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Introducción Difícil devenir social, moral y cultural de los tiempos. Sencillamente preocupante. Los estudios antropológicos y éticos, por ello mismo, están en claro auge, pues muy intencionadamente, en especial los primeros, hacen que su campo de estudio no sea otro que la múltiple y variopinta diversidad cultural en todas sus dimensiones. Son de una importancia extrema en un mundo occidental culturalmente complejo y también moralmente difuso. Deficiente en materia de comprensibilidad hermenéutica hacia el "Otro". Recurrir a aquéllos es una necesidad, tanto científica como humanística, prioritaria. En el momento presente simboliza estar "a la altura de los tiempos". Son las cuestiones de cariz antropológico y moral las que, básicamente por su actualidad, pueden llegar a interesar a distintos niveles y a muy diferentes actores sociales. Cualquier campo científico dota, a día de hoy, de cierto barniz antropológico sus estudios disciplinarios más específicos, como asimismo exige el espíritu de los tiempos. Éste también obliga a reconocer a toda ciencia ciertos límites morales. Con esmero intelectual y sobre todo ahínco epistemológico especialmente las ciencias sociales y humanas tratan de comprender al hombre en su contexto histórico y cultural actual. Buscan explicar con positivo rigor su modus vivendi. La solución al enigma hombre está aún por esclarecer y ha de dilucidarse con rigurosa perspectiva tanto interdisciplinaria como comparativa y transcultural. Se aportan, desde las distintas ciencias, conocimientos pero siempre parciales nunca totalmente completos. Aquí reside, no obstante, la esencia y eterna longevidad del conocimiento. Éste moriría de estupor si estuviera completamente satisfecho. No otra cosa es esto que su miseria y esplendor. Todas aquellas incisivas cuestiones de raigambre antropológica y también ética presentan, en este siglo XXI, una densidad excepcional, incluso ontológica, pues remiten constitutivamente al hombre como ser cultural y moral. Antropólogos y también filósofos, agudos y mordaces críticos sociales en general, inciden acentuadamente en todas aquellas cuestiones éticas de primer orden que desafiamos desde la preponderante, marcadamente impositiva por androcéntrica, racionalidad instrumental y lógico-científica occidental, herencia cuestionable y de hecho cuestionada de la modernidad. Cuestiones que nos comprometen, como así advierto desde hace tiempo, tanto cultural como asimismo genético- biomédicamente. El trato dispensado al Otro, no necesariamente al inmigrante, la atroz explotación de los países oprimidos y de los desheredados víctimas de este "globalizado" sistema capitalista, la clonación, la manipulación/alteración genética descontrolada, la eugenesia, el empleo de elementos nucleares bacteriológicos con fines destructivos para la humanidad, la selección genética o "cría selectiva" llevadas osadamente al límite, la experimentación con humanos, etc., son ejemplos más que significativos entre otros muchos. Ética y antropología se conjugan perfectamente y se sitúan a la base de todo análisis social que se precie de riguroso en el tratamiento de aquellos asuntos. Están ambas disciplinas, por así denominarlas, en constante y esencial ligazón. De ellas se nutren gran parte de nuestras reflexiones intelectuales que versan precisamente y en muchos casos sobre las cotidianamente experimentadas disfunciones y hemiplejías culturales. Estas son las problemáticas que aquí nos interesa especialmente abordar. Problemáticas nacientes, pertinente es indicarlo, de las actualmente difíciles relaciones entre individuos y culturas, y que son, por otra parte, de una sobresaliente y mundana actualidad. Su estudio exige un tratamiento de las mismas desde un enfoque especialmente antropológico y moral. Choques culturales, enfrentamientos raciales y rencillas o desacuerdos dados entre diferentes grupos étnicos, sensiblemente nos afectan en nuestra más inmediata cotidianidad. El intelectualmente debatido etnocentrismo y tal como he adelantado en el resumen de este trabajo, es un universal cultural, según rezan los distintos manuales de antropología, pero el etnocentrismo cultural del europeo actual rebasa, por cuanto es ostensiblemente inquisitivo, todo límite moral. Intransigencia etnocéntrica occidental que debemos, en parte, a la Modernidad. Grandeza racional/cultural pero también comienzos de decadentismo moral heredamos