|
|||||
|
|||||
En una ocasión, hablando con un amigo profesor de estadística acerca de las posibilidades de acertar el número premiado de algún tipo de lotería, creo que de la primitiva, me dijo: "olvídate, es prácticamente imposible". Sí, naturalmente eso ya lo sabemos todos, pero él me hizo tomar conciencia clara de ello con un ejemplo: "Es como si colocaras cartas de la baraja una junto a otra a lo largo de una carretera de unos 100 km de longitud, únicamente una de ellas estaría marcada; tú tienes que coger tu automóvil, conducirlo por esa carretera, detenerte en cualquier lugar de esos 100 km y tomar un naipe al azar. ¿Crees que sería el marcado? ¿Crees que si en una de tus novelas cuentas que acertaste los lectores se lo creerían? Me dejó meditando sobre el tema durante algún tiempo, porque efectivamente uno de los elementos que con más frecuencia protagonizan las novelas es la casualidad. El lector suele encontrar en las narraciones hechos inverosímiles, acontecimientos que para que sucedan se necesitarían dosis tan elevadas de casualidad, que por lógica deberíamos considerarlos imposibles. ¿Qué ocurre entonces? ¿Por qué el lector los suele aceptar como verosímiles? ¿Por qué los vive como si realmente pudieran ocurrir dentro de la más absoluta normalidad? La respuesta, desde mi punto de vista, es muy sencilla: simplemente los aceptamos como normales porque la casualidad, esa casualidad prácticamente imposible, es normal, existe y es muy frecuente. A mi amigo, el profesor de estadística, se le olvidó pensar que en esa carretera de 100 km de longitud hay millones de personas buscando el naipe marcado y que lo extraño sería que ninguna de ellas lo encontrara. Pues bien, en una vida entera hay tantos acontecimientos, millones y millones de ellos, que lo normal es que algunos, unos pocos, sean fruto de lo que nos parece una extraña casualidad, que así, tomada de manera aislada, se nos antoja imposible e inverosímil, pero que a lo largo de toda una vida es raro que no suceda alguna vez. Y una de esas extrañas casualidades me ha ocurrido a mí precisamente en relación a esta conferencia que estoy comenzando a dar. Algo que parece imposible, aunque desde luego no tanto como acertar con el único naipe marcado en una carretera de 100 km. * * *
Poco antes de Semana Santa me telefoneó el organizador de este curso, José Luis Buendía, para proponerme dar una conferencia sobre Antonio Muñoz Molina. Yo no tenía absolutamente nada preparado al respecto y a bote pronto se me ocurrió que podría ser interesante y original hacer un estudio etnográfico de la ciudad imaginaria de Mágina, como si fuera real, como si existiera de verdad en el mapa y sus habitantes no fueran personajes de ficción, sino personas de carne y de hueso. Pocos días después viajé a Pensilvania para visitar a mi hijo que imparte clases de castellano en la Universidad de Bucknell. Esta Universidad se encuentra en Lewisburg, un pequeño pueblo de casas de madera al estilo de Nueva Inglaterra rodeado por campos de cereal cultivados por comunidades de amish y de menonitas. Uno de los días de mi estancia, después de visitar el campus universitario, nos adentramos en la inmensa y moderna biblioteca de 3 ó 4 plantas para tratar de encontrar entre sus miles de volúmenes la tesis doctoral de mi hijo recién publicada sobre "El cine de Pedro Almodóvar: su traducción y recepción en Estados Unidos". Había dos ejemplares en el sótano y al sacar de la estantería uno de ellos cayó al suelo una revista universitaria de antropología: Anthropology today. La recogí, la abrí por cualquier página para ojearla y de inmediato apareció ante mi vista la palabra MÁGINA en letras mayúsculas. Se trataba de un artículo que recogía la conferencia dada en esa Universidad por un tal Jonh Patrick Fitzsimont, titulada: MÁGINA: From rurality to modernity y fechado en 1991. Ya todos sabéis la estúpida sensación de orgullo que uno experimenta cuando se cree elegido por el azar, aunque en realidad nunca se sabe cómo va a jugar contigo y de qué manera acabará todo. Tengo que confesar que a pesar de que me aseguraron que los servicios de fotocopia eran impecables no pude resistir la tentación de llevarme la revista bajo la chaqueta, seguramente porque el haberla encontrado en esas circunstancias me parecía a mí que me daba más derecho de propiedad sobre ella que a ninguna otra persona o institución. Como mi inglés es precario, tuve que aguardar más de 10 días a que mi hijo me enviase la traducción por correo electrónico: MÁGINA: de lo rural a lo moderno. El enfoque me pareció muy adecuado para la Mágina de los años 1960 y 1970 y me hizo pensar que su autor, Jonh Patrick Fitzsimont, debería de estar muy familiarizado con estos contrastes si había vivido en aquella región de Pensilvania en la que uno puede ver a los amish viajando en carros como los de la conquista del Oeste por las modernas autopistas y a los menonitas comprando en los supermercados con vestidos del siglo XVIII y deportivas Nike. Leí el artículo y me pareció que era casi idéntico a lo que yo quería decir en esta conferencia, por lo que le agradezco al antropólogo americano nacido en 1926 en la isla de Hawai, como he podido averiguar no sin dificultad, que me ahorre gran parte de mi trabajo, pues a continuación voy a limitarme a reproducir gran parte de su conferencia: Llegué por primera vez a Mágina, la comunidad que había elegido como objeto de estudio para mi doctorado -decía Fitzsimont en su conferencia según el mencionado artículo-, un atardecer del mes de diciembre de 1969. No me resultó extraña sino más bien familiar, y es que se parecía tanto a la ciudad que me había descrito Manuel Expósito, mi primer informante