Traducido del inglés por Daniela Dobre
"ReDCE núm. 35. Enero-Junio de 2021"
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El constitucionalismo social (CS) es una teoría jurídica según la cual el surgimiento de los procesos constitucionales no se produce únicamente en el marco de los sistemas jurídicos de los órdenes político-estatales, sino también en el de los sistemas jurídicos privados y/o híbridos de los órdenes sociales no estatales. El CS analiza las condiciones necesarias para el surgimiento, coexistencia y posterior evolución de dichos procesos constitucionales. Así, el CS se configura como una teoría del pluralismo jurídico y constitucional que, a pesar de su aplicación en el marco del Estado-nación, despliega todo su potencial analítico y prescriptivo en contextos transnacionales. En la bibliografía más reciente, el CS se ha empleado cada vez más como base teórica para analizar la normatividad no estatal que desarrolla cualidades constitucionales; particularmente en la economía transnacional y en el mundo digital.
El CS puede entenderse como reacción a algunos de los dilemas de la modernización, a los cuales la teoría constitucional ya se venía enfrentado desde el siglo pasado. Según David Sciulli[1], la constitucionalización ––no solo del sistema político sino de la totalidad de los sectores sociales–– se configura como una estrategia para contrarrestar la “iron cage of future serfdom” de Max Weber[2] arraigada en los procesos de diferenciación social; la sustitución de los modos informales de coordinación por la organización burocrática; el cálculo instrumental como única forma de racionalidad reconocida en todas las esferas sociales y las tendencias autoritarias existentes en varios sectores sociales.
El CS se enfrenta asimismo al llamado “dilema de Böckenförde”, según el cual “el Estado liberal, secularizado, vive de prerrequisitos que no puede garantizar por sí mismo”[3], con la consecuencia de que incluso los Estados constitucionales modernos ––a fin de autosostenerse–– tienen que recurrir, en última instancia, a formas de legitimidad trascendentes o al menos no estrictamente racionales (en el sentido de la Ilustración), corriendo así el riesgo de caer en la dinámica teológico-política schmittiana. En relación con lo anterior, el CS aborda los problemas derivados de la diferenciación funcional de las sociedades contemporáneas, en las que ninguna forma de legitimidad política ––ya sea liberal-democrática o autoritaria–– puede imponer sus principios fundamentales a sistemas sociales que disponen de su propia racionalidad y legitimidad (economía, ciencia, educación, religión, arte). En efecto, estos han desarrollado sus propios patrones de normatividad que, debido a los procesos de globalización, han salido de la latencia en la que habían sido confinados por la teoría moderna del Derecho, y han sufrido un proceso de emancipación, al menos parcial, de los sistemas políticos y su derecho. En este sentido, y de acuerdo con el paradigma de la sociedad funcionalmente diferenciada, uno de los principios básicos del CS consiste en que, independientemente de la forma de legitimidad que lo sostenga, el discurso político ––como tal–– no puede gobernar los mundos de la riqueza, de la fe, del conocimiento o de la educación[4].
A fin de tener cualquier tipo de influencia en los procesos sociales, el discurso político ha de ser reconstruido a la luz de las específicas racionalidades de cada esfera funcionalmente diferenciada. De manera que el CS afirma su crítica no solo respecto a la unidad de decisión política schmittiana[5], sino también a algunos planteamientos cosmopolitas ––en sentido amplio, habermasianos–– que confían de manera excesiva en los procedimientos de la política institucionalizada, así como en su capacidad para resolver los conflictos sociales, relegando las esferas privadas al papel de meras productoras de impulsos sobre el mundo político. Desde esta perspectiva, el CS es una teoría crítica, en la medida en que señala los límites de determinados postulados pertenecientes a la tradición constitucional moderna. Concretamente, el CS sostiene que estos postulados presentan el riesgo de ser ellos mismos, en última instancia, obstáculos para las propias aspiraciones normativas del constitucionalismo: la limitación de la dinámica expansiva de los medios comunicativos sociales (en particular, del poder) a través del derecho.
En cuanto a la estrategia reguladora/prescriptiva, el CS examina posibles soluciones al llamado trilema regulador del Estado del bienestar. En efecto, la fragmentación social de las sociedades contemporáneas ––acelerada por la globalización–– ha contribuido a la crisis de los modelos de regulación social del Estado del bienestar. En las sociedades occidentales, la intervención directa del Estado en las esferas sociales autónomas tiende a dar lugar a una “incongruencia” entre el derecho y la sociedad, llevando esto bien a la ineficacia del derecho para gobernar los procesos sociales; bien a una “hiperregulación” de la sociedad ––lo que Habermas denomina “la colonización del mundo vital”[6]––; o, por último, a una “hipersocialización” del derecho, probando la captura del derecho por la política u otros subsistemas. Lo anterior tiene por consecuencia el riesgo de que la intervención estatal en sí misma produzca efectos irrelevantes o destructivos para la sociedad o para el propio derecho[7].
