"ReDCE núm. 28. Junio-Diciembre de 2017"
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Preguntarse, desde una perspectiva sociológica, acerca de la “calidad” de la democracia realmente existente en un concreto país es algo que se viene realizando desde hace bastante tiempo en diferentes Estados[2] y que empezó a practicarse oficialmente en España desde, al menos, 2007, año en el que el Centro de Investigaciones Sociológicas realizó su estudio número 2701[3], al que siguió un segundo estudio, el 2790[4], en 2009, titulados, literalmente, “calidad de la democracia”[5].
En los últimos años y como consecuencia, precisamente, del cuestionamiento de la calidad de la democracia española -recuérdese ¡Le llaman democracia y no lo es! tan escuchado en el 15-M-, asistimos a una proliferación de trabajos que, desde diferentes perspectivas, tratan de medir, en términos homologables internacionalmente, las fortalezas y debilidades del sistema político-constitucional español; a título de ejemplo, pueden citarse el informe anual “sobre la democracia en España” que realiza la Fundación Alternativas[6] y los estudios comparados que lleva a cabo el Banco Mundial[7].
Como recuerda Irene Palacios, existen dos grandes marcos para evaluar la calidad democrática: el del proyecto «Democratic Audit», que se inició en el seno del «Human Rights Centre» de la Universidad de Essex, cuyos principales artífices fueron Stuart Weir y David Beetham (1999)[8], y el marco desarrollado por Larry Diamond y Leonardo Morlino (2005) en el simposio especial de la «Journal of Democracy» sobre calidad de la democracia[9].
En su estudio de 2013, Irene Palacios se decanta por el marco teórico del proyecto «Democratic Audit» por dos sencillas razones: en primer lugar, porque ha logrado una amplia difusión internacional a través del campo de las auditorías democráticas; en segundo lugar, porque en España es utilizado como marco de análisis para el examen del funcionamiento de la democracia que todos los años realiza, como ya se ha indicado más arriba, la Fundación Alternativas tomando como base las opiniones de expertos, lo que facilitaría una hipotética comparación de los datos[10].
Este proyecto tiene en cuenta 14 esferas coincidentes con 14 preguntas vinculadas a cuatro grandes pilares: ciudadanía, leyes y derechos; representación y control del gobierno; sociedad civil y participación, y democracia más allá de las fronteras del Estado[11].
Pues bien, en estas páginas nos serviremos de cinco de estas 14 preguntas para analizar, desde una perspectiva jurídico-constitucional, la calidad de la democracia española. Como es obvio, será un análisis parcial -poco más de un tercio del total- y centrado en los indicadores que más tienen que ver con los procesos de participación política, tres de ellos vinculados al pilar “representación y control del gobierno” (sobre el funcionamiento del régimen electoral español, el papel del sistema de partidos en nuestro sistema democrático y sobre la rendición de cuentas del gobierno ante el Parlamento y la sociedad) y otros dos muy vinculados entre sí: uno propio del pilar “ciudadanía, leyes y derechos” -¿existe igual garantía de los derechos políticos para todos?- y el otro integrante del pilar “sociedad civil y participación” (¿participan todos los ciudadanos en la vía política?)[12].
Este primer indicador no se centra en valorar si en España los procesos electorales son “limpios”, algo que parece fuera de toda duda, sino en analizar si el régimen electoral está diseñado para expresar con la mayor fidelidad posible el pluralismo político existente en la sociedad y para garantizar la igualdad del valor del voto de los ciudadanos.
Hay que comenzar recordando que la transición de la dictadura a la democracia se articuló a partir de un régimen electoral que, en esencia, sigue vigente cuarenta años después. Ya la Ley para la Reforma Política, de 4 de enero de 1977, estableció que la elección de 350 diputados al Congreso se llevaría a cabo de acuerdo con “criterios de representación territorial”, pero con la significativa prevención de “dispositivos correctores para evitar fragmentaciones inconvenientes de la Cámara, a cuyo efecto se fijarán porcentajes mínimos de sufragios para acceder al Congreso” (Disposición Transitoria Primera)[14].
Y el posterior Decreto-ley sobre normas electorales, de 18 de marzo de 1977, estableció los criterios para que el régimen electoral generara un sistema en el que no todos los partidos políticos tendrían una presencia parlamentaria proporcional a su aceptación entre el electorado, donde las formaciones políticas partieran en una situación de ventaja respecto a las meras agrupaciones temporales de ciudadanos y en el cual la determinación del orden de colocación en las listas electorales dependiera de los órganos de dirección de los partidos; se pretendía, en suma, fortalecer a los partidos políticos en general y a los que obtuvieran respaldo electoral mayoritario en particular[15].
Estas previsiones normativas estuvieron muy presentes en el proceso de elaboración del texto constitucional y con su incorporación a la Norma Fundamental[16] se convirtieron en algo indisponible para las Cortes Generales[17], formando, en expresión gráfica, nuestra “Constitución electoral”[18], con su ejemplo más acabado en el artículo 68, que fija el número máximo y mínimo de diputados, el carácter del sufragio, la circunscripción provincial, la proporcionalidad de la representación, la duración del mandato, quiénes son electores y elegibles, y la franja temporal de celebración de las elecciones[19].
Aquí están los elementos del sistema electoral para el Congreso de los Diputados, cuya articulación procedimental se deja en manos del legislador[20], que cuando se decidió a desarrollarlo admitió sin pudor que su renovación no era en modo alguno radical, “debido a que el propio texto constitucional acogió los elementos esenciales del sistema electoral contenidos en el Real Decreto-ley” (Exposición de Motivos de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, LOREG).
En suma, hay que decir que el régimen electoral español para las elecciones al Congreso de los Diputados, tejido a partir de unos mimbres constitucionales y legales muy rígidos, es un caso paradigmático en el Derecho comparado de cómo se puede influir en el sistema de partidos, articulando formaciones muy disciplinadas, reduciendo el número de opciones que consiguen escaños, beneficiando en términos electorales y económicos a las candidaturas —sean las que sean— que obtienen mejores resultados y aumentando la probabilidad de que se produzcan cómodas victorias electorales del partido mayoritario[21].
La “diferencia española” se evidencia, por recordar un dato elocuente, en que un sistema electoral teóricamente proporcional ha generado, en el espacio temporal de 30 años, cuatro mayorías absolutas (elecciones de los años 1982, 1986, 2000 y 2011) sin que en ninguno de esos procesos la formación ganadora hubiera obtenido la mitad de los sufragios.
De esta manera, en España tenemos opciones político-electorales sobrerrepresentadas y otras infrarrepresentadas, componiendo así un Congreso de los Diputados que no refleja como debiera las preferencias ciudadanas, menoscabando de esta manera el valor del pluralismo político que, conforme al artículo 6 de la Norma Fundamental, expresan los partidos. Lo que aquí se evidencia no es solo la desigualdad en el “poder del voto”[22] sino también la configuración deliberadamente desigual del régimen electoral, que se acaba trasladando al sistema de partidos.
Se podría objetar, como ha hecho el Tribunal Constitucional, que la proporcionalidad “es, más bien, una orientación o criterio tendencial, porque siempre, mediante su puesta en práctica, quedará modulada o corregida por múltiples factores del sistema electoral hasta el punto de que puede afirmarse que cualquier concreción o desarrollo normativo del criterio, para hacer viable su aplicación, implica necesariamente un recorte a esa 'pureza' de la proporcionalidad abstractamente considerada” (STC 75/1985, de 21 de junio, FJ 5). “En tanto el legislador se funde en fines u objetivos legítimos y no cause discriminaciones entre las opciones en presencia, no cabrá aceptar el reproche de inconstitucionalidad de sus normas o de sus aplicaciones en determinados casos, por no seguir unos criterios estrictamente proporcionales (STC 193/1989)” (STC 45/1992, de 2 de abril, FJ 4; doctrina que reitera ATC 240/2008, de 22 de julio).
Pero resulta que la proporcionalidad no es un mero “criterio tendencial” sino un mandato constitucional orientado a hacer realidad, como mínimo, dos valores superiores del ordenamiento –la igualdad y el pluralismo político-; el mandato del artículo 9.2 –promover las condiciones para que la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas…-, el objeto protegido por los derechos fundamentales reconocidos en los artículos 23.1 y 23.3, el carácter igual del sufragio en las elecciones al Congreso garantizado por el artículo 68.1 y que la elección se verifique atendiendo a criterios de representación proporcional (art. 68.3). Lo que cabe colegir de este último precepto, en palabras de Francisco Bastida, es que no es suficiente que en el resultado final haya proporcionalidad si ésta no se produce también en cada circunscripción[23], cosa que no ocurre en la mayoría. Por si fuera poco, como explica también Bastida, esa proporcionalidad tampoco se da –porque así lo quiso el legislador preconstitucional y lo ha avalado el postconstitucional- en el resultado final de cada renovación del Congreso de los Diputados.
