la población, lo que revela el bajo porcentaje de clase media, que se hace aún más evidente si lo comparamos con la media nacional: 38,8% de clase media y 60,2% de clase baja; o, de modo aún más patente, con una región avanzada como Vizcaya: 60,2% de clase media frente a un 38,8% de clase baja. Será durante la década de los 60 cuando aparezca y se consolide en Andalucía un sector social de clase media, formado por técnicos, empleados y empresarios de servicios, mecánicos, técnicos de grado medio, lo que dio lugar a un ensanchamiento de la pirámide social por su parte central. Con respecto a la estructura de clases existente en Andalucía durante la década de los setenta, ofreceremos a continuación dos caracterizaciones de esta estructura. La primera queda
recogida en la siguiente
tabla (de elaboración propia a partir de las tablas de las
págs.
39-42 de Lacalle, 1994), donde, a efectos comparativos, hemos
introducido
los guarismos referentes a la estructura de clases de Cataluña y
lo que vendría a ser la estructura de clases media nacional:
La segunda caracterización se debe a Isidoro Moreno (1978), cuya descripción de la estructura de clases existente en Andalucía en la década de los setenta paso a glosar. En primer lugar, señala a la gran burguesía terrateniente, que seguía siendo la clase dominante y dentro de la cual se habían constituido tres fracciones. Una primera fracción, integrada por los grandes terratenientes, que, formando alianza con el gran capital español no andaluz e, incluso, con el internacional, extendió su dominio e intereses a sectores de la banca y la industria. Una segunda fracción estaba formada por los grandes terratenientes que habían modernizado sus explotaciones agrarias, constituyendo en muchos casos empresas capitalistas modernizadas, mayoritariamente en forma de sociedades anónimas. Finalmente, la tercera fracción de la gran burguesía terrateniente estaba constituida por los grandes propietarios latifundistas que no supieron o no quisieron modernizar sus explotaciones. Al no modernizarlas, el descenso de los productos agrícolas y el alza relativa de los salarios hicieron descender la rentabilidad de sus tierras, ante lo que optaron por cultivarlas deficientemente, abandonarlas o convertirlas en cotos de caza. Su incapacidad para adaptarse a los cambios económicos y políticos que se estaban produciendo en España terminó haciendo que éstos les perjudicasen, por lo que se mostraron contrarios a ellos e intentaron frenarlos desarrollando prácticas políticas reaccionarias. Como puede verse, se trata de tres fracciones con intereses y comportamientos sociopolíticos distintos, lo que evidencia cómo la gran burguesía terrateniente no conformaba ya un bloque homogéneo. Una segunda clase era la de la gran burguesía no terrateniente. Eran pocos los grandes capitalistas andaluces vinculados al sector industrial y bancario, y los existentes eran a la vez grandes terratenientes. Se trata de capitalistas andaluces que operan en sectores económicos (industria, servicios turísticos, explotaciones mineras, empresas de tipo especulativo) muy controladas por el capital nacional no andaluz y por capital extranjero, que invierten gran parte de sus ganancias fuera de Andalucía, de manera que la riqueza creada en esta región no redunda en su desarrollo. La clase obrera del campo y de la ciudad, constituida por unas dos terceras partes de la población activa andaluza, es la tercera de las clases señalable. Estaba formada al menos por cuatro grupos. Por un lado, los jornaleros sin tierra, el proletariado agrícola, del que formaban parte unos 500.000 trabajadores. Padecían el aumento del paro y se hallaban sometidos a condiciones de trabajo y de vida muy duras. Mantenían un alto nivel de conciencia de clase y de movilización avaladas por organizaciones sindicales y políticas, como el Sindicato de Obreros del Campo (SOC), algunas de las cuales se constituyeron durante aquellos años. Por otro lado, la clase obrera industrial, integrada por algo más de unos 500.000 trabajadores, la mayoría pertenecientes a la construcción, lo que es síntoma del exiguo desarrollo industrial de la región. Además, la mayoría de los obreros industriales trabajaba en industrias pequeñas y medianas. Durante la década de los setenta, padecieron con rigor el problema del desempleo, debido a los constantes expedientes de cierre que ocasionó la crisis de aquella década. Los mineros y los trabajadores del mar eran los otros dos grupos proletarios. Estos últimos sumaban a sus duras condiciones de trabajo y bajos salarios el problema del paro derivado de los problemas estructurales del sector y de las exigencias de Marruecos. Un cuarto estrato social estaba constituido por la pequeña y mediana burguesía andaluza y otras capas medias. Las pequeñas y medianas empresas, tanto agrícolas y ganaderas como comerciales e industriales, sufrían ya en aquellos años, como siguen padeciéndolo hoy día, un proceso general de dificultades para mantenerse y un deterioro de su nivel de vida debido a la competencia de los grandes monopolios, que cuentan con el apoyo del Estado central. Situación que suscitó la organización y la movilización política de estos sectores con el fin de defenderse de los grandes monopolios. Así, los pequeños y medianos agricultores constituyeron la UAGA, Unión de Agricultores y Ganaderos de Andalucía, y llevaron a cabo varias movilizaciones reivindicativas, como las que tuvieron lugar contra los abusos de los grandes propietarios arroceros o las suscitadas en relación al olivar y el algodón. Antes de
abandonar
la década de los
setenta, queremos señalar que (como reveló el importante
estudio de Isidoro Moreno sobre Propiedad, clases sociales y
hermandades
en la Baja Andalucía) en la estructura social de algunas
comunidades
y regiones de Andalucía (al menos así ocurría en
una
serie de comunidades pertenecientes al Aljarafe y a la Vega del
Guadalquivir)
la división en clases sociales, definidas en lo esencial a
través
de la propiedad de la tierra, coexistía y se interrelacionaba
con
una división de la sociedad en mitades matrilineales y
Hermandades.
