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1.
Aproximación
etnográfica
Al suroeste del Estado de Chihuahua (México) se encuentra la Sierra Tarahumara, una parte de la Sierra Madre Occidental, constituida por un macizo montañoso con grandes desniveles que van desde los 300 hasta los 3000 m.s.n.m. (Amador 1997: 17), extendiéndose por unos 60.000 km2 (Sariego 2000: 13). Ecológicamente se distinguen al menos dos zonas: la Alta y la Baja Tarahumara, conocidas también como Sierra y Barranca respectivamente. La primera se caracteriza por su frío clima de invierno, en donde la temperatura puede bajar hasta -20ºC, así como por un relieve lleno de mesetas, valles y montañas, con extensas zonas boscosas de coníferas. La segunda por el contrario se caracteriza por su clima cálido y húmedo todo el año, en donde se sobrepasan los 40ºC en verano, y por las profundas barrancas con vegetación tropical. Estas dos regiones han permitido en el pasado que muchas familias rarámuri cambiaran sus nichos ecológicos temporalmente junto con los rebaños por las exigencias del clima. Antes de la llegada de los primeros españoles, el grupo étnico Rarámuri estaba asentado en el centro y sur del actual Estado de Chihuahua. Los jesuitas tomaron por primera vez contacto con ellos en 1607 a través del P. Fonte, comenzándose así el proceso de conversión al catolicismo y las primeras "reducciones". En 1631 se descubrieron minas de plata en Parral, lo que supuso una mayor penetración española en el territorio y el consecuente traslado indígena a las zonas inhóspitas de la sierra. A pesar de todo, la resistencia rarámuri a la colonización duró hasta mediados del siglo XVII destacando hasta entonces tres importantes rebeliones surgidas en 1648, 1652 y 1697. En la segunda de ellas sobresalió por su arrojo y valor el caudillo indígena Teporaka (el hachero), autentico símbolo de resistencia rarámuri en la actualidad. La orden jesuita fue expulsada de la Tarahumara en 1767 por mandato de Carlos III, no retornando a ella hasta 1900, sin embargo, aún con ese importante periodo de ausencia, entre los rarámuri se aprecia una notable influencia misionera en su cultura, influencia que se hace notar por la estrecha vinculación que mantienen con el templo en el tiempo festivo, así como por la distinción del rarámuri "pagótuame" (bautizado), que suma más de un 90% de la población, del llamado "gentil" o "cimarrón" (no bautizado) que son una minoría. También es notable la influencia colonial en el sistema de autoridad y gobierno actualmente vigente, en cuya estructura aparecen cargos tales como: gobernador, general, capitán, mayora, … cada cual con su función específica. A finales del siglo XIX el incremento de explotación minera (en la barranca) y forestal (en la sierra) dio lugar a una fuerte migración hacia la Tarahumara. El poblamiento se iría acentuando a lo largo del siglo XX con la masiva explotación de madera, lo cual supuso la creación de aserraderos, vías de penetración, la introducción de electricidad y la circulación de vehículos, así como el fuerte incremento de mestizos y productos mexicanos en la región. Demográficamente
la población
rarámuri ha ido creciendo progresivamente. Según datos
del
INEGI en 1995 se estimó un censo de 50.000 individuos que se
asientan
por toda la sierra en ranchos, donde viven unidades familiares
independientes,
o en rancherías, formando un vecindario de unas pocas familias.
