"ReDCE núm. 31. Enero-Junio de 2019"
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Desde hace años me interesa, como constitucionalista, el creciente uso de la idea de Constitución en ámbitos a los que antes resultaba extraña. Las precisiones semánticas podrían alargarse indefinidamente: se habla de Constitución, pero también de Derecho constitucional, de constitucionalismo o de constitucionalización; y esas expresiones, o algunas de ellas, se proyectan sobre la Unión Europea, pero también sobre la Comunidad internacional, sobre las relaciones internacionales, sobre la sociedad global o sobre el espacio global, sobre el Derecho internacional o sobre el Derecho global… Todo ello, a veces, con pretensiones descriptivas, para dar forma a una nueva dogmática a la altura de los tiempos; pero siempre en una perspectiva también normativa, porque esa dogmática traduce y proyecta la pretensión de configurar esos nuevos tiempos de acuerdo con postulados que se consideran acreditados. Tales postulados, sin embargo, han sido a su vez concebidos de modos diversos a lo largo del tiempo, y su concreción en circunstancias novedosas exige sin duda nuevas adaptaciones.
La complejidad que resulta de todo ello supone para el pensamiento analítico un reto estimulante, pero también agotador y, a la postre, estéril. Porque tal enfoque presupone un discurso más o menos identificable que se pueda primero acotar y luego describir, quizá poniendo finalmente de relieve sus aspectos problemáticos. Pero lo cierto es que todo está en marcha: en muchos casos ni siquiera es posible identificar una dirección estable en los procesos singulares; su conjunción resulta asimétrica y asincrónica; el sentido de la composición general, como es fácil imaginar, resulta materialmente indescifrable. Los estudios aventuran todo lo más modelos formales o funcionales cuya base empírica se reduce a casos singulares, relativamente tipificados o incluso institucionalizados, pero desatiende la mayor parte de una experiencia infinitamente variada.
Por eso, quizá resulte más fructífero acercarse a esos desarrollos sin pretensiones teóricas o siquiera dogmáticas; viéndolos más bien como un desafío que los postulados ilustrados plantean a la razón práctica en el contexto histórico-concreto de la globalización. El objetivo sería aquí, en consecuencia, comprobar en qué medida estamos en condiciones de hacerles frente, esbozar alternativas y valorar si verdaderamente cabe ponerlas en práctica.
2.1. Respuestas inmediatas.
El reto parece fácil de identificar en cuanto nos situamos en el mundo de ideas de la Ilustración, que ha acuñado los postulados del constitucionalismo. Por ejemplo, con la forma clásica del silogismo. Como premisa mayor, un presupuesto incuestionable que, sin embargo, ha recibido formulaciones diversas; como sustrato mínimo: “nadie ha de estar sometido a un poder o a una norma que no haya podido consentir”. Tenemos la evidencia, en segundo lugar, de que se proyectan sobre el individuo, de modo directo o mediato, pero en cualquier caso creciente, poderes y normas de ámbito supraestatal. Aparece entonces como consecuencia necesaria el mandato de articular mecanismos democráticos de legitimación, de llevar la democracia “más allá del Estado”.
Y entonces se multiplican de inmediato las propuestas del más variado tipo. Entre los estudiosos del Derecho internacional y de las relaciones internacionales, sugiriendo reformas institucionales orientadas a democratizar de uno u otro modo las organizaciones internacionales. Entre los partidarios de una globalización alternativa, rechazando la participación de actores carentes de legitimación democrática y exigiendo apertura y transparencia en todos los procesos. Desde el punto de vista de la filosofía política, estableciendo las condiciones de posibilidad del diálogo democrático en una sociedad postnacional. Todo ello podría ser plausible, merece al menos ser discutido. Pero cabe poner en duda que tales propuestas puedan contribuir decisivamente a resolver el problema planteado.
1.1.a) ¿Democratizar la Comunidad internacional?
En efecto, a veces se sugieren reformas institucionales orientadas a “democratizar” las organizaciones internacionales, por ejemplo para reforzar el peso de la Asamblea General de las Naciones Unidas en detrimento del poder de veto que se otorga en el Consejo de Seguridad a sus cinco miembros permanentes, o también para modificar la composición o el funcionamiento de ese Consejo. Pero tales propuestas confunden el fundamento del principio democrático. La democracia descansa sobre la igual dignidad de las personas en cuanto ciudadanos, que les atribuye igual derecho a participar libremente en la determinación de su destino colectivo. Aquí se toma como punto de partida una Comunidad internacional concebida como comunidad de Estados, que también se quieren libres e iguales. Pero los Estados individuales no son individuos dotados de dignidad; su igualdad es un postulado que ha acreditado utilidad en la configuración jurídica de las relaciones internacionales, pero no expresa principio moral alguno; y, a la postre, la igualdad de los Estados, que solo idealmente representan a sus ciudadanos, tampoco logra hacer visible en el ámbito de la Comunidad internacional el proyecto de una libre autodeterminación colectiva del conjunto de los seres humanos.
