Permítanme que mis primeras palabras sean de felicitación y agradecimiento al Profesor Peter Häberle. Felicitación por haber llegado a su setenta y cinco cumpleaños con el bagaje de una vida plena y rica de experiencias, dedicada al servicio de la sociedad a través del desarrollo de la cultura constitucional, merecidamente coronada por el éxito con la creación de una escuela de constitucionalistas de excelencia y con el reconocimiento internacional. Agradecimiento, porque ha generado una coherente, sustancial y realista concepción del derecho constitucional como cultura, dotada de una metodología en la que destaca un brillante y eficiente instrumental de conceptos hoy universalmente incorporados al Derecho constitucional y al Derecho europeo, que nos permite a todos mirar mucho más lejos y de manera más intensa. Y agradecimiento, también, por haber querido compartir tan generosamente con nosotros, en Granada, y por tanto tiempo, experiencias que estimamos de incalculable valor.
El propósito de las reflexiones contenidas en esta ponencia es realizar un sencillo esbozo del proceso de integración europea desde una perspectiva constitucional, dando cuenta de la dinámica interna materialmente constitucionalizadora de la UE, reflejo y, a su vez, condicionante de las formas, necesidades y espacios constitucionales de los Estados miembros. Esta perspectiva conduce cada vez más a la necesidad del desarrollo de un Derecho constitucional europeo como disciplina científica, cuyo objeto es tanto el «Derecho constitucional europeo» como la dimensión europea de los Derechos constitucionales estatales, con independencia de los avances o retrocesos que pudieran producirse en el proceso de constitucionalización formalizado en Europa, habida cuenta de la imbricación existente entre los espacios constitucionales interno y comunitario, que solo una disciplina constitucional puede explicar suficientemente, además de orientar el proceso mismo de constitucionalización de la propia Unión. En el desarrollo de esta reflexión se engarzan a estos propósitos los principales hitos históricos tanto del proceso de integración europea, como los elementos más destacados del proceso de constitucionalización material (y del formalmente fallido) de la UE.
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Suele sostenerse que desde el mismo origen de la integración supranacional de Europa se generó ya un proceso que objetivamente incorporaba un vector de constitucionalización material y funcional que se fue desarrollando y profundizando en la tensión entre las tendencias supranacionales y federalistas y las soberanistas y gubernamentales de los Estados miembros. Con independencia de la mayor o menor justeza de su denominación, este proceso no era en cualquier caso sino la manifestación inevitable de la fuerza política subyacente que estaba ya en el origen y en los fundamentos de la formación de las Comunidades, si bien conscientemente autocontenida por el paradigma funcionalista centrado sobre todo en el ámbito económico y en la «baja política», con el confesado propósito de generar primero «solidaridades de hecho» -esto es, bases comunes de desarrollo económico- para el éxito en la construcción progresiva de una Europa unida, según los planteamientos de Monnet y Schumann.
En este sentido, si bien en los Tratados fundacionales no aparecían normativizados elementos que permitieran sostener un propósito, una arquitectura, o una dogmática de matriz constitucionalista en la organización supranacional que se creaba (dejando a salvo los valores congeniales con el constitucionalismo que aparecían reflejados en los respectivos preámbulos), se sostiene que la definición y establecimiento de la división institucional y orgánica del poder comunitario ya contenía funcionalmente algunas técnicas y elementos, originales y adaptados, propios de una organización que venía a reflejar aquellos típicamente creados y empleados por el constitucionalismo.
Así, entre otros, suelen ser mencionados (siguiendo la caracterización, paradigmática, de G. C. Rodríguez Iglesias) los siguientes aspectos: que los Tratados constituyan la norma suprema del ordenamiento comunitario y el fundamento de la competencia de las Comunidades y, por ello, sean la norma de delimitación de las que corresponden a los Estados miembros; la definición de determinados principios fundamentales en la base de un sistema jurídico que netamente responde a las pautas y exigencias de un Estado de derecho; la definición de las instituciones que ejercerán las competencias conforme a una distribución funcional y a un cierto sistema de diálogo y contrapesos; la iniciativa normativa dejada en manos exclusivas de una institución independiente y solo orientada por el bien general de las Comunidades, etc.
