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Introducción Según Habermas, la autocomprensión del Estado constitucional democrático se desarrolla desde el supuesto de una razón humana común -la razón "natural"-, accesible por igual para todos los ciudadanos. Este supuesto de la razón común es "la base epistémica para la justificación de un poder secular del Estado que ya no depende de las legitimaciones religiosas. Y esto hace posible, por su parte, la separación entre el Estado y la iglesia en el plano institucional" (Habermas 2006a: 127). Sabemos por la historia que la secularización del poder estatal fue la respuesta adecuada a las guerras de religión (Paz de Westfalia) y los conflictos confesionales en la modernidad temprana. Por la independencia de los Estados modernos de la autoridad eclesiástica, paso a paso se iban reconociendo los derechos de las minorías religiosas; primeramente por el establecimiento de la libertad en general de adherirse a una religión diferente a la iglesia establecida -libertad de creencia-; en segundo lugar, la libertad de profesar públicamente sus creencias -libertad de confesión- y finalmente, también el derecho a practicar las convicciones religiosas en todas sus formas -libre ejercicio de la religión-. 1. El acuerdo entre ciudadanos religiosos y no religiosos como condición necesaria de convivencia en la sociedad plural y democrática. El Estado laico El derecho fundamental a la libertad de conciencia, en general, y a la libertad religiosa, en particular, es la respuesta apropiada a los retos del pluralismo religioso. Es, por tanto, la condición necesaria, que sirve de marco para garantizar la libertad religiosa. Pero no es la condición suficiente. "No basta con la benevolencia condescendiente de una autoridad secularizada que viene a tolerar a las minorías que hasta ahora han estado discriminadas. Son las propias partes afectadas las que tienen que ponerse de acuerdo entre ellas sobre las precarias delimitaciones entre el derecho positivo a la práctica de la religión y la libertad negativa a ser respetadas y a no ser molestadas por las prácticas religiosas de los otros" (Habermas 2006a: 127). Las partes implicadas -las diferentes religiones- tienen que alcanzar un acuerdo entre sí, por ejemplo, sobre las controvertidas líneas divisorias entre la libertad religiosa positiva, esto es, el derecho a profesar las propias creencias, y el derecho de libertad negativa a quedar exento de las prácticas religiosas de los que tienen una fe distinta (1). La neutralidad positiva en las delimitaciones no represivas de la tolerancia requiere razones convincentes que todas las partes pueden y deben aceptar por igual por respeto mutuo. Todo esto requiere 1º) una formación democrática de la voluntad deliberativa y 2º) tratándose del Estado secular y laico, "el ejercicio político de la dominación tiene que ajustarse, en cualquier caso, a fundamentos no religiosos" (Habermas 2006a:128). Para poder regular eficazmente la convivencia ciudadana, los ciudadanos libres e iguales deben reconocerse mutuamente. "El procedimiento democrático debe su fuerza generativa de legitimación a dos componentes: por un lado, a la participación política igualatoria de los ciudadanos, que garantiza que los destinatarios de las leyes puedan también entenderse a sí mismos al mismo tiempo como autores de esas leyes; y, por otro lado, a la dimensión epistémica de las formas de discusión y de acuerdo dirigidas deliberadamente, que justifican la presunción de resultados racionalmente aceptables" (Habermas 2006a: 128). En situaciones de desacuerdo sobre cuestiones relativas a las visiones del mundo, a cuestiones normativas y a las convicciones religiosas, los ciudadanos deben respetarse unos a otros como miembros con los mismos derechos y buscar un entendimiento racionalmente motivado. Rawls habla de un deber de conducta cívica de los ciudadanos y un uso público de la razón humana común. "El ideal de la ciudadanía impone un deber moral, no un deber legal, el deber de civilidad, para ser capaces de explicarse unos a otros, cuando se trata de cuestiones fundamentales, cómo los principios y las políticas por las que ellos abogan y votan pueden apoyarse en valores de la razón pública. Este deber también implica una buena disposición a escuchar a los otros y una ecuanimidad a la hora de decidir cuándo resultaría razonablemente acomodarse a sus puntos de vista" (Rawls 1996: 252). El uso público de la razón tiene su punto de referencia los principios constitucionales válidos. En un Estado que es neutral con las cosmovisiones "sólo pueden valer como legítimas aquellas decisiones políticas que pueden ser justificadas imparcialmente a la luz de razones universalmente accesibles y que, por lo tanto, pueden ser justificadas por igual ante ciudadanos religiosos, ante ciudadanos no religiosos o ante ciudadanos de diferentes orientaciones confesionales. La ejecución de una regla o de una dominación que no pueda ser justificada de una manera imparcial es ilegítima porque