Su modelo económico es generalmente de subsistencia o
autoconsumo,
basado en la agricultura y el pastoreo, siendo el maíz y el
frijol
la base de la dieta alimenticia. La población mestiza en la
sierra
cuadruplica por su parte a la rarámuri, y a diferencia de estas
se concentra en los núcleos de población que forman las
cabeceras
municipales. 2. Planteamiento de la cuestión La danza constituye una parte importante de la cultura rarámuri. Como se presenta en la mitología, por designio divino los rarámuri tienen la responsabilidad de danzar para que la vida continúe sobre la tierra, para que el mundo no se acabe. Lunholtz, explorador y etnógrafo noruego de finales del siglo XIX, tradujo el término "Danzar" como "Nau-chi-li Ol-a-wa" cuyo significado sería: "ellos están trabajando". En el terreno de una celebración festiva un viejo puede preguntar a un joven ¿por qué no trabaja en la fiesta? queriéndole significar que ¿por qué no danza? (Lumholtz 1894: 140-141). Con la misma significación Altamirano traduce la palabra "danzar" como "Molavoa" (trabajar) (cfr. Pérez de Rivas 1944: 349). El P. Brambila (1983: 174) la traduce por su parte como "awimea", cuyo campo semántico está próximo a a'wimea que viene a significar el brotar de las plantas y el nacer de las personas (Brambila 1976: 40). De uno u otro modo la danza en sus distintas manifestaciones está indisolublemente unida al tiempo de fiesta rarámuri, al igual que el tesgüino (cerveza tradicional de maíz), convirtiéndose ambas en una importante seña de identidad para el pueblo que los diferencia de los no rarámuri, de los mestizos y chabochis (personas con barba y piel blanca) que no danzan ni toman como ellos. Desde un punto de vista histórico las danzas rarámuri se pueden clasificar en una doble categoría: danzas autóctonas, en donde se incluirían el jícuri, el bacánowa, el yúmari o tutuburi y el pascol; y danzas de influencia colonial en donde se inscriben los pintos y fariseos y los matachines. En cualquier caso, independientemente del origen histórico de las danzas, todas ellas son hoy por hoy parte del acervo cultural rarámuri, de la tradición viva que se siente como tal y afianza los vínculos como pueblo. Los
matachines, que serán en este caso
motivo de reflexión, fueron pues danzas de conquista en su
origen,
inscritas en el presente dentro del ciclo de invierno, ciclo que
discurre
entre los meses de octubre, noviembre, diciembre, enero y parte de
febrero,
oscilando ligeramente las fechas según el lugar en
cuestión.
Dentro de ese periodo no hay acto solemne rarámuri que se precie
sin la presencia de matachines. En su diversidad de formas y sentidos
la
interrogante general de este ensayo pretende responder a la
cuestión
de cómo hacer relevante el contexto histórico y
socio-cultural
en el análisis práctico y simbólico de los
matachines.
Con tal finalidad procuraremos responder de manera más concreta
a preguntas tales como: ¿De dónde provienen
originariamente
los matachines y quiénes lo introdujeron en la Tarahumara?
¿Qué
características distintivas tienen los matachines
rarámuri?
¿Qué tipo de implicaciones interculturales trae consigo
el
bailar matachín? ¿Cómo se han ido raramurizando
los
matachines? ¿Qué significados simbólicos se
desprenden
del bailar matachín? 3. Antecedentes históricos Resulta difícil reconstruir la historia de los matachines en la Tarahumara y de los significados originarios que se le atribuyen debido a la ausencia de documentos escritos en torno a esa época. Los incendios que sufrieron las iglesias y los archivos en tiempos de la Revolución Mexicana acabaron con esa posibilidad. Tratándose de una danza de origen europeo, lo que constituye una incógnita es conocer su procedencia concreta dentro de ese continente. Las versiones más comunes hablan de un origen español, "matachín" es sinónimo de "mata moros" y con tal danza se trataría de representar la lucha entre moros y cristianos presentes en las morismas, fiestas llevadas por los españoles a México. Sin embargo también hay indicios que hacen pensar en un posible origen italiano, habida cuenta de los datos históricos encontrados y las analogías existentes aún en la actualidad con ciertas manifestaciones dancísticas del norte de ese país. Como presenta Bonfiglioli (cfr. 1991: 38-39), Sebastián de Cobarrubias en su Tesoro de la lengua castellana (1611) dice que los matachines danzaban armados y "por este estrago aparente de matarse unos a otros, los podemos llamar matachines". Aurelio Campany en Folklore y costumbres de España (1942) cuenta que en la primera mitad del siglo XVII "los matachines eran una especie de asalto armado que bailaban por el carnaval por gente enmascarada y disfrazada en modo ridículo, mientras