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1. Introducción Para Ricoeur, la confesión se desarrolla siempre dentro del elemento del lenguaje. Pero ese lenguaje es en lo esencial simbólico. Lo cual implica que cualquier filosofía que pretenda integrar la confesión en la conciencia del yo, no puede eludir la tarea de elaborar, siquiera a grandes rasgos, una criteriología del símbolo. Ricoeur también dice que no podemos comprender el empleo reflexivo del simbolismo si no es remontando el cauce hasta sus formas ingenuas, en las que el privilegio de la conciencia reflexiva está subordinado al aspecto cósmico de las hierofanías. Las tres dimensiones -cósmica, onírica y poética- se encuentran presentes en todo símbolo auténtico; sólo en conexión con estas tres funciones del símbolo podemos comprender el aspecto reflexivo de los símbolos. El hombre empieza viendo el sello de lo sagrado en primer lugar en el mundo, en elementos o aspectos del mundo. Así, el simbolismo hablado nos remite a las manifestaciones de lo sagrado, a las hierofanías, en las que lo sagrado hace su aparición en un fragmento del cosmos, el cual, a su vez, pierde sus límites concretos, se carga de innumerables significaciones, integrando y unificando el mayor número posible de sectores de la experiencia antropocósmica. En consecuencia, los primeros símbolos que aparecen son realidades cósmicas. A partir de aquí, Ricoeur se plantea la siguiente pregunta ¿es el símbolo, dada su connotación cósmica, anterior e incluso ajeno al lenguaje? El autor francés advierte que de ninguna manera: el simbolizar esas realidades equivale a reunir en un ramillete de presencia una masa de intenciones significativas, las cuales dan que hablar antes de dar que pensar. La manifestación simbólica, como cosa, es la matriz de significaciones simbólicas en forma de palabras: es decir, jamás se ha terminado de hablar del cielo, de traducirlo en palabras -ejemplo que propone Eliade en su fenomenología comparada-. Nosotros, que sólo alcanzamos a conocer los símbolos hablados y, aún esos, únicamente en el simbolismo del yo, no debemos olvidar jamás que esos símbolos están ya en vías de escindirse y desprenderse de las raíces cósmicas del simbolismo. Así pues, la función que desempeña el símbolo como guía del "llegar a ser sí mismo" debe unirse, y no oponerse, a la función cósmica de los símbolos, tal como se expresa en las hierofanías descritas por la fenomenología de la religión. El cosmos y la psique son dos polos de una misma "expresividad"; yo me auto expreso al expresar el mundo; yo exploro mi propia "sacralidad" al intentar descifrar la del mundo. Es cierto que los símbolos son signos; es decir, son expresiones que contiene y comunican un sentido, un mensaje, ese sentido se da claro en un propósito significativo transmitido por la palabra. Incluso en el caso de que los símbolos estén tomados de elementos del universo aún entonces toman esas realidades en el lenguaje una dimensión simbólica. Pero no todo signo es símbolo, puesto que tenemos que añadir que el símbolo oculta en su visual una doble intencionalidad. La intencionalidad primera o literal, supone el triunfo del signo convencional sobre el signo natural. Luego, sobre la intencionalidad primera, literal, se levanta una segunda intencionalidad, la cual, apunta a una situación análoga del hombre en la categoría de lo sagrado, que es la que hace al hombre un ser "manchado e impuro". Resulta difícil establecer una relación entre el mito y el símbolo. Según Ricoeur, a veces parece como si el símbolo fuese una forma de tomar los mitos de manera no alegórica. Por tanto, la interpretación simbólica y la interpretación alegórica representarían dos direcciones de la interpretación, convergentes sobre el mismo contenido de los mitos. Siempre entenderá el símbolo como las significaciones analógicas formadas espontáneamente y que nos transmiten inmediatamente un sentido. En este sentido, el símbolo es más radical que el mito. Es decir, Ricoeur tomará el mito como una especie de símbolo, como un símbolo desarrollado en forma de relato, y articulado en un tiempo y en un espacio imaginario, que es imposible coincidir con los de la geografía y de la historia críticas. El autor no va a desarrollar una filosofía de la culpa, sino una propedéutica. Aunque el mito es ya logos, es preciso reelaborarlo dentro del lenguaje simbólico. Esta propedéutica se mantiene en el plano de una fenomenología puramente descriptiva, pero esta fenomenología se queda en las afueras de la reflexión a fondo. 