en ella queda de manifiesto que una parte impone su voluntad a las otras. Los ciudadanos de una comunidad democrática están obligados a darse razones recíprocamente, porque sólo así puede la dominación política perder su carácter represivo" (Habermas 2006a: 129). Por consiguiente, el principio del laicismo, es decir, de la separación Iglesia y Estado obliga a los políticos y a los funcionarios dentro de las instituciones estatales a formular y justificar las leyes, las decisiones judiciales, los decretos y medidas únicamente en un lenguaje que sea accesible por igual a todos los ciudadanos. No obstante, los ciudadanos, los partidos políticos y sus candidatos, las organizaciones sociales, las iglesias y otras asociaciones religiosas en la esfera público-política están sujetas a una reserva o salvedad que no es del todo tan estricta. Ahora bien, desde el punto de vista liberal, no podemos olvidar que el Estado laico sólo garantiza la libertad religiosa a condición de que las comunidades religiosas no sólo se embarquen en la neutralidad de las instituciones estatales con respecto a las visiones del mundo y las normas morales y, por tanto, en la separación entere la Iglesia y el Estado, sino también en la delimitación restrictiva del uso público de la razón de los ciudadanos (2). El principio de la separación entre la iglesia y el Estado es irrenunciable. De ahí que las instituciones estatales deben mantener una estricta imparcialidad en sus relaciones con las comunidades religiosas. Si, por las razones que sean, se privilegia, con respecto a las imágenes del mundo, una iglesia o comunidad religiosa por encima de las otras, se vulnera la prescrita neutralidad. Ahora bien, siguiendo el principio de separación y haciendo una interpretación práctica del mismo ¿deberá abstenerse el Estado de adoptar una política que favorezca o que constriña a todas las comunidades religiosas por igual? Habermas ve en este caso una interpretación excesivamente estrecha del principio de separación (Habermas 2006a: 131). Esta interpretación estrecha va a parar a un estricto "laicismo", que, según algunos autores, incluido el mismo Habermas, hay que rechazar, lo cual no significa que se tenga que hacer una revisión que terminaría aboliendo la separación entre la Iglesia (religión) y Estado. 2. El conflicto de interpretaciones y la búsqueda de equilibrio entre las convicciones religiosas y las convicciones seculares. Los esfuerzos cooperativos de traducción En contra de la interpretación restrictiva del papel político de la religión en el Estado democrático y liberal, los defensores del papel político de la religión remiten a ejemplos históricos de la influencia política favorable que han tenido las iglesias y movimientos religiosos en la defensa y lucha por la democracia y los derechos humanos. Se presenta como ejemplo paradigmático a Martin Luther King y el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos. Paul J. Weithman afirma que "las iglesias contribuyen a la democracia en Estados Unidos promoviendo la ciudadanía democrática existente. Las iglesias animan a sus miembros a aceptar los valores democráticos como la base de decisiones políticas importantes y a aceptar como legítimas las instituciones democráticas. Los medios de que se valen para hacer sus contribuciones, incluyendo sus propias intervenciones en la argumentación cívica y en el debate político público, afectan a los argumentos políticos que sus miembros pueden estar dispuestos a usar, a la base sobre la que ellos votan y a la especificación de su ciudadanía con la que se identifican. Las iglesias pueden animar a sus miembros a que se vean a sí mismos como vinculados por normas morales dadas de antemano y con las que tienen que ser consistentes los resultados políticos. La realización de la ciudadanía por aquellos que están legalmente autorizados a participar en la toma de decisiones políticas es una enorme consecución de una democracia liberal, un logro en el que las instituciones de la sociedad civil desempeñan un papel crucial" (Weithman 2002: 91). Pero, como argumenta el mismo Weithman, los compromisos que asumen las comunidades religiosas en la sociedad civil se debilitarían si tuvieran que distinguir entre los valores religiosos y los valores políticos. Pero lo que sí está claro es que un Estado democrático no puede gravar a sus ciudadanos, a quienes garantiza la libertad religiosa, con deberes que son incompatibles con su condición de creyentes.. Pero también es verdad que las razones seculares tienen que tener la suficiente fuerza para que sean decisivas para el propio comportamiento de todo ciudadano, con total independencia de las motivaciones religiosas. Dado que en el Estado laico y liberal sólo cuentan las razones seculares, independientes de las cosmovisiones religiosas con sus normas morales, los ciudadanos creyentes están obligados a establecer una especie de "equilibrio" entre sus convicciones religiosas y sus convicciones seculares; o como dice Audi, tienen que mantener un equilibrio