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Introducción
La historia chilena ha sido una constante de heterofobias, aversión a la diferencia; el difuso desasosiego, inquietud o angustia que la gente suele experimentar siempre que se enfrenta con "ingredientes humanos" que no entiende del todo, con los que no se puede esperar que se comporten de forma conocida y rutinaria. Es una manifestación concentrada de un fenómeno más amplio de angustia provocada por la sensación de no tener control sobre la situación y, en consecuencia, no poder ejercer ninguna influencia sobre su evolución, ni tampoco prever las consecuencias de la propia actuación. La heterofobia puede surgir como objetivación, real o irreal, de esta angustia, pero lo más probable es que la angustia en cuestión acabe buscando cualquier objeto al cual anclarse. En consecuencia, la heterofobia es un fenómeno bastante corriente en todas las épocas y más todavía en una era de modernidad en que son más frecuentes las ocasiones para la experiencia "sin control" y resulta más plausible interpretar esta experiencia en términos de inoportuna interferencia de un grupo humano extraño (Bauman 1998: 85). Entre los sinnúmeros de fenómenos heterofóbicos existentes en Chile, encontramos la canutofobia. La palabra "canuto", si bien es cierto inicialmente nace ligada a un determinado predicador (Juan B. Canut), pero luego la expresión se refiere a una planta que expresa algo hueco y vacío por dentro; fanático, que expresa una enfermedad mental, que no puede controlar y que está sujeto a ser internado y encerrado. Sólo los locos y anormales pueden ponerse a predicar en la calle, sin que nadie los escuche; más aún recibiendo ignominias y execraciones. Sin embargo los evangélicos han asumido esta palabra como parte de su identidad, pero derivada del predicador metodista que realizó sus predicaciones en la calle, entre 1890 y 1896, en la Serena, Coquimbo, Santiago, Concepción, Angol y Temuco. A comienzo del siglo XX, cuando nace el pentecostalismo chileno, son puestos en el "mismo saco" berrinches del bajo pueblo, el populacho, los rotos y las chinas. ¿Que más se podía esperar de ellos? Conductas propias de la chusma y del desvarío del hambre y el alcohol. Algunos grupos marchaban pidiendo mejores condiciones de trabajo, otros "más derechos laborales", otros creaban nuevas organizaciones sociales. Por lo cual conductas como desordenes al interior de templos protestantes, no eran sorprendentes. Sin embargo, algo nuevo comienza: las predicaciones callejeras como única "metodología proseletista", donde algunos gritaban a capela mensajes religiosos o cantaban, y otros exponían públicamente vergonzosas conductas pasadas. Eso es solo conducta de anormales, locos o enfermos mentales: el nombre que englobaba todo eso fue "canutos". Nadie ha escrito sobre la canutofobia, porque no ha habido holocausto, ni campos de concentración, ni "pacificación militarizada", ni procesos de chilenización; sino que el problema está ahí en la "invisible invisibilidad" de la sociedad; en el hostigamiento y discriminación en las escuelas y el trabajo. Pero se ha callado porque es visto como natural de "bromas de compañeros", o bien parte de la sociedad chilena que no ve a los evangélicos, y cuando se los ve es para resaltar sus males. Es la indiferencia absoluta. Sin embargo, como señala González (2004: 110), sólo se recuerda en la intimidad de los hogares; solamente es posible acceder al recuerdo anecdótico en la confianza que da la amistad o los lazos familiares, visto como algo del pasado intolerante de nuestra sociedad, que ni siquiera ella puede recordar. ¿Cómo recordar algo de la cual no se tiene conciencia? La
canutofobia en Chile está muy enraizada,
porque tiene componentes socioeconómicos y culturales. En cuanto
a lo cultural, encontramos la redención masculina, el matricidio
y el marianicidio, y en lo socioeconómico está la
aporofobia. La redención masculina Desde sus inicios, el pentecostalismo genera una redefinición de la masculinidad, constatada por los diferentes estudiosos de dicho movimiento religioso, comenzando a mediados de los sesenta por Lalive Epinay (1968), luego Hans Tennekes (1984), Hanneke Slootweg (1989), David Martin (1990), Arturo Fonteine y Haral Beyer (1991) y recientemente Sonia Montecinos (2002). Esta redefinición no implica sólo un "neomachismo", como señala Montecinos (2002), aludiendo a la idea un "macho proveedor responsable", sino de aspectos no considerado por estas investigaciones, como el pentecostalismo de socialización primaria, la inserción de la mujer al "liderazgo pastoral" y el control del cuerpo. Al respecto, Polhnys (1972, citado por Tennekes 1984) señala que la conversión tiene efectos más radicales en el caso de los varones, ya que es preciso señalar que en los sectores populares chilenos está profundamente arraigada la concepción "machista", que otorga al hombre, por el sólo hecho de ser el sustento de la