La respuesta del CS no es, pues, ni la sociologización de la teoría jurídica ––respuesta típica de la gran parte de los enfoques “law & …”–– ni la desregulación propugnada por los enfoques neoliberales. Por el contrario, se defiende que los responsables políticos y legislativos deberían aspirar al “control de la autorregulación”. Ello significa que el poder del Estado y las fuerzas sociales ––es decir, las normas legales formales y el poder que contrarresta el estatal, proveniente de la sociedad civil–– deben ejercer una presión de enorme intensidad sobre el mundo regulado, apta para conseguir que este último se vea obligado a establecer autolimitaciones internas, que realmente funcionen. De este modo, el CS promueve las condiciones para el desarrollo de “constituciones civiles” en diferentes sistemas sociales, especialmente en aquellos que, tras los procesos de globalización, alcanzaron una dimensión mundial.
El CS plantea varios retos a los juristas que se dedican al constitucionalismo. En primer lugar, es una teoría jurídica que, si bien se mantiene en el ámbito del Derecho, tiene sus raíces en los análisis sociológicos, especialmente en la teoría de sistemas[8]. Por lo tanto, el vocabulario y los conceptos que utiliza el CS se alejan de los que se suelen emplear por los investigadores del Derecho Público.
En segundo lugar, el CS se ha ido elaborando en una variedad de artículos y dos libros fundamentales[9]; lo que supone una dificultad considerable para entender, asimilar o realizar críticas en relación con la teoría aquí presentada. Por ello, el jurista de Derecho Público que pretenda acercarse al estudio del CS no solo está llamado a dominar un arsenal conceptual alejado del suyo, sino también a reconstruir las trayectorias intelectuales de diversos autores, que han tratado temas concretos de forma asistemática y en permanente evolución.
En tercer lugar, incluso la expresión “constitucionalismo social” resulta en cierto modo engañosa, ya que puede llevar a la creencia de que “solo” va referida a cuestiones constitucionales. Al contrario, el CS proporciona claves interpretativas del fenómeno jurídico en general, directrices normativas para la elaboración de leyes (tanto legislativas como judiciales) y parámetros reconstructivos para la jurisprudencia. En este sentido, el CS presenta, al menos potencialmente, todos los elementos básicos de una teoría general del Derecho.
2.1. Pars Destruens.
El CS se mueve contra los postulados esenciales del constitucionalismo centrado en el Estado. En primer lugar, el CS cuestiona la pretensión de las constituciones estatales de asumir el monopolio de la constitucionalidad. Basándose en análisis históricos y sociológicos[10], el CS pretende demostrar cómo el proceso de diferenciación funcional ha permitido a varios sectores de la sociedad desarrollar sus propias “constituciones civiles”. Más allá de la constitución política del Estado, existen constituciones sectoriales ––cada vez más significativas–– en las empresas económicas, los mercados, las universidades privadas, las fundaciones, las empresas de comunicación, los intermediarios en el Internet y otras instituciones “privadas”.
El CS reprocha al constitucionalismo tradicional su limitado enfoque de la constitución y de la limitación del poder político del Estado. En su lugar, la teoría aquí presentada atribuye a todas las constituciones la función de formalizar, estabilizar y limitar los medios comunicativos de los sistemas sociales: el poder en la política, el conocimiento en la ciencia, el dinero en la economía y la información en los medios de comunicación. De este modo, las constituciones políticas no son más que la forma más relevante de las “constituciones sociales”, aunque limitadas al sistema político. Entre las diversas constituciones sociales propias de los siglos XIX y XX, las constituciones políticas ocupaban un lugar central debido a la elevada autonomía estructural de su medio comunicativo, a saber, el poder/la coacción. Sin embargo, fue solo durante un cierto periodo de tiempo en el que esta autonomía estructural permitió a los Estados y a sus constituciones postular la inexistencia o la irrelevancia de otros órdenes normativos existentes en sus respectivos territorios. En efecto, el derecho estatal instrumentalizó dichos órdenes (como en los Estados autoritarios) o intentó dirigir externamente su evolución (como en el Estado del bienestar)[11].