de ese periodo sin par en la historia intelectual occidental. Ese imponente etnocentrismo cultural occidental jalona en esencia parte de este trabajo. La conveniencia de este trabajo radica precisamente en el objetivo que en este sentido afanosamente persigue: una al menos rigurosa comprensión hermenéutica cultural y humana en este nuestro tiempo. Es ésta una pretensión básicamente antropológica que ha venido identificando mis últimas líneas de investigación y trabajos en curso. En el apartado que aquí sigue y como propedéutica intelectual, mostramos la necesidad de mutuo entendimiento a que están llamadas la antropología cultural y la propiamente filosófica, o como también las llamo, cultura empírica y cultura metafísica. Especial hincapié hago en este punto desde hace tiempo. En un siguiente bloque identificamos los orígenes modernos del todavía latente y socialmente muy significativo etnocentrismo cultural del mundo occidental. A continuación, y como capítulo previo a las preceptivas conclusiones, reflexiono sobre la ética cultural del tiempo nuevo y la que denomino polivalente moral occidental. Cultura empírica y cultura metafísica Es desde un enfoque claramente bipolar -empírico-descriptivo y metafísico-trascendental- desde donde es posible abordar con garantías gnoseológicas todos aquellos temas constituyentes de nuestra actualmente compleja y rebosante de variopintos matices experiencia cultural. Satisfecho el ámbito empírico desde la antropología y cubierto el orden metafísico desde la filosofía, no es excesivamente atrevido pronunciarse desde aquí a favor de la fusión entre la antropología cultural y la filosófica para tanto describir como especialmente interpretar y comprender (verstehen) esas crecientes problemáticas que emergen de la misma mezcolanza actual de individuos y culturas. Cultura empírica y cultura metafísica, como así llamo también a aquellas dos ricas variantes o subcampos de la antropología, se reparten, pero deben hacerlo armónicamente conjuntadas, el estudio del hombre. En sus diferentes ramificaciones (biológica o física, simbólica, cognitiva, económica, cultural, lingüística, política, etc.), la antropología unida a la filosofía, con su propio campo de acción, es capaz de ofrecernos una visión prácticamente integral del hombre como ente ubicado histórica y culturalmente. Holismo, al menos afán del mismo, de que carecen el resto de disciplinas científicas y que acoge en su seno multiplicidad de perspectivas. Evitemos, en la medida de lo posible, todo engañoso particularismo que dispensa verdades a medias. Qué sea el hombre, el ser humano en su naturaleza multidimensional, preocupa y mucho a estudiosos de la antropología tanto en su sólida, aunque al mismo tiempo discutida, vertiente filosófica como, en su más admitida, rama cultural. La extraordinaria influencia de los llamados antropólogos americanistas y su reconocido interés por la vertiente cultural de la ciencia social antropológica ha tenido mucho que ver en esta sobradamente conocida -al menos entre el gremio de antropólogos- preeminencia de los aspectos culturales, muy por delante de los más puramente filosóficos. Éstos han sido rescatados afortunadamente para la antropología desde el continente europeo. Rigurosa mención merece especialmente en este sentido la filosóficamente fecunda Alemania. Es aquí donde surgen profundas inquietudes por el perfil trascendental/metafísico y no sólo cultural/empírico del hombre. Dos planos o perspectivas de suyo distintas pero emergentes de una misma y compleja realidad. La pregunta ¿Qué es el hombre? es la piedra angular tanto de la antropología filosófica como cultural desde sus orígenes. Filosofía como conocimiento integral/global del Universo o de todo cuanto hay y antropología cultural, como estudio del hombre y sus creaciones a través de análisis comparativos interculturales necesitan fusionarse en aras de una definición completa de hombre, que abarque todos los aspectos esencialmente definitorios de éste. Desde la comprensión hermenéutica circunstanciada la antropología posmoderna (Clifford Geertz, Richard A. Shweder, James Clifford, Michael Agar o Stephen Tyler) señala la necesaria ligazón existente entre tradicionales horizontes antropológicos y filosóficos. Los culturalmente dificultosos problemas del mundo actual exigen un tratamiento conjunto por completo, recurriendo tanto a la filosofía como a la antropología. Sin olvidar, en cualquier caso, la aportación