El orden fundamental comunitario así establecido permitía sostener una consideración funcional y analógica de los Tratados como «constitución» y de las Comunidades como «comunidad de Derecho», con poderes sometidos a límites típicos de un orden constitucional, como el TJCE llegaría después a caracterizar al Tratado constitutivo de la Comunidad Europea al considerarlo como la «carta constitucional de una comunidad de Derecho» (primero en la Sentencia de 23 de abril de 1986, asunto 294/83, Les Verts/Parlamento Europeo –al calificar al Tratado como «carta constitucional básica» y, posteriormente, en el Dictamen 1/91, de 14 de diciembre de 1991, sobre el Espacio Económico Europeo). Esta perspectiva todavía hoy sigue alimentando una fuerte pretensión legitimadora del Derecho comunitario como proceso abierto de integración supranacional que puede indefinidamente seguir desvinculado de su constitucionalización formal; conocido es como este planteamiento se reafirma en la actualidad con interpretaciones autoorientadas de los fracasos referendarios del Tratado constitucional y, más recientemente, del experimentado en Irlanda por el Tratado de Lisboa, que pretendidamente vendrían a reforzarla.
Fue muy pronto cuando afloró por vía pretoriana la pieza decisiva para la misma existencia, sostenimiento y desarrollo del proceso de integración supranacional comunitario: la afirmación del Derecho comunitario europeo a comienzos de los años sesenta mediante un presupuesto susceptible de fundamentarlo en su autonomía y articular su relación con los ordenamientos estatales, el principio de primacía. Con la Sentencia Costa/ENEL -1964- el TJCE afirma que «a diferencia de los Tratados internacionales ordinarios, el Tratado CEE ha establecido un ordenamiento jurídico propio, integrado en el sistema jurídico de los Estados miembros cuando se produjo la entrada en vigor del Tratado y tal ordenamiento es de obligado cumplimiento para las jurisdicciones nacionales»; con ello reafirma la idea neta, rotunda, de que el derecho interno de los Estados no puede constituir bajo ningún presupuesto un parámetro de validez para el enjuiciamiento de actos comunitarios. «Surgido de una fuente autónoma –dice la Sentencia-, el Derecho nacido del Tratado no podría, por tanto, verse oponer judicialmente un texto interno, cualquiera que sea, sin perder su carácter comunitario y sin cuestionar la base jurídica de la Comunidad misma».
A esta misma dinámica responde otra pieza clave que surge por la inesquivable rotura del corsé exclusivamente económico en el que se pretendía mantener entonces a las Comunidades: la inevitabilidad de la construcción por vía igualmente pretoriana, debido al silencio de los Tratados a este respecto, de un cierto «sistema» de protección de los derechos y libertades fundamentales que limitara a los poderes públicos y garantizara los espacios de libertad de los nacionales de los Estados miembros y de las personas que se encontraran en su territorio.
El inicial silencio de los Tratados constitutivos acerca de los derechos fundamentales como categoría acuñada por el constitucionalismo y su limitación a la incorporación de las llamadas «libertades comunitarias» resonaba como una carencia decisiva tanto en los planos simbólico y político como en el propiamente jurídico, erigiéndose como una de las fuentes más importantes e intensas de conflicto con los ordenamientos nacionales y, por tanto, como una constante amenaza para la propia viabilidad y eficacia del Derecho comunitario. Muy pronto se revelaría, en efecto, la insostenibilidad de la postura inicialmente «inhibicionista» mostrada por el Tribunal de Justicia hasta finales de los años sesenta (SSTJCE: Stork -1959-, Firme I. Nold K.G. c. Haute Autorité CECA -1959-, Comptoirs de Vente du Charbon de la Rhur -1960-; Sgarlata -1965-…), hasta que en la Sentencia Stauder (1969) tuvo que reconocer que le compete proteger y garantizar «los derechos fundamentales de la persona comprendidos en los principios generales del Derecho comunitario», abriendo así un camino progresivamente enriquecido con construcciones doctrinales e importantes menciones y algunas novedades en el derecho de los Tratados.
