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Cambia otra vez el régimen
de las clases de religión en los colegios españoles. A la
vez, el
Ministerio
negocia con los representantes de diversas confesiones. Pero,
¿se
llegará alguna vez a una solución bien fundada y estable?
Desde el punto de vista de la misión del Estado respecto a la
educación
de los ciudadanos, admitir que el sistema público de
enseñanza
acoja clases confesionales de doctrina religiosa, sea islámica,
judía, protestante o budista, será una profunda
equivocación.
Por supuesto, será una equivocación tan grave como las
controvertidas
clases de religión católica que actualmente se imparten.
No se enmienda un disparate añadiéndole otros cuantos de
semejante calibre.
Si ninguna confesión religiosa tiene carácter estatal (Constitución española, art. 16,3), en las instituciones del estado, y tales son las educativas, no cabe coherentemente ninguna clase de religión confesional. Lo contrario parece una abdicación del deber de formar ciudadanos, al dar paso a la enseñanza de doctrinas que remarcan las diferencias sociales en razón de la religión. El objetivo de la escuela estriba, más bien, en desarrollar un conocimiento crítico y solvente de todas las disciplinas del saber y en potenciar la mentalidad común democrática. ¿Qué es eso de que, cuando diez alumnos soliciten enseñanza religiosa, el Estado debe facilitarles las clases correspondientes, como "un derecho indiscutible"? ¡Y tan discutible! Eso es una aberración. ¿O es que, si diez alumnos piden que se les dé astrología, parapsicología o cartomancia, se considerará que tienen derecho? ¿Tal vez no tienen suficiente arraigo? Conste que no se trata de ningún rechazo de la religión desde un dogma anticlerical o un ateísmo que desprecie el hecho religioso. Todo lo contrario: se trata de tomárselo en serio. Lo que debe hacer el Estado es asumir de una vez la normalización del estudio de la religión, de su estructura y función en la sociedad y en el mundo. Esto es lo normal en otros países europeos. Incluir en el sistema educativo la investigación y la enseñanza de las religiones en sus dimensiones históricas, sociales, antropológicas, psicológicas y filosóficas es algo netamente distinto de la enseñanza confesional de una de ellas, presentada además como única verdadera. Se trata de estudiar la religión como se estudian las artes, las matemáticas, la biología, la literatura o la filosofía. ¿Acaso se enseña también la literatura a la carta? ¿O se enseña a unos alumnos la teoría de la evolución y a otros el llamado creacionismo, de manera optativa? ¿Se podrá apuntar uno a la asignatura de filosofía eligiendo el enfoque que mejor le cuadre, y habrá que implantar clases de filosofía marxista, y metafísica, y analítica? ¿Parecerá normal que se forme a unos en las ideas democráticas y a quienes lo pidan se les den clases de formación del espíritu nacionalista? Pues un dislate semejante se está haciendo con el estudio de la religión, y se pretende ampliar. Lo mismo que las restantes facetas de la realidad sociocultural, las religiones son objeto de estudio científico, basado en la observación, la documentación y la metodología de análisis pertinente. Esto parece incuestionable. ¿O hay alguien capaz de defender públicamente que no es posible una ciencia de las religiones? Porque ahí están las ciencias sociales y humanas, que llevan dos siglos desarrollando sus investigaciones sobre los sistemas de creencias y rituales religiosos para demostrarlo. La normalización de los estudios sobre el fenómeno religioso debe plantearse desde la enseñanza superior. Va siendo hora ya de que las universidades españolas se homologuen con el espacio europeo también en esto, y reintroduzcan en sus enseñanzas académicas, no la teología (abolida en la universidad pública española en octubre de 1868), sino la titulación en ciencias de las religiones. De hecho, algo se está moviendo en este sentido, por la vía del máster universitario en ciencias de las religiones u otro tipo de cursos, que estos últimos años se han organizado en diversas universidades de Madrid, Barcelona, Tarragona, Valencia, Santiago de Compostela, Cantabria, La Laguna, o Granada. Pero falta dar un paso más e incorporar la especialidad a las enseñanzas oficiales regladas. Así, con un planteamiento general coherente, en los niveles de la educación primaria y secundaria, el estudio de la religión en sus contextos sociales e históricos habrá de encontrar