del resto de ciencias humanas, sociales y científico-positivas. Son los estudios antropológicos, filosófico-culturales, una herramienta eficacísima para tratar con ciertas garantías gnoseológicas y epistemológicas muchos de los problemas sociales y morales de nuestro tiempo. Permiten conocer y, sobre todo, ahondar a distintos niveles en la naturaleza humana de esos problemas. La antropología filosófica y cultural, conjuntamente, nunca por separado, inyectan sabia nueva y verdad a todo estudio social y humano, provenga de donde provenga, rompiendo con cualquier osada pretensión de exclusivismo en su tratamiento. Actualmente preocupa a sociólogos, antropólogos, psicólogos y filósofos la disposición y actitud global ante la vida del hombre medio contemporáneo occidental. De éste, en verdad, y tomando prestado un discurso posmoderno con cierto cariz conservador (Cortina 2007: 125) (1), podemos decir, en términos globales, que es un ser fragmentario y débil, desorientado o descentrado y especialmente receloso y cauto en su trato con el Otro que no es él: aquel que es, antropológicamente hablando, ajeno por completo a su paradigma social, cultural y logístico. El etnocentrismo inquisitorial del mundo occidental Una cuestión crucial por su ostensible relevancia histórica y cultural es la que aquí sigue. En estos inicios del siglo XXI los occidentales, casi todos en mayor o menor medida, seguimos asentados en la etnocéntrica y, en parte, errónea creencia, como suele ser histórica costumbre, de que indudablemente somos los más culturalmente avanzados del planeta. La cima de la civilización mundial. Así creía también en su momento, con enorme prepotencia biológico-racial, la Inglaterra victoriana, elogiada de forma tan desmesurada por los primeros antropólogos evolucionistas decimonónicos (Morgan, Spencer, Tylor, etc.). Éstos, modernos precursores del actual etnocentrismo occidental y herederos directos de una idea moderna de progreso desbordante durante el racionalmente magnificado siglo XVIII, proyectan sobre Europa y especialmente sobre la económicamente pujante y burguesa Inglaterra del siglo XIX todas sus esperanzas como teóricos antropológicos. Ven en ella la suprema forma de existencia, ese estadio superior cultural de la civilización humana que tanto anhelaban y al que tendían, en principio, el resto de culturas definidas como más "primitivas". Durante esos dos siglos el mundo dominado por la civilización europea vivía sostenido por la fe en el progreso. Creía que la humanidad había por fin montado "en un convoy llamado cultura, el cual por necesidad mecánica, había de llevarla en incesante avance a formas de existencia cada vez mejores y así hasta el infinito (...). La fuerza creadora de esa cultura progresiva o progrediente era la razón, la inteligencia" (Ortega Gasset 1983: 246). El europeo no entiende más historia que la que va movida por "la idea del progreso, la que consiste en el servicio de una cultura creciente" (Ortega Gasset 1983: 671). Desde este a veces enfermizo progresismo, Morgan subraya que tres son los periodos étnicos por los que evoluciona progresivamente la humanidad: Salvajismo, barbarie y civilización. Subdivisiones cabe hacer, según aquél tres, de los dos primeros estadios: inferior, medio y superior. El determinismo biológico y el etnocentrismo cultural de los evolucionistas unilineales implican, entre otras cosas, que la palabra salvajismo aparezca cargada con una significación excesivamente peyorativa. Esto es en términos absolutos un error. Llamar salvaje al hombre primitivo porque posee menos instrumentos materiales, políticos e intelectuales que nosotros, es condenarlo íntegramente. Llamar al hombre actual civilizado significa, de paso, hacer, su completa apología. La cultura y la civilización son, he aquí una de las aportaciones de Ortega a los estudios antropológicos, "creación del hombre salvaje y no del hombre culto y civilizado. La vida no organizada crea la organización, y todo progreso de ésta, su mantenimiento, su impulsión constante, son siempre obra de aquella. Esto aclara el hecho paradójico de que todas las grandes épocas de creación y renovación cultural han coincidido, o fueron precedidas, por una explosión de salvajismo: el siglo VI de Grecia, el siglo XIII, las centurias del Renacimiento, el friso del siglo XIX" (Ortega Gasset 1983: 280-282). Los evolucionistas sociales progresistas, presos de un determinismo racial sin precedentes