1.1.b) ¿Excluir a los Estados no democráticos?
Tampoco tiene sentido, en cualquier caso, quedarnos solo con los Estados democráticos, que “de verdad” representan a sus ciudadanos, y excluir con carácter general de los foros internacionales a los actores carentes de legitimación democrática. Dejemos al margen, ahora y a lo largo de toda la exposición, el carácter también fundamentalmente ficticio de esa “verdadera” representación, las múltiples facetas y complicaciones que plantea la democracia no “más allá” del Estado, sino dentro del propio Estado. Admitamos así, sin mayores matices, que, si la participación de los ciudadanos en las relaciones internacionales se realiza a través de sus Estados, solo cabría hablar de democracia en la Comunidad internacional si ésta estuviera formada exclusivamente por Estados democráticos. Pero lo cierto es que, entretanto, una exclusión de los Estados no democráticos del ámbito de las relaciones internacionales resulta impracticable e incluso disfuncional, por ejemplo a la hora de afrontar retos globales como la preservación de la paz y la protección del medio ambiente.
Además, y esto resulta decisivo en este contexto, silenciar a los Estados cuyos pueblos no se han mostrado “capaces” de dotarse de instituciones “satisfactorias” desde el punto de vista de las naciones “civilizadas” expresa una pulsión no democrática, incluso neocolonial. Precisamente desde el voluntarismo democrático, que resuelve en unidad de voluntad intereses, opiniones y sentimientos divergentes, no cabe argumentar con la superioridad objetiva o con la imparcialidad de las propias posiciones. Atribuirse la representación de los intereses de esos países al margen de ellos mismos resulta, en fin, cuando menos arrogante. Tampoco queda libre de ese reproche la pretensión de universalizar los postulados democráticos a través de la acción internacional del Estado, que en cualquier caso no tiene que ver con la legitimación democrática de tal actuación, sino con la justificación de sus fines.
1.1.c) ¿Una sociedad global democrática?
Pasemos ahora de esa Comunidad internacional formada esencialmente por Estados, organizaciones societarias por excelencia, a una sociedad internacional que se imagina dotada de los perfiles que la sociología atribuye a las comunidades; de la comunidad de sociedades a la sociedad comunitarista. La filosofía política proyecta sobre ella las condiciones que ya antes habían sido definidas como presupuesto del diálogo democrático en el Estado; fundamentalmente, las condiciones que permiten la formación de voluntad política a través del intercambio de información y opinión. Y, en consecuencia, se exige libertad, apertura y transparencia en todos los procesos de la sociedad postnacional.
Pero lo cierto es que tales presupuestos no se confunden con la propia democracia. La práctica de la democracia descansa, más bien, sobre entramados institucionales cuyo desarrollo ha seguido pautas al menos en parte autónomas respecto de la expansión de las garantías de la libertad. En realidad, el Estado democrático como comunidad política no resulta solo expresión de la igualdad y de la libertad formales características de las relaciones que constituyen la sociedad burguesa, sino que más bien se orienta hacia la superación de las asimetrías y contradicciones presentes en ella. En consecuencia, tampoco una sociedad transnacional libre en tal sentido generará automáticamente la igualdad necesaria para la acción política democrática; esa igualdad solo puede resultar de la propia dinámica política.
Por lo demás, la experiencia de las últimas décadas, de los últimos años y de cada día va desdibujando progresivamente las expectativas de una democracia global como resultado automático de la configuración de una sociedad global; lo que queda patente es, más bien, la articulación de subsistemas parciales relativamente independientes entre sí, con sus propias estructuras de poder, que, en su relación con los sistemas políticos democráticos, se muestran ambivalentes, con al menos tanta capacidad de interferencia como de estímulo. Las redes sociales internacionales no resultan menos opacas que los lobbys internos, y frente a su conversión en actores políticos cabría reproducir todas las reservas que suscita la llamada democracia participativa; que, ciertamente, sirve como complemento de la democracia representativa, pero que en ningún caso puede sustituirla.