que al son de un tañido alegre se daban golpes con espadas de madera o vejigas llenas de aire". El Diccionario de la lengua castellana (1734) ofrece en el siglo XVIII la siguiente definición de matachín: "hombre disfrazado ridículamente con carátula y vestido ajustado al cuerpo desde la cabeza a los pies, hecho de varios colores, y alternando la piezas de que se compone como un cuarto amarillo y otro colorado: Formase de estas figuras una danza entre quatro, sei u ocho, que llaman de Matachines, y al son de un tañido alegre hacen diferentes muecas, y se dan golpes con espadas de palo y vexigas de vaca llenas de aire".A mediado del siglo XVI en la literatura italiana aparece repetidamente un personaje entretenedor en fiestas, a modo de loquito con máscara que hace payasadas, son los "mattaccini". Giovanni Cecchi en 1550 describe el mattaccini como un "loco chico" o loquito, diminutivo de matto o loco. Bernal Díaz del Castillo en su Verdadera historia … escribía de ciertas danzas que vio en Tenochititlan en 1521: "y algunos danzaban como los que hay en Italia y que nosotros llamamos matachines" (cfr. Bonfiglioli 1991: 38-39). Si nos situamos en la época contemporánea, también tenemos testimonios y, más aún, manifestaciones que nos acercan a las posibles fuentes en donde se inspiraron los matachines rarámuri. De manera muy destacada Ianniello (1988: 77-135) nos describe Il Carnavale a Comelico Superiore, comarca situada al noreste de Italia haciendo frontera con el sur de Austria, y compuesta por cuatro municipios: Candide, Casamazzagno, Dosoledo y Padola, como un lugar en donde aparece la figura del "matazìn" y la "matazèra", apuntando asimismo esta autora que il Comelico ha sido siempre tierra de emigración a América del Norte y del Sur (Ianniello 1988: 80). La figura de la matazèra como contrapunto femenino del matazìn, encarnando el mal, al igual que la malinche rarámuri; la figura del Laké, personaje prestigioso que lleva la iniciativa del cortejo carnavalesco, al igual que el monarco hace con la danza entre los rarámuri; la máscara de la vieja en el carnaval semejante a la rarámuri, son todas ellas un conjunto de coincidencias formales y en algunos casos funcionales, en personajes, vestuario, implementos, figuras coreográficas, etc., que nos hacen pensar en la más que probable vinculación entre los matachines y los matazins. Al margen de la procedencia en su origen, los matachines posiblemente se introdujeran en la Tarahumara a fines del siglo XVII, estando ya presente en el XVIII. Lorenzo Gera, misionero de Norogachi, escribió el 16 de septiembre de 1736: "Hice sus vestidos para cuatro matachines para el día de Corpus; esto es amadenes (sic) de lienzo con sus encajes, calzones, medias y naguecitas de razo pitiflor o de varios colores como sus turbantes y plumeros" (cfr. González Rodríguez 1985: 66).El éxito de su implantación y continuidad en el tiempo, pudiera deberse a la desaparición progresiva de las danzas guerreras propias como consecuencia de la pacificación y evangelización del territorio. El espacio vacío dejado por un tipo tradicional de danza al ir perdiendo función cabe pensar que sería llenado por otro tipo de danza con carácter festivo y comunitario que, aun viniendo de fuera, eran reflejo de un nuevo tiempo y del proceso de cambio en el que se hallaban inmersos. Los
matachines, no obstante, se implantaron
en todo México desde el sur hasta el norte y, aunque respondan
al
mismo nombre, poseen en estos momentos manifestaciones muy diferentes
como
fruto de una evolución diversificada, adaptada, claro
está,
a la diversidad cultural que encierra el país. 4. Proceso de raramurización de los matachines El aislamiento de la sierra Tarahumara y la ausencia de jesuitas por expulsión durante 130 años, son quizá los principales factores que hicieron evolucionar la danza de matachines de manera distinta a como lo hiciera en otros lugares de la República Mexicana. Los matachines rarámuri nada tienen que ver hoy día con la lucha entre moros y cristianos, ni tampoco con la exaltación del carnaval. Revitalizados con el retorno de los jesuitas en 1900 los matachines vienen siendo usados para dar solemnidad a los actos religiosos y comunitarios, vinculados siempre al tiempo y al ciclo festivo de invierno. La poderosa implantación y relevancia que los matachines tienen en la cultura rarámuri, se debe a la adaptación experimentada por la danza a lo largo del tiempo, hasta ser reconocida como una importante expresión de la tradición popular en función social. Los rarámuri han sabido ajustar la danza de matachines a su esquema festivo general, el cual comienza con el sacrificio y ofrenda de animales, la reunión de gente a partir