familia, una serie de garantías y privilegios, y relega a la mujer a una condición de clara inferioridad y servidumbre. En efecto, el hombre es el jefe del hogar; el que adopta las grandes decisiones y las impone a las esposas como a los hijos. Esta dominación se basa en la dependencia económica de los miembros de la familia y, en no pocos casos, en la fuerza bruta. En este esquema tradicional, el hombre es un extraño en su hogar, entre sus hijos. Pasa todo el día trabajando. Y cuando sale de sus labores habituales, en lugar de dirigirse a casa, se va "con los amigos" a un bar o clandestino. Es mal visto que un hombre permanezca mucho junto a su familia, porque en tal caso se le considera afeminado o dominado por la esposa. Esto hace que el jefe de hogar no conozca mayormente los problemas cotidianos del hogar ni asuma responsabilidad alguna en la educación y cuidado de los hijos. Ambas tareas caen sobre la mujer. En el mismo sentido, Tennekes (1984: 92) dice que el pentecostal varón es en su ambiente una rara avis. No bebe, no fuma, no visita los clandestinos, los burdeles ni las canchas de fútbol que proliferan en cada barrio, y que constituyen el sitio de reunión obligada de los hombres del sector; al contrario, permanece mucho más tiempo en casa, junto a su mujer y los niños. Además, hace algo que para los hombres latinoamericanos resulta bastante insólito: concurre asiduamente al templo y considera que la religión es una cosa importante en su vida; es un personaje que produce sentimientos contradictorios; se le crítica como fanático, farsante y que hace el ridículo; pero inspira respeto porque se le reconoce como hombre honrado, laborioso, buen esposo y que no bebe. Slootweg,
al respecto, escribe varios testimonios
y en ellos una mujer dice: "Mi matrimonio no fue muy feliz. Mi esposo
tomaba
y fue como un niño que no conocía responsabilidad. Me
pegaba
y gastaba todo el dinero en tragos y otras mujeres; hubo muchas peleas.
Cada año tenía un hijo... sin embargo, después de
convertirme pedí al Señor que cambiara a mi esposo. Y
ahora
él se siente responsable de sus hijos, no gasta toda la plata,
él
se preocupa más de lo que falta en el hogar, no hay más
peleas,
ahora hay más cariño en el hogar" (1989: 25). Montecino (2002) señala que la masculinidad pentecostal se caracteriza por la tematización de una masculinidad que abandona el alcohol, la violencia, los garabatos y el mal vestir. Supone el tránsito hacia un modelo de virilidad completamente opuesto a lo que los hombres han conocido desde su infancia y en el cual se han estructurado sus identidades previas al "caminar". Este tránsito no es fácil y supone una resocialización de las conductas y una mutación de los sentimientos y deseos, así como llenar de contenido normas desconocidas y que generalmente se instalan como costumbres de otras clases sociales. El proceso por el cual atraviesan los sujetos es doble: por una parte, es ponerse una nueva piel, pero al mismo tiempo esa piel supone el logro de un ascenso, imaginario y real, lo que la autora llama "blanqueo". La operación sería entonces: soy un nuevo hombre, dejo atrás los estigmas del pobre (borracho, violento, roto y garabatero), me convierto en "otro", en un modelo cercano al que veo en los hombres de clase. Por otro lado, la "responsabilidad paternal" de la enseñanza a toda la familia lleva a que el hombre se sienta con una misión dentro de ella, como un "maestro". El antes y el después paterno están signados por el fin de la violencia y por la entrada del "amor". Sobre él está Dios, el gran padre que lo ilumina en este actuar. A estos elementos Montecino le llama "neomachismo evangélico", ya que el hombre en tanto padre se atribuye el peso de la vida familiar, su presencia será vital para el desenvolvimiento de ella, y los hijos y esposa quedan en un plano de discípulos. Éste es el nuevo poder del hombre, ya no legitimado en la violencia y el maltrato, sino en la enseñanza y guía de lo bueno y lo malo. Los hombres no pierden su poder en el plano de lo privado como tampoco en el de lo público. No está la noción de complementariedad entre masculino y femenino, ni menos la idea de igualdad entre ambos. Así, de un hombre que basaba su poder en la identidad del macho agresivo, bebedor, camorrero, abandonador, derrochador, se pasa a uno que se asume como el puntal de la familia, el jefe, el líder. Será a través de un nuevo lenguaje como instaure su dominio, pero se trata al fin y al cabo de la potestad sobre los otros. Pero
estas investigaciones no dan cuenta de
un fenómeno que se encuentra desde el mismo nacimiento del
pentecostalismo,
que es la redefinición de la masculinidad. Hoy puede parecer muy
obvio tal planteamiento, pero en sus inicios este discurso fue