2.2. Perspectiva histórica.
En definitiva: mientras el problema de las relaciones entre globalización y democracia no quede adecuadamente perfilado, parece casi inevitable errar el tiro. Por eso conviene acercarse a él desde la perspectiva en la que adquieren sentido todos los problemas políticos, que no es la del silogismo lógico, sino la de su dimensión histórica. Solo así podremos identificar con precisión el reto y comprobar si resulta imprescindible acudir a su terreno para darle batalla o si, por el contrario, cabe planteársela con alguna eficacia en otro que nos resulte más conocido, ahorrándonos de paso algunas derivas arriesgadas.
En el terreno de los principios, en efecto, parece incuestionable que los ciudadanos tienen derecho a dirigir por sí mismos su destino compartido, en forma de autogobierno de hombres y mujeres libres e iguales. El Derecho constitucional democrático garantiza hoy las condiciones que permiten a todos la participación en procesos de autodeterminación colectiva, especialmente mediante la elección periódica de nuevos representantes capaces de crear nuevas normas jurídicas. La democracia es, pues, una idea regulativa potente.
Pero los procesos de democratización han resultado en la Historia laboriosos y conflictivos, como prueban las experiencias de la parlamentarización de los regímenes políticos y de la extensión del sufragio hasta llegar a su universalización, en un primer momento solo para los varones. Además, no siempre han tenido resultados inequívocos.
2.2.a) Límites de la democracia en el Estado constitucional.
Así, cuando se logra integrar en el sistema parlamentario a toda la base social del Estado, y con la creciente influencia de los parlamentos contemporáneos, se somete la estructura política del Estado a las tensiones del conflicto de clases, que no siempre pudieron superarse de modo ejemplar. La constitucionalización del Estado social después de la segunda guerra mundial se apoya en el hecho de que la democracia representativa ha colocado a la mayoría social en condiciones de compensar, desde el propio parlamento, la presión de las tradiciones políticas y de los intereses económicos. Pero acepta al mismo tiempo la limitación del poder del parlamento, asegurando la pervivencia de elementos básicos del orden social y económico liberal; para asegurar esa pervivencia resulta decisivo que incluso las leyes parlamentarias queden sujetas al control de los tribunales, reforzando así las llamadas “libertades burguesas” consagradas por la Constitución.
2.2.b) La globalización como elusión del poder estatal democrático.
Los nuevos procesos de globalización arrancan con la primera crisis de los años setenta, que puso de manifiesto y reforzó al mismo tiempo la interdependencia económica entre los distintos países. Desde entonces, la liberalización selectiva del comercio internacional y del movimiento de capitales en mercados financieros globales desliga progresivamente al capital de las ataduras del poder político: los Estados democráticos van quedando sin instrumentos eficaces para detraer de la economía privada los recursos necesarios para garantizar la procura de los derechos sociales. Simultáneamente se refuerzan, de modo exponencial, las redes transnacionales de comunicación, convertidas simultáneamente en vehículos de poder no solo mediático y simbólico, sino también económico.
2.2.c) La globalización como vaciamiento del poder estatal democrático.
Tenemos, pues, que primero se ha limitado a través de la Constitución normativa el poder democrático en el Estado; luego se elude su poder residual. Y, en tercer lugar, se procura incluso reconfigurarlo desde el exterior, también desde el punto de vista jurídico.
Pues, en efecto, las tareas de los poderes públicos y el Derecho que rige las conductas de los ciudadanos no derivan ya simplemente de mandatos constitucionales o de procesos regulados por la Constitución democrática; normas y procesos por ejemplo de la Unión Europea se cruzan con ellos en relaciones diversas, desplazando con frecuencia al Derecho propio de los Estados. Se trata de un Derecho producido por modos no regulados por la Constitución y que tampoco queda sujeto a sus reglas sustantivas, no al menos del mismo modo en que lo está el resto del ordenamiento jurídico. Pero se impone a la libertad de configuración del legislador democrático, como límite adicional a los constitucionalmente establecidos.
En definitiva: procesos globalizadores cada vez más intensos reducen a la impotencia aspectos centrales de la política nacional en la que se desarrolla la democracia representativa. Es algo evidente, por ejemplo, para los Estados miembros de la Unión Europea, privados primero de los instrumentos fundamentales de la política monetaria y controlados ahora en el ejercicio de la política fiscal. En la democracia nacional quizá permanece vivo el “demos”, que participa periódicamente en la elección de sus representantes; pero la representación política sólo limitadamente responde ahora al reto de formar unidad de voluntad soberana; porque el poder, el “cratos”, se ha desvanecido frente a relaciones transnacionales que determinan todas las esferas de la vida individual: el trabajo y el ocio, la economía y la cultura, el crimen y la fe. La democracia, en compensación, se sustantiva simbólicamente, como ponen de manifiesto la reactivación de las viejas pretensiones identitarias del romanticismo nacionalista o las nuevas invocaciones plebiscitarias al pueblo, que se limitan a alimentar una autorreferencialidad vacía.