2. La hermenéutica fenomenológica del "reino del terror": La hermenéutica fenomenológica aplicada al simbolismo religioso 2.1. La mancha Según Ricoeur, en el fondo de todos nuestros sentimientos y de toda nuestra mentalidad y conducta con relación a la culpa laten el miedo a lo impuro y los ritos de purificación. Con esta mancha penetramos en el "reino del terror", y nos preguntamos: ¿Es posible "reproducir" todo este sentido de la mancha? Para abordar el problema haremos valer la riqueza simbólica de esta experiencia de culpa, pues a su poder de simbolización indefinida se debe el que nos encontremos aún vinculados a ella. La mancha nos aparece como un momento superado de la conciencia de la culpabilidad, desde un punto de vista objetivo y desde un punto de vista subjetivo. En primer lugar, dice Ricoeur, nuestra conciencia no quiere saber nada de todo ese repertorio de la mancha; aquello que constituye impureza para las conciencias que viven bajo ese régimen de mancha no coincide ya con lo que nosotros entendemos por mal. Hay en la conciencia de mancha algo que se opone a una interpretación literal, realista y hasta materialista de los contactos impuros. Si no se supone que la mancha constituía ya desde el principio una impureza simbólica no hay forma de comprender que se hayan rectificado y refundido las ideas sobre mancha. Pero, ¿cómo hubiera podido sobrevivir la imagen de la mancha sino fuese porque, ya desde un principio, había tenido la fuerza expresiva del símbolo? Si la estructura simbólica de la mancha no aparece reflejada ni representada, por lo menos se la ve "en acción"; y, en efecto, podemos sorprenderla en las prácticas purificatorias y remontarnos desde la acción que elimina a la "cosa" delimitada. Por consiguiente, Ricoeur considera que es el rito el que nos ofrece el simbolismo de la mancha. Así como el rito elimina de una manera simbólica, así también la mancha contagia de una manera simbólica. Y precisamente porque la ablución tiene ya un sentido de lavado simbólico, por eso la eliminación significada por ella puede realizarse en toda una serie de gestos equivalentes, que se simbolizan recíprocamente, al tiempo que todos juntos simbolizan una misma acción, que en el fondo es la misma y única. Desde este momento, la mancha, es su papel de "objeto" de esa limpieza ritual, se convierte automáticamente en símbolo del mal. La mácula no es una mancha, sino una "como mancha"; es decir, una mancha simbólica. De esta manera el simbolismo de los ritos purificatorios es el que revela prácticamente el simbolismo implícito contenido en la representación de la infección. Esta "educación" que ejerce la palabra sobre el sentimiento de lo impuro, definiendo y legislando, reviste una importancia capital; no sólo porque confiera un carácter simbólico al gesto y al rito; es que incluso lo puro y lo impuro se forjan en el plano de la representación un lenguaje simbólico capaz de transmitir la emoción de lo sagrado. Todo esto viene a constituir el lenguaje simbólico de la palabra como medio de constitución de la primera fase lingüística y semántica del "sentimiento de culpabilidad". Desde el punto de vista semántico esto va a constituir un papel importantísimo en esa formación del lenguaje simbólico. Ricoeur no excluye un tipo de "comprensión" que se concentra en el poder de la simbolización y de transposición indefinida que poseen los temas de la mancha, de la pureza y de la purificación. Precisamente, esta conexión entre la mancha y la palabra definidora es la que revela el carácter