En segundo lugar, el CS se opone a la afirmación de los constitucionalistas convencionales consistente en que las constituciones estarían vinculadas exclusivamente al Estado-nación. En su crítica al nacionalismo metodológico, el CS ilustra los procesos de constitucionalización global, identificando fenómenos constitucionales en los regímenes transnacionales: tanto en el sector público como en el privado[12]. A consecuencia de la globalización ––entendida como una combinación entre la apertura de los mercados económicos y la revolución info-telemática––, los Estados han perdido el monopolio de las estructuras productivas, financieras y de conocimiento, produciéndose un debilitamiento de la propia autonomía estructural del poder[13]. Al multiplicar exponencialmente las posibilidades y la velocidad de las interconexiones globales, la globalización ha permitido que los distintos medios comunicativos (especialmente el dinero, el conocimiento y la información) adquieran autonomía frente al poder estatal. Sin embargo, esto no ha conllevado la primacía de una sola racionalidad. La globalización “no significa simplemente capitalismo global, sino la realización mundial de la diferenciación funcional”[14]. En última instancia, la globalización no ha creado por sí sola un pluralismo constitucional efectivo, sino que solo lo ha hecho mostrarse con más intensidad.
En contra de las dos tendencias mencionadas de reducir la constitucionalidad al sistema político y al Estado-nación, el CS identifica procesos constitucionales más allá de los mismos, en diferentes sectores sociales globales. Dado que las constituciones pretenden limitar la expansión de diversos medios comunicativos, se considera que los medios que no pueden remontarse al poder en sentido estricto son aptos para producir la dinámica de expansión incluso en esferas sociales transnacionales[15]. De manera que no solo las instituciones de gobernanza mundial vinculadas directa o indirectamente a los sistemas político-estatales (ONU, G8, G20) podrán desarrollar constituciones, sino también y sobre todo las instituciones privadas e híbridas transnacionales, que, como consecuencia de la globalización, han adquirido autonomía frente a la supervisión política:
El tercer punto de crítica del CS se refiere a la tendencia a reducir el llamado efecto horizontal de los derechos fundamentales a los deberes de protección del Estado o, en el mejor de los casos, de la comunidad internacional de Estados frente a las conductas de los actores no estatales. Según este enfoque tradicional, basado en la premisa de que las constituciones solo conciernen al poder político, la invocación de los derechos fundamentales queda reducida a los casos en los que el Estado tiene una presencia directa o indirecta, al ser titular último de la fuerza legítima. De acuerdo con esta idea, el Estado tiene el deber de protección frente a violaciones cometidas por los agentes no estatales, pero los individuos y grupos de individuos no pueden invocar sus derechos fundamentales directamente contra los agentes no estatales.
Las consecuencias de esta concepción son negativas, ya que la responsabilidad de las conductas de los actores privados se traslada a los actores políticos; particularmente cuando estas conductas tienen lugar a nivel transnacional. Es más, incluso en los supuestos en los que los actores políticos pueden actuar eficazmente, la mera transferencia de responsabilidad limita el efecto horizontal a la dinámica del poder social ejercido por actores identificables. No es de extrañar, entonces, que el efecto horizontal se haya aplicado con mayor éxito en el derecho laboral.
Lo anterior supondría, no obstante, dejar de lado todos aquellos procesos sociales no personificados ––las “matrices anónimas”–– que, sin constituir manifestaciones de poder en sentido estricto, dan lugar a graves y generalizadas violaciones de los derechos fundamentales[17]. Como ejemplos típicos se podría pensar en el calentamiento global o el fenómeno de la violencia desatada a través de Internet, que puede tener consecuencias devastadoras para la integridad psicofísica. En consecuencia, el CS apoya el desarrollo de constituciones civiles que garantizarían los derechos fundamentales en las operaciones en el interior de cada subsistema, pero también la integridad de otros sistemas y, por tanto, su coexistencia mutua[18]. En otras palabras, el CS posibilita a cada subsistema desarrollar ––mediante su propio derecho–– una perspectiva ecológica en su programa interno[19].
Sin embargo, según el CS, este desarrollo no se podría producir mediante una constitución unitaria global que impusiera derechos de forma unilateral, tal y como defienden algunas corrientes del llamado constitucionalismo global (o internacional)[20]. Al contrario, para la sociedad globalizada, únicamente se podría concebir un constitucionalismo fragmentado, compuesto por las constituciones parciales de los diferentes subsistemas que interactúan y colisionan constantemente. No es sorprendente, pues, que el autor que más haya insistido en el fenómeno de la fragmentación del derecho internacional aborde los fenómenos jurídicos desde el mismo marco epistémico que el CS, particularmente en lo que respecta a su indeterminación[21]. En esta constelación de pluralismo jurídico y constitucional radical, la solución más viable resulta ser el esbozo de una especie de meta-derecho de las colisiones intersistémicas. Este meta-derecho, distinto para cada uno de los órdenes en conflicto, se inspira en los esquemas de derecho internacional privado[22]. Sin embargo, las unidades en conflicto ya no serán los Estados y sus derechos, sino también subsistemas funcionalmente diferenciados.
