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Parerga
y paralipómena es, como se sabe, la obra con la que
Schopenhauer obtuvo por fin
reconocimiento público. Luis F. Moreno Claros ha señalado al respecto
que quizá fue el libro
más vendido de finales del XIX (Moreno Claros 2005: XLI) que acercó al
filósofo al gran
público, pero que también "logró cautivar a un gran sector del público
culto, harto ya desde hacía
mucho tiempo de las filosofías que nunca había logrado comprender"
(Moreno Claros 2005:
280). Este libro fue, además, la puerta de entrada a su obra
fundamental, si bien el ansiado
reconocimiento tuvo que venir primero desde Inglaterra. Pilar López de
Santa María ha señalado
que el texto no pasó desapercibido porque era expresión de los nuevos
tiempos. Mientras El
mundo como voluntad y representación se publicó en la época de
auge del hegelianismo, Parerga y paralipómena aparece cuando
ha irrumpido la
izquierda hegeliana: "se han
abandonado las utopías especulativas y surgen las tendencias realistas,
materialistas e
historicistas, que se conforman con los hechos y el mundo dado". La
época marca el comienzo
de la filosofía contemporánea, "presidida por la sospecha de la que
Schopenhauer es precursor"
(López de Santa María 2006: 13). En este marco, entre los textos que integran Parerga y paralipómena figuran dos que merecen una especial atención: "Aforismos sobre la sabiduría de la vida" y "Sobre la religión". Ambos representan las exigencias de una época diversa, pero también una sensibilidad distinta en la trayectoria de su autor. En el primero, Schopenhauer afirma que deja a un lado el punto de vista ético-metafísico, pero otro tanto puede decirse del escrito "Sobre la religión", un texto más centrado en los aspectos sociales y psicológicos de la necesidad metafísica y, en concreto, de la religión. ¿Se puede afirmar entonces que en Schopenhauer hay dos filosofías: la de El mundo como voluntad y representación que concluye en la negación de la voluntad, y otra que entiende la filosofía como un arte de vivir y que correspondería a los últimos años de vida del filósofo? Esta es la cuestión que pretendo abordar en las páginas siguientes. Pero cabe ya adelantar que en 1850, cuando presenta Parerga y paralipómena a Brockhaus para su posible publicación, afirma que sus preparativos se remontan a treinta años y que con esta obra da por cerrada su producción. Y como ya señaló Franco Volpi (cfr. Volpi 2000: 13-15), Schopenhauer se dedica desde muy pronto (al menos desde 1814 y con más regularidad desde 1822) a recopilar sentencias y máximas. Por lo que en la misma época en la que está dando forma a su obra fundamental, reflexiona sobre lo que podríamos llamar una filosofía para la vida. Y si tenemos en cuenta el interés de Schopenhauer por los clásicos grecolatinos y por las literaturas nacionales europeas, entre ellas la española, como escuela de lo humano, la fecha sería anterior (1). A la vista de esto, la conclusión parece ser que el material y la perspectiva de los "Aforismos sobre la sabiduría de la vida" remiten a un interés constante a lo largo de su vida. 1. La "conciencia mejor", sabiduría de lo eterno Una clave
para explicar el doble
interés del autor (negación de la
voluntad y arte de vivir) quizá
se encuentre en la noción de "conciencia mejor" o "mejor conciencia" (2), el
filosofema (3) que
da
cohesión a las notas previas a la redacción de la obra fundamental de
Schopenhauer, y que gira
en torno a la aspiración a la trascendencia en experiencias como la
religiosa, la moral, la artística
o la filosófica, y a lo que podríamos llamar en términos generales
"conversión" y redención. El
término "conciencia mejor" no se encuentra en la obra publicada y en el
Nachlass sólo lo
encontramos hasta 1814, el año del que dice el autor que todas las
bases de su filosofía estaban
ya establecidas. Schopenhauer afirma que la conciencia mejor se opone a
la conciencia empírica,
que ambas no pueden conciliarse y que sólo cabe escoger entre una u
otra en cada ocasión. En
los cuadernos personales la conciencia empírica se denomina también
"conciencia temporal",
porque la importancia del tiempo en la constitución de los objetos de
la percepción y en la
comprensión que el sujeto tiene de sí mismo. En El mundo como
voluntad y representación
Schopenhauer afirma que "la materia que se le ofrece a toda filosofía
no es más que la conciencia empírica, que se descompone en
conciencia del
propio yo (autoconciencia) y la
conciencia de las otras cosas (intuición externa). Pues ella es lo
único inmediato y realmente
dado" (Schopenhauer 2003: 113). La
conciencia mejor, por el
contrario, hace referencia a una forma especial de conocimiento, de
abstracción o contemplación, y a un cambio en la actitud y en la
acción. Schopenhauer no define
la conciencia mejor claramente, utiliza el término en varios sentidos,
no siempre acordes entre sí
y no siempre en el mismo plano, aunque pertenezcan a un mismo campo
semántico. Algunos de
los términos posteriores de su filosofía son reconocibles en ese campo
semántico, pero no es
posible señalar uno que abarque todos los sentidos que da a la
conciencia mejor en los Manuscritos. En una de las primeras
anotaciones, la
número 15,
y recurriendo a la tradición,
intenta explicarla en términos agustinianos como iluminación o gracia,
como Ideas que Dios
depositó en nosotros, que sólo muy aproximadamente imitan la filosofía,
la poesía y el arte
(Schopenhauer 1985, I, 15: 11). La conciencia mejor apuntaría también a
una especie de
metafísica natural: se nos revela la inanidad del mundo y de nuestra
existencia en él frente a
nuestro verdadero ser que aspira a lo eterno. También sugiere la
beatitud, y también la
determinación que mueve a la conversión de una parte de lo que somos. Y
también a aquello que
queda cuando el mundo fenoménico ha sido superado, lo que luego llamará
el autor "la nada
relativa". Representaría, por tanto, un primer esbozo de la
determinación de la intuición
fundamental sobre la dualidad de la existencia y una primera propuesta
de redención. En su reflexión sobre la conciencia mejor, no sólo falta una explicación del tipo de conciencia a la que se refiere, sino también de las facultades implicadas. A veces se trata de la liberación del principio de razón suficiente; otras apunta a un uso parcial, justo para captar los objetos. Más tarde, el centro de interés es la liberación de la voluntad o señala una escisión dentro de ésta. Si en el fragmento 15 se refería a ideas puestas por Dios en nosotros, en el 86, de 1813, la diferencia entre la conciencia empírica y la conciencia mejor es intrínseca a la conciencia en general, por lo que la escisión sería dentro de ésta. El autor alude a la eternidad y a la temporalidad que le es constitutiva, como si fuese una mezcla inestable que la empuja a una lucha y a una aspiración continua a separarse (Schopenhauer 1985, I, 86: 46). Pero también se refiere a una determinación que mueve a un cambio radical, a una conversión, o la identifica con la Nada o con la beatitud. En un fragmento de 1814, posterior a su tesis sobre el principio de razón suficiente y por ello al descubrimiento de la voluntad como espontaneidad, la duplicidad de la conciencia corresponde a una duplicidad de nuestra voluntad: la buena voluntad y la voluntad de vivir (Schopenhauer 1985, I, 158: 90-91). Y señala dos caminos para alcanzar la conciencia mejor: o desde el interior surge por sí misma la mejor voluntad, nos apartamos espontáneamente de la voluntad de vivir y repudiamos el mundo, o bien apuramos hasta el fondo la voluntad de vivir, siguiéndola hasta donde nos lleve, y entonces -poco a poco- el encono, la aversión hacia el fondo de la vida, nos va ganando. En ambos casos se producirá una experiencia de conversión y la correspondiente negación de la voluntad y con ello la redención. Según lo
anterior, la ambivalencia
del concepto, a la que hay que sumar la preferencia de
Schopenhauer por su definición en negativo, nos impide determinar su
significado con claridad y
también establecer qué lugar ocupará en el sistema final. Quizá la
conclusión más correcta es
que la conciencia mejor en Schopenhauer no es tanto un concepto como el
campo de interés
sobre el que gira su filosofía, y que tiene que ver con distintas
experiencias de trascendencia y
redención, con el pensamiento único al que el filósofo alude como seña
de identidad de su obra.