significativo. La redefinición de la masculinidad Una de las formas de evidenciar esta transformación de la masculinidad está dada con el control de los cuerpos, que de manera enfática debía definir el ser hombre y mujer. Los pentecostales realzaban el ayuno, momentos que el "morirse de hambre" no era una metáfora sino una realidad, por la pobreza y el desempleo, así que los alimentos se hacían más eficientes para los niños. Significa, también, alejar a los hombres de los "espacios maternos" representados por la cocina, en tiempos en que buscar una mujer como esposa implicaba buscar una buena cocinera, que haga milagros con los precarios alimentos. En otro sentido, el duro trato con el cuerpo implicaba hacer pensar a los hombres que si eran capaces de controlar su apetito por los alimentos, una necesidad fundamental, ¡cuánto más se podía lograr con el control del alcohol! Encontramos relatos pentecostales de hasta cuarenta días en abstención de alimentos. Este espíritu penitente también conllevaba al realce de la vigilia, sobre todo en los fines de semana, momentos en que el atractivo de los bares se hacía más intenso para los hombres. Estas noches sagradas significaban entregarse a la oración individual y grupal, los cantos con contenidos luctuosos y caliginosos, esperanzados en el premilenarismo; también estos momentos daban espacio a los testimonios y la posibilidad de expresar cómo otros habían vencido, y cambiar años de vida disoluta; y por último, recomponer fuerzas para enfrentar el lunes, para ir a aquellos espacios de trabajo bregosos. Se encuentra una fuerte demarcatoria entre los hombres y las mujeres. Ninguno podía transgredir las fronteras. Las mujeres debían usar el cabello largo, usar faldas largas, sin maquillajes, bisuterías ni depilados. Los hombres debían usar el cabello corto, traje y corbata. Estas exigencias también eran muy interesantes para esta época, en que el acceso a la vestimenta era restringido para los pobres; el dinero de los maquillajes, la bisutería y el alcohol se podía invertir en alimentos, mejorar la vivienda y vestimenta para la familia. Sobre todo en esto último es donde los varones debían lucir terno y corbata, desde la misma niñez, como sinónimo de cambio de vida. Con el fin de diferenciar la masculinidad se construyen distintas representaciones, construcciones binarias u opuestas entre sí, que definen la identidad masculina: "hombre del mundo/ hombre cristiano", "hombre carnal/ hombre espiritual", "hombre natural/ hombre espiritual", "hombre nuevo/ hombre viejo", "el viejo Adán/ el nuevo Adán". Estas representaciones manifiestan una redefinición de la identidad masculina, entre un modelo histórico ideal, como es Jesús y Pablo, en contraposición con modelos de hombres no evangélicos El "hombre pentecostal" es aquel tipo que abandona el éxtasis hedónico, para vivir la victoria de la acción. Este tipo de hombre o de masculinidad ha vivido en la etapa de la desesperación, de la astenia pasional y de la falta de decisión de la etapa mundana. Aquí el hombre deviene en existencia, es atraído por su esposa al templo, para comenzar a vivir para la eternidad. Esta elección marca el camino de la interioridad y disipa la tendencia pusilánime y el enmascaramiento. Adviene en esta etapa la transparencia, una suerte de veracidad interior que aflora en el trato humano, el sinceramiento de la personalidad, la caída de la máscara; y esta transparencia se verifica en el acogimiento familiar del amor y del matrimonio, se realza el deber. Este tipo de hombre tiene una concepción de Dios, misericordioso y perdonador, pero severo, distante, poco afectivo y castigador, propio de la concepción paternal del contexto social; por lo cual es un tipo de masculinidad afectiva y autoritaria con su familia. Lo que significaba que la "trinidad divina" o la "humanidad tripartita" (cuerpo, alma y espíritu), la aplicaba a su hogar construyendo una "trinidad doméstica": hombre- esposo- padre; mujer- esposa- madre; y niños- hijos- menores. Es un tipo de hombre que, por las circunstancias de la época y la interpretación condicionada a la época de la Biblia, como "hombre pentecostal", marcó su identidad como alguien apocado, una identidad contrastante: reconstruida en la Biblia como hijo de Dios, elegido y pueblo de Dios; pero socialmente discriminado, deteriorado y menoscabado, lo que le conducía a "alejarse del mundo", o bien "alejarse de la iglesia"; pues no podía convivir con ambos mundos, con ambas realidades. Sin embargo, el "alejarse del mundo" le permitía vivir su fe con intensidad, pero más bien sujeta al templo, el trabajo y el hogar, con una concepción intensamente premilenarista, lo que lo hacía evadir las responsabilidades con su ciudad, sociedad o país. El abandono del consumo de alcohol por parte de los hombres es el signo más evidente del inicio de la "nueva vida" del converso. En este sentido, la cultura masculina tradicional en los estratos populares está íntimamente ligada al alcohol, aunque esto puede parecer algo muy reiterado. Pero para muchos jóvenes el consumo del alcohol representa una suerte de rito de iniciación para el ingreso al mundo de los adultos, y esto no sólo