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Como ideología política, y a pesar de las reminiscencias tradicionalistas que el nacionalismo implica, éste supone una concepción moderna (desde la formación del Estado renacentista) basada en los conceptos de Estado y Naturaleza (Châtelet y Mairet 1989: 367-368). Sobre el modelo renacentista constitutivo del estado moderno, Châtelet y Mairet (1989: 368) plantean la siguiente síntesis: "La sutil ósmosis de la naturaleza y el poder pensada en el marco de una historia humana es lo que constituye el modelo renacentista, esa sabia combinación de pasado y presente para inventar el futuro". Pues bien, para el caso del nacionalismo se podría reformular de la siguiente manera: la tosca ósmosis de la naturaleza y el poder fantaseada en el marco de una historia de los pueblos es lo que constituye el modelo nacionalista, esa burda combinación de presente y futuro para imaginar (inventar) un pasado. A partir de esta última premisa es desde donde partiremos a la hora de entender las ideas de "resolución" y "transformación" en relación con el conflicto existente en Irlanda del Norte. No voy a incidir, a pesar de ello, en cómo el nacionalismo irlandés y el unionismo británico (ambos igualmente etnicistas) imaginaron sus respectivas naciones, sino en la implicación de la idea más primordial de estilo, no entendido según la concepción renacentista de emergencia de la subjetividad (Marín 1997: 161), sino en tanto que plasmación singular de una concepción compartida -nacionalismo-. Así, podemos hablar del conflicto como un 'estilo de vida' y no, como frecuentemente se hace, de una 'cultura de la violencia'. Por una razón fundamental: la cultura supone un artificio humano que representa una determinada mediación para el encuentro con la alteridad. Así, la cultura nos permite sentarnos en una mesa con otros para celebrar una ocasión especial, como un cumpleaños, una boda, una Navidad, etc. (la perversión de esta comensalidad vendría marcada por la confusión de esferas que implica, por ejemplo, una comida de negocios [Marcuse 1994]). Por el contrario, la violencia que representa el conflicto nacionalista de Irlanda del Norte no pretende el encuentro celebrante con la alteridad sino, muy al contrario, su eliminación, física y/o simbólica. Es decir, el proceso de autoconciencia -individual y colectivo- no se produce en relación con el otro, sino por su negación y, en último extremo, por su eliminación. El buen irlandés será aquel que es radicalmente antibritánico, como vasco es para este nacionalismo quien no es español ni francés, esto es, el maketo de Sabino Arana como representación del bárbaro -la actual marca divisoria del conflicto vasco viene marcada por ser nacionalista o no nacionalista, lo que en el imaginario nacionalista representa ser vasco o español (o, al menos, no verdaderamente vasco); desde el punto de vista no nacionalista, la marca se establecería entre demócratas y violentos-. De esta manera, la vida del nacionalismo/unionismo de Irlanda del Norte encuentra su ejemplificación residencial/urbanística en el gueto, donde resulta impracticable la alternancia entre mundos dispares, estableciéndose como un continuo ad infinitum. En el gueto no hay convecinos, sino congéneres, es decir, miembros del mismo género, del mismo origen (DRAE). Los lugares hipotéticamente de encuentro con lo diferente -el interfaz (interface)- devienen lugares de encontronazo, como la paradójicamente llamada peaceline o línea de la paz, que divide y separa a los dos principales guetos de Belfast, allá donde tiene lugar el fuego cruzado entre vecinos que no lo son. Así lo describía el rabino Joachim Prinz, de Berlín, en el año 1935:
Este proceso de
aislamiento tiene como propósito,
según nos cuenta Bauman (1998: 161), hacer ver a la
víctima
que se encuentra sola en el mundo, es decir, se trata en sí
mismo
de un proceso de victimación, como una "retirada del mundo
exterior"
(Bauman 1998: 161). En el caso de Irlanda del Norte, esta retirada es
doble,
pues el cierre de horizontes afecta tanto a unionistas como a
nacionalistas.
