"ReDCE núm. 28. Junio-Diciembre de 2017"
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El estudio del arte desde la perspectiva constitucional ha estado siempre dominado por la voluntad de dotarlo de cobertura constitucional. De sobra conocido es que esa vocación se ha traducido mayormente en su acomodación a la configuración doctrinal general del derecho a la libertad de expresión. Muestra de ello es la unanimidad del Tribunal Supremo Norteamericano al afirmar que la pintura de Jackson Pollock, la música de Arnold Schoenberg y el poema «Jabberworky» de Lewis Carrol, gozan incuestionablemente de la protección de la Primera Enmienda de la Constitución Norteamericana[1].
Ahora, de todas las expresiones probablemente sea la artística la que mayores desafíos plantea en dicha acomodación. A nadie escapa que la regulación de la expresión en general, de su libertad, se ha construido en base al objeto o contenido de la «expresión»; sabemos también que, en su defecto, se asienta en la intención comunicativa (el «Spence test» es la pauta que la doctrina norteamericana utiliza para convertir conductas a «expresión»). La dogmática constitucional no ha sido menos; no en vano la producción científica es abundante tratando de forma monográfica los límites al derecho que ampara su ejercicio (pensemos, por ejemplo, en la cuantiosa literatura sobre el discurso del odio). De este modo, si seguimos las teorías clásicas de la libertad de expresión: el mercado de ideas, el autogobierno o la autonomía individual; lo que ésta debe proteger es toda manifestación artística que contenga un mensaje racional, político o, cuando menos, perceptible. En esas condiciones, no se discute que el arte cumple con las funciones de la «expresión» en el sentido constitucional del término: contribuye a la búsqueda de la verdad, fomenta el debate público de ideas o la autorrealización personal.
Entonces, si no transmite un mensaje determinado, ¿por qué el arte abstracto, la música instrumental o la literatura de lo absurdo, pueden ser tratados como «expresión» de igual manera? Eso de que el arte, en cualquiera de las infinitas e impredecibles formas que reviste, esté protegido por el derecho a la expresión libre puede parecer una conclusión intuitivamente obvia, pero en verdad, su justificación técnico-jurídica entraña algunas dificultades. Éstas son probablemente inherentes al propio carácter del arte, a lo difícil de su definición; y, quizá incluso expliquen la evasión del jurista en esta tarea que es justificar la protección constitucional de lo artístico.
Sea como fuere, la escasez generalizada de bibliografía específica, agudizada en nuestro entorno, nos obliga a acudir a literatura extranjera. Es allí donde encontramos «Free speech beyond words. The surprising reach of the First Amendment», la última obra de M. V. Tushnet, profesor de Derecho en la Universidad de Harvard; A. K. Chen, profesor de Derecho en la Universidad de Denver; y J. Blocher, profesor de Derecho en la Universidad de Duke.
En todo el libro está presente una exquisita sensibilidad por el lenguaje artístico, asimismo, la voluntad de combinar las necesidades concretas de la expresión artística y la teoría general de la libertad de expresión. Pero, ¿es eso posible o necesitamos una teoría específica para la libertad «artística»? Ésta es la premisa clave que explica la formulación del problema central de la obra, que late en el conjunto del texto y que ayuda a comprender la respuesta por la que apuestan los autores.
Los profesores Tushnet, Chen y Blocher exponen con envidiable sencillez los principios en los que se asienta la teoría constitucional de la libertad de expresión y los contrastan con cada uno de sus respectivos objetos de estudio. El tempo liviano y la claridad expositiva nos sitúan en el núcleo del problema seleccionado: ese primer impulso que conduce a afirmar la protección constitucional del arte bajo la libertad de expresión, tal vez sea relativamente sencillo de justificar si nos referimos al trabajo artístico en general; desde luego no lo es tanto de centrarnos en ejemplos de corrientes, manifestaciones o creaciones concretas que de forma frecuente y abundante nos aporta la realidad.