Pero lo que me interesa señalar ahora es que también se refiere a la
capacidad estética y a la
creación de ideales. Y esto abre una nueva perspectiva desde la que
acercarse al pensamiento del
autor que permite matizar dos de los rasgos más señalados de su
filosofía: el pesimismo y la
negación de la voluntad. En ambos casos, como capacidad estética y como
creación de ideales, el
fin no es negar la voluntad ni rechazar el mundo, sino afrontarlo desde
un nuevo enfoque y con
otra técnica. El concepto de conciencia mejor aparece así desvinculado
de la metafísica de la
negación de la voluntad. De hecho, originariamente la conciencia mejor
no consiste
necesariamente en la negación de la voluntad o del mundo, sino en un
suplemento para
relativizar, completar, soportar y sobreponerse a la existencia. Y su
afirmación o la
identificación con lo eterno no implican necesariamente rechazar el
mundo como representación.
También se trata de potenciar en él, y desde él, lo que podría llamarse
una conciencia empírica
mejor, sin más distinciones. La capacidad estética es la distancia que nos permite articular una objetivación del conjunto donde los detalles no desaparecen ni se niegan, pero se relativizan y disminuye su efecto sobre nosotros. Esta objetivación, que no siempre aparece vinculada a la conciencia mejor, sino alguna vez a la razón, constituye así un suplemento para sobreponernos y sostenernos en la existencia, no para negarla. Schopenhauer se había referido a ello de una forma metafórica presentando la reflexión filosófica como un puesto alpino en el que se respira un aire más puro y se ve el "sol" cuando abajo todavía es de noche. Desde ese puesto alpino, los desniveles y las disonancias del mundo no son ya apreciables porque se completan y redondean todos los contornos. Schopenhauer señala esa capacidad estética en la justificación griega de la existencia, en la "ingenuidad" homérica y la visión olímpica (4), y también en la quietud y la melancolía del sabio. Y parece ser también la función más originaria que Schopenhauer asignó al pensamiento de lo eterno y que recupera en los "Aforismos" como técnica encaminada al desarrollo de un arte de vivir. En todos
los casos la nueva
perspectiva nos devuelve la vida como espectáculo que ahora sí
podemos aceptar. Y es afín a la justificación estética de la existencia
y el mundo de la que luego
hablará Nietzsche y que será el rasgo decisivo de su apuesta por el
arte. Es también la
perspectiva suprahistórica de la Segunda intempestiva, la de
las potencias que desvían la mirada
del devenir e imprimen a la existencia un carácter de eternidad: la
religión y el arte (cfr.
Nietzsche 1999: 135-136). La perspectiva "a vista de pájaro" -situarse
a cierta distancia-, de la
que también hablará Nietzsche, no es un capricho del artista, sino una
condición necesaria, como
ante una obra de arte es imprescindible situarse a la distancia
adecuada, no para adivinar a través
de la obra el supuesto artífice o artista del mundo y con ello
justificar su creación, sino
simplemente para entender y entendernos en el cuadro y ver mejor, es
decir, de un modo
saludable, que nos favorezca. "Idealizar -dirá también Nietzsche- no
significa sustraer lo
accesorio, lo pequeño, sino extraer los rasgos capitales, de
tal modo que los demás desaparezcan
ante ellos". "Este tener-que-transformar las cosas en algo
perfecto es arte". El resultado es el
enriquecimiento de todas las cosas con la propia plenitud: todo aparece
enriquecido,
"sobrecargado de energía" (Nietzsche 1993: 91). Volviendo a la conciencia mejor, ésta también se relaciona con la creación de ideales. En Parerga, Schopenhauer dirá que lo máximo que el hombre puede alcanzar es una vida heroica y asocia ésta al empeño en un ideal valioso, de alcance universal (cfr. Schopenhauer 2009: 337). Un papel especial al respecto, aunque poco esclarecido por el autor, lo desempeña la fantasía. En las notas previas a la elaboración de El mundo como voluntad y representación la fantasía facilita el tipo de pensamiento del genio y del filósofo, quienes extraen sus ideas no de la sucesión temporal, sino directamente de la eternidad (cfr. Schopenhauer 1985, I, 54: 55). Pero también es la facultad que vislumbra y crea la imagen completa, el ideal, aquello que -por así decir- la realidad "quiere" pero no puede producir (cfr. Schopenhauer 1985, I, 239: 139-140). En un fragmento de 1813, Schopenhauer conecta con esta perspectiva y desde ella aborda otro aspecto de la conciencia mejor. La idea no se refiere aquí a la imagen del mundo que muestra lo eterno, ni está puesta en nosotros por Dios. Define la idea como un objeto excelente e incomparable de nuestra facultad cognoscitiva que hemos ligado a la conciencia mejor y a través de la que expresamos ésta. Y señala, por ejemplo, que para un creyente, su religión es una idea, es decir: una totalidad de conceptos que representa para su razón la conciencia mejor. Pero también son ideas la libertad de un pueblo, el amor o las cruzadas. Por una idea se muere voluntariamente, y una muerte así, por un ideal, suele considerarse una virtud suprema. La idea representaría la conciencia mejor y lo que se hace en nombre de ese ideal se hace en nombre de la conciencia mejor, para afirmarla y asegurarla. Aquí, la conciencia mejor hace alusión a la fabricación de ideales, a la utopía. Ambas, la visión olímpica y la conciencia utópica, se asientan en una experiencia estética de la realidad. Sin embargo, tampoco en este caso Schopenhauer concreta mucho más (5), aunque lo que destaca, y es lo que subrayo, es la afirmación de un arte de vivir y de sobreponerse. En el parágrafo 53 del libro cuarto de El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer identifica el conocimiento que brinda la filosofía y el que da origen al arte con la misma fuente del estado de ánimo que conduce a la salvación y a la santidad (cfr. Schopenhauer 2004: 330). Ambos, ese conocimiento y ese estado de ánimo, remiten al concepto originario de las notas: la conciencia