Y sobre ese mundo unidimensional y continuo, como si del 'Show
de
Truman' se tratara, ambas individualidades construyen una vida marcada
por la falta de alternancia entre mundos, por la ausencia de vecinos, o
quizá por la necesidad de eliminar al que pudiera serlo:
"Nuestros
vecinos católicos fueron expulsados de sus casas. No pudieron
coger
nada y nosotros tampoco pudimos ayudarles. Los que les estaban echando
nos amenazaron con quemar nuestra casa también si
interferíamos"
(Alonso 2000: 87). En este sentido, podemos hablar de un estilo de vida
como marca de singularidad, pero no de una cultura que imposibilita el
encuentro festivo con el Otro. Es como sentarse solo a la mesa para
celebrar
un evento; sería algo así como un sketch de Mr.
Bean.
Resolución y transformación Un conflicto, en términos etimológicos, nos remite a una colisión entre dos cuerpos, anulándose la distancia existente entre ambos. Estos cuerpos, en ausencia de dicha distancia, pierden su condición existencial que no recuperarán en tanto y en cuanto no recuperen un espacio propio y una cualidad diferenciada -como la comida necesitaría desprenderse del negocio-. La mediación supondría la creación de una distancia que permita dicho cambio. El papel del mediador, por tanto, reside en posibilitar esta separación que pueda dar lugar al establecimiento de una nueva relación entre los elementos enfrentados. En palabras de Johan Galtung, "violencia es aquello que aumenta la distancia entre lo potencial y lo efectivo, y aquello que obstaculiza el decrecimiento de esa distancia" (Galtung 1985: 31). Cuando se plantea una dialéctica insalvable entre lo necesario y lo imposible, nos hallamos ante una paradoja de segundo orden, paradoja que no encuentra salida sino en la transformación de las normas del juego (Ibáñez 1994). Irlanda del Norte supone un buen ejemplo de esta situación, donde dos elementos -católicos y protestantes, nacionalistas y unionistas- han chocado en su lucha por conquistar o reconquistar un mismo espacio que ambos reclaman como propio y donde la escenificación de los respectivos pasados imaginados resulta mutuamente excluyente. En otras palabras, los dos quieren ser anfitriones de una misma fiesta y, para ello, recurren a los medios lógico-racionales más óptimos para su consecución -desde el punto de vista de la razón instrumental ilustrada-. El terrorismo parece el recurso (moderno) más rentable de los disponibles para su consecución: mínimo coste, máximo beneficio. Desde este punto de vista, parece evidente que un estilo de vida no se puede solucionar, en el sentido de que no hay una receta que implique la erradicación (lit. arrancar de raíz) del mismo. Un conflicto sólo se puede transformar, esto es, establecer una nueva relación en un plano diferente al que ha existido hasta el momento. Así lo expresaba uno de los partidos unionistas, asociados a un grupo paramilitar protestante, en el borrador de su manifiesto político (1997: 1):
La resolución, en tanto que erradicación de un problema, encuentra su práctica fundamental en la negociación, siendo su objetivo primero la consecución de un acuerdo de paz. La lógica que impera en la negociación es la del empate técnico (50-50), aunque todo negociador sabe que tiene que partir de una posición dura en la que ceda lo menos posible: "No ha habido ninguna concesión por nuestra parte" (Alonso 2000: 87), decía un ufano David Trimble, poco antes de convertirse en líder del mayoritario Partido Unionista del Ulster (UUP) y con ocasión de las controvertidas marchas orangistas que cada verano alteran el Norte de Irlanda. Pues la negociación no hace sino continuar la lógica de la guerra en otro terreno de batalla, allá donde empieza y donde pretende acabar: "Si no ganamos esta batalla, todo está perdido. Es una cuestión de vida o muerte, de Ulster o de República de Irlanda, de libertad o de esclavitud" (Alonso 2000: 87), espetaba Ian Paisley, buen 'intérprete' de esta lógica de la guerra, en el mismo contexto que el antes citado David Trimble. Y es que, como decía Hannah Arendt (1991), la negociación es la continuación de la guerra por otros medios. O, como nos dice en otros términos Vicente Garrido, "la guerra es la verdad de la política" (Garrido 2000: 198). Por lo que podemos pensar que la negociación no va a suponer ningún esquema nuevo que ayude a transformar el conflicto. La transformación, por su parte, se inscribe dentro de una concepción reticular de la existencia humana, a diferencia de la linealidad causal que implica la resolución. Así, podemos representar el conflicto como una malla, en la que los diferentes hilos están entrelazados por nudos; estos nudos que se forman representan los ingredientes (síntomas) del conflicto. Todos ellos están interconectados y, por lo tanto, contribuyen al mantenimiento y reproducción de la dinámica. "El problema de Irlanda del Norte no es un problema sino un conjunto de problemas, y el remedio dirigido a uno de ellos puede exacerbar al menos a uno de los otros" (Moxon-Browne 1983: 178). Como ejemplo de esta visión reticular -y sus nudos- en