"ReDCE núm. 25. Enero-Junio de 2016"
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Decía Feijoo, en el prólogo a su Teatro Crítico Universal, que “aquellos autores que escriben para desterrar preocupaciones comunes, no deben poner duda en que recibirá el público con desagrado sus libros”. Y eso es muy probable que suceda al Prof. Chueca y a los demás miembros del notable elenco de autores del trabajo del que aquí se da cuenta, en tanto que responsables de una obra heterodoxa, a fuer de provocadora. No en vano, remueve ideas asentadas, genera dudas e interrogantes y propone soluciones plausibles: todo lo necesario para convertirla en una aportación de referencia, de lectura imprescindible. Así, exponiendo visiones complementarias de un mismo tópico, se han atrevido a hacer trizas, como ya se propusiera el ilustrado benedictino, “los comunes errores del vulgo”, denunciando no sólo la debilidad prescriptiva de una expresión lábil como pocas, reiterada hasta el hartazgo, sin apenas sentido, en las normas y resoluciones judiciales, sino los riesgos que comporta su frecuente asociación con los derechos fundamentales de la persona. Por eso, que el Prof. Chueca subraye, en su imprescindible capítulo inaugural, “La marginalidad jurídica de la dignidad humana”, no hace sino testimoniar cómo un nobilísimo concepto teológico, de filiación cristiana y raíz paulina, arrojado en el contexto de una sociedad esclavista; después secularizado, en la Ilustración, por la moral kantiana y, finalmente, universalizado por el Derecho Internacional humanitario, ha sido incorporado, al cabo, a modo de reacción antitotalitaria, por el constitucionalismo posterior a la II Guerra Mundial, a costa de convertirlo en una referencia axiológica jurídicamente inconsistente, retórica, acomodaticia, muchas veces superflua, en tanto que manifestación de una categoría no objetivada o formalizada, carente, en fin, de eficacia contrastada para el Derecho. Aun así, el Prof. Chueca no se limita a denunciar su fragilidad, sino que apunta, también, a su potencial como elemento dinamizador y renovador de los ordenamientos, al relacionarse con la aparición de emergentes espacios iusfundamentales que requieren de reconocimiento jurídico, lo que revela su versatilidad. Mas eso no le resta un ápice de arriesgada incerteza, habida cuenta de que tan socorrida expresión, más allá de erigirse, con manifiesta impostura histórica, en fundamento genérico de cuantos derechos han sido específicamente asegurados, es, hoy, corrientemente invocada por los operadores jurídicos, a fin de garantizar la salvaguardia de ciertos bienes públicos, restringiendo así el alcance de clásicos derechos de autonomía y libertad personal. Y es evidente que el recurso a su condición de límite inconcreto nos enfrenta al riesgo de distorsionar el sistema iusfundamental vigente. De ahí que no se pueda sino convenir con Chueca en la necesidad de acotar su significado y alcance, exigiendo su formalización.
Como era de esperar G. Gómez Orfanel, Y. Gómez Lugo, P. Veronesi y X. Bioy nos ofrecen una panorámica muy completa acerca del tratamiento que recibe la categoría “dignidad humana” en Alemania, los Estados Unidos de América, Italia y Francia, a fin de ilustrarnos acerca del desigual recurso a la categoría de referencia en esos ordenamientos. Así, en relación a Alemania, Gómez Orfanel refiere el nada pacífico debate doctrinal y jurisprudencial que ha conducido a conceptuar a la dignidad humana como principio constitucional supremo en el que convergen los demás existentes; al tiempo que hace hincapié en los problemas generados por querer apartarla, sobre todo inicialmente, de los juicios de ponderación que afectaban a los derechos fundamentales, habida cuenta de su habitual invocación como límite a los mismos, a partir de una concepción absoluta de ella misma. Como respuesta a este callejón sin salida, Orfanel comenta con tino la