del atardecer, y continúa con la velada nocturna en donde interviene de manera constante la danza de matachines, cocinándose permanentemente la comida, el nawésari o discurso del siríame (gobernador) al amanecer, la ofrenda y reparto del tónare o comida guisada y la toma de tesgüino, acompañada de música de violín, durante un tiempo prolongado hasta que se acabe. Si bien los matachines del sur del país están ligados al carnaval y no tienen un carácter religioso, los de la Tarahumara le ponen un aire de solemnidad, siempre dedicados a Onorúame, el Dios que es Padre y Madre a la vez, no a otras imágenes sagradas (santos o vírgenes) con los que se danza pero no para quienes se danza, como ellos mismos manifiestan, dentro de las fiestas de invierno. En Norogachi, por ejemplificar un caso concreto, las fiestas religiosas oficiales, con participación de matachines la madrugada de la víspera, son: el 12 de octubre por la Virgen del Pilar, el 12 de diciembre por la Virgen de Guadalupe, el 24 de diciembre por Noche Buena, el 6 de enero día de Reyes, y el 2 de febrero por la Candelaria, cerrándose ahí el ciclo. Durante todo ese tiempo los matachines se pueden llevar a otros contextos rituales y festivos, tales como un yúmari de curación o de confraternización, una boda, o cualquier otro acontecimiento al que se le quiera dar importancia o solemnidad. Por la identidad de sus impulsores, es lógico pensar que los matachines se introdujeron en la Tarahumara como un medio activo y persuasivo para catequizar a los rarámuri, pima, yaqui, warojío y otras etnias del lugar, imponiéndoseles forzadamente, al modo de la fe, como coinciden en afirmar importantes etnógrafos como Lumholtz (1902), Bennett y Zingg (1935) y Kennedy (1969). Sin embargo, es compatible pensar también, como señala Velasco (1987: 180), que en el proceso histórico los rarámuri se hayan apropiado de los matachines, transformándolos más en el fondo que en las formas hasta hacerlos significativos para su propia experiencia. No cabe duda de la enorme influencia misionera en la población rarámuri, reconocida masivamente en más de un 90% como pagótuame ((bautizada), en parte esa influencia se puede apreciar en la adopción de la danza de matachines con la que se vinculan más aún al templo; sin embargo, aún siendo una danza refuncionalizada por los primeros misioneros llegados al lugar para alcanzar sus objetivos evangélicos, los rarámuri la han refuncionalizado de nuevo, han reinventado la tradición en el sentido práctico y simbólico para hacerla compatible con su manera de pensar y actuar, lo cual es fundamental para que tenga vigencia. En tal sentido, el simbolismo y funcionalidad que se desprende de los matachines puede ser pensado del modo siguiente: En primer lugar resulta muy discutible y poco creíble que en la actualidad se le asigne un carácter bélico a los matachines. Ciertamente la disposición en doble columna paralela; las evoluciones recíprocas de una sobre la otra, con cruces, giros, desplazamientos variados; la existencia de un monarco como director de las evoluciones coreográficas; y la ausencia de mujeres en la tradición, hacen pensar en una representación de actos guerreros, como se apunta en su origen a la lucha de moros y cristianos. Pero observándola desde un punto de vista emic pocos son los rarámuri que tienen conciencia real de la identidad de tales personajes históricos, la "Reconquista" española de los cristianos no forma parte de la experiencia rarámuri y por tanto no es significativa. Tal vez en su origen los matachines vinieran a sustituir otro tipo de danzas guerreras en las que los gritos agudos de los chapeyones y los recorridos de los danzantes simularan las peripecias de un combate pero, sea como sea, ese supuesto y más que justificado carácter guerrero en su origen, reflejado en las formas de la danza, se ha ido perdiendo por completo, al punto que los matachines son todos identificados hoy día como danzantes a secas, sin divisiones. Por encima de todo los matachines rarámuri y sobre todo el proceso ritual en donde estos se inscriben reflejan más bien la negación del conflicto. Funcionalmente resaltan la idea de armonía y solidaridad comunitaria, tras danzar toda la noche la velada remata con la comida colectiva (el tónari) y el tesgüino compartido y ofrecido de unos a otros, es la paz, la confraternización, la que se impone y la que destaca, por encima de los posibles significados guerreros que pertenecen a otra época y, ya fueran inducido por los misioneros (en su intento de inculcar la lucha y victoria del bien -cristiano- sobre el mal -moro-) o generados por los propios nativos (sustituyendo su tradición bélica), hoy han perdido vigencia. Incluso la