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El toxicómano
se manifiesta como alguien
pendiente (“colgado”) de la droga, de tal manera que no puede impedir
la
consumición. La necesidad de consumir se impone al sujeto bajo
una
urgencia imperativa. Esta necesidad se manifiesta como una “voluntad”
que
no tiene otra razón que la de satisfacer el impulso de consumir.
Para el toxicómano, la consumición representa el
imperativo
sobre el que gira toda su existencia, imperativo que puede conducir a
transgredir
toda ley, toda prohibición. Pero es que
acaso la
condición humana
del ser, ¿no se sitúa acaso entre el imperativo de la
satisfacción
del impulso y la prohibición de dicha satisfacción? Entre
el imperativo de satisfacción plena y la ley que la prohibe se
sitúa
la función de la instancia superyoíca. Esta instancia es
heredera del complejo de Edipo y constituye el fundamento de la moral
humana.
Freud, a través de la narrativa mítica de Edipo,
transmite
la necesidad de unas leyes que estructuren las relaciones humanas,
fundamentales
para la civilización, la cultura. Dichas leyes se trasmiten
desde
la familia, pilar de la cultura, y moldean todas las relaciones
humanas. La narrativa del
complejo de Edipo presentada
por Freud, con respecto al desarrollo del niño, representa una
metáfora
de su evolución hacia la etapa adulta. Este, después de
una
etapa idílica de fusión con la madre, en donde el mundo
aparece
indiferenciado, es decir donde no existe ni uno ni otro, ni yo ni
tú,
debe pasar por una separación (destete) o ruptura narcisista,
abriendo
el mundo infantil hacia un exterior –narcisismo primario–. La falta de
objeto (madre), o lo que es lo mismo su pérdida (unidad
paradisíaca),
permite al infante, después de un proceso de duelo, volcarse
hacia
el exterior, hacia el otro, hacia lo extraño. El destete obliga
a dar media vuelta y entablar una relación con lo otro, es
decir,
con aquello que no es la madre. El infante debe, de alguna manera,
hacer
un duelo (luto) de aquel estado paradisíaco de fusión en
el cual se ha mantenido. Al respecto, Claude Levi-Strauss (1991)
subraya
la función de la ley (prohibición del incesto) en la
economía
social. Este proceso representa el paso de un estado natural,
silvestre,
del hombre a un estado cultural, cultivado. La existencia del
tabú
representa el fundamento del desarrollo del orden simbólico, la
dimensión propiamente humana. Dicha dimensión permite
reconocer
al otro como ser diferente de uno mismo y del cual no es posible
apropiarse. A través del
mito de Edipo, Freud ilustra
bien lo que implica la transgresión de esta ley del incesto en
el
desarrollo y la evolución del ser humano. En este contexto,
transgredir
significa anular la ley; lo cual implica abrir la ilusión de una
satisfacción plena, de una completud imaginaria, evitando toda
frustración
que llevaría al desarrollo de lo simbólico. En el caso de
la toxicomanía, la satisfacción no es ni imaginaria ni
simbólica,
puesto que la droga es real, esta ahí, presente; no es una
construcción
delirante ni un fantasma. En el toxicómano, el deseo de la
completud
inicia el movimiento de retorno hacia la tierra prometida: la
toxicomanía. ¿Cómo entender la toxicomanía? ¿Cuál es la moral del toxicómano? ¿Qué significan satisfacción y deseo en un toxicómano? Si para
comprender
la evolución del
ser humano, Freud recurrió a la narrativa mítica de
Edipo,
es menester partir de dicha historia de manera que su examen sirva de
punto
de reflexión para una mayor comprensión del tema abordado
en este artículo y poder responder a todas estas preguntas
así
como para orientar una práctica clínica.