En segundo término, el legislador está causando “discriminaciones entre las opciones en presencia”, pues no las trata de la manera más igual posible, sino que se decanta por unos mecanismos (asignar un mínimo de 2 diputados por circunscripción, mantener la elección de 350 diputados y, por tanto, un Congreso de tamaño “pequeño”, optar por una fórmula electoral que no es proporcional en circunscripciones pequeñas) que, de antemano, provocan desproporcionalidad y afectan al principio de igual (o similar) valor del voto. Los dos mecanismos de ventaja, el reparto mayoritario y la sobrerrepresentación, se acumulan sobre los ganadores en ciertos distritos[24].
Como concluyen Alberto Penadés y Salvador Santauste, “la competición electoral en España no tiene lugar en condiciones iguales en todas las circunscripciones, y los votos no cuentan todos lo mismo. La variabilidad de la magnitud electoral de los distritos tiene consecuencias para el sistema de partidos. Además, el sistema electoral emplea un método de prorrateo de escaños entre las circunscripciones que introduce otra dimensión de desigualdad: la representación de los ciudadanos”[25].
A esta perspectiva, que analiza la vulneración del principio de igualdad del sufragio, Ignacio Lago y José Ramón Montero añaden otra: este «malapportionment» (de origen) es un recurso institucional manejado estratégicamente por las élites partidistas para conseguir mayorías parlamentarias amplias, asegurar su acceso a la formación de gobiernos y facilitar la aprobación de sus políticas[26].
El propio Consejo de Estado señaló, en su Informe de 2009 (p. 157) , “que el sistema electoral del Congreso de los Diputados,…, presenta algunos aspectos que podrían ser susceptibles de mejora, en aras de garantizar la igualdad de electores y partidos políticos en el proceso electoral y de revalorizar la participación de los ciudadanos en la designación de sus representantes… Un avance en este sentido podría comportar efectos beneficiosos para el fomento de la participación política de los ciudadanos y una mayor implicación de éstos en el funcionamiento democrático de las instituciones, en línea con lo ya dispuesto en la inmensa mayoría de los ordenamientos europeos”.
Y una situación de desigualdad entre las opciones político-electorales como la que se produce en España sería calificada como inconstitucional en Alemania y así ha ocurrido en varias ocasiones (véase al respecto la BVferGE 121, 266, de 3 de julio de 2008)[27]: la igualdad de oportunidades de los partidos se irradia sobre el régimen electoral en su conjunto («Chancengleichheit») y, en concreto, sobre la introducción de un determinado sistema, que, a su vez, condiciona la existencia de más o menos grupos parlamentarios[28].
Es fácil de intuir, y los estudios especializados[29] y las declaraciones de los actores implicados confirman dicha impresión, que la configuración del régimen electoral español —y, probablemente, de todos los que se articulan en un Estado democrático— no fue casual, sino que respondió a objetivos concretos en relación con la formación de futuros gobiernos y del sistema de partidos que se pretendía consolidar.
Como es obvio, estas razones explican el origen del régimen electoral español pero no su larga, y plácida, vida; como resumen Ignacio Lago y José Ramón Montero, esta última se debería a “la inercia de las instituciones y, en particular, la ausencia de incentivos para que el partido en el gobierno se decida a cambiar un sistema electoral tan mayoritario, precisamente cuando ha contribuido significativamente a su victoria”[30].
El fenómeno de la consolidación de los partidos en las instituciones representativas, evidente en España y en los países de nuestro entorno, ha sido, en buena medida, responsable de la pérdida de importancia de los parlamentos como instancias autónomas: las directrices de los partidos aseguran la subordinación de los parlamentarios a las instrucciones emanadas de los órganos de dirección de las formaciones políticas. A lo anterior hay que sumar el hecho de que el triunfo de la jerarquía y de la burocratización dentro de los partidos ha contribuido a que esos mismos principios de funcionamiento se trasladaran a las instituciones en las que aquéllos se han asentado y ha propiciado, junto a otros factores, el ascenso del gobierno dentro de las relaciones entre poderes, justamente el órgano que a los promotores en su momento de la teoría de la separación de poderes les parecía una instancia bastante inofensiva.
Ahora bien, en este triunfo institucional del sistema de partidos y en la conversión del partido gobernante en “Príncipe moderno”, en la afortunada expresión de Gramsci, va implícito su cuestionamiento cuando empiece a evidenciarse su limitada capacidad para dar respuesta a los problemas de la nueva modernidad; como señala Ulrich Beck, las instituciones políticas se convierten en asunto de un desarrollo que ni han planificado ni pueden reorientar y del que, sin embargo, en cierto modo, han de responder. Las capacidades de decisión institucional se han debilitado y la vida política, en los centros originariamente previstos para la formación de esa voluntad, pierde sustancia y amenaza con petrificarse en rituales. La política ha dejado de ser el lugar central, o por lo menos el único, en el que se decide la transformación del futuro social[32].
Sin embargo, no parece que los partidos sean del todo conscientes de esta realidad ni de la emergencia de una nueva cultura política descentralizada que ha generado, también en palabras de Beck, unas redes de cooperación o de rechazo, de negociación, de reinterpretación y de posible resistencia de manera transversal a toda la estructura vertical y horizontal de capacidades y competencias.
Desde luego, parece fuera de dudas que esa desconfianza hacia los partidos es en la actualidad un fenómeno generalizado en los Estados democráticos de nuestros días y entre las causas de esta situación se pueden señalar algunas inherentes a los propios partidos y otras relacionadas con su gobierno de las instituciones, cuya crisis de legitimidad también influye de forma negativa en las formaciones políticas, algo que se detecta especialmente en España e Italia.
Todo ello ha cristalizado en la expresión “¡No nos representan!”, entendida como una denuncia de múltiples deficiencias y que alude, al menos, a la escasa democracia interna de los partidos y su distanciamiento de los ciudadanos, a un sistema de financiación de la vida pública poco transparente y que depende, no de la aceptación e integración social de las formaciones políticas, sino de su presencia institucional; a un estatuto de los representantes políticos y de los gobernantes que se considera ha devenido en un conjunto de privilegios, a la ausencia de un proceso deliberativo que incluya las demandas ciudadanas en las discusiones parlamentarias; a la creciente percepción de que existen prácticas corruptas,[33] …
Así, y por resumir en no muchas palabras estas causas del cuestionamiento del sistema de partidos en España, hay que recordar, primero, que en lo que respecta a la estructura interna y el funcionamiento de nuestras formaciones políticas, si los procedimientos de designación de personas tienen un carácter más democrático cuanto mayor sea la proximidad entre los electores y los elegidos, en este caso entre los miembros del partido y los órganos de dirección, parece que se ha de abogar por un sistema de elección directa de los dirigentes y no por fórmulas indirectas, que son, sin embargo, las que predominan en España, donde los órganos de dirección suelen ser elegidos mediante congresos de compromisarios. En todo caso, si se opta por una elección indirecta de los dirigentes, el sistema de votación tendría que ser público y no secreto, para favorecer la transparencia y una relación más estrecha entre los militantes y los compromisarios, que podría desembocar en su caso en la exigencia de las correspondientes explicaciones por parte de los primeros.
Sin embargo, lo que parece predominar de modo abrumador es la práctica de congresos dirigidos a ratificar decisiones ya tomadas por los “aparatos” de las formaciones políticas. En esta línea, y aunque los partidos proclaman que toman sus decisiones “desde abajo hacia arriba”, se organizan “desde arriba hacia abajo” y cuando se celebra un congreso es habitual que los órganos de dirección fijen las ponencias a debatir y las personas encargadas de su redacción y defensa, sin consideración al derecho de presentación de enmiendas por parte de los afiliados y/o compromisarios.
Por si fuera poco, los procesos de supuesta rendición de cuentas y de renovación de dirigentes se demoran en el tiempo –en Alemania los congresos son, por mandato legal, cada 2 años; en España cada 3 o 4 años, según los Estatutos- y no se caracterizan por ofrecer la debida información ni a los militantes ni, en general, a la sociedad.