originariamente simbólico de la representación de lo puro y de lo impuro. Así pues, la representación "objetiva" de la mancha se presta por su misma estructura simbólica a todas las transposiciones, hasta convertirla en un símbolo estable del mal. Ricoeur concluye esta problemática preguntándose cuál es el núcleo que permanece inmutable a través de todas las transformaciones por las que pasa la simbolización de la impureza, y dice que habría que responder que su sentido sólo se manifestará en el proceso mismo de la conciencia que la espera, al mismo tiempo que la retiene. El autor nos da un ejemplo para aclarar la siguiente problemática: "Si la sinceridad puede ser una purificación simbólica, todo mal es simbólicamente una mancha, la mancha es el 'esquema' primordial del mal" (Ricoeur 1965). 2.2. El pecado Con respecto a tal fase del simbolismo ricoeuriano, éste va a desarrollar lo que yo he denominado como una "fenomenología del 'ante Dios'". Aquí la categoría predominante en la noción de pecado es la categoría del "ante Dios". Según Ricoeur, "ante Dios" no quiere decir ante el "totalmente Otro", como comenzó a interpretar el análisis hegeliano de la conciencia desdichada. Ahora, el momento inicial no es la conciencia desdichada, sino la Alianza. Pero, sólo suponiendo una dimensión previa de encuentro y de diálogo se explica que puede aparecer algo así como la ausencia y el silencio de Dios, correspondientes a la existencia vana del hombre. Entonces, lo que cuenta en la conciencia de pecado es la constitución previa de ese vínculo de la Alianza. La fenomenología filosófica que se propone "reproducir" esa situación "ante Dios", esencial al pecado, debe reproducir una forma de "palabra" totalmente extraña a la especulación griega, en la que la subordinación del imperativo a una palabra que lo engloba y que le imprime un acento dramático de una interpelación, se recoge en la fenomenología y en la historia de las religiones. Todo lo anteriormente expuesto se va a desarrollar en una problemática que va a llevar a una nueva concepción fenomenológica de interpretación, esta es, la "fenomenología de la 'cólera de Dios'". Esa cólera no es la venganza de los tabúes, ni la recurrencia al caos primigenio, sino la cólera de la misma Santidad. Con todo, el símbolo de la "cólera de Dios", gracias a su proximidad con el símbolo de la Santidad, tomó de ésta algunos rasgos que presagian su futura integración en un nuevo conjunto de símbolos creados por la teología del amor. Para desarrollar el simbolismo del pecado, debemos tomar como referencia el simbolismo de la impureza y de la mancha, el cual consistía en la representación de un "algo" que, como nos dice Ricoeur, es un poder positivo que infecta y contamina por contacto. Ricoeur también considera que, aunque estas representaciones del simbolismo de la impureza y de la mancha no deben tomarse en sentido literal sino simbólico, subsiste el hecho de que la intención segunda latente en el sentido literal de la mancha designa el carácter positivo de la impureza y el negativo de la pureza. El simbolismo del pecado se disocia del simbolismo de la mancha, y bajo este mismo aspecto, el simbolismo del pecado vuelve a cruzarse en la intención primordial del simbolismo de la impureza. También el pecado es un "algo", una "realidad". Por consiguiente, hemos de dar razón a la vez de estos dos fenómenos: de la promoción de un nuevo simbolismo y de la revisión, de la refundición, del antiguo bajo el control del nuevo. La ruptura con el simbolismo de la mancha y su restauración en un nivel distinto resultan más impresionantes aún si completamos el simbolismo del pecado con el de la redención, puesto que es imposible comprender el uno sin el otro. Ricoeur manifiesta que, aunque tenemos que convenir que en una investigación consagrada a la simbólica del mal, hemos de poner el acento principal en el simbolismo del pecado como tal; además, hay que tener en cuenta que este simbolismo no resulta completo si no se lo proyecta retrospectivamente sobre la fe en la