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Las iglesias
evangélicas gitanas de "Filadelfia", popularmente
conocidas
como "aleluyas", constituyen una rama pentecostal dentro del
evangelismo
protestante y se han extendido con enorme vitalidad por todas las
comunidades
gitanas del país. El sistema doctrinal y práctico del
pentecostalismo
lleva a los creyentes a propiciar y mantener viva la acción del
"Espíritu Santo" en sus vidas, ordenar y dirigir sus acciones
desde
las enseñanzas literales bíblicas y a creer en la
manifestación
divina a través de dones o carismas como: la glosolalia o don de
lenguas, las profecías y las sanaciones milagrosas. Este
carácter
carismático permite que los cultos gitanos condensen rituales y
acciones simbólicas de tipo extático propiciadoras del
renacimiento
personal y comunitario. El autoperfeccionamiento y la
"metodología
de salvación" que conlleva la conversión se dirige a
todos
los aspectos de la vida de los creyentes: familia, relaciones sociales,
aspecto personal, gestión corporal, ética del trabajo,
lenguaje,
en resumen, un virtuosismo moral de tipo ascético que conforma
un habitus
específico (1).
El fenómeno de las conversiones al pentecostalismo es reconocible por todos los estudiosos de los gitanos: Teresa San Román, Paloma Gay, Juan Gamella, Manuela Cantón, David Lagunas, Elisenda Ardévol, José Luis Anta, Ana Giménez, etc. Su impacto entre la diversa y compleja población gitana española, y andaluza en particular, es más que evidente al experimentar una transformación sin precedentes de aspectos tradicionales de su cultura hacia las creencias y pautas del protestantismo evangélico pentecostal. La pujanza y extensión de este fenómeno conversionista, que incluye un rigorismo ético y conductual de tipo ascético, está calando en gran parte de la población gitana donde se enfrenta desde dentro (y esta es su principal característica) a los problemas centrales de los barrios urbanos donde residen gran parte de los gitanos: consumo y venta de drogas, violencia, marginación, pobreza, analfabetismo, etc. De alguna manera el movimiento evangélico gitano puede interpretarse como un intento por autogestionar los procesos de cambio en esos contextos de exclusión. Sin duda el proceso de modernización e integración que indirectamente logran las iglesias es paralelo a una reelaboración y refuerzo de las identidades étnicas. La investigación etnográfica realizada en los cultos gitanos Filadelfia de la provincia de Sevilla, entre 1998 y 2004, nos ha servido de referencia para indagar y reflexionar sobre una cuestión central en la experiencia del trabajo de campo en los contextos gitanos de conversión pentecostal: la dialéctica entre creencias y prácticas religiosas. De este modo estuve preocupado con la idea de desvelar los procesos involucrados entre, por un lado, los aspectos mentales y psicológicos, y del otro, las acciones y experiencias concretas de los fenómenos religiosos en sus consecuencias prácticas más cotidianas, desde la gestión corporal, las relaciones intraétnicas o las actividades ocupacionales. Unos procesos que entendía, sin apenas reflexionar sobre sus fundamentos, de manera dicotómicos: creencias, estados mentales y conocimientos frente a las acciones, prácticas y comportamientos. Cierta tradición académica asumida suponía que los rituales concretos lograban la síntesis mágica de ambos ámbitos. Así comencé a indagar las iniciales fases de conversión de mis informantes buscando causas, estructuras y secuencias. En este sentido reproducía lo que había sido una práctica habitual objetivista en la disciplina. Pero en el campo pentecostal este tipo de cuestiones sólo puede ser entendido utilizando el código fuertemente sentimental y experiencial compartido. Pero si mi interés no era espiritual, al ser un "nativo marginal" e inconverso, qué sentido tenían mis preguntas si yo no estaba dispuesto a dar ningún paso, ¿a qué venía si no era a gozar del espíritu santo? Son muchos los investigadores han cuestionado el olvido de las experiencias concretas y la agencia de los actores sociales en los análisis antropológicos de la religión. Esta amnesia metodológica y epistemológica ha permitido una reificación y objetivación de los fenómenos religiosos a salvo de las supuestas influencias contaminantes de la experiencia real de los fieles (Carro 2001). De ahí que se recupere la perspectiva más fenomenológica para afirmar que la experiencia vivida no puede reducirse a las construcciones analíticas que objetivan y separan la religión de las condiciones de su inmediatez existencial en los sujetos (2). Algo parecido nos lo relataba Isabel, gitana, casada, de 40 años.
Pero
una cosa es recuperar el papel de los actores o asumir al
antropólogo
como autor y explicitar la reflexividad del investigador en el proceso
etnográfico, y otra reducir la interpretación al punto de
vista de los actores, ignorando las estructuras y situaciones que
existen
independientemente de la experiencia y conciencia de los actores
sociales
(Menéndez 2002). Asumir la experiencia y los significados ajenos
puede hacerse desde la toma de conciencia de la reflexividad en la
investigación
etnográfica, desde el esfuerzo por hacer visibles los
límites
y presupuestos personales y científicos del antropólogo,
y de los otros actores, procesos y estructuras implicadas. Ello ocurre
y es posible en el contexto del trabajo de campo, una situación
metodológica construida e instrumentalizada, es decir, desde las
propias condiciones de producción de la información,
incluyendo
los presupuestos ideológicos, culturales y personales del
investigador
(Velasco y Díaz de Rada 1997). Pero si el antropólogo
instrumentaliza
las relaciones sociales con sus informantes también éste
puede ser utilizado por los creyentes en sus interacciones entre
sí
o frente a inconversos. El interés científico y humano,
las
visitas continuadas, el afecto y la conviviencia con el investigador
pueden
ser vistas como elementos de prestigio y legitimidad en sus creencias
para
algunos informantes. En los diarios de campo tengo anotadas varias de
estas
situaciones donde los informantes se reapropian de mi presencia y me
convierten
en un agente de prestigio externo, alguien que supuestamente trabaja
con
el pastor y contribuye a legitimar la iglesia ante inconversos e
instituciones (3).