En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, deja mucho que desear, en términos democráticos, el sistema de financiación de los partidos; entre otras razones, se pueden mencionar las siguientes[34]:
a.- en España se ha despreciado una progresiva equiparación entre la financiación pública y la privada, que podría servir para estimular el arraigo y presencia social de los partidos y su independencia. Cabe recordar que en Alemania la financiación pública no puede superar el 50% del conjunto de los ingresos del partido; en España no hay ese límite y en la práctica suele llegar al 80 y 90%;
b.- los partidos han conseguido, a través de la Ley de financiación (LOFPP), que los ingresos procedentes de los grupos parlamentarios y municipales se integren en su caja, y sobre los mismos exista libertad de disposición por parte de la entidad política; además, en 2007, se eliminó el único límite previsto en el artículo 8 de la anterior LOFPP, que disponía que “sólo podrán resultar comprometidos por los partidos políticos hasta el 25% de los ingresos procedentes de la financiación pública… para el pago de anualidades de amortización de operaciones de crédito”;
c.- hasta fechas recientes, los informes de fiscalización del Tribunal de Cuentas se han venido demorando cinco o más años, lo que era especialmente preocupante porque las infracciones existentes podían beneficiarse del plazo de prescripción de cuatro años;
d.- sigue habiendo ingresos públicos de los partidos sobre los que no opera la fiscalización: el Tribunal de Cuentas ha dicho, en los sucesivos informes que, mayoritariamente, no se han presentado las cuentas de los grupos en las corporaciones locales;
e.- tampoco, según el Tribunal, se han venido respetando las obligaciones sobre control de las aportaciones y cuotas de los afiliados ni la prohibición las donaciones anónimas;
f.- las fundaciones y asociaciones vinculadas a los partidos han venido siendo utilizadas para obtener financiación que no pueden recibir de manera directa los partidos, pues, por imperativo legal, no les afectan las prohibiciones de aceptar o recibir, directa o indirectamente, donaciones de empresas privadas que, mediante contrato vigente, presten servicios o realicen obras para las Administraciones Públicas; tampoco la previsión que limita las donaciones procedentes de una misma persona física o jurídica a 50.000 euros anuales...
Mauro Calise advierte que “si la fuerza expansiva de los partidos se origina desde abajo, su capacidad de resistencia se encuentra en lo alto, en una esfera estatal que ofrece a los partidos los recursos que ya no son capaces de extraer de su antigua base social. Pero ¿cuánto podrá durar la supervivencia de los poderosos dinosaurios del pasado aprisionado en la red del Leviatán?”[35].
En tercer lugar, la creciente convicción social de que los representantes políticos disfrutan de un estatuto privilegiado comparado con el resto de los ciudadanos se ha resumido en una expresión muy gráfica y que se ha popularizado tanto en Italia como en España: “la casta”, donde se conjuga, aunque en términos populares y no académicos, la ya mencionada visión crítica del funcionamiento jerarquizado de los partidos, bien explicado por Michels, con la idea de una clase política que detenta el poder, en la línea descrita por Gaetano Mosca[36], y que, por emplear la conocida distinción de Max Weber[37]), no se preocupa de vivir para la política sino, esencialmente, de vivir de ella.
Al respecto, y por mencionar algunos ejemplos relevantes, hay que recordar las siempre abiertas puertas giratorias entre los distintos cargos públicos (en España se puede pasar de una cartera ministerial o de un escaño parlamentario a un puesto en el Tribunal Constitucional o en Tribunal de Cuentas); las idas y vueltas de representantes políticos a las empresas privadas y los casos de evidentes conflictos de intereses; el elevado número de cargos de confianza y su incontrolada designación; una configuración de las prerrogativas parlamentarias difícilmente justificable en una sociedad democrática avanzada[38]…
Está generalmente admitido que para hacer viable la dirección política del Estado es imprescindible una íntima conexión entre el Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo apoya. También que la tarea de controlar la acción del Gobierno y, por extensión, de la mayoría parlamentaria, debe corresponder a las formaciones minoritarias presentes en las Cámaras y a la propia ciudadanía siempre que esté en condiciones de conocer qué decisiones se toman y cuáles son los argumentos que las justifican. Esta exigencia se ha visto muy matizada por el creciente protagonismo del Gobierno en la que, en teoría, era la función propia y esencial del Parlamento: la legislativa. Y esa preeminencia gubernamental se constata tanto en los sistemas presidenciales como en los parlamentarios[39].
Es más, como señala Maurice J. C. Vile, los cambios durante el procedimiento legislativo tienden a ser marginales y, en ocasiones, las modificaciones se deben al interés del Gobierno en enmendar su propio texto al advertir algún error o como resultado de un cambio de criterio gubernamental[40]. Esta facultad del gabinete de alcanzar sus objetivos legislativos –en ocasiones frente a una considerable oposición fuera del Parlamento– ha sido descrita de manera elocuente como “elective dictatorship”[41].
Si eso ocurre en el plano de la aprobación de leyes, cabe anticipar que también se ha llegado a una situación en la que la mayoría que respalda al Gobierno puede, sin mayores esfuerzos, obstaculizar la función de control, de manera que no sólo el Parlamento no es en sí un órgano de control sino que tampoco es un lugar para el control[42]. Y es que la desaparición de algunos mecanismos de control sobre el Gobierno se inserta en la tendencia de la mayoría parlamentaria en la que se sostiene al gabinete a emplear esos instrumentos para respaldar la orientación política gubernamental, fiscalizando el control que a su vez pretenda realizar la oposición.
Centrándonos en los instrumentos característicos del “control ordinario” (interpelaciones, preguntas, constitución de comisiones de investigación,...), en la realidad parlamentaria contemporánea se podría hablar con más propiedad de “obstruccionismo de la mayoría” que de “obstruccionismo de la minoría”, lo que, como es evidente, no beneficia la realización del objetivo que tendría que presidir esta función en los Estados democráticos modernos: la de permitir que se puedan contrastar públicamente y en condiciones de igualdad los diferentes proyectos de orientación política del Estado.
Las comisiones de investigación constituyen un ejemplo claro de la transformación del control parlamentario, al menos en ciertos ordenamientos, en un “instrumento de gobierno de la mayoría”[43], o, como poco, de control por parte de ésta de la fiscalización que pueda realizar la minoría, puesto que su creación es acordada, en última instancia, por la mayoría parlamentaria.
Así sucede en España, tanto en el Congreso -“el Pleno del Congreso, a propuesta del Gobierno, de la Mesa, de dos Grupos Parlamentarios o de la quinta parte de los miembros de la Cámara, podrá acordar la creación de una Comisión de Investigación sobre cualquier asunto de interés público.”- (artículo 52.1 RC), como en el Senado -“el Senado, a propuesta del Gobierno o de veinticinco Senadores que no pertenezcan al mismo Grupo Parlamentario, podrá establecer Comisiones de Investigación o Especiales para realizar encuestas o estudios sobre cualquier asunto de interés público.”- (artículo 59.1 RS). En definitiva, la mayoría difícilmente permitirá que el funcionamiento de una comisión de investigación pueda suponer un peligro serio para su acción de gobierno.
La situación es bastante similar tanto en Francia como en Italia, pues también allí la creación de estas comisiones es decisión del Pleno de la Cámara respectiva. No ocurre, sin embargo, lo mismo en aquellos ordenamientos en los que es una potestad que puede ser ejercida también por la oposición, lo que sucede, por ejemplo, en Alemania -el artículo 44.1 de la Ley Fundamental obliga al Parlamento Federal a nombrar una comisión de investigación cuando lo solicite una cuarta parte de sus miembros-, y en Portugal -el artículo 181.4 del texto constitucional dispone que “las comisiones parlamentarias de investigación se constituirán obligatoriamente siempre que así se reclame por una quinta parte de los diputados en ejercicio efectivo de sus funciones,...”.
Pero no sólo la creación de las comisiones de investigación es, en España, una potestad de la mayoría, sino que, una vez creadas, es la propia mayoría la que controla su funcionamiento y sus eventuales acuerdos, porque la composición de las comisiones habrá de respetar la importancia numérica de los grupos en la Cámara (arts. 40.1 RC, 51.1 RS).
Por si el predominio de la mayoría en la creación y funcionamiento de las comisiones de investigación no fuera suficiente, según el Reglamento del Congreso (artículo 52.3) “en todo caso, las decisiones de las Comisiones de Investigación se adoptarán en función del criterio del voto ponderado”. Y lo mismo ocurre con el Reglamento del Senado.