redención. Existen también una serie de elementos antagónicos al simbolismo de la impureza, contenidos en el binomio pecado-redención. El simbolismo del pecado expresa la pérdida de un vínculo, de un terreno ontológico. A este simbolismo corresponde en el plano de la redención, el simbolismo fundamental de un "retorno". En Ricoeur, por tanto, se va a producir un cambio en la intencionalidad del símbolo, y así es como se va perfilando por múltiples conductos, en el plano de los símbolos, una primera conceptualización del pecado completamente diferente de la de impureza: falta, infracción, desviación, rebelión, extravío, constituyen otros tantos símbolos con los que se designa una relación afectada. Este cambio en la intencionalidad del símbolo, provocado por la nueva experiencia del mal, se produjo en virtud de una conmoción correspondiente en los mismos estratos de las imágenes. Ahora el simbolismo del pecado sugiere la idea de una relación rota; donde sigue estando implícita la negatividad del pecado. Por eso, no carece de interés, a su juicio, añadir a este primer ramillete de símbolos algunas otras expresiones que explicitan su aspecto negativo y apuntan a la idea de una "nada" del hombre pecador. Todo lo anteriormente expuesto, va a desembocar en la reabsorción de la simbólica de la impureza en la simbólica del pecado. A partir de aquí, va a surgir un binomio que viene determinado por el símbolo "perdón-retorno", el cual plantea menos dificultades de interpretación. Así pues, donde la dicha totalidad "perdón-retorno" adquiere su máxima plenitud de sentido y donde significa, en bloque, la restauración de la Alianza, es en el plano básico en el que los conceptos nacen envueltos en imágenes que tienen la forma de un símbolo. El tema del "perdón" representa un símbolo fecundísimo, del mismo tipo que el símbolo de la cólera de Dios, y su sentido se elabora en relación con este último: ya que el perdón es el olvido o la renuncia de la cólera de la santidad. Por eso el "perdón" es por sí mismo "retorno" pues, por parte de Dios, el retorno sólo consiste en borrar la culpa y en suprimir el peso del pecado. El símbolo del retorno es rico en armónicos y es tal la fecundidad simbólica del díptico "perdón-retorno" que, si hacemos la prueba de sorprenderlo en el plano de las imágenes, nos envuelve inmediatamente en plena paradoja: que posiblemente no haya teología sistemática capaz de agotar, y que lo más que puede hacer es romperla. Es por eso, que el simbolismo del retorno y del perdón mantiene en suspenso todas las aporías de la teología a propósito de la armonía entre la gracia y la voluntad humana, entre la predestinación y la libertad. Es ahora, cuando Ricoeur se va a plantear una cuestión trascendental para la posterior elaboración de esta simbólica del mal. El autor hace una valoración de su aportación a tal conocimiento del simbolismo y se da cuenta de que ha seguido hasta sus últimas consecuencias la pendiente de la negatividad de los símbolos del pecado: la violación del pacto convierte a Dios en el Otro inabordable y al hombre en nada ante el Señor; ese es el momento de la "conciencia desdichada". Pero Ricoeur da el paso fundamental al reflexionar sobre la estructura del simbolismo del pecado, y piensa que esta estructura no puede encerrarse en esa oposición fundamental entre la "nada" de la vanidad y el "algo" de la impureza. Hay otros rasgos que podríamos llamar realistas, por los cuales el pecado, es además, una "posición". Estos rasgos son los que garantizan cierta continuidad entre los dos sistemas de símbolos y la reabsorción del símbolo de la impureza en el nuevo símbolo del pecado. El primer grupo de características garantiza la continuidad de la impureza y del pecado, pero el segundo grupo de características vienen a reforzar esa continuidad trascendental. La reactivación de las antiguas asociaciones ligadas con el tema de la impureza no es más que la contrapartida de la integración simbólica de la mancha en la del pecado. Este segundo ciclo de los símbolos del