teo-ético (Audi 2005: 217). El problema está en cómo podrán conseguir ese equilibrio, pues, las personas religiosas están convencidas de que sus decisiones deben estar fundadas en sus convicciones religiosas; por tanto esas personas no ven que exista la alternativa de hacerlo o no hacerlo. Están convencidas de que deben aspirar a la totalidad e integridad de sus vidas; que ellas deben permitir que el mundo de Dios, la enseñanza del Torah, el mandato y ejemplo de Cristo o las enseñanzas del Corán configuren y dirijan sus vidas como un todo, incluida su existencia social y política. Si se acepta esta contundente objeción, el Estado liberal, de acorde con su principio de neutralidad y al mismo tiempo como protector del derecho fundamental de la libertad religiosa, ya no puede esperar que todos los ciudadanos creyentes justificarán sus posicionamientos políticos con independencia de sus convicciones religiosas. No están obligados a hacerlo, pues es la única forma de garantizar y poner en práctica la libertad religiosa. "Ciertamente, el conflicto entre las propias convicciones religiosas de una persona y las políticas o proyectos de ley justificadas secularmente sólo pueden surgir toda vez que también el ciudadano religioso debe haber aceptado la constitución del Estado secular por buenas razones. Ese ciudadano ya no vive como un miembro de una población religiosamente homogénea dentro de un ordenamiento estatal legitimado religiosamente. Y, por consiguiente, las certezas religiosas de la fe están enredadas con convicciones falibles de naturaleza secular y han perdido hace mucho tiempo -en la forma de "motores inmóviles", pero no "inamovibles"- su presunta inmunidad ante las exigencias y acometidas de la reflexión" (Habermas 2006a: 136). Ante tal conflicto, "el Estado liberal que protege por igual a todas las formas de vida religiosas tiene que eximir a los ciudadanos religiosos de la excesiva exigencia de efectuar en la propia esfera público-política una estricta separación entre las razones seculares y las religiosas, siempre y cuando esos ciudadanos lo perciban como una agresión a su identidad personal" (Habermas 2006a: 137). Pero también está claro que "el Estado tiene que esperar que ellos (los ciudadanos religiosos) reconozcan el principio de que el ejercicio de la dominación se ejerce con neutralidad respecto a las visiones del mundo. Todo ciudadano tiene que saber y aceptar que sólo cuentan las razones seculares más allá del umbral institucional que separa a la esfera pública informal de los parlamentos, los tribunales, los ministerios y las administraciones. Para ello basta con la capacidad epistémica de considerar reflexivamente las propias convicciones religiosas también desde fuera y de ponerlas en relación con las concepciones seculares" (Habermas 2006a: 137s). Para que puedan ser puestas en relación con las concepciones seculares, se requiere una condición: que las convicciones religiosas sean "traducidas" en la esfera publico-política sin que se aboque forzosamente a una reducción precipitada de la complejidad polifónica (Habermas 2006a: 138). Por una parte, "el Estado liberal tiene interés en que se permita el libre acceso de las voces religiosas tanto en la esfera público-política como en la participación política de las organizaciones religiosas. El Estado no puede desalentar a los creyentes y a las comunidades religiosas para que se abstengan de manifestarse como tales también de una manera política, pues no puede saber si, en caso contrario, la sociedad secular no se estaría desconectando y privando de importantes reservas para la creación de sentido. Bajo ciertas circunstancias, también los ciudadanos seculares o los ciudadanos de otras confesiones pueden aprender algo de las contribuciones religiosas, como ocurre, por ejemplo, cuando disciernen en el contenido normativo de verdad de una manifestación religiosa ajena intuiciones que les son propias y que han quedado a veces sepultadas u oscurecidas" (Habermas 2006a: 138s). Habermas reconoce que "las tradiciones religiosas están provistas de una fuerza especial para articular intuiciones morales, sobre todo en atención a las formas sensibles de la convivencia humana" (Habermas 2006a: 139). Pero, por otro lado, como el potencial religioso se hace público en una sociedad pluralista y laica, "este potencial convierte al habla religiosa, cuando se trata de cuestiones políticas pertinentes, en un serio candidato para posibles contenidos de verdad, que pueden ser traducidos entonces desde el vocabulario de una comunidad religiosa determinada a un lenguaje universalmente accesible.