va en aumento, sino que además la edad de ingreso a tal rito es cada vez menor. Por otro lado, actividades como el fútbol son pasatiempos de los hombres, a los cuales sigue, con frecuencia, la cerveza, el vino y las fiestas fuera de casa (Fontaine y Beyer 1991: 121). Debido a esto, es posible hablar de un "salto de fe", realizado por la conciencia entre "hombre mundano" y "hombre de Dios". Este salto de fe implica también un "salto en el tiempo" para ser contemporáneo de los modelos varoniles bíblicos y adoptar sus valores; lo que significa ruptura con los valores de la sociedad: de "macho hipersexuado, violento y alcohólico" a "hombre proveedor, responsable y presencial". Por ello, vemos que la redefinición masculina es una parte inherente al discurso del pentecostalismo. El abandono de la familia que no comparte inicialmente su fe, los amigos y los vecinos, se evidencia en las expresiones tanatofílicas muy recurrentes sobre todo en los cantos: "muerte al mundo", "muerte a los deseos", "muerte a la carne". Este deseo de evasión y huida se debe a los peligros y tentaciones que aguardan y rondan a su alrededor, ya sea en el vecindario, la familia o el trabajo. Por ello, hay una búsqueda constante de evasión de la pura negatividad consciente. Esto
conlleva una nueva relación entre
hombres y mujeres: una "redefinición de los géneros". Se
puede argumentar también que esto no implica necesariamente que
haya derivado en un cambio a relaciones igualitarias en cuanto al
acceso
del poder, tanto en el "mundo privado" (el hombre es entendido como la
cabeza del hogar) como en el "mundo público" ("proveedor
responsable").
Sólo decimos que se evidencia una redefinición de la
masculinidad,
que no es producto o no es una influencia de un discurso externo; sino
más bien es inherente al mismo discurso, y que tal
redefinición
viene de la tradición protestante, pero se patentiza en el
pentecostalismo,
por su arraigo en el mundo popular. Estas redefiniciones que se hacen
parte
de la identidad del hombre pentecostal son dos: La
"domesticación
masculina" y la "feminización de la masculinidad", que
significan
más bien una "ética de la responsabilidad". Implica ser
padre
y ser esposo de una manera más presencial, lúdica,
afectiva
y más corresponsable, trasformándose de "padre ausente"
en
"padre presente". La domesticación masculina Abundan los testimonios en que los conversos dan cuenta de que no han recibido nada de los grupos de sus pares con los cuales se emborrachaban, o bien que ya no los consideran sus amigos, por su transformación, lo cual confirma que las relaciones establecidas con ellos eran "falsas". Por ello, la prueba más dura para los hombres será dejar el alcohol, pues con él se juegan un sinnúmero de aspectos, que van desde la ansiedad corporal hasta el abanico de prácticas sociales y simbólicas asociadas, que legitiman la masculinidad. Pero esta "huida del mundo" de los vicios es un "regreso al hogar", para asumir sus roles, enfatizado por los modelos bíblicos. En cuanto a los roles domésticos, lo más importante es el ser "esposo responsable", luego "padre responsable", ya que la paternidad se desarrolla sobre la base conyugal. Sin embargo, la responsabilidad de ser esposo y la de ser padre son obligatorias, con la diferencia de que el ser "ser esposo" es importante no sólo por la base, sino también porque se presentan ambos modelos a los hijos, quienes los desarrollarán cuando ellos construyan su propia familia, de lo cual el padre sigue siendo responsable pero ahora ante la eternidad. Y por otro lado, el "ser esposo" es algo que permanece y se extiende hasta "el nido vacío". De estos relatos y lo que se escucha en los sermones se desprende que el hombre retorna a la familia, para quedarse como alguien integrado, responsable y esforzado por su hogar, tanto hijos como esposa. Los hombres se ven obligados a cambiar su comportamiento con su mujer; tienen que respetar a su esposa, tienen que ser más responsables como padres: Deben participar más en la educación de sus hijos y tomar la mayor responsabilidad en el sostén del hogar, ya que "el que no provee a su hogar es peor que un hombre del mundo; el que conociendo la verdad y no lo hace le es doblemente reprobada". Pero esta "doble responsabilidad" de ser luz y sal como esposo y padre no lo hace sólo, sino con la ayuda del Espíritu Santo, quien se presenta como símbolo de "paloma" y "aceite", paz y suavidad, haciendo alusión a la transformación del carácter masculino para criar y congregarse en su hogar. La virilidad está basada en la "energía creativa", que implica la "fuerza volitiva" para aprender el dominio de sí, tanto en el control de la comida, el alcohol y el sexo propio de los "hombres mundanos". Toda esta fuerza libinidal es transportada al trabajo, y se transforma en un "ethos del trabajo". Se valora la independencia, la competitividad y la perseverancia. Los hombres deben insertarse en un mundo caracterizado por la pobreza, la miseria y la marginalidad, en donde los recursos son escasos, por lo que se exige perseverancia, responsabilidad, ahorro, trabajo duro y abnegación. Por ello se necesita un espíritu de anacoreta, lejos de los "hombres mundanos", para sobreponerse a los efectos del síndrome de abstinencia con el "bautismo del Espíritu Santo". Sin