El complejo de Edipo El complejo de Edipo se funda en la historia mítica de Edipo Rey, quien se casa con su propia madre después de haber matado a su padre. Esta narrativa pone de relieve la situación existencial (1) del ser humano, la tragedia humana: la incompletud y el sentimiento de falta (“mono”). En el desarrollo del ser humano, el niño debe realizar el paso de una relación de fusión con la madre a una situación relacional ternaria, en donde los protagonistas son tres: el padre, la madre y el niño. Este último, en el primer momento que sigue a su nacimiento, permanece en una relación simbiótica con la madre; él y su madre forman una unidad en donde no hay diferencias, en donde el otro no existe como diferente: el otro es yo y yo soy el otro. Poco a poco, el niño y la madre establecerán una nueva relación, posible por un proceso de separación. Este paso se hace a través de la figura del padre que actúa como mediador entre ambos. La función paterna garantiza la falta (Wechsleder y Schoffer 1998), la separación –vivida como pérdida–, evitando une fusión real o imaginaria entre madre e hijo/a, entre uno y otro, entre mortales e inmortales, entre ser humano y Dios, entre anfitrión e invitado, entre hombre y mujer. No es una separación final, una ruptura, sino un cambio de estructura en la relación que da lugar a una transformación de la misma. La distancia que nace entre el infante y la madre gracias a la presencia paterna, permite al niño darse la vuelta y volcarse hacia otros, naciendo así el sentido de comunidad. En este sentido, la función paterna que se deriva –umbral– es la de introducir al niño al mundo de lo común, que es el mundo de la alteridad, de la diferencia, de la pluralidad. Este proceso de separación y reunificación mediada, este paso, representa el pilar del desarrollo humano y sobre el cual toda institución cultural humana se asienta. Este proceso no puede realizarse si no hay respeto de unas leyes subyacentes que, en nuestra occidentalidad, están representadas por el tabú del incesto y la prohibición de matar al padre. El complejo de Edipo se convierte así en el nudo alrededor del cual se tejen y ordenan las relaciones humanas, estructuradas –en su origen– en el seno de la familia humana. A través de esta estructuración, el ser humano se ve confrontado, por primera vez, al fenómeno de la comunidad humana. El padre inicia a su progenie en la comunidad y en las leyes que permiten la convivencia humana. En lo que a la familia se refiere, emerge una ley fundamental concerniente a las relaciones: la ley del incesto. Esta ley llega a ser la condición universal y mínima para la emergencia de la cultura, haciendo así del hombre un ser cultural y no biológico. En Tótem y tabú, Freud (1997) explica los origines del hombre a través de interpretaciones psicoanalíticas sobre relatos antropológicos. Este autor desarrolla las consecuencias del drama de Edipo: la culpabilidad, fruto del remordimiento original después del asesinato del padre cometido por los hijos. Esta historia relata cómo el origen de la humanidad está fundado en la ausencia del padre (asesinado) y la culpabilidad de haberlo matado. Esta pérdida de la figura paterna debe ser superada por la aceptación de dicha situación de pérdida que conduzca a una restauración cultural de la situación humana. La reparación se realiza a través de la relación simbólica con el otro, una representación del padre (tótem). La sociedad evoluciona a partir de la falta cometida, engendrando un profundo sentimiento de culpabilidad. Y nace así la civilización. Los cimientos de la civilización occidental parecen ser, por un lado, la falta (“mono”), la pérdida del paraíso y, por otro lado, el sentimiento de culpabilidad fruto de la transgresión de matar a aquél designado como culpable de haber arrancado al hombre del paraíso. La civilización occidental se construye así sobre una organización de relaciones y para mantenerla es fundamental no transgredir ciertas leyes subyacentes. De la
transgresión de la ley nace la
angustia de castración y la culpabilidad. Esta noción
psicoanalítica
de castración indica, desde esta perspectiva, que la
satisfacción
plena no es posible para los seres que habitamos de palabra, que
habitamos
el mundo. La satisfacción plena del ser humano está
prohibida.
Esta debe pasar por la mediación propia de la dimensión
simbólica,
que no es otra cosa que la representación de la ausencia y de la
pérdida. Del orden de la mediación, es decir, de lo
simbólico
son la palabra y la relación intersubjetiva. Los seres
humanos
somos seres carentes, incompletos
y este estado de falta lleva a desear al otro, dirigirnos a él.
La satisfacción propia debe así pasar por la
relación
con el otro; lo cual supone un limite en sí mismo, una
castración,
puesto que la satisfacción nunca será plena. En otras
palabras,
la satisfacción implica la dimensión intersubjetiva.
