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Ha aparecido un libro titulado ¡Ehkardiyea l'armaziga k'ai hugo! Antolohía'e tehtoh en andalú, der Huan Porrah Blanko (San Sebastián, Editorial Iralka, 2000). ¿Qué pensar de él? El libro referido (véase una página de muestra) reúne diversos materiales que vienen a proponer la hipótesis de constituir el andalú en lengua independiente del español. Dejemos para los lingüistas el desmontar los "fundamentos" teóricos en que tal cosa pretende ampararse. Limitémonos, por el momento, a formular algunas consideraciones generales, con el debido respeto a las personas, pero sin reparos a la hora de enjuiciar críticamente las ideas. Parece claro que el sentido y la función de una lengua radica en su capacidad para la comunicación. Cuanto mayor sea la comunidad lingüística, más amplia, fácil y eficiente será la comunicación. El español que hablamos en Andalucía participa de una lengua sólida, unida en su diversidad y diversa en su unidad. A contrapelo de eso, contemplamos la manufactura de una sedicente lengua andaluza, con aires de Frankenstein idiomático. El procedimiento consiste en hacer acopio de cuantas formas incultas ha sido posible registrar, por heteróclitas y dispersas que sean, tomadas del habla de algunos andaluces de aquí y de allá. Luego, selecciona una de las variantes -cuanto más palurda, mejor- y se someten a eliminación todas las demás. Los muñidores de esta neolengua convierten las anomalías catetas en la norma del andalú, excluyendo en lo posible y proscribiendo las formas prosódicas y ortográficas correctas, del español normal, reputadas ajenas al andaluz. En un alarde de empirismo mostrenco, perversión epistemológica, manipulación de autores e ideología etnicista, Huan Porrah (sic) junto a otros colegas citados en bibliografía, presentan, puesto por escrito, un engendro teratológico, tan innecesario como insolente, y ofensivo para quienes hablamos dentro de la variabilidad corriente del español por estas tierras. Estamos ante un caso como el de esas lenguas que, habiendo ya una lengua común, se inventan y aprenden para incomunicarse de los demás, traicionando así el sentido elemental de lo que debe ser socialmente una lengua. Invocar, como hace el citado Huan Porrah, un principio implícito que reclama para las diferentes ejecuciones o realizaciones fonéticas del español el estatuto de una lengua aparte supone un disparate de tal calibre que equivale a planear un atentado mortal contra la lengua común. A todas luces fracasará, pero lo que se propone es, ni más ni menos, dinamitar arteramente la lengua española y fraccionarla en un sinnúmero de dialectos, que tenderían con el tiempo a hacerse ininteligibles entre sí. ¿Quién saldría ganando con la destrucción del valor de comunicación transnacional que posee esta bella síntesis que es el español? Sólo un iluminado querría segregar a Andalucía de la comunidad de los hispanohablantes. En el libro mencionado nos topamos con una muestra de funesto particularismo diferencialista, cuyas consecuencias prácticas no serían otras, en el más inocuo de los casos, que el desperdicio de energías, que se encaminarían mucho mejor hacia el cultivo del español común, ya sea en el campo de la narración, la poesía, las ciencias, los medios, la vida cívica o Internet. Infeliz la gente joven que se que ilusione incautamente con semejante mascarada del andalú: acabarán descarriados en una pérdida de tiempo, quizá de dinero y sin duda de la sensatez. Las lenguas no son, claro está, inmutables ni eternas, sino históricas. Como todas, la española evoluciona, pero, en un contexto como el actual, en los antípodas del aislamiento comunicativo, tiende más bien al reforzamiento de su unidad y a favorecer la síntesis y la comprensión entre todos sus hablantes. Resulta una chaladura promover e hipostasiar las formas distorsionadas e incultas, e inventar a partir de ellas nada menos que una «lengua», lo que conduciría a la ruptura de comunicación y la