embargo, ni lo más noble, como
es el trabajo, reemplaza a la familia, pero ¡ay también
del
que no trabaje La afirmación también está: "El que
no quiere trabajar simplemente no coma". Pero ello no justifica que el
trabajo se constituya en el fin último, sino que es el medio que
Dios da para mantener y velar por la familia, pero un medio que debe
ser
valorado y respetado, porque Dios lo ha provisto. Dentro de la
providencia
no sólo está contemplado lo material, sino también
lo afectivo, lo moral y por sobre todo lo espiritual, en donde el
"hombre
de Dios" debe presentarse como ejemplo, porque es la "cabeza del
hogar". La feminización de la masculinidad El "hombre nuevo" puede asumir valores que tradicional y socialmente han pertenecido al mundo de lo femenino. En la conversión y la práctica pentecostal, el hombre se vuelve pacífico, hogareño y más comprometido con la suerte de su esposa e hijos. El hombre debe ser imitador de Cristo, quién resaltó las "virtudes femeninas". No debe ser violento sino "poner la otra mejilla"; no debe hacer a los demás lo que a él no quiere que le hagan; debe amar al prójimo y mucho más al "próximo", es decir, la familia e incluso al enemigo. Así, en lugar de las "virtudes masculinas" de rudeza, agresividad y dominación, se deben valorar sobre todo la responsabilidad mutua, la compasión, la dulzura y el amor, virtudes tradicionalmente femeninas. En las distintas predicaciones, se realzan otros símbolos femeninos como: "virgen sensata", "virgen insensata", "novia de Cristo", etc. También se resaltan símbolos femeninos como "el dolor de parto", que implica el amor y preocupación angustiosa, que tanto el hombre como la mujer deben sentir por aquellos que aún no han sido evangelizados. Este "dolor de parto" se debe sentir y manifestar principalmente a través de la "oración intercesora", derramando lagrimas y lloro, a través de la ayuda del Espíritu Santo, por la "gente del mundo" que viven en pecado. El hombre debe pedir, buscar y evidenciar el "amor ágape". Es un amor tierno, dulce, compasivo, sociable y sensible, resultado de la presencia del Espíritu Santo, por sobre el reduccionismo del amor erótico y sexualizado; que junto a él lleva aparejados la rudeza, la infidelidad, el alcoholismo, las peleas callejeras, etc., actitudes consideradas como parte del "hombre viejo". El "hombre nuevo" debe imitar a Cristo, y no al "mundo". Este "amor ágape" debe ser un testimonio del "ser hijo de Dios", diferente del "amor romántico" (que realza la frialdad, inaccesibilidad y aires de conquistador del hombre) o el "amor confluente" (que también puede ser una relación homosexual), del que nos habla Giddens (1992). De esta
manera se rompe con el "machismo"
asociado a la violencia y la rudeza, desestimando la superioridad del
hombre
por su violencia o pendencia por culpa del alcohol, "farras" o
"fútbol
callejero". Esto pertenece a la vida vieja. Se rompe con la imagen del
padre ausente, borracho, hipererotizado y aventurero; en cambio, se
construye
la imagen de un padre afectivo, protector y recompensador, aunque sigue
siendo autoritario. Esto conlleva un reencuentro y una
resignificación
de la figura paterna (Dios) y masculina (Jesucristo) y un
desplazamiento
de los roles del "hijo mayor", el "hijo hombre", "el compadre" y el
"padrino",
como sustituto del padre. Este reencuentro y reconciliación con
la figura paterna y masculina resignificada con el "hijo descarriado"
(en
vez de un "padre descarriado") y de la "oveja negra", produce tal
reencanto,
que permite romper con la desesperanza aprendida y la virtuación
de la pobreza, y lo hace ser un asiduo proselitista, agudo y
persistente,
principalmente entre las mujeres, que son las más favorecidas
con
esta resurrección del padre y la masculinidad presente. Del matricidio a la mujer virtuosa Como señala Montecino (2002), en el pentecostalismo se mantienen las pautas marianas, la creencia de que sin las mujeres no hay reproducción cotidiana. En esos discursos encontramos una sobrevaloración del trabajo doméstico femenino. Y no es extraño, si pensamos que la gran mayoría de estos hombres vivió en un núcleo en donde la madre fue presencia y eje de la vida. Se agrega a esta noción mariana el concepto de la mujer como la "administradora" del hogar. Es decir, al concepto de la madre como dadora del orden se le agrega el de su participación en el "milagro", como muchos hombres dicen, de la sobrevivencia, de la multiplicación y distribución precisa de los precarios bienes. Estas imágenes marianas se ven legitimadas en el discurso masculino, toda vez que responden a la figura de María, por ser la madre de