el conflicto de Irlanda del Norte valga el caso de la reforma policial. Formado en un 93% por personal protestante, los católicos no se sienten representados ni defendidos por este cuerpo (Royal Ulster Constabulary, RUC). Los unionistas por su parte aducen que si no hay más católicos es porque el IRA les amenaza y sufrirían el desprecio de los suyos. Los católicos arguyen que no acceden a este cuerpo por ser sectario y estar ideológicamente orientado por y para los protestantes, con el único objetivo de mantener la Unión del Reino. En ambos razonamientos hay elementos verídicos, pero una vez relacionados entre sí, devienen antagónicos. Resultado: Todo sigue igual. En Irlanda del Norte, como en tantas otras situaciones de conflicto habidas -sobre todo allá donde la integridad de al menos un Estado está en tela de juicio- prima la idea de la "resolución de conflictos", en donde el Estado y las organizaciones paramilitares que cuestionan la autoridad del mismo tratan de alcanzar un acuerdo de mínimos que conduzca a la desmilitarización de la sociedad, con la idea de conseguir un futuro pacífico; pero sobre todo garantizar ese 'monopolio legítimo' del Estado que es la violencia. Dentro de este contexto, el procedimiento único para alcanzar tal objetivo es la negociación: relaciones de fuerza, legitimidad representativa, todo ello con la intención de influir el resultado de dicho proceso: Acuerdo de paz, una paz definida en términos negativos, como ausencia de guerra (Galtung 1985). Para que este escenario tuviera lugar, tuvieron que pasar muchos años y mucho trabajo entre bambalinas. Intermediarios y representantes de las partes negociando pequeñas concesiones que pudieran ir acercando el citado acuerdo de mínimos. La palabra 'permanente', en vez de 'definitivo', en la declaración de alto el fuego del IRA, supuso una de las controversias más agrias en los primeros años del proceso de paz. La negociación de casi año y medio que condujo a la firma del Acuerdo de Belfast (abril 1998), se produjo sin que republicanos y unionistas se sentaran juntos a una misma mesa. Los puntos de acuerdo resultan tan vagos que su puesta en escena queda al arbitrio de interpretaciones derivadas de la propia lógica del conflicto. Más de dos años después de su firma, dicho acuerdo parece más reducido a anécdota política que a un cambio real. Todo el mundo reconoce la necesidad de dar un nuevo paso pero, ¿quién lo da? -es el dilema del ciempiés-. A corto plazo, el acuerdo de paz es un espejismo en el que cabe imaginarse la paz de la zona. Es cierto que las principales organizaciones paramilitares mantienen sus respectivas treguas -una tregua se inscribe dentro de la dinámica de guerra-, lo que permite un aire de tranquilidad para la población. Ahora bien, ¿podemos esperar de esta dinámica un cambio sustancial en las relaciones entre católicos y protestantes a medio y largo plazo? Decía J. P. Lederach que "si una sociedad ha invertido años de energía, tiempo y dinero en crear división, tardará años de invertir energía, tiempo y dinero para reconstruir las relaciones que han sido rotas" (Lederach 1996: 40). En este sentido, Irlanda del Norte se beneficia desde el año 1995 de unos fondos estructurales comunitarios para el denominado Programa Especial de Apoyo para la Paz y la Reconciliación en Irlanda del Norte y los Condados Fronterizos de Irlanda 1995-1999 (ahora renovado en la 'Agenda 2000', aunque con menos fondos). De alguna manera, se vislumbra el intento de crear lo que se viene en llamar una 'infraestructura de paz', a través de la transversalidad de las ideas de paz y reconciliación en el conjunto de la sociedad norirlandesa. De acuerdo con el esquema del propio Lederach, se trata de trabajar tanto en el nivel de las altas esferas políticas (negociación), como en el de los líderes intermedios (mediación), sin olvidar el trabajo en las relaciones de base (transformación). Sobre todo a este nivel, la idea de transformación tiene una implicación sustancialmente diferente a la de resolución. Ésta última concibe el problema y su finalización desde una óptica causal: si A es el problema que causa B, entonces tenemos que atajar A para que no cause B, lo cual es tanto como decir que 'muerto el perro se acabó la rabia'. Por su parte, para la transformación, y debido a la concepción reticular de la que hablábamos más arriba, tal vez no exista A, al menos de manera "objetivamente verificable", y aunque se produzca B no existiría necesariamente una sucesión lineal lógica. Puesto que, como ya hemos mencionado, la violencia se inscribe como condición paradójica entre lo necesario y lo imposible, se requiere de una transformación de las normas de juego que trascienda la situación de violencia estructural que se vive, en este caso, en Irlanda del Norte. Una situación de violencia estructural que la podemos entender, con Galtung, como 'injusticia social', donde no podemos conformarnos con la linealidad A como causante de B. Una injusticia
social que podemos considerar
real o percibida pero que, en ambos casos, puede devenir
problemática.