Desde entonces quedó configurada la base jurídica para la protección de los derechos fundamentales en el propio ordenamiento de las Comunidades. Como es sabido, los fundamentos de esta construcción consistieron, por un lado, en identificar una fuente formal propia, los «principios generales del Derecho comunitario» (escasa y vagamente aludidos de forma expresa en los textos constitutivos); y, por otro, en señalar sus fuentes materiales, que son tanto las «tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros», como las pautas que pudieran aportar «los instrumentos internacionales relativos a la protección de los derechos humanos» como referencia genérica, que posteriormente sería concretada material y metodológicamente en el Convenio del Consejo de Europa de 1950. En este sentido fueron decisivas en este proceso, entre otras, las Sentencias Internationale Handelsgesellschaft (1970), Nold ( 1974) y Hauer (1979).
Conviene subrayar la idea de que se trata de una construcción jurídica por parte del TJCE que acabaría siendo un modo ciertamente clarividente de introducir el respeto por los derechos fundamentales en el Derecho comunitario asegurando al mismo tiempo el objetivo que, como antes se ha dicho, había devenido fundamental en aquella coyuntura: la afirmación y preservación de su identidad e integridad ordinamental mediante el principio de primacía. Con ello se producía también el resultado objetivo de sentar las bases para una apertura a una mayor integración y a un progresivo entendimiento de la protección de los derechos en Europa conforme a un esquema de «constitucionalismo multinivel», pero lo que se trataba de afirmar entonces sobre bases sólidas era justamente la primacía del Derecho comunitario, que podía ser puesta en cuestión por el entendimiento y el tratamiento jurídico que correspondía a los derechos desde la perspectiva constitucional interna de los Estados, al generarse el riesgo de disipar, ante el afianzamiento de la primacía y el crecimiento progresivo de las Comunidades, los límites jurídicos democráticos al ejercicio del poder que representan el reconocimiento y la protección de los derechos fundamentales.
Desde esta perspectiva, otro efecto simultáneo y sistémicamente positivo de esta construcción fue la garantía de la propia posición autónoma del TJCE en relación con los ordenamientos de los Estados miembros y hasta el reforzamiento de su misma posición institucional, reduciéndose también el nivel de enfrentamiento con las Cortes constitucionales de algunos Estados miembros que se había desencadenado por el efecto de la primacía sobre el orden constitucional interno (recuérdense las Sentencias Frontini y Solange I, 1973 y 1974, respectivamente), permitiendo a partir de entonces el diálogo y la cooperación entre aquellas y el TJCE, si bien quedaba latente una solución definitiva a las posibilidades de conflicto en este ámbito y nivel, como paradigmáticamente mostraran la Sentencia Solange II en Alemania (1986) y las Sentencias Granital (1984) y Fragd (1989) en Italia.
No cabe duda de que tal situación condujo a que progresivamente se fuera alcanzando, en el plano material, un nivel de protección de los derechos fundamentales en el ámbito comunitario similar al que reciben en el interior de cada uno de los Estados miembros, y esta constatación de convergencia llevaría a poner una paz relativa en el lugar de la llamada por algunos «rebelión de los Tribunales constitucionales», máxime tras las reafirmaciones solemnes de las instituciones comunitarias sobre el respeto primordial que han de recibir los derechos fundamentales en el ámbito comunitario, tal y como se desprenden, en particular, de las Constituciones de los Estados miembros, así como del Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (Declaración Conjunta del Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión, de 5 de abril de 1977 y su concordante Declaración sobre la Democracia del Consejo Europeo de abril de 1978).
De este modo, tomando en cuenta estos elementos, podría considerarse reforzada la perspectiva de que se acaba estableciendo también en Europa un rasgo propio de una configuración funcionalmente constitucional. Teniendo el TJCE el monopolio de control de la legalidad en el ámbito comunitario, acabó generándose por esta vía un control concentrado de «constitucionalidad» respecto del derecho comunitario originario hasta cierto punto equivalente, «mutatis mutandis», al definido por las normas constitucionales de algunos Estados miembros, en el que ocupaba un lugar prominente el respeto de los derechos fundamentales.