mejor. También aquí asignaba a la filosofía la tarea de encontrar la unidad que enlaza la sensibilidad del artista, el conocimiento del sabio, la contemplación, la virtud y la ascesis, experiencias todas ellas de trascendencia/redención o modos de la conciencia mejor. Aparte de la interpretación de la realidad más allá de lo que alcanza la ciencia, el autor reserva a la filosofía las siguientes funciones: la crítica, la traducción y la preservación. Como crítica, en los "Aforismos" dice de la filosofía que es el "único Hércules contra los monstruos morales e intelectuales de este mundo" (Schopenhauer 2006: 405). Como traducción, ya afirmó que su filosofía era una "ciencia de la experiencia" que, si bien tendrá afinidad con el arte, ha de mostrar en conceptos qué es el mundo, sin ir más allá de él y sin dar recetas morales, una investigación que parte y tiene por objeto la experiencia, que utiliza conceptos pero no nace de ellos. La filosofía es la ciencia del conjunto de la experiencia según sus fundamentos y sus condiciones internas, por lo que es una ciencia empírica. Schopenhauer afirma también que al verdadero criticismo le corresponde delimitar, unificar y clarificar la conciencia mejor, y transcribirla en los conceptos apropiados a cada época (cfr. Schopenhauer 1985, I, 31: 19-20; Schopenhauer 1985, I, 32: 20-21). Es el arte de traducir lo divino que se revela al hombre más allá de su intelecto, aunque sólo puede hacerlo con el lenguaje y reglas de la temporalidad (cfr. Schopenhauer 1985, I, 31: 19-20). Trascribe el conocimiento intuitivo en abstracto, elevando la intuición, que es sucesiva y pasajera, a un saber permanente. Para ello ha de trazar primero el perímetro del mundo empírico, para conservar el espiritual y comunicarle luego al intelecto, según su naturaleza (es decir, de forma inmanente, teórica, y sólo de modo negativo) qué se revela al hombre a través del arte, la contemplación o la intuición filosófica, a qué responde la espontaneidad de un acto noble o la abnegación del santo. Todas estas experiencias restablecerían, aunque con distinta intensidad y acento, el nexo con lo eterno, en lo que consiste la verdad y la redención. Safranski recoge a propósito una anotación de 1812 sobre Fichte en la que Schopenhauer señala: "El verdadero criticismo debe delimitar la consciencia mejor de la conciencia empírica (...) Debe implantarla en toda su pureza, sin mezcla de sensibilidad o entendimiento. Establecerá todo aquello mediante lo cual se manifiesta a la consciencia, reduciéndolo a una unidad" (Safranski 1991: 215). La razón
quedará limitada entonces a
su uso propio, o sea, a la formación de los conceptos o
pensamiento abstracto. Y la labor crítica mostrará y conservará de
forma teórica la mejor
conciencia. Entonces el saber de lo eterno, hasta ahora gestionado por
la religión, será asumido y
administrado por la filosofía. El filósofo es el encargado de delimitar
y clarificar la sabiduría de
lo eterno, de conservarla y transcribirla a los conceptos apropiados a
cada época. Esa sabiduría
escapa a la concreción y a los moldes de las religiones concretas. Los
poetas y los filósofos, a
diferencia de los hombres de ciencia y de otros eruditos, utilizan como
materia de su reflexión lo
que está presente ante todos y, por tanto, algo con lo que todos pueden
identificarse, pero sólo
ellos son capaces de "nuevas, importantes y verdaderas combinaciones"
(Schopenhauer 2006:
419). Y como preservación, también corresponde al filósofo (quien no ha de profesar ideas) mantener pura la conciencia mejor, despojándola de todo aquello a lo que viene sucesivamente asociada, de todas las ideas mediante las que se pretende encapsular y reducir en el mundo, con lo que la filosofía aparece en los Manuscritos como un saber a medio camino entre una teoría de la redención y una crítica de las ideologías. En los Complementos señala la tarea de mantener el saber de lo eterno en estado puro, de desprenderlo una y otra vez de cualquier mezcla y de evitar su cosificación en lo que Schopenhauer llama "vasos sagrados". Las creencias son esos vasos que, como sucesivos recipientes, pretenden recoger el agua que representa la sabiduría de la humanidad. Pero ésta, aunque necesita ser contenida en un recipiente temporal, nunca puede ser confundida con el vaso (6). A lo largo de la historia -dice el autor- sucesivos "vasos sagrados" acogen la sabiduría de lo eterno, pero también la fosilizan o se desgastan ellos mismos. La filosofía debe liberar a la conciencia mejor de aquello en lo que sucesivamente es representada, y transmitirla pura y como parte del patrimonio humano. Del concepto "conciencia mejor" cabe entonces extraer al menos dos posiciones filosóficas teóricas y prácticas: por un lado, la consideración del mundo como voluntad y representación y la liberación de la voluntad. En este caso, para Schopenhauer la dignidad humana estriba en que somos seres que quieren y que conocen, y por ello podemos revelarnos contra nuestra esencia: estrangular nuestra naturaleza negando la voluntad. Por otro lado, está la visión olímpica o artística y la conciencia utópica. Esta segunda línea es afín a la justificación estética de la existencia y el mundo de El nacimiento de la tragedia y, en general, a la visión que tiene Nietzsche de un arte que ni es iluso ni es un lenitivo, pero sí favorece nuestra existencia. 2. La filosofía como arte de vivir o como "mejor conciencia empírica" En los
"Aforismos sobre la sabiduría
de la vida" Schopenhauer reflexiona sobre el arte de ser
felices. Nos presenta un tratado de eudemonología, aunque con algunas
precisiones. A diferencia
de la obra fundamental, no pretende ofrecer un todo orgánico, ni ser
exhaustivo, y afirma que las
parénesis y máximas que enumera son "un suplemento de lo ya logrado por
otros en este campo
inabarcable" (Schopenhauer 2006: 420). El tratado es por ello, en
realidad, una reflexión abierta:
susceptible de completarse, que apela a cada cual, y en diálogo con
toda una tradición filosófica.