inmediatos, afirmaban categóricamente que las culturas del pasado se encontraban en una fase evolutiva retrasada. Salvajismo o barbarie. Primitivismo. Culturas que, por tanto, no habían contribuido al progreso. Esta actitud supone sentir, como advierte Ortega, "fobia hacia el pasado, sobre todo hacia el hombre primitivo". Implica creer que "el pretérito no puede enseñarnos nada, y mucho menos ese pasado absoluto (...) que habita el hombre prehistórico" (Ortega Gasset 1983: 281). El progresismo unilineal, evolucionista o no, es falso porque se refiere exclusivamente al porvenir. En él pone todas sus esperanzas. Está ciegamente seguro de que el hombre progresará "con astronómica necesidad" (Ortega Gasset 1983: 479). E. B. Tylor (1871) y J. G. Frazer (1890), dos muy importantes antropólogos, se interesan por la "mente primitiva". Son los promotores de la distinción entre "modernos" y "primitivos". Figuras asociadas también al "iluminismo" (Shweder 1991: 78-113) (2), época que define un patrón de pensamiento eminentemente racional en la historia de la mente, ambos autores, aun cuando sostienen que todos los pueblos son intencionalmente racionales y científicos, que los dictados de la razón son igualmente vinculantes a despecho de la época, el lugar, la cultura, la raza, el deseo personal o el patrimonio individual, y que en la razón se encuentra un estándar universalmente aplicable para juzgar la validez y el mérito, la sola autoridad de la razón y la evidencia (unidad psíquica de la humanidad), finalizan su discurso antropológico afirmando que pueblos más primitivos, "extraños" (por ejemplo, los azande) no lo hacen en este sentido demasiado bien. Tylor y Frazer legaron a la antropología la imagen del extraño como un lógico deficiente, un estadístico que comete errores y un científico empírico imperfecto. Según ambos, los primitivos respetan la razón y la evidencia pero fracasan en la aplicación de los cánones apropiados de lógica, estadística y ciencia experimental. De este modo, por ejemplo, el primitivo es proclive, entre otras cosas, al pensamiento mágico. Para los autores defensores de la perspectiva iluminista evolutivista, las creencias y prácticas del hombre se inclinan ante la razón y la evidencia, y el dictado de ambas es el mismo para todos, pero no todos aplican, no de la misma forma, estos cánones de evidencia y razón. Niegan aquéllos típicamente que los dictados universalmente válidos de la razón y la evidencia estén "disponibles" por igual para todas las personas y todos los pueblos. Tylor y Frazer afirman que los estándares normativos (por ejemplo, la lógica) experimentan desarrollo. Todos los pueblos poseen estándares normativos para regular el pensamiento, pero el conocimiento de los estándares adecuados, el conocimiento de esas normas merecedoras de respeto universal, es alcanzado sólo por unas pocas culturas: las civilizadas. De los evolutivistas iluministas heredamos el concepto de progreso. Progreso entendido en términos de pasos o etapas en el camino de construir las normas apropiadas y el entendimiento válido. Enfatizan aquéllos también los distintos y progresivos procesos de adaptación haciendo hincapié de igual manera en la culturalmente diferente resolución de problemas (las etapas anteriores constituyen fracasos adaptativos; los problemas anteriores se resuelven en los estadios siguientes). Finalmente, de los evolutivistas progresistas destaca su visión de la historia de las ideas como una historia de representaciones de la realidad más y más adecuadas, y que la historia de las prácticas del hombre es una historia de adaptaciones cada vez mejores a las demandas múltiples del ambiente (Shweder 1991, 78-113). Con la posterior, ya entrado el siglo XX, parcial crisis de un, a veces, delirante e impositivo progresismo, el evolucionismo antropológico sufrirá un claro desdén por parte de determinadas y por entonces ascendentes corrientes antropológicas (particularismo histórico, difusionismo, etc.). No hay razón para negar la realidad del progreso, pero es preciso corregir la noción que cree seguro ese progreso. Más congruente con los hechos es pensar "que no hay ningún progreso seguro, ninguna evolución, sin la amenaza de involución y retroceso. Todo es posible en la historia -lo mismo el progreso triunfal (...) que la periódica regresión" (Ortega Gasset 1983: 193-195). El decimonónico evolucionismo progresista es futurismo. El futurismo o afán de supeditar la vida actual y pasada