En el fondo esos procesos y contradicciones sólo me fueron desvelados cuando me di cuenta del aspecto personal y reflexivo que estaba tomando el asunto. Y las respuestas se volvieron preguntas, los encuentros que interrogaban y fisgoneaban sobre la supuesta lógica oculta de conversión, se transformaron en una decidida empresa por convertirme. El asunto ya no eran sus conversiones sino los límites y esquemas falsos que imponía a mi trabajo y mis conversaciones - apelaba a que un estudio serio implicaba que me mantuviese distante de la fe- para evitar poner de mi parte en la conversión. La antropología de la creencia se volvió la creencia de la antropología. Y los informantes eran explícitos: "Tienes que dejar la ciencia del mundo a un lado o no entenderás nada", "Toda la ciencia del mundo no podrá explicarte el gozo al sentir la mano de Dios sobre tu alma", "Sólo si te conviertes podrás entender con el corazón lo que ocurre en los cultos", "Tienes que poner de tu parte y presentarte ante el Señor", "Acepta al Señor y pide perdón y todo lo que buscas acabarás entendiéndolo sin esfuerzo". Pero yo reaccionaba, a veces pidiendo ante las cuerdas, pruebas sobre la acción divina, el llamado de Dios, como algo previo y necesario antes de dar mi primer paso. "Pero tienes que poner de tu parte, Dios no se impone si no lo aceptas, porque el hombre es libre", "Ora conmigo y deja desnuda tu alma, cuando pierdas tu orgullo Dios te tocará". Yo insistía en mi escepticismo agnóstico y en reclamar la acción divina directa sin intervención mía en la conversión, pero no había forma, y mis informantes se desesperaban tanto como yo, enredados en esas sesiones de proselitismo. El "llamado" era entendido, pues, con prioridad lógica y ontológica pero cronológica y empíricamente posterior. La aceptación y creencia eran previas cronológicamente pero no lógica y ontológicamente. De este modo la ideología religiosa redefinía los procesos de conversión y reelaboraba el antes y el después de la conversión. Evidentemente yo no podía entender si no creía. Credo ut intelligam como diría San Anselmo, sólo por la fe puede el saber ser plena evidencia y verdad.
Incluso
en los testimonios de negación inicial de la conversión y
rechazo explícito al supuesto pero sentido fuertemente por ellos llamado
divino, las implicaciones de la dialéctica de creencias y
comportamientos
muestran el universo ideológico compartido (4).
He aquí el testimonio de Antonio, un gitano converso desde
hacía
cinco años:
Por
mi parte sólo puedo dejar constancia que todos los intentos por
convertirme fueron realizados con enorme respeto y afecto. Un
diálogo
intenso y emotivo dentro de la cordialidad. Lo que sigue es un ejemplo
de un pastor (responsable de la congregación) que oró
varias
veces por mi conversión en los propios cultos:
De
este modo lo que yo iba buscando en los informantes podía
encontrarlo
en mi propio itinerario etnográfico. Las relaciones sociales y
el
conocimiento personal emprendido con los gitanos conversos fueron
paralelos
al progreso del ejercicio de mi investigación. Analizar las
creencias
y prácticas ajenas requería un ejercicio reflexivo sobre
mi posición y rol en el campo dado que el conflicto de roles
resultaban
inevitables. Muchos de ellos no acabaron por comprender que no se iba a
producir ningún milagro y que no acabaría convertido.
Algunos
esperaban con esperanza mi conversión, tantos años
asistiendo
a los cultos ¿para qué? y eso necesariamente mediaba en
mi
relación con los informantes. Malentendidos, disculpas,
tensiones,
olvidos, fracasos, medias verdades, etc. Los gitanos no estaban para
mí,
tenía que ganar su confianza, el antropólogo no es el
centro
del mundo, los informantes son personas a los que puede que no les
interesen
tus propuestas. Las lecturas son siempre una fiel
compañía,
desnudan tus contradicciones, abren ventanas a lo desconocido,
clarifican
ideas, critican planteamientos. Descubren que la investigación
es
una tarea colectiva donde uno entra en diálogo con otros.
Había
que escuchar más que preguntar, esa era la clave. Cada vez que
preguntaba
mis informantes me daban rodeos y capotazos, eludían el tema o
se
amoldaban a lo que esperaban que yo buscaba. Cuando no preguntaba de
manera
abierta la información me llegaba por empatía.
Por todo ello resultaba necesario analizar el modo en que el estudio de las creencias y las prácticas religiosas se habían entrecruzado en la disciplina de la misma manera que una etnografía sobre conversiones se veía afectada por esos mismos procesos. La historia de la antropología de la religión muestra un interés especial por los diferentes tipos de relaciones entre creencias y prácticas religiosas, o más exactamente, los diferentes tipos de relaciones que cada forma religiosa y cultural autoriza o impone al hacerlas posibles, simbolizables e instituibles. Ello llevó, en parte, a una primera y no fundada solución de entender los rituales como vínculos sociales o agentes mediadores entre las creencias y las prácticas, permitiendo tanto la identificación como la diferencia, es decir establecer el sentido cultural. Sin negar que los rituales puedan estar presentes en la creación de identidades colectivas -de hecho muchos movimientos étnicos y religiosos encuentran su fertilidad en la capacidad de elaborar ritos-, no parece que sea adecuado extender su funcionalidad como síntesis de todas las dicotomías culturales. Los movimientos pentecostales, pese a la reivindicación de un pasado bíblico o la postulación milenarista, tienen que ser vistos desde un contexto presente y moderno que los capacita para la creatividad y la apertura, es más, gran parte de su modernidad y plasticidad radica no tanto en su adaptabilidad a formas sociales diversas sino a las resistencias y reapropiaciones que los grupos sociales hacen del pentecostalismo. La palabra bíblica y la comunidad de creyentes es el eje que afirma la identidad actual frente al Otro inconverso. La singularidad del movimiento Filadelfia está en la necesaria negociación con los otros cercanos, los gitanos inconversos, y con los otros lejanos, el mundo payo inconverso. Dado que la afirmación de identidad es una construcción y un proceso, el movimiento evangélico gitano implica una redefinición de las relaciones con los otros. Pero las creencias sin prácticas son ciegas. Las prácticas sin creencias son vacías. Inspirándome en esta paráfrasis de la famosa frase de Kant, el presente trabajo intenta reflexionar sobre los contextos de conversión al evangelismo gitano para desvelar los diferentes modos y procesos de las relaciones entre las creencias y las prácticas religiosas. Dichas formas y dinámicas adquieren nuevos contenidos y perspectivas al referirlos a las prácticas cotidianas, la gestión corporal o los dones carismáticos (5) como espacios privilegiados de resignificación individual y colectiva. Los carismas, entendidos como estrategias de apropiación y distribución de bienes simbólicos en las congregaciones sirven para revelar las relaciones de creencias y prácticas. El análisis de los dones carismáticos gitanos implica el análisis del grupo social, las relaciones intraétnicas y las luchas por las formas de poder simbólico. Es así como para entender el trance, la glosolalia, la posesión, las profecías, etc, sea necesario referirlos al