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José
Luis Anta Félez:
Segmenta
antropológica. Un debate crítico con la
antropología social española.
Granada, Editorial Universidad de Granada, 2007 (194 páginas). |
Por: José Luis Solana,
Universidad de Jaén
Segmenta
antropológica, la última
obra de José Luis Anta, profesor titular de Antropología
social en la Universidad de Jaén, constituye una reflexión sobre el
papel que la Antropología
social juega en la universidad española, en la producción de
conocimientos y en los debates
públicos que se generan en nuestro país.
Se
trata de una reflexión crítica, muy incisiva a veces,
como no podía ser de otro modo en un
autor al que, como irónicamente señala Manuel Delgado en su prólogo al
libro que nos ocupa, se
le ha acusado no pocas veces de tener "el vicio de criticar" (ironía
destinada, no al criticismo de
Anta, sino a quienes consideran la crítica como un vicio, esto es, como
un desvío o una mala
orientación, en lugar de como una de las funciones propias,
prioritarias y justificadoras del
quehacer intelectual y de las Ciencias sociales). Anta no quiere que
sus críticas se entiendan y
malinterpreten como ataques personales. Sus dardos van dirigidos, no
contra las personas, sino
contra sus producciones culturales y contra las instituciones. Contra
éstas, por su mal
funcionamiento y, sobre todo, por lo que tienen de detentadoras,
legitimadoras y reproductoras
de estructuras de poder.
Los
distintos capítulos del libro resultan, en parte, de
la revisión y actualización de textos ya
publicados por el autor en revistas especializadas, como Anthropologica,
Ankulegi y la Revista
de Dialectología y Tradiciones Populares. Como he apuntado,
el libro aspira a una reflexión
crítica sobre la Antropología social en España; no obstante, la mayoría
de sus referencias versan
sobre la realizada en Andalucía.
La
progresiva institucionalización de la Antropología
social en la universidad es el eje de la
obra, lo que lleva a su autor a un recorrido por el proceso de
desarrollo de los estudios
etnológicos y de inserción de la Antropología social en la institución
universitaria. Al hacerlo,
Anta da sobradas muestras del extenso conocimiento que atesora sobre la
historia de la
Antropología social española, la andaluza en particular.
Su
recorrido histórico se retrotrae hasta la visión de
los folcloristas del siglo XIX (Guichot y
Sierra, Antonio Machado y Álvarez...) sobre la cultura popular
campesina e incluye las
monografías etnográficas relacionadas con Andalucía que, entre las
décadas de los cuarenta y
setenta del siglo veinte, produjeron varios antropólogos anglosajones
(Pitt-Rivers, Fraser...).
Muestra cómo esa visión folclorista osciló entre la crítica
racionalista (los campesinos como
irracionales, supersticiosos, "primitivos") y la mitificación romántica
(la vida sana, natural,
acorde a la moral del campesinado en oposición a los vicios de la
cultura urbana, industrial y
proletaria), y señala con lucidez que esas dos miradas son, en
realidad, dos vertientes de la
modernidad (pág. 31).
Prosigue
el recorrido con la introducción y difusión de
la Antropología social en varios puntos
de la geografía nacional a través de la sucesión de varias generaciones
de antropólogos y
antropólogas: Carmelo Lisón en Madrid, Claudio Esteva en Barcelona,
José Alcina en Sevilla,
Alberto Galván en La Laguna, José Antonio Fernández de Rota en Santiago
de Compostela; y
tras ellos: María Cátedra, Ricardo Sanmartín, Teresa San Román, Pilar
Sanchiz, Salvador
Rodríguez, Isidoro Moreno (cuya etnografía sobre Carrión de los
Céspedes, Propiedad, clases
sociales y hermandades en la Baja Andalucía, publicada en
1972, analiza como "mito de origen"
de la Antropología andaluza) y un largo etcétera, al que con el tiempo
irán sumándose
progresivamente nuevas generaciones.
Recuerda
Anta, con su mirada puesta sobre todo en
Andalucía, los esfuerzos y las iniciativas que
se realizaron en aras de conseguir el reconocimiento público y
académico de la Antropología
social: desde las primeras reuniones de antropólogos españoles en la
década de los setenta, hasta
la aprobación en 1996 del título de Licenciado en Antropología Social y
Cultural, pasando por la
consolidación de la disciplina durante la década de los ochenta
(constitución de asociaciones,
celebración de congresos, reconocimiento como asignatura universitaria
en varias licenciaturas,
formación de departamentos).