Una injusticia social capaz de permeabilizar a todos aquellos
ámbitos
de la vida norirlandesa que se establecen como 'vitalmente'
significativos:
empleo, educación, lengua, deportes, manifestación,
movilidad
social, tomas de decisiones… Quizás el concepto más
utilizados
para describir un estado de ánimo, tradicionalmente por la
comunidad
católica, pero cada vez más y más por la
protestante,
sea el de alienación. Esto es, la sensación de no
pertenecer,
aquello que Aristóteles consideraba propio de esclavos por
cuanto
no eran destinatarios de sus propias acciones y, por tanto, incapaces
de
modelar sus propios destinos. Un sentimiento experimentado y
transmitido
a lo largo de varias generaciones que no encuentra acomodo posible en
una
resolución o decreto legal.
Narrar el cambio Sin embargo, la idea de que no exista 'una solución' no quiere decir que no se pueda hacer nada. Al margen de la impotencia que padecen los políticos por su necesidad de resultados inmediatos, por sus intereses corporativos y electorales, el foco de la transformación reside en el trabajo a medio y largo plazo, donde tienen lugar los pequeños cambios que se pueden ir consolidando. Y mi idea es que la transformación tiene que estar orientada a tres aspectos fundamentales, lo que en su conjunto nos permitiría hablar de una transformación cultural: transformación de (1) las narrativas, de (2) las relaciones y de (3) las maneras de hacer (política). En el primer caso, sirva como referencia lo expuesto por Mary Robinson en su discurso de investidura como presidenta de la República de Irlanda (1990): "Quiero que esta Presidencia promueva el contar historias -relatos de celebración a través de las artes y relatos de conciencia y justicia social" (McLoughlin 1996: 372). Y, en este sentido, las artes (la creación artística en un sentido amplio) tienen mucho que decir en Irlanda del Norte. No es en vano la proliferación de novelas, películas, músicas u obras de teatro que abordan el conflicto desde una óptica muy diferente a la que encontramos en periódicos, telediarios, discursos o conversaciones. Narrativas que imaginan escenarios diferentes, que reflejan los absurdos del conflicto o que proclaman nuevas prioridades diferentes a las de ser meramente católicos o protestantes. El filósofo Richard Kearney respondió al discurso de Mary Robinson: "Las cosas han cambiado … la historia que nos contamos y que contamos a otros al elegirte a ti como Presidenta es que no sólo somos nativos de una tierra antigua sino ciudadanos de una nueva sociedad" (Smyth 1997: 5). El novelista se ha convertido en el poeta moderno que canta las hazañas del nuevo héroe; un héroe que ha dejado de ser aquel ser cuasidivino, y que ahora es un ciudadano corriente, escasamente diferenciable y reconocible. Así, la cuestión sería que en Irlanda del Norte pudieran crearse nuevas historias con nuevos personajes, una pluralidad de máscaras, más allá de las tópicas de católicos y protestantes, con la idea de trascender esa insistencia en la diferencia menor que tanto separa a unos de otros (Ignatieff 1999; Howard Ross 1995: 214). No es que esto sea algo espontáneo que ocurre de la noche a la mañana y de forma natural, sino que exige de un sacrificio relacionado con la imaginación, el esfuerzo de dar forma a la pregunta del 'como sería si…' o 'si yo fuera…' (historia virtual). En definitiva, se requiere un distanciamiento de la inmediatez, del corto plazo, del pretérito perfecto y presente continuo para conjugar un futuro imperfecto, lejos del idealismo que sólo tiene lugar en la fantasía privada. Y esta es una tarea que compete, primeramente, a aquellos que sirven de espejo en el que se miran las