En virtud de esta división, los miembros de la comunidad
quedaban,
según la línea de ascendencia culturalmente determinante,
automáticamente adscritos a uno de los dos sectores en los que
se
dividía el grupo. De este modo, en estas comunidades se
configuraba
una «organización dualista» en la que las clases no
coinciden con las mitades, pues estas últimas están
integradas
por personas pertenecientes a distintas clases sociales. Dado que
posteriormente
nos ocuparemos de distintas cuestiones relacionadas con la lucha de
clases
en Andalucía, nos interesa resaltar aquí cómo, en
términos generales, la existencia de mitades constituía
un
obstáculo para la solidaridad entre los miembros de una misma
clase
social, la conciencia y la acción de clase, actuando las mitades
«en el sentido de perpetuar la estructura de clases
existente»
(Moreno 1971: 303). 3. Estratificación social, distribución de la renta y desigualdad social desde los años ochenta hasta nuestros días Estimaciones para comienzos de los años ochenta establecían que un 55% de los andaluces (frente a un 40% en el conjunto nacional) pertenecía a los estratos más bajos de la sociedad, constituyendo las clases medias y altas el restante 45%, si bien en algunas provincias, como Granada y Jaén, la clase trabajadora era aún mayor (dos tercios de la población). Con respecto a
la
década de los noventa,
la siguiente tabla (extraída de Gobernado, 1996: 57) nos informa
sobre la estructura de clases de la Andalucía
contemporánea,
a la par que nos permite cotejarla con la de Cataluña:
Por lo que a la desigualdad económica concierne, entre el primer tercio de los años setenta y el final de la segunda mitad de la década de los ochenta se produce en Andalucía, como en general en el resto de España, una reducción de la desigualdad en la distribución de la renta. Dos factores principales influyeron en esta disminución. Por un lado, el crecimiento económico experimentado durante la década. Por otro, los progresos conseguidos en la construcción del Estado del Bienestar, en especial la universalización de la educación y la sanidad, y el desarrollo de un sistema de prestaciones económicas para cubrir situaciones carenciales (generalización y elevación de las pensiones, y aumento de la cobertura del seguro de desempleo). Ambos factores han sido claves, pues benefician a dos de los colectivos sociales más desfavorecidos: los ancianos y los parados. Pero la disminución de la desigualdad sólo ha sido ligera y los efectos redistributivos de la extensión de las protecciones del Estado Social se vieron mermados por la paralela aplicación de políticas de contención de la intensidad protectora. Ahora bien, si, como hemos dicho, desde los años setenta hay un proceso de reducción continuada de la desigualdad, en la década de los noventa esta tendencia se ha invertido. Durante los noventa la desigualdad aumenta, frenándose así una trayectoria de descenso que había sido continua durante más de veinte años. ¿Qué fuerzas han determinado estos cambios en el reparto de la renta a lo largo de los años noventa? La breve pero severa crisis del trienio 1992-94 conllevó un dramático ascenso del desempleo. La tasa de paro de los cabezas de familia aumentó durante la primera mitad de los noventa, con lo que se desvaneció para muchas familias la posibilidad de amortiguar, mediante el sustentador principal, los efectos resultantes de las elevadas tasas de desempleo entre los jóvenes y las mujeres cónyuges. Este fenómeno fue paralelo a la introducción de modificaciones restrictivas en las redes de protección frente al desempleo. La Ley 22/1993 hizo más restrictivas las condiciones de acceso a la protección por desempleo, supuso una brusca caída de la tasa de cobertura (más de 20 puntos porcentuales) y una rebaja de la intensidad protectora del sistema. Además, durante los noventa crecen las desigualdades salariales debido, entre otras razones, al freno en la creación de empleo público, en claro contraste con lo acaecido durante los años 80, y al creciente recurso a la contratación temporal. Por tanto, mientras que, durante los años ochenta, en la mayoría de los países miembros de la OCDE aumentó la desigualdad, en Andalucía y en España, como hemos visto, ésta se redujo, pero, tras dos décadas de descenso, la desigualdad económica vuelve a repuntar en nuestro país durante los noventa. Determinadas fuerzas estructurales que generaron un aumento de las desigualdades durante los años 80 en los países de la OCDE son las mismas que ocasionan igualmente un aumento de éstas en España durante los años 90; a saber, entre ellas, el aumento de las desigualdades salariales, la contención o el recorte del gasto social y sistemas de tributación menos progresivos. Atendiendo al