Finalmente, tampoco escapa al control que realiza la mayoría parlamentaria el mecanismo de control contemplado en el artículo 110.1 del texto constitucional, las peticiones de comparecencia de los miembros del Gobierno: “Las Cámaras y sus Comisiones pueden reclamar la presencia de los miembros del Gobierno.”. De acuerdo con lo que establece el artículo 203.1 del Reglamento del Congreso “los miembros del Gobierno, a petición propia, o por acuerdo de la Mesa de la Cámara y de la Junta de Portavoces, comparecerán ante el Pleno o cualquiera de las Comisiones para informar sobre un asunto determinado. La iniciativa para la adopción de tales acuerdos corresponderá a dos Grupos Parlamentarios o a la quinta parte de los miembros de la Cámara o de la Comisión, según los casos.”.
Es decir, la minoría únicamente puede solicitar la petición de comparecencia de cualquiera de los integrantes del Gobierno, pero la decisión última sobre si tal comparecencia se produce recae en dos órganos de la Cámara, la Mesa y la Junta de Portavoces, de clara impronta mayoritaria. Lo mismo sucede cuando se trata de realizar una sesión informativa ante una Comisión parlamentaria: dicha sesión se realizará a petición de un miembro del Gobierno o “cuando así lo solicitare la Comisión correspondiente” (artículo 202.1 RC), lo que significa que la mayoría, que lo es también de la Comisión correspondiente, únicamente solicitará las sesiones informativas que puedan resultar beneficiosas para la acción del Gobierno. Todo ello priva a estos instrumentos de eficacia como mecanismos de control.
Por lo que respecta a la exigencia de rendición de cuentas ante la propia ciudadanía, es bien sabido que no existe en el ordenamiento español, ni tampoco en el derecho comparado de nuestro entorno, el que podría denominarse instrumento ciudadano de “control extraordinario”: la revocación del mandato de diputados, senadores o miembros del Gobierno. Esta ausencia es propia de países con un sistema parlamentario y con formas de elección de los representantes en las que no tiene tanta relevancia la personalidad de los candidatos como su integración en formaciones políticas, que son las que promueven las listas electorales. No obstante, existe la posibilidad de revocación de los parlamentarios en algunos estados alemanes. Sí se prevé la revocación en sistemas presidencialistas como el de Venezuela, Ecuador o Bolivia y en buen número de estados de los Estados Unidos[44].
Otra forma de “control extraordinario” entendido en sentido amplio sería el referéndum abrogativo o derogatorio, contemplado en otros ordenamientos constitucionales[45] y -por eso merece una reflexión especial- también previsto en el Anteproyecto de Constitución española aunque no se incorporó al texto vigente.
Así, el artículo 85 de ese Anteproyecto disponía que
“1. La aprobación de las leyes votadas por las Cortes Generales y aún no sancionadas, las decisiones políticas de especial trascendencia y la derogación de leyes en vigor, podrán ser sometidas a referéndum de todos los ciudadanos.
2. En los dos primeros supuestos del número anterior el referéndum será convocado por el Rey, a propuesta del Gobierno, a iniciativa de cualquiera de las Cámaras, o de tres asambleas de Territorios Autónomos. En el tercer supuesto, la iniciativa podrá proceder también de setecientos cincuenta mil electores.
3. El plazo previsto en el artículo anterior, para la sanción real, se contarán en este supuesto, a partir de la publicación oficial del resultado del referéndum.
4. El resultado del referéndum se impone a todos los ciudadanos y a todos los órganos del Estado.
5. Una ley orgánica regulará las condiciones del referéndum legislativo y del constitucional, así como la iniciativa popular a que se refiere el presente artículo y la establecida en el artículo 80”.
Este texto, que tenía en España el precedente del artículo 6 de la Constitución de 1931, resultó modificado parcialmente por la Ponencia constitucional y experimentó una completa transformación a su paso por la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas en virtud de una enmienda “in voce” presentada por el diputado Solé Tura pero apoyada por todos los Grupos Parlamentarios salvo el de Alianza Popular, de acuerdo con la cual “1. Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos. 2. El referéndum será convocado por el Rey con refrendo del Presidente del Gobierno y previo debate del Congreso de los Diputados. 3. Una ley orgánica regulará las condiciones y el procedimiento de las distintas modalidades de referéndum previstas en esta Constitución”. Esta es, en esencia, la redacción que acogerá el texto definitivo de la Norma Fundamental[46]. El resultado es que, como recuerda Arend Lijphart[47], cuando los gobiernos controlan el referéndum, tenderán a utilizarlo solamente cuando esperen ganar.
Por compararnos con un país y un sistema constitucional similar, los ciudadanos españoles no pueden impulsar estas consultas populares, a diferencia de lo que ocurre en Italia, donde, primero, se concede al electorado, en un número de 500.000 personas, la posibilidad de iniciar una consulta abrogativa y, además, se permite a los promotores de un referéndum participar en la campaña de propaganda previa a la consulta popular (artículo 52 de la Ley 352/1970, de 25 de mayo)[48].
El impulso de la ciudadanía ha permitido que en Italia se celebraran 17 convocatorias en las que se sometieron a consulta 67 cuestiones derogatorias, algunas sobre asuntos de tanta relevancia política, social y económica como el divorcio (1974), la financiación de partidos políticos y la protección del orden público (1978), el aborto, la cadena perpetua o las medidas antiterroristas (1981), varias cuestiones relativas a las centrales nucleares (1987), la privatización de la televisión pública, la publicidad televisiva y las elecciones municipales (1995), diversas cuestiones electorales (1999 y 2000), la investigación con embriones y la fecundación asistida (2005), las candidaturas electorales (2009) o las privatizaciones, la energía nuclear y los impedimentos procesales a favor de los miembros del Gobierno (2011). Si bien la participación ciudadana en estas consultas ha ido oscilando, en las celebradas en 2011 el índice fue del 57’4%, lo que supuso que acudieran a las urnas casi 27 millones de italianos[49].
Y es que el referéndum derogatorio puede operar como un instrumento de control ciudadano de la labor legislativa que, como es bien conocido, normalmente es, a su vez, consecuencia del impulso gubernamental, con lo que su reconocimiento constitucional, ausente en la Norma Fundamental española, permitiría ejercer, máxime en contextos de mayorías absolutas, uno de los instrumentos de «contrademocracia»: el “poder de vigilancia”, que hunde sus raíces, cuando menos, en la Revolución francesa y que, sin olvidar sus manifestaciones totalitarias bien descritas por Orwell y Foucault[50], puede aportar no un control antidemocrático del poder sobre la sociedad sino una forma de vigilancia del poder por parte de la sociedad[51]. Una entidad poco sospechosa de animadversión a las instituciones como el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ya anticipó en 1963 que la vigilancia de los particulares interesados en la protección de sus derechos constituye un instrumento eficaz de control (asunto «Van Gend & Loos», de 5 de febrero de 1963). En suma, el referéndum derogatorio puede servir como una forma de democracia de contrapeso, como un contrapoder dirigido a mantener las exigencias de servicio al interés general por parte de las instituciones.
Jeremy Waldron sugiere que la defensa del derecho de participación tiene menos que ver con la expectativa mínima de impacto decisivo del voto de cada uno y más con evitar el insulto, el deshonor –en términos aristotélicos- o la denigración que se produce cuando las opiniones de uno son menos tenidas en cuenta que las de los demás en una cuestión que afecta tanto a unos como a otros[52]. Pues bien, aunque la consciencia de la escasa relevancia que puede tener no ya el propio voto sino, más en general, la acción política democrática, parece algo asentado en el contexto actual de globalización y grave crisis económica –lo que Dani Rodrik llama el “trilema político fundamental”[53] -, eso no justifica que se mantenga en nuestro sistema representativo la “denigración” de los extranjeros residentes y los menores de edad con capacidad de autodeterminación política.
5.1. La exclusión por motivos de nacionalidad.
En una democracia, los integrantes del pueblo gobernado que tengan plena capacidad de autodeterminación política deben formar parte del pueblo gobernante[54]. Y puesto que los miembros del pueblo gobernado no son solo los nacionales, la comunidad política no puede seguir organizándose a partir de la reconducción del «demos» ciudadano al «ethnos» nacional, sino desde la concepción del “patriotismo constitucional”, que, como es conocido, consiste en la creación de un sentimiento de pertenencia a una comunidad asentado sobre la adhesión a los valores democráticos y el respeto a los derechos reconocidos por la Constitución.