Deseo y satisfacción Si los mitos nos acercan a nuestra humanidad, la exploración etimológica de las palabras, en tanto que metáforas, constituye una referencia fundamental de la condición de la existencia humana. La palabra deseo tiene sur raíces en el latín desirare, que quiere decir “echar de menos”, “lamentarse”, “sentir la ausencia”. El hombre echa de menos la experiencia que tuvo en un tiempo, cuando vivía en perfecta unidad con la naturaleza. Este lamento hace que nos volquemos hacia lo que querríamos tener de nuevo: la unidad paradisíaca. Según Freud, el deseo aumenta con la consciencia de la ausencia. El deseo se vuelve deseo específicamente humano en el intento de crear un lazo entre uno mismo y la ausencia de aquello que falta. Ahora bien, la noción de deseo nos lleva directamente a la noción de satisfacción. Satisfacer, en su sentido etimológico, hace referencia a un proceso de “hacer” –facere– “un bastante” –satis– (Jager 1989). Este proceso no es otra cosa que crear un “ya basta”, “es suficiente” que permita al ser humano dejar de hacer lo que estaba haciendo para volcarse en otra actividad. Pero este giro no va sin una tristeza –expresada en el término inglés sadness, cuyo origen se encuentra en la raíz etimológica satis. La satisfacción, en tanto que “creación de un bastante”, implica así mismo la aceptación de una tristeza ligada a la noción de acabado, de finitud. Satisfacer es, por tanto, dar una respuesta a una demanda de falta, y dicha satisfacción no puede obtenerse sin la presencia del otro que simboliza o, lo que es lo mismo, representa la ausencia. Es decir, para satisfacerse el ser humano se mantiene en una situación intersubjetiva de diálogo. Esta “construcción del bastante” permite al ser alcanzar su cualidad de humano, es decir, pasar de un estado de unión simbiótica natural a otro estado de unión (relación) mediada, que es propia del orden de lo cultural, posible gracias a una separación y a un posterior trabajo de aceptación. En el
toxicómano, sin embargo, la satisfacción
plena lograda por la toxicomanía va mas allá del deseo. A
pesar de la satisfacción plena que el toxicómano
encuentra
en la droga, los signos de la falta (“mono”) anuncian un estado
depresivo
que le hace volver a la solución de drogarse de nuevo
(compulsión
de repetición). Esto lleva a pensar que el toxicómano
aparece
como un ser incapaz de satisfacerse, es decir, incapaz de “construir un
bastante”. Pues la satisfacción requiere un proceso de duelo
(luto)
resultado de una pérdida: el paraíso de ser uno, de
completud.
El toxicómano, a través de la droga, intenta evitar la
tristeza
propia de la pérdida de su unicidad paradisíaca, lo que
le
convierte en un ser incapaz de desear y de satisfacerse y, en
consecuencia,
incapaz de acceder a su dimensión humana.
El toxicómano y la toxicomanía en nuestra sociedad moderna La modernidad en la que nuestra cultura se inscribe, se caracteriza por la desaparición de una de las dos dimensiones fundamentales en el ser humano: la dimensión publica (Arendt 1961), la de la pluralidad. Esta dimensión es la que permite al hombre cultivarse y vivir en una organización civilizada. Es la dimensión horizontal del hombre, la que lo eleva hacia lo más alto, hacia lo más sublime; la que le da al ser su perspectiva humana, su sentimiento de pertenencia. Es la dimensión de la cultura en tanto que formas simbólicas de representación (Jauregui 1999). Es la dimensión de la función paterna por excelencia, caracterizada por ser una función mediadora entre el niño y la madre. Se trata de una función que garantiza el acceso del ser a la palabra. Lo que predomina en nuestras sociedades modernas es un sentimiento profundo de vacío (Lypovetsky 1983) que se expresa de múltiples formas. Hemos hablado de la vacuidad del espacio público cuyo sentido ha sido reabsorbido en la esfera social, aunque mutado (Arendt, 1961). Ya no hay un espacio que ensamble a todos: «Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas» (Arendt 1961: 62). La ‘res publica’ ha sido desvitalizada; no hay espacios de encuentro. En el hombre moderno existe una indiferencia hacia lo común (Lypovetsky 1983). La gente no se interesa por ello; no se siente ni ligada ni separada. Este sentimiento de vacuidad del mundo común intensifica la consumición. El vacío en el hombre moderno sería así esta «ausencia del sentimiento de participación en la vida común» (Lahbabi 1954: 216), esta «ausencia del sentimiento de contacto con la realidad» (Lahbabi 1954: 216), siendo la realidad humana esta relación con los otros, con la comunidad, con la vida pública. Esta vacuidad, que está en la privación de la relación hospitalaria con el otro, implica la desaparición de la realidad humana, de la vida en común, garantizada antiguamente por las relaciones públicas. Así, la realidad del hombre moderno es la soledad del aislamiento: «Bajo las circunstancias modernas, esta carencia de relación (…) con los otros (…) se ha convertido en el fenómeno de masas de la soledad, donde ha adquirido su forma más extrema y antihumana» (Arendt 1961: 68). La vacuidad se
hace
también sentir
en la esfera privada, pues lo que antaño fue realmente privado,
la propiedad y la familia, ahora es de interés público.