2.2. Pars Construens.
La identificación de las características de las constituciones sociales es la contribución más significativa del CS a la teoría general del Derecho, ya que intenta analizar los elementos necesarios para que un sistema ––político o no–– se constitucionalice. A este respecto, conviene aclarar algunos puntos. En primer lugar, el CS no adopta un concepto formal de constitución, es decir, una mera jerarquía normativa o “un conjunto de normas que regulan la creación de normas secundarias”[23]. Tampoco sostiene que el surgimiento de los fenómenos constitucionales se debe simplemente a que los subsistemas funcionalmente diferenciados se autonomizan o establecen sus propios sistemas normativos. La autonomización de los sistemas sociales y su juridificación son condiciones necesarias, pero no suficientes, para su constitucionalización. En este sentido, el CS se configura como teoría de lo posible, no de lo necesario. De ahí que la fórmula “ubi societas, ibi facultas constitutionalis” sea la que mejor resume la teoría del constitucionalismo social.
En segundo lugar, el CS se puede aplicar tanto a los sistemas estatales (constituciones políticas) como a los sistemas privados y/o híbridos (constituciones civiles), especialmente a los transnacionales. En cuanto a los últimos, puede tratarse, a su vez, de actores colectivos identificables/personalizados, capaces de actuar jurídicamente (por ejemplo, las corporaciones); o de regímenes y procesos no personalizados sin personalidad jurídica, o como mínimo incapaces de actuar unitariamente desde el punto de vista jurídico (por ejemplo, los regímenes transnacionales de inversión y comercio o la lex mercatoria).
En tercer lugar, las constituciones civiles ––especialmente las de los sistemas transnacionales–– tienden a seguir patrones típicos de los sistemas del common-law[24]. Lo anterior se manifiesta particularmente en el papel central de la jurisprudencia y de la doctrina en la positivización de las normas legales y constitucionales; en la ausencia generalizada de normas jerárquicamente superiores (al menos en términos formales) y en la prevalencia de la flexibilidad sobre la rigidez. Estas características no implican que el concepto de constitución civil sea meramente descriptivo. Por el contrario: al igual que las constituciones de derecho común, las constituciones civiles son ciertamente prescriptivas.
Para considerar que un sistema se ha constitucionalizado, este deberá desarrollar sus propias funciones, ámbitos (o arenas), procesos y estructuras constitucionales.
a) Funciones.
Según el CS, la (auto)constitucionalización requiere, en primer lugar, comprobar que el ordenamiento jurídico de un subsistema cumple funciones específicas; en concreto, la constitutiva ––incluida la integradora y la simbólica–– y la limitativa. La función constitutiva consiste en la formalización/autonomización del medio de un determinado subsistema social por la vía jurídica. En la modernidad temprana, las constituciones políticas y la formalización del derecho estatal contribuyeron a proteger la autonomía del poder político frente a las racionalidades religiosas o económicas[25].
Del mismo modo, las constituciones de los distintos sub-sistemas sociales ––especialmente los transnacionales–– preservan su autonomía frente al poder político y definen su identidad. Esta función surge también en el desarrollo de los procedimientos, competencias y normas de organización, sirviendo de apoyo a la comunicación interna y la autorreproducción de estos[26]. La función constitutiva de las constituciones consiste, pues, en la construcción de un “nosotros” (no necesariamente vinculado a un territorio), distinto de su entorno y de los medios comunicativos de otros sistemas sociales.
Por otro lado, la función constitutiva incluye también la función integradora, esto es, la reducción y posible reconciliación de los conflictos entre los diferentes grupos sociales mediante el establecimiento de una orientación común. Pero en tiempos de globalización y de sistemas transnacionales, la integración constitucional se aleja de los modelos clásicos de integración. En efecto, el CS rechaza la idea de una constitución cosmopolita unitaria que cumpliría, a nivel global, las mismas funciones de integración que han venido asumiendo las constituciones políticas a nivel nacional. Las constituciones civiles no abarcan todas las esferas funcionalmente diferenciadas de la sociedad, por lo que, a diferencia de las constituciones estatales, no son “holísticas”. En cambio, estas alcanzan la integración a nivel global mediante el acoplamiento de las estructuras constitucionales en cuestión. En otras palabras, en el sistema del constitucionalismo social, la interacción continua, mediada por el derecho, entre las racionalidades de los sistemas, provoca su integración[27].