(…) El contenido de verdad de las manifestaciones religiosas no se extravía en orden a entrar en la práctica institucionalizada de la deliberación y de la toma de decisiones sólo si ya se ha realizado la necesaria traducción en el ámbito preparlamentario, esto es, en la propia esfera público-política" (Habermas 2006a: 139). Pero la cosa no termina aquí. El trabajo de traducción no tienen que realizarlo sólo los ciudadanos religiosos. La traducción es entendida como una tarea cooperativa en la que deben tomar también parte los ciudadanos no religiosos por razón de proporcionalidad, esto es, "para que los ciudadanos religiosos que son capaces y están dispuestos a participar no tengan que soportar una carga de una manera asimétrica" (Habermas 2003a:139). Los ciudadanos de un Estado democrático deben intercambiar recíprocamente razones para tomar decisiones políticas. Ahora bien, para que las contribuciones de todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes, sean fructíferas, se necesitan "esfuerzos cooperativos de traducción" (Habermas 2006a: 140). Si no existe una adecuada traducción, será muy difícil que las voces religiosas encuentren acceso a las agendas y negociaciones dentro de las instituciones estatales y se las tome en consideración dentro del proceso político. Pero ¿qué pasa cuando en el Parlamento hay una mayoría religiosa? ¿El poder estatal debe poder servirse de argumentos religiosos, llegando a convertirse en el agente de la mayoría religiosa? ¿Se vulnera el procedimiento democrático? Lo ilegítimo "no es la votación democrática, que asumimos que ha sido realizada correctamente, sino la violación del otro componente esencial del procedimiento democrático: el carácter discursivo de las deliberaciones que preceden a la votación. Lo que es ilegítimo es la contravención del principio de que el ejercicio de la dominación política ha de ser neutral con las visiones del mundo, principio según el cual todas las decisiones políticas que pueden ser impuestas con el poder estatal tienen que ser formuladas y pueden ser justificadas en un lenguaje que sea accesible por igual a todos los ciudadanos. La dominación de las mayorías se transforma en represión cuando una mayoría argumenta religiosamente, en el curso del procedimiento de la formulación política de la opinión y de la voluntad, deniega a la minoría derrotada, sea ésta secular o de una confesión diferente, la completa comprensión y el cumplimiento discursivos de las justificaciones que le son debidas. El procedimiento democrático debe su fuerza de generar legitimidad a que incluye a todos los participantes y a su carácter deliberativo" (Habermas 2006a: 142). Pero este principio ¿es factible empíricamente? Wolterstorff rechaza el principio de legitimación del consenso constitucional basado en razones. El autor argumenta que la discusión entre las diferentes cosmovisiones no puede encontrar solución alguna en la presuposición común de un consenso de trasfondo. Tratándose de un consenso sobre bienes materiales (economía, seguridad, bienestar, etc.) es alcanzable; pero tratándose de bienes existenciales y de salvación, el consenso es más dificultoso, por no decir casi imposible. Los conflictos de valores existenciales entre comunidades religiosas y no religiosas no se prestan a compromisos. Conclusión: "la competencia entre las imágenes del mundo y las doctrinas religiosas que pretenden explicar la posición del hombre en el mundo como un todo no se puede dirimir en el plano cognitivo. Tan pronto como estas disonancias cognitivas penetran hasta los fundamentos de la convivencia de los ciudadanos regulada normativamente, la comunidad política queda segmentada, sobre la base de un modus vivendi inestable, en comunidades irreconciliables que se atienen a religiones y visiones del mundo. En ausencia del vínculo unificador de una solidaridad cívica que no puede ser forzada legalmente, los ciudadanos no se conciben a sí mismos como participantes con igualdad de derechos en la práctica común de la formación de la opinión y de la voluntad, en la que ellos se deben razones recíprocamente para sus tomas de posición políticas. Esta reciprocidad de expectativas entre los ciudadanos es lo que distingue a una comunidad liberal, integrada mediante una constitución, de una comunidad segmentada en términos de imágenes del mundo" (Habermas 2006a: 143). Esta falta de reciprocidad está en parte motivada, según Habermas, por una contradicción del Estado liberal y laico, pues éste "imputa por igual a todos los ciudadanos un ethos político que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos. La estipulación de la traducibilidad de las razones religiosas y la procedencia institucional de que gozan las razones seculares sobre las religiosas exigen a los ciudadanos religiosos un esfuerzo de aprendizaje y de adaptación que se ahorran los ciudadanos seculares" (Habermas 2006a: 144). Esto viene a confirmar que las iglesias han persistido durante mucho tiempo en una actitud contraria a la neutralidad estatal y al proceso de democratización de las sociedades liberales. La cultura europea ha experimentado un profundo cambio respecto a la conciencia religiosa desde la Reforma y la Ilustración. En la primera mitad del siglo XX las iglesias se han esforzado por modernizarse, con el fin de dar una respuesta a los desafíos del mundo moderno, reconociendo el hecho del pluralismo religioso, el avance de las ciencias modernas y la consagración del derecho positivo y de la moral secular. Este proceso de modernización y de acomodación de las comunidades religiosas ocasiona unas crisis a los creyentes y no afectan a los ciudadanos no religiosos. ¿Por qué? 1º. Los