La
modernidad ha expropiado lo privado, dejando al hombre moderno sin
hogar
–privación– (Arendt 1961). No solamente lo social priva al
hombre
de su lugar en el mundo sino también de un hogar protegido del
mundo.
Esta eliminación de lo privado ha sido reemplazada por la esfera
precaria de lo íntimo: lo que queda de lo privado es este
retraimiento
del mundo para refugiarse. En este sentido, lo que caracteriza al
hombre
moderno es el retraimiento (Arendt 1961). Con la visión ‘cientifista’(Wilber 1998) moderna, todo revierte en un proceso natural, lo que acentúa la sensación de vacuidad del mundo humano. La vida es concebida como un proceso natural semejante al del trabajo. La emancipación del trabajo en nuestra época moderna acaba por plegar a toda la humanidad bajo el yugo de la necesidad y, en consecuencia, a la consumición entendida como una especie de metabolismo natural del proceso vital que representa la esfera del trabajo (Arendt 1961). En este contexto, el hombre moderno se ha convertido en un esclavo –addictus–, perdiendo su libertad, es decir su iniciativa de reunirse con los otros, dedicándose ahora en cuerpo y alma al trabajo-consumición. En otras palabras, si algo caracteriza la condición del hombre moderno es su adicción, es decir, su condición de subyugación o esclavitud a la necesidad imperiosa de consumir y trabajar. La ausencia o vacuidad de esta dimensión horizontal, festiva, cultural, simbólica está representada por la ausencia del padre en la sociedad moderna (Baunkenhoru 1995). Dicha ausencia se refleja en toda una serie de patologías sociales, como es el caso particular de la toxicomanía (adicción). Ante esta ausencia reguladora, el acceso a lo común, lo simbólico, la palabra, la cultura se ve comprometido y en su ausencia emerge un vacío existencial. Ya no hay leyes que organicen, ni ritos que permitan una elaboración de aquello que preocupa. Ya no hay ni autor ni autoría: la plaza está vacante. Esta situación sumerge al ser humano moderno en una confusión profunda en lo que a las relaciones se refiere. Este vacío de alguna manera permite la transgresión, es decir, la anulación de la ley abriendo así la puerta hacia la completud imaginaria, la tierra prometida. En este marco, parece legítimo intentar recrear lo perdido. El mito del eterno retorno es posible pues no hay nada que se interponga. La interdicción forma parte del pasado. Ya no hay padre que se interponga entre la madre y el niño. ¿Para qué pasar por ese mal trago? El toxicómano
no se siente culpable
de su toxicomanía, que no es otra cosa que el intento de recrear
la unidad del mundo infantil en el cual la pareja representada por la
madre
y el niño forman una unidad. En dicha unidad no existe ni
separación
–y por tanto ninguna figura de alteridad, de autoridad– ni palabra. El
infante, en este periodo simbiótico, no se vuelca hacia el otro
para satisfacer sus deseos. Su madre le satisface y ésta forma
parte
de él. De hecho, el término infante tiene sus
raíces
en el término in-fans que quiere decir “ser sin
palabra”.
El toxicómano, a través de la toxicomanía, recrea
esta unidad dual, anulando todo aquello que se deriva de la ley. La
culpa
no sigue a la transgresión y, en consecuencia, a la
adquisición
de una consciencia moral, ya que no hay una representación
paterna
de la ley. El toxicómano ya no necesita de la palabra, de la
dimensión
simbólica, del otro, para satisfacerse. No tiene por qué
responder. Estamos en el registro del narcisismo. Sin embargo, la
moral precisa de un sujeto
de palabra, responsable, es decir, capaz de responder y ello implica
estar
en relación con el otro en tanto que sujeto diferente de uno
mismo.