pecado, que hacen posible la integración del simbolismo de la impureza en el del pecado, encuentra su prolongación en una simbólica de la redención que viene a contemplar la del perdón que, a su vez, hace posible la incorporación del simbolismo de la "purificación" en el del "perdón". Hay que añadir a este ciclo de los símbolos del "retorno" un nuevo ciclo de símbolos que giran en torno a la idea de "rescate". Así como el simbolismo de "retorno" evoca la idea de pecado como una ruptura de los lazos de la Alianza, así el simbolismo del "rescate" sugiere un poder que tiene cautivo al hombre. El hombre yace cautivo del pecado y hay que liberarlo. Todas nuestras ideas sobre la salvación y la redención derivan de este simbolismo inicial. Con esta elaboración de la temática sobre el segundo ciclo de los símbolos del pecado y de la liberación, estamos capacitados para comprender el hecho de que la simbólica de la impureza y de la purificación hayan podido reafirmarse y ampliarse al contacto con la simbólica del pecado concebido como cautiverio, y la del perdón concebido como rescate y liberación. 2.3. La culpa La tensión entre el "realismo" del pecado y el "fenomenismo" de la culpabilidad tiene como corolario primero la individualización de la imputación. Es así como nace en la conciencia de la culpa una nueva oposición: la culpa es conforme al esquema del pecado, el mal es una situación "en la cual" queda recogida la humanidad como entidad singular colectiva; conforme al esquema de la culpabilidad, el mal es un acto que "inicia" cada individuo. Para Ricoeur, la misma Biblia influyó en nuestra cultura a través de la versión griega de los setenta; la misma elección de los términos griegos equivalentes al pecado bíblico y a todos los conceptos ético-religiosos de origen hebreo representa por si misma una interpretación del sentido de nuestros símbolos. De esta manera la elaboración de los conceptos de culpabilidad desborda la historia de las instituciones de la Grecia clásica. Lo único que puede hacer la hermenéutica es explicar su contenido mediante la historia progresiva de una instrucción que por si misma no tiene historia, la del acontecimiento absoluto de la "entrega de la ley". La conciencia culpable está cerrada, en primer lugar, por su condición de conciencia aislada que ha roto la comunión de los pecadores. Ahora bien, esa "separación" se efectúa en el acto mismo por el cual toma sobre sí y sólo sobre sí todo el peso del mal. En segundo término, y de una forma aún más secreta, está cerrada por una oscura complacencia en su propio mal por la que se hace verdugo de sí misma. En este sentido, la conciencia culpable no es ya tan sólo conciencia de esclavitud, sino que es, en realidad, esclava: es la conciencia sin la "promesa". La última palabra que tiene que decir la reflexión sobre la culpabilidad es que la promoción de la culpabilidad marca la entrada del hombre en el círculo de la condenación; el sentido de esa condenación sólo lo descubre la conciencia "justificada" a posteriori, es decir, cuando ya es tarde para reproducirlo. 3. La interpretación fenomenológica de la función simbólica de los mitos Podríamos resumir diciendo que lo que se ha dicho y vivido anteriormente como mancha, como pecado, como culpabilidad, requiere el cauce de un lenguaje concreto: el lenguaje de los símbolos. Sin la ayuda de este lenguaje, esas experiencia permanecerían en el silencio y en la oscuridad, encerradas en sus propias contradicciones implícitas. Por otra parte, Ricoeur piensa que la única forma de llegar a estos símbolos elementales por la vía de la abstracción, desgajándolos del árbol frondoso de los mitos. Al intentar hacer una exégesis puramente semántica de las expresiones que nos revelan más al vivo la experiencia de la culpa -como mancha e impureza, desviación, rebelión, trasgresión, etc.