en Nueva York, que a mí me pareció que ya había vivido en ella. Para Manuel, Mágina era invierno, un invierno ensimismado y melancólico, "Es una ciudad -me decía- de postigos cerrados y sombríos comercios con mostradores de madera bruñida y maniquíes mustios en los escaparates, una ciudad de zaguanes hoscos y plazas demasiado grandes y baldías donde las estatuas soportan solas el invierno y las iglesias parecen altos buques encallados". Casi nunca me hablaba de las otras estaciones, sólo a veces de los veranos de su infancia, de antes de cumplir los 13 ó 14 años. No sé qué habrá sido de Manuel, pero puede que haya llegado a ser un buen escritor. En realidad yo decidí hacer mi trabajo de campo en Mágina gracias a él y a su novia, Nadia. Cuando los conocí ya estaba casi preparado para ir a una de esas tribus lejanas a cumplir con un ritual sin el cual en Estados Unidos un antropólogo no es nada: el del trabajo de campo. Hay que pasar un par de años de sufrimiento, de penuria, a ser posible coger alguna enfermedad tropical, si es grave mejor, o poder mostrar alguna herida en accidente de avión tercermundista o de fiera salvaje o tribu enemiga, para ser considerado por la sabia comunidad de antropólogos como uno de ellos y poder ganarte la vida dando clases y contando tus batallitas exóticas en una modesta Universidad del Medio Oeste. Yo ya tenía casi ultimado mi viaje al río Ituri para estudiar una tribu de pigmeos, en concreto, de qué manera estaba siendo transformada por los procesos de aculturación que se producen precisamente por el hecho de que haya cientos de antropólogos de todo el mundo, sin contar reporteros de televisión, agentes del gobierno, misioneros, turistas, etc., visitándolos o viviendo periódicamente entre ellos mientras procuran hacerse creer los unos a los otros que se encuentran dentro de una cultura aislada y sin el menor tipo de contaminación de lo que conocemos como sociedades complejas. Tengo que decir que no estaba demasiado satisfecho con la decisión de ir a los Pigmeos, y no sólo por razones de orden teórico, sino sobre todo por motivos personales. El método de la observación participante, que desde que fue instaurado por Malinowski se ha convertido en un dogma imprescindible de la etnografía, supone integrarte plenamente en la comunidad estudiada y vivir exactamente como ellos. Se trata, seguramente, de una experiencia fascinante para jóvenes que terminan su licenciatura y se lanzan a explorar esos mundos exóticos con veintitantos años, pero yo fui un estudiante tardío y ya tenía 43 cuando me vi impelido a la aventura tropical. Mi organismo y sobre todo mi aparato digestivo, que siempre ha sido el más débil de todos mis aparatos, ya no estaban para soportar las duras condiciones de la vida selvática, además soy por naturaleza un tanto aprensivo, así que antes de ir a vivir a la tribu ya estaba aterrorizado de pensar que tendría que alimentarme de gusanos con plátano, comer hormigas vivas que intentarían escapar despavoridas corriendo por mi paladar y mi lengua, fumar pipas de bangui, cuando siempre he enfermado con tan sólo dos caladas de porro y ni siquiera me he atrevido a ir al festival de la isla de Wight , dormir en el suelo duro y húmedo (mi espalda tampoco se ha caracterizado nunca por una gran resistencia) y otro sin fin de pruebas más propias de una película de exploradores que de un profesor universitario en edad madura. La suerte quiso que en un viaje a Nueva York, para visitar a mi director de tesis en Columbia y ultimar los detalles del trabajo de campo, me alojase en el mismo hotel en que se encontraban Manuel y Nadia. Eran mucho más jóvenes que yo. Él procedía de una familia de campesinos de Mágina y había logrado librarse, gracias a su gran capacidad intelectual sobre todo para los idiomas, del fuerte peso de una tradición que lo habría convertido irremisiblemente en hortelano igual que su padre; en aquellos momentos era traductor en la ONU. Ella, Nadia Galaz, también era traductora, había nacido en Estados Unidos, pero su padre fue un héroe de la República española, un militar que en solitario logró abortar en Mágina el golpe de estado del 18 de julio de 1936 que dio comienzo a la Guerra Civil Española, y que después de exiliarse a Estados Unidos se casó con una americana y tuvo a Nadia. Los dos, Manuel y Nadia, vivían en aquella época una bella historia de amor. Se habían conocido en Mágina muy jóvenes, cuando él aún estudiaba en el Instituto y ella fue a pasar con su padre un tiempo de revival. Ella entonces se enamoró de Manuel, pero él ni siquiera recordaba haberla conocido. Se volvieron a encontrar tiempo después durante un congreso en no sé qué país, Nadia organizó un encuentro que pareciese casual y en esta ocasión él también se enamoró. Se descubrieron el uno al otro a través de los recuerdos de Mágina, la ciudad los unía aún más, pasaban horas en la habitación del hotel hablando de aquel antiguo pueblo del sur de España. Para él era una especie de catarsis por medio de la cual se reconciliaba con unas raíces de las que había renegado y tal vez también consigo mismo, para ella suponía la búsqueda de una identidad que posiblemente jamás había sentido. Tenían un gran baúl repleto de fotografías de diferentes épocas de la ciudad y de su gente, Manuel las iba sacando una a una y hablaba de aquellos paisajes y de aquellas personas con tanta emoción, con tal poder de seducción, que yo, que de vez en cuando participaba en su ritual, también quedé atrapado por la magia de los recuerdos. De tal manera que en muy pocos días tiré por la borda mi trabajo preparatorio de casi un año en relación con los Pigmeos y me marché a Mágina sin ninguna clase de