2.2.d) Pervivencia del Estado soberano.
Esta mitad del relato no debe ocultar que, sin embargo, ni el Estado ni la democracia que se realiza en él son meros elementos inertes en los procesos de globalización.
Para comenzar, es verdad que la globalización supone la aparición de redes societarias que desbordan el poder de los Estados nacionales; pero ello no ocurre al margen del poder del Estado: no solo necesita Estados fallidos o paraísos fiscales, sino también regulación, inversión, control social… El Estado aparece, en muchos casos, como decisivo agente globalizador, y no solo subordinado al proceso general: son justamente algunos Estados democráticos los que parecen tener el control de las grandes decisiones, en Europa (Alemania) y en el mundo (EEUU).
Debe recordarse también que el Derecho internacional que se impone a los Estados sigue descansando fundamentalmente sobre los propios Estados cuya conducta pretende regular. No puede concebirse al margen de ellos, ni en lo que se refiere a la creación de sus normas, ni tampoco para su imposición coactiva.
La creación de normas de Derecho internacional depende, en efecto, del acuerdo de los Estados. La creación del Derecho por parte del Estado se va desplazando, de los mecanismos previstos como ordinarios por los sistemas de fuentes del Derecho (leyes, reglamentos…), hacia los procedimientos contemplados por las Constituciones para la asunción de compromisos internacionales; pero seguimos moviéndonos en el terreno de la producción normativa por parte del Estado democrático. De ese principio del consentimiento de los Estados para el surgimiento de normas que los vinculen se excluyen las normas llamadas “imperativas” o de ius cogens, reconocidas como tales por el conjunto de los Estados del mundo y de las que uno de ellos no puede desvincularse ni siquiera mediante un tratado que excluya su aplicación. Entre ellas están, por ejemplo, la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones entre Estados, ciertos derechos humanos de especial relevancia, las reglas del Derecho internacional humanitario que prohíben represalias contra personas protegidas, las prohibiciones del genocidio y de la esclavitud. Pero no parece que sea ese ámbito el que plantea particulares problemas desde el punto de vista de la democracia.
Y, del mismo modo, la garantía del cumplimiento del Derecho internacional reposa, en muy amplia medida, sobre los propios Estados cuya conducta pretende regular; apenas está institucionalizado por encima de ellos un régimen de control y garantía de las normas internacionales, cuya imposición o sanción depende finalmente de los propios Estados en conflicto y del respaldo que puedan proporcionarles también otros Estados.
2.2.e) Democracia en la acción exterior del Estado.
En definitiva: más allá del Estado sigue presente el Estado. El primer reto, en el caso de los Estados democráticos, es que también en ese ámbito de actuación respondan a las exigencias del postulado democrático. Porque la política internacional no es “política de Estado”, si por ello entendemos la existencia de unos “intereses de Estado” inaccesibles a la voluntad democrática que configura, de modo contingente, los intereses generales. La política exterior, que justamente la globalización integra cada vez más con la interior, ha de estar sometida a discusión y compromete la decisión democrática de sociedades plurales.
Tradicionalmente, la democracia se ha proyectado sobre la asunción de compromisos internacionales por parte del Estado en el marco de las relaciones entre Gobierno y Parlamento; el objetivo sería profundizar la transparencia y la participación en la elaboración de los acuerdos, “acortar la cadena” de derivaciones de legitimidad. La Constitución española, por ejemplo, solo prevé en la adopción de Tratados internacionales la sujeción a un control que genera, todo lo más, una imputación ficticia. La Ley 25/2014 de Tratados y otros Acuerdos Internacionales, que perfila las competencias en el seno del Gobierno y prevé la participación de las Comunidades Autónomas, no dedica atención específica a las Cortes Generales.
En cualquier caso, la parlamentarización de la política exterior tiene límites políticos inmanentes; para comenzar, porque con frecuencia ni siquiera es realista para muchos Estados la opción de rechazar un compromiso internacional. En España, ni siquiera la Comisión Mixta para la Unión Europea ha sido capaz de dotar a la política europea de relevancia interna; quizá porque el país se ve como objeto y no sujeto de la regulación europea, a diferencia de lo que ocurre en Alemania, donde la política europea es decisiva en el ámbito interno y las exigencias de control parlamentario que promueve el Tribunal Constitucional encuentran un terreno propicio; podría ser esto también lo que explicara el distinto peso que tienen allí y aquí los partidos orientados hacia problemas globales, como el ecologista.