ámbito ideológico colectivo y a las dinámicas comunitarias de los grupos de creyentes. De este modo, los dones carismáticos, como actividades simbólicas que condensan la gestión comunitaria, biográfica o corporal, tienden a formar vínculos entre lo propio y lo ajeno, entre la identidad y la alteridad. El análisis del fenómeno religioso se ha asociado a la propia historia de la Antropología como disciplina científica en un claro ejemplo de simbiosis epistemológica. Las creencias y costumbres religiosas de los entonces denominados pueblos primitivos suponían un desafío intelectual para los estudiosos occidentales. Antes incluso que las miradas se desviaran hacia las formas religiosas populares o institucionales occidentales, la antropología ya estaba organizando el conocimiento recopilado de otras culturas desde categorías religiosas (6). La religión tomaba una carga significativa global como paradigma del Otro y, en concreto, los rituales religiosos adquirían una capacidad y propiedad inusitada para reflejar y sintetizar funciones, dimensiones, elementos y estructuras sociales o culturales (Díaz 1998: 13-26). El propio Morris (1995: 14) destaca que el desarrollo de la sociología y la antropología como disciplinas académicas independientes tuvo consecuencias desafortunadas porque condujo a perspectivas estrechas y a divisiones innecesarias en el estudio de las creencias y prácticas religiosas. Así las religiones históricas e institucionales, junto con los fenómenos religiosos globales fueron estudiados por la sociología. En frente, las religiones primitivas, tribales y populares o los aspectos fragmentarios, atómicos y exóticos de la religión estudiados por la antropología. Y todo ello ha dado lugar a tratamientos teóricos diferenciales que oscurecen el entramado de la vida religiosa. La construcción teórica de la disciplina heredó el paradigma ritualista y la tendencia a organizar los conocimientos bajo ciertas estrategias de investigación dicotómicas directamente relacionadas con la coerción de los conceptos religiosos y filosóficos dualistas occidentales de alma-cuerpo, en concreto, las categorías de creencias y prácticas, o bien alguna de sus modificaciones y metáforas: pensamiento-comportamiento, razón-acción, competencia-actuación, norma-práctica, representaciones-efervescencia, decir-hacer, mito-rito. Todo el problema analítico consistía en relacionar dos polos que se habían separado sin una justificación y fundamentación clara y rigurosa. En el fondo la extrapolación del dualismo antropológico occidental de alma-cuerpo impregnaba y teñía todas las distinciones presupuestas en la religión: mente-materia, polo racional-polo sensitivo, etc. O para usar los términos de Tylor y Frazer, y que han posibilitado el hilo de nuestra investigación: creencias y acciones. "La creencia en su existencia (de seres espirituales) conduce, de un modo natural, y casi podía decirse inevitable, antes o después, a una reverencia y una propiciación activas (...) cuya teoría es la creencia y cuya práctica es el culto" (Tylor 1981: 29). "Así definida, la religión consta de dos elementos, uno teórico y otro práctico, a saber, una creencia en poderes superiores al hombre y un intento por aplacarlos y complacerlos. De los dos es evidente que la creencia aparece primero, ya que debemos creer en la existencia de un ser divino antes de que podamos intentar complacerlo" (Frazer 1965: 76). Si
pudiéramos hacer un mapa conceptual imaginario de la historia de
la antropología de la religión, una reconstrucción
histórica del paradigma imperante en los estudios de la
disciplina
que ha objetivado el ámbito religioso desde la dialéctica
entre creencias y prácticas, resultarían, siguiendo a
Rodrigo
Díaz, dos secuencias bien definidas: por un lado los que
denominaremos
"intelectualistas", que priorizan las creencias sobre las
prácticas
religiosas; y por el otro, los "ritualistas" que enfatizan las
prácticas,
acciones y rituales sobre las creencias y los sistemas de
conocimientos.
Por supuesto que ello supone una simplificación en exceso y que
las variantes intermedias son tan ejemplares como numerosas, pero los
perfiles
analíticos resaltan la unidad en la complejidad.
Tylor y Frazer son los protagonistas fundadores de la primera secuencia. Para estos dos autores clásicos las creencias son lógica y cronológicamente anteriores a cualquier práctica, arguyen que toda acción mágica o religiosa debe ser explicada a la luz de las creencias (equivocadas) que la propiciaron. Es la creencia en la existencia de seres sobrenaturales la que conduce natural y necesariamente, tarde o temprano, a la reverencia, acciones y prácticas rituales. Tanto Tylor como Frazer veían en los rituales el lugar donde convergen tanto los procesos mentales primitivos como las acciones públicas comunitarias (Morris 1995: 119-136). Con Tylor no sólo encontramos esta dicotomía sino un modelo que organiza las acciones rituales como determinadas por las creencias, de ahí que el conocimiento de las creencias de los primitivos permitiría explicar por qué se celebran los rituales. Los rituales, como pensamientos en acción, están dotados de sus propias reglas de representación y puede que no sean un mero reflejo de las creencias. En definitiva, la realización de los rituales religiosos fortalece las creencias de los grupos que los sustentan al considerar a la religión como un fenómeno fundamentalmente explicativo y teórico. Si bien, "aunque la preocupación fundamental del intelectualismo es la de analizar la racionalidad de los sistemas de creencias primitivos o tradicionales, no le son indiferentes los mecanismos socio-culturales y políticos mediante los cuales aquéllos se legitiman" (Díaz 1998: 46). Muy pronto hubo una reacción a estos postulados intelectualistas que consideraban a las creencias como los antecedentes causales de las acciones rituales. Por un lado Durkheim postulaba un funcionalismo que, rechazando el apriorismo y el empirismo, buscaba en los hechos sociales el sustrato de la religión pero tomando por igual a las creencias y las prácticas relativas a las cosas sagradas como símbolos de los grupos sociales. Y esa unidad de creencias y prácticas se mostraba en los rituales como mecanismos integradores que expresan y refuerzan los sentimientos y la solidaridad del grupo. Y por otro, pero mucho más clara que la reacción de Durkheim (que llegó a afirmar "no se puede definir el rito más que tras definir la creencia" 1992: 33), Robertson-Smith. A partir de él los estudios sobre rituales se orientaron al esclarecimiento del carácter expresivo y metafórico de las prácticas y acabaron marginando el papel de las creencias. De este modo se desvelaba que el supuesto primordial de las creencias no es más que una categoría etnocéntrica y evolucionista, y que, contra Tylor o Frazer, las conductas religiosas no pueden estar sustentadas en creencias equivocadas. Robertson-Smith sostenía que en el análisis de la religión primitiva lo relevante son las prácticas rituales y las instituciones sociales, mientras que las creencias no podían ocupar el lugar privilegiado que sus contemporáneos les estaban asignando, consciente que las explicaciones intelectualistas estaban sesgadas por las propias formas religiosas occidentales. Las prácticas preceden a las teorías doctrinales y son los actos religiosos externos los que confieren a la religión su significado social (Morris 1995: 145). La explicación del fenómeno religioso está, como suscribirá también Durkheim (7), en la sociedad y no en el pensamiento. Precisamente: "al asumir que la creencia es una ocurrencia mental, por tanto, un dato de la conciencia privada sólo accesible al sujeto que cree, Robertson-Smith afirmó que el análisis de la religión no debe comenzar ni en el credo religioso ni en lo que piensan los individuos -pues nos introduciríamos en ese terreno indeterminado, el de los eventos mentales y el de las significaciones múltiples, donde no hay sanción o fuerza que obligue a los devotos-, sino en los actos rituales visibles donde aquéllos se comprometen y adhieren pública y positivamente con la propia tradición o actúan en conformidad con las representaciones colectivas del grupo" (Díaz 1998: 72). Para este autor lo importante no es creer en dioses sino realizar los actos sagrados prescritos y no era necesario apelar a las creencias para analizar los rituales. Estas