estudio previo. No voy a ocultar que en mi decisión hubo también un factor digamos menos emocional o más material, como se quiera, y es que la carne con tomate frito, las ensaladas de hortalizas recién recolectadas, los hoyos de pan y aceite de oliva, las sandías con la frescura de los pozos, los higos, los melones, las cerezas, los jamones, los chorizos y otras suculentas comidas de Mágina que Manuel describía con deleite y añoranza en Nueva York, me atraían bastante más que los gusanos y las hormigas de los Pigmeos, aunque más tarde descubrí que en Mágina también se alimentan de caracoles y criadillas, que son los testículos de algunos animales. Por otra parte allí había un modesto hotel, el Consuelo, siempre mucho mejor que las chozas de hojas del Ituri. Yo no sabía casi nada de Andalucía, la región del sur de España en la que se encuentra Mágina. Tan sólo había leído un libro de Gerald Brenan, un antropólogo inglés que había hecho un magnífico estudio de una aldea de aquella región durante los años 1920, pero según Manuel las cosas en España habían cambiado mucho y la mayor parte de los pueblos rurales, Mágina entre ellos, estaban iniciando una transición vertiginosa hacia la economía capitalista de mercado; era, pues, el momento de captar en convivencia los dos mundos, el de la tradición rural y el de la modernidad, antes de que este último acabase con el primero para siempre. La comarca de Mágina me sobrecogió aquel atardecer de diciembre de 1969. Nunca había visto los bosques de olivos: una naturaleza tan ordenada y monótona que te devuelve la mirada hacia ti mismo. "Plantados en filas paralelas, a distancias iguales, sobre la tierra clara y arcillosa, los olivos cuadriculan el paisaje con una seca geometría que sólo se suaviza en la distancia, cuando la bruma azulada y la sucesión de las copas enormes ofrecen un espejismo de frondosidad", así me lo había descrito Manuel, con el lenguaje poético que siempre usaba para hablar de su pueblo, pero ese paisaje no se siente por completo hasta que no se contempla de cerca, en su inmensidad casi infinita, casi oceánica. La mayor parte de las tierras de la provincia de Jaén, a la que pertenece Mágina, están dedicadas al monocultivo del olivar, y aquella, el invierno, era la época de la recolección de la aceituna. De manera que decidí no desaprovechar los pocos días que quedaban de este trabajo agrícola y después de instalarme en el hotel Consuelo, que resultó más digno de lo que esperaba, y de dormir unas pocas horas, antes de que amaneciese me tiré a la calle para realizar una labor que los antropólogos llamamos de vagabundeo, es decir salir con tu cuaderno de campo a observar y anotar todo lo que veas sin un plan previo, y luego esperar a ver qué se te ocurre. Aún era de noche y las calles ya estaban llenas de cuadrillas de aceituneros y reatas de mulos, y de carros con ruedas de madera o de neumático. Parecía una ciudad que estaba siendo evacuada: mujeres y niños se agrupaban en los carros para darse calor, hombres con cigarros encendidos guiaban las reatas de burros o de mulos echándose las riendas sobre los hombros. Con mantones, abrigos, chaquetones recios, gorras caladas, bufandas, pañuelos sobre las cabezas, varas y zurrones de comida a la espalda, los aceituneros salían hacia el campo por los últimos callejones de la ciudad como una riada numerosa de refugiados que huyen. Las cuadrillas estaban compuestas por hombres, mujeres y niños a jornal. Los hombres ganaban el doble. Muchos de ellos eran propietarios modestos o aparceros, otros se dedicaban a oficios no agrícolas, pero para todos era la única manera de obtener un complemento económico que ayudara a sus precarias economías al borde de la subsistencia. Servía para el ajuar, para encargar el primer traje a un adolescente o comprar un televisor que para ellos, en aquella época, era el más importante símbolo de modernidad y riqueza. Lo mismo ocurría en el caso de las mujeres, que no solían trabajar fuera del ámbito doméstico sino para la aceituna o, en el caso de las familias más pobres, como criadas en las casas de los que ellos llaman señoritos, es decir los terratenientes y por extensión otras grupos con dinero. El trabajo es de sol a sol. Los hombres van por delante, arrastrando los grandes mantones de lona alrededor de los troncos de los olivos, golpeando con varas largas y gruesas como lanzas las ramas dobladas por el peso de los racimos de aceitunas. A cada golpe las aceitunas caen como rachas sonoras de granizo sobre los mantones. Los hombres asedian el olivo, los más ágiles se suben a la horquilla del tronco para alcanzar las ramas más altas. Llevan gorras y boinas, chalecos viejos de lana, pantalones de pana atados con una cuerda o con una correa a la cintura y botas sucias de barro. Cuando el mantón está colmado y ya pesa tanto que no se puede tirar de él los hombres gritan: "¡Pleita!" o "¡Espuerta!" y llegan corriendo los criboneros con sus grandes espuertas de goma negra o de esparto áspero en las que los hombres vuelcan los mantones. Los criboneros son chicos de 13 ó 14 años con experiencia en ese trabajo. De dos en dos llevan las espuertas hasta la criba plantada entre dos hileras de olivos donde se separan las aceitunas de las hojas y las ramas rotas y se llenan los sacos para que los muleros los lleven al molino. Luego vienen los granilleros, mujeres y niños que van cubriendo el terreno por el que los hombres han pasado, avanzando de rodillas, recogiendo las aceitunas que cayeron antes del vareo o las que han salido despedidas fuera de los mantones, arrastrándose debajo de las ramas y de la aspereza mineral de los troncos. El de los campesinos a jornal fue el primer grupo