Por su parte, la función simbólica radica en el reflejo y la perpetuación de los mitos fundacionales de un determinado sistema, posiblemente vinculados a elementos culturales, territoriales, históricos o lingüísticos. Sin embargo, es importante señalar que dicha función simbólica no implica necesariamente el carácter holístico de una constitución, esto es, la extensión ––aunque sea ficticia–– de sus principios normativos a toda la sociedad o, más bien, a todos sus sectores funcionales. Estos últimos, con sus respectivas constituciones civiles, pueden tener sus propias dimensiones simbólicas específicas, aunque limitadas a esferas parciales funcionalmente diferenciadas de la sociedad[28].
En cuanto a la función limitadora, las verdaderas constituciones limitan la dinámica expansiva de un determinado subsistema social, pues esta supone una amenaza tanto para su entorno como para otros sistemas sociales; en última instancia, para su propia existencia. La función limitadora es, entonces, la que hace posible la coexistencia de diferentes sistemas sociales, impidiendo que estos pongan en peligro su propia integridad, así como la integridad de la sociedad. En este sentido, es necesario destacar que, según el CS, las constituciones civiles no siempre y únicamente pretenden limitar las dinámicas de poder social, sino también los medios de los sistemas específicos, con sus potenciales efectos negativos sobre otros sistemas sociales y psicológicos, así como sobre ellos mismos. Por ejemplo, la acumulación incontrolada de conocimiento por parte del subsistema social de la ciencia ––incluso cuando la intención no es acumular poder en sentido estricto––, podría conducir a violaciones masivas de la integridad psicofísica de los sujetos vivos, si no se encontrara limitada por las normas que protegen la dignidad humana (y animal).
b) Los ámbitos constitucionales (o arenas).
En el interior de un sistema social, las funciones constitucionales requieren el desarrollo de arenas o esferas diferenciadas. Se trata de instituciones e instancias aptas para garantizar las posibilidades de disenso y el pluralismo, a través de una división del trabajo. En otras palabras, el surgimiento de las constituciones civiles se produce solo si los distintos subsistemas desarrollan ––mediante procesos de generalización y re-especificación–– el pluralismo propio de las sociedades democráticas, así como una capacidad propia de institucionalizar el desacuerdo. En particular, deberían emerger al menos dos ámbitos constitucionales[29].
El primero de ellos sería la esfera profesional organizada, que engloba competencias altamente desarrolladas para un determinado sector funcionalmente diferenciado de la sociedad, pero que sin embargo carece de los incentivos para la autolimitación. El segundo sería la esfera espontánea, que carece de competencias especializadas, pero canaliza los impulsos y las presiones externas hacia el sistema, controlando de este modo las esferas organizativas y de decisión. Desde esta perspectiva, tanto las constituciones políticas como las civiles son siempre constituciones duales, ya que consiguen implicar en los procesos de decisión a individuos, grupos y formaciones sociales que, de una u otra manera, se ven (o se sienten) afectados por los procesos operativos y comunicativos de ese sistema. Si dichos actores son capaces de ejercer conjuntamente la suficiente presión sobre la esfera organizada como para orientar sus decisiones en una determinada dirección ––y más concretamente, limitando su dinámica expansiva––, el subsistema puede ser re-politizado; siendo esto un proceso que puede formalizarse en códigos de conducta u otros documentos[30].
Se podría afirmar que un sistema se encuentra más cerca de tener una constitución cuanto más establezca y estabilice los mecanismos de participación, impugnación y toma de decisiones a través de normas jurídicas (legales, por supuesto, según los parámetros del ordenamiento interno del sistema). En definitiva ––y a pesar de que la democratización y la constitucionalización sean dos procesos distintos en el plano analítico––, las posibilidades referidas a la (auto)constitucionalización de un sistema aumentan si este logra institucionalizar jurídicamente las posibilidades de auto-contestación, lo que a su vez implica la existencia de formas de democratización. A este respecto, si bien es cierto que los actores de las esferas espontáneas son “partes interesadas” (“stakeholders”) en los mecanismos de funcionamiento del sistema, no actúan solo como tales[31].
Los impulsos externos ––aunque reelaborados por la esfera espontánea usando el mismo código operativo del subsistema (por ejemplo, el código coste-beneficio de la economía)–– pueden orientarse hacia racionalidades distintas de las que son propias del sistema, existiendo la posibilidad de que se aparten de los programas orientados únicamente al beneficio económico[32]. Contrariamente a ciertas afirmaciones[33] y según la teoría aquí expuesta, los subsistemas sociales no trascienden su perspectiva interna, sino que la adaptan a las presiones externas (a su vez reelaboradas internamente). Los procesos de repolitización y auto-contestación resultantes de la dialéctica entre las esferas espontáneas y organizadas, entre los insiders y los externos afectados, permiten también la reconstrucción, dentro de cada sistema, de la distinción público/privado; una distinción que, en el contexto de las constituciones estatales/políticas ha sido socavada por la globalización. En este sentido, en las constituciones civiles de los sistemas transnacionales, la dimensión pública no se pierde, sino que se re-especifica en relación con sus características propias.