su concreción en las asignaturas que le correspondan: Asignaturas tan normales e importantes como las de literatura, química o filosofía. Esto impone terminar con la prebenda otorgada a la Iglesia católica en las anómalas "clases de religión" actuales, y efectuar los arreglos jurídicos necesarios. No cabe ya invocar dudosos privilegios, que a ningún otro colectivo se dan ni deben darse. Pues, por ejemplo, no son los músicos que ejercen como tales los que tienen derecho, por el hecho de serlo, a enseñar música en el conservatorio o en la licenciatura en musicología. No son los novelistas famosos los que pueden reclamar el derecho a dar las clases de literatura (lo que no excluye que el profesor de literatura sea un gran literato, a título individual). Ni, llevando la comparación al absurdo, encomendaríamos a los dementes la impartición de lecciones de psiquiatría, sólo porque son quienes más directamente viven la experiencia. Es el Estado, incuestionablemente, el que tiene todas las competencias para asumir y organizar la enseñanza de todas las materias, sin excepción, incluido el estudio de la religión. Y para seleccionar al profesorado con título y formación en la materia. No es aceptable en absoluto la fórmula de encomendar a cada gremio de la sociedad civil la docencia en su especialidad. Resultaría una privatización arbitraria y sin sentido. Sería algo así como confiar la enseñanza de la historia a los partidos políticos o los sindicatos, de modo que hubiera clase de historia conservadora para unos, historia socialista, o anarquista, o comunista para otros... cada vez que un grupo de diez alumnos rellene la solicitud. Si esto lo juzgamos como una hilarante insensatez, califiquen ustedes la tajante afirmación de que la gente tiene que ver las clases de formación islámica, católica, o budista, como "un derecho indiscutible". ¿A qué grado de acomodación al tópico del momento se ha llegado? El Estado, precisamente por constituirse como aconfesional, garantiza el derecho de cada entidad religiosa a su libertad, y sobre todo el derecho de cada individuo a su libertad de conciencia. Pero esas libertades han de ejercerse en el ámbito de la sociedad civil, no en el espacio público estatal. Que transmitan libremente sus creencias y ritos en iglesias, mezquitas, salones del reino, academias y facultades de teología privadas. El Estado ampara ese derecho y esa libertad. En cambio, en la tituación vigente y en algunas propuestas que se hacen ilusiones de aportar la solución, se diría que el pensamiento crítico ha desaparecido y los discursos sólo dan encefalograma plano. En ciertos casos, parece que se hubiera dado un pendulazo desde el prejuicio anticlerical que automáticamente descalifica todo lo religioso, hasta la más indolente contemporización con las exigencias doctrinarias de cualquier comunidad confesional. Es una incomprensible debilidad del Estado ante el comunitarismo multiculturalista y multirreligioso, de cuyos riesgos debe defender a la democracia. Abdicar de la normalización del estudio de la religión en los centros públicos, al entregar las clases de religión a otras instituciones, privadas, es dejar entrar en las aulas al caballo de Troya. No será extraño que lleve en su seno a los enemigos de la sociedad abierta. El mismo planteamiento supone ya un detrimento para la formación de una conciencia ciudadana igualitaria. En suma, será una grave equivocación mantener por más tiempo el privilegio de la clase de religión confesional, católica, musulmana o la que sea, que antepone el adoctrinamiento de las mentes al conocimiento crítico y objetivo de la realidad social y humana en todas sus dimensiones. Y atención: no se engañe nadie pensando que se elimina el privilegio y sus negativas consecuencias porque se admita que otros concurrentes participen de él, a fin de acallar sus agravios comparativos. Apostemos por el derecho. Y aquí, el único derecho claro e incontrovertible es el del Estado a asumir la enseñanza pública de todas las materias, también de las ciencias de la religión. De camino se empezará a contrarrestar la ignorancia supina, que espanta en nuestras generaciones jóvenes, sobre este aspecto tan importante para entender, no ya la historia de las civilizaciones, sino nuestra propia historia colectiva, la arquitectura, la música, la pintura, la literatura, la política y las tradiciones de España y Europa a lo largo de tantos siglos. |
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