Cristo, la que lo aceptó en su vientre. Aun cuando también Rut y Ana aparecen como figuras importantes, la Virgen siempre ocupa un lugar de privilegio. Se sigue manteniendo la simbología mariana y es ella la que posibilita esa concepción de lo femenino como estructurante del orden familiar. La visión que los evangélicos comparten es la idea de que el hogar es un reino doméstico y femenino. Sin embargo, la participación de la mujer en el pentecostalismo está mucho más desarrollada que en el catolicismo, porque encontramos la existencia de tiempos y espacio femeninos, que reciben distintos nombres como: Las dorcas; reunión de damas; ministerios femeninos, etc., donde las mujeres tienen el acceso a la palabra. También tienen la oportunidad de predicar en las calles, hospitales y cárceles y escuelas dominicales, como maestras. En algunas denominaciones evangélicas, la pastora no es sólo la esposa del pastor, sino que ella es la que administra los bienes, recursos y necesidades espirituales de las mujeres; ella se presenta como el modelo concreto del ser mujer pentecostal. En otras congregaciones, incluso la mujer tiene el acceso y administración del púlpito para toda la congregación, ya no es la sombra de su esposo, sino ella es la pastora de la congregación. Otro aspecto significativo tiene que ver con la desdeificación de la madre en la familia como modelo de mujer, esposa y madre. Se recurre a símbolos femeninos bíblicos, lo que conlleva que para el hombre pentecostal su madre pasa a un cuarto plano. El orden es así: Jesús, esposa, hijos y padres. El lugar magnífico que ocupaba la madre ahora lo ocupa la esposa, que aparece también en distintas alegorías: mujer virtuosa, mujer prudente, herencia de Dios. Esto, a su vez, permite mejorar las relaciones suegra- nuera y suegra- yerno, ya que se desincentiva la intromisión de la madre en el matrimonio de sus hijos e hijas, así como se motiva al matrimonio neolocal: "El casado, casa quiere". Por
otro lado, también se excluye la
maternalización de la realidad social, natural o cultural.
Frases
como "madre patria", "madre naturaleza", "madre iglesia", "santa madre"
o "santa madre iglesia" son expresiones que desaparecen del glosario
evangélico.
Los cantos existentes para la patria y la naturaleza están
dedicados
a Dios como suententador. La iglesia es vista como cuerpo de mujer, que
lo constituyen los creyentes individualmente en comunidad, pero del
cual
Jesús es el rey y esposo. Discurso marianicida Quizás uno de los motivos por el que producen tanto rechazo los pentecostales entre los sectores populares es por su abierto rechazo del mito mariano, tan arraigado en la cultura latinoamericana, donde María asume incluso el rol de generalísima de los ejércitos libertadores, y continuado posteriormente con distintos mitos redentores. Este destronamiento y esta "desdeificación" de la figura mariana producen ignominia y aversión en los sectores populares, ligados a la figura materna mariana: complaciente, pasiva y sacrificada. El referente divino de los pentecostales es Jesús (Dios- hombre) y no María (mujer- humana). María será uno de los referentes femeninos, junto a otros símbolos femeninos bíblicos, como Sara, Rut, Débora, Ester, etc., en quienes se realza su capacidad de liderazgo ante los momentos de crisis y sus principales recursos simbólicos, no son la sumisión hádica de edictos, sino su lucha contra ellos. Por ello, los pentecostales se transforman en iconoclastas y marianicidas, ya que consideran que adorar a María significa idolatría. Incluso ni siquiera se realza su carácter virginal posterior, pues consideran que fue madre de otros hijos; es decir, que Jesús tuvo hermanos y hermanas consanguíneas por la línea de María. Este discurso resulta ser herético y execrable a los oídos populares, para los que María no sólo es Virgen, sino también la madre de Dios, reina del cielo, etc. Es
justamente el discurso marianicida lo que
permite la redención del hombre varón y su retorno a la
familia,
porque su referente cultural ahora es Jesús, como símbolo
supremo de masculinidad. Ya no se tiene temor de los apodos que los
compañeros
les hacen por estar en su hogar ("pollerudo", "mandoneado", etc.) y
asistir
al templo. Tampoco se tiene miedo de ser acusado de homosexual por no
beber,
no hacer alardes fálicos o no fumar, sino que ello es visto como