Es evidente que en el primer capítulo («Instrumental Music and the First Amendment») el profesor Chen reivindica la pulcritud de la dogmática en su búsqueda de soluciones. La lectura de éste muestra que, de mantener la protección constitucional de la música instrumental en base a la búsqueda de la verdad, la piedra de toque de esta posición radica en el propio concepto racional de «verdad». Por otra parte, de hacerlo en base a la concepción perfectible de la democracia, es imprescindible un elemento valorativo en el acto comunicativo. Así las cosas, quedan dos alternativas: bien apostar por la teoría de la autonomía individual, bien tratar de buscar la fórmula de categorizar la música instrumental como «expresión». El profesor Chen se inserta en la última tendencia al concebirla como un acto de «expresión cultural»[2], aunque parece que lo hace por desconfianza del primero, del que concluye que es un criterio de justificación ilimitado: «autonomy is a justification not only for expressive freedom but also for myriad other types of individual liberty that are clearly not constitutionally protected» (pág. 39).
El esfuerzo del autor para sostenerla en calidad de «expresión» y encuadrarla en el marco de la libertad que la ampara es notable y, esto es de lo más innovador al aproximarse a otras disciplinas que poco tienen que ver con el derecho (a la musicología, a la teoría del lenguaje musical o a la psicología). Pero, hubiera merecido la pena que Chen, además de buscar la convergencia con el régimen general de la libertad de expresión, ahondara en la cuestión de los límites al derecho que estudia; es aquí donde su propuesta queda, en mi opinión, incompleta. ¿Siguen siendo válidos los límites al ejercicio de expresión libre cuando éste se realiza a través de la música instrumental? A fin de cuentas, establecer límites es la técnica tradicionalmente empleada para esbozar el sentido y alcance de los derechos fundamentales. Más aún, desde el punto de vista dogmático los derechos no pueden sino ser limitados, algo de lo que entiendo no se escapa el ejercicio de manifestación cultural a través de la música instrumental.
Precisamente, las dudas que provoca la aplicación de la teoría general de la libertad de expresión a este tipo de música se vuelven inquietud cuando se lee el siguiente capítulo, el que el profesor Tushnet dedica al arte abstracto: «This is a logical fallacy: that the First Amendment covers some things that communicate does not imply that it covers all things that do so. […] Speech covered by the First Amendment communicates something. Yet what art communicates is often quite unclear» (págs. 98 y 99).
Una selección refinada de casos ilustra como la teoría constitucional de la libertad de expresión se desploman ante esta tipología de arte. Para el autor, que se decanta por una concepción claramente política de dicha libertad, en el paradigma artístico falla el tópico clásico en el que aquélla se asienta[3]. Pues, al preguntarse si el arte que analiza fomenta la opinión pública, es decir, si cumple con la dimensión institucional que sustenta la teoría tradicional de este derecho, se encuentra con que la respuesta es, a la par que el contenido, siempre que exista, de la pintura de Pollock, incierta. Por otra parte, tampoco parece fácil sostener un tratamiento diferencial respecto a otras actividades no artísticas, pero con intención comunicativa (el autor se detiene esencialmente en la expresión comercial). Finalmente, una aproximación nominalista resulta, para él, de igual modo problemática (el uso del lenguaje convencional no es estrictamente necesario para gozar de la protección de la libertad de expresión).
Así las cosas, Tushnet se desmarca de la posición del profesor Chen respecto a la música instrumental descrita en las páginas 65 y ss., corta por la tangente del pragmatismo al establecer que: «A ‘reasonable’ imputation of meaning to otherwise meaningless words –or symbols?- is susfficient to trigger First Amendment coverage» (pág. 92). No nos debe extrañar que tras esta afirmación el profesor Tushnet recurra al balancing test, pues su propuesta es, en resumidas cuentas, lidiar controversia a controversia: «Some performance artworks would not be covered, and some would be; some that are covered would be protected, and others would not be, depending on the exact contours of the problem presented» (pág. 97). Sin embargo, la interpretación es el descubrimiento de algo distinto a lo que es en esencia la obra de arte (¿es posible encontrar sentido unívoco-objetivo a una pieza artística y que éste tenga efectos jurídicos inmediatos?). No olvidemos además que la definición casuística implica, por una parte, que los fundamentos teórico-jurídicos persistan fragmentarios y dispersos; por otra, falta de previsibilidad de los actos administrativos, en este caso en lo que afecta al arte. Lo que trato de decir es, en definitiva, que esta solución no termina con el dogmatismo teórico, tampoco con el autoritarismo práctico, que podrían convertirse en la negación de lo artístico.