La moral exige del sujeto que su satisfacción, su placer, pase
por
la palabra, por el otro situándolo en una dimensión, por
decirlo así, legítima, humana. La posición
existencial del toxicómano
exige una satisfacción auto-erótica en donde el deseo del
otro está anulado por la obtención de un placer
único,
propio, formando así un bucle profundamente melancólico
(Juaristi
1997). El toxicómano anula al otro, lo cortocircuita. El
toxicómano
evita la satisfacción a través del paso por la palabra,
por
el significante, por la relación con el otro. La
satisfacción
del toxicómano se sitúa en la relación exclusiva e
imperativa con la droga, lo que permite dejar al otro fuera de juego.
Se
trata de una satisfacción que no pasa por una relación
con
el otro a través de la palabra. La presencia del otro no tiene
cabida.
Todo esto permite decir que la posición ética del
toxicómano
es la del cínico, por analogía al pensamiento propio de
la
escuela filosófica del cinismo, fundada por Antístenes.
Esta
escuela de pensamiento menospreciaba los valores y las convenciones
sociales
y predicaba una vida solitaria y una vuelta a la naturaleza. Este
pensamiento
despreciaba la ley, así como el sentido de la misma. De alguna
manera,
esta escuela de pensamiento excluía al otro del diálogo y
todo aquello que tuviera relación con la comunidad humana. Es en
este intento de placer personal sin pasar por el otro de la
relación,
por la palabra, por el significante, lo que permite situar al
toxicómano
en una posición cínica. La posición cínica
va mas allá del deseo; rechaza el principio estructurador de la
ley.
Toxicomanía y patología: la cuestión del síntoma La toxicomanía representa una ruptura con la ley, con los límites y esto es independiente de la estructura de personalidad del toxicómano. Ahora bien, la especificidad se manifiesta en la satisfacción a través de una substancia, sin pasar por una relación mediada por la palabra. La
toxicomanía no es considerada un
síntoma en el sentido freudiano del término, ya que
éste
representa un compromiso entre el impulso y la defensa que se
encuentran
en una situación opuesta (Bergeret 1980). El síntoma,
desde
esta perspectiva, se comprende como una metáfora, una
formación
sustitutiva. Lo particular del síntoma es que se trata de una
solución
no lograda, es decir, frustrante en el sentido de lo imaginariamente
real
y, por ello, no acaba de satisfacer. No hay satisfacción en el
síntoma
porque no hay una elaboración hacia la dimensión
simbólica.
La toxicomanía, en cambio, es una solución lograda en el
sentido que implica una satisfacción plena, un placer producido
por la consumición de la droga mas allá del deseo. La
droga
no es un fantasma, ni un delirio; ella existe. El toxicómano
reemplaza
el fantasma por un objeto-substancia que es la droga. En este sentido,
la toxicomanía es eficaz ya que se sitúa en el registro
real
de la unicidad (identidad), del paraíso simbiótico. El
toxicómano,
en su posición cínica, se mantiene en la unicidad, en
lugar
de entrar en la dimensión propiamente humana que es la
intersubjetividad
(pluralidad). El toxicómano rechaza al otro que permite la
constitución
del fantasma; al otro del significante que le permitiría cambiar
las acciones externas (acting out) por la palabra; rechaza al
otro
en tanto que pareja (partner) de diálogo. El otro no
existe.
En su lugar, el toxicómano pone su ‘satisfacción’ en un
objeto
que le permite contornear la ley, los límites, la
castración,
la culpabilidad, la angustia. Por ello, la toxicomanía aparece
como
una solución lograda y no es un síntoma para el
toxicómano.
Sin embargo, sí lo es para la familia, la sociedad, los
clínicos.