La nación de ciudadanos encuentra su identidad no en rasgos comunes de tipo étnico-cultural, sino en la praxis de ciudadanos que ejercen sus derechos democráticos de comunicación y participación. Este patriotismo «habermasiano» parte de la consideración de que el Estado nacional había fundado una estrecha conexión entre «ethnos» y «demos», pero sostiene que conceptualmente la ciudadanía es independiente de la identidad nacional[55].
Por otra parte, llama la atención que cuando se opta por vincular «ethnos» y «demos», el legislador español articula esa relación sobre una construcción falaz o, cuando menos, anacrónica del «ethnos». Es lo que sucede cuando al establecer las condiciones de acceso a la nacionalidad, imprescindible para el ejercicio pleno de la ciudadanía, el artículo 22 del Código Civil prevé que serán suficientes “dos años [de residencia legal, continuada e inmediatamente anterior a la petición] cuando se trate de nacionales de origen de países iberoamericanos, Andorra, Filipinas, Guinea Ecuatorial o Portugal o de sefardíes”, o de un año para “el nacido fuera de España de padre o madre, abuelo o abuela, que originariamente hubieran sido españoles”. Como es sabido, además el interesado deberá justificar, “en el expediente regulado por la legislación del Registro Civil, buena conducta cívica y suficiente grado de integración en la sociedad española”[56].
Es llamativo que tengan la misma consideración los “nacionales de origen de países iberoamericanos, Andorra, Filipinas, Guinea Ecuatorial o Portugal o de sefardíes”, pues no parece que se pueda seguir presumiendo que una persona filipina o ecuatoguineana está más próxima al «ethnos» español, si es que tal cosa existe, que otra natural de Marruecos o Francia. Es la evidencia de que todavía late ahí una visión “colonial” del «ethnos», aunque matizada por razones políticas, pues en otro caso no se entiende el trato preferente a los sefardíes y la no inclusión de los saharauis, a pesar de que estos últimos fueron hasta hace poco españoles[57].
En todo caso, si se tiene en cuenta la conexión con el «ethnos» para favorecer la adquisición de la nacionalidad, también tendría que considerarse para favorecer la participación política a los residentes con ese pasado común o con similitudes culturales; es lo que sucede en Gran Bretaña con los nacionales de países de la «Commonwealth» y los irlandeses; en Irlanda y Australia con los británicos y en Portugal con los brasileños con “estatuto político especial”.
En segundo lugar, y puesto que la adquisición de la nacionalidad lleva aparejada la plenitud de derechos de ciudadanía, el otorgamiento de la misma “por carta de naturaleza” exigiría una mayor concreción legal de las razones que la avalan y, desde luego, una revisión de su aplicación práctica, que, como se ha dicho[58], está desembocando en la intrascendencia de los factores de arraigo territorial y cultural del sujeto con España; en la gravitación de la institución sobre el exclusivo interés del solicitante con olvido del interés nacional; en su concepción como exclusivo instrumento de “premio” abstracto a no se sabe muy bien qué méritos y en la innecesariedad de que el sujeto resida en España en el momento del otorgamiento.
Es preciso “democratizar” el acceso a la nacionalidad pero esa no debe ser la única vía para que los residentes puedan ejercer con plenitud el derecho de sufragio. La definición del pueblo del Estado no con arreglo al criterio de la nacionalidad sino con el de la residencia favorecería la expresión de la igualdad jurídica y del pluralismo participativo consustanciales a un sistema democrático. La relación jurídica entre el Estado y los ciudadanos de la que surgen derechos y obligaciones recíprocos tendría el mismo contenido siempre que existiera el dato objetivo de la residencia. Residencia sin más en el caso de los nacionales y durante un tiempo mínimo en el de los no nacionales. Así, todos los individuos tendrían una posición unitaria, sus derechos no dependerían de la cualificación concreta que se otorgue a su personalidad[59] y desaparecería la diferencia, incompatible con la democracia, entre “ciudadanos activos” y “ciudadanos pasivos”, entre personas que deciden y personas que únicamente soportan la decisión.
En suma, los “derechos de gobierno” deberían ampliarse cuanta mayor fuera la pertenencia/permanencia (caso de los nacionales que residen en el propio territorio y de los extranjeros que residen de manera indefinida) y reducirse cuanto menor sea dicha pertenencia/permanencia (los nacionales que pasan a residir de manera prolongada en otro país y los extranjeros que dejan de ser residentes)[60]. En esta línea, la Constitución chilena proclama (art. 14) que “los extranjeros avecindados en Chile por más de cinco años, y que cumplan con los requisitos señalados en el inciso primero del artículo 13, podrán ejercer el derecho de sufragio en los casos y formas que determine la ley”; en el mismo sentido, la Constitución de Ecuador dispone: “Las personas extranjeras residentes tienen derecho al voto siempre que hayan residido legalmente en el país al menos cinco años” (art. 63.2).
Ese plazo de cinco años de residencia legal es un término razonable para que cualquier no nacional pueda participar con plenitud de derechos democráticos en la vida política del Estado en el que reside. Ese es también el plazo que la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, fija para la obtención de la llamada “residencia de larga duración”.
5.2. La exclusión por motivos de edad.
La exigencia de una edad mínima para la participación política tiene una relación directa con la capacidad para autodeterminarse, para intervenir en la formación de las diferentes opciones políticas y pronunciarse sobre ellas. Y es que, como declaró el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al fijar una edad mínima para participar en política se pretende que las personas que participen en el proceso electoral sean suficientemente maduras[61].
Con la fijación constitucional de una mayoría de edad general se establece la presunción de que por encima de esa edad todos tienen plena capacidad intelectiva, lo que impide al legislador imponer un sufragio capacitario. Pero por debajo de esa edad no se debe deducir una regla normativa restrictiva de la eficacia de los derechos fundamentales. Es obvio, como ya se ha dicho, que para el ejercicio de los derechos se requiere una determinada capacidad, pero ha de ser el legislador, en este caso el electoral, el que justifique de manera adecuada la conformidad constitucional de estas delimitaciones[62], lo que resulta coherente con la consideración de la minoría de edad como un proceso durante el cual la psicología de la persona se va formando y, con ello, su capacidad de autodeterminación.
Por estos motivos, parece constitucionalmente posible y democráticamente conveniente reflexionar sobre una eventual rebaja de la mayoría de edad electoral por debajo de los 18 años, como ya ocurre en algunos ordenamientos –en Austria, Argentina y Brasil se puede votar desde los 16 años- y como sucede en general con la capacidad para el ejercicio de otros derechos de impronta similar, como los de reunión y manifestación, el derecho de asociación, la libertad de expresión o la elección de los representantes sindicales. No debe olvidarse que la reducción de la edad para la emisión del voto ha sido una constante a lo largo de la historia (de 25 a 23 años, de 23 a 21, de 21 a 18)[63] y sirve para fomentar el desarrollo de la participación política, tanto desde el punto de vista del individuo, como desde la perspectiva de la sociedad política en la que dicho individuo está integrado y a cuya existencia contribuye.
La propia Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa instó, el 23 de junio de 2011, a todos los Estados a “estudiar la posibilidad de rebajar la edad para votar a los 16 años en todos los países y en todo tipo de elecciones” puesto que cuanto mayor sea la cantidad de personas que participan en las elecciones, más representativos serán los elegidos; las personas con 16 o 17 años de edad ya tienen responsabilidades dentro de la sociedad pero no tiene derecho a voto; una mejor participación ayudará a los jóvenes a definir su lugar y su papel en la sociedad; la rebaja de la edad electoral fomentaría una mayor participación de los que votan por primera vez y, por tanto, una mayor participación en general[64].
De lo dicho en las páginas anteriores se puede concluir que, teniendo en cuenta los cinco indicadores que hemos elegido -el funcionamiento del régimen electoral español, el papel del sistema de partidos, la rendición de cuentas del Gobierno ante el Parlamento y la sociedad, la igualdad de derechos políticos y las posibilidades de participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos- resulta que la democracia española “necesita mejorar” para alcanzar una calidad superior a la que presenta en la actualidad: debe reformar su sistema electoral para que exprese el pluralismo político realmente existente en la sociedad y para que el peso de los ciudadanos en la toma de las decisiones relevantes sea, esencialmente, el mismo, al margen del lugar en el que vivan y de la opción política por la que se decanten en los procesos electorales de ámbito estatal; en segundo lugar, debe articularse un sistema de partidos en el que las formaciones políticas funcionen de manera democrática y consigan arraigo social; en tercer término, habría que llevar a cabo una profunda reforma institucional para mitigar el excesivo poder que ha ido alcanzando el Poder Ejecutivo, cada vez más “irresponsable” y refractario al control social y parlamentario; finalmente, en una sociedad democrática, la mayoría del pueblo gobernado ha de poder actuar como pueblo gobernante, por lo que es preciso incluir políticamente a los extranjeros con residencia legal y continuada en España y también a los mayores de 16 años.