índice Gini, podemos
configurar (siguiendo a Torres, 1992: 615) la siguiente tabla (datos
concernientes
al año 1990) referida a la desigualdad en la distribución
de la renta neta en Andalucía, en la que incluimos a efectos
comparativos
los índices Gini de otras Comunidades Autónomas:
El siguiente
cuadro
(de elaboración
propia a partir de la tabla de Gualda y Vázquez, 1997: 200), con
respecto al porcentaje sobre el total de ingresos por hogar en
Andalucía,
permite calibrar el grado de desigualdad existente entre distintos
sectores
sociales, divididos por decilas, de esta región:
Se constata la enorme desigualdad en la distribución de los ingresos: un 10% de la población acumula un cuarto de los mismos. Si atendiésemos al gasto medio por hogar (véase Gualda y Vázquez 1997: 201) veríamos cómo la desigualdad se mantiene en proporciones similares a la existente con los ingresos. El aumento de ingresos declarados por los andaluces entre 1981 y 1991 no ha servido para reducir la distancia existente entre las Comunidades Autónomas con mayores ingresos y la Comunidad Autónoma andaluza. Si en 1981 Andalucía ocupaba el puesto dieciséis entre las dieciocho Comunidades Autónomas, por encima de Extremadura y Castilla La Mancha; en 1991 ocupaba la décimo séptima posición, superando sólo a Extremadura. Todas las provincias andaluzas poseen, tanto en 1981 como en 1991, unos ingresos inferiores a los ingresos medios nacionales. No obstante, se ha producido una mejora relativa, pues si en 1981 los ingresos medios de los hogares andaluces se situaban entre el 65´5% de Jaén y el 90% de Málaga, en 1991 dichos porcentajes se elevan entre el 73,3% de Jaén y el 93,6% de Sevilla. De 1981 a 1991, y con respecto a su aproximación a la media de ingresos nacionales, las provincias de Sevilla, Almería y Huelva son las que mejoran su posición (pasando del segundo al primer lugar, del séptimo al quinto lugar y del quinto al cuarto, respectivamente, entre los años considerados) y las de Málaga (que pasa del primero al segundo) y Córdoba (que pasa del cuarto al séptimo) las que ocupan posiciones inferiores a las que tenían con anterioridad. Jaén ocupa en ambos años la peor posición. Los resultados anteriores vienen a ser prácticamente los mismos si se atiende a los gastos medios por hogar y por persona (puede consultarse Gualda y Vázquez, 1997: 203). Atendiendo a la relación entre renta familiar disponible acumulada y la pobreza, pueden establecerse cinco grandes grupos en la sociedad andaluza (Torres, 1992: 614): 1º) Un 8,83 por 100 de la población que acumula un 31,49 por 100 de la renta. 2º) Un 18,99 por 100 de la población que acumula el 25,34 por 100 de la renta. 3º) Un 35,79 por 100 de la población que acumula un 28,74 por 100 de la renta. 4º) Un 25,82 por 100 de la población en situación de pobreza moderada que acumula un 12,08 por 100 de la renta. 5º) Un 10,57 por 100 de la población en situación de pobreza severa que acumula un 2,35 por 100 de la renta. Por otra parte,
la
división entre capital
y trabajo constituye una dimensión central en la estructura de
clases
y la distribución de la renta entre ambos es uno de los
núcleos
del conflicto de clases. Atendiendo a estos ejes, podemos establecer
(siguiendo
a Torres, 1996: 328) la siguiente distribución funcional de la
renta
interior en Andalucía (porcentajes) desde 1971 a 1991 (sobre
valor
100 de la Renta Interior Neta) :
Estos datos
revelan
cómo las rentas
del capital han mejorado durante la década de los ochenta, a la
par que las rentas del trabajo han sufrido un descenso, explicable
éste
por la disminución neta en el número de empleos y por una
terciarización de la economía marcada por la
precarización
salarial y la pérdida de productividad. A este respecto, como
bien
apunta Juan Torres (1996: 329), «la economía andaluza no
ha
sido ajena al proceso general provocado por las políticas
neoliberales
que han convertido la generación de puestos de trabajo en la
proliferación
de un auténtico ejército de mal pagados empleos
vinculados
a los servicios personales de todo tipo.» 4. Identificación de clase y movilidad social La identidad de clase y la movilidad social son otros de los aspectos relevantes que suelen considerarse a la hora de elaborar o analizar la estructura de clases de una sociedad. La
identificación de clase es la respuesta
que una persona da cuando se le pregunta a qué clase social cree
que pertenece, en qué clase social se ubicaría. Se trata
de un indicador social de carácter subjetivo, basado en la
opinión
de los preguntados, y las respuestas suelen variar según la
pregunta;
así, nadie quiere ubicarse en la «clase baja», pero
casi nadie tiene problemas en considerarse miembro de la «clase
trabajadora».