2.3. Opciones del Estado democrático.
2.3.a) Repliegue.
En esta situación, una primera reacción queda ejemplificada con la pretensión alemana de recuperar legitimidad democrática para el poder público limitando las transferencias de competencia a la Unión Europea e incluso solicitando su “devolución” (principios de subsidiariedad y proporcionalidad).
Es cierto que la democracia en los Estados sirve no solo para incorporar a las instituciones a las personas que los ciudadanos elijan de acuerdo con sus propios criterios. Los procesos representativos continúan orientando el contenido de la acción pública en asuntos tan importantes como el modelo educativo o la gestión sanitaria; el Estado, además, monopoliza aún el ejercicio de la coacción ante sus ciudadanos; muchos equilibrios entre libertad, igualdad y seguridad siguen dependiendo fundamentalmente de procesos intraestatales. El Estado continúa siendo, en todo ello, el ámbito donde la comunidad democrática, a partir de fundamentos comunes, se siente vinculada por la decisión mayoritaria. Pero el repliegue del Estado sobre sí mismo desconoce los límites funcionales y las insuficiencias estructurales de la democracia estatal.
2.3.b) Apertura al exterior.
En particular, quienes pretenden poner freno a los desapoderamientos de los Estados no suelen reparar en que ello no frena por sí solo la consolidación de redes transnacionales. La mayor parte de los Estados quedan a su merced. Solo la constitución de foros políticos globales les permite recuperar cierta congruencia entre los espacios sociales y las capacidades políticas; se suele decir que la política recobra en esos foros parte del campo de acción que ha perdido en el marco del Estado. Porque estos ámbitos globales de decisión política también están fundamentalmente configurados como foros de representantes estatales, a los que concurren en su caso representantes democráticamente elegidos. El poder político democráticamente configurado puede aquí encararse de nuevo con los poderes económicos e ideológicos mediados por el dinero y las redes de comunicación. Aunque lo cierto es que, en ese nuevo ámbito, la política opera de forma muy diferente a la tradicional.
También es necesario subrayar que la nueva trasparencia de las fronteras ha desvelado externalidades de la acción estatal antes ocultas, y abre la puerta a la gestión global de problemas que objetivamente siempre lo habían sido. La apertura al exterior del Estado no solo tiene entonces justificación funcional o cosmopolita, sino que también entronca con el postulado democrático de un autogobierno responsable.
La exigencia democrática de subsidiariedad opera, de este modo, en dos direcciones; porque en este contexto se plantea, en efecto, el problema de las escalas de decisión democrática. Una democracia basada en la dignidad de la persona exige tener en cuenta no a un colectivo definido de acuerdo con criterios históricos y culturales, sino a los afectados por las decisiones. Es cierto que tal democracia solo es manejable si existen principios estables para la determinación de los respectivos círculos de afectados y reglas de conflicto para la coordinación de eventuales respuestas contradictorias: exige, en definitiva, una Constitución. Pero esta, a su vez, solo es democrática si está abierta al cambio; y, en el contexto de la globalización, sólo en la medida en que está abierta a la reconsideración de sus propios criterios de inclusión y de jerarquía: a reconocer la participación de los demás en decisiones que les afectan y a someterse a procesos de decisión más amplios en las cuestiones que la superan. Sólo es democrática la Constitución abierta al Derecho internacional.
2.4. ¿Democracia en la Comunidad internacional?
El reto democrático, en consecuencia, termina inevitablemente proyectándose sobre la propia Comunidad internacional. Pero, en este terreno, los estudios sobre la legitimidad democrática predeterminan discrecionalmente sus conclusiones a partir del fundamento teórico que colocan como presupuesto metodológico de sus observaciones y sus análisis. Porque, en efecto, tienen a su disposición un amplísimo elenco de concepciones de la democracia: holística o individualista, elitista o participativa, orientada hacia la autodeterminación o hacia el control, al input o al output (origen o destino del poder; en términos de Bertolt Brecht: “Die Staatsgewalt geht vom Volke aus». Aber wo geht sie hin?”).
2.4.a) Democracia en la Unión Europea.
Solo cuando una organización internacional llega a acercarse realmente al modelo bien conocido del Estado, como ocurre -caso único- con la Unión Europea, el discurso se ve obligado a descender de la libertad teórica a un terreno mucho más práctico y concreto.
Aquí, la democracia ha operado siempre, aunque de manera diferenciada, como requisito que deben cumplir los Estados miembros para su ingreso y hoy también para el pleno ejercicio de sus derechos como tales; pero solo con el Tratado de Ámsterdam se convierte en postulado del propio ordenamiento de la Unión. Y desde entonces se constata de modo unánime la debilidad de su realización.