Con todo ello, no habremos llegado al óptimo de democracia -algo probablemente inalcanzable- pero habremos mejorado de manera sensible la calidad de la que hoy tenemos en lo que respecta a los indicadores que aquí nos han ocupado. No hay que olvidar, por supuesto, que el margen de mejora también es, a nuestro juicio, amplio en criterios muy relevantes y que aquí no hemos tratado, como el nivel de sometimiento de los poderes públicos al principio de legalidad, la garantía de los derechos sociales y económicos o el grado de corrupción existente entre los empleados y los cargos públicos. Ahí también queda mucho por hacer.
Resumen: En este texto se reflexiona sobre la calidad de la democracia española y con este propósito analizamos cinco cuestiones de las que integran el proyecto «Democratic Audit»: si el sistema electoral contribuye a la expresión del pluralismo político y a la igualdad de los votantes, si el sistema de partidos políticos sirve al buen funcionamiento de la democracia española, si el Gobierno rinde cuentas de su gestión ante el pueblo y el Parlamento, si los derechos políticos están garantizados a todas las personas y, finalmente, si participan todos los ciudadanos en la vida política.
Palabras claves: Calidad de la democracia, sistema electoral, sistema de partidos, gobierno responsable, derechos políticos, participación ciudadana.
Abstract: In this text we reflect on the quality of Spanish democracy and for this purpose we analyze five questions that make up the Democratic Audit project: Does the electoral system contribute to the expression of political pluralism and to the equality of voters either? Does the party system assist to the democracy's good working? Is Government effective in serving the public and responsive to its concerns? Are political rights equally guaranteed for all? And finally, is there are full citizen participation in public life?
Key words: Quality of democracy, electoral system, party system, responsive Government, political rights, citizen participation.
Recibido: 8 de diciembre de 2017
Aceptado: aceptado 16 de diciembre de 2017
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[1] Correo electrónico presnolinera@gmail.com ; web http://presnolinera.wix.com/presnolinera ; blog http://presnolinera.wordpress.com
[2] Véase, por ejemplo, el trabajo de D. BEETHAM, E. CARVALHO, T. LANDMAN y S. WEIR, Assessing the Quality of Democracy. A Practical Guide , IDEA International, Estocolmo, 2009, disponible (a 20 de diciembre de 2017) en https://www.idea.int/publications/catalogue/assessing-quality-democracy-practical-guide
[3] http://www.cis.es/cis/opencm/ES/1_encuestas/estudios/ver.jsp?estudio=8080&cuestionario=9354&muestra=14545 (a 20 de diciembre de 2017).
[4] http://www.cis.es/cis/opencm/ES/1_encuestas/estudios/ver.jsp?estudio=9922&cuestionario=11536&muestra=17205 (a 20 de diciembre de 2017).
[5] Véanse, al respecto, el libro de B. GÓMEZ FORTES, I. PALACIOS BRIHUEGA, R. VARGAS-MACHUCA y M. PÉREZ YRUELA, Calidad de la democracia en España: Una auditoría ciudadana , Ariel, Barcelona, 2010, y el estudio de I. PALACIOS BRIHUEGA, Los españoles y la calidad de la democracia , Colección Opiniones y actitudes, Centro de Investigaciones sociológicas, Madrid, 2016, disponible en https://libreria.cis.es/libros/los-espanoles-y-la-calidad-de-la-democracia/9788474767087/ (a 20 de diciembre de 2017).
[6] http://www.fundacionalternativas.org/las-publicaciones (a 20 de diciembre de 2017).
[7] http://info.worldbank.org/governance/wgi/#home (a 20 de diciembre de 2017). Puede verse un resumen de tres de los estudios comparados internacionales más valorados en la entrada de P. MARÍ-KLOSE, “La democracia española en perspectiva comparada”, Agenda Pública , 5 de noviembre de 2017, http://agendapublica.elperiodico.com/la-democracia-espanola-perspectiva-comparada/ (a 20 de diciembre de 2017).
[8] D. BEETHAM, y S. WEIR, Political Power and Democratic Control in Britain. The Democratic Audit of the United Kingdom , Routledge, Londres, 2009.
[9] L. DIAMOND, y L. MORLINO, Assessing the Quality of Democracy , Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2005.
[10] I. PALACIOS BRIHUEGA, op. cit ., p. 16.
[11] https://libreria.cis.es/static/pdf/OA74acc.pdf (a 20 de diciembre de 2017).
[12] En el momento de concluir estas páginas tuve noticia de la publicación del libro de R. BUSTOS GISBERT, Calidad democrática. Reflexiones constitucionales desde la teoría, la realidad y el deseo , Marcial Pons/Fundación Manuel Giménez Abad, 2017; no he podido leer el texto pero sí ver que se ocupa también de las elecciones, los partidos políticos y los controles sobre los gobernantes; trata, además, los casos de corrupción y los efectos de la globalización.
[13] Me ocupé con más detalle de esta cuestión en “Régimen electoral (maquiavélico) y sistema de partidos (con sesgo mayoritario)”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 104, 2015, pp. 13 y ss.
[14] Véase, sobre la aprobación de la Ley para la Reforma Política, B. ÁLAEZ CORRAL, “La Constitución española de 1978: ¿Ruptura o reforma constitucional?”, Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario , núm. 9, 1997, pp. 161 y ss.; sobre su influencia en nuestro vigente sistema electoral, A. FERNÁNDEZ-MIRANDA “Los sistemas electorales para el Congreso de los Diputados y el Senado”, en IV Jornadas de Derecho Parlamentario. Reflexiones sobre el régimen electoral , Madrid, Congreso de los Diputados, 1997, pp. 521 y ss., y Á. J. SÁNCHEZ NAVARRO, Constitución, igualdad y proporcionalidad electoral , Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, pp. 66 y ss.
[15] Véase el análisis de R. L. BLANCO VALDÉS “La caída de los dioses: de los problemas de los partidos a los partidos como problema”, Teoría y Realidad Constitucional , núm. 35, 2015, pp. 149 y ss.
[16] Con la objeción del Partido Comunista por la merma de proporcionalidad que suponían; al respecto son muy ilustrativas las palabras del Diputado SOLÉ TURA el 12 de julio de 1978 en la Sesión Plenaria del Congreso de los Diputados que debatía el Dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas sobre el Anteproyecto de Constitución, Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 108, pp. 4184 y ss. Puede consultarse en http://www. congreso.es y en Constitución española. Trabajos parlamentarios , t. II, Madrid, Cortes Generales, 1980, pp. 2236 y ss.; véanse también las consideraciones incluidas en el estudio de J. SOLÉ TURA y M. Á. APARICIO PÉREZ, Las Cortes Generales en el sistema constitucional , Tecnos, Madrid, 1984; me ocupé de esta cuestión en “Crónica de una desproporcionalidad anunciada”, en Estudios sobre la Constitución Española: homenaje al profesor Jordi Solé Tura , vol. 1, Congreso de los Diputados, 2008, pp. 859-874.
[17] Una postura crítica con la incorporación a la Norma Fundamental de numeras prescripciones electorales es la de E. ARNALDO ALCUBILLA en El carácter dinámico del régimen electoral españo l, CEPC, Madrid, 2002, pp. 11 y ss.
[18] F. CAAMAÑO DOMÍNGUEZ, “Elecciones y Tribunal Constitucional. ¿Una intersección no deseada?”, Revista de las Cortes Generales , núm. 41, 1991, p. 95.