Un enfoque existencial de la toxicomanía A la luz de lo expuesto en este artículo, la concepción de la toxicomanía parece abrir nuevas pistas de comprensión. La situación existencial del toxicómano es la del ser-en-deuda, es decir, un addictus –término original del latín que designa al deudor que pasa de ser hombre libre a esclavo–perdiendo su morada, su habitación, su legitimidad, su propiedad (Ramos y Bonet 1991). En términos freudianos se hablaría del addictio como de una regresión. A aquel que no podía pagar sus deudas, el juez asignaba una sentencia, o addicere, transfiriendo así la posesión del esclavo, su libertad, a otro. El toxicómano, por medio de su adicción, anula el aspecto existencial de la deuda, del don de la palabra que es inherente a todo ser humano en tanto que ser-de-palabra. Lo que daría la libertad al esclavo y le devolvería su condición humana es el don de la palabra que acompaña al proceso de emancipación. Ahora bien, dicho don está ligado a la función paterna (Wechsleder y Schoffer 1998), función que en la modernidad –en donde este problema se inscribe como tal– se caracteriza por su ausencia o vacuidad. Así pues, tiene que ser una instancia externa que asuma dicha función, como en el caso del juez –símbolo de la figura paterna– quien recuerde la ley de pagar, la otra cara de la ley del don. La noción de deuda nos lleva a la de deber, término que significa obligación moral, ley moral. La obligación moral es un término propio del derecho que significa lazo, en virtud del cual una persona está obligada a dar. Así pues, el deber es un lazo moral que somete al individuo a una ley religiosa, moral o social (Le Petit Robert 1991). La ley moral hace referencia a una regla proveniente de la autoridad (paterna) y expresa una norma. Pagar la deuda sería así aceptar la ley moral por la cual el esclavo volvería a ser hombre gracias al sacrificio del don. El respeto de esta ley permite desarrollar la civilidad, es decir, la humanidad, la transgresión provocando culpabilidad. Con la droga, el toxicómano escapa a algo que insiste por salir: pagar la deuda y aceptar la culpabilidad, es decir llorar la ausencia de la pérdida del paraíso perdido y alcanzar la humanidad a través del don de la palabra. El toxicómano escapa al proceso de emancipación que le otorga la cualidad de humano, escapando al sacrificio inherente al destete, a la separación, a la castración, a la renuncia a la completud. Habitar la tierra de forma humana implica conformarse a esta ley simbólica y hacer el sacrificio de un modo de ser pre-humano que no deja espacio para la hospitalidad. Los ecos de la emancipación en el desarrollo del ser humano resuenan en los textos antiguos, como la epopeya de Gilgamesh, el mito de Edipo, entre otros. En el relato de Gilgamesh (Pio 1992), esta emancipación, este sacrificio toma en Enkidú la forma de una renuncia a la proximidad con las hordas de las gacelas salvajes. En este caso, el símbolo de esta transformación, es decir del paso de un mundo natural y salvaje a un mundo cultural y habitado, es el del umbral (2). Además, la epopeya nos relata igualmente cómo la sacerdotisa prepara a Enkidú la entrada en la comunidad de Uruk tras la pérdida de un mundo natural en el que se había criado. El psicoanálisis, a través de su evolución, siempre ha demostrado la estrecha relación entre la satisfacción y la culpabilidad. Lacan subraya que la satisfacción bruta, sin transformación alguna, está prohibida para el ser que habla (Lacan 1988). En la satisfacción hay una prohibición que permite al ser humano darse la vuelta y encontrarse con otros, permitiendo así otras formas de satisfacción mediadas. El ser humano no puede tener acceso a una satisfacción prohibida, salvo en la desazón que en el caso del toxicómano encuentra su máxima expresión en el estado de “mono”; lo que Freud llamó culpabilidad inconsciente. En lo que a la toxicomanía se refiere, parece por tanto más apropiado hablar de falta (“mono”), de ausencia (vacuidad), de castración. La satisfacción del consumo de droga ocupa el lugar de la satisfacción propia de una relación intersubjetiva mediada. La
toxicomanía, desde esta perspectiva,
es entendida como una condición del ser-en-deuda.;
condición
por la que el toxicómano evita el pago de su deuda, o lo que es
lo mismo, el don de la palabra. El toxicómano evita toda
responsabilidad,
entendida ésta en su sentido etimológico como capacidad
de
responder y, por lo tanto, de entrar en conversación con el
otro.
Con ello, el toxicómano pierde toda legitimidad, es decir el
lugar
que le otorga la ley dentro de la comunidad en tanto que ser humano.
Finalmente,
el precio que paga el toxicómano por la satisfacción
lograda
es la de quedarse fuera de la comunidad humana. Se queda en suspense,
pendiente,
colgado.