polémicas decimonónicas volverán a actualizarse
décadas
después cuando los neointelectualistas como Jarvie o Horton y en
cierto sentido Lévi-Strauss, subrayen los sistemas de
conocimientos
que sustentan las creencias frente a Leach o Turner que ponen el
énfasis
en las acciones rituales como procesos comunicativos y subordinan las
creencias
a las formas simbólicas del orden social.
La dialéctica entre creencias y prácticas religiosas aparece también de un modo claro, pero en un contexto teórico más amplio sobre el significado de la cultura, en Beattie (1993). En todo análisis cultural hay que distinguir entre sistemas de acción y prácticas sociales y sistemas de creencias y valores, mientras los primeros aportan causas, estructuras y funciones, los segundos expresan significados. Esta dicotomía procede, según este autor, del carácter dual de los sistemas simbólicos en tanto que expresan funciones instrumentales y expresivas a la vez. El estudio de la conducta humana requiere tener en cuenta ambos aspectos. Los valores y las creencias suelen estar relacionados con los sistemas cognoscitivos y morales compartidos al representar el universo físico, social y moral de los grupos humanos. Pero asume que. "la creencia y la acción, los valores y las instituciones sociales, están ligados indisolublemente los unos a los otros" (Beattie 1993: 104). Y sólo el trabajo de campo permite desvelar en cada caso esos lazos. Por otro lado, Cantón (1999b) reflexiona sobre las disyuntivas teóricas que han marcado el estudio de las religiones y en concreto la dicotomía disfrazada que enfrenta a "lo que la religión es" con "lo que la religión hace", "la disyuntiva es conocida, y se resume en la tendencia a relacionar la religión con el comportamiento expresivo-simbólico, a encerrarla en su papel como fuente incesante de significados , frente a quienes entienden que esta lectura del comportamiento religioso queda fuera de la competencia del trabajo sociológico y desborda su principal misión: evaluar las consecuencias sociales de las creencias y prácticas religiosas" (Cantón 1999b: 166). La misma autora recapitula, siguiendo a Rodrigues Brandâo (1995), la evolución de los estudios desde "lo que la religión es", pasando por "lo que hace" hasta llegar a comprender la religión "a través de lo cual". Así plantea de manera reflexiva las paradojas científicas del estudio de la religión frente a otros estudios. Y acaba afirmando, siguiendo a T. Asad (1983) que lo que la religión es y lo que hace no puede ser tratado como dimensiones separadas. Si seguimos el planteamiento de Bourdieu (1993) vemos cómo los grupos religiosos suelen hacer de la pertenencia la condición necesaria y suficiente para el conocimiento adecuado de sus creencias y prácticas, al mismo tiempo que supone una estrategia para protegerse de los efectos cientificistas o no nativos. Esto es algo que hay que tener en cuenta porque inevitablemente no podremos acceder a los saberes de sí propios del autorreconocimiento. Estos espacios vacíos sólo pueden ser relativamente compensados con la reflexividad de los intereses y creencias del propio investigador. Bourdieu plantea que sería una amputación innecesaria no aprovechar las ventajas de la objetivación de las adherencias. Y en relación con las creencias y prácticas recuerda cierta tendencia a considerar las creencias como meras representaciones mentales olvidando que incluso entre los antirritualistas "la fidelidad religiosa se enraíza (y sobrevive) en las disposiciones infraverbales, infraconscientes, en los pliegues del cuerpo y las vueltas de la lengua, cuando no en una dicción y una pronunciación; que el cuerpo y el lenguaje están llenos de creencias entorpecidas y que la creencia religiosa (o política) es ante todo una hexis corporal asociada a un habitus lingüístico" (Bourdieu 1993: 97). Este mismo autor nos aclara que en los procesos de conversión los agentes se empeñan en luchas simbólicas por el poder de producción y reconocimiento de sus capitales de salvación, sancionados por sus grupos denominacionales. Para ello, las estrategias se centran en las formas de presentación, percepción y nominación de la realidad. Las categorías de autopresentación personal, corporal y de habla, las descripciones del mundo y la vida se transforman en vehículos de mensajes explícitos e implícitos hacia el inconverso, de alguna manera la lógica inmanente en la acción proselitista es la exportación y reconocimiento de una visión del mundo legítima y privilegiada (Bourdieu 1985: 139 y ss). No es de extrañar que los contextos de conversión destaquen por la configuración de un vocabulario y sintaxis propios. De esta forma, en las negociaciones por la producción de un sentido, los conversos desvelan todo el capital simbólico adquirido en sus propias conversiones y biografías, legitimados por la propia estructura institucional y los textos bíblicos. Los discursos y las acciones despliegan así todo su poder performativo ante el inconverso dubitativo y desprovisto del armazón de un capital consagrado como crédito y garantía. La eficacia simbólica posterior de las estrategias dependerá de una pluralidad de factores pero también del grado en que la visión del mundo propuesta establezca reglas de correspondencia claras y evidentes con los elementos diversos e inciertos de la realidad del inconverso. La dinámica interna de los dones carismáticos en cultos determinados y circunstancias concretas representa una especie de regateo con el grupo y los poseedores del capital religioso pentecostal. Buscan ampliar las creencias y las experiencias más allá de lo privado, hacia el grupo pero desde los individuos. Un regateo que sirve a la vez como instrumento de comunicación, de conocimiento y distinción social. Medio simbólico, diría Bourdieu, estructurado y estructurante que implica la condición de posibilidad de cierto consenso sobre el sentido de las diferencias sociales y el sentido del lenguaje y el mundo. Y el interés de elaborar un sistema de creencias y prácticas como expresión de las estrategias de grupos en competencia por el monopolio de la gestión de bienes de salvación. Así sintetizaba estos procesos en relación a la glosolalia un pastor gitano evangélico, Salvador, 40 años.