La
identidad fue el tema estrella con el cual la
Antropología social se fue institucionalizando en
España durante la década de los ochenta. Las identidades regionales se
indagaron a través de las
fiestas, la religiosidad popular, los nacionalismos, la etnicidad y las
identidades grupales. Para
Anta esa centralidad no puede entenderse sin relacionarla con la
conformación y el desarrollo del
sistema de Comunidades Autónomas en el Estado español; es decir, con la
estrategia de los
poderes políticos regionales de conferir legitimación identitaria a su
autonomía política. Cuando
la escena internacional se encontraba revolucionada por la irrupción
del posmodernismo
antropológico, en España primaba una antropología centrada en el
estudio de las identidades
regionales, a la que Anta cataloga y conceptúa como tardomoderna.
En su
opinión, las indagaciones sobre la identidad
adolecieron de una falta de reflexión sobre "la
identidad como constructo político y como mecanismo de control y
disciplinamiento" (pág. 91).
Olvida aquí nuestro autor los trabajos de Pedro Gómez, uno de los
fundadores de lo que fue la
asociación granadina de antropólogos y director de la Gazeta
de Antropología, quien desde muy
pronto emprendió un cuestionamiento crítico de los planteamientos
identitarios, los de corte
esencialista en particular, que ha profundizado en los últimos años
(véase, por ejemplo, su texto
incluido en Las ilusiones de la identidad, obra
colectiva editada en el año 2000, que él mismo
coordinó, y la parte final y el epílogo de su obra Las
estructuras de lo simbólico, de 2005).
La
crítica de la institución universitaria, es decir, de
la universidad como institución, es el
escenario en el que Anta sitúa sus análisis sobre la Antropología
social. Es por ello que su obra
se enmarca en una de las líneas de investigación que nuestro autor ha
mantenido a lo largo de su
carrera: el estudio crítico de las instituciones y los poderes
sociales. De hecho, su primer y
destacado libro (Cantina, garita y cocina,
publicado en 1990 por la editorial Siglo XXI), estaba
dedicado al estudio antropológico de una señera institución "total": el
ejército.
Anta
denuncia las "miserias" de la universidad española:
las relaciones de poder y vasallaje que
la estructuran, los privilegios adquiridos, las estrategias de
legitimación de éstos... (En su
prólogo Manuel Delgado señala las dificultades que Anta, él y otros
colegas han tenido para
existir como antropólogos, debidas al rechazo, la ignorancia e incluso
el desprecio que han
sufrido por parte del "mandarinato académico español". Pero reconoce
también que incluso los
más críticos han buscado situarse en el sistema de "prebendas y
privilegios" que la universidad
detenta en España y gozar del mismo, lo que hace que su posición social
y académica esté
cargada de "un cierto cinismo" y que tengan "autoconsciencia de una
cierta impostura".)
Arremete
sobre todo contra la falta de autoanálisis y de
autocrítica de la que, a su juicio,
adolecen la institución universitaria española y, en especial, las
disciplinas sociales y humanistas
instaladas en ella. Algo que, ciertamente, resulta paradójico: las
Ciencias sociales y la institución
universitaria se postulan como paladines del pensamiento crítico, los
profesores universitarios
ejercen la crítica contra los grupos y las instituciones que se les
antojan, pero no se analizan ni
critican a sí mismos ni a su institución. Para comprender esto, indaga
nuestro autor en la
capacidad de las instituciones para clausurarse y tornarse opacas. Como
René Lourau advirtió, al
final resulta que, merced en gran parte a la Antropología social, "los
salvajes" saben más de sus
instituciones que nosotros de las nuestras. Según Anta, la nula o
escasa vena crítica de las
disciplinas sociales hace que en no pocas ocasiones éstas jueguen,
incluso, funciones
ideológicas, de legitimación del sistema social y político hegemónico.
Por
lo
que a la Antropología social en concreto se
refiere, Anta diagnostica varias deficiencias
que, en su opinión, padece: carencia de reflexividad; existencia de
censores y falta de debate
crítico (claro ejemplo de lo cual ha sido, según él, el affaire
Mikel Azurmendi, suscitado a raíz
de la publicación de su reportaje Estampas de El Ejido,
en 2001); alejamiento de las realidades
sociales que son importantes en el mundo actual; escasez de producción
teórica, que hace a los
antropólogos españoles depender de corrientes teóricas desfasadas;
empobrecedora disociación
de disciplinas afines, como la Historia, la Sociología o la
Arqueología; escasa presencia en el
mundo cultural y en los debates públicos; sumisión de las nuevas
generaciones a sus padrinos,
con la suspensión del pensamiento crítico que ello ha supuesto, en aras
de conseguir la tan
ansiada titularidad.