incomprensión con los demás. En efecto, se pretende romper la transición gradual existente, que asegura el flujo inteligible de la información entre las ejecuciones más formales y las más relajadas de la misma lengua, entre sus variantes territoriales y poblacionales. No es bienvenido ese proyecto que postula la separación y el aislamiento lingüístico de los andaluces, exhortados a formar una secta que opta por constituir en sistema una caricatura vergonzosa del habla andaluza, cocinada como un gazpacho indigesto al que se han añadido cuantas variantes erróneas, corruptas, ramplonas, idiotas y palurdas pueden encontrarse ocasionalmente. Tal proyecto de convertir las anomalías en norma nos parece un proyecto abyecto. Es lesivo para la sociedad andaluza, intolerable, denunciable ante la opinión pública y las instituciones educativas. Pues implica una propuesta aberrante de hacernos lingüísticamente marginales, mutantes y sectarios, y esto no merece ninguna simpatía sino tanto desprecio como la destructividad y la irresponsabilidad sociocultural que entraña. La lengua española que de hecho hablamos es suficientemente buena y universal como para que merezca la pena cuidarla, cultivarla, respetarla. Se trata de enriquecerla y enriquecernos con ella, no de desbaratarla. Todas las variantes prosódicas peculiares que se dan en Andalucía son perfectamente alomorfas e inteligibles. Pero la sarta de variantes distorsionadas e incultas, que nuestros padres fundadores del andalú pretenden consagrar, cabe tenerlas por residuales, pues con su desaparición nada se perdería. Es un abuso y una falsificación el remarcar todo lo que difiere o separa, ocultando lo que une e identifica el habla andaluza con el español. La identidad compartida en el plano de la lengua es infinitamente mayor que las diferencias en la ejecución y los rasgos dialectales que pueda haber. Definir la propia identidad mediante el acantonamiento en un puñado de diferencias, aparte de estar falto de lógica, es socialmente patológico y culturalmente dañino y empobrecedor. Nadie trata de negar las diferencias sino de situarlas en el marco del sistema general y común al que pertenecen. Es evidente que en toda lengua se dan tendencias diferenciadoras e incluso disgregadoras, como también tendencias a la integración y la síntesis. La cuestión es para qué ese intento de fomentar la disgregación y la separación del andalú, para qué esa manía identitaria llevada hasta el esperpento, para qué ese camino hacia ninguna parte. Desconfiemos de este ideal paleto, disfrazado con ínfulas de «pelea indigenista/ culturalista/ nacionalista en su versión andaluza» (pág. 155) y alucinado como «tarea emancipatoria». ¡Dios nos libre de nuestros libertadores! Lo más peligroso estriba en que la mal disimulada mitomanía subyacente a la idea del idioma andalú propendería, si pudiera, no ya a proponer sino a imponer el uso oral y escrito del invento, lo que desencadenaría una fractura social entre los devotos de la cofradía del andalú y los infieles que defenderíamos la corrección del español, tolerando siempre el amplio margen del pluralismo realmente existente. Estemos en guardia, porque se adivina cuál es el sueño de esos abanderados de la alucinación andaluza y el ideal cateto de la lengua. Si alguna vez alcanzaran poder político, nos meterían a todos en ikastolas de castigo, hasta inculcarnos esa aljamía grotesca. De ella, sin embargo, no dejará de carcajearse cualquier andaluz en su sano juicio. A los andaluces
nos
avergüenza y nos
indigna que se diga que nosotros hablamos como se transcribe en ese
libro.
No hay ni un solo andaluz, ni culto ni inculto, que hable así.
Estamos
frente a un espejo deformante y, tras una primera impresión
«graciosa»,
nos sentimos profundamente ridiculizados. El sainete de los
Álvarez
Quintero ha sido llevado ahí hasta la astracanada, que el
diccionario
de la lengua española define como «farsa teatral
disparatada
y chabacana». |
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