Va de suyo que esta perspectiva de consideración funcional y analógicamente constitucional de las Comunidades, pese a tales avances tan destacados, no pasaba de ser todavía no ya sólo un muy pálido reflejo del paradigma constitucional, sino una construcción doctrinal fuertemente legitimadora de la perspectiva y del «status quo» del proceso de integración frente al propio paradigma constitucional, puesto que, por un lado, los tratados no pueden configurar constituciones estando sometidos en su celebración y modificaciones al protagonismo de los gobiernos de los Estados miembros y a la convergencia unánime de las decisiones políticas de cada uno de ellos; y, por otro, que las Comunidades y, con ello, su «constitución» material, al ser los mismos Estados miembros la fuente directa de su legitimidad al margen de la ciudadanía, carecían de una fuente de legitimidad democrática directa y propia, lo cual se reflejaba a su vez en el tan traído y llevado «déficit democrático» tanto en el juego interinstitucional y en los contrapesos entre los «poderes» comunitarios como en el plano de la participación de la ciudadanía en las decisiones comunitarias sobre materias en las que se proyectaba el control y los límites democráticos respecto de los poderes estatales, que de esta manera se ven sustraídas de los mismos.
De acuerdo con las coordenadas ideológicas y político-jurídicas sustanciales del constitucionalismo, según se deduce de cómo fueron plasmadas con solemne rotundidad en la fórmula empleada por el art. 16 de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, una Constitución ha de «separar» y equilibrar los poderes, configurándolos entre sí como instrumentos de control respectivo, y garantizar los derechos. En definitiva, una Constitución consiste en someter el poder al Derecho, pero no al derecho de cualquier orden jurídico, sino al Derecho de un ordenamiento cuya fuente de legitimidad directa sea su origen democrático. Y ninguna de estas condiciones se alcanzaba plenamente en un sistema político comunitario en construcción y continuo crecimiento.
Las funciones y atribuciones de las instituciones estaban ciertamente separadas, pero manteniendo al Parlamento, sede de la representación popular, en una posición de profunda debilidad respecto a otras instituciones, además de configurarse como una representación yuxtapuesta de los pueblos de los Estados y no como emanación democrática de un «demos» europeo, ostentando sin embargo el Consejo, en el que se radica la representación estatal, los poderes decisorios sustantivos.
Por lo que se refiere a la garantía de los derechos, éstos no podían funcionar en el esquema pretoriano de protección como genuinos derechos subjetivos por la falta de un reconocimiento previo al momento litigioso, por lo que la carencia de determinación de su contenido y alcance con carácter previo y general en un instrumento normativo conducía ineludiblemente a su consiguiente exclusiva dependencia de procesos interpretativos del TJCE. Este órgano quedaba así situado, al carecer las Comunidades de una Carta de derechos jurídicamente vinculante, en una posición funcional de cuasi «constituyente» y «legislador» permanente al mismo tiempo, sin duda otra importante merma democrática del sistema.
Así las cosas, con el crecimiento e integración progresiva de las Comunidades y la evidencia de su naturaleza cada vez más política y constitucional, se fue generando un proceso de mutación permanentemente abierta, con la adición de algunas importantes reformas, en el que subyace objetivamente una «dinámica constitucionalizadora» que, en un concreto estadio a la altura de comienzos del actual milenio, se ha convertido también en pretensión de este carácter, buscando el tránsito hacia una constitucionalización hasta cierto punto formalizada en su peculiaridad. Cuando hablamos de «dinámica constitucionalizadora» nos estamos refiriendo a la progresiva introducción en la organización comunitaria de principios, instituciones y técnicas clásicos del constitucionalismo, aunque adaptados a su realidad, susceptibles de democratizar la Unión Europea en el marco de un ordenamiento cuya fuente de legitimidad se aproxime cada vez más a un «demos europeo» y despliegue su eficacia sobre los órdenes constitucionales parciales de los Estados miembros. En esta perspectiva, el «déficit democrático» que se ha venido denunciando por décadas en Europa al contemplar las relaciones Parlamento Europeo/Consejo/Comisión no ha sido ni es otro, como ha destacado reiteradamente F. Balaguer, sino un «déficit de Constitución». Evidentemente, es manifestación primaria y primordial de este mismo déficit, en cuanto materia constitucional por antonomasia, la ausencia de un sistema más formalizado de declaración y protección de derechos. Ambos elementos, pues, son expresión de la fuerza política que subyace en la dinámica materialmente constitucionalizadora de la Unión, que pugna incesantemente por salir a la superficie y alcanzar determinados niveles necesarios de formalización, conforme avanza su crecimiento y sus efectos en las sociedades nacionales y en la propia estructura y funcionamiento de los Estados miembros.