propio del precio de ser evangélico. La aporofobia La "aporofobia" se trata de un neologismo que une dos términos griegos: aporos y fóbeo. El segundo término ya es bastante conocido e indica "miedo, pavor, temor o rechazo"; por ejemplo, se halla en los términos claustrofobia (miedo de lugares cerrados) o xenofobia (rechazo al extranjero). El primer término, quizás totalmente desconocido, significa "pobre, sin salidas, escaso de recursos". Así, aporofobia indica el sentimiento de rechazo o temor al pobre, al desamparado, al que carece de salidas, de medios o de recursos. La discriminación de los pobres no es ninguna novedad sociológica, por supuesto, pero, hoy por hoy, hay una percepción de distintos matices de exclusiones, cuando entrecruzamos los diferentes tipos de discriminaciones. No marginamos al inmigrante si es rico, ni al negro que es jugador de baloncesto, ni al jubilado con patrimonio: a los que marginamos son a los pobres. Además, el término "aporofobia" se refiere a una realidad mucho más profunda, la repugnancia ante los pobres que alimenta sentimientos de miedo hacia a ellos, pues son supuestamente violentos o violentos en potencia. Hace crecer el sentimiento de asco hacia los pobres, pues son supuestamente sucios o con pocas nociones de higiene. Del miedo y del asco ya sabemos lo que puede venir. Y así, tenemos el ciclo entre pensar, sentir y obrar que excluye a los pobres y con una pizca de inmoralidad más, pues "son ellos los culpados por la situación que se encuentran". Son los culpables de los perjuicios que sufren, pues "podían ser más limpios, porque pobreza no tiene que significar suciedad" o "podían educar mejor sus hijos y así no se envolverían en la marginalidad", y desde ahí un largo etcétera de excusas y responsabilidades transferidas (Andrade de Souza 2004). En Chile, según González (2003), los hombres en general son los que más muestran signos de prejuicios, especialmente hacia los peruanos, los evangélicos y, en menor medida, respecto de los discapacitados y los mapuches (todos asociados a la pobreza). Independiente del sexo, estos grupos son los más discriminados y a los que se les atribuyen más características negativas. Por otra parte, independientemente del nivel de escolaridad, los hombres exhiben altos niveles de prejuicio hacia los pobres, indigentes y gitanos. Los peruanos son el grupo de mayor nivel de prejuicio entre los estudiantes de nivel socioeconómico bajo. Un patrón similar se obtuvo respecto de los evangélicos y, en menor grado, hacia las personas discapacitadas y de edad. Por su parte, respecto de los dos grupos peor evaluados (pobres indigentes y gitanos), con independencia del nivel socioeconómico, todos los participantes exhibieron altos niveles de prejuicio y bajos afectos positivos hacia ellos. En Chile, la mitificación asociada de evangélicos y pobreza, es decir, la afirmación que los evangélicos son pobres, por lo tanto rechazables, tiene una connotación clasista y racista, ya que este rechazo se hace a los pentecostales y no a los protestantes misioneros o históricos. Para Larraín (2001: 232), en Chile encontramos una valoración exagerada de la "blancura" y una visión negativa de los indios y negros. Los textos escolares están llenos de representaciones peyorativas acerca de los indios, sus costumbres y sus modos de vida. La estratificación social siempre ha ido acompañada de un elemento racial: en Chile, de manera general, se piensa que mientras más oscura es la piel, más baja es la clase social. Los barrios pobres de las ciudades contienen un más alto porcentaje de piel oscura. Justamente, varios estudios demuestran que los evangélicos llegan a la clase social más baja y a la piel más oscura: Lalive (1968), muestra que el discurso pentecostal, aparte de llegar a los sectores más pobres de la sociedad chilena, se concentra geográficamente en territorios de mapuches (y hoy aimaras), que se caracterizan por sus prácticas religiosas animistas. A la figura del pastor como cacique se suman las profetisas (manifestaciones glosolálicas) como las machis y curanderas. Foerster (1989) hace referencia al impacto de la difusión de la evangelización pentecostal entre los mapuches, seleccionando elementos esenciales como el rito de fertilidad, conocido como el nguillantún, que congrega en múltiples redes al conjunto de los mapuches. Para Guerrero (1994), el movimiento pentecostal, en la sociedad aimara, logra insertarse y enraizarse en el cacique (ligado a las cuestiones políticas y rituales), el yatiri (vinculado al tema de la salud- enfermedad) y el pastor (convergencia de ambos, es decir, cacique-yatiri). Guevara (2001) dice que entre el protestantismo y el mapuche existe una relación entre lonko y el pastor y la machi y el pastor. Fontaine
(2002) señala que, según
datos de las encuestas del Centro de Estudios Públicos (CEP),
entre
los pobres, la proporción de evangélicos la cifra sube a
un 20% (cuando el promedio nacional es de 15,3%, según el censo
2002). En el estrato bajo, hay un evangélico observante por cada
católico observante. Los estudios indican que los
evangélicos
crecen, sobre todo, entre los más pobres de los pobres. Por
ejemplo,
en las zonas más pobres de La Pintana, como la población
Jorge Alessandri y la Gabriela Mistral, los evangélicos
representan
el 34%. Mientras que en la población Estrecho de Magallanes
llegan
al 67%. En estas poblaciones, aproximadamente un 66% de los observantes
son evangélicos. Son los más pobres de los pobres si uno
considera sus casas, los bienes durables de que disponen y su nivel
educacional.
