"ReDCE núm. 28. Junio-Diciembre de 2017"
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Fue, desde luego, un personaje único. Si hubiera nacido en Francia su nombre tendría un lugar en el Panteón de las figuras ilustres que contribuyeron a la construcción del espíritu republicano. Si lo hubiera hecho en el Reino Unido, le habrían concedido un título nobiliario. Nada de eso le habría gustado a él, ciertamente. Habría utilizado su «self-deprecating humor» para evidenciar el profundo sinsentido que tienen esos honores para quien los recibe. Otra cosa podría decirse de quien los otorga. Porque ese reconocimiento genera identidad colectiva y contribuye a fortalecer la representación que una sociedad se hace de sí misma.
Fue siempre un hombre lleno de ambiciones. No personales, pese a que desempeñara cargos muy relevantes, porque esos puestos eran para él un medio para hacer cosas. Lo importante era la posibilidad de transformar la realidad, por limitada que pueda parecer para un jurista. Precisamente Rubio demostró hasta qué punto es posible utilizar el Derecho como instrumento de desarrollo cívico y de racionalización de la convivencia. De ahí también su indignación frente a la irracionalidad creciente de un espacio público cada vez más enrarecido y alejado de los ideales que inspiraron nuestro sistema constitucional.
Lo que más me interesó de él no fue, a pesar de la extraordinaria relevancia de su magisterio, su condición de constitucionalista, sino su deslumbrante personalidad. Creo que en cualquier otro oficio que le hubiera reservado el destino habría sido siempre un hombre carismático, con unas dotes de observación extraordinarias y un sentido de la vida muy intenso que mantuvo hasta el final. Con más de ochenta años costaba seguir su ritmo cuando caminaba veloz con el bastón, como si quisiera demostrarse a sí mismo que nunca había que bajar la guardia, que había que mantener el tipo en todo momento.
La primera impresión que te daba cuando lo conocías era la limpieza de su mirada, que desprendía una inteligencia fuera de lo normal. Era también una forma de energía, que se manifestaba igualmente a través de sus palabras. Tenía una habilidad extraordinaria para llegar al centro de los problemas y podía iluminarte con un comentario ocasional, haciéndote ver cosas que no habías pensado o verlas con una perspectiva diferente a la que tú habías adoptado. Disfrutaba de esa capacidad, que tan pocas personas poseen, de recrear el mundo que conocemos y de comprenderlo, para ofrecérnoslo después con toda sencillez, como si fuera algo obvio que, sin embargo, nosotros no habíamos percibido previamente.
Conocerle fue un privilegio, en mi caso tardío, porque no formaba parte de su grupo académico, aunque siempre tuve una conexión indirecta con él a través de uno de mis mejores amigos, Javier Jiménez Campo. Creo que un discípulo como Javier sólo podía tener un maestro como Rubio Llorente. Con él creció intelectual y personalmente como también lo hicieron los extraordinarios juristas de los que supo rodearse y que prolongaron su obra, desde la primera generación (Manuel Aragón, Ignacio de Otto, Pedro Cruz, Juanjo Solozábal, el propio Javier, entre otros) a los que han seguido después, formando sus propias escuelas, como Paloma Biglino o Francisco Bastida.
Quizás la condición postrera de mi relación con Rubio es la que hizo que tuviera con él una amistad especialmente armónica. Cariñosamente se quejaba Paloma Biglino, de que a mí nunca me reprendía ni me reprochaba nada. Creo que, en parte, porque no se veía en la obligación, que uno siente respecto de sus discípulos, de orientarlos y guiarlos cuando es necesario. Seguramente también, porque algunas de las ocasiones en que quedábamos, con motivo de sus viajes a Granada para ver a su hijo Rafael, estábamos en un contexto teñido inevitablemente de una dimensión familiar. Se le veía entonces relajado, diría que despreocupado, al menos hasta los últimos tiempos, en que tantas cosas de las que él contribuyó a construir en nuestro país se comenzaron a ver en peligro, por el deterioro de una situación política interna y europea cada vez más inquietante.
Desde esa dimensión familiar, resultaba evidente que su figura no podía entenderse sin Felicia como creo que tampoco la personalidad de Felicia podría entenderse sin la convivencia de tantos años con él. Los avatares de la vida les llevaron juntos a través de paisajes muy distintos, no siempre apacibles y serenos. Como muchas otras personas, experimentaron en sus propias biografías el peso de la historia reciente de nuestro país y sobrevivieron y se hicieron más fuertes con las dificultades. Esa fortaleza interior de Felicia debió ser un anclaje muy sólido para él a través de las pruebas a las que le sometió la vida.