Recientemente
J. L. García (1999) y F. Cruces (1999) han revisado
críticamente
en sendos artículos el concepto de ritual religioso en un claro
ejemplo ilustrativo y contemporáneo de disolución de las
categorías tradicionales de estudio de la antropología,
categorías
elaboradas de una manera no fundada en la dicotomía sociedad
tradicional-sociedad
moderna. Mientras F. Cruces, tras interrogarse sobre las condiciones de
legitimidad de su uso y la encrucijada teórica que supone, acaba
proponiendo una reconversión del concepto de ritual desde un
modelo
procesual y performativo concebido como forma débil de la
sacralidad,
J. L. García nos advierte sobre los excesos cometidos desde la
disciplina
en el abordaje de los rituales religiosos y explicita esas desmesuras
en:
la mentalidad ritualista de los antropólogos, la
ontologización
de la categoría de ritual en los análisis y la
confusión
entre creencias y prácticas, objeto aquí de nuestro
interés.
En un claro ejercicio por "podar las desmesuras", su artículo
busca
recortar las pretensiones de la antropología clásica para
dejar sitio a la etnografía.
Pero después de las anteriores incursiones volvamos a nuestro hilo argumental. La relación entre creencias y acciones ha sido poco cuestionada por la antropología al suponerla relacionada con la esencia de la religión. Se ha tendido a considerar las creencias como sistemas de conocimientos -cuando no todo sistema de conocimientos es un sistema de creencias- y establecer la correspondencia entre cogniciones y creencias en la medida que la existencia de rituales era garantía de la vigencia social del sistema de creencias. Y es aquí donde J. L. García (1999: 509) expone que la existencia de creyentes no practicantes y practicantes no creyentes, algo muy cotidiano en la vida moderna pero también presente en sociedades tradicionales, entra en clara contradicción con los discursos esencialistas sobre la práctica social de las creencias religiosas. La relación de las creencias con las prácticas rituales ha sido normalmente olvidada debido por una parte al carácter individual y psicológico del fenómeno y por otra a las formas como los antropólogos han desarrollado las técnicas del trabajo de campo privilegiando las visiones homogéneas y asumiendo la pérdida de las dimensiones individuales de la conducta. Su texto acaba remitiendo a la función de los rituales religiosos como procesos de legitimación de las diferencias individuales, incluso en el plano de las creencias, al entender la religión como un sistema social público: "desde mi punto de vista, este control de las creencias es lo que marca una de las diferencias entre el sistema religioso de sectas y la religión como sistema público" (García 1999: 511). Hay
que aclarar aquí que nuestra experiencia etnográfica en
los
cultos pentecostales gitanos no nos permite afirmar claramente la
existencia
de un control efectivo de las creencias ni de las prácticas y
que,
pese a los intentos por dar unidad a los cultos, estos muestran
todavía
un grado de flexibilidad y autonomía bastante elocuente. Es
más,
muchos informantes apelaban a la necesidad de mayor control. Veamos la
autocrítica de un pastor:
Lo
que sí nos parece evidente, siguiendo en parte a García,
es que los rituales pentecostales son semi-públicos y, en
tanto actos sociales (y casi de modo inevitable), algunos participantes
están más entregados que otros a las creencias, actos y
dones,
es decir, al "orden litúrgico", entendido como secuencia
preestablecida.
Sin embargo, por el mero hecho de formar parte del culto conjunto, los
creyentes señalan que aceptan un orden social y moral
común
y que en muchos casos ese orden transciende su status como individuos.
Los ritos religiosos son formas de acción
simbólicas.
Donde se procede ritualmente, el hablar se convierte en una
acción.
La dimensión del ritual es siempre un comportamiento colectivo.
Los modos de comportamiento ritual no se refieren al individuo sino a
las
diferencias entre los individuos, en tanto colectividad formada por
todos
los que, juntos, acometen la acción ritual. Como me comentaba
Maya,
un converso evangélico o hermano, de 60
años:
Rodrigues
Brandâo (1995,1999) trata el tema del pentecostalismo en un
contexto
reflexivo mucho más amplio. Desde una mirada antipositivista
intenta
devolver a la antropología su capacidad de asombro y de
reencantar
el mundo, "lo que está en juego es la recuperación para y
en la antropología de la conjunción del orden del logos y
el mito, en un mismo momento y en un mismo movimiento del trabajo de
pensar
el mundo a través de sus culturas" (Rodrigues 1995: 36). Aunque
no aborda de manera sistemática la cuestión de la
dialéctica
entre creencias y prácticas si que podemos sugerir en su
distinción
entre religiones "emic" y "etic" cierta perspectiva de
comprensión (8).