Pero sobre todo especifica, y esto es lo más importante, que en él deja
a un lado el punto de vista
ético-metafísico. Es decir, deja a un lado la fundamentación
metafísica, la redención del mundo
mediante la negación de la voluntad de vivir y también la moral de la
compasión. Esto no
significa que Schopenhauer niegue ahora su filosofía, sino que adopta
el "usual punto de vista
empírico" (Schopenhauer 2006: 331), la vida en el mundo como voluntad y
como
representación, y lo que llama "el error fundamental", la convicción de
que "estamos aquí para
ser felices". E inmediatamente precisa que entiende por "sabiduría de
la vida" el arte de ser lo
menos infelices posible y de experimentar el mínimo hastío. La regla
suprema para la felicidad
sería: evitar tanto el dolor como el aburrimiento, rebajando nuestras
aspiraciones y dosificando
los afectos. Es imprescindible exponer al dolor la menor superficie. Dejando a un lado las desgracias graves, es posible esa felicidad a la que hace referencia. Lo fundamental para nuestro bienestar es lo que hay y sucede en el interior de nosotros mismos. Y eso es ante todo el resultado de nuestro sentir, nuestro querer y nuestro pensar (cfr. Schopenhauer 2006: 334), lo cual nos remite al hombre completo, más aún: al individuo que vive en el mundo tal y como es. Lo que hay fuera tiene sobre nuestro interior un efecto indirecto y menor importancia. La personalidad, por el contrario, está siempre activa y nadie puede arrebatárnosla, a excepción del tiempo, que inevitablemente acaba destruyendo muchos de sus rasgos, aunque no cambia el carácter moral. La composición idónea para la felicidad sería, según Schopenhauer: un carácter noble, una mente capaz, un temperamento feliz, un ánimo alegre y un cuerpo sano y bien constituido. Pero lo que siempre está en nuestro poder es utilizar lo que somos de la forma más eficiente. Para ello, lo primero que tenemos que hacer es conocer lo más exactamente posible qué es lo que queremos y qué es lo que podemos, y actuar de acuerdo con esos resultados. Y luego perseguir solamente las aspiraciones y la instrucción que nos son afines y nos potencian. Esto es como autoesculpirnos un carácter adquirido, como si de una segunda naturaleza se tratase, una naturaleza ya consciente de sí misma, y por esta razón más acorde paradójicamente con lo que somos. Schopenhauer especifica también que esta determinación no ha de suponer convertirnos en estoicos ni actuar con doblez y perfidia, de forma maquiavélica. Del estoicismo, sin embargo, conviene adoptar la entereza, pues ésta sin duda templa el ánimo, pero Schopenhauer rechaza que su apuesta por el conocimiento nos de la felicidad. Éste no ofrece sino experiencias, valiosa información para la previsión, o sea, lecciones y recursos para hacer frente a las distintas situaciones vitales y, sobre todo, para paliar el sufrimiento. Nos ofrece la resistencia para un buen equilibrio. Continuando
con las condiciones de la
felicidad, la insociabilidad es típica del gran hombre,
aunque éste sea una excepción. La sociabilidad, por el contrario, está
unida a la pobreza de
espíritu y es la norma. Según Schopenhauer, abastecerse del exterior es
un mal sustituto de lo
propio, pues abre la puerta a disgustos, peligros, decepciones y
dependencia. Y lo que uno puede
ser para otro se queda en bien poco. Al final, cada cual se queda solo
consigo mismo, y lo que de
verdad importa es cómo es su interior. Pero aunque de los demás, y de
fuera en general, no
quepa esperar mucho, es evidente que la sociedad cubre necesidades y
asegura la propiedad. Y
de ambas cosas no podemos prescindir. Necesitamos a los demás y
necesitamos también ganar
su confianza. Se impone por ello también una moral pragmática, un arte
de vivir en sociedad
basado en valores como la utilidad, el cálculo, el disimulo, lo
políticamente correcto, la
desconfianza, la oportunidad, la prudencia, la paz, el equilibrio, el
aprendizaje de la soledad, o el
honor. El honor se basa en la opinión que los demás tienen de nosotros.
Esta opinión, aunque no
sea el bien más importante, es valiosa porque es útil. Todo honor se
basa en criterios de utilidad
(cfr. Schopenhauer 2006: 383). Entre los distintos tipos de honor que
distingue Schopenhauer
(de cargo, sexual, civil, caballeresco) destacan el sexual y el civil.
El primero tiene dos
versiones: la masculina y la femenina. El honor femenino es el que
tiene mayor trascendencia,
pues -según el filósofo- "en la vida de la mujer la cuestión principal
más importante es la
relación sexual" (Schopenhauer 2006: 383). En el caso del hombre, la
relación con el otro sexo
no sería decisiva, porque él participa de otras muchas relaciones
sociales (cfr. Schopenhauer
2006: 386) y aquella no determina su sustento ni su posición social. Ya
que el hombre es
superior física e intelectualmente -continúa el filósofo- es, por
naturaleza, el dueño de los bienes
terrenales. En el caso del honor civil o buen nombre -la convicción que tienen los demás de que somos fiables, que respetaremos sus derechos y no utilizaremos medios injustos o ilícitos en nuestro provecho- es especialmente útil. Aunque mantener el buen nombre también tiene su coste y su reverso: el miedo a la opinión de los otros, el control, la coacción. El honor civil va acompañado de la cortesía o disimulo sistemático del egoísmo en el trato diario. La cortesía es la convención tácita de no observar entre nosotros la miseria moral e intelectual de la condición humana y de no reprochárnosla mutuamente. La cortesía y el honor fundamentan así la moral efectiva, la real. Esta posición queda lejos de la compasión como el fundamento de la ética. Ahora el objetivo es salir airoso de la vida en sociedad y preservar y cultivar la propia individualidad. Operan otros valores que no están basados en la moral de la compasión sino en la utilidad, la preservación del individuo y la paz social. En Schopenhauer
como educador
Nietzsche dirá que la verdadera crítica a una filosofía no es
sólo teórica (7),
sino ante todo
práctica: si puede vivirse con ella y de qué modo. Aplicando el
principio a su filosofía, podemos decir que no es nada fácil vivir, y
menos aún ser feliz, con
propuestas tan exigentes como las suyas, que se fundamentan en un
ejercicio constante de
genealogía y desilusión, que nos exigen vivir en la provisionalidad y
que apuestan por un
individuo muy exigente consigo mismo. Pero el mismo nivel de exigencia
encontramos en
propuestas como la de la negación de la voluntad de vivir en
Schopenhauer. Nietzsche habló
para todos y para nadie y expuso su camino, instando a cada cual a dar
cuenta del suyo. En el
mismo sentido, Schopenhauer afirmó que cada hombre percibe un mundo
distinto y, en esa
medida, necesita una filosofía distinta. En función de su percepción,
el mundo le resultará pobre,
trivial y superficial, o rico, interesante y significativo. Esta idea
es importante en la cuestión que
estamos tratando, porque deja abierta la posibilidad de un individuo
que afirme el mundo tal y