ciudadanos religiosos tienen que reestructurar sus
actitudes epistémicos y éticas
hacia otras religiones y cosmovisiones secularizadas completamente
extrañas dentro de un
mundo plural. Admitamos que realmente este proceso de acomodación y de democratización impone una carga asimétrica a las comunidades religiosas, pero desde el punto de vista histórico, los ciudadanos religiosos han tenido que aprender a adaptar sus actitudes epistémicos al entorno secular, actitudes que a los ciudadanos seculares ilustradas les han recaído sin esfuerzo. No obstante, los ciudadanos no religiosos han tenido que aprender también a ser tolerantes con las actitudes de los ciudadanos religiosos, mediante un esfuerzo de "superación autorreflexiva de un autoconocimiento de la modernidad exclusivo y endurecido en términos secularistas" (Habermas 2006a: 146). Gran parte del planteamiento actual de las relaciones entre el Estado laico y la Iglesia se mueve por la línea dura del laicismo, como veremos más adelante, buscando hacer más fuerte y consecuente el proceso de secularización ante el resurgimiento público y político de la religión en nuestros días. "En
la medida en que los ciudadanos seculares estén
convencidos de que las tradiciones
religiosas y las comunidades de religión son, en cierto modo, una
reliquia arcaica de las
sociedades premodernas que continúa perviviendo en el momento presente,
sólo podrán
entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de
la preservación
natural de especies en vías de extinción. Desde su punto de vista, la
religión ya no tiene
ninguna justificación interna. Y el principio de la separación entre la
Iglesia y el Estado ya
sólo puede tener para ellos el significado laicista de un
indiferentismo indulgente. Según la
versión secularista, podemos prever que a la larga las concepciones
religiosas se disolverán
a la luz de la crítica científica y que las comunidades religiosas no
serán capaces de resistir
a la presión de una progresiva modernización social y cultural. A los
ciudadanos que
adopten tal actitud epistémico hacia la religión no se les puede pedir,
como es obvio, que se
tomen en serio las contribuciones religiosas a las cuestiones políticas
controvertidas ni que
examinen en una búsqueda cooperativa de la verdad un contenido que
posiblemente sea
susceptible de ser expresado en un lenguaje secular y de ser
justificado en un habla
justificativa. Recordemos que desde la Ilustración las tradiciones religiosas se han visto desafiadas por las pretensiones prácticas del humanismo moderno. Por primera vez tuvieron que reconocer que la política y la sociedad se basan en representaciones seculares fundamentadas de modo autónomo y el ejercicio de la religión y de la praxis confesional se ha replegado a ámbitos privados. Podemos decir que la especificación del sistema religioso ha correspondido a una individualización de la creencia y de la praxis religiosa (Luckmann 1973). No obstante, la pérdida de función y la privatización no tiene que comportar necesariamente como consecuencia ninguna pérdida de significado de la religión en la esfera pública política y en la cultura de una sociedad, como tampoco en los modos de vida personales. Últimamente Habermas insiste continuamente en que la conciencia pública en los países europeos puede ser descrita hoy en día como una "sociedad post-secular" (Habermas 2006a: 148), que tiene que adaptarse también a la pervivencia de las comunidades religiosas en un entorno secularizado. Independientemente de su peso cuantitativo dentro de las sociedades avanzadas, las comunidades religiosas pretenden un "lugar" en la vida de las sociedades modernas y democráticas. Buscan influir en la formación de la opinión pública y en la voluntad política con contribuciones más o menos relevantes, convincentes o chocantes, en los temas de discusión. Las comunidades religiosas tienen el derecho de afirmarse en la vida política de las sociedades seculares y laicas como comunidades de interpretación. Desde este punto de vista no es legítimo en una sociedad pluralista y democrática acallar la "voz pública de la religión" y someterla a debate es suscitar la cuestión relativa al lugar adecuado que le corresponde a la religión en la sociedad secular y laica., pues el tomar la palabra en la opinión pública lo hacen en cuanto creyentes o en cuanto ciudadanos. John Rawls y Robert Audi apoyan el derecho cívico de no defender o apoyar leyes o políticas a menos que se disponga de adecuadas fundamentaciones seculares y se esté dispuesto a aportarlas. Privadamente, los ciudadanos creyentes podrán tener además razones religiosas, pero estás no serán tenidas en cuenta en la debate público, a no ser que sean traducidas en un lenguaje secular. Habermas discrepa de esta tesis. Existen personas que ni están