social con el que tomé contacto en Mágina y entre ellos comencé a buscar informantes y a hacer gestiones para alquilar una casa en la zona donde la mayoría de ellos residían al sur de la ciudad. Pero pronto pude constatar que Mágina no era un pueblo eminentemente rural, sino que además había una enorme variedad de actividades artesanales, industriales y de servicios, y que era el centro funcional y administrativo de una extensa comarca olivarera desde cuyos pueblos y cortijos acudían a comprar o hacerse el carné de identidad mujeres enlutadas y hombres analfabetos que se asustaban del tráfico y del bullicio. Al norte de los antiguos barrios de campesinos y artesanos, de casas blancas con dinteles de piedra, de palacios con escudos y torres, e iglesias de caliza gastada que ya atraían a los primeros turistas de la sociedad de consumo, estaba empezando a crecer una ciudad moderna que cuando volví a Mágina años más tarde había hecho declinar a la antigua, que ahora parecía adormecida e inútil. Manuel me lo había avisado con tristeza en una de sus cartas: "Me parecía que estaba en otra ciudad -decía-, no conocía sus calles, buscaba los descampados a donde nos íbamos mis amigos y yo para fumar sin peligro de que nos viera algún pariente y sólo he encontrado urbanizaciones sin aceras, garajes, talleres de coches, incluso whiskerías con nombres invitadores dotados de genitivo sajón, una fealdad definitiva y monótona de extrarradio, de bar de carretera, una infamia de solares estériles donde no queda rastro de las hilera de álamos que yo recordaba, de chalet adosados en mitad de un desierto y de muladares industriales y broncos cocherones de ladrillo con tejados de uralita". Manuel los contemplaba con una mirada romántica, pero en estos barrios también había vida, movimiento, negocios, concesionarios de coches, ferreterías, escaparates inmensos de maquinaria agrícola, de cosechadoras y tractores, tiendas de cocinas y de cuartos de baño, en fin era el precio de lo que en España se llamó el desarrollismo. En esta ciudad en transición había una enorme heterogeneidad de grupos sociales muy claramente jerarquizados. Y naturalmente convivían los del antiguo orden rural, con importantes reminiscencias de la sociedad feudal, y los del nuevo sistema económico capitalista. Los campesinos sin tierras eran considerados el escalón más bajo, trabajaban un pequeño trozo de tierra en régimen de arrendamiento o aparcería y como jornaleros durante las épocas de cosecha de aceituna o de siega del cereal para los terratenientes. No tanto como en la Edad Media, pero seguía siendo muy difícil escapar del destino que te hacía pertenecer a esa clase; entonces, hace siglos, algunos lo conseguían haciéndose clérigos, y ahora, estudiando en los seminarios o como becarios en los colegios religiosos regentados por el clero. Este era el caso de Manuel. Su padre era aparcero, pero logró comprar la tierra para su propia huerta a costa de vender su casa e irse a vivir con toda su familia a la de los padres de su mujer, además tenía un puesto en el mercado donde vendía las hortalizas que producía, así que se trataba de un campesino relativamente acomodado. La última vez que visité Mágina me di cuenta de que había prosperado mucho, porque había cambiado la yegua por una furgoneta de primera mano. A pesar de eso, Manuel tuvo dificultades para estudiar, aunque estas dificultades provenían principalmente de la incomprensión de su padre, que veía el trabajo intelectual con ese recelo con que ven los campesinos todo lo que no sea tangible, y tuvo que estudiar en un colegio de Salesianos en el que los ricos y los pobres eran tratados de manera muy diferente. Cuando vi la enorme distancia entre los grupos sociales y el desprecio con que las clases altas miraban a los campesinos en Mágina, comprendí de inmediato la necesidad que tenía Manuel de huir de sus orígenes y ese sentimiento mezcla de atracción y rechazo que experimentaba hacia su pueblo. En el extremo opuesto de la estructura social tradicional estaba la aristocracia terrateniente, dueños de cortijos con miles y miles de olivos, de los cuales en Mágina había unos cuantos. Eran bastante inaccesibles. Mantenían sus palacios de los siglos XVI y XVII, de cuando Mágina era una de las ciudades más importantes y ricas de España, pero normalmente vivían en Madrid y sólo aparecían por allí durante pequeñas temporadas. Naturalmente ya no eran lo que habían sido siglos atrás, ni social y ni mucho menos económicamente, pero aún mantenían un enorme prestigio y eran vistos con admiración por el pueblo. Yo tuve la oportunidad de conocer a uno de ellos, don Sebastián de Guadalimar, conde consorte de la Cueva, casado con una descendiente directa de Don Francisco de los Cobos, que fue secretario nada menos que del Emperador Carlos V. Me lo presentó un periodista local, Lorenzo Quesada, un día durante la fiesta de Semana Santa en el que el conde había ido a Mágina para presidir la procesión del Cristo de la Greña, pude hablar con él brevemente y me pareció demasiado arrogante y un poco cuentista. Había también latifundistas sin alcurnia. Esta palabra, con la que se designa a las familias que tienen antecedentes nobiliarios, se empleaba mucho entre las clases sociales más altas y el tener o no tener alcurnia suponía la principal fuente de consideración social, antes incluso que el número de olivos que se poseyera. Una de esas familias sin alcurnia era la de Manuel Alberto Santos Crivelli. Su abuelo, don Apolonio Santos, que en su juventud había sido dorador de retablos, un día de 1884, después de ganar doscientos duros de plata en el Casino, se marchó a Cuba y tras 20 años volvió cargado con una fortuna tan grande