Anta
cree, además, que no pocas de las líneas de
investigación emprendidas por la Antropología
social están, al fin y al cabo y aunque no sea la intención ni la
finalidad de los antropólogos que
las desarrollan, sirviendo a los poderosos: "estudiar lo que estudiamos
le hace el juego al poder,
frente al estudio del propio Poder" (pág. 159). Así, con respecto a los
estudios sobre inmigración,
considera que "hasta el día de hoy no se ha hecho más que jugar a las
necesidades de los poderes
del estado, ofreciéndoles información, interpretaciones y contextos muy
precisos con los que
crear leyes más eficaces, sistemas de control más refinados y
conocimiento de realidades
tendentes a la perpetuación del sistema" (pág. 160).
Como
alternativa a esa situación, reivindica el estudio
antropológico del "Poder" en sus distintas
expresiones, sobre todo como poder político. Según Anta, hemos dejado
de lado el estudio de
aquellos grupos con influencia y poder de decisión, de los fenómenos
relacionados con el
ejercicio del poder. Nos recuerda aquí la indicación que en 1991 hizo
María Cátedra:
"¿Queremos saber algo significativo sobre la sociedad actual? La
respuesta es evidente:
estudiemos a aquellos cuya influencia y poder de decisión son clave."
Lanza
también sus flechas contra la antropología
aplicada y el "aplicacionismo" (la pretensión de
justificarse mostrando la aplicación de sus conocimientos). Con
respecto a la primera, opina que
"se plantea como un ejercicio que tiende a negar el trabajo
etnográfico" (pág. 156). Frente al
segundo, reivindica "el acuerdo pragmático" de ser inútiles, política y
económicamente
hablando. Inutilidad que, a su juicio, es garantía de que no se está al
servicio del "Poder": "sólo
desde la inutilidad se puede cumplir con el papel asignado a la actual
antropología, la de ser
fuente constante de críticas. (...) el antropólogo profesional tiene
que denunciar críticamente al
Poder, y ésta debe ser su principal misión activa" (pág. 164).
Por
otro lado, se queja del trato injusto al que desde
otras áreas universitarias se somete a la
Antropología social y denuncia cómo otras disciplinas, "ratoneras" o
"ladronas", se han
apropiado o están apropiándose del saber antropológico, que venden como
suyo. La
Antropología social depende en buena parte, para mantener su
integración académica y
garantizar su reproducción como ámbito de conocimiento y como
disciplina, del hecho de
impartirse en otras titulaciones (Trabajo Social, Turismo,
Humanidades...). En varias
universidades, las personas que controlan esas titulaciones, en algunos
casos personajes de muy
deficiente formación intelectual y escasos o nulos escrúpulos morales,
están dispuestas a excluir
a la disciplina antropológica a las primeras de cambio, aunque se
apropien y sirvan con
profusión de sus conocimientos y utilicen para impartir sus asignaturas
manuales escritos por
antropólogos e intitulados "Antropología de...".
En
algunos textos Anta manifiesta un claro pesimismo con
respecto al estado actual de la
Antropología social en España y su posición dentro de la universidad:
al día de hoy, los
antropólogos no somos necesarios en la universidad; la disciplina
antropológica está sin pulso, es
casi un cadáver; va en caída libre y terminaremos estrellándonos contra
el suelo, y será ese golpe
el que nos despertará de la ilusión en que vivimos (pág. 117).
Como
hemos visto, los análisis del libro que nos ocupa
son eminentemente críticos. Me parece
importante, pues, explicitar la modalidad de crítica que su autor asume
y pretende. Aunque no
nos ofrece una declaración de principios al respecto, no obstante, en
el texto encontramos
algunas pistas sobre ello. Anta (págs. 15-16) desvincula el pensamiento
crítico de la verdad ("de
lo que se trata es de pensar que la 'verdad' no es posible") y de la
acción alternativa ("no
tenemos capacidad de acción, sólo de pensamiento"; "la crítica es una
forma de pensamiento, no
de acción"). Podría suponerse, en consecuencia, que sus críticas no
parten del hecho de que él
pretenda encontrarse en posesión de la verdad ni tienen como fin
establecer verdades; tampoco
implicarían que él actúe de modo distinto a lo que critica ni tendrían
como fin generar cambios
de comportamiento.
Atendiendo
a esa manera de entender la crítica, alguien
podría catalogar a Anta como
posmoderno, endilgándole una vez más una adscripción de la que con
frecuencia se le ha
acusado. Y, sin embargo, Anta expresa con contundencia su "no
adscripción a la
posmodernidad". Él prefiere calificarse como inmerso en una lógica
neo-barroca,
posestructuralista, globalizadora, academicista y simuladora (pág. 21).