Podría afirmarse así que la intrínseca naturaleza constitucional de la construcción europea de los más recientes estadios, con independencia de la forma en la que ésta pudiera producirse y manifestarse, comenzó a emerger de manera cada vez más pujante a lo largo de un dilatado proceso en el que cabe encontrar muchos otros hitos históricos, algunos de los cuales, no por conocidos de todos los presentes, deben dejar de ser resaltados a este propósito en el marco del objeto de esta ponencia. Sin poder entrar en ellos, sí es sin embargo ineludible respecto de esta fase de la construcción europea la simple cita, entre otros, de la celebración en 1979 de las primeras elecciones para elegir por sufragio universal al Parlamento Europeo, que diferenciaría netamente a la construcción europea de otras organizaciones internacionales, poniendo en primer plano su naturaleza política, pese a los fundamentales objetivos económicos de las entonces Comunidades, reforzando la legitimidad de una institución que se convertiría en un verdadero motor para el desarrollo político de Europa; el Proyecto de Tratado de la Unión Europea de 1984 («Proyecto Spinelli»), cuyo objetivo era «reactivar la obra de unificación democrática de Europa» y la afirmación de su identidad, «redefinir los objetivos de la construcción europea» y «dar a instituciones más eficaces y más democráticas los medios para conseguirlo», «basándose en la adhesión a los principios de la democracia pluralista, del respeto de los derechos humanos y la preeminencia del derecho» (proyecto que pese a que no entró en vigor, suministraría para el futuro los principales elementos para un modelo político de Europa, del que se servirían las sucesivas reformas de los Tratados); el Acta Única Europea (1987), que introduce determinados elementos de cooperación política, anticipando el modelo de la Unión; el Tratado de la Unión Europea (1992), que instaura el modelo de la Unión con naturaleza política y, entre otros aspectos, introduce la ciudadanía europea e institucionaliza y refuerza la cooperación en materia de política exterior y de seguridad, así como en materia de justicia y asuntos de interior; y el Tratado de Ámsterdam (1997) que refuerza los aspectos políticos de la Unión, provee a ésta de una dimensión principial de orden constitucional al establecer los principios materiales del orden comunitario, determinando que «La Unión se basa en los principios de libertad, democracia, respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el Estado de Derecho, principios que son comunes a los Estados miembros», potencia el principio de igualdad y de no discriminación, e introduce también un cierto giro social.
Puede sostenerse en definitiva que, a grandes rasgos, la historia misma de la construcción y el desarrollo de la idea política de Europa va estrechamente asociada a la de profundización democrática en su organización y funcionamiento y a la del reconocimiento y paulatina afirmación de los derechos fundamentales en el Derecho europeo, dos vectores netamente constitucionales. Esta perspectiva comenzó a producir notables efectos en el Derecho comunitario escrito, especialmente a partir de Maastricht. Además de un progresivo incremento de los poderes del Parlamento y el reforzamiento de su posición institucional, tanto en relación con la legislación como en materia de control político y presupuestario, cabe tomar igualmente en consideración los avances en el incremento de las materias en las que las decisiones pueden adoptarse por mayoría en el seno del Consejo. Pero, sobre todo, es necesario resaltar que los derechos fundamentales comenzaron a seguir un proceso de progresiva «codificación» funcionalmente constitucional.