Dejando al margen estos problemas de método, podemos ilustrar la
identificación de clase de la población andaluza
reproduciendo
la siguiente tabla (extraída de Gobernado, 1996: 53), en la que
se recogen también, a efectos comparativos, datos sobre la
identificación
de clase de los ciudadanos catalanes:
Por lo que a la movilidad social concierne, en España (y por extensión, con ligeras variaciones, también en Andalucía) desde 1940 se pueden discernir tres períodos (Echeverría 1999): 1º) desde 1940 hasta 1956, cuando España puede definirse de modo general como una «sociedad agraria tradicional»; 2º) desde 1956 hasta 1973, período de industrialización y desarrollo económico del país; y 3º) desde la crisis de 1973 hasta nuestros días. Durante el primer período, la tierra era el recurso fundamental, tanto económico como para obtener prestigio social y acceder a los diferentes niveles de poder sociopolítico. La herencia, fundamentalmente a través del sistema de heredero único y del de «a partes iguales», junto con el matrimonio social endogámico eran las dos fórmulas fundamentales de acceso a la tierra, teniendo también su importancia la educación familiar y las redes sociales. La falta de alternativas económicas a la tierra hizo que las estrategias de reconversión de recursos fuesen prácticamente imposibles. Las tasas absolutas de movilidad social fueron muy bajas; en todas las clases existió una probabilidad muy elevada de mantenimiento de la condición. Las clases más precarias se encontraron en una situación de reproducción «obligada», pues les era materialmente imposible «escapar» de su clase social. Los profundos cambios sociales y económicos que se produjeron durante el segundo período supusieron la aparición y el desarrollo de recursos productivos, industriales y de servicios alternativos a la tierra, que fueron progresivamente desplazando a ésta y haciéndose predominantes. Los recursos agrarios se hicieron cada vez menos necesarios y más sustituibles por la reconversión y adquisición de recursos industriales y de servicios. Aunque la herencia y el matrimonio continuaron siendo estrategias de reproducción relevantes, las instituciones educativas fueron cobrando un peso progresivo hasta llegar a ser un mecanismo fundamental tanto en las estrategias de reconversión y movilidad como en las de reproducción. La movilidad social fue fluida y acentuada. Los principales flujos de movilidad fueron de los empleos agrarios (pequeños propietarios y no propietarios) a los trabajadores «manuales» de la industria y los servicios, y, luego, de éstos a los trabajadores «no manuales-rutina» y a las «nuevas clases medias»; el flujo directo de agricultores a «nuevas clases medias» fue bastante moderado y más bien tardío. Descendió la propensión a la reproducción, aumentaron las posibilidades de movilidad entre las posiciones sociales más afines y disminuyó la dificultad para «saltar» de una clase social básica a otra. Todo lo cual favoreció los movimientos ascendentes. En el tercer período, aunque la transmisión de recursos materiales sigue siendo importante, no obstante la adquisición o reconversión de recursos científico-técnicos se torna predominante desde el punto de vista de la movilidad social. El sistema de herencia «a partes iguales» es el predominante y el matrimonio endogámico da paso a la homogamia educativa. Sin embargo, el fuerte incremento de la competencia en el acceso al trabajo ha hecho que la posesión de los recursos apropiados o requeridos, si bien es necesaria, no sea ya, como en el período anterior, suficiente para acceder a determinadas posiciones sociales. Ahora, se precisa cada vez más disponer también de capacidad de activación de los recursos que se poseen. En este tercer período, disminuyen progresivamente las estrategias de movilidad ascendente («posibles, pero de más difícil materialización»), así como las tasas absolutas de movilidad, que se mantienen en un nivel inferior al que tuvieron durante el segundo período. Se ponen en juego bastantes estrategias de reproducción-reconversión defensivas, con el fin de mantener o «defender» la posición social adquirida. Las instituciones educativas, a través de las cuales se adquieren recursos culturales, y las redes sociales, que facilitan la activación de estos recursos, son los mecanismos fundamentales que se emplean en esas estrategias. La agudización de la segmentación del mercado de trabajo ha tenido importantes repercusiones en las tendencias de movilidad social existentes en el período que nos ocupa. Han aumentado los movimientos descendentes, en especial entre las mujeres, que en el segundo período fueron más bien escasos. No obstante, la masiva afluencia de las mujeres a los estudios universitarios ha favorecido que muchas de ellas se hayan incorporado a los puestos correspondientes a las «nuevas clases medias». Otra tendencia observable en este período es el paso de obreros manuales en origen hacia posiciones correspondientes a «autónomo no experto». Las dificultades de emplearse «por cuenta ajena» ha obligado a muchas personas a activar su fuerza de trabajo en empleos «por cuenta propia». Por tanto, concluyendo, tras un período en el que las tasas absolutas de movilidad aumentaron extraordinariamente en España y en Andalucía, coincidiendo con el período industrializador y el desarrollo de las «nuevas clases medias», hemos entrado y nos encontramos en nuestros días en un período de descenso de las tasas de movilidad social ascendente y de revitalización de las estrategias de reproducción-reconversión. Seguidamente,