Epílogo La toxicomanía se manifiesta en tanto que fenómeno social moderno fruto de la vacuidad de una dimensión fundamental del ser humano: la dimensión pública, cultural, simbólica. Este fenómeno aparece como una manifestación de la existencia del hombre moderno que se caracteriza por una relación exclusiva con la droga, ya sea ésta una sustancia o actividad. El toxicómano recrea un mundo de dependencia infantil en donde el otro no existe como entidad diferenciada sino como parte o prolongación de sí mismo. El toxicómano aparece como un addictus, es decir, como un ser en deuda y por lo tanto como un esclavo. La responsabilidad que no ha asumido es asumida por figuras de autoridad externas a él. El proceso
terapéutico o de rehabilitación
del toxicómano se dibuja a partir de los cimientos de la
civilización
humana, arrasados por la modernidad: la relación hospitalaria
con
el alter. Una relación basada en el diálogo y en
la
cual, el otro no debe ser devorado. Dicha relación pide una
cultura,
es decir una cultivación de una distancia, una
separación,
con el fin de que la conversación pueda tener lugar. Esta
perspectiva
abre vías de trabajo, orientándolo hacia el proceso de
humanización
y emancipación. Dicho proceso hace referencia a un pasaje de un
estado natural del toxicómano –en donde la relación con
el
mundo está basada en la inmediatez y la apropiación
(dominación)–,
a un estado cultural –en donde la relación con el mundo
está
basada en la cultivación de espacios de encuentro y en la
mediación
de la relación natural, de manera a abrir nuevos horizontes y
perspectivas. Dicho proceso de emancipación puede encaminarse hacia un trabajo concreto de duelo (depresión) que la ‘abstinencia’ de la substancia provoca y cuya piedra angular sea la relación intersubjetiva, en donde sea posible la creación de un espacio de elaboración y transformación a través de la instauración de un umbral. Se abre un espacio de elaboración con la finalidad de que el toxicómano acceda a la palabra, al otro, al deseo, a la ley. En dicho espacio el toxicómano puede construir, es decir, crear una narrativa que llevaría a la aceptación de unos límites, puesto que el otro está presente, de una ley, de una moral, de una civilidad. El trabajo se centraría también en el aspecto de la elaboración –gestión– de la angustia, la ansiedad y la culpabilidad frutos de la nueva relación que se teje con el mundo. El trabajo en
toxicomanía debe inscribirse
dentro de la educación –paideia– de la población
en
general, pues como hemos señalado en este artículo, se
trata
de un problema social, es decir que la adicción representa un
problema
estructural en la sociedad moderna, tejida alrededor del
parámetro
trabajo-consumición. Sin este doble esfuerzo educativo individuo
‘enfermo’-sociedad, la paradoja de la rehabilitación orientada
solamente
a una parte de la ecuación –la individual– anula por completo el
posible ‘efecto rehabilitador’ a largo plazo que podrían tener
cualquiera
de las formas de ‘terapéutica’ que actualmente existen.
1. Aquello que, según Victor Frankl, constituye el modo de ser específicamente humano. 2. El umbral constituye el símbolo que define y ordena los espacios hospitalarios dentro de los cuales toda relación intersubjetiva puede expandirse. El umbral permite a dos sujetos estar ligados simbólicamente sin ser confundidos o fusionados uno con otro. En este sentido, el umbral representa también la cultura de las diferencias, de las distancias, de lo extranjero que funda y abre todo horizonte cultural plenamente humano. Así puede decirse que un cosmos está sostenido y estructurado por la relación fundamental que permite a aquellos que están sometidos a esta ley del umbral, de existir. Para Koyré (1973), que no ha utilizado explícitamente este símbolo, es el umbral que, asegurando la identidad propia del cielo y de la tierra, podría permitirles entrar en relación y así fundar un cosmos.
Arendt, H. Arias, J. (y J. A. Arias) Baunkenhoru, D. Bergeret, J. Freud, S. Frankl, V. E. Jager, B. Jauregui, I. Juaristi, J. Koyré Lacan, J. Lahababi, M. L. Lévi-Strauss, C. Lypovetsky Pio, J. R. Rey, A. (y otros) Wechsleder, E. (y D. Schoffer) Wilbert, K. |
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