Tal re-politización interna resulta de especial relevancia, pues repercute significativamente en la legitimidad que el propio sistema tiene en cuanto a la producción jurídica. Sin embargo, esto no significa que los sistemas constitucionalizados se orienten generalmente hacia un bien común objetivo, externo a su propia racionalidad. En la sociedad funcionalmente diferenciada típica de la modernidad, no es posible una noción objetiva única del bien común. Es más, una orientación tan generalizada socavaría la propia autonomía funcional de los sistemas, que dejarían de existir como tales. Se considera, más bien, que las únicas nociones posibles de bien común, justicia y de los mismos derechos humanos, son las proyecciones o reconstrucciones internas de los conflictos intersistémicos, pues estos representan un desafío permanente para el equilibrio de cada sistema, desencadenando un proceso interminable de autosubversión y autorregeneración[34].
En los términos de la teoría de sistemas, las ideas del bien común, (in)justicia y derechos humanos ––incesantemente re-jerarquizadas en el interior de cada sistema–– permiten la re-entry de lo político en la racionalidad de cada subsistema individual[35]. Por lo tanto, y paradójicamente, aunque se trate de constituciones civiles sectoriales, su objetivo consiste en la limitación jurídica de las dinámicas correspondientes a su respectivo medio comunicativo, persiguiendo a la vez proteger al “otro, de uno mismo”. En este sentido, y teniendo en cuenta que los subsistemas se sostienen también a través de las (re)elaboraciones de los impulsos externos, han de legitimarse, sin embargo, a nivel de la sociedad en su conjunto[36].
Precisamente esta paradoja permite al CS evitar las derivas conservadoras o reaccionarias. En efecto, al aceptar la posibilidad de constituciones extra-estatales, el CS puede contribuir a la legitimación del poder de facto ejercido por actores privados e híbridos[37]. Sin embargo, la constitucionalización y legitimación se producen solo en el caso en el que los sistemas puedan modelar su propia racionalidad, a fin de hacerla compatible con la de otros subsistemas. Estos últimos desarrollan diferentes ––pero propias–– nociones del bien común, de acuerdo con sus concretos lenguajes; aunque lo hacen en un contraste recíproco tan iterativo que, finalmente, acaban legitimándose y acomodándose mutuamente. Dando un paso más,
En este sentido, el CS señala la posible existencia de nuevos tipos de políticas. Las fronteras de dichas políticas son movibles, no delimitadas por la pertenencia personal o territorial[39]; no se identifican por un estatus de ciudadanía administrativamente asignado, ni coinciden con una comunidad internacional o una sociedad civil global. En el interior de estas políticas, los procesos de legitimación democrática no se producen necesariamente según esquemas estrictamente representativos o de acuerdo con el principio de la mayoría[40]. Más bien, el principio de representación ––requerido para la democratización interna de un subsistema–– se generaliza a través de la institucionalización de la auto-contestación, que a su vez se re-especifica según la racionalidad concreta de los distintos sistemas funcionales[41].
En concreto, los participantes o incluso los sujetos afectados por las decisiones y operaciones del sistema establecen las formas de impugnación y/o participación sustantiva y frecuentemente directa, en la producción normativa del sistema. Los distintos foros de decisión deben reflejar una pluralidad de esquemas de legitimación democrática, que ya no pasan únicamente por los canales políticos clásicos, sino también por las organizaciones transnacionales, los movimientos grassroots, los sindicatos y las ONG.
“Lo político” (“le politique”) ––entendido como el conjunto de reflexiones, conflictos y decisiones sobre las opciones sociales difundidas a nivel de la sociedad en su conjunto, también externamente a los foros institucionalizados de debate del Estado–– no se limita a “la política” (“la politique”) ––entendida como el conjunto de decisiones institucionalizadas de los Estados–– y emerge cada vez más en otras arenas, privadas o híbridas[42]. De este modo, la globalización ofrece, en última instancia, una oportunidad inesperada: aprovechar el potencial democrático inherente a los procesos sociales que tienen lugar fuera de los canales institucionales de los Estados, permitiendo así que el constitucionalismo se expanda a esferas que las constituciones políticas nunca han atravesado realmente.
Sin embargo, resulta relevante destacar que la concepción de la democratización como posibilidad de auto-contestación efectiva no implica una rendición de la normatividad democrática, si esta última es entendida en el sentido de cumplir con los compromisos democráticos, incluso frente a impulsos diferentes posteriores o frente a un mejor conocimiento[43]. En realidad, el aprendizaje de los sistemas sociales no se produce necesariamente “en tiempo real”, sino que, precisamente por ser reflexivos y no meramente receptivos ––y al igual que en los esquemas tradicionales de representación democrática–– dejan margen para “cumplir la palabra”, por muy peligroso que ello pueda resultar.