a un mañana que no llega nunca, fue una de las enfermedades de ese tiempo pasado (Ortega Gasset 1983: 516). Ética cultural de nuestro tiempo: la polivalente moral occidental Todas las cuestiones puramente teóricas con anterioridad abordadas merecen en todo caso un considerable capítulo aparte que dé buena cuenta de ellas. En este punto se hace necesario subrayar, pero sobre la base de esas premisas culturales anteriores, que en ciertos aspectos de la vida (científico-técnico, material, etc.) es innegable nuestra superioridad/progreso cultural respecto de otras sociedades consideradas común y también etnocéntricamente más "primitivas". Sin embargo, no resulta tan fácil refutar una de mis tesis principales, como es la que aquí defiendo acerca de la actual decadencia antropológica y moral occidental. Es, por el contrario, bastante difícil, habida cuenta de la tortuosa anatomía que en materia de ética cultural presenta, a todos los posibles niveles, la sociedad europea actual. En tiempos manifiestamente intempestivos como los nuestros las cuestiones de ética cultural, algunas ya mentadas anteriormente y de las que sobresale, entre otras muchas, nuestro trato cotidiano hacia el "Otro", no interesan de por sí ni en las escuelas y otros tantos centros del saber, ni tampoco en la vida de muchas de las gentes, que prefieren mirar descaradamente hacia otro lado. Los distintos gobiernos, ya sean de izquierdas o derechas (formas de hemiplejia moral, que decía Ortega), plenamente conscientes y, en ocasiones, complacientes de tan moralmente comprometedora y en ciertos casos reprobable situación, pocos esfuerzos invierten precisamente por corregirla. La multiplicidad de desgarros y deficiencias ético-antropológicos existentes minan un poco más a una sociedad ya de por sí deteriorada en muchos aspectos y rebosante de tensiones. Tensiones provocadas en buena medida por la de por sí desoladora ausencia de decoro, pureza u honestidad en las relaciones humanas, ya se den éstas entre miembros de la misma cultura o de culturas ajenas, como asimismo corroborarían, en sus propios términos, algunos de los sabios antiguos. Novedosas perspectivas intenta aportar este trabajo, para así situarnos "a la altura de los tiempos". Las ideas que nos exige el tiempo nuevo, nos conducen a abordar un asunto esencialmente afín a la temática hasta aquí identificada. Aquél no es otro que la problemática existente en torno a la ambigüedad ética social e individualmente predominante. No sólo están moralmente distanciados los distintos pueblos entre sí, mostrándose difusos en este sentido y en ocasiones. El ciudadano que habita esos pueblos también destaca por su casi nula claridad moral, por la distancia ética que a veces muestra en sus formas de actuar y pensar en un sentido global. Le caracteriza a aquél su falta de congruencia moral en muchos casos y, especialmente, que identifique como moralmente aceptables comportamientos decididamente cuestionables juzgados desde principios éticos mínimos. ¿A qué me refiero con esta última consideración? La tan criticada, literario y filosóficamente, "doble moral" burguesa, emblema característico de la modernidad que tantos ríos de tinta ha suscitado, se nos queda hasta pequeña en este comenzado siglo XXI. Hemos logrado, asombrando, seguro, al mismísimo petit bourgeois, ensanchar enormemente el "sagrado" recinto de la moral (moral como contenido), auténtico cajón de sastre. Un espacio occidentalmente secularizado que actualmente cada cual utiliza a su antojo. Éticamente, Occidente es un auténtico cóctel, a veces explosivo por las rencillas culturales que al respecto suscita, en que se mezclan, por otro lado, ideas/creencias a las que se inserta, a veces muy a la ligera, una significación moral, en algunos casos con una base religiosa, en ocasiones cuestionable. ¿No es todo esto una de las máximas expresiones del nihilismo europeo contemporáneo? Autores como Friedrich Nietzsche, Karl Mannheim, Ortega Gasset o Max Scheler, entre otros ya más contemporáneos nuestros, podrían ayudarnos a responder a esta honda pero mundana cuestión filosófica. Altas cotas de nihilismo moral identifican nuestra sociedad. Se me plantean serias dudas, hoy en día, acerca de lo que es moral y de lo que no lo es. Cuál es el actual criterio de demarcación entre un ámbito y el otro sinceramente no lo sé. Quién lo establece, al menos en Occidente, no me cabe dudas: las poderosas plataformas mediáticas, en su sentido