- tenemos que prescindir de los símbolos de segundo grado, los cuales mediatizan los símbolos primarios, así como éstos mediatizan a su vez la experiencia viva de la mancha, del pecado y de la culpabilidad. Esta conquista del mito como tal mito no es más que uno de los aspectos del descubrimiento de los símbolos y de su poder significativo y revelador. Comprender el mito como tal mito, significa emprender lo que añade a la función reveladora de los símbolos primarios. La hipótesis de trabajo de Ricoeur se va a centrar en el estudio del grupo de los símbolos míticos relacionados con el mal humano. Los pasos que seguirá serán del modo siguiente: 1. La primera función del mal consiste en englobar a la humanidad en masa en una historia ejemplar. Sirviéndose de un tiempo representativo de todos los tiempos, presenta al hombre como un universal concreto. 2. Esa movilidad del hombre expresada en los mitos debe su carácter concreto al movimiento que introduce la narración en la experiencia humana. Al referirnos al principio y el fin de la culpa, el mito imprime a esta experiencia una orientación o tensión. 3. El mito pretende abordar el enigma de la existencia humana, es decir, la discrepancia entre la realidad fundamental y las condiciones reales en que se debate el hombre manchado, pecador y culpable. 3.1. La función simbólica del mito Lo primero que se cuestiona Ricoeur es si el mito es gnosis, a lo cual responde afirmativamente, y propone el que debamos de recurrir a la función del símbolo. Su planteamiento es hacer ver en qué sentido el mito constituye una función de segundo grado de los símbolos primarios. Posteriormente, se centra en la problemática de ver como el mito en tanto historia o cuento puede tener significado en un plano simbólico y no etiológico. Para la resolución de tal cuestión, recurre a la interpretación sobre la conciencia mítica que propone la fenomenología de la religión, tal como figura en autores como Van der Leeuw, Leenhardt y Eliade. A primera vista dará la impresión de que esta interpretación tiende a disolver el mito-cuento en una conciencia indivisa, que no pretende tanto contar historias cuanto adherirse afectiva y prácticamente al conjunto de las cosas. Ricoeur, frente a los fenomenólogos de la religión más preocupados por remontar desde el cuento hasta las raíces prenarrativas del mito, va a hacer el trayecto en sentido inverso, yendo desde la conciencia prenarrativa hasta la narración mítica; pues, es aquí donde se concentra todo el enigma de la función simbólica del mito. A partir de aquí, da razón de dos características del mito: la primera es que el mito se traduce en palabras; la segunda, que en el mito toma el símbolo la forma de cuento, puesto que según la fenomenología de la religión, el mito-cuento no es más que la cubierta verbal de una forma de vida que se sintió y vivió antes de que nadie la formulase original. La fenomenología de la religión ha replanteado una nueva profundidad del problema del mito, al remontar así a una estructura mítica, la cual habría hecho de matriz de todas las figuras y relatos concretos propios de tal o cual mitología, y relacionando con esta estructura mítica las categorías fundamentales del mito: participación, relación con lo Sagrado, etc. De esta manera el aspecto caótico y arbitrario que presentan los mitos responde al desnivel entre la plenitud puramente simbólica y la finitud experimental que provee al hombre de "análogos" de la cosa significada. Entonces es cuando se necesitan cuentos y ritos para consagrar el contorno de los signos de lo sagrado: lugares y objetivos sagrados. La polaridad entre la estructura mítica y los mitos es una secuela de carácter simbólico de la totalidad y de la plenitud que reproducen los mitos y los ritos. Como lo sagrado no se vive, sino que se simboliza, por eso prolifera en múltiples mitos. Así pues, el carácter figurado y episódico del mito depende simultáneamente de la necesidad de presentar signos contingentes de un Sagrado puramente simbólico y del carácter dramático del tiempo. Bibliografía Agis Villaverde, M. Aranguez Sánchez, J. Binaburo Iturride, J. A. Pérez de Tudela Velasco, J. Pintor Ramos, A. Ricoeur, Paul |
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