Contrariamente a los argumentos sostenidos por algunos autores[44], en el marco radicalmente pluralista del CS, el derecho estatal y las constituciones no pierden totalmente su función. Al contrario, siguen siendo piezas centrales, pues el CS no rechaza, sino que precisamente presupone un papel relevante de las constituciones políticas[45]. En realidad, los ámbitos de discusión y de toma de decisiones, así como las formas alternativas de legitimación democrática de las esferas sociales no estatales, más que sustituir, complementan las formas de la política estatal[46].
Los diferentes modos de participación permiten a actores como las ONG, los movimientos sociales y los sindicatos que participen en los procesos de producción jurídica desarrollados a nivel global, esto es, allí donde los esquemas tradicionales de democracia representativa son inconcebibles[47]. En el plano normativo-prescriptivo, lo anterior impone la necesidad de conciliar y usar de manera productiva los impulsos procedentes de los Estados y sus constituciones, por un lado; y por otro, las capacidades de aprendizaje de los sistemas sectoriales.
c) Procesos.
En adición a las funciones y las arenas, un sistema constitucionalizado debe desarrollar procesos constitucionales. Ello indica la presencia de una llamada doble reflexividad entre el derecho y el medio comunicativo específico del sistema en cuestión[48]. Pero ¿qué significa exactamente la “doble reflexividad”?
Según el CS, la juridificación de un sistema social se produce cuando las normas primarias y secundarias à la Hart emergen de forma estable. Esto significa que un sistema jurídico en sentido estricto desarrolla su propia reflexividad (reflexividad del sistema jurídico), ya que el derecho se aplica a sí mismo, se “piensa” a sí mismo a través de un código binario adicional a lo “legal/ilegal”, el de la dicotomía constitucional/inconstitucional. En este sentido, todo fenómeno de juridificación contiene las premisas de su propia constitucionalización.
Pero esto no es suficiente. El proceso de constitucionalización requiere que el medio comunicativo específico del subsistema en cuestión (ya sea el poder, el dinero, el conocimiento u otros) desarrolle su propia reflexividad; esto es, el sistema social está sujeto a las operaciones que produce. Las normas secundarias del derecho apoyan estos procesos reflexivos. En el sistema estatal, por ejemplo, la reflexividad se realiza cuando los procesos de poder se emplean para dirigir y regular los propios procesos de poder, a través de los trámites procedimentales, la atribución de competencias, la división de poderes, las elecciones y la formalización de la oposición. En el sistema económico, esta reflexividad se produce cuando las operaciones de pago monetario se usan para controlar el propio flujo monetario y así sucesivamente.
Sin embargo, incluso este segundo tipo de reflexividad no es suficiente por sí solo para la constitucionalización. Solo se puede hablar de constitución en sentido estricto cuando la reflexividad de un sistema social ––ya sea en la esfera económica, política o de otro tipo–– se apoya en el derecho, o más precisamente: en la reflexividad del sistema jurídico. Las constituciones solamente nacen en presencia de los fenómenos de doble reflexividad: reflexividad del sistema social (que se constituye a sí mismo) y reflexividad del derecho (que apoya esta auto-constitución)[49].
Lo que se produce en un orden constitucional, es, por tanto, un acoplamiento estructural entre el derecho y el medio comunicativo específico de los distintos sistemas sociales. Solo en este punto se puede percibir la doble naturaleza, jurídica y social, de cualquier proceso propiamente constitucional. En efecto, para comprobar la naturaleza constitucional de un sistema determinado, es necesario comprender los procesos socia-les en él desarrollados, más allá de sus estructuras estáticas (ya sean instituciones o normas). Esto explica que el concepto de constitución subyacente al CS tenga naturaleza material, pues este contribuye a la (re)producción de la unidad del sistema social concreto en el que se inserta; sin que para ello sea necesario acudir al sistema social de la política[50].
d) Estructuras.
Para dar lugar a procesos estables de constitucionalización, los acoplamientos estructurales no pueden ser ocasionales. Al contrario, deben ser estabilizados por instituciones de conexión, esto es, por estructuras constitucionales que forman parte, a la vez, del sistema jurídico y del sistema social con el que algunas veces el derecho se acopla. En este sentido, las estructuras e instituciones que conectan la reflexividad social y la jurídica tienen siempre un carácter híbrido, ya que se hallan entre sistemas sociales con racionalidades diferentes.