más amplio, que son las que alimentan el mundo de alienación, informativa o no, respaldadas, eso sí, por el resto de poderes fácticos, económico-políticos. Más allá del uso que social-institucionalmente se hace de eso que llamamos "moral" o "ética", y que muchas de las veces generan gentil confusión, podemos decir que no resulta inapropiado definir a nuestra sociedad como vagamente cosmopolita, por "ética" y culturalmente menguante. Una sociedad que sucumbe de manera estrepitosa, diríamos incluso que marxiana o kantianamente, desde el punto de vista del respeto y la obligación morales, que debieran mostrar en última instancia todos los individuos de cualesquiera cultura entre sí, en cuanto sujetos mínimamente éticos y autónomos, pero comprometidos activamente con su comunidad. Por decirlo con Cicerón, se trataría de usar cierto respeto para con todos los demás, mostrando decoro u honestidad que se traduce en virtuosa belleza moral producto de las fuerzas del espíritu. Decoro, sigamos nuevamente al clásico maestro Cicerón, es todo aquello que pertenece a lo honesto, lo que se halla conforme con la excelencia del hombre precisamente en aquello que su naturaleza lo distingue de los demás animales. El decoro especial es lo que es tan conforme con la naturaleza que en él aparece la moderación y la templanza unidas a los modales de una educación perfecta (Cicerón 1989: 41-50). Un tema, éste último, que junto a la predicada por el mundo griego areté, virtuosa excelencia moral, ha ocupado el centro de atención de buena parte de la literatura clásica griega y también romana. No trato, sin embargo, de construir un discurso estoico moralizante, que de poco vale hoy, en un mundo de crecientes desenfrenos y consumistas ambiciones, pero sí de reivindicar la antropológica condición moral universal del hombre (moral como estructura) (3). En el Occidente capitalista de hoy esta mínima condición moral de que hablo degenera atrozmente, bien por su en múltiples ocasiones ambigüedad, bien por su más simple deterioro, como parece que no puede ser de otra manera en un mundo abocado de forma salvaje al más absoluto y depredador utilitarismo economicista. Actual andamiaje, este último, del sistema de eticidad vigente, aquel instaurado por la cautelosa y soberbia ética del "buen burgués", que es el personaje que cobra especial protagonismo social a partir del políticamente fructífero siglo XIX y que bajo diferentes formas lo sigue teniendo. Ese sistema se torna una auténtica plaga que causa sobre todo estragos allí donde llega. Beneficia, por decirlo con lenguaje marcusiano, a unos pocos y castiga a otros muchos: los oprimidos, los excluidos, los afectados, los que no resultan del todo rentables, es decir, la mayoría, para la reproducción de ese opresor sistema. Todo parece indicar que así es. Ejemplos significativos no faltan en un mundo que, por otra parte, presume de ser globalizado pero que al tiempo manifiesta de forma innegable múltiples deficiencias antropológicas difíciles de asumir: rencillas, choques y desacuerdos interculturales de primera magnitud que no hacen más que empeorar día tras día y que agravan la tan ya deteriorada cotidianidad mundanal. El Otro de que hablan, por ejemplo, Ricoeur, Ortega o Lévinas, es hoy en día un permanente extraño, un a veces fugaz enemigo. No estoy pensando necesariamente -con necesidad aristotélica- en el extranjero, en el inmigrante. Los "bárbaros" no han venido de fuera al mundo civilizado, como los "grandes bárbaros blancos" del siglo V, sino que están entre nosotros, como advertía Ortega en La rebelión de las masas. Son un producto automático de la civilización moderna (Ortega Gasset 1983: 436). Su fruto natural. La realidad, y no sólo Ortega, me sugiere pensar así. El actual europeísmo, derivación grotesca del "cosmopolitismo" y estandarte laureado por muchos, pero sobre todo preocupación de una larga tradición intelectual regeneracionista, desde Costa, Unamuno u Ortega, hasta varios líderes intelectuales y políticos europeos del momento, cuyo nombre prefiero omitir, se torna en multitud de casos crudo salvajismo, del de peor calaña, muy lejos de ese salvajismo de que hablaban los antropólogos evolucionistas decimonónicos (Taylor, Ferguson, Maine o Morgan) en que predominaba un mayor espíritu comunitario, menos individualista, jalonado por las relaciones humanas de parentesco. Salvajismo, éste de que hablo, actualmente a nivel cotidiano de relación entre miembros de