Ocurrió así con la adopción, primero, del Tratado de la Unión Europea y, después, con el Tratado de Ámsterdam, si bien ya el Acta Única Europea introdujo también algunas nuevas disposiciones en los Tratados y una referencia expresa al CEDH y a los derechos fundamentales como basamento de la promoción y desarrollo de la democracia. Pero fue sin duda en Maastricht donde se produjo un punto de inflexión: se instituye la ciudadanía de la Unión y se consagra -cabe decir que a nivel funcionalmente constitucional- un rotundo compromiso de la Unión Europea con los derechos humanos. Recuérdese así como el Tratado de la Unión estableció en el artículo F.2 (ahora 6.2) el mandato a los poderes de la Unión del respeto a los derechos fundamentales, adoptando normativamente la solución pretorianamente puesta en pie por el TJCE. A su vez, el Tratado de Ámsterdam vino a profundizar en este compromiso con los principios democráticos identificando en la nueva redacción dada al apartado 1 del artículo F (ahora art. 6) los principios materiales del orden comunitario antes expuestos. También se refuerza la posición y función de los derechos en el ordenamiento comunitario con la previsión de un mecanismo represivo respecto de los Estados miembros cuando se constate la «existencia de una violación grave y persistente» de aquellos principios, así como el establecimiento expreso de la exigencia de que el Estado candidato a ingresar en la Unión los respete.
En esta línea de progresivo desarrollo, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, solemnemente proclamada en Niza el año 2000, se constituye sin duda en el hito fundamental, en tanto que con ella, en palabras de P. Häberle, se «adelanta mucho de lo que podría regularse en una Constitución europea», configurando una «meritoria Constitución parcial». Ésta reafirma en su Preámbulo «los derechos reconocidos especialmente por las tradiciones constitucionales y las obligaciones internacionales comunes de los Estados miembros, el Tratado de la Unión Europea y los Tratados comunitarios, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, las Cartas Sociales adoptadas por la Comunidad y por el Consejo de Europa, así como por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos». Y, tras regular el contenido de los derechos y establecer otras normas de interpretación y aplicación, se refiere precisamente a los derechos y libertades fundamentales reconocidos por «las constituciones de los Estados miembros» como parámetro integrante del nivel de protección al que se refiere el artículo 53.
En este plano y estadio adquiere ya una concreción material y formal muy característica y de notable intensidad el concepto de «Derecho constitucional común europeo» clarividentemente puesto en circulación por P. Häberle en los años ochenta y noventa del pasado siglo, al hacer con él referencia a la gestación de un Derecho constitucional común en la interrelación resultante del desarrollo de principios, reglas, técnicas y culturas jurídicas comunes a los Estados miembros, la Unión Europea y el Consejo de Europa, singularmente a través de la doctrina generada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En esta concepción, como fuente material de producción e interpretación jurídica específicamente comunitaria –cabe subrayar- juegan un papel central las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, susceptibles de configurar un parámetro estándar de protección de los derechos y libertades fundamentales en el Derecho de la Unión, así como una fuente de evolución material y normativa de los derechos, lo cual puede ofrecer resultados de refuerzo de la convergencia y articulación entre ordenamientos cuya fuerza expansiva puede operar positivamente sobre espacios en los que puedan darse asimetrías, dado que lo que el recurso a las tradiciones constitucionales implícitamente buscan y permiten es que las decisiones comunitarias se asuman, en definitiva, porque se fundamentan precisamente en postulados que son compartidos por los Estados miembros, aunque se vean matizadas y enmarcadas por las propias dimensiones funcionales de la Unión. En este sentido, tales tradiciones constitucionales comunes constituyen sin duda la base fundamental para la construcción constitucional de Europa.
Como proyección de especial valor en el proceso de constitucionalización, ya con una pretensión formalizadora de transición hacia lo que pudiera ser en el futuro una Constitución Europea, el fracasado Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa, además de incorporar íntegramente la Carta como parte II (con algunas modificaciones, sobre todo relativas a su interpretación y aplicación), en el artículo I-9 reconocía los derechos, libertades y principios enunciados en la Carta y establecía que la Unión se adherirá al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos, disponiendo en su apartado 3 que «Los derechos fundamentales que garantiza el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades fundamentales y los que son fruto de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros forman parte del Derecho de la Unión como principios generales».