[19] “1. El Congreso se compone de un mínimo de 300 y un máximo de 400 Diputados, elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto, en los términos que establezca la ley. 2. La circunscripción electoral es la provincia. Las poblaciones de Ceuta y Melilla estarán representadas cada una de ellas por un Diputado. La ley distribuirá el número total de Diputados, asignando una representación mínima inicial a cada circunscripción y distribuyendo los demás en proporción a la población. 3. La elección se verificará en cada circunscripción atendiendo a criterios de representación proporcional. 4. El Congreso es elegido por cuatro años. El mandato de los Diputados termina cuatro años después de su elección o el día de la disolución de la Cámara. 5. Son electores y elegibles todos los españoles que estén en pleno uso de sus derechos políticos. La ley reconocerá y el Estado facilitará el ejercicio del derecho de sufragio a los españoles que se encuentren fuera del territorio de España. 6. Las elecciones tendrán lugar entre los treinta días y sesenta días desde la terminación del mandato. El Congreso electo deberá ser convocado dentro de los veinticinco días siguientes a la celebración de las elecciones”.
[20] M. AZPITARTE SÁNCHEZ señala que “mientras que el sistema electoral demanda una mayor rigidez constitucional que evite su disponibilidad en manos de mayorías contingentes, se puede afirmar que la menor rigidez del procedimiento electoral facilita su adaptación a los cambios que impulsa y exige la experiencia de cada contienda electoral”; véase su trabajo “La dimensión constitucional del procedimiento electoral”, Teoría y Realidad Constitucional , núm. 11-12, 2002-2003, pp. 425 y ss.; en concreto, p. 443.
[21] Para una aproximación comparada véase el libro colectivo coordinado por G. RUIZ-RICO y S. GAMBINO, Formas de gobierno y sistemas electorales: la experiencia italiana y española , Tirant lo Blanch, Valencia, 1997.
[22] Sobre la diferencia entre la “igualdad en los derechos de voto” (equility in voting rights) y la “igualdad del poder del voto” (equility in voting power) véase el Code of Good Practice in Electoral Matters: Guidelines and Explanatory Report — Adopted by the Venice Commission at its 52nd session . http://www.venice.coe.int/webforms/documents/default.aspx?ref=cdl-ad(2002)023rev-e&yearrelated=all (a 20 de diciembre de 2017). A esta diferenciación, con cita de ese Código, se refiere el Consejo de Estado en El informe sobre la reforma electoral. Texto del informe y debates académicos , CEPC, Madrid, 2009, p. 124
[23] “Proporcionalidad inversa en la representación e inconstitucionalidad de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General. Propuesta para una reforma”, El informe del Consejo de Estado sobre la reforma electoral, cit., p. 707.
[24] Véase el estudio de J. ALGUACIL GONZÁLEZ-AURIOLES, Estado de partidos: participación y representación , Marcial Pons, Madrid, 2013, pp. 111 y ss.
[25] A. PENADÉS, y S. SANTAUSTE, “La desigualdad en el sistema electoral español y el premio a la localización del voto”, Revista Española de Ciencia Política , núm. 32, 2013, p. 90.
[26] I. LAGO y J. R. MONTERO “«Todavía no sé quiénes, pero ganaremos»: manipulación política del sistema electoral español”, Zona Abierta , nº 110-111, 2005, p.. 327; para A. FERNÁNDEZ-MIRANDA la estabilidad parlamentaria y la gobernabilidad son, precisamente, evidencias de que el régimen electoral no es tan negativo; op. cit., pp. 701 y ss.
[27] Véanse los comentarios de H. H. von ARNIM, “Verfassungswidrigkeit des Bundeswahlgesetzes aufgrund des «negativen Stimmge-wichts» – Anmerkungen zum Urteil des Bundesverfassungsgerichts vom 3. Juli 2008”, Recht und Politik , núm. 44, pp. 136-138, y D. NOHLEN “Erfolgswertgleichheit als fixe Idee oder: Zurück zu Weimar? Zum Urteil des Bundesverfassungsgerichts über das Bundeswahlgesetz vom 3. Juli 2008”, Zeitschrift für Parlamentsfragen , núm. 40, pp. 179-195; para una perspectiva completa del sistema electoral germano, J. BEHNKE: Das Wahlsystem der Bundesrepublik Deutschland. Logik, Technik und Praxis der Verhältniswahl , Nomos, Baden-Baden, 2007. Sobre el sistema electoral alemán en la doctrina española y su incidencia en el sistema de partidos, véase el ya citado estudio de Y. FERNÁNDEZ VIVAS: Igualdad y partidos políticos. Análisis constitucional y comparado de la igualdad de oportunidades de los partidos políticos , Congreso de los Diputados, Madrid, 2007; en particular, pp. 37 y ss.; sobre las últimas reformas en la materia, C. VIDAL PRADO: “El sistema electoral alemán como modelo: ventajas e inconvenientes”, Asamblea. Revista parlamentaria de la Asamblea de Madrid , núm. 26, 2012, pp. 217 y ss.
[28] D. NOHLEN: Wahlrecht und Parteiensystem: Zur Theorie und Empirie der Wahlsysteme , Verlag Barbara Budrich, 2009.
[29] Véase el exhaustivo estudio de I. LAGO y J. R. MONTERO: “«Todavía no sé quiénes, pero ganaremos»: manipulación política del sistema electoral español”, cit., pp. 279 y ss.; con posterioridad, el de J. R. MONTERO y P. RIERA: “Informe sobre la reforma del sistema electoral”, cit., pp. 375 y ss.
[30] I. LAGO y J. R. MONTERO: “«Todavía no sé quiénes, pero ganaremos»: manipulación política del sistema electoral español”, cit., p. 343.
[31] Estas apreciaciones tuvieron su origen en diversos trabajos; entre ellos, en el libro Los partidos y las distorsiones jurídicas de la democracia , Ariel, Barcelona, 2000, y en el texto “Partidos políticos y movimientos sociales en la sociedad del riesgo y la desconfianza”, Fundamentos. Cuadernos monográficos de teoría del estado, derecho público e historia constitucional , Junta General del Principado, Oviedo, 2014, pp. 213 y ss.
[32] U. BECK, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad , Paidós, Barcelona, 2006 pp. 308, 318 y 370.
[33] Me he ocupado de esta cuestión en el texto “¿Nos representan o no?, que forma parte del libro colectivo editado por M. CONTRERAS CASADO y E. CEBRIÁN ZAZURCA, La crisis contemporánea de la representación política , Comuniter, Zaragoza, 2017; es la misma línea, J. ALGUACIL GONZÁLEZ-AURIOLES, op. cit ., pp. 44 y ss.
[34] Sobre estas cuestiones pueden verse los estudios recientes de G. MARTÍNEZ COUSINOU, El control de la corrupción política en el ámbito de la financiación de los partidos: actores, intereses y estrategias en España y Reino Unido , Tesis doctoral, UNED, 2013; A. BOIX PALOP, “Modelos de financiación de partidos políticos y corrupción: de los partidos del sistema a los partidos de los ciudadanos” en Á. JAREÑO LEAL (coord..): Corrupción pública: cuestiones de política criminal (I) , Iustel, Madrid, 2014, pp. 161 y ss., y O. SÁNCHEZ MUÑOZ, “La insuficiente reforma de la financiación de los partidos. La necesidad de un cambio de modelo”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 104, 2015, pp. 49 y ss.
[35] M. CALISE, Il partito personale , Laterza, Roma-Bari, 2000, p. 14; en el mismo sentido C. PINELLI “Crisis de la representación y nuevas vías de participación política”, en el libro del mismo título de C. PINELLI-M. PRESNO, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2014, p. 23.
[36] G. MOSCA, La clase política , Fondo de Cultura Económico, 2004; véase también el estudio de G. PASQUINO, La classe politica , Il Mulino, 1999.
[37] M. WEBER, El político y el científico , Alianza Editorial, Madrid, 1998.
[38] Nos parece excesivo que los parlamentarios únicamente puedan ser detenidos en caso de flagrante delito, sin atención alguna a la gravedad que pudiera revestir ese delito o a la posible relación que tuviera el acto de la detención con el ejercicio de las funciones representativas, cosa que sí es tenida en cuenta en otros textos constitucionales; por lo que respecta a la necesidad de que las Cámaras concedan el suplicatorio para que diputados y senadores puedan ser inculpados o procesados, tal exigencia no existe en Alemania, Francia, Finlandia, Irlanda, Italia, Luxemburgo o Suecia. Tampoco parece justificable la amplia configuración del fuero jurisdiccional de los parlamentarios, que en España se ha extendido a los diputados autonómicos
[39] Nos ocupamos de esta cuestión en “Pluralismo de partidos, no separación de poderes”, Fundamentos. Cuadernos monográficos de teoría del estado, derecho público e historia constitucional , núm. 5/2009, La división de poderes , pp. 241 y ss.; puede leerse la versión electrónica en http://www.unioviedo.es/constitucional/fundamentos/quinto/index.html (consultada el 20 de diciembre de 2017).