Por una parte hay religiones más simbólicas y
mostrativas,
que suelen naturalizar su revelación al contar con saberes de
sí
pero no buscan elaborar una teoría sobre su creencia o saber
sobre
sí, ancladas en la tradición o lo popular y abiertas a
las
relaciones entre significados, individuos e identidad. Del otro lado
estarían
las religiones institucionales, que establecen relaciones claras con la
sociedad, la historia y el estado y proporcionaran saberes eruditos y
demostrativos
sobre sí. El pentecostalismo estaría emparentado con las
religiones tipo del primer tipo: "esta es la posición
exactamente
opuesta a la de aquellas religiones que se resisten en pasar del orden
del mito al orden del logos, que no producen explicaciones de sí
mismas y que persisten en reencantar al mundo, aún en el caso de
que lo satanicen, como lo hace el pentecostalismo, ya que la
satanización
religiosa del mundo no es más que el lado perverso de su
máximo
maravillamiento" (Rodrigues 1995: 34). En las religiones "emic",
diríamos
nosotros, se mantiene una confusión polisémica y
dinámica
de creencias y prácticas propiciada por el superávit de
símbolos
y el contexto descentralizado de vivencias de las conversiones. Con las
religiones tipo "etic" el proceso de separación entre creencias
y prácticas es propiciado por la emergencia de estructuras
históricas,
estatales y sociológicas.
En el propio H. G. Gadamer, un filósofo para nada proclive a tientos irracionalistas, hemos encontrado referencias a las sugerencias de Rodrigues Brandâo sobre la resistencia del mito, al hablar de la importancia del mito como condición vital de cualquier forma cultural. Una cultura sólo puede florecer en un horizonte rodeado por fronteras y lindes míticos. Al destruir ese horizonte, la racionalidad instrumental desencanta no sólo el mundo sino el papel de la ciencia (Gadamer 1997: 13-22). Lo
importante para nuestro hilo argumental es destacar que el concepto de
fe o creencia puede sustraerse en gran parte a las formas de vida
religiosa.
La observación rigurosa de las leyes de culto o la
veneración
de los dioses puede incluso ir unida a doctrinas ateas como fue el caso
clásico de Lucrecio. Lo cual nos hace retomar el sentido que
para
J. L. García tienen los creyentes no practicantes o los
practicantes
no creyentes. De alguna manera la praxis ritual de las religiones
está
ordenada antes de cualquier certeza subjetiva, antes de lo que
podría
llamarse certeza personal de la experiencia interna de la fe. Es
más,
la reducción de lo religioso al ámbito privado de la fe,
concuerda bien con el modo en que la modernidad occidental ha
construido
y pensado la subjetividad con el principio de autoconciencia, de un yo
que deja de ser material y biográfico y remite a una estancia
privilegiada,
interna y racional -precisamente en un contexto de
génesis
del racionalismo, el capitalismo, la ciencia y el protestantismo-. Se
adopta
así, un punto de vista que demanda un ámbito
verdaderamente
universal y que abarca cualesquiera otros modos de comportamientos y
pensamientos
posibles de los hombres (Gadamer 1997: 55-65). Lo paradójico es
que en el mismo momento que este principio se tambaleara tras la
crítica
filosófica a las ideologías de la subjetividad por parte
de Marx, Nietzsche o Freud en el siglo XIX, la antropología
elaborara
una teoría de la religión desde la dicotomía
etnocéntrica
y racionalista de creencias y prácticas.
Desde el intelectualismo los rituales religiosos se convierten en el escenario privilegiado del funcionamiento de los sistemas de conocimientos y las creencias. Según este modelo todas las acciones deberían ser explicadas por las creencias correspondientes, dada la virtud de estas en convertirse en imperativos de la acción. No podemos negar que la motivación y los deseos, los valores y las creencias, pueden implicar algunas acciones pero las afirmaciones anteriores deben ser sometidas a una revisión que devuelva la noción de creencia desde el ámbito mentalista a la praxis social. En este punto del análisis algo nos parece claro: la cuestión central sigue siendo la relación entre creencia y práctica. Creer algo supone una relación diferente con el mundo al considerar que ciertos hechos forman parte de él (9). Pero resulta insostenible que las creencias se correlacionen directamente con las acciones. Más bien, una acción puede ser coherente o fiel con una creencia pero creer en algo es sólo contar con una disposición a comportarme de ciertos modos y no de otros bajo un marco o patrón cultural. Creer algo no añade pues ninguna idea a ese algo sino contar con disposiciones y actitudes múltiples de comportamientos en relación con ese algo y sólo si se presentan determinadas circunstancias (10). Existe, por tanto, una asimetría entre acciones y creencias dado que sólo inferimos creencias a partir de las acciones bajo dos condiciones de racionalidad de éstas: a) que la disposición esté determinada por situaciones objetivas (lo cual elimina la posibilidad de actuar por motivos irracionales), b) que las acciones sean congruentes con su disposición (esta condición elimina la posibilidad de engaño) (Díaz 1998: 61). Para Rodrigo Díaz, basándose en el filósofo mexicano Luis Villoro, la noción mentalista de creencia implica tanto la falacia del consenso de las creencias como la falacia de la congruencia entre esas creencias y las acciones. De ahí que sugiera una concepción disposicional de creencia como la anterior "primero, porque creer no es una ocurrencia mental o un estado psicológico; segundo, porque al tratarse se una disposición no asume de antemano -como sí en cambio el intelectualismo- que las creencias son primarias y las acciones una representación secundaria de aquéllas; tercero, porque reconoce que diferentes objetos de la creencia, pueden determinar diversos ámbitos de respuestas posibles" (Díaz 1998: 63-64). Para este autor, los neointelectualistas nos ofrecen una imagen empobrecedora de la vida humana al sugerir que los objetivos del hombre son explicar, controlar y predecir el mundo. A esta misma tesis llega R. Schweder (1992), que considera también a Tylor y Frazer en el origen del iluminismo, "la perspectiva iluminista, como se señaló antes, se define por el supuesto de que las creencias y prácticas del hombre se inclinan ante la razón y la evidencia y que el dictado de la razón y la evidencia es el mismo para todos" (Schweder 1992: 82). De ahí su crítica "romántica" a las visiones racionalistas, científicas y piagetianas sobre la cultura: "Párese a Piaget sobre la cabeza y lo que se obtiene es la pragmática conversacional o la socialización de los códigos culturales" (Schweder 1992: 103). Las creencias religiosas son más que razón y evidencia, son respuestas culturales que están escritas en las prácticas sociales. Estamos convencidos que una noción desmentalizada y contextual de las creencias permitirá relacionar adecuadamente los procesos reflexivos que intentamos hilvanar en este trabajo. Por ello encontramos más oportuno en la argumentación remitirnos a la sugerencia de Schweder del pragmatismo lingüístico que se inicia con Wittgenstein y sigue con Austin, Searle, Grice y, de modo específico, con G. Ryle (1967). A continuación desarrollaremos un modelo pragmático de creencia frente al modelo intelectualista, en mi opinión, más preciso pero compatible con el modelo disposicional de R. Díaz anteriormente expuesto. Recapitulando, hemos visto que el modelo intelectualista de la religión sostiene: 1) La religión se funda en un sistema de creencias y de prácticas. 2)
Las prácticas religiosas que realizan los hombres son
observables
y públicas, susceptibles de ser inspeccionadas por cualquier ser
humano que observe la acción ritual o ceremonia.