ofrecemos un cuadro (recogido
en Gobernado, 1996: 73) que detalla distintas variables, referentes al
año 1993, sobre movilidad social entre estratos en
Andalucía
y en el que, además, con fines comparativos, se incluyen
también
los datos referentes a Cataluña:
Como puede
comprobarse, la dependencia con
respecto al origen sigue manteniendo en Andalucía una
relación
alta (c.c. 0,53), si la comparamos con la de otras Comunidades
Autónomas,
como Cataluña (c.c. 0,32). 5. Episodios de la lucha de clases En Andalucía, los episodios más significativos de la lucha de clases han estado vinculados al movimiento jornalero y a eso que se ha dado en llamar «el problema agrario andaluz». El problema jornalero en Andalucía tiene profundas raíces históricas. Comenzó con las formas de apropiación de la tierra durante la conquista castellana y los modos de apropiación de la tierra (señoríos, mayorazgos, tierras municipales y eclesiásticas amortizadas) que se constituyeron durante la formación y consolidación del Estado Absolutista, los cuales generaron un amplio grupo de braceros y pequeños arrendatarios. Continuó y se consolidó con la Reforma Agraria Liberal cuyas medidas tuvieron como resultado una acentuación del latifundio y de la concentración de la tierra, parejas a la desposesión de la tierra a una población campesina ahora aún más numerosa y la crisis agropecuaria y social de 1868. La desposesión de la tierra, el paro endémico, unas condiciones laborales de sobreexplotación, unos salarios de miseria, el pauperismo y unas condiciones de vida infrahumanas fueron las causas generales que motivaron las enconadas y conflictivas luchas campesinas andaluzas, que no cesaron hasta el fin de la Guerra Civil española y la brutal represión franquista. El anarquismo tuvo una gran relevancia en el movimiento campesino andaluz de mediados del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Por citar una referencia, de septiembre de 1918 a diciembre de 1919, en prácticamente tan sólo un año, las organizaciones sindicales anarquistas pasaron en Andalucía de 3.623 federados a 92.995, multiplicando por veinticinco su número de federados. Junto a la huelga pacífica para pedir el aumento de salarios, la abolición de los destajos y el reparto de la tierra, que fue el tipo de acción más común, el campesinado desarrolló también acciones violentas, como incendios, robos y bandolerismo. Acciones que fueron respondidas con brutales y sangrientas represiones policiales. En ocasiones, para frustrar las acciones emprendidas por las organizaciones campesinas andaluzas, los terratenientes llegaron a importar mano de obra de otras regiones (gallegos y portugueses) e, incluso, se llegó a emplear a la tropa en las faenas de recolección. La violencia de la que el movimiento campesino anarquista dio muestras en muchas de sus movilizaciones y acciones era en gran parte una respuesta a la situación de opresión y violencia estructural en la que vivían los campesinos andaluces. Las situaciones de conflictividad social, en ocasiones cargadas de gran violencia, que tuvieron lugar en Andalucía no fueron resultado del milenarismo del movimiento campesino anarquista, ni del temperamento de los andaluces, sino de la extrema polarización social en dos clases existente en Andalucía: de un lado, una clase minoritaria, acaparadora de los medios de producción y del bienestar social, y empeñada en no ceder en sus privilegios ni otorgar concesiones; y del otro, otra clase numéricamente mayoritaria, desposeída y sumida en penosas condiciones de vida. El proceso inflacionista que se genera tras el fin de la Primera Guerra Mundial redujo los salarios agrícolas reales hasta extremos insostenibles. La situación del campesinado empeoró gravemente y las luchas campesinas cobraron una extensión e intensidad inusitadas entre 1918-1920, período que se ha dado en llamar como «trienio bolchevique». Junto a la aspiración revolucionaria de «la tierra para quienes la trabajan», las principales reivindicaciones eran el aumento de salarios, la disminución de la jornada laboral, la abolición de los destajos y la contratación colectiva de los patronos con los centros obreros, no con los trabajadores como individuos. Los aumentos de salarios fue el problema menos conflictivo; mayores resistencias opusieron los patronos a suprimir el sistema de destajos y a aceptar la jornada de ocho horas, y, sobre todo, a admitir el contrato colectivo, al que contraponían la «libertad de trabajo». Muchas de las huelgas, pacíficas en la mayoría de los casos, que tuvieron lugar durante 1918 en petición de las reivindicaciones mencionadas concluyeron con victorias obreras. Pero en 1919 los patronos mostraron mayor resistencia, los enfrentamientos y las acciones violentas se generalizaron (declaración del estado de guerra en la provincia de Córdoba; numerosos incendios, sobre todo en Sevilla, a lo largo del verano; intervención militar), y a partir de la primavera de 1920 se ejerció una represión sistemática contra el movimiento campesino. Esta represión sumió en la crisis al movimiento, los salarios volvieron a bajar y los patronos disfrutaron de plena libertad para contratar de modo individual. Junto al recurso a la represión violenta ejercida por la Guardia Civil y el ejército, la nobleza latifundista y la burguesía agraria intentaron contrarrestar el movimiento campesino fundando asociaciones y federaciones patronales, creando somatenes y apoyando