Tal debilidad no se justifica por la actual inexistencia de un pueblo europeo, si es que tal hecho fuera realmente constatable; tampoco por las dificultades para formar en diversas lenguas una opinión pública (naturalmente plural) sobre los temas de interés colectivo. Y es que tales obstáculos bien podrían ser susceptibles de compensación. No cabe olvidar que fue el Estado moderno quien impuso la identidad nacional: el proceso de formación de los Estados es simultáneamente de creación, mediante el poder, de presupuestos para la formación de un foro público unitario sobre el que asentar el propio dominio. Es cierto que para Europa no sirven hoy las estrategias que los regímenes predemocráticos utilizaron para transformar sus poblaciones en naciones homogéneas. Pero incluso en los Estados democráticos está prevista hoy la formación de unidad por dos vías diferentes que se retroalimentan: los factores comunitarios y la participación a través de la ciudadanía. A la vista de ese efecto recíproco, la formación de una opinión pública europea queda inhibida quizá en buena medida precisamente a causa de la inadecuación institucional de la Unión para traducirla luego en voluntad colectiva; es la falta de institucionalización democrática de la Unión la que contribuye a desactivar los procesos sociales que debieran ser su fundamento, al privarles de sentido.
Entre estos déficits institucionales suelen mencionarse aún la inexistencia de un régimen electoral uniforme que garantice la igualdad de todos los ciudadanos de la Unión en el ejercicio del derecho de sufragio, la limitación de las competencias del Parlamento Europeo… Pero lo cierto es que ninguna de las reformas necesarias parece estar en perspectiva en la actual Europa ampliada, por más que una y otra vez surjan voces, más o menos autorizadas, que reclamen dotar a la Unión de un poder democrático efectivo.
2.4.b) Democracia global.
Mucho más fácil, en cualquier caso, es poner en cuestión la legitimidad democrática del Derecho internacional (difícilmente modificable) y de los tribunales internacionales (dueños, en consecuencia, de su propio Derecho), de las organizaciones internacionales (irresponsables por definición) y de la misma globalización (carente de una base moral compartida y generadora de procesos irreversibles). En especial, la juridificación autónoma de las redes internacionales sigue una lógica propia, ajena a los postulados democráticos. Pero tampoco es realista pensar aquí, como hemos visto al principio, que esto pueda corregirse mediante una democracia global, capaz de trascender océanos y hemisferios, tradiciones políticas, estructuras sociales y modelos culturales.
El interés de los ciudadanos de los Estados democráticos estaría, más bien, en mantener el conjunto de las redes y organizaciones internacionales como meramente instrumentales. Y, en la medida en que la tecnoburocracia se adueña, en realidad e inevitablemente, de los correspondientes procesos, la única compensación consiste en someterlos a una dirección política efectiva, que necesariamente habrá de ser coordinada (Consejo Europeo), aunque sea desde foros de limitada representatividad (como los llamados “Grupos G”, cuyas decisiones se proyectan mucho más allá de los Estados que los forman).
El funcionamiento intergubernamental, en cualquier caso, en absoluto supone una garantía satisfactoria, especialmente cuando está abocado a contar con la participación de Estados no democráticos. También para los Estados democráticos, la adopción de decisiones en este contexto y su legitimación y control en el ámbito interno muestran una asimetría que desmiente la necesaria inmediatez democrática: no cabe legitimar y controlar eficazmente en los Estados medidas adoptadas en un marco diferente, sometidas a un régimen de discusión y decisión que en buena medida escapa a la acción de los Estados individuales considerados de forma independiente. Porque el resultado sólo puede ser imputado, a efectos de legitimación y control, a todos ellos, no a cada uno en particular. El óptimo democrático postularía la decisión siempre unánime; pero ello, a su vez, haría imposible el control sobre una falta de decisión.
Las reservas desde la perspectiva democrática, como las que podrían hacerse tomando en consideración el postulado del Estado de Derecho, no implican, sin embargo, una deslegitimación del Derecho internacional: por supuesto que existen buenas razones para respetar sus reglas, sin sacrificarlas al unilateralismo de los intereses particulares del Estado bajo el pretexto de la democracia que los sustenta, y sin oponer tampoco a su efectividad la salvaguarda de concepciones particulares de postulados con pretensiones de universalidad. Porque el Derecho internacional responde fundamentalmente a otros principios legitimadores; no solo algunos reconocidos hoy con carácter general, como la protección de los derechos humanos, sino sobre todo el que desde siempre se ha correspondido con la tarea que por excelencia cumple el Derecho: hacer posibles las relaciones sociales, en este caso inter- y transnacionales, en condiciones, siempre precarias, de paz y seguridad. Otras justificaciones funcionales derivan de su orientación a fines específicos que solo pueden lograrse en esa escala, como la protección del medio ambiente o frente al terrorismo internacional; en este limitado sentido podrían comprenderse ciertas aproximaciones al Derecho internacional desde la teoría de sistemas.