personas corrientes; compete a políticos y periodistas, a educadores y académicos, a curas y literatos: autor y autoridad. Quizá, de este grupo, sólo los literatos irlandeses han dado un paso más allá que el resto en la imaginación de otros mundos posibles al presente, en la evocación de un futuro diferente, en la descripción de sensaciones distintas que rompen la rigidez dicotómica que impone el conflicto. Lo hizo Colin Bateman en Divorcing Jack, un relato irónico de acción que describe la frustración y desencanto de unos personajes ante lo que el proceso de paz había deparado: introducir un cambio formal para que todo siguiera igual. O los personajes indiferentes y ajenos al terror que cunde en el Belfast de Robert McLiam Wilson (Eureka street) tras el último atentado, mientras tratan de llevar adelante unas vidas condicionadas por razones otras que las étnicas: "Todas las historias son historias de amor" (McLiam Wilson 1999: 1), aunque haya amores que maten. La violencia como síntoma de la vida (Smyth 1997: 122), expresada en el relato semificticio (Eoin McNamee, Resurrection man) de un notorio asesino de Belfast, conocido como The Butcher (el carnicero), que -en la vida real- se dedicaba a degollar católicos por el mero hecho de serlo; no es el sectarismo, sin embargo, el nudo de la historia, sino el lado oscuro de cada uno de nuestros corazones. Así podría seguir la lista de los diferentes mundos representados por la novela norirlandesa; pues como dice Smyth,
Nuevos lenguajes y nuevas perspectivas que den forma a nuevas imágenes, a una nueva imaginación que sólo a través del género literario se ha experimentado en Irlanda del Norte. Como botón de muestra, el Nobel de literatura Seamus Heaney:
Al igual que ocurriera en la Grecia clásica, tal y como nos decía Hannah Arendt, la "transformación del hostil estar juntos se limitó a lo poético y evocador" (Arendt 1997: 119). Algo parecido a lo que nos había referido Neil Jarman en relación con los murales realizados durante el proceso de paz: "Son creados a partir de imágenes y símbolos que a menudo son más evocativos que las meras palabras" (Jarman 1996: 23). Puesto que la ortodoxia sólo produce clichés, es decir, la palabra vaciada de contenido a partir de la reiterada repetición de una idea o un lugar común, es por lo que se necesitan nuevas narrativas, con sus lenguajes y perspectivas, que rompan con el círculo de la violencia -a favor del círculo mágico del poeta (Heaney 2000: 14)- y aporten un nuevo contenido a la experiencia humana. Dicha
experiencia
humana tendrá sentido
en tanto que establezca relaciones con la alteridad, con aquello que no
es yo, rompiendo con quien se pretende su apéndice o
prolongación:
el yo mayestático (1),
aquél que
establece
la diferencia con el otro desde la verticalidad jerárquica,
garantizándose
una posición de control divino. La relación humana
estará
basada, por el contrario, en el principio de vecindad, donde el seto
que
separa ambas moradas será aquel que también les una.
Pero,
además, la relación humana estará basada en la
(recuperación
de la) palabra, desprendida del elemento utilitarista que la concibe
como
arma; el diálogo y la conversación -que, en una
acepción
en desuso, significa vivir, habitar en compañía de otros
(DRAE)- sustituyen al monólogo delirante. Y todo esto debe ir
inextricablemente
unido a la reflexión sobre la posición propia (segundo
orden),
a la mirada interior, que prevenga los desdoblamientos 'racionalmente
económicos'
del estilo medios/fines: medios antidemocráticos para conseguir
fines democráticos; renunciar a la justicia para lograr una
sociedad
justa y pacífica; razón de estado, liberación
nacional,
etc.