los sindicatos mixtos católicos, los cuales tenían como función la de intentar contrapesar la influencia de las organizaciones políticas anarquistas y socialistas. En Andalucía, estos sindicatos tuvieron una escasa implantación y una vida efímera. Llegados a este punto, conviene hacer un inciso para recordar que durante estos años, junto a las intensas luchas campesinas, también los obreros no agrícolas llevaron a cabo acciones de lucha de clases. La conflictividad urbana propiamente laboral tuvo como eje el aumento de salario. Hay que destacar el intenso movimiento huelguístico minero. El conflicto minero de la Riotinto Co. Ltd. en 1888 que se saldó con la cifra oficial de trece muertos, la huelga minera general que aconteció entre octubre y noviembre de 1913, y la huelga de medio año que tuvo lugar en la cuenca minera de Riotinto en 1920, son algunos de los episodios más reseñables. En 1923 el golpe de estado del General Primo de Rivera fue apoyado y recibido con júbilo por las clases propietarias. Importantes organizaciones obreras, como la CNT y el Partido Comunista, fueron ilegalizadas y en 1927 se creó la Organización Corporativa Nacional que, sobre presupuestos de la doctrina social católica y a través de la creación de comités paritarios de patronos y obreros, pretendía sustituir la lucha de clases por la colaboración entre las clases. En Andalucía, este sistema corporativista tuvo una tardía y débil implantación. Con y durante la Segunda República asistimos a un proceso de extensión y agudización de la lucha de clases. La Segunda
República española
llevó a cabo una serie de medidas destinadas a atender la grave
situación del campesinado. Los salarios, como hemos ido
señalando,
seguían siendo de auténtica miseria, clara muestra de lo
cual son los datos del siguiente cuadro (Delgado, 1981: 64):
El Gobierno republicano consiguió una subida de los salarios. Además, se regularon los contratos colectivos de trabajo se suprimió el destajo, se dictó una ley de laboreo forzoso y, por medio del decreto de términos municipales propició, la libertad de voto del campesinado librándolo de las presiones de los caciques locales. No obstante, estas medidas fueron insuficientes. La puesta en práctica de una reforma agraria profunda, la cual implicaba la expropiación de las tierras a los grandes terratenientes, además de contar con la tenaz oposición de éstos, era difícil de conciliar con el respeto a la propiedad privada consignada en la Constitución. En el período republicano, la conflictividad campesina alcanzó su momento álgido en los sucesos de Casas Viejas en enero de 1933. El acceso de las derechas al poder en 1933 supuso un retroceso en los logros que los obreros habían obtenido durante el bienio anterior, así como una nueva represión contra el movimiento obrero. Con el posterior triunfo del Frente Popular, los trabajadores recobraron protagonismo, la reforma agraria se aceleró y profundizó. Los campesinos procedieron a la ocupación de fincas, que cada vez se iban haciendo más frecuentes, y el Gobierno fomentó los asentamientos. Pero el golpe fascista de julio del 36, claro y contundente intento por parte de las clases propietarias por ponerle fin a los cambios sociales emprendidos, interrumpió esta profundización. No obstante, en la Andalucía republicana se desarrolló un proceso de colectivizaciones, que tuvo su origen en la puesta en práctica de la Ley de arrendamientos colectivos de 1931 y que se afianzó con el nombramiento, en septiembre de 1936, del comunista Uribe como ministro de Agricultura, quien dictó un decreto en virtud del cual se legalizaban las ocupaciones de tierras otorgando la propiedad a los campesinos que las trabajaban. Jaén fue la provincia donde más colectivizaciones se establecieron. La represión que, entre 1939 y 1945, y en interés de la oligarquía agraria, llevó a cabo el régimen fascista nacionalcatólico permitió a los propietarios explotar impunemente la mano de obra jornalera. Las condiciones de vida de los jornaleros empeoraron considerablemente; a condiciones laborales explotadoras y altamente precarizadas, se sumó una bajada en picado de los jornales, cuyo valor descendió un 40% entre 1940 y 1950. En esta situación de derrota político-militar de las clases proletarias, de imposibilidad de lucha política, de sobreexplotación laboral y de pésimas condiciones de vida, a la población campesina no le quedó más salida que la emigración. Se calcula que unos 700.000 campesinos andaluces emigraron durante la década de los cincuenta. Este éxodo campesino se incrementó durante la década de los sesenta y mediados de la de los setenta, como resultado de la crisis de la agricultura tradicional y el desarrollo de la modernización agraria emprendida en el contexto del desarrollismo franquista. En torno a un millón de andaluces emprendieron durante este período el camino de la emigración. A finales de la década de los sesenta, las pésimas condiciones de vida de los campesinos andaluces dieron lugar a diversas protestas jornaleras, como las que tuvieron lugar en Morón, Jerez y Lebrija. Como respuesta a estas protestas y con el fin de garantizar el status quo sin tener que recurrir al uso de la fuerza policial, en 1971 se creó el empleo comunitario, como una forma de paliar las sangrantes situaciones de desempleo y de vida padecidas por los jornaleros. El «comunitario» tuvo como resultado desviar la lucha de clases de la reivindicación de la tierra hacia la petición de aumentos de fondos del empleo