como es. En los "Aforismos", un texto escrito en un tono mucho más personal que el de su obra fundamental, Schopenhauer elige una filosofía de vida que no coincide con la negación de la voluntad de vivir, la posición de su obra fundamental, pero sí con algunas consecuencias de ésta: la ausencia de fundamento y la fragilidad de todo lo humano. Y en relación a dichas consecuencias, Schopenhauer adopta el nihilismo de quien es capaz -como en el canto que cita de Goethe (Vanitas! Vanitatum vanitas!) de depositar su confianza en nada y, aún así, continuar la partida. Sin embargo, potencia lo que antes he llamado la perspectiva estética, la objetivación del mundo. El conocimiento no procura la felicidad pero ofrece a cambio lecciones para la vida, y la objetivación nos permite construirnos el refugio ignífugo del que habla el filósofo y desde el que es posible contemplar y afirmar el mundo, y relacionarnos con los demás como en la fábula de los puercoespines (cfr. Schopenhauer 2006: 422). Los
filósofos auténticos, nos dice en
más de una ocasión Schopenhauer, son esos pensadores de
corazón, cuyas percepciones intuitivas se alimentan y renuevan con la
experiencia personal del
mundo. En este sentido hay que entender también su diatriba contra la
filosofía académica y
contra los filósofos de profesión. La fuente de todo conocimiento, como
de toda imagen del
mundo, nunca es desinteresada, porque está tintada de la experiencia
del pensador y mediada por
sus convicciones. Por mucho que la filosofía aspire a ser la ciencia
sin presupuestos, todo
conocimiento verdadero y auténtico, se nutre de una intuición que lo
anima. En "Sobre la
filosofía universitaria" afirmaba que el filósofo verdadero es aquel
que reflexiona por sí mismo y
para sí mismo, el que parte de su propio ser para avanzar en el
conocimiento y para hacerse una
composición de lugar y ofrecer una imagen del mundo. Y en "Sobre la
filosofía y su método",
otro texto de Parerga y paralipómena, afirma que la filosofía
no es el resultado de la transmisión
de sistemas conceptuales ni del diálogo en común. Este último sólo es
útil como ejercicio
preliminar o como método de contraste, pero no puede comunicar el fondo
del que surge el
pensamiento auténtico. Pero esta opción personal ya estaba presente en
la obra fundamental. Allí
afirmaba que únicamente los pensamientos que proceden del interior son
útiles para nosotros
mismos, y redundan en beneficio de los demás, muy al contrario de los
que se forjan al hilo del
oportunismo con el pretexto de la utilidad general (cfr. Schopenhauer
2004: 38-40). Y en tono
spinoziano había afirmado algo aún más contundente: "Un hombre que hubiera incorporado firmemente en su mentalidad las verdades expuestas hasta ahora (…), que encontrara satisfacción en la vida (…) y que al reflexionar tranquilamente deseara que su vida, tal y como la había experimentado hasta entonces, durara eternamente o retornara siempre (…) ese hombre se hallaría 'con fuertes y vigorosos huesos en la bien asentada y estable tierra' y no tendría nada que temer (…)" (Schopenhauer 2004: 340). Nunca se
alegraría ni se
entristecería demasiado, experimentando por ello una tranquila y afable
melancolía. Un hombre así, junto a su vida personal cultiva otra: la
intelectual. Y obtiene, a
través de ésta y de su perspectiva estética, una redención ideal, que
Schopenhauer identifica con
la atmósfera de los dioses de vida fácil. Todo es bello, dice
Schopenhauer, porque todo expresa
algún grado de objetivación. Algo es más bello que otra cosa, porque
facilita la contemplación
objetiva, la fomenta y hasta obliga a ella. En este sentido, afirma que
el hombre es el más bello
de los seres y la revelación de su esencia es el fin supremo del arte.
Desde esta consideración
estética, Schopenhauer se refiere a lo "sublime ético". El carácter
sublime -que es distinto al
individuo compasivo- considerará siempre a los hombres de manera
puramente objetiva y no
conforme a las relaciones que pudieran tener con la propia voluntad.
Por ejemplo, observará sus
defectos, incluso su odio y su injusticia hacia él mismo, sin que por
su parte se suscite en él una
reacción. Verá sus buenas cualidades, su felicidad o su desdicha sin
desear una relación más
cercana con ellos. Y todo ello ni le afligirá ni le alegrará,
dedicándose más a conocer que a sufrir
y a com-padecer (cfr. Schopenhauer 2004: 261). Es decir,
la objetivación estética
parece ser la última mirada al mundo, por ser la más profunda a
la vez que saludable. Y esa es la de Schopenhauer en los "Aforismos".
Tal objetivación estética
nos reconcilia con la existencia asumiendo la nada, y contiene la única
moral de la que somos en
realidad capaces, pues -excepto en casos muy aislados- no podemos
soportar ser todos los seres,
ni tampoco identificarnos siempre -no ya sólo con el dolor- sino con
las miserias de los hombres
concretos. Schopenhauer puede así afirmar el mundo y decir con
Nietzsche "sólo como
fenómeno estético están justificados la existencia y el mundo". Y
anima, incluso, no sólo a la
serenidad, sino a no desaprovechar lo que nos ofrezca el presente,
especialmente la alegría.
Aunque con el presente y la alegría se cuelan, como mínimo, el mundo
empírico, los otros, el
cuerpo, los afectos. El presente es lo único seguro y a la alegría hay
que abrirle las puertas, y
acogerla sin preguntarnos si tenemos razón o no para estar alegres
-dice en los "Aforismos"-, es
decir, sin racionalizarla, pues nunca llega en mal momento y es una
ganancia segura ya que nos
hace inmediatamente felices. 3. El arte de vivir y la necesidad metafísica ¿Sustituye
esta sabiduría nihilista a
la necesidad metafísica, considerada por Schopenhauer como
universal? En el texto "Sobre la religión" (8),
Demófeles y
Filaletes discuten qué responde mejor a
esa exigencia metafísica: la religión o la filosofía. Demófeles
defiende no sólo la necesidad de la
religión, sino su preeminencia; mientras que Filaletes exige alcanzar
la verdad a toda costa y
afirma que el único camino legítimo es el de la filosofía. Demófeles
insiste en mostrarle que la
religión es algo más que rezos y cuentos. La necesidad metafísica
responde a la afectividad y a la
psicología de los hombres, al miedo, a la esperanza, a la debilidad de
los mortales. Y quien
mejor satisface todo ello es la religión. Ésta ha sacado al hombre de
una existencia superficial
abriéndolo a la trascendencia. Con el cristianismo, por ejemplo, se
habrían conocido virtudes
más elevadas que las referidas al bien común. La religión le ha
ofrecido al hombre consuelo, un
modelo de acción y le ha devuelto un universo con sentido. Las
convicciones religiosas
fundamentan y estimulan el sentimiento moral en el individuo y son
útiles para mantener el
orden social. Los pueblos se identifican por su religión más que por
otros elementos de su
cultura. La religión es una fuerza de cohesión social. La religión es
el elemento que articula la
identidad de individuos y sociedades. Y también es capaz de congregar a
los hombres. Otorga
legitimidad y sentido de pertenencia y es aún el sostén de las leyes y
de la constitución (cfr.
Schopenhauer 2004: 261). La unidad en una fe sigue siendo el fundamento
natural del orden
social y de todo Estado, y también de entidades supranacionales. Europa
misma es una idea
basada en valores religiosos. Sus límites son los de su religión.