3)
Las creencias constituyen directamente la causa de las prácticas
pero remiten al ámbito inobservable y privado de la mente humana.
Estas tesis perfilan una imagen cartesiana, dualista y mecanicista de la religión, al remitir a los procesos psicológicos y mentales de los creyentes. Pero, para quien juzgue que sólo existe como tal el mundo físico y que lo mental - pese a dar lugar al universo simbólico cultural- no es una realidad distinta de los procesos fisiológicos que subyacen, parece evidente que todas las descripciones relativas a creencias describen acontecimientos y disposiciones de la conducta de los hombres (Acero 1985: 152-160). De este modo es lógico afirmar que la religión es un sistema cultural público. De la misma manera que, además del guante derecho y del izquierdo no existe el par de guantes, no hay algo que se cree diferente al acto de creencia. No hay una dimensión oculta y ajena a la conducta que sea propia y exclusiva de lo mental. Lo mental es, más bien, hablar de las actitudes, debilidades y tendencias de una persona para hacer y padecer determinados tipos de cosas en el mundo de todos los días. Lo anterior sugiere ya una importante cuestión en el estudio en religiones, y es la de cómo se relacionan los conceptos y palabras sobre creencias "mentales" con su uso entendido como costumbre o hábitos sociales en las etnografías. Cuando se trata de actividades intersubjetivas, aprender el uso de ciertas creencias supone siempre conocer los usos sociales que regulan dichas actividades. El empleo apropiado de creencias obedece a prácticas sociales. De ahí la necesidad de rectificar la geografía lógica de los fenómenos mentales, nos dirá Ryle en El concepto de lo mental (11). Las creencias no son un ámbito distinto y paralelo a las prácticas, sino una clase particular de características del comportamiento humano. Las creencias son acciones simbólicas. Y no meras construcciones sociales mentales. En esta misma línea, Noguera (2002) desarrolla una crítica materialista muy acertada tanto al construccionismo social de Berger y Luckmann como a los velados supuestos mentalistas de Searle. Y aclara que la creencia es sólo una precondición necesaria pero no suficiente para la existencia de hechos sociales (12). Por nuestra parte, sólo extrapolamos estos planteamientos a las creencias religiosas en su sentido público. Las creencias religiosas han de causar algo que no sea mental, es decir, alguna práctica o acción social para poder ser constitutivas de los hechos, precisamente: "Es la praxis, la acción práctica, no la creencia como tal, la que completa la objetividad de los hechos sociales e instituciones. Son las prácticas humanas las que no se dejan reducir ni a los hechos brutos ni a los hechos puramente mentales" (Noguera 2002: 51). De ahí que concluya en la necesidad de añadir prácticas sociales a las meras creencias para poder ser constitutivas de la realidad social, es decir, las creencias deben causar o motivar algo que no sea meramente mental, como acciones, discursos, prácticas o instituciones para volverse visibles. Si
describimos adecuadamente las acciones y prácticas de un ritual
religioso sería un error categorial tomar a las creencias como
algo
distinto a lo descrito. Cuando nosotros o los gitanos conversos
ejercemos
nuestras creencias o capacidades intelectuales no nos referimos a
espacios
ocultos que originan nuestros actos de habla o nuestros actos
públicos,
sino a los discursos y a los actos sociales mismos. El error categorial
consiste en duplicar sin necesidad. Las palabras que designan
cualidades
y episodios mentales como los sentimientos o las creencias,
desempeñan
bien su función siempre que se apliquen a la conducta humana y a
las disposiciones adquiridas por las personas dentro de un marco
cultural.
En cuanto se aplican fuera de ese contexto y marco generan confusiones
y errores. Describir las creencias de una persona no es describir otro
orden de realidades diferente a las prácticas religiosas. Es
describir
cómo se comportan los creyentes en circunstancias reales de
muchos
tipos. Cuando hablamos de las creencias que fundan los dones
carismáticos
no estaremos hablando de un universo ideológico mental diferente
y causal del conjunto de acciones que dan sentido a la dinámica
de producción y apropiación carismática. Cuando
los
informantes me decían que para convertirte no bastaba la fe, el
conocimiento, la creencia o esperar el llamado de dios sino que
había que poner algo de tu parte y dar el paso de aceptar
al Señor, me estaban narrando las acciones y conductas
grupales
de conversión. He aquí el testimonio de un hermano,
gitano, vendedor ambulante, 40 años.
Sólo
así, disolviendo los supuestos mentalistas y enfatizando los
contextos
de praxis social, podemos entender la dialéctica de creencias y
prácticas, entender los creyentes no practicantes de J. L.
García
o los tics o guiños de Geertz (1992: 19-26), en ambos casos se
remite
al sistema cultural público y compartido y a la necesidad de una
"descripción densa". La coincidencia aquí es doble al
converger
con la argumentación anteriormente expuesta de crítica al
mentalismo o fantasma en la máquina que realiza G. Ryle.
El propio concepto de "descripción densa", por el que Geertz es
tan conocido, se debe a Ryle y con él postulará una
antropología
interpretativa enfrentada tanto al mentalismo cognitivista (13)
que sostiene que la cultura está compuesta por estructuras
mentales
mediante las cuales los individuos o grupos guían su conducta,
ya
sea algo superorgánico o subjetivo, como al conductismo
exagerado.