que le permitió construirse el mejor palacio de la ciudad, un panteón neogótico en el cementerio y comprar 8 ó 10 mil olivos. Pero a pesar de los cuadros y los olivos que compró a los aristócratas que se iban arruinando y de que el rey Alfonso XIII había estado de juerga en su cortijo, la Isla de Cuba, él y sus descendientes siempre serían vistos por estos como advenedizos, como ricos nuevos, algo más indigno incluso que ser jornalero o mecánico. Si por demás, Manuel, el nieto de Apolonio, era republicano y tenía amigos artistas y comunistas, entonces apaga y vámonos. Otro rico nuevo, y este el más rico de Mágina según escribió el periodista Quesada en una entrevista que no sé si se llegó a publicar en Singladura, el periódico de la provincia, era don Palmiro Sejayán. De niño escapó de Armenia tras la invasión de los turcos y llegó en un vapor hasta Valparaíso, a partir de ahí vivió una de las vidas más azarosas y arriesgadas que se conocen: un fuerte terremoto, un alud en los Andes, un naufragio en el Caribe, dos veces estuvo a punto de ser fusilado, pero por fin consiguió labrar una gran fortuna vendiendo máquinas de coser por las serranías y las selvas del Perú y luego fabricándolas él mismo en Lima. A los 1970 años lo vendió todo y fue a refugiarse a Mágina, de donde era su esposa, y abrió para no aburrirse una de las primeras tiendas de electrodomésticos de la ciudad, a la que llamó Electrobazar Monte Ararat. Naturalmente este era considerado por los terratenientes locales de menor categoría aún que Manuel Alberto Santos ya que no tenía ni un olivo y además era extranjero. A finales de los años 1960 a Mágina llegó el progreso y con él se formaron nuevos grupos sociales relacionados con el comercio y la industria. Había un par de fundiciones de hierro y una de ellas pertenecía a una de las familias más importantes de la ciudad, la del General Orduña, un militar de la guerra de África con una estatua en la plaza más céntrica del pueblo, que también llevaba su nombre. Esta estatua fue fusilada simbólicamente durante la Guerra Civil por los milicianos y aún conserva los agujeros de las balas en el bronce. Después de esos años la ciudad no para de crecer, se abren tiendas, bares, talleres y surge una nueva clase media de comerciantes con un estilo de vida muy diferente al de los campesinos. Es el caso de un tío de Manuel Expósito, Carlos, casado con una hermana de su madre, la tía Lola. Carlos trabajaba de aprendiz en un taller de reparaciones de máquinas de coser Singer, como era espabilado vio la oportunidad y abrió una tienda de cocinas de gas y luego otra de electrodomésticos en el centro de la ciudad, en la calle más comercial. "Mi tío Carlos tenía una casa con ascensor y una tienda con letrero luminoso -tengo anotado que me contó Manuel en Nueva York, antes de que yo hubiera decidido ir a Mágina-, se compró una Vespa y venía montado en ella hasta nuestra casa a recoger a mi tía Lola, con gafas de sol, asustando a bocinazos a los burros y a los mulos que volvían del campo y a los rebaños de cabras, de ovejas y de vacas que bajaban a beber al pilar de la puerta de Granada. Mi tía se montaba en la moto, con sus tacones de aguja y su vestido de colores, oliendo a colonia, a laca, a polvos de maquillaje y a lápiz de labios, y en la puerta los despedían mi madre y mi abuela con sus alpargatas en chanclas, con sus delantales viejos, en los que se secaban las manos enrojecidas y ásperas, mi madre y mi abuela parecían pertenecer no a otra generación, sino a otro mundo más pobre y antiguo que el que habitaba mi tía Lola. Desde entonces para mi, durante mucho tiempo, mi tío Carlos ha sido el símbolo del dinero y el éxito, aunque tal vez lo que más lo diferenciaba de nosotros, los campesinos, no era la Vespa ni las gafas de sol, sino que se llamara Carlos y celebrara el día de su santo en lugar del cumpleaños". Para Manuel, efectivamente, los barrios de casas con placas doradas donde habitaban médicos, abogados o notarios, eran un mundo aparte, lejano e inaccesible, él veía las casas por fuera, pero decía que para él, la gente que vivía allí era gente invisible. De hecho, cuando estudiaba en el instituto se enamoró de una compañera hija de un médico de uno de esos chalés con jardín y piscina de la colonia del Carmen, y fue incapaz de proponerle una relación, no sólo por la educación sexual tan represiva de la época, sino también por miedo a ser despreciado debido a la enorme diferencia de extracción social que había entre ambos. La riqueza se repartía entre los de siempre y unos pocos que habían tenido suerte en la industria y el comercio. Algunos campesinos mejoraron su trabajo con la mecanización, pero a otros muchos el desarrollo industrial los dejó sin trabajo y tuvieron que emigrar. El mito de la emigración era Madrid. Hacia allí partía diariamente un autobús, al que llamaban la Pava, repleto de campesinos en busca de "el Dorado". Volvían al pueblo para la fiesta de Semana Santa, algunos con sus propios automóviles, y decían: allí hay gente que en un santiamén ha hecho más dinero que la familia de general Orduña. Pero la realidad era muy distinta, los campesinos cambiaban el campo abierto y las huertas por el asfalto y los bloques de pisos de hormigón en el extrarradio, donde vivían añorando su tierra y tan asfixiados como si habitaran en un hormiguero. Eso sí, todos los meses, llueva o nieve, el sobre con tu sueldo. A Mágina también llegaban gentes de otros lugares, nómadas con oficios medievales y acentos extraños como los afiladores gallegos, que hacían sonar sus flautas, los traperos, que pedían a gritos alpargates viejos y pieles de conejo, los manchegos con sus blusones negros y los quesos