Demófeles pone el ejemplo de
Turquía que, pese a su posición geográfica, no forma parte de la idea
de Europa, porque no
forma parte de su club religioso (cfr. Schopenhauer 2006: 209). El
universalismo que exporta
Europa depende también de esa base religiosa. En vista de todo ello,
Demófeles, buen psicólogo
y mejor sociólogo, propone sustituir el ideal de verdad por el de
utilidad, y conservar lo que
hasta ahora se ha mostrado útil para el orden y la paz social, y para
el equilibrio psíquico. No
importa que la religión no explique el mundo y que teóricamente no se
sostenga. Es un conjunto
de hipótesis útiles por razones prácticas. Es una fuente de legitimidad
y de identidad para la que
aún no tenemos recambio. Por eso, para Demófeles, ante tantos, tan
variados y tan valiosos
servicios, la religión debiera ser un patrimonio protegido (cfr.
Schopenhauer 2006: 198). Y es
reacio a hurgar en su trastienda. No conviene poner en peligro lo que
posibilita, a la vez que
favorece, la cohesión social y el equilibrio psíquico, abriendo así las
puertas al nihilismo. Además, la búsqueda a toda costa de la verdad, como defiende Filaletes, exige demasiados requisitos. Como mínimo: gran competencia y sensibilidad intelectual, instrucción y un nivel económico desahogado e incluso superar la pereza. Por no mencionar: una gran fortaleza para recorrer un camino arduo e inseguro, por el que pocos hombres están dispuestos a transitar. Nos exige también un alto precio: vivir en constante búsqueda y provisionalidad, y sortear el nihilismo. La verdad con mayúsculas seguramente no se alcance nunca y lo que encontremos quizá ni pueda soportarse. Desde luego, la filosofía nunca ha sido un modelo puro de razón en ese sentido y tampoco ha alcanzado la verdad. Se ha debatido siempre en una pluralidad de escuelas y orientaciones, y respecto a ella incluso podemos hablar de una doble metafísica: una para la plebe de los filósofos y otra para su élite (cfr. Schopenhauer 2006: 200), y la primera no es muy diferente a la de los sacerdotes. En realidad, la filosofía y la religión en estado puro son extremos más ideales que probables: "la pura fe, basada en la revelación, y la pura metafísica son para los dos extremos: para los casos intermedios están precisamente las modificaciones de esos extremos que se alternan recíprocamente en innumerables combinaciones y gradaciones" (Schopenhauer 2006: 200). Lo que encontramos es una matizada y heterogénea escala afín a la diversidad de los hombres, sean o no filósofos. Pero
Filaletes no está dispuesto a
resignarse: la religión será, más pronto que tarde, superada por
la filosofía o verdadera metafísica. Afirma también que la verdadera
moral no depende de
religión alguna y que ésta tampoco es necesaria para cumplir la ley. De
hecho, la fidelidad a la
religión en la que se nos ha adiestrado puede -y de hecho suele- ahogar
el sentimiento moral. La
adulación a la divinidad que se nos ha inculcado sustituye a la acción
moral y dispensa del deber
hacia el prójimo, convirtiéndose en el sucedáneo de las acciones
morales. Incluso nos incapacita
para comprender otros credos o simplemente para ponernos en el lugar de
los otros. El
cristianismo, la religión a la que ambos explícitamente se refieren, es
para Filaletes un
moribundo que se mantiene vivo artificialmente. El continuo progreso de
las ciencias va
minando su salud y, finalmente, la filosofía tomará su puesto. El
conocimiento madurará y
mejorará a la humanidad, y ésta será capaz de alcanzar y tragar la
verdad sea cual sea y sin
paliativos. Demófeles y Filaletes van poniendo en juego a lo largo del diálogo bastantes argumentos de su autor acerca de la necesidad metafísica. Schopenhauer ya había tratado el tema en El mundo como voluntad y representación, en el capítulo 17 de los Complementos al libro I. Y también hay que recordar que se había hecho eco de las objeciones del escéptico en Sobre el fundamento de la moral, a propósito del fundamento de la ética, la existencia de acciones puramente morales y la existencia de la conciencia moral. La religión aquí también salía mal parada. Según el escéptico, no hay hechos morales al margen de la apreciación humana que los califica como tales. Los valores y juicios son cambiantes. Y nada nos permite pensar que la existencia en su conjunto tenga valor moral alguno. Lo que llamamos moral es realmente un artificio cultural que no sería posible sin el apoyo de las religiones. Ambas, junto con la policía y las leyes, nos domestican y nos contienen. El comportamiento moral es tan sólo el efecto de una medida cultural coercitiva para organizar y encauzar el egoísmo y, en general, para mantener a raya los bajos instintos. Miedo, ostentación, cálculo de beneficios e intereses de todo tipo, coerción, hábito inculcado por la educación, incluso cierta inercia, son los motivos usuales por los que nos movemos. La ética es, por tanto, una ciencia sin objeto propio (cfr. Schopenhauer 1993: 229) y el problema de la fundamentación es un seudoproblema. Más bien deberíamos hablar de teología, sociología, psicología, antropología y política. El escéptico valora la moral, pero como estrategia útil para sobrevivir en sociedad, para tener ciertas garantías. Los únicos medios eficaces que conocemos para ello son dos modos de violencia: la coerción física y la psíquica. Tan convincente es para nosotros el uso de la fuerza, como el miedo a perder nuestra posición social. Cuando se deteriora nuestra imagen ante los demás, los obstáculos se multiplican en la consecución de nuestros objetivos e intereses. La rectitud moral es una de las estrategias más seguras para evitar la guerra de todos contra todos, pero también para asegurar la promoción social. ¿Qué sería de nuestras propiedades sin este tipo de comportamientos concertados? "Existe, de hecho, un semejante apego objetivo a la lealtad y la buena fe, unido a la resolución de conservarlas inviolables, y que se basa solamente en que la lealtad y la buena fe son el fundamento de todo trato libre entre los hombres, del buen orden y de la propiedad segura" (Schopenhauer 1993: 215). Si excluimos el peso de la religión y la coerción de la justicia pública, de la policía y del buen nombre, nada nos obliga a nada. Y está claro que en situaciones en las que estos guardianes no existen o pueden ser burlados, no hay nada que nos detenga. Contra el
escéptico aún podría
plantearse si no es acaso la voz de la conciencia, el
arrepentimiento o la inquietud que muchas veces sentimos por algo que
hemos hecho, o dejado
de hacer, una prueba de la existencia de la moral. Pero respondería que
la conciencia moral no es
el arrepentimiento o la inquietud, y que el reproche interno no es
índice de la moralidad. Éste y
aquéllos pueden estar provocados por el incumplimiento de reglas o
preceptos falsos o inútiles.
Y el arrepentimiento o la inquietud interior suelen ser temor a las
consecuencias. Generalmente
la conciencia moral, debido a la influencia de la religión, suele ir
unida a la confesión religiosa.