evolución jurisprudencial que ha permitido alcanzar un entendimiento relativo de dicha noción, favoreciendo así su compatibilidad con el juicio de proporcionalidad. Por su parte Y. Gómez Lugo da cuenta del recurso aleatorio a la dignidad humana en la jurisprudencia del Tribunal Supremo norteamericano, como principio interpretativo y, en ocasiones, fundamento de ciertos derechos garantizados en las cláusulas constitucionales declarativas de derechos. Así, tras constatar la ausencia en dicha doctrina jurisprudencial de un significado propio e independiente de derechos e intereses sustantivos, se destaca su empleo para extender y mejorar la protección de nuevos ámbitos iusfundamentales, justificando medidas antidiscriminatorias o limitando el desarrollo de actividades o conductas contrarias a determinados estándares sociales, en aras de justificar la tutela de una determinada moral colectiva. Seguidamente, P. Veronesi, en relación a Italia, reconoce las dificultades que entraña la pretensión de objetivar la dignidad humana, determinando su contenido. Por eso señala que la misma sólo adquiere una función más precisa cuando se relaciona con otros elementos del ordenamiento, viniendo a interactuar con ellos. De ahí que, por sí misma, dicha categoría se muestre residual cuando no están disponibles derechos o intereses regulados constitucionalmente. Algo, en fin, en lo que coincide, también, X. Bioy, que traza una sugerente comparativa entre Francia y España, señalando la común ausencia de prescriptibilidad del principio de dignidad humana en ambos ordenamientos; razón por la cual el mismo es más bien utilizado para completar la significación y alcance de ciertos derechos fundamentales, vinculados a la libertad corporal individual; al tiempo que como límite a los derechos, en tanto que fundamento general del orden público protegido por la ley.
Ya en clave internacional europea, A. Elvira Perales y M. Fraile Ortiz insisten en la constante referencia a la dignidad humana en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, más allá de su especial vinculación al art. 3 del Convenio de Roma. Por eso ambas autoras constatan su utilización frecuente como apoyo, refuerzo o medida orientada a legitimar decisiones dudosas o problemáticas, incluso aquellas que justifican la deferencia con la muy discrecional doctrina del margen de apreciación estatal. Y hasta para otorgarle una mayor protección a preceptos constitucionales de alcance inicialmente más limitado. La desigual recepción de esa doctrina por parte de los tribunales constitucionales portugués, belga y francés, abunda en ese sentido.
Por su parte, J. L. Requejo corrobora la muy exigua significación que posee, a día de hoy, en el Derecho de la Unión Europea, el principio de la dignidad humana, a pesar de haberse incorporado como “base misma” a la Carta de los Derechos Fundamentales, conforme al precursor modelo alemán. Así, comprobados los vaivenes jurisprudenciales de los últimos años, a Requejo le preocupa más la cuestión central que ha de llevar a determinar cuál es el ámbito de aplicación de los derechos que reconoce la Carta. Y dado que su vocación europeísta le mueve a abogar justamente por la consolidación de la posición del Tribunal de Justicia como eficaz “jurisdicción de los derechos”, no desprecia, con razón, el potencial creativo que categorías como, entre otras, la de dignidad humana puedan alcanzar para maximizar las consecuencias de toda conexión, “por modesta que sea”, entre el Derecho de la Unión y una relación jurídica generada en el seno de un Estado miembro, tal y como la Sentencia Akerberg Fransson (C-617/10) puso, en su día, de manifiesto. El loable objetivo que, al cabo, persigue no es otro que expandir las competencias de la Unión, en materia de protección de los derechos, más allá de las limitaciones que establecen los Tratados. Y es aquí donde la cláusula puede realizar su contribución.