Tengo que reconocer que nunca me planteé seriamente que Rubio pudiera morir. Tiendes a ver la vida como una forma de energía y la suya no parecía que pudiera agotarse. En realidad, nos ha dejado en plenitud y, a pesar de lo que pudiera pensarse por su edad, antes de tiempo, sin haber cubierto su ciclo vital. No había señal alguna de cansancio en él ni nada que hiciera pensar en otra cosa que en los proyectos que continuamente te contaba en relación con sus múltiples actividades. Sencillamente, no parecía tener un momento disponible como para preocuparse siquiera de esa posibilidad, que parecía muy remota.
Pero algo cambió en el tono de sus últimos mensajes. En los que nos escribía a un grupo de amigos (entre otros, Juan Luis Requejo, Agustín Menéndez o Francesc de Carreras) se podía percibir, al doblar el año 2015, una inquietud que yo atribuí al deterioro de la situación política en nuestro país. Le preocupaba especialmente la deriva independentista en Cataluña, con una mentalidad muy abierta y un deseo de aportar soluciones que había manifestado públicamente en diversas ocasiones. Después, resultó evidente –ya avanzado el mes de enero de 2016- que había algo más en el desasosiego que se vislumbraba detrás de sus palabras.
Teniendo en cuenta todo lo que ha pasado en ese «annus horribilis» de 2016 que él apenas si vio, creo que habríamos tenido muchas ocasiones para disfrutar de su fina ironía, comentando algunos de los acontecimientos que lo marcaron a partir de junio (el referéndum sobre el «Brexit», el golpe en Turquía, las elecciones presidenciales norteamericanas) y que siguen definiendo nuestra actualidad cotidiana. En lo que se refiere a nuestro país tenía mucho que aportar en estos tiempos tan convulsos en los que una voz tan autorizada como la suya era muy necesaria.
En cuanto a mí, sólo puedo decir que lo echo de menos. Como con otros amigos de fuera de Granada, lo que más noto es el teléfono al que ya no puedo llamar o el silencio inevitable del email. También echo de menos las conversaciones que teníamos en las reuniones del Consejo de Redacción de la REDC o en los congresos o seminarios en los que coincidíamos. La muerte interrumpe los diálogos y separa las voces de los ecos y los reflejos de las luces. Pero nada de eso se extingue totalmente.
La última vez que le vi fue con motivo de su visita a Granada, en octubre de 2015, para presentar un documental que Miguel Beltrán y Daniel Sarmiento habían preparado sobre los primeros años del Tribunal Constitucional («Un Tribunal para la Constitución») y en el que, como era previsible, su figura tenía un papel protagonista. El documental, adquiere hoy un nuevo significado como testimonio de la vida y obra de Rubio Llorente, en una faceta especialmente relevante como es la de la formación del Tribunal Constitucional español.
Recuerdo una anécdota que le comenté con motivo de una conferencia que impartió en nuestra Facultad, hace ya muchos años (como dice Juanjo Solozábal, para nosotros, de todo hace ya muchos años). Se trataba de algo que parece ser que ocurrió durante una visita de Ortega y Gasset a Granada. Según dicen, asistió a una actuación de “la gazpacha” en el Sacromonte y cuando alguien gritó ¡viva el talento! refiriéndose a la cantaora, Ortega se levantó de su asiento, muy ceremonioso, para saludar y corresponder a un elogio que creía destinado a él, sembrando el desconcierto entre el público.
Sin desmerecer otras artes, dado que siempre he admirado la inteligencia y he creído en la trascendencia de la labor de los juristas para el progreso social y cultural, me permito ahora terminar esta semblanza de Francisco Rubio Llorente con una exclamación dedicada a quien ha sido uno de nuestros más insignes intelectuales, un auténtico modelo de jurista europeo -como lo definiera mi maestro alemán, Peter Häberle- y una persona excepcional que abrió muchos caminos y amplió la línea de nuestros horizontes: ¡viva el talento!
Resumen: Este breve texto es una evocación del recuerdo del prestigioso constitucionalista español Francisco Rubio Llorente.
Palabras claves: Francisco Rubio Llorente, Derecho constitucional.
Abstract: This short text is a remembrance of the well-known constitutional law Professor, Rubio Llorente.
Key words: Francisco Rubio Llorente, Derecho constitucional.
Recibido: 1 de julio de 2017
Aceptado: 31 de julio de 2017