distintas culturas. Conclusiones Toda una amalgama de problemáticas de ética cultural concordantes entre sí y que radiografían el actual modus vivendi global del hombre medio occidental, son las que aquí he tratado de identificar. Cuestiones actuales de antropología filosófica y cultural son las que aquí he logrado plasmar. La moderna sociedad europea hace de estas cuestiones, de ostensible perfil ético y antropológico, temas de notable actualidad. Se ha puesto especialmente de relieve, al compás de todas las temáticas concretas aquí mencionadas, que la sociedad occidental se encuentra ética y culturalmente desvitalizada, menguante, sin mínimos morales asumidos socialmente que faciliten la actualmente compleja convivencia cultural y racial. Se ha apoderado de esta sociedad un tipo de hombre estándar, perfilado cultural y mediáticamente, que no quiere saber nada de ninguna moral vitalmente lujosa o en plena forma que posibilite la apertura al Otro de forma eminentemente comprensiva. Predominan en este sentido múltiples desacuerdos y rencillas. La sociedad occidental es amoral. Sentencia firme pero con la realidad consecuente. Es víctima de un confusionismo ético sin precedentes en que no se respeta ningún tipo de moral que nos inste, de igual modo, a comportarnos comunitariamente de una forma disciplinada o autoexigente. El ciudadano europeo medio se encuentra desprovisto de convicciones morales profundas. Está inmerso en una secularización degradada en hedonismo superficial tendente a huir del malestar que provoca la vida cotidiana. Esa vida cotidiana que la industria cultural de la sociedad de masas ofrece como el paraíso del que en el fondo, como arguyen los teóricos críticos punzantes Horkheimer y Adorno, quiere uno escapar (Horkheimer y Adorno 2003: 186). La sociedad europea es una sociedad deficiente éticamente que se encuentra a merced de toda una serie de tiranías impuestas, sobre todo, por los nuevos medios de comunicación de masas. Éstos han aproximado física y materialmente a los hombres incluso de cualesquiera cultura o etnia, pero no moral o espiritualmente. Desde el último tercio del siglo XIX hasta hoy día el progreso y velocidad de las comunicaciones ha sido tan grande y tan rápido que en el momento presente puede hablarse de tráfico mundial in crescendo. El mundo se ha contraído. Todo está más cerca que antes gracias a los medios de comunicación. Es un hecho glorioso, y no descubro nada nuevo, que debemos agradecer a la técnica. Sin embargo, con el progreso en los transportes se ha producido el fenómeno que a priori menos podía esperarse: la hermetización (tibetanización, que decía Ortega) de muchos pueblos. Los políticamente sangrantes movimientos nacionalistas, separatistas o independentistas, entregados a la cabriola, al pataleo político, contribuyen y, sobre todo, ejemplifican notablemente esta situación que mina de raíz cualquier intento de construcción de un proyecto colectivo que facilite la vida en común. Una vez más -afirma Ortega- "nos encontramos con la incongruencia entre los progresos técnicos y los regresos morales" (Ortega Gasset 1983: 341). El desfase existente entre una evolución económica y técnica demasiado rápida, y una evolución intelectual y moral de la humanidad muy pobre es innegable. El reconocido sociólogo Karl Mannheim identifica esta situación en los siguientes términos: "El proceso de dominación técnica de la Naturaleza se encuentra a muchas millas adelantado del progreso de las fuerzas morales y del saber humano acerca del ordenamiento y dirección de la Sociedad (...). La falta de proporción en el desarrollo de las facultades humanas. Cuando su tendencia es que en una Sociedad el saber técnico y de ciencias naturales esta muy avanzado respecto de las fuerzas morales y de la vigilancia sobre la actuación de las potencias sociales, hablo de una falta de proporción general en el desarrollo de las facultades humanas" (Mannheim 1934: 25-27). El hecho de que súbitamente los pueblos se hayan aproximado tanto espacialmente no quiere decir que ética y vitalmente estén más próximos. Esa aproximación espacial no ha ido acompañada por una aproximación en el modo de ser, en sus ideas y sentimientos, en sus costumbres, instituciones y economías (Ortega Gasset 1983: 150). Desde aquí denunciamos todos estos distanciamientos y, sobre todo, los existentes desgarros y deficiencias ético-antropológicos. Cuando hablamos de la manifiesta "debilidad ética" de nuestra