comunitario. Buena parte de las movilizaciones campesinas, que repuntaron y se intensificaron en este período, se centraron en esta petición, orillando la reivindicación de la tierra, reivindicación que históricamente había sido central en la identidad y la conciencia de clase de los jornaleros andaluces. Otras organizaciones campesinas, como el Sindicato de Obreros del Campo, SOC, que recuperaron la ocupación de fincas como estrategia de lucha, criticaron el «comunitario» y mantuvieron la reivindicación de la tierra como eje de sus movilizaciones, a la par que ligaron estas reivindicaciones campesinas a reivindicaciones nacionalistas. Pero su implantación en Andalucía era escasa, circunscribiéndose prácticamente a algunas comarcas de las provincias de Cádiz, Sevilla y, en menor medida, Córdoba. Las otras organizaciones sindicales campesinas, como CCOO del Campo que durante el verano de 1981 movilizó a miles de campesinos en favor de la Reforma Agraria Integral que abanderaba y la FTT de UGT que prestó un apoyo incondicional a la Reforma Agraria proyectada por el Presidente andaluz Escuredo asumieron un tanto acríticamente el sistema de empleo comunitario, mostrándose interesados en participar en su gestión. Pero, al final, la Ley de Reforma Agraria del Gobierno Andaluz resultó frustrante, lo que puede leerse como una nueva derrota de las clases campesinas y una nueva victoria de la burguesía terrateniente andaluza, lacayos de la cual se habían convertido ya unos sectores políticos partitocráticos que electoralistamente se publicitaban como defensores de los obreros. En el primer quinquenio de los ochenta se creó el subsidio de desempleo agrario y se implantó el Plan de Empleo Rural, PER, como medidas asistencialistas para garantizar a los campesinos un mínimo nivel de vida y «pacificar» el campo andaluz, pretiriendo el reparto de la tierra. Con estas medidas, la clase jornalera se ha ido convirtiendo en un sector subsidiado, ha perdido su relación directa con la producción agraria y se ha visto lanzada al fraude y a la economía informal como medio de completar la renta familiar. Los encierros en iglesias, sedes sindicales y ayuntamientos, y la ocupación de fincas son los principales tipos de acciones, de carácter fundamentalmente pacífico y simbólico, emprendidas por el movimiento sindical campesino andaluz durante las últimas décadas. Buena parte de estas acciones se desarrollaron en el contexto de la discusión y aprobación de la Reforma Agraria del Gobierno Andaluz de 1984 y estaban dirigidas a reivindicar una «auténtica Reforma Agraria». La mayoría de las movilizaciones estaban relacionadas con el subsidio agrario, el PER, y tenían como objetivo la demanda de más fondos, de la reducción de las peonás exigidas para cobrarlo y de una normativa menos rígida. Son muy escasas las luchas centradas en la reivindicación del derecho al trabajo y la protesta contra la situación de paro. Sólo algunas acciones tienen como motivo directo y específico la reivindicación de la tierra. De este modo, los sindicatos, al orillar definitivamente la reivindicación de la tierra y centrar su lucha en el PER, en cuya gestión se implicaron activa e interesadamente, contribuyeron a convertir al campesinado andaluz «en una clase subsidiada cuyo patrón es el Estado; en una clase que pierde progresivamente su identidad, cultura del trabajo y sus saberes.» (Gómez Oliver, 1993: 396). Según algunos cálculos (véase Gavira, 1992), en 1987, el 37% de la renta media anual de las familias de obreros eventuales procedía de subsidios de desempleo y pensiones. Y en esta situación de subsidio, fraude, pérdida de los conocimientos y las técnicas de trabajo agrícola por parte de los jóvenes jornaleros, desvertebración, sumisión a los patronos y a las autoridades municipales que firman las anheladas peonás, pérdida de conciencia y de identidad colectiva de clase, desmovilización y confusión política, todo con el fin de mantener unas mediocres condiciones de vida, en esta situación se encuentra el antaño pugnaz y revolucionario campesinado andaluz. A continuación, dejando ya atrás las luchas, las victorias, las derrotas y las claudicaciones del movimiento campesino, vamos a decir algunas palabras sobre la burguesía andaluza y los movimientos regionalistas andaluces, relacionando ambas cuestiones entre sí y con la problemática, que aquí nos ocupa, de la lucha de clases. Las fracciones mercantil, vitivinícola y exportadora de la burguesía andaluza formaron parte de las fuerzas sociales y políticas que impulsaron el primer ciclo de reformas liberales (1808-1814). Ante la restauración absolutista (1814-1820 y 1823-1833), contraria a los intereses de la burguesía progresista andaluza, ésta se alió con la pequeña burguesía intelectual urbana y con importantes sectores del campesinado y del proletariado urbano para llevar a cabo las acciones revolucionarias del trienio constitucional (1820-1823) y la proclamación de la primera República española (1873-1874). Pero con la independencia de las colonias americanas, la crisis sociales y económicas que ésta generó y las acciones desamortizadoras, se produjo una compra masiva de tierras por parte de la burguesía andaluza que, al disponer de una nueva base económica, modificó sus intereses, pasando éstos a confluir con los de la antigua aristocracia terrateniente andaluza, así como con los de la burguesía y la oligarquía agraria cerealista castellana, y oponiéndose a los del proletariado agrícola e industrial. Tras el