En referencia a España, A. Pascual, R. Ruiz Lapeña, M. Presno y C. Zoco estudian el alcance del principio en el ordenamiento constitucional patrio. Así, A. Pascual insiste en las diferencias con el modelo alemán, descartando su condición de derecho fundamental. Eso explica que prefiera conceptuarla, más bien, como expresión de un principio o pauta directiva de normación jurídica. Por ello, en tanto que mandato de optimización, subraya su vínculo con los derechos fundamentales de más acusada naturaleza personal: aquéllos que se reconocen por igual a españoles y extranjeros; al tiempo que menciona su más reciente adscripción a la necesidad de preservar un mínimo vital que asegure materialmente la subsistencia de las personas. Aun así, la autora recuerda que no cabe invocar la dignidad humana para autorizar o justificar el reconocimiento de nuevos derechos, abriendo así una suerte de perturbador “proceso constituyente permanente”. De ahí que constate cómo la jurisprudencia constitucional recurre a la expresión, habitualmente, para reforzar o justificar interpretaciones o juicios que, en realidad, extrae de otras prescripciones jurídicas más consistentes o determinables. De ese modo sucede cuando reconoce la titularidad de derechos fundamentales a los extranjeros; cuando extiende la protección del honor a los colectivos; o cuando excluye a las personas jurídicas de la titularidad del derecho a la igualdad. Pero como acertadamente advierte, por fortuna, el Tribunal Constitucional nunca ha tenido la ocurrencia de recurrir a la dignidad humana como canon autónomo de constitucionalidad de las normas legales. De lo contrario, habría abierto la puerta a la arbitrariedad, promoviendo un creacionismo judicial del Derecho de lamentables consecuencias. En esta línea, R. Ruiz Lapeña se afana por vincular la dignidad a ámbitos especialmente sensibles, proyectando exigencias y límites a las conductas humanas. Y C. Zoco resalta el valor que alcanza la dignidad como garantía de un trato igual para todos. Seguidamente, en un trabajo muy sugestivo, M. A. Presno plantea situaciones en las que la dignidad es invocada, a veces polémicamente, como límite al libre desarrollo de la personalidad, en atención a la supuesta necesidad de garantizar unas exigencias mínimas de vida en común. Y esto, como pone bien de relieve, afecta, en ocasiones, negativamente a las minorías que observan cómo se resucita la anacrónica significación atribuida a la moral pública, hoy transmutada en dignidad humana, para habilitar a los poderes públicos a fin de que puedan cercenar el desarrollo de la autonomía personal, restringiendo así el alcance de ciertos derechos no siempre de modo justificado. Así, Presno denuncia la persistencia de preceptos legales reveladores de una concepción tan particular como cuestionable de la dignidad humana, que protegen una determinada moral social, redundando en el indeseable recorte de los derechos de libertad y autonomía de las personas. Insiste así en cómo la utilización interesada y parcial de un concepto tan sumamente indeterminado como es el de dignidad humana puede, al cabo, resultar contrario a los fines a los que dice rectamente orientarse.
Finalmente, y a modo de cierre, G. Arruego, en otro texto particularmente estimulante, viene a resaltar los problemas que genera el recurrente uso abusivo de la noción de dignidad humana en el ámbito biojurídico. Hace así referencia a nuevas realidades, que plantean tanto posibilidades desconocidas de ejercicio de los derechos, como amenazas poco ha insospechadas, que precisan, en todo caso, de regulación jurídica. En tales esferas, el recurso a la dignidad humana se torna constante, vinculándose, ahora, más que al individuo, al ser o a la especie humana, como categoría abstracta y objetiva. De ahí que la categoría se erija en última barrera, ligada al principio de precaución. Por eso, en vez de asociarse primordialmente a la garantía de la autonomía y libertad personales, manifieste, con más frecuencia, una connotación, a menudo, tuitiva, protectora, cuando no prohibitiva de actuaciones, conductas o prácticas, restringiendo así la libertad personal en aras de preservar bienes supuestamente comunes, garantizados con carácter general. Arruego denuncia así cómo se pretende justificar la intervención pública, en detrimento de la elección individual. Se pone de manifiesto el recurso habitual a la dignidad humana a fin de erigirla en límite a la libertad científica e investigadora, de modo no siempre razonado ni justificado. Y todo ello en aras de preservar el “devenir natural de la especie humana”. Así, la constatación de la inconsistencia e indeterminación que acompaña al manejo ordinario del concepto en el ámbito biojurídico, lleva a este autor a abogar, a fin de que no se torne en barrera a la investigación, porque se contraiga a expresar la igual consideración de ha de merecer todo ser humano, ligada a un efectivo mandato de no discriminación. Partiendo de ese presupuesto inexcusable cada sistema jurídico habrá de concretar, en el correspondiente catálogo de derechos, el modo de tratar lícitamente a todo ser humano.
En suma, tras destacar algunos de los muchos hallazgos que se contienen en esta obra, admirable por tantos conceptos, quisiera alentar a quienes aún no lo hayan hecho, a adentrarse en su atenta lectura, pues creo que estamos en presencia de uno de esos, escasos, trabajos que determinan un antes y un después en el tratamiento de una cuestión de relevancia creciente, merecedora de un estudio riguroso y esclarecedor, como el que en este libro felizmente se ha realizado.