sociedad occidental, bien es verdad que abordamos un tema podríamos decir que ya casi tedioso, comprometido incluso, que genera hasta cierto rechazo intelectual en ocasiones; en definitiva, un asunto sobre el que mucho se ha escrito tanto desde posiciones ideológicas conservadoras como más progresistas, enturbiando en muchos casos la cuestión y lo que es todavía más grave: generando confusión a mansalva, por decirlo castizamente, entre la ya desorientada y en este sentido pasiva población europea. Radiografiar nuestra sociedad para mostrar algunas de sus innegables deficiencias en cuestiones de convivencia ético-cultural y denunciar el actual desamparo y vacío morales occidentales es lo que aquí he intentado mostrar. Es todo un asunto nada baladí. Es un tema en esencia antropológico y muy dificultoso que en nuestro tiempo está aún por resolver. Expresiones tan del acervo popular, que todos hemos escuchado/emitido alguna vez, como "no hay moral" o "vivimos en un mundo carente de ética, en que no se respeta nada ni a nadie", ejemplifican algunas de las principales ideas subyacentes a este trabajo e indican sobre todo el enorme vacío nihilista en que descansa nuestra sociedad y también, y muy importante, el rechazo a toda vida decorosa moralmente virtuosa. Esta última obliga, entre otras cosas y a nivel comunitario, al respeto democrático intercultural y a la sana convivencia racial, tan deteriorada hoy en día. En la sociedad occidental, multicultural, multiétnica o multirracial, como quiera llamársele, es decir, dejando al margen toda precisión antropológica, por otro lado necesaria, es muy difícil encontrar espacios de convivencia comunes y, sobre todo, lograr que todos los que en ella habitamos compartamos una serie de mínimos éticos-axiológicos antropológicos -que tanto debate han generado en el campo de la filosofía política y moral contemporánea- que posibiliten una convivencia justa y relativamente pacífica, y el logro de una ciudadanía civil "cosmopolita". Cosmopolitismo que exige respeto y apertura a la diversidad cultural y también la salvaguarda de la autonomía individual que hace de nosotros personas únicas e inalienables. Vana utopía, dicho sea de paso, esta última consideración, al menos para gran parte de la población, y no sólo, pero sobre todo, de las zonas del planeta marginales, sino también del próspero y rico Occidente. Así me lo sugieren algunas de las magníficas y estimulantes ideas de un libro de un autor llamado Enrique Dussel que lleva el sugestivo título Ética de la Liberación. En la edad de la globalización y de la exclusión (Madrid, Trotta, 2002). Un libro que muestra, siendo éste uno de sus principales hilos conductores, las diferentes aportaciones filosóficas -mención especial al marxismo- al campo de la ética en Occidente. Pero especialmente se ocupa de la denominada Ética de la Liberación, que recoge en su seno lo más logrado de dichas aportaciones, y cuyo loable fin es despertar, incluso recurriendo a la honorable mayéutica socrática, conciencia ético-crítica entre las víctimas del sistema que son muchas y muy dispersas. Guardemos, no obstante, la esperanza de un mundo mejor. Terminemos diciendo con Hölderlin, célebre y majestuoso poeta romántico alemán, que "allí donde está el peligro, surgirá también la salvación". Notas 1. Adela Cortina se muestra incisiva en su pormenorizado análisis de las principales características de la denominada posmodernidad y lo hace a distintos niveles. Define ésta, apoyándose en J. Conill, G. Vattimo o J. F. Lyotard, como una época intempestiva y fragmentaria jalonada por un pensamiento débil propio de un sujeto no precisamente autónomo, sino más bien descentrado y despotenciado. 2. Destacadas figuras del denominado "iluminismo" son también Voltaire, Diderot y Condorcet; antes de ellos Sócrates, Spinoza y Hobbes; después de ellos Frazer, Tylor y el Wittgenstein temprano, Chomsky, Kay, Lévi Strauss y Piaget. Sobre las principales características de este conglomerado de ideas y conjunto de supuestos que aparecen bajo el término "iluminismo", véase Shweder 1991. 3. Aludo a un tipo de "moral" que, a su vez, predica respeto y responsabilidad del individuo ante sí mismo y ante los demás para así construir cívicamente comunidad.
Bibliografía Cicerón, Marco T. Cortina, Adela Dussel, Enrique Horkheimer Max (y Theodor Adorno) Mannheim, Karl Ortega Gasset, José Shweder, Richard A. |
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