Se entiende como el conjunto de los dogmas y preceptos que se saben de
una religión, la
obligación de creer en ellos y obedecerlos, y el autoexamen que se ha
de realizar en función de
los mismos. Pero esto no prueba sino que el concepto de "conciencia
moral" no es unívoco, que
es más que dudoso sea innato, e incluso que exista. Schopenhauer, en realidad, no responde a ninguna de las graves objeciones del escéptico sobre el origen de nuestras convicciones. El texto "Sobre la religión" abunda en eso último, aunque es más incisivo que el de los Complementos y subraya más el aspecto social y político de las creencias. Por otro lado, ninguno de los personajes coincide exactamente con Schopenhauer, ni siquiera Filaletes, que representa a un filósofo. Filaletes tiene una confianza absoluta en la razón, mucho más fuerte, aunque también mucho más ingenua, que la de su autor. Exige una investigación más profunda sobre el trasfondo psicológico de la religión, una especie de genealogía, algo que apunta más allá del análisis del propio Schopenhauer en la línea de lo que luego desarrollará Nietzsche. Pero el personaje es interesante también por otro motivo. Apareció en otro texto de Parerga y paralipómena, al final de "Sobre la teoría del carácter indestructible de nuestro verdadero ser con la muerte". Allí sostuvo un breve diálogo con Trasímaco quien le pregunta por su destino como individuo después de la muerte y le exige una respuesta clara y precisa. Filaletes responde con la doble consideración del mundo como voluntad y representación, con la destrucción del yo como fenómeno, aunque con su inmortalidad como voluntad. Pero Trasímaco ni está dispuesto a renunciar a su yo, ni a aceptar como respuesta tesis especulativas, que son todo menos claras y precisas. Ridiculiza las especulaciones metafísicas y renegando de los filósofos y enfadado, deja plantado al ingenuo Filaletes. El breve episodio parece como si hiciese mella en el ilustrado Filaletes. Trasímaco puede ser el europeo medio, la masa o el filisteo a los que critica Schopenhauer en tantas ocasiones. Pero el suceso en sí es una refutación de las tesis que Filaletes defiende frente a Demófeles. La filosofía se muestra poco capaz de difundir la verdad y, menos aún, de mejorar a los hombres. Sus grandes construcciones teóricas, como si fuesen artículos de fe, no pueden probarse. Tampoco, y eso es aún más desalentador, parece que motive al hombre medio a plantearse sin más, gratuitamente, una visión más profunda de la existencia y el mundo. Pero la discusión es también síntoma de una nueva época en la que los cuentos y epopeyas de la filosofía, y no sólo los de la religión, han perdido su sentido y ya no son de recibido. ¿Cuál es
entonces la posición final
de Schopenhauer -es decir del autor- acerca de la necesidad
metafísica? Aunque como señala Regehly, Schopenhauer declarase en una
carta la
"ambivalencia constitutiva" como formato elegido para el diálogo,
dejando pues sin resolver qué
personaje lleva razón, y le especificase a Julius Frauenstädt que él no
era Filaletes y que su
opinión se repartía en la de ambos personajes (cfr. Thomas Regehly
2011: 230-231), en "Sobre
la religión", a través de los personajes, habla en realidad un
Schopenhauer distinto y que pone en
juego un mayor número de argumentos y matices. El encuentro entre
Demófeles y Filaletes no
zanja la cuestión que suscita el diálogo. Pero lo más importante es que
los argumentos de ambos
no se encaminan a la negación de la voluntad, sino a cómo vivir en
sociedad: una sociedad
controlada, menor de edad e ilusa pero reconfortada, en el caso de
Demófeles, y emancipada,
descreída, desilusionada, necesariamente fuerte, quizá endurecida, y
nihilista en el de Filaletes.
Trasímaco representa bien al hombre real, al hombre medio que vive, sí,
atrapado en el velo del
mundo como representación, pero que tampoco siente la necesidad de una
interpretación
trascendente de la existencia y el mundo, sino que más bien parece
exigir un arte de vivir que lo
justifique a él como individuo y que le de claves para este mundo.
Quizá la metafísica, en ese
tiempo venidero que anuncia Filaletes, haya de convertirse en un cierto
arte de vivir aquí y
ahora, que busca -ante todo- otra respuesta, más satisfactoria para el
individuo, y desde luego no
su renuncia, no su disolución en la voluntad, aunque tampoco una
existencia heroica. La clave de esta nueva filosofía y del nuevo signo de los tiempos la da precisamente el mismo Filaletes, quien en un momento del diálogo con Demófeles reflexionando sobre qué ha de ser la metafísica, se desmarca del guión, se enfrenta al horror vacui, asume el nihilismo que teme Demófeles y, superando la posición del propio Schopenhauer, apunta a una alternativa ajena a la "seguridad" de la religión, pero también desengañada de cualquier pretensión de certezas absolutas. Opta por el más acá de la metafísica de la voluntad: "Es mejor confesar no saber lo que no se sabe y dejar que cada uno se forme por sí mismo sus propios artículos de fe" (Schopenhauer 2006: 206). Demófeles se mofa de su amigo y entiende su propuesta como si cada cual ahora tuviese que fundar una religión. Pero Filaletes, yendo más allá de su autor, lo que anuncia es el fin de las especulaciones metafísicas, incluidas las suyas, pues ambas al igual que las religiosas, no pueden probarse. Ya no es posible articular más sistemas totales, sino dar fe de la existencia de opiniones y formas de vida diversas. La variedad resultante no nos dará ya ninguna verdad absoluta, pero la confrontación, en el sentido de la expresión de posiciones, abrirá un nuevo espacio: el de la tolerancia (cfr. Schopenhauer 2006: 206-207). En él deposita Filaletes su esperanza de que al menos todos debatan entre sí e incluso se rectifiquen unos a otros. Y aquí tendría su pleno sentido, su sentido más profundo, la afirmación de Schopenhauer en Sobre el fundamento de la moral a propósito de la fundamentación metafísica: "lo que aquí aporto (…) es un apéndice a dar y tomar a voluntad" (Schopenhauer 1993: 288). La ausencia
de un fundamento último
no conduce al temido nihilismo, sino al pluralismo y al
debate. Con su propuesta, Filaletes da paso, sobre todo, a una nueva
práctica y a una nueva
actitud, un nuevo espacio "sagrado" donde ya serían posibles muchas
versiones, religiosas o no,
de la necesidad metafísica y con ello, muchas otras versiones de la
felicidad posible. Pues ésta,
en el fondo, no es sino la respuesta que cada cual intenta darse a la
pregunta por su existencia.