dispuestas, por derecho, ni son capaces de desdoblar sus convicciones y su vocabulario en una parte secular y en otra religiosa. Esto por una parte, pero existe también una razón práctica y funcional: no debemos reducir precipitadamente la complejidad y riqueza de la diversidad de voces públicas. El Estado democrático, aún siendo neutral, no debería disuadir ni a los individuos ni a las comunidades a la hora de expresarse espontáneamente "porque no puede saber si de lo contrario a la sociedad se le priva de posibles reservas de fundación de sentido e identidad" (3). Como afirma el mismo Habermas, "las tradiciones de creencias religiosas han adquirido una significación política nueva e inesperada" (Habermas 2006a: 121). Intentar privatizar las religiones desde el Estado no tiene sentido, ni es legítimo en un Estado democrático liberal. Pero no es menos cierto que existen también reorganizaciones de los movimientos laicistas que presionan para que sus reivindicaciones sean tenidas en cuenta y llevadas a término por el Estado: la separación de la Iglesia del Estado. Desde el punto de vista fáctico, en sociedades democráticas occidentales se hacen demandas para ampliar las libertades, los estilos de vida plurales -matrimonios homosexuales- y la capacidad de decisión sobre opciones relacionadas con la vida -control de natalidad, reproducción asistida, aborto- y la muerte -eutanasia-. Estas reivindicaciones rompen el consenso moral tradicional. De ahí que se estén produciendo verdaderos conflictos normativos entre los valores defendidos por tradiciones culturales y comunidades religiosas y el sistema legislativo del Estado laico. La consolidación de estos dos polos aumenta la complejidad de las sociedades democráticas liberales y las posibilidades de conflicto socio cultural y de relaciones entre la Iglesia (religión) y Estado. El orden político que sirve de marco de estas relaciones se basa en el pluralismo e instaura la diferenciación entre la institución religiosa y la institución estatal, lo cual genera, además de un desplazamiento del mundo religioso del centro de la vida pública, una privatización e invisibilización del factor religioso, más o menos intensa, según sean las circunstancias históricas, sociales y políticas de cada país, sin olvidar lo que hemos asentado anteriormente, que en los tres últimos decenios estamos experimentando un interesante proceso sociológico de resistencias de las instituciones religiosas a ese desplazamiento y la adopción de estrategias para recuperar centralidad social, cultural y política. Y estas resistencias son tales que ya se habla de un resentimiento de la laicidad en una "sociedad postsecular", según expresión de Habermas (Habermas 2006a: 126 y 148. Habermas 2006b: 26 y43). Tal expresión "no sólo se refiere al hecho de que la religión se mantiene firme en un ambiente cada vez más laico y que la sociedad cuenta con que las comunidades religiosas se mantengan indefinidamente en el tiempo. Con el término "postsecular" no sólo quiere mostrarse pública aceptación a las comunidades religiosas por la contribución funcional en lo que se refiere a la reproducción de motivos y actitudes deseados. Más bien resulta que en la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja la comprensión normativa, que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos no creyentes con ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se impone la evidencia de que la "modernización de la conciencia pública" abarca desfasada tanto mentalidades religiosas como mundanas y las cambia reflexivamente. Ambas posturas, la religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también entonces desde un punto de vista cognitivo. (...) La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas. Es más, una cultura liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados que participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público general" (Habermas 2006b: 43s y 46s). Ahora bien, ¿cómo hay que comportarse con comunidades religiosas "que quieren seguir una agenda propia en la esfera pública política y quieren impedir políticas que niegan sus propias creencias; socavan con ello la separación Iglesia-Estado?" (Habermas 2006b: 6). Según Habermas, "depende de cómo estos actores religiosos comprendan y practiquen su papel. Si actúan como una suerte de "comunidad de interpretación" en el interior del marco constitucional, se limitarán a la propagación de argumentos comprensibles y plausibles universalmente, en vez de emplear argumentos de tipo dogmático. Preferirán, pues, invocar argumentos tales que apelen igualmente a las intuiciones morales tanto de los propios seguidores como de los no creyentes o de los creyentes en otras religiones" (Habermas 2006b: 6). ¿Y qué sucede cuando las iglesias o la jerarquía eclesiástica se dirigen expresamente sólo a sus creyentes? "Deben considerarlos como ciudadanos orientados religiosamente, esto es, como miembros orientados religiosamente de una comunidad política. Por el contrario, las