En el hacinamiento y la pobreza en que viven, "comenzar a caminar en el
evangelio" es parte de su lucha diaria contra el maltrato, el desempleo
y el subempleo, la violencia familiar, el alcoholismo, la droga, la
prostitución
y la delincuencia. Conclusión. Los espectros de las fobias en Chile En realidad, Chile no es un país xenofóbico, ya que tenemos importantes grupos de inmigrantes europeos y asiáticos desde el siglo XIX. Incluso los textos escritos evidencian un fuerte componente hispanofílico y fuertes "síndromes de nordomanía". El folclore realza el carácter xenofílico del chileno: "y verán como quieren en Chile al amigo cuando es forastero". No marginamos al inmigrante rubio, de apellidos complejos, ni al inmigrante, si es empresario o talentoso deportista. Desconfiamos y discriminamos al inmigrantes asociado con la pobreza, y al pobre siempre lo asociamos con lo moreno. Nos creemos mejores que los inmigrantes que son albañiles, trabajadoras del hogar o "cuentapropistas". Frente a ellos nos ensañamos, etiquetándolos de perdedores, fracasados o amargados. Tampoco se puede decir que exista intolerancia religiosa. El siglo XIX está marcado por las "tres leyes laicas": la ley de los cementerios laicos (1883), la del matrimonio civil (1884) y la del registro civil (1884) marcaron los días en que los disidentes se vistieron de pompa, porque el alcázar de la ignominia fue derribado. Los novios construyeron sus talamos con júbilo; los niños, jóvenes y adultos se inscribieron en el "libro de la vida"; los finados fueron extraídos de los osarios para recibir "humana sepultura" y a los menos favorecidos se les construyó un cenotafio. Fueron días en que las voces de alborozo se confundieron con las de las plañideras. Y durante el gobierno de Balmaceda, en el año 1888, se publicó la ley que otorgaba libertad de culto para todas las confesiones religiosas, ley que viene a sahumar las anteriores. Fueron días en que los sueños de los "epistolarios de la tolerancia", Locke y Voltaire, y utópicos como Tomás Moro se hicieron realidad en Chile. Se entendió que el énfasis en la libertad de la persona implica necesariamente que las creencias no pueden ser impuestas por la fuerza. El comportamiento religioso individual está necesariamente definido en la base de la convicción subjetiva. En asuntos privados cada uno decide cuál es el mejor camino a seguir, así también debe suceder con temas de conciencia religiosa. El cuidado del alma, como el cuidado de lo que es propio, es algo que pertenece al individuo. Por lo cual, nadie tiene el derecho de obligar a otro a una acción que, de ser errada, no tendrá compensación alguna. Toda esta lucha por la tolerancia y la pluralidad se vio coronada con la separación del Estado y la Iglesia católica romana en 1925. En todo este tiempo, en realidad la observación señala que los protestantes históricos (presbiterianos, luteranos, anglicanos, etc.) no son discriminados por su creencias religiosas, ya que pertenecen a los estratos altos de nuestra sociedad. Así que podemos descartar otra fobia. Los
espectros fóbicos en Chile están
atravesados por la aporofobia. Así, se piensa que
mientras
más oscura es la piel, más baja es la clase social, lo
que
se traduce a su vez en racismo. Los barrios pobres de las ciudades
contienen
un más alto porcentaje de piel oscura, por lo que son objeto de
un sinnúmero de fobias. En ese sentido la discriminación
hacia los evangélicos o, hablando más
etnográficamente,
la canutofobia -que es su rechazo- tiene componentes
económicos
y culturales; de ahí que el rechazo sea generalizado en la
sociedad.
Andrade de Souza, Marcelo Bauman, Zygmunt Fontaine, Arturo (y Harald
Beyer) Fontaine, Arturo Foerster, Rol Giddens, Anthony González, Sergio González, Roberto Guevara, Ana Lalive D'Epinay, Cristian Larraín, Jorge Márquez, Francisca Martin, David Montecino, Sonia Slootweg, Hanneke Tennekes, Hans |
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