Atendiendo a los "Aforismos" y a este escrito sobre la religión, vivir
en el mundo como voluntad
y como representación no es incompatible con la justificación estética
de la existencia y el
mundo. Ni el nihilismo lo es con el arte de vivir en el "error
fundamental". Quizá este arte sea la
nueva metafísica. Notas 1. Por ejemplo, para el caso de la literatura española, y no sólo en referencia a Gracián, puede consultarse uno de los últimos estudios, el trabajo de Losada Palenzuela. 2. Véase "El concepto de 'conciencia mejor' en Schopenhauer" para completar lo que aquí expongo de modo más sucinto. 3. En los Manuscritos de la época de Berlín, afirmará que todo conocimiento verdadero y propio y que todo auténtico filosofema tienen su origen en una comprensión intuitiva del alma que es la que les transmite espíritu y vida. 4. Señala que en los griegos, sobre todo en Homero, la razón no tiene todavía noción alguna de la conciencia mejor, y por tanto no tiene expresión en el lenguaje. La encuentra sólo más tarde, pero de modo indirecto, con mecanismos muy artificiosos como la religión y la filosofía. Por eso Homero se mantiene únicamente y sin vacilar en el mundo de los sentidos, es así puramente objetivo. La vida es todo para él, como de hecho es todo hasta donde llegan los conceptos y las palabras. El mundo de los sentidos afirma su derecho exclusivo sobre la realidad. También sus dioses están del todo dentro de él, en cuanto horizonte que delimita la perspectiva y satisface el ojo (cfr. Schopenhauer 1985, I, 162: 92). En un fragmento posterior afirma que Homero, la expresión más pura del mundo antiguo, nos presenta el desgarro, la marcha, las disputas y los alborotos del mundo tal como son, objetos para nuestra conciencia empírico-racional. Pero la mejor conciencia, que reina en las profundidades de nuestro fuero interno sin verse perturbada ni afectada por todas estas cosas, queda objetivada y (al igual que las fuerzas de la naturaleza) personificada en aquellos beatíficos e inmortales dioses que asisten tranquilamente al espectáculo de todo este barullo desde la platea del Olimpo y para quienes todo ello no pasa de ser una chanza (cfr. Schopenhauer 1985, I, 187: 103). 5. Antonio Carrano en el trabajo citado en bibliografía, se refiere a distintas asimetrías en la reflexión de Schopenhauer sobre el arte. Schopenhauer privilegia el momento de la ideación de una obra y apenas presta atención a su realización ni a los diversos aspectos de su recepción. Es decir, si tenemos en cuenta el proceso artístico en su totalidad, la experiencia del sujeto puro liberado de la voluntad es sólo una parte de él y sólo es asequible al genio. 6. "Así, las creencias antes citadas han de verse como los vasos sagrados en los que esa verdad que es conocida y expresada desde hace milenios, quizá desde el comienzo de la humanidad, pero que en sí misma sigue siendo un misterio para la masa, se hace accesible a ella según la medida de sus fuerzas, se conserva y sigue transmitiendo a lo largo de los siglos. Pero, puesto que todo lo que no está hecho de la indestructible materia de la verdad pura está expuesto a perecer, tan pronto como ese vaso se enfrenta a la destrucción debido al contacto con una época heterogénea, se hace necesario sustituirlo por otro a fin de salvar su sagrado contenido y conservarlo para la humanidad. Y, dado que aquel contenido es idéntico a la verdad misma, la filosofía tiene la misión de presentarlo puro y sin mezcla (…) para el escaso número de los que son capaces de pensar" (Schopenhauer 2003: 686). 7. Cfr. Nietzsche 2000: 112. Joan B. Llinares en su estudio sobre la génesis de la Tercera intempestiva y sobre Nietzsche como lector de Schopenhauer recoge dos importantes notas de 1874 de Nietzsche que cito a continuación porque subrayan más subrayan aún más esta idea. La primera es el fragmento 34 [13] de la primavera-verano de 1874: "no me parece ser tan importante, como hoy se cree, que se investigue con exactitud a cualquier filósofo y que se saque a la luz lo que él ha enseñado propiamente, en el más riguroso sentido de la palabra, y lo que no ha enseñado; tal conocimiento no es en todo caso apropiado para hombres que buscan una filosofía para su vida, y no un nuevo saber erudito para su memoria: y finalmente me parece inverosímil que algo así pueda ser realmente investigado". La segunda es el fragmento 34 [20] de la misma época: "debería valer como regla: que nadie tenga el derecho a expresar sus experiencias interiores, a no ser que sepa también encontrar su propio lenguaje para expresarlas. Pues va contra la decencia, y en el fondo también contra la honestidad, considerar el lenguaje de los espíritus superiores como si no se tratase de hecho de una propiedad y como si se encontrase abandonado en la calle" (Llinares 2011: 186). 8. Thomas Regehly se ha referido al contexto de formación del diálogo teniendo en cuenta: la lección de Schleiermacher sobre "La historia de la filosofía en la época del cristianismo" a la que asistió Schopenhauer en 1812 y sobre la que nuestro filósofo anotó la relación conflictiva entre religión y formación del entendimiento. A ello hay que sumar que después de su segundo viaje a Italia, Schopenhauer decide traducir el texto póstumo de Hume Diálogos sobre la religión natural y el de 1757 Historia natural de la religión. Por la misma época, en 1826, hay una anotación en el Foliant que constituye un esbozo programático del diálogo "Sobre la religión". En ese esbozo ya aparecen las dos figuras de Filaletes y Demófeles: "Mientras que A, un "espíritu filosófico", que "piensa más en el conjunto que en sí mismo", "se hará cargo de que la religión y la iglesia son instancias necesarias para el hombre, en cuanto públicos estandartes del derecho y de la virtud" (como los llama Kant), B "albergará una privada enemistad contra la religión, a resultas de una cualidad que le procura el espíritu filosófico / el amor a la verdad en cuanto tal". Para uno, la religión es irrenunciable "como un subrogado de la filosofía a efectos prácticos"; para el otro, su aparición como "verdad revelada" "provoca la enemistad del pensador" (Thomas Regehly 2011: 229). En 1832, y después de la traducción del Oráculo manual de Gracián vuelve a plantearse el proyecto de traducción y la idea del diálogo de 1826, en este caso como un "diálogo apócrifo recién encontrado" (Thomas Regehly 2011: 229-230). Bibliografía Carrano, Antonio2011 "La asimetría de la estética de Schopenhauer", en Faustino Oncina (ed.), Schopenhauer en la historia de las ideas. Madrid, Plaza y Valdés: 193-220. Llinares, Joan Bautista 2011 Schopenhauer traductor de Gracián. Diálogo y formación. Valladolid, Universidad de Valladolid. Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial. Moreno Claros, Luis Fernando 1874 Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida [II intempestiva]. Madrid, Biblioteca Nueva, 1999. 1874 Schopenhauer como educador. Madrid, Biblioteca Nueva, 2000. 1879 Humano, demasiado humano. Vol. II. Madrid, Akal, 2001. 1889 Crepúsculo de los ídolos. Madrid, Alianza Editorial, 1993. Oncina, Faustino (ed.) 2011 "Los ropajes de la verdad: Schopenhauer y la ambivalencia de la religión", en Faustino Oncina (ed.), Schopenhauer en la historia de las ideas. Madrid, Plaza y Valdés: 221-247. Ruiz Callejón, Encarnación 1988 Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Madrid, Alianza Editorial, 1991. Schopenhauer, Arthur |
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