Personajes de guerra y paz Curiosamente, han sido una serie de personajes con un pasado y, en cierta manera también un presente conectado a las organizaciones paramilitares, quienes han empezado a trascender los muros de la paz enfrentada (2). Y esto ha sido así cuando han experimentado que sus diferencias quizá tampoco sean tan abismales como habían creído; y éstas tampoco tenían por qué suponer un obstáculo para su convivencia. Así decía un antiguo preso unionista:
A fin de cuentas, y como decía otro ex preso unionista, son las barreras psicológicas, y no las físicas, las realmente importantes. Son este tipo de gentes de a pie, con pedigrí carcelario, quienes de una forma más personal empiezan a trascender los muros físicos, pero sobre todo los psicológicos, aquellos que realmente conciernen a las relaciones humanas. Trabajo que no sería posible sin otro trabajo previo de introspección,
Y es desde este terreno pedagógico y (auto)crítico desde donde se plantean hacer cosas diferentes a las realizadas hasta entonces. Maneras de hacer (política) que no visan el acceso al poder como requisito para crear, sino que desde la base pueden realizar cometidos importantes. Y eso implica elementos que aparentemente nada tienen que ver con las 'causas' del conflicto pero que, desde luego, guardan una relación estrecha con la pervivencia y reproducción del mismo. Por ejemplo, el desarrollo local: hablamos de zonas o barrios con tasas de paro superiores al 50% en algunos casos e, incluso, de segunda generación de desempleados. Pero el desarrollo planteado requiere un elemento fundamental para su éxito como es la participación social, lejos de la tecnocracia de expertos y burócratas, de voluntarismos y falso idealismo, modelos semicolonialistas adoptados por las ONG y organismos oficiales de desarrollo: "Las soluciones no pueden ser exportadas desde el exterior hacia otros contextos. Tienen que emerger del suelo donde el conflicto mismo está arraigado" (Lederach 1996: 35). La alienación, el sentimiento de no pertenecer, aparece como una de las sensaciones más reiteradas entre la población de Irlanda del Norte, y especialmente en los barrios-gueto donde el conflicto es más patente. Pretender cambiar algo o mejor, que algo cambie, requerirá de su capacitación (empowerment), de que ellos se sientan capaces, con posibilidades -esto es el poder, frente a la potencia que se impone por la fuerza autoritaria-, y no que alguien se sienta capaz por o para ellos. Y se requiere también de la articulación de los diferentes nudos relacionales, del trabajo sobre los tres niveles de la pirámide de Lederach: altas esferas políticas, líderes intermedios y relaciones de base. Pero no un trabajo aislado, horizontal, con soluciones particulares, sino un trabajo global, donde los tres elementos forman parte de un todo indivisible, vertical y horizontalmente interconectado. A fin de
cuentas, el
conflicto no afecta a
esferas aisladas de la vida de Irlanda del Norte. Por el contrario, el
conflicto lo impregna todo -en el mercado, en la calle, en la taberna…
todo es conflicto-, estableciéndose más como un estilo de
vida -una ética, una estética- que como un episodio
puntual
más o menos duradero. Y, por definición, un estilo de
vida
no se soluciona, pero si puede cambiar. Notas 1. "Euskadi, es decir, nosotros, nos hallamos en estado de guerra con el ocupante extranjero" decía Julen Madariaga en la I Asamblea de ETA, en el año 1962. 2. Me refiero a esos muros existentes en Irlanda del Norte, llamados Peacelines o líneas de la paz. <>El autor realiza una tesis doctoral, actualmente, en fase de finalización, sobre el conflicto de Irlanda del Norte y su proceso de pacificación, en el Departamento de Antropología Social de la Universidad del País Vasco (director Mikel Azurmendi).
Alonso, Rogelio Anderson, Benedict Arendt, Hannah Châtelet, F. (y G. Mairet) Galtung, Johan Garrido, Vicente Heaney, Seamus Howard Ross, Marc Ibáñez, Jesús Ignatieff, Michael Jarman, Neil Kinner, Eddie Lederach, John Paul Marín, Higinio Marcuse, Herbert McLiam Wilson, Robert McLoughlin, Michael Moxon Browne, E. Progressive Unionist Party Smyth, Gerry |
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