iglesias sobrepasarían las fronteras de una cultura política liberal si pretendieran alcanzar sus objetivos políticos de manera estratégica, esto es, apelando de manera directa a la conciencia religiosa. Pues entonces querrían influir en sus miembros en cuanto que creyentes y no como ciudadanos. Intentarían ejercer una coacción sobre las conciencias e imponer su autoridad espiritual en lugar de aquel tipo de fundamentaciones que en el proceso democrático sólo pueden llegar a ser eficaces porque superan el umbral de la traducción en un lenguaje comprensible por todos" (Habermas 2006b: 6) (4). La "separación" entre "ciudadanos" y "creyentes" es necesaria en una sociedad democrática y liberal. Tal es el principio rector. Pero como todos los principios, requieren siempre de la aplicación e implementación adecuada al texto. No pueden aplicarse uniformemente; hay que respetar los contextos culturales y políticos y la gran diversidad de regulaciones jurídicas, mediante las cuales se pone en práctica el principio regulador de la relación entre ciudadano y creyente, de la separación entre El Estado y la Iglesia. Esta es la razón por la que ante ese principio de separación se desencadenen reacciones y posturas muy diferentes. En las consideraciones de Habermas en torno a la presencia y funciones de lo religioso en la esfera pública existe una cierta tensión entre el Habermas heredero de la Ilustración y el último Habermas, que contempla con una mirada libre de prejuicios el factor religioso, sin renunciar por esto a su racionalismo crítico. Pero en cualquier caso, por el hecho de que afirme que creyentes y no creyentes tienen que atribuirse mutuamente las correspondientes actitudes epistémicos, avala, aunque sutilmente, una toma de consideración respecto a las verdades religiosas. La misma filosofía tiene, según Habermas, razones para mantenerse dispuesta al aprendizaje ante las tradiciones religiosas, siempre y cuando éstas eviten el fundamentalismo y la coerción sobre las conciencias. Habermas establece una nueva fundamentación de la tolerancia, aunque no se queda aquí, pues la tolerancia puede disolverse en mero indiferentismo. El mismo hecho de reconocer en las tradiciones y creencias religiosas un "contenido epistémico" se las valora positivamente, valoración que va más allá del mero respeto. Habermas defiende que las tradiciones religiosas están provistas de una fuerza especial para articular intuiciones morales. Despreciar este potencial por su origen religioso, sería absurdo, cuando no deshonesto. En el debate que tuvo en la Academia Católica de Baviera la tarde del 19 de enero de 2004 con el entonces cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Habermas hizo hincapié en las aportaciones de las comunidades religiosas en los temas políticos controvertidos desde un punto de vista cognitivo (Habermas 2006b: 43s), llegando a definir al proceso de secularización como un "doble -y complementario- proceso de aprendizaje" (Habermas 2006b: 40 y 43). 3. Lugar y función de la religión en la sociedad democrática y postsecular. La laicidad abierta como principio fundamental del Estado de derecho Pero es ahora cuando surge el verdadero problema práctico: ¿cuál es el lugar y función de la religión en la sociedad democrática y laica? Con frecuencia los medios de comunicación nos informan sobre los roces de diversa consideración entre ciertas creencias religiosas y las actuaciones o principios de las democracias occidentales. Cada día hay más "desajustes" entre los asuntos de la Iglesia y del Estado. Aquí en España, por ejemplo, la Iglesia católica ha perdido el monopolio y dice sentirse ultrajada por ciertas actuaciones de la sociedad civil y de los poderes públicos. Existe una fractura entre la forma de concebir la existencia en sociedad de la población laica y la Conferencia Episcopal Española (CEE). Existe un choque que deriva en parte del enfrentamiento que todos conocemos entre la jerarquía y la sociedad secular y laica, al considerar que ésta traspasa los límites que su fe les obliga aceptar. Cada día es más difícil compatibilizar los deberes religiosos y morales con las leyes civiles. Pero también es palpable que los defensores de la laicidad defienden y respetan el derecho de los creyentes a profesar su religión, aunque ponen límites a la dimensión pública de las creencias religiosas por miedo a que una religión o iglesia pretenda dictar normas para toda la sociedad pluralista. Buscando buenas intenciones, el Estado democrático y liberal no puede ignorar la fuerza ética de las creencias religiosas, como ha escrito reiteradamente Habermas. Debe haber un "pacto de convivencia". Este principio es necesario desde el punto de vista pragmático, como diría Rorty. Pero ¿qué pasa en la práctica? El principio rector del pacto de convivencia es que para poder convivir juntos hay que aceptar que las creencias y convicciones de cada uno no pueden ser impuestas a los demás. Cada día, debido a los movimientos migratorios, las sociedades son más pluralistas religiosa