Fue en Niza, a comienzos del milenio, con su Declaración 23 sobre el futuro de la Unión, cuando se abrió la puerta a la necesidad de encarar un progresivo proceso de constitucionalización, formalmente abierto con la Declaración de Laeken en diciembre de 2001. La ampliación y el crecimiento de la UE en todos los ámbitos venía y viene demandando con cada vez más urgencia clarificación política y estructural (legitimación democrática, diseño institucional, interrelación y equilibrio entre los poderes, controles democráticos, transparencia y participación ciudadana, distribución competencial, sistema de fuentes), reconocimiento y protección de los derechos y libertades fundamentales, reasignación de equilibrios entre los Estados miembros, redefinición de una nueva posición general para Europa en la escena internacional en un mundo globalizado, atravesado por grandes conflictos y riesgos, aspectos todos ellos que solo puede aportar con el nivel de integración política suficiente una perspectiva constitucional y una configuración de este carácter.
El fracasado Tratado constitucional a raíz de los resultados negativos de los referenda francés y holandés en la primavera de 2005 intentaba dar respuesta a buena parte de estos retos en una fase de transición. Procuró más legitimidad para las instituciones, más democracia en su funcionamiento, más cercanía con los ciudadanos y la sociedad civil y más transparencia y flexibilidad; más igualdad asentada en las cotas de libertad ya adquiridas y profundizadas por el reconocimiento y protección de los derechos y libertades fundamentales; más cooperación entre los Estados miembros; mayor apertura y solidaridad con otros Estados y una mayor presencia en la escena internacional. Para conseguir esos objetivos, se desarrollaba la política exterior y de seguridad común, se consolidaba y reforzaba la ciudadanía de la Unión y se incorporaba la Carta de Derechos Fundamentales, pretendiendo que alcanzara así la fuerza jurídica de la que adolecía; Carta de derechos que, con independencia de cuestiones de detalle, en su conjunto conforma la quintaesencia del más moderno estándar de los derechos fundamentales, incorporando los de más reciente generación, suponiendo en este sentido avances constitucionales respecto de las mismas normas constitucionales de los Estados miembros, generadas en contextos sociales, culturales, económicos y políticos ya parcialmente superados. Desde todas estas perspectivas, la llamada «Constitución europea» representaba un gran salto hacia adelante en la construcción constitucional de Europa.
El fracaso de este proceso de constitucionalización formalizada ha abierto, sin duda, una fase crítica de estancamiento, pero no pone sin embargo en cuestión la continuación del proceso de constitucionalización material de la Unión Europea y, en su caso, la recuperación futura de una vía de constitucionalización formal. De hecho, con el Tratado de Lisboa, muchos de los elementos centrales de aquel, aquilatados en la CIG de 2004, permanecen, aunque forzada y nominalmente desvinculados del «concepto» constitucional formal que establecía el Tratado constitucional. De manera especial, cabe subrayar la presencia del elemento central con potencialidad suficiente como para actuar como motor en futuros desarrollos del proceso de constitucionalización de la Unión Europea cuando el Tratado entre en vigor: aunque sin integrarla en los Tratados, la atribución a la Carta de Derechos Fundamentales de valor jurídico vinculante, con el mismo rango iusfundamental que aquellos, así como la decisión de adhesión al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Del mismo modo, se asumen en él todos los elementos de avance producidos en materia de derechos fundamentales en las reformas antes mencionadas de los Tratados y que cristalizaron igualmente en el Tratado Constitucional. Particularmente, el art. 9.3 de éste, pasa, con el Tratado de Lisboa, a ser el contenido del art. 6.3 del TUE reformado, con esta formulación: «Los derechos fundamentales que garantiza el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Fundamentales y los que son fruto de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros formarán parte del Derecho de la Unión como principios generales».