El lector se percata rápidamente de que en el tercer capítulo («Nonsense and the Freedom of Speech. What Meaning means for the First Amendment») el profesor Blocher invierte la estrategia, no desiste en hallar la relevancia constitucional de su objeto de estudio; o, dicho de otra forma, procura encajar con harmonía las piezas del rompecabezas: «If the marketplace model requires judges to be agnostic as to truthfulness, it seems that they should be agnostic as to meaningfulness» (pág. 125), «rather than trying to impute meaning to such expression, we could instead ask whether nonsense for nonsense’s sake –like art for art’s sake- serves important First Amendment values. Among those values, autonomy is the most natural candidate» (pág. 129), «Perhaps, like art, nonsense can help cultivate the kind of citizen on whom a well-functioning democracy depends» (págs. 130 y 131). Es indiscutible, el autor cree que el sinsentido, la literatura de lo absurdo, guardan relación con los valores tradicionalmente asociados a la Primera Enmienda.
No obstante, las dudas persisten en las páginas, en mi opinión las más reveladoras del libro, destinadas a comprender la construcción del «sentido» de la expresión y su trascendencia desde el punto de vista constitucional: «That is, if meaning is relevant for First Amendment purposes, it must be found in the way language is used, not in what it represents» (págs. 133 y 134). Blocher discurre en este punto sobre las consecuencias de analizar los efectos de esta disposición constitucional desde una aproximación representational-meaning o use-meaning. Y concluye que la primera, al concentrarse esencialmente en el texto o la conducta literal, no incorpora elementos que inciden en la construcción de la expresión, lo que significa que todo aquello relativo a la connotación queda desprovisto de cobertura constitucional. Por tanto, el recurso a lo cognitivo es de nuevo el elemento predominante de la tesis ya que incluir el último dentro de la protección de la libertad de expresión es lo que permite dar respuesta al estatus constitucional del arte, especialmente del arte no representativo. No obstante, de nuevo aquí queda irresuelta la cuestión de los límites y, en este punto la preocupación aumenta al emplearse lenguaje convencional; ¿puede una expresión por hilarante o surrealista que sea incorporar un insulto? Tras la lectura de este ensayo diría que sí. Ahora, a la vista está que ello no está exento de polémica. Lo que me conduce a remarcar, otra vez, la necesidad de valorar en qué medida la subjetividad puede impregnar el significado de una expresión (sospechas que ya han sido señaladas con motivo de la tesis del profesor Tushnet).
Con todo, claros y sombras. La racionalidad interpretativa, empleada de distintas formas, conduce a los autores a diferir en sus conclusiones. Por un lado, Chen y Blocher encuentran sustento para la afirmación del Tribunal Supremo; mientras que, por otro, Tushnet se mantiene escéptico ante la posibilidad de dotar de la cobertura constitucional derivada de la Primera Enmienda a todo arte no figurativo.
Comparto con ellos el diagnóstico que subraya la insuficiencia de las teorías y categorías clásicas de la libertad de expresión para el arte; pero, no tengo claro que sea posible adaptarlas a las necesidades específicas de esta realidad o a la inversa. En mi opinión, la condición artística invita ya, como mínimo, a un tratamiento singular de la «expresión». Pero, la insatisfacción la genera principalmente el tomar prestadas categorías propias de otras instituciones jurídicas y aplicarlas al arte. Y eso no tanto por la dificultad de atribuir significado al arte, a la literatura o a la música contemporáneos; tampoco porque quede pendiente la tarea de comprobar los límites al ejercicio de este derecho; sino porque el arte, al menos en la era moderna, ya no aspira necesariamente a ser nada más que eso: arte[4]. Me pregunto si toda obra artística ha de ser considerada por el derecho solo como un fenómeno intrínsecamente comunicativo. Quizá no. Recordemos que la expresión libre es un derecho que quintaesenciado puede consistir simplemente abstenerse. Además, el artista también se relaciona con la materia y, desde sus planteamientos exclusivamente formales y estéticos ha sido perseguido al percibirse como una amenaza para distintos modelos políticos antiéticos entre sí[5].