y las romanas al hombro, los ciegos que recitaban romances de crímenes, los carboneros, los hojalateros, los gitanos colchoneros y paragüeros, los vendedores de tiestos y cántaros con sus burros enjaezados de amarillo y rojo, los arrieros, los cabreros y los vaqueros que llevaban a sus animales al pilar de la muralla árabe, los que cambiaban garbanzos crudos por garbanzos tostados, los campesinos tan pobres que ni siquiera tenían una bestia y subían del campo doblados bajo una carga de leña o un saco de aceituna rebuscada en los olivares de otro. Cuando me había familiarizado con la ciudad tuve que empezar a integrarme en la comunidad y para ello era preciso dejar el hotel y buscar una casa. La decisión no resultaba fácil, pues al tratarse de una sociedad compleja y por razones obvias no poder integrarme en cada uno de los grupos sociales, obligatoriamente tendría que tener una perspectiva emic incompleta y por tanto una visión sesgada del conjunto (el término emic lo empleamos en antropología para referirnos a la forma en la que una cultura se entiende a sí misma). No sabía qué hacer y ante el impasse, de nuevo prioricé los motivos personales y decidí vivir en el barrio del sur, el de los campesinos: era más barato y más tranquilo. El padre de Manuel me buscó una casa junto a la suya a un precio excepcional, porque pertenecía a los parientes lejanos de un ciego que hacía poco tiempo que se había ahorcado allí mismo. Más tarde me enteré de que ese ciego fue un falangista destacado que se había quedado con la casa de un campesino, un tal Solana, que él mismo mandó matar al terminar la Guerra Civil, únicamente, cuentan, porque no pudieron coger a su hijo, que era escritor y comunista. No pude averiguar mucho más, porque la Guerra era tabú y porque eso hubiera sido más tarea de historiador que de antropólogo. La casa se encontraba en una plaza empedrada, la de San Lorenzo, junto a un palacio de aspecto medieval conocido como la Casa de las Torres. De ese palacio sale una de las leyendas más narradas por la gente de Mágina junto con la de los juancaballos, unas criaturas mitad hombres mitad caballos que en los inviernos de nieve bajaban de la Sierra al valle del Guadalquivir y destrozaban las huertas y comían carne humana, o las del tío mantequero con el saco a cuestas y los tísicos de coches negros y batas blancas que raptaban a los niños para sacarles las mantecas y la sangre, o la de la Tía Tragantía, hija del rey Baltasar, que el que la oyera cantar no viviría más que un día y la noche de San Juan, y otro sin fin de mitos arcaicos destinados a atemorizar a los niños para preservarlos de los peligros exteriores. La de la Casa de las Torres era una leyenda sobre el fantasma de una mujer que había sido enterrada viva en los sótanos y por las noches vagaba por los corredores y salones del palacio. Según me contó el padre de Manuel, la leyenda resultó ser parcialmente cierta, pues no hacía mucho que se había descubierto la momia de una mujer joven emparedada al parecer a finales del siglo XIX, algunos dicen que tras morir al dar a luz a un hijo que no era de su marido. La casa en la que me instalé era muy parecida a la mayoría de las casas del barrio, de dos plantas. Se entraba por un portal empedrado de guijarros con dos puertas, la de la casa y la del zaguán, llamada cancela, por donde pasaban también las bestias, es decir, los animales de carga. Para llamar había una aldaba, pero las puertas estaban habitualmente abiertas durante el día y la gente para entrar no tenía más que gritar "¡Ave María purísima!" y se les daba permiso contestando "Sin pecado concebida". En la planta baja se situaba la cocina, con un fuego de carbón primero y de gas en época más reciente, pero allí no sólo se guisaba, sino que a veces se realizaban otras tareas domésticas como la costura. En el techo había colgados racimos de uvas y ristras de embutidos de cerdo puestos a secar. Como, por lo general, no había cuarto de aseo ni agua corriente, allí mismo, en la cocina, solía haber un trozo de espejo colgado de una pared y una palangana para lavarse con agua del pozo. Otra estancia colectiva era el comedor, con una mesa llamada de camilla, redonda y cubierta por una gruesa tela debajo de la que se colocaba un brasero de carbón; la familia en invierno se situaba a su alrededor y para calentarse se tapaban las piernas con la tela llamada faldillas o enagüillas, allí pasaban los periodos de descanso charlando y en los últimos tiempos viendo en respetuoso silencio la televisión. Las paredes estaban por lo común decoradas con fotografías familiares de diferentes generaciones. Los dormitorios podían estar distribuidos entre la planta baja y la alta, uno, el de matrimonio con una cama para dos personas y sobre ella un crucifijo colgado de la pared y los otros con dos o más camas de barrotes de hierro y colchones de lana. También en la planta baja se encontraban las dependencias de los animales: las cuadras de los mulos y los burros y un corral en el que cohabitaban conejos, gallinas, cerdos y tal vez algún becerro. En ese mismo corral, cubierto con una parra, estaba el pozo que abastecía de agua la casa y una caseta en la que se ocultaba el retrete. En la planta alta podía haber también algunos dormitorios además de las cámaras en donde se guardaba el grano y se extendían para secar los jamones y las lonchas de tocino salado y se alineaban las orzas con las conservas de los productos de la matanza del cerdo. En las noches de verano, hasta que se empezaron a instalar televisores en las casas, la calle se convertía en una extensión de la vivienda: la familia sacaba las sillas a la puerta y allí, en corro, pasaban hasta altas horas de