Hay que tener en cuenta en todo ello que, por regla general, los sometidos directamente a tal Derecho internacional siguen siendo los Estados, y no las personas individuales dotadas de dignidad; sus pretensiones de legitimación no se corresponden, pues, con los postulados ilustrados de libertad, igualdad y autodeterminación colectiva. Sin embargo, en la medida en que la globalización ha supuesto la superación de la disociación entre los ordenamientos estatal e internacional, tampoco el Derecho internacional puede permanecer ajeno a tales postulados. Y, así, aunque se considere que la globalización incrementa la libertad individual y social mediante la apertura de espacios de realización para el ser humano, no puede hacerlo al precio de privar al individuo de la posibilidad de participación libre e igual en procesos institucionalizados de efectiva autodeterminación colectiva: la democracia no lo es todo, pero tampoco resulta renunciable. Del mismo modo, aunque se considere que incrementa también las posibilidades de acción del poder democrático mediante la articulación de poderes públicos transnacionales, tampoco puede hacerlo sin mantener siempre, como fin primordial de su acción, la procura de una igual libertad segura y efectiva para todos.
El texto anterior reproduce, sin apenas modificaciones, el que usé como apoyo para la intervención oral en un foro de administrativistas estudiosos del Derecho europeo al que fui invitado para abordar, como constitucionalista, un tema orientado hacia el Derecho internacional (IV Congreso de la Red Internacional de Derecho Europeo: Nuevas perspectivas de Derecho administrativo global – Madrid, 15 de diciembre de 2017). Este tipo de ponencias transdisciplinares sigue resultando insólito en España, lo que intensifica mi gratitud hacia los organizadores, que concreto en el profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha Luis Arroyo Jiménez.
Para su preparación me apoyé sobre las fuentes alemanas que me son mejor conocidas; en las que, por cierto, la aludida transversalidad está mucho más asentada que entre nosotros. Tuve especialmente en cuenta algunos trabajos de Andreas L. Paulus y de Armin von Bogdandy. Del primero, “Subsidiarity, Fragmentation and Democracy: Towards the Demise of General International Law?”, en T. Broude, Y. Shany (eds.), The Allocation of Authority in International Law, Hart, Oxford, 2008, págs. 193 ss.; y “Globalización en el Derecho constitucional”, en M. Stolleis, A. Paulus, I. Gutiérrez, El Derecho constitucional de la globalización, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2013, págs. 63 ss. De Armin von Bogdandy, “Demokratie, Globalisierung, Zukunft des Völkerrechts – Eine Bestandsaufnahme”, ZaöRV, núm. 63 (2003), págs. 853 ss.; y, con Ingo Venzke, “In Whose Name? An Investigation of International Courts’ Public Authority and Its Democratic Justification”, EJIL, núm. 23 (2012), págs. 7 ss.
Por supuesto, he recuperado también otras muchas lecturas, desde las múltiples y siempre escépticas consideraciones de Dieter Grimm sobre la democracia en la Unión Europea (recientemente: Europa ja – aber welches? Zur Verfassung der europäischen Demokratie, C.H.Beck, München, 2016) hasta las no menos numerosas contribuciones de Ingolf Pernice en un sentido bien distinto [por citar solo algunas recientes, “La liga constitucional europea puesta a prueba”, en J. Alguacil, I. Gutiérrez (eds.), Constitución: norma y realidad. Teoría constitucional para Antonio López Pina, Marcial Pons, 2014, Madrid/Barcelona/Buenos Aires, págs. 209 ss.; y “E-Democracy, the Global Citizen, and Multilevel Constitutionalism”, en C. Prins, C. Cuijpers, P.L. Lindseth, M. Rosina (eds.), Digital Democracy in a Globalized World, Edward Elgar Publishing, Cheltenham, 2017, págs. 27 ss.]. También Andreas Fischer-Lescano y Günther Teubner, Regime-Kollisionen. Zur Fragmentierung des globalen Rechts, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 2006; o los trabajos de Christian Tomuschat, “La Comunidad internacional”, Christian Walter, “Las consecuencias de la globalización para el debate constitucional europeo”, y Anne Peters, “Constitucionalismo compensatorio: las funciones y el potencial de las normas y estructuras internacionales”, todos ellos en A. Peters, M.J. Aznar, I. Gutiérrez (eds.), La constitucionalización de la Comunidad internacional, Tirant lo Blanch, Valencia, 2010, págs. 93 ss., 176 ss. y 208 ss. respectivamente.