y culturalmente. Razón de más que no se puede imponer universalmente una doctrina y una moral consideradas como las únicas verdaderas. Como afirma muy bien Habermas, la religión, las religiones tienen el derecho de la opinión pública, de la voz pública. No se trata, por tanto, de acallar la voz pública de los creyentes. En el pluralismo democrático es consustancial el conflicto de interpretaciones. Hay que mantener, pues, la comunicación ciudadana en el espacio público y democrático para toda contribución, sea creyente o no creyente. Ahora bien, el pacto de convivencia es imposible cuando una de las partes quiere seguir e imponer una agenda propia en la esfera pública con exclusión de los demás. El problema no está en que existan en la sociedad plural y democrática "comunidades de interpretación", de acorde con el marco constitucional, sino en recurrir, para imponer sus puntos de vista, a argumentos dogmáticos e intransigentes. Es verdad que la aplicación de los principios depende del contexto y de quien o quienes los interpretan. En las sociedades occidentales encontramos una gran diversidad de regulaciones jurídicas que deben poner en práctica un único principio: mantener al Estado y a la Iglesia separados uno del otro. Se trata de conjugar el pluralismo con la laicidad. Tratándose de una sociedad democrática, el pluralismo, la libertad de conciencia, incluida la libertad religiosa, y la neutralidad del Estado en materia de religión son principios constitutivos de tal sociedad, dando lugar a su condición de sociedad abierta, contrapuesta, como hicieron ver Bergson (1999) y Popper (2006) a la sociedad cerrada. Ahora bien, los principios constitutivos de la sociedad democrática y abierta son imposibles de realizar cuando sectores religiosos, políticos y filosóficos intentan monopolizar e imponer su ética privada, su idea de bien y de salvación, sus pretensiones de poseer la verdad absoluta dogmática y totalitariamente. La laicidad no supone tomar posturas contrarias, algunas incluso agresivas contra el hecho religioso, como tuvo lugar en el siglo XIX aquí en España. Normalmente eran reacciones frente al asfixiante poder y hegemonía de la jerarquía católica. Tales reacciones no provenían sólo de los ateos y agnósticos, sino también de los propios librepensadores católicos. Destacaron los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza (1876) y los krausistas españoles -"los últimos erasmistas", según Azorín- Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Fernando de Castro, fueron católicos liberales que tuvieron que abandonar la Iglesia para seguir siendo cristianos, especialmente cuando el Syllabus (1874) (5) de Pío IX condenó los principios del liberalismo. Trataron de defender la neutralidad del Estado frente a una concepción teológica de la política, que pretendía imponer el uniformismo frente al pluralismo y el confesionalismo frente a la laicidad. Después del paréntesis del pontificado de Juan XXIII y del concilio Vaticano II, la orientación de Roma y de gran parte del episcopado, es volver a destacar las incompatibilidades entre el mundo moderno y la sociedad democrática y liberal con la Iglesia católica, en contra del talante democrático y dialogante de muchísimos creyentes y teólogos cristianos. Esto hay que dejarlo bien claro. No es la religión y en particular la Iglesia católica la que es incompatible con la democracia, sino unas instituciones que pretenden ejercer e imponer en la sociedad plural y democrática el monopolio de la verdad y de la moral. No todos los católicos, incluidos destacados teólogos, están totalmente conformes con la doctrina del papa y de los obispos. Demandan volver a poner en práctica el verdadero espíritu dialogante del concilio Vaticano II. Por encima de todo hay que reconocer la laicidad, bien entendida, es decir, abierta, como principio fundamental del Estado de derecho, plural y democrático-liberal. Notas 1. Cfr. A. Motilla (ed.): Los
musulmanes en España. Libertad religiosa e identidad cultural.
Madrid, Trotta, 2004. A. Gómez: La Iglesia católica y otras
religiones en la España de
hoy. Madrid, Ediciones VOSA, 1999. A. Gómez: Iglesia
católica, derechos humanos y
sociedad. En: 2. Rawls insiste en esta exigencia en vista a una objeción que él mismo se formula: "¿cómo es posible que aquellos que son creyentes respalden un régimen constitucional incluso cuando sus doctrinas comprehensivas no puedan prosperar bajo ese régimen, e incluso puedan debilitarse?" (Rawls 2001:175). 3. Habermas: La voz pública de
la religión. Respuesta a las tesis de Paolo Flores d'Arcais.
En: 4. Habermas pone como ejemplo la carta pastoral de los obispos alemanes con la que desde el púlpito se pidió el voto para Adenauer. Aquí, en España, esta forma de intervenir de la Conferencia Episcopal es frecuente. 5. En
Internet:
Bibliografía Audi, Robert Bergson, Henri Habermas, Jürgen Luckmann, Thomas Motilla, Agustín
(ed.) (y otros) Popper, Karl Rawls, John Weithman, Paul J. |
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