la noche huyendo del calor de las habitaciones. Yo me acabé adaptando a ese hábitat sin agua corriente y de temperaturas extremas después de haber pasado unos primeros meses de duro invierno polar en el interior de la casa durante los que me acordaba de Manuel cuando contaba que tenía que calentar agua del pozo en una olla para lavarse por partes. Pude experimentar en mis propias manos los hasta entonces desconocidos sabañones, de manera que incluso, a veces, llegué a añorar el sofocante calor húmedo y los mosquitos de las selvas del Ituri. La vivienda era ocupada por la familia nuclear, aunque con frecuencia vivían también los abuelos. La familia extensa mantenía fuertes vínculos y habitaban en áreas próximas. La mujer estaba muy atada a este ámbito doméstico, de manera que la mayor parte de su trabajo y de su vida, excepto en épocas de la cosecha de aceituna, la hacía dentro de la casa. Su jornada era larga y dura: levantarse antes que el día y que los hombres, sacar cubos de agua del pozo, vaciar los orinales en el retrete, barrer las cenizas de la chimenea, fregar de rodillas las baldosas con agua helada, ir a por leña al corral y encender el fuego de la cocina, preparar los tazones de leche y el pan tostado con aceite y manteca para que desayunasen los hombres, disponer las barjas o zurrones de esparto que se llevaban los campesinos con chorizos, morcillas, tocino y fiambreras de carne o sardinas entomatadas. Luego, cuando los hombres ya se habían marchado, sacudían los pesados colchones de lana, componían las camas, lavaban la ropa en la pila de piedra de la casa o la llevaban al lavadero público, hacían cola en la fuente para llenar los cántaros, cocinaban para que la cena estuviera lista al regreso de los hombres. Elaboraban su propio jabón y tejían las sogas, las esteras y los capachos, que son cestos de esparto. Para ellas coser y bordar eran tareas consideradas más como ocio que como trabajo: podían sentarse un rato a descansar del trabajo más duro y mientras tanto charlaban y escuchaban en la radio canciones dedicadas, novelas por capítulos como "Simplemente María" y consultorios sentimentales como el de Elena Francis, que era una de las muchas maneras de transmitir la intransigente moral católica de la época. A finales de los 1960, cuando fui por primera vez a Mágina, la vida de mayoría de las mujeres campesinas era aún así, pero ya soñaban con agua corriente en las casas y con una lavadora automática como tenían las viviendas de los barrios modernos. En mis siguientes visitas pude comprobar que los electrodomésticos ya habían entrado en sus vidas y mitigado considerablemente el esfuerzo. Hasta finales de los años 1970, cuando en España se instauró un sistema político de tipo democrático y se puso fin a otro, el régimen dictatorial del general Franco, en el que el catolicismo era la religión oficial obligatoria, el acontecimiento más importante en la vida de una mujer era el matrimonio, sancionado por una ceremonia de rito católico, igual que el nacimiento con el bautismo, el paso a la adolescencia con la primera comunión y la muerte con los funerales. En mi última visita a Mágina en 1989, veinte años después de la primera, todavía la mayor parte de las parejas se casaban mediante una boda católica. Lo que sí cambió de manera radical fue el ritual del cortejo. En este sentido tuve una valiosa información de la madre de Manuel, con la que como buena vecina hablaba largamente y se convirtió en mi mejor informante femenina. Ella me contó su propio noviazgo a finales de los años 40 y principios de los 50, que resultó ser un proceso lleno de paciencia y formalismo. Su entonces pretendiente, el padre de Manuel, tuvo que pasar 2 ó 3 años merodeando cada noche su casa, sin atreverse a llamar o a dirigirle la palabra, tan sólo para hacerles saber a ella y a los suyos, y también al vecindario, que la había elegido. Ella permanecía tras las cortinas de su ventana con la luz apagada para pasar absolutamente inadvertida. Mientras tanto él le enviaba cartas copiadas de un manual; la madre de Manuel las tenía guardadas todas juntas, atadas con una cinta de color rosa, llegó a dejarme que las leyera, eran cartas antiguas, rancias, impersonales, que decían cosas como:"Ruego encarecidamente a usted se sirva otorgarme el favor de una conversación amistosa en la que la pondré al tanto de la honradez de mis sentimientos hacia usted, que tanto arraigo han encontrado en el fondo de mi corazón". Una noche, tras 2 ó 3 años interminables, ella dejó encendida, como una señal, la luz de su dormitorio y unas semanas después lo esperó tras la reja de una ventana de la planta baja, y allí se verían noche tras noche, durante meses, el uno junto al otro, torpemente, sin saber qué decir, sin atreverse a rozarse una mano. Otra noche, tiempo después, ella lo esperó medio asomada al quicio de la puerta, con las hojas entreabiertas para que los pudieran vigilar desde dentro. Un día le dijo que podía entrar a hablar con sus padres. Él se puso traje y corbata y se sentó con la familia en la mesa camilla, le preguntaron por sus medios económicos y lo dejaron que entrara en la casa y que pasara allí cada tarde un poco más de tiempo. Ella empezó a bordar sus iniciales en las mantelerías, en las toallas y en la ropa blanca de la dote, y por fin, después de 6 ó 7 años desde que el pretendiente empezara a merodear por su casa, se fijó el día de ir a confesarse y el día de la boda. Así había que hacer las cosas entonces. A finales de los 1980, aunque no pude estudiar este tema en el poco tiempo que permanecí en Mágina, si que pude intuir que las cosas eran totalmente diferentes. Ahora el noviazgo era cosa de los jóvenes e intervenían