Entre los autores españoles, he vuelto una vez más sobre los estudios de Gonzalo Maestro Buelga, “Del Estado social a la forma global de mercado” y Miguel Ángel García Herrera, “Estado económico y capitalismo financiarizado”, ambos en M.A. García Herrera, J. Asensi Sabater, F. Balaguer Callejón, Constitucionalismo crítico. Liber amicorum Carlos de Cabo Martín, 2ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 2016, Tomo I, págs. 59 ss. y 145 ss. respectivamente. Pero también he manejado, por ejemplo, Juan Carlos Bayón, “¿Democracia más allá del Estado?”, Isonomía, núm. 28 (2008), págs. 27 ss.
Confío en que pueda resultar al menos ilustrativa la lectura de todos estos materiales desde presupuestos teóricos y metodológicos clásicos en el Derecho constitucional español. Un primer intento en esa dirección, orientado hacia la determinación constitucional del Derecho europeo, fue sistematizado en el libro que tuve el honor de publicar junto con mi maestro: Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez, Elementos de Derecho Público, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2002. Él ha mantenido vivo ese proyecto, al menos desde “La ciudadanía, presupuesto de una República europea”, CIVITAS Europa, núm. 5 (2000), págs. 95 ss., y pasando por ejemplo por “Konstitutionelle Prinzipien der Unionsgrundordnung - Einführung: Verfassungselemente in der supranationalen Ordnung der Europäischen Union”, en D. Tsatsos (ed.), Die Unionsgrundordnung. Handbuch zur Europäischen Verfassung, Berliner Wissenschaftsverlag, Berlin, 2010, hasta sus escritos más recientes: “Europa a la deriva”, Sistema, núm. 247 (2017), págs.3 ss., y “Deutschland in, mit und für Europa – ein europäischer Blick aus Spanien”, Vorgänge, núm. 220 (2017), págs. 93 ss.
Por último, y quizá como ejemplo de los esfuerzos estériles a los que aludía en el planteamiento del trabajo, me remitiré a los desarrollos contenidos en algunas de mis propias publicaciones: “De la Constitución del Estado al Derecho constitucional para la Comunidad internacional”, en A. Peters, M.J. Aznar, I. Gutiérrez (eds.), La constitucionalización de la Comunidad internacional, cit., págs. 15 ss.; “Traducir derechos: la dignidad humana en el Derecho constitucional de la Comunidad internacional”, en C. Espósito Massicci, F.J. Garcimartín Alférez, La protección de bienes jurídicos globales, Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid 16 (2012), UAM-BOE, Madrid,, 2012, págs. 91 ss.; “Alcance de los derechos fundamentales en el nuevo constitucionalismo supranacional”, en I. Gutiérrez, M.Á. Presno (eds.), La inclusión de los otros: símbolos y espacios de la multiculturalidad, Comares, Granada, 2012, págs. 3 ss.; “La constitucionalización del espacio global”, en S. Galera Rodrigo y M. Alda Fernández (ed.), Construyendo el futuro: conversaciones jurídicas sobre la Globalización, Atelier, Barcelona, 2017, págs. 75 ss.
Resumen: Si nadie ha de estar sometido a un poder o a una norma que no haya podido consentir, y sobre el individuo se proyectan de modo directo o mediato, pero en cualquier caso creciente, poderes y normas de ámbito supraestatal, se presenta como consecuencia necesaria el mandato de articular los correspondientes mecanismos democráticos de legitimación, de llevar la democracia “más allá del Estado”. Ahora bien: mientras el problema de las relaciones entre globalización y democracia no quede adecuadamente perfilado, resultará imposible ofrecer una respuesta atinada; por eso conviene acercarse a él desde la perspectiva en la que adquieren sentido todos los problemas políticos, que no es la del silogismo lógico, sino la de su dimensión histórica.
Palabras claves: Democracia, globalización, Estado, Derecho internacional, Comunidad internacional.
Abstract: Consent is the condition to obey. Today, we are more and more subdued to powers and rules of supranational scope. Therefore we are compelled to articulate the corresponding democratic mechanisms of legitimation, to bring democracy "beyond the State". But while the problem of the relation between globalization and democracy is not adequately understood, it will be impossible to offer a correct answer; for that reason we must approach the problem from a perspective in which the political problems gain their meaning, not through a logical approach, but through an historical dimension.
Key words: Democracy, globalization, State, International law, international community.