figura coreográfica e institucionalizada del "encuentro", en la que dos grupos de matachines pertenecientes a comunidades distintas se encuentran frente a frente, entrelazando sus respectivos monarcos las piernas entre sí y forcejeando por unos breves segundos en un intento de hacer perder el equilibrio del otro, aún con su notable significación agonística y bélica por las formas que emplea, parecidas a un torneo medieval entre caballeros sin caballos, o al choque entre dos bandos enemigos que entrecruzan sus líneas tras la envestida, puede ser entendido más como un encuentro de amistad o reconciliación que como un encuentro enemistoso o bélico. De hecho el empate en el que frecuentemente termina la competencia por desequilibrar al otro y el tónari y tesgüino compartido posteriormente hace ver que es la paz de nuevo la que se impone en un diálogo dancístico que comienza con enfrentamiento y competencia pero termina con la reconciliación. Es preciso hacer notar también en favor de la negación del conflicto y la afirmación de la armonía y confraternización que los matachines portan en su mano izquierda una palmilla y no un bastón o una espada. Por otro lado, la celebración de los matachines en el ciclo festivo de invierno coincide con el final de un ciclo agrícola y el inicio de otro. Es en octubre cuando se termina la pisca o recogida del maíz en la milpa, y entre enero y febrero cuando se comienza a arar (barbechar) la tierra para la nueva siembra. El invierno, pese al rigor del clima es tiempo de abundancia y bienestar, los silos están más llenos que nunca de maíz, y el frío acaba con los virus que hacen enfermar, aunque a veces también acaba con las personas; es tiempo de alegría y los matachines así lo expresan con una danza dinámica, cargada de colorido en su vestuario y acompañada de sones divertidos. Es tiempo para reafirmar o restablecer la armonía con la comunidad antes de comenzar el nuevo ciclo agrícola y despedirse de todos los presentes tocando el hombro y estrechando la mano al modo tradicional uno por uno, expresando al mismo tiempo sus buenos deseos. Es tiempo, como no, para dar gracias a Onorúame por la cosecha recibida y pedir prosperidad por la que va a venir, tiempo pues, para tenerlo contento, y nada mejor que danzando. Es esa la manera que tienen de comunicarse con Onorúame, de transmitirle alegría, y de cumplir con su mandato, ya que, como se expresa en un relato mítico: "Dios (Onorúame) ordenó que bailemos. Como creemos que hay un Dios en el cielo tenemos que bailar aquí en la tierra. Esto fue lo que nos ordenó Dios al principio, cuando hizo la tierra. Así pedimos perdón. Los que vivían en tiempos pasados no bailaban, me cuentan. No más se comían unos a los otros. Así vivían. Por eso, esa gente no vivía muchos años" (González Rodríguez et al. 1985: 75).La coincidencia con el calendario católico en la realización de las grandes fiestas comunitarias con participación de matachines, y las referencias cristianas y marianas en su realización, nos vienen a indicar, no obstante, el poder de la iglesia sobre tales eventos. Hay que pensar que la iglesia es la dueña del templo, eje central en donde se mueven los matachines y, aunque sean rarámuri los que gestionan la danza a su manera, no dejan de estar condicionados en el tiempo y en el espacio por quienes en su origen legaron dicha tradición estrechando las fronteras. Es significativo en tal sentido cómo la costumbre de ser una danza exclusivamente varonil en el pasado no se cumple exactamente en el presente, ya que en algunas comunidades con internado religioso las monjas ensayan matachines con las niñas para que den muestra de su habilidad en las fiestas, y posiblemente esa iniciativa ha hecho que eventualmente haya mujeres en ciertos lugares, sobre todo de la barranca, que se incorporan al baile con los hombres o forman un grupo independiente de ellos, con monarco incluido. En cualquier caso, aun con la influencia misionera sobre los matachines, de la que es lógico pensar que al conocer la importancia que el rarámuri concedía a la danza como forma de comunicación con Dios, no dudara en transmitirle una manera más de lenguaje con el que conseguir tal propósito y de camino estrechar los vínculos, los rarámuris adoptaron dicho lenguaje, pese a proceder de tierras lejanas y evocar ideas nada familiares, acomodándolo a la idiosincrasia del pueblo con el paso del tiempo. La danza de matachines fue impuesta o, si se quiere suavizar el término, propuesta por los jesuitas a los rarámuris y estos dispusieron de ella a su modo, las hicieron funcionales sirviendo no sólo para mirar al cielo, para agradar a Dios, sino también al suelo, para compartir con las personas y divertirse, para