muy poco las familias y a veces la mujer podía tomar un papel activo. A excepción de la fiesta del 18 de julio, que era una conmemoración de lo que los participantes llamaban el glorioso alzamiento nacional, es decir la sublevación militar que dio lugar a la guerra civil del año 1936, todas las demás fiestas anuales tenían un carácter religioso. La fiesta del santo protector de la ciudad, san Miguel, uno de los arcángeles, con feria de ganado, corridas de toros, casetas de atracciones y cunicas y caballicos, como llamaban en Mágina a los carruseles. La romería de la virgen de Guadalupe, que por mayo se llevaba a la ciudad desde una aldea próxima en donde tenía su santuario y se devolvía en septiembre. La navidad en diciembre para celebrar el nacimiento de Jesucristo con comidas especiales y máscaras en las calles. El carnaval fue una fiesta importante a finales del siglo XIX, pero prohibida en muchos periodos del siglo XX por fin se erradicó por completo durante el periodo de la dictadura del general Franco. Y la más importante de todas, a la que no podían faltar los emigrantes, estuviesen donde estuviesen, la que se había convertido en el principal elemento de identidad del pueblo: la Semana Santa, un ritual de primavera, seguramente heredero de fiestas de muerte y resurrección paganas como los misterios osiriacos o la cerealia, en la que se representa, por medio de imágenes escultóricas sacadas en procesión por las calles, todo el proceso que llevó a la muerte por crucifixión a Jesucristo, el hijo del Dios de los católicos, y su posterior resurrección y subida al cielo. Esta fiesta es muy compleja, y no sólo contiene el componente simbólico del resurgimiento de la vida en primavera, característico de las culturas agrarias, sino también una finalidad de identidad colectiva y grupal, ya que se estructura en cofradías de origen medieval, y de jerarquización social, puesto que cada cofradía tiene un orden jerárquico muy claramente establecido. Yo logré comprender esta fiesta, así como las corridas de toros, gracias a un informante muy integrado en estos dos campos, un artesano zapatero al que llamaban Mateo Zapatón. Él asesoraba con frecuencia al presidente de las corridas de toros, que es el que, por medio de un lenguaje de pañuelos, da las órdenes para organizar la lidia, es decir lo que tiene que ocurrir en la plaza, y concede las orejas y hasta el rabo del toro como trofeo al torero según la calidad de la faena. Mateo Zapatón también era directivo de una de las cofradías de Semana Santa, la de la Santa Cena, que sacaba en procesión un grupo escultórico que representaba a Jesucristo junto a sus doce discípulos dispuestos para comer alrededor de una mesa poco antes de que uno de ellos, Judas, lo denunciara por dinero a los romanos. El zapatero tenía el inmenso orgullo de que uno de los apóstoles, san Mateo, había sido esculpido con su rostro por el insigne escultor de Mágina, Eugenio Utrera. Me llevó incluso al taller de su admirado escultor, que había realizado la mayor parte de las nuevas imágenes religiosas de Semana Santa, porque las tradicionales, de gran valor, habían sido destruidas durante la guerra civil. Utrera tenía por costumbre ponerle a sus esculturas las caras de personas conocidas, y así como le puso a san Mateo la del zapatero, modeló la de judas el traidor con una similar a la de un sastre que pretendía cobrarle los trajes que le había confeccionado. Me mostró también un monumento de Utrera dedicado a los caídos, es decir los muertos en combate de los vencedores en la guerra de 1936, y me señaló con sigilo, como descubriéndome un enigma, un rostro que según se rumoreaba era el de la mujer de un amigo del escultor, una especie de mecenas y protector, Manuel Alberto Santos Crivelli, muerta de un disparo durante la guerra en circunstancias no muy bien aclaradas y en las que tal vez pudo participar el propio Utrera. La conferencia de Jonh Patrick Fitzsimont trataba un poco más extensamente el tema de las cofradías de Semana Santa, desarrollaba un aspecto, el de la influencia de la religión en los procesos de enculturación, que yo he obviado por considerarlo consabido y trillado, y concluía con una especie de sugestivo llamamiento a los estudiantes de antropología que se encontraran en la sala a que continuaran estudiando en Mágina los muchos aspectos que él se había dejado pendientes. * * * Hace poco, algo más de un mes, que he conseguido localizar a Fitzsimont a través de la Universidad de Bucknell para pedirle permiso para usar su conferencia. Hacía tiempo que se había jubilado y había regresado a su pueblo natal en Hawai. Mantuve con él una larga conversación telefónica por la que me enteré de que ahora era dueño en una playa paradisíaca de un restaurante llamado Manjares de Mágina, en el que los caracoles y los testículos de no se qué animal son los platos con más éxito entre los turistas americanos. Se enfadó mucho cuando le hablé de Mágina como de una ciudad imaginaria, de novela. ¡Cómo!, me contestó, ¿está usted insinuando que el lugar en que he pasado varios años de mi vida no existe, que todas las personas que allí he conocido, con algunas de las cuales he mantenido una fuerte amistad, no son nada más que personajes falsos, irreales, de ficción? Su protesta fue tan enérgica y su voz mostraba un grado de convicción tal que no supe que contestar. Desde que me colgó un tanto bruscamente hasta ahora no he parado de darle vueltas a la duda de si de verdad no habrá una ciudad real que se llame Mágina, y a pesar de mis continuos fracasos en encontrarla en los mapas convencionales, cada vez estoy más convencido de que esa ciudad existe. Bibliografía Muñoz Molina, Antonio |
|||||
|