[40] M. J. C. VILE, Constitutionalism and the Separation of Powers , Liberty Found, Indianapolis, 1998, segunda edición, p. 394.
[41] Famosa frase pronunciada por el Lord Chancellor HAILSHAM en un programa de la BBC en 1976.
[42] M. ARAGÓN REYES habla de control “por” el Parlamento y control “en el” Parlamento; véanse, entre otros, sus estudios “ El control parlamentario”, Revista de derecho político , núm. 23, pp. 9 y ss., y Constitución y control del poder , Buenos Aires, 1995.
[43] Así, A. PACE: “L'inchiesta parlamentare como strumento di governo della maggioranza”, Il potere d'inchiesta delle Asemblee legislative , Giuffrè, Milán, 1973, pp. 103 y ss.
[44] Véase al respecto Direct Democracy. The International IDEA Handbook , International Institute for Democracy and Electoral Assistance , 2008, Estocolmo, pp. 109 y ss. En general, sobre la democracia directa en Latinoamérica, A. LISSIDINI, Y. WELP y D. ZOVATTO (coords.), Democracia directa en Latinoamérica , International Institute for Democracy and Electoral Assistance, 2008, Estocolmo; ambos disponibles en la página del IDEA (a 20 de diciembre de 2017): http://www.idea.int/publications/direct_democracy/
[45] El más conocido en nuestro entorno es el artículo 75 de la Constitución italiana de 1947, que prevé: “se convocará referéndum popular para decidir la derogación total o parcial de una ley o de un acto con valor de ley, cuando lo requieran quinientos mil electores o cinco Consejos regionales... La propuesta sometida a referéndum será aprobada si en la votación ha participado la mayoría de los que tienen derecho a ello y se alcanza la mayoría de los votos válidamente expresados”.
[46] Véanse los Trabajos Parlamentarios de la Constitución española , Cortes Generales, Madrid, 1980; en especial, pp. 21, 554, 1308 y ss., y 1818 .
[47] A. LIJPHART , Democracies: Pattern of Majoritarian and Consensus Government in Twenty-One Countries, New Haven y Londres, Yale University Press, 1984, p. 204.
[48] La Corte constitucional italiana ha declarado que los firmantes de una solicitud de referéndum abrogativo son asimilables a un poder del Estado y, por tanto, están legitimados para plantear un conflicto de competencia de los previstos en el artículo 134 de la Constitución (Ordenanza nº 1 de 8-9 de enero de 1979). En la Sentencia nº 69/1978 , de 22/23 de mayo, la Corte constitucional declara admisible el conflicto de atribuciones entre poderes del Estado promovido por un grupo de electores en número no inferior a 500.000, firmantes de una solicitud de referéndum abrogativo.
[49] Pueden verse todas las consultas y la respectiva participación en la página del Ministerio del Interior http://elezionistorico.interno.it/index.php?tpel=F&dtel=12/06/2011 (consultada el 20 de diciembre de 2017).
[50] Véanse sus obras Sécurité, territoire, population , Gallimard-Seuil, París, 2004 y Naissance de la biopolitique , Gallimard-Seuil, París, 2004.
[51] P. ROSANVALLON, La contre-démocratie , la politique à l'âge de la défiance , Seuil, Párís, 2006, pp. 35 y ss.
[52] J. WALDRON, Derecho y desacuerdos , Marcial Pons, Madrid, 2005, p. 284.
[53] D. RODRIK, La paradoja de la globalización. Democracia y el futuro de la economía mundial , Antonio Bosch, 2012.
[54] Sobre estas cuestiones, B. ALÁEZ CORRAL Nacionalidad, ciudadanía y democracia. ¿A quién pertenece la Constitución? , CEPC, Madrid, 2006; me ocupé de estos problemas en “Democracia ciudadana y ciudadanía democrática”, Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional , núm. 7, 2012, pp. 245 y ss.; véanse los demás trabajos que aparecen en ese número de Fundamentos, coordinado por B. ALÁEZ http://www.unioviedo.es/constitucional/fundamentos/septimo/index.html (a 20 de diciembre de 2017).
[55] J. HABERMAS, Facticidad y validez . S obre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso , Trotta, Madrid, 1998, pp. 622 y 623.
[56] Véanse J. C. FERNÁNDEZ ROZAS, Derecho de la nacionalidad , Tecnos, Madrid, 1992; M. P. GARCÍA RUBIO, “Consolidación de la nacionalidad española”, Anuario de Derecho Civil , Madrid, 1992, pp. 929 a 1009, y A. ÁLVAREZ RODRÍGUEZ; en particular La nacionalidad española: análisis de la normativa vigente , Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 2003, y Nacionalidad española: normativa vigente e interpretación jurisprudencial , Aranzadi, 2008.
[57] De acuerdo con el fundamento quinto de la Sentencia 1026 de la Sala Civil del Tribunal Supremo, de 28 de octubre de 1998, “ de lo que no cabe duda, con referencia a la «nacionalidad» de los saharauis, durante el plazo de la tutela de nuestro Estado sobre el territorio del Sahara Occidental, es que ésta fue la española (de «españoles indígenas», habla alguna disposición), pues resulta evidente, conforme a las reglas generales del Derecho de la nacionalidad, que «los naturales del territorio colonial carecen de una nacionalidad distinta de los del Estado colonizador, dado que no poseen una organización estatal propia»; véase al respecto M. P. GARCÍA RUBIO, “Comentario a la Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de octubre de 1998. reconocimiento de la nacionalidad española a saharaui nacido en El Aaiún”, Anuario de Derecho Civil , 1999, pp. 425 a 432.
[58] T. HUALDE MANSO, “Concesión de nacionalidad por carta de naturaleza. Una institución y una práctica discutibles”, Aranzadi Civil-Mercantil , 9/2012.
[59] Como dice el Tribunal Supremo de Canadá ( Sauvé c. Canada -Chief Electoral Officer- ), en su sentencia de 31 de octubre de 2002, “los derechos garantizados par la Carta no son una cuestión de privilegio o de mérito, sino de pertenencia a la sociedad canadiense que no puede ser obviada a la ligera, lo que es particularmente cierto en el derecho de voto, piedra angular de la democracia....”; puede leerse en http://scc.lexum.umontreal.ca/fr/2002/2002csc68/2002csc68.html en francés y http://scc.lexum.umontreal.ca/en/2002/2002scc68/2002scc68.html en inglés (a 20 de diciembre de 2017).
[60] Se puede recordar que ya en 1904 el Tribunal Supremo de Estados Unidos concluyó que los Estados podían conceder el derecho de sufragio a los que eran sólo “ciudadanos del Estado”, aunque no fueran ciudadanos de Estados Unidos - Pope v. Williams 193 U.S. 621, 632 (1904) - http://laws.findlaw.com/us/193/621.html- ; si bien ya no es así, numerosos Estados otorgaron el sufragio a residentes que no eran ciudadanos de Estados Unidos; como dijo expresamente ese Tribunal en Snowden v. Hughes , 321 U.S. 1, 7 (1943): “The right to become a candidate for state office, like the right to vote for the election of state officers, ...is a right or privilege of state citizenship, not of national citizenship ...”; véase en http://laws.findlaw.com/us/321/1.html . (consultadas el 20 de diciembre de 2017). Sobre este proceso, véanse los estudios de A. KEYSSAR, The contested history of democracy in the United States , Basic Books, Nueva York, 2000, y R. HAYDUK, Democracy for All. Restoring Inmigrants Voting Rights in the United States , Routledge, Nueva York, 2006.
[61] Asunto Hirst c. Reino Unido (no 2), de 6 de octubre de 2005, disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/ (consultada el 20 de diciembre de 2017).
[62] B. ALÁEZ CORRAL: Minoría de edad y derechos fundamentales , Tecnos, Madrid, 2003, pp. 121 y ss.
[63] En España, hasta 1931 la edad requerida era 25 años; en 1931 se rebajó a 23 y en 1977 a 18 años; me ocupó de ello en Leyes y normas electorales en la historia constitucional española , Iustel, Madrid, 2013.
[64] http://www.assembly.coe.int/ASP/Doc/XrefViewHTML.asp?FileID=18015&Language=EN (consultada el 20 de diciembre de 2017).