En el concepto semiótico de cultura que se propugna al concebir a la antropología como una ciencia interpretativa de significaciones sociales, Geertz destaca que: "la cultura, ese documento activo, es pues pública, lo mismo que un guiño burlesco o una correría para apoderarse de ovejas. Aunque contiene ideas, la cultura no existe en la cabeza de alguien; aunque no es física, no es una entidad oculta" (Geertz 1992: 24). Decir que consiste en estructuras de significación socialmente establecidas no es lo mismo que decir que se trata de un fenómeno psicológico. Y esto respecto a los conceptos de creencias y prácticas religiosas es muy importante pese a que en el propio C. Geertz la concepción de la religión muestra un carácter vago e intermedio (14) cuando afirma que es fundamentalmente un sistema de conocimiento y de creencias(15). Pese a los límites del modelo simbólico que supone, su acercamiento inicia abiertamente la tarea de despojar del mentalismo y psicologismo el análisis antropológico de las creencias religiosas y llevarlas al terreno de las prácticas rituales y de los sistemas cognitivos. Geertz reconoce que la cuestión sobre el significado de las creencias en un contexto religioso sigue siendo el más difícil y por ello ha sido generalmente relegado al terreno de la psicología pero al mismo tiempo animaba a ampliar el marco conceptual del debate científico frente al estancamiento general de la antropología de la religión. Ha sido esa necesidad de ampliar el marco conceptual del estudio cultural de la religión lo que nos hemos propuesto en este trabajo. Desempolvar las creencias de su manto más psicologista y ver en ellas actos culturales públicos. La experiencia etnográfica en los cultos evangélicos gitanos de la provincia de Sevilla nos ha servido de referente para ofrecer una aproximación epistemológica y reflexiva sobre la dinámica de creencias y prácticas religiosas en los contextos de conversión. gitanos. Al "disolver" los supuestos mentalistas, dualistas y psicologistas de dichas categorías se enfatizan los contextos de praxis social y de identidad comunitaria en los que se desarrollan los procesos de conversión gitana pentecostal. Notas
1.
Este trabajo constituye una revisión de un capítulo de la
tesis doctoral Cristo en los mercados. Evangelismo gitano y
comercio
ambulante, presentada recientemente por el autor en el departamento
de Antropología Social de Sevilla y dirigida por la Dra. Manuela
Cantón Delgado.
2.
La visión más extrema del tema es definir la
religión
en términos psicológicos y subjetivistas, en los
sentimientos
y experiencias humanas privadas. Como diría James (1994), todos
los ritos y creencias religiosas se basan en necesidades humanas.
Así
define a la conversión; "Decir que un hombre se ha convertido,
significa,
en estos términos, que las ideas religiosas, antes
periféricas
en su conciencia, ocupan ahora un lugar central y que los objetivos
religiosos
constituyen el centro habitual de su energía" (James 1994:
154).
3. "Ya
desde el primer instante el pastor puso sus condiciones y mostró
un interés desmedido por invitarme a su casa. Marcaba la
interacción
que el quería y a la que yo no quise o no supe contestar a
tiempo. Actuaba conmigo en público como si fuera un hermano
más
y no se cansaba de incluirme en oraciones y peticiones. En este caso,
me
mostré pasivo, aceptando una interacción que en aquellos
momentos iniciales me desbordaba y me instrumentalizaba. Me
comprometía
como investigador. En adelante se mostró comprensivo, a ratos
intelectual,
a ratos paternal, estimando mi amistad sin apenas conocernos. Me
abrumó
con detalles de estima en el púlpito, me invitó a comer,
me hizo regalos. Mi falta de fe era una apuesta para su
dedicación.
Por circunstancias variadas me hizo intervenir como erudito
científico
en la acción proselitista con una nueva pareja, y pese a que
trataba
de mostrar mi mero papel de investigador neutral ese hecho era
utilizado
como aliciente y prestigio. Fui consciente del rol equivocado que
estaba
tomando y la incomodidad que provocaba en mí y en algunos
fieles,
pero no sabía parar. Animó a que interviniera en la
lectura
de algunos salmos y oraciones. Y entonces todos nos tomamos de la mano
y pidieron por mi conversión y la de mi familia. Me pidieron que
rogara algo y rogué por la paz y la amistad. Me volví
centro
de un proceso de integración acelerado en la iglesia sin yo
poder
todavía instrumentalizar otras relaciones con otros fieles. Una
mezcla de agradecimiento por su confianza y respeto me volvieron
sumiso y poco crítico. De alguna manera estaba siendo objeto de
un proceso privilegiado de conversión. Sólo meses
después
conseguí abrir distancias, aceptó mi agnosticismo como
inevitable
y la amistad ganada en ese tiempo me permitió mayor libertad en
tratar problemas y temas que de lo contrario me serían ocultos" Diario
de campo (6-11-99).
4.
Carmelo Lisón (1998) exploró los conceptos de creencias y
prácticas en relación con la Santa Compaña
en
Galicia. Según él, el "cronotopos" del auditorio familiar
y de la comunidad moral regulan las experiencias individuales. Los
testimonios
de experiencia sensorial inmediata y personal están regulados
por
las creencias compartidas. Esas preconcepciones compartidas, ese "ver
como",
constituye el aspecto fundamental de la experiencia de la realidad.
5.
Los movimientos pentecostales subrayan el carácter emotivo y
sentimental
de las manifestaciones "sobrenaturales" y de la presencia divina (a
través
del Espíritu Santo) en todos los aspectos de la vida del
creyente,
en contra de la austeridad y puritanismo del protestantismo
histórico.
Ello explica todo tipo de manifestaciones extáticas como
trances,
glosolalia, exorcismos, profecías, sanaciones o milagros.
7. No obstante, hay que destacar de nuevo el carácter ambivalente de la propuesta de Durkheim, su sociologismo tuvo un carácter marcadamente intelectualista frente a Robertson-Smith. He aquí una muestra (las cursivas son mías): " Las representaciones religiosas son representaciones colectivas que expresan realidades colectivas; los ritos son maneras de actuar que no surgen sino en el seno de grupos reunidos, y que están destinados a suscitar, a mantener o rehacer ciertas situaciones mentales de ese grupo" (Durkheim 1992: 8). 10. En el propio origen del psicologismo, Hume consideraba la creencia como un sentimiento peculiar o percepción débil que no agrega nada a una idea pero que tiene su origen en el hábito o costumbre de experiencias pasadas. La costumbre o hábito es más que una explicación de la génesis de nuestras creencias dado que también sirve para legitimarlas. Nuestras creencias no son racionales pero el hecho de que se apoyan en experiencias pasadas las hacen razonables. 12. "La tesis a la que intento apuntar es la siguiente: una cosa es decir que los hechos institucionales requieren la existencia de alguna creencia humana para existir, y otra muy distinta decir que existen sólo porque creemos que existen. Si al menos algunos individuos no fueran conscientes de la existencia de instituciones, no existiría la sociedad; pero no es esa conciencia lo que constituye el fundamento y el criterio para determinar su existencia, sino la acción, la actividad práctica" (Noguera 2002: 49). Bibliografía Acero, J. J. 1985 Filosofía
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