Ciertamente podría decirse, a la vista de esta evolución, que el arraigo, el desarrollo y la valoración social primordial de un constitucionalismo antropocentrista en los países de Europa a partir de la Segunda Guerra Mundial, fundamentado en la dignidad de la persona, la libertad y la igualdad, y convertido en «cultura constitucional» (P. Häberle) llena de posibilidades de desarrollo, ha funcionado como un potente motor ideológico-político que ha alimentado e impulsado desde sus más sólidos fundamentos, sobre todo en los últimos años, la idea de Europa y su construcción en sentido constitucional. Este factor ha sido determinante para que en las etapas más recientes se apunten dimensiones que claramente sobrepasan ya las concepciones internacionalistas, introduciéndose en el núcleo estructural de la Unión dimensiones axiológicas, teleológicas, garantistas y organizativas hasta ahora prototípicas del constitucionalismo estatal, que inciden directamente sobre los Estados miembros, condicionando y produciendo importantes mutaciones y, a veces, necesarias reformas en sus normas constitucionales, como consecuencia de la atribución competencial que es comprometida a la UE. Los propios textos correspondientes a los diversos espacios constitucionales, en efecto, han acusado cada vez más intensamente este fenómeno, conforme al conocido paradigma de la evolución gradual de los textos constitucionales formulado y difundido también a partir de la obra del profesor Häberle.
Por estas razones la dinámica interna materialmente constitucionalizadora de la UE -reflejo y, a su vez, condicionante de las formas, necesidades y espacios constitucionales de los Estados miembros-, se afirma cada vez más en la necesidad del desarrollo de un Derecho constitucional europeo como disciplina científica, cuyo objeto es tanto el Derecho constitucional europeo como la dimensión europea de los Derechos estatales, con independencia de los avances o retrocesos que pudieran producirse en el proceso de constitucionalización formalizado en Europa, toda vez que ya los espacios constitucionales interno y comunitario aparecen hasta tal punto imbricados dialécticamente que solo una disciplina constitucional puede dar suficientemente cuenta de sus concreciones jurídicas y políticas, así como orientar también el proceso mismo de constitucionalización de la propia Unión. Una disciplina jurídica que dé cuenta en definitiva, como afirma F. Balaguer, de «todo el Derecho europeo de naturaleza constitucional que interacciona en el espacio europeo» y donde el Derecho comparado (el quinto método de interpretación según la afortunada tesis del prof. Häberle) juega un papel fundamental, y no sólo a propósito de la identificación de las tradiciones constitucionales comunes.
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Resumen: Se destaca en este trabajo el carácter fuertemente legitimador de esta construcción para la perspectiva y el status quo del proceso de integración supranacional que se piensa como posible, indefinidamente desvinculado de su constitucionalización formal. Sin embargo, en tanto que Europa siga de espaldas a la ciudadanía como fuente directa y propia de su legitimidad, seguirá careciendo de Constitución, de acuerdo con las coordenadas ideológicas y político-jurídicas sustanciales del constitucionalismo. Esto no supone negar la dinámica interna materialmente constitucionalizadora de la UE —reflejo y, a su vez, condicionante de las formas, necesidades y espacios constitucionales de los Estados miembros—.
En el desarrollo de esta reflexión se engarzan a estos propósitos los principales hitos históricos tanto del proceso de integración europea, como los elementos más destacados del proceso de constitucionalización material (y del formalmente fallido) de la UE.
Palabras clave: Constitucionalismo, integración, Unión Europea, ciudadanía europea.
Abstract: It has been maintained from certain perspectives of analysis, that in considering fundamental communitarian order, there exists an analog and functional account of the European Treaties as a constitution - a constitution with powers, to some extent, subject to the typical limitations of a constitutional order.
This paper highlights the strong legitimizing nature of the aforementioned construction for the perspective and the status quo of the supranational integration process that is thought of as indefinitely disconnected from its formal constitutionalization. However, while Europe continues to ignore the citizenship as a direct source of its own legitimacy, it will continue to lack a Constitution according to the ideological and political substantial coordinates of constitutionalism. This does not intend to deny the internal dynamics of the Union’s material constitutionalization, which is a reflection and, at the same time, a determinant of the forms, needs and constitutional spaces of the member States.
Both the purpose of the major historical milestones in the process of the European integration, as well as the most prominent elements in the process of material (and formally unsuccessful) constitutionalization of the European Union, are threaded within the development of this discussion.
Key words: Constitucionalism, integration, European Union, European citizenship.