Muy
posiblemente, lectores habrá de Segmenta
antropológica que considerarán que Anta se
excede en sus críticas, que muchos de sus planteamientos son salidas de
tono y que lo único que
busca es provocar. Pero, quienes así pudiesen llegar a pensar, no
deberían pasar por alto cuatro
aspectos del libro cuyo valor permanece sin merma por encima de la
mayor o menor razón que
esas recriminaciones puedan tener.
"Anta
es un provocador", oigo decir a algunos. Sí, a
veces sí, y de hecho él mismo reconoce su
cultivo de la provocación. Pero Anta no provoca por provocar. Es
importante entender la función
estratégica que la provocación juega en su modo de generar reflexión y
debate. Las inercias
mentales, los presupuestos admitidos e incuestionados, las falsas
verdades impuestas, los tópicos
mantenidos por interés, el miedo a "moverse y no salir en la foto" y
otras tantas miserias
intelectuales y vitales más actúan como importantes frenos del
pensamiento, anestesian nuestra
capacidad reflexiva y conforman una barrera que nos hace inmunes a la
crítica. En ese estado,
las invocaciones críticas "nos resbalan". Sólo si nos zarandean o nos
golpean reaccionamos.
Creo que ese es, precisamente, el efecto que Anta busca lograr con sus
provocaciones:
"pincharnos", incitarnos para que reaccionemos, para que prestemos
atención a sus críticas,
centremos la mirada en aspectos que nos empeñados en obviar,
reflexionemos sobre asuntos que
nos infunden temor o que nos interesa ignorar, cuestionemos supuestos
saberes de cuya venta
vivimos, abramos debates que rehuimos. Creo que esa es la función
estratégica que Anta otorga
a la provocación y, así vista, aparece como un instrumento útil tanto
en el debate académico o
público como en el proceso social de producción y reproducción de
conocimientos.
"No
sabe de lo que habla", dirán otros. No, en modo
alguno; discrepo y discreparé de ellos. Anta puede equivocarse, pero en
modo alguno le falta saber. Una cosa es ignorar y otra errar en los
análisis. Puede que Anta yerre en sus críticas, pero éstas parten del
conocimiento, de muchos
conocimientos. Como colega suyo que soy en el área de Antropología
Social de la Universidad
de Jaén, sé que Anta trabaja y sabe: estudia, lee (muchísimo),
reflexiona, investiga, escribe,
publica. Y, además, se toma su trabajo con seriedad, exigiéndose
incluso hasta la depresión si no
consigue el nivel que desea.
Lectores
habrá también que opinen que Anta "se pasa".
Sí, no les falta razón: algunas de sus
críticas son excesivas y su exacerbación les hace perder validez. Pero,
más allá de sus desmanes,
esas críticas contienen una importante carga de razón y meten el dedo
en llagas que nos
empeñamos en ocultar. La lectura de la obra que reseñamos exige una
activación continua de
nuestra capacidad para la ecuanimidad, mediante la cual destilar las
verdades que anidan en sus
excesos críticos.
Finalmente,
hay un cuarto aspecto de Segmenta
antropológica, y a la postre de las inquietudes
intelectuales de su autor, que me parece importante. La obra muestra la
posibilidad de un
interesante ámbito de estudio y constituye en parte una apertura del
mismo; a saber: el análisis
crítico y desmitificador de la institución universitaria, la etnografía
de la universidad, de la vida
y las actividades académicas y administrativas en los campus
universitarios. Se trata de un
campo de investigación (para trabajo de campo) casi virgen (y minado),
en gran medida por las
censuras y auto-censuras que han existido sobre el mismo. Cuántas
excelentes etnografías
podrían realizarse sobre el mundo universitario. Cuánta, no ya sólo
observación participante,
sino más bien participación o implicación observante. Qué enormes
posibilidades de aplicación
de las categorías y teorías socioantropológicas (ritos, puestas en
escenas del poder, vendettas,
familismo, cacicazgo, producción de mitos, defensa del honor…). Cuánto
por desvelar sobre la
institución universitaria, y de qué gran interés y relevancia social Y,
sin embargo, el campo
permanece casi sin explorar, mientras no cesan de realizarse
investigaciones sobre ámbitos
saturados, cuyo mayor aporte es venir a corroborar lo ya más que sabido.
Por
todos esos aspectos (su perspectiva crítica, los
conocimientos que nos proporciona, las
verdades que reflota, el campo de investigación que sugiere), y por
mucho que las provocaciones
y atonalidades de Anta puedan llegar a exasperar, ésta es una obra
valiente que vale la pena leer.
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