A través de estos acoplamientos estructurales y estructuras híbridas, el sistema social en cuestión y el derecho normalizan sus respectivas paradojas, exteriorizándolas el uno en el interior del otro. En el caso del derecho, la paradoja se encuentra en la validez, es decir, en la necesaria a-legalidad de las normas fundacionales de cualquier sistema jurídico. En los Estados constitucionales, la paradoja consiste en la auto-fundación de la soberanía política o, en términos más tradicionales, en el problema de la legitimidad del poder político[51]. En la economía, la paradoja se refiere al problema de la escasez (de recursos y de dinero) frente a los necesarios y continuos empujes expansivos que el sistema necesita para reproducirse.
El acoplamiento estructural, tiene, pues, un carácter funcional: no sirve para resolver, pero sí para neutralizar las respectivas paradojas. En las relaciones entre la política y el derecho, la Grundnorm es válida porque está fundada por el poder político (en forma de poder constituyente), y el poder político se legitima a sí mismo mediante normas jurídicas (secundarias). Lo mismo ocurre con la relación entre el derecho y la economía. Por un lado, las necesidades económicas validan las normas constitucionales de las instituciones económicas. Por otro, el derecho sustenta ––al legitimar y estabilizar–– la creación o disminución artificial de dinero, así como la mayor o menor protección otorgada a la apropiación de recursos y a las instituciones del capitalismo (incluida la expropiación). También sostiene el derecho, más generalmente, el poder ejercido por los actores económicos, ya sean privados, públicos o híbridos.
Existe una gran variedad de instituciones híbridas de conexión que permiten estabilizar los acoplamientos estructurales. En el caso de los sistemas estatales, los tribunales constitucionales serían un ejemplo clásico. Tienen una naturaleza dual, ya que, además de aplicar el código constitucional/inconstitucional a las normas jurídicas primarias, regulan efectivamente la atribución de los poderes ejercidos por los órganos del Estado; así como el alcance de la separación de poderes y la extensión y ponderación de los derechos. En el caso de la economía, cabría referirse al papel de los bancos centrales, pero también a las autoridades administrativas independientes y a las agencias reguladoras de los Estados. Estas últimas son instituciones híbridas, en el centro tanto de la reflexividad del sistema económico (aplicando el mismo código, basado en el medio comunicativo “dinero”, al flujo de pagos) como de la reflexividad del sistema político (en cuanto al ejercicio de la soberanía monetaria); pero sin integrarse exclusivamente en ninguna de ellas.
El CS no sostiene que el surgimiento de las constituciones civiles se produzca simplemente a causa de la pluralidad de sistemas y de la diferenciación funcional. En la parte analítico-descriptiva, el CS esboza una teoría general de las condiciones de posibilidad de la constitución. Sin embargo, sobre la base de este marco analítico, también presenta una parte normativo-prescriptiva, es decir, los parámetros existentes para sugerir y evaluar las opciones de política normativa en sentido amplio (tanto a nivel legislativo como jurisprudencial).
3.1. Aumento de las presiones externas y apertura al aprendizaje.
La teoría aquí expuesta sugiere aumentar las presiones externas que sirven para las autolimitaciones internas y la estabilización de estas dentro de cada sistema. En efecto, es posible incrementar la “crítica” y la reflexividad de los sistemas y regímenes funcionales tanto mediante la aplicación de presiones externas (posiblemente canalizadas a través del derecho estatal) como mediante la creación de instituciones de aprendizaje. Se aumenta de este modo, la capacidad de los sistemas para reconstruir los impulsos externos sobre la base de su racionalidad propia[52]. En otras palabras, en términos prescriptivos, el CS promueve la mejora ––por medio del derecho–– de las capacidades de autorreflexión y el fomento de la autolimitación de los sistemas sociales.
En este contexto, algunos autores consideran que la necesidad de intervenciones externas ––en particular, de la política–– en las estructuras internas de aprendizaje de los sistemas funcionales es una prueba de la incoherencia teórica del CS. Con el fin de clarificar este punto, debemos subrayar que, el argumento del CS según el cual todo fenómeno constitucional se configura necesariamente como auto-constitucionalización no quiere decir que ello ocurra espontáneamente. Más bien, para ser efectivos, los impulsos externos han de ser reconstruidos de acuerdo con la racionalidad interna de cada sistema. En este proceso reflexivo, el grado de apertura permitido por las estructuras in-ternas del propio sistema juega un papel fundamental[53].
En definitiva, los procesos constitucionales no pueden basarse únicamente en impulsos externos (sanciones jurídicas, sociales o políticas) o únicamente en operaciones internas (debido a las tendencias intrínsecamente expansivas de cada medio). De ahí que el CS promueva una especie de regulación reflexiva de los sistemas sociales, que, sin dejar de ser funcionalmente autónomos, se modifican para forzar sus límites y ser compatibles con su entorno social. El CS no pretende que los sistemas sociales estén “