festejar en definitiva, que en la mentalidad nativa tiene esa doble dimensión: sagrada y terrenal. El proceso histórico vivido ha enseñado al pueblo rarámuri que, para que la identidad étnica y cultural perdure es preciso hacer concesiones a los agentes dominantes que llegan de fuera siempre imponiendo formas de pensar y actuar, a las llamadas "gente sin razón". Tras la experiencia observada en otros grupos indígenas que, como los apaches, fueron prácticamente exterminados por hacerle frente al poderoso invasor defendiéndose con medios violentos, o las consecuencias sufridas en la propia etnia hasta finales del siglo XVII con la resistencia violenta ejercida ante el agresor, en los tres últimos siglos han cambiado radicalmente la estrategia de autoconservación aparentando dejarse imponer de manera inocente, casi sin preguntar, en actitud dócil, para luego disponer. Demostrando un claro sentido práctico de la vida, no tienen muchos prejuicios para quedarse con todo lo que consideren útil, transformándolo en parte para hacerlo significativo e incorporarlo a su propio acervo cultural. Es esa estrategia de resistencia pacífica la que nos puede dar la clave para explicar el aumento demográfico de la población, el mantenimiento de su identidad étnica y la adopción del bailar matachín como parte de su propia tradición. Por lo estudiado hasta el momento, los datos nos llevan a pensar que los matachines rarámuri adoptaron en su origen las formas de los matazins italianos, en cuanto al vestuario, personajes, e implementos, siempre con las transformaciones debidas; y el fondo o contenido temático de las morismas, en donde se representaban la lucha entre moros y cristianos; labor de transfusión intercultural al fundir dos contextos e insertar su resultado en un tercero, en una suerte de refuncionalización de elementos. Los jesuitas italianos y españoles es probable que bien por azar o premeditadamente idearan los matachines en la Tarahumara, extrayéndolos del ámbito carnavalesco (italiano) y de la dramatización festiva (española) para reproducirlos en el ámbito religioso-festivo que les interesaba y así atraerse a la población nativa a su terreno. El producto dio resultado ya que los rarámuri parece que vieron con buenos ojos el préstamo cultural que los vinculaba más aún al templo, al servir éste de lugar de reunión, de encuentro social, a una población muy dispersa por el territorio y muy independiente en su manera de obrar. La prueba de tal aceptación y que por sorprendente ni los propios misioneros de la actualidad alcanzan a explicar hoy día, está en el mantenimiento de los matachines y la presencia en el templo durante los 130 años de ausencia jesuita en la región. Una nueva forma de danzar apareció, se adoptó y se tradujo al propio estilo al extremo de hacerse tradicional con el paso del tiempo, y una de las más importantes señas de identidad que el pueblo rarámuri asume en la actualidad. Todo ello está apoyado en la nueva refuncionalización, fruto del mestizaje cultural, bailar matachín, como ya explicamos, es una práctica útil en muchos sentidos para los rarámuri, práctica fruto de una permanente reinterpretación funcional y simbólica que les hace ser consecuentes con su propia cultura, sentir que se trata de algo propio, algo nuestro que nos vincula a todos. La cruz de matachín que acompaña generalmente a los danzantes, colocándose junto al lugar donde se vaya a desarrollar, aunque sea en el interior del templo, no representa una cruz católica, es una cruz de origen supuestamente prehispánico, pero que en cualquier caso evoca en sus distintas acepciones la idea del hombre, del árbol de la vida, de Onorúame, y ello nos hace ver que, aún en el terreno que el otro les presta, por condicionante que sea, la mirada siempre está puesta en la propia costumbre. Los
matachines rarámuri son un ejemplo
de cómo se construye la tradición a partir de
préstamos
culturales y cómo ésta no permanece por siempre de un
modo
estático. Bailar matachín, como toda tradición,
independientemente
de su origen y de la fuerte marca que deje en sus practicantes,
está
sujeta a cambios dentro de un permanente proceso de reinvención,
que tiene como finalidad hacerla significativa y útil a la gente
que le da vida.
Amador, Ascensión Bennett, Wendell C.(y M. Zingg) Bonfiglioli, Carlo Cajas Castro, Juan Gómez, Filiberto González Rodríguez,
Luis (Bob
Schalkwijk y Don Burgess) Ianniello, Cristina Instituto Nacional de
Estadística,
Geografía e Informática Kennedy, John López Chacón,
Manuel Lumholtz, K. Olmos Aguilera, Miguel Orozco, María Elena Pérez de Rivas, Andrés Robles, R. Sariego, Juan Luis Velasco, Pedro de |
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