sexenio revolucionario y la primera República española (1868-1874), la burguesía andaluza, que hasta la segunda mitad del ochocientos se había mostrado progresista, anticlerical, liberal e ilustrada, tomó consciencia de que su opositor no era ya la nobleza ni la Iglesia, sino el campesinado y la clase obrera. A partir de entonces, la burguesía terrateniente andaluza jugaría históricamente un papel reaccionario: intervino directamente en la Restauración canovista, que liquidó los avances logrados por la Primera República, y en el mantenimiento del sistema de caciquismo político que el canovismo instauró; apoyó decididamente la dictadura de Primo de Rivera (1923); fueron continuas sus conspiraciones contra la legalidad republicana de 1931-36; y tuvo una decisiva intervención en la sublevación fascista del 18 de julio. El movimiento autonomista andaluz que se constituyó en torno a 1883 no caló en la burguesía andaluza, a diferencia de los nacionalismos vasco y catalán que sí fueron desarrollados por las burguesías de Euskadi y Cataluña. El nacionalismo liberal se manifiesta en el periodo de la Restauración (que abarca desde el 31 de diciembre de 1874, cuando fue proclamado Alfonso XII, hasta el 13 de septiembre de 1923, con el establecimiento de la dictadura de Primo de Rivera), cuyo marco político tenía como objetivo velar por los intereses de la gran burguesía agraria centralista y mantener su posición hegemónica dentro del Estado español. Como la burguesía andaluza era fundamentalmente agrícola, sus intereses coincidían con los de la oligarquía agraria centralista, por lo que le interesaba mantener e incluso acentuar el centralismo del Estado español. Pero, por su parte, las burguesías vasca y catalana eran fundamentalmente industriales y financieras, sus intereses eran en muchos aspectos contradictorios de los de la oligarquía centralista y el marco político de la Restauración no satisfacía sus intereses, de aquí que estuviesen interesadas, no en vincularse al centralismo, como hemos visto que lo estaba la gran burguesía andaluza, sino en desvincularse de éste profundizando sus respectivas autonomías regionales, sus nacionalidades. La gran burguesía agraria andaluza no necesitaba desvincularse del poder central, pues el mismo centralismo preservaba su posición hegemónica. Por esto no apoyó los planteamientos nacionalistas y regionalistas, que sólo fueron asumidos por los sectores intelectuales, demócratas y progresistas de la pequeña burguesía urbana. Posteriormente, Blas Infante conjugó las reivindicaciones regionalistas con planteamientos fisiocráticos, inspirados en las teorías de Henry George, de reparto de la tierra entre los jornaleros andaluces. Pero este planteamiento regionalista no caló ni en la burguesía terrateniente, pues iba obviamente en contra de sus intereses, ni en el proletariado agrícola, cuyos sectores más combativos asumían las ideas anarquistas y socialistas. Sólo la pequeña burguesía progresista, numéricamente muy escasa y débil políticamente, podía aceptar los planteamientos del regionalismo de Blas Infante. El hecho de que éste regionalismo no pudiese ser asumido ni por la gran burguesía agrícola, que era la clase económica y políticamente hegemónica, ni por el proletariado, clase numéricamente mayoritaria y capaz de movilización política, determinó su debilidad y su escasa viabilidad. A finales de la década de los sesenta y principios de los años setenta, y de modo paralelo al incremento de la lucha contra la dictadura franquista, algunos intelectuales progresistas, junto con determinados componentes de la pequeña y la mediana burguesía, comenzaron a manifestar planteamientos regionalistas. Algunos de estos intelectuales, como los firmantes en enero de 1977 del Manifiesto sobre regionalismo andaluz, vinculados o cercanos a las posiciones políticas de partidos como el PSA y el PTE, no desvinculaban el problema socioeconómico que representaba el subdesarrollo de Andalucía del problema nacional y regional, de manera que contemplaban el regionalismo dentro de la lucha de clases. Pero, por distintas y complejas razones, en las que no podemos entrar, este movimiento no caló en la sociedad andaluza. Para finalizar,
es
necesario señalar
que actualmente, en Andalucía como en el resto del mundo,
determinados
sectores empresariales y sus aliados políticos poseen una enorme
conciencia de clase y están desarrollando una implacable lucha
de
clases contra unos trabajadores cuya conciencia y organizaciones de
clase
han sido desmanteladas. Hoy, nos encontramos ante la existencia de un
gobierno
mundial de facto de las empresas transnacionales y las
instituciones
defensoras de sus intereses (FMI, Banco Mundial, etc.). Desde los
años
setenta y a raíz de los cambios acontecidos en la
economía
mundial, las clases dirigentes están promoviendo,
amparándose
en la ideología de la globalización y del neoliberalismo,
un retorno del capitalismo depredador, un ataque premeditado y en toda
regla a las conquistas conseguidas por los trabajadores tras luchas
seculares.
Abbad, F. (y otros) Bernal, A. M. Bernal, A. M. (dir.) Brey, G. (y J. Maurice) Calero, A. Mª. Cazorla Pérez, J. Delgado Cabeza, M. Díaz del Moral, J. Echeverría Zabalza, J. García Lizana, A. Garrido González, L. Gavira Álvarez, L. Gobernado Arribas, R. Gómez
Oliver, M. Gualda Caballero, E. (y O.
Vázquez
Aguado) Kaplan, T. Lacalle, D. Moreno Navarro, I. Pérez Díaz, V. Pérez Yruela, M. Torres López, J. |
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|