Estoy convencida de que los profesores Tushnet, Chen y Blocher son conscientes de las carencias anteriormente señaladas, de las anomalías que persisten al concebir el arte exclusivamente como una modalidad discursiva. Obviamente, ello implica ya un tratamiento jurídico determinado (traducido al lenguaje del gremio ello supone hablar de un ámbito de protección y contenido concretos, de la titularidad, y, más importante, los límites al ejercicio del derecho). Esto explica, en parte, las breves pero excelentes páginas que dedican en el último capítulo («Going further: Additional Problems and Concluding Thoughts») a la danza (artística, erótica y social), a los deportes, a las artes culinarias, a la pornografía ambiguamente no obscena, a los videojuegos y otras formas de expresión que comparten características con las analizadas a lo largo del texto; es decir, manifestaciones a través de las que difícilmente se produce la transmisión de un mensaje particular. ¿Pueden todas ellas encontrar amparo en la libertad de expresión protegida por la Primera Enmienda de la Constitución Norteamericana? Es evidente, quedan interrogantes por resolver.
En resumen, podríamos concluir que el libro de Tushnet, Chen y Blocher empuja al constitucionalista fuera de su zona de confort. Especialmente la aportación de los últimos nos invita a pensar que las insuficiencias de la teoría tradicional de la expresión libre en arte serían en buena medida minimizadas al considerar los aportes de otras disciplinas (la psicología, la musicología, la teoría del lenguaje o la filosofía en general). De esa manera, es posible, no sin dificultades, encontrar sustento para mantener el amparo constitucional del arte no representativo en el derecho a la libertad de expresión, en su configuración legal y doctrinal tradicional. Por el contrario, para el primero no se mantiene la pureza de esta teoría al tratar de incardinarla con el arte en cuestión.
Está abierto pues un debate apasionante que combina tradición y vanguardia: contemporaneidad en el objeto, en el arte; también en el tratamiento. Todo ello dentro del marco de uno de los temas clásicos de la teoría constitucional, la libertad de expresión. Dentro de aquél, la obra que ahora comento está llamada a ser un referente obligado.
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[1] Hurley v. Iricsh-Am Gay, Lesbian & Bisexual Group of Boston, TS de EEUU de 1995 (515 U.S. 557).
[2] La concepción del arte como acto de expresión cultural no es completamente nueva, ni como idea ni como teoría. El idealismo alemán ya concibe el arte de esta forma, aunque ya se sabe que tal concepción tenía un sentido étnico-racial. En el Derecho constitucional de corte pluralista tiene un sentido cultural. En la doctrina europea, es el profesor Häberle el que edifica su teoría de la Constitución en base a la cultura; dentro de ésta el arte «conlleva una buena parte de corresponsabilidad en los procesos culturales que configuran el Estado constitucional» (pág. 57), las libertades culturales, como es la libertad artística, ostentan cierto «contenido cultural de cuño antropológico» (pág. 83); en HÄBERLE P., Teoría de la Constitución como ciencia de la cultura , trad. E. Mikunda, Tecnos, Madrid, 2000.
[3] Tesis que está implícita en las sentencias del Tribunal Constitucional español, (estoy pensando en el asunto Villa Valeria, donde mantiene que « la constitucionalización expresa del derecho a la producción y creación literaria le otorgan un contenido autónomo que, sin excluirlo, va más allá de la libertad de expresión»; STC 51/2008, de 14 de abril de 2008, FJ5).
[4] Una discusión más amplia se encuentra en J. ORTEGA Y GASSET: La deshumanización del arte y otros ensayos de estética , Revista Occidente, Madrid, 1976, en especial págs. 24 y ss.
[5] Pongamos por caso el surrealismo y el dadaísmo que, dejando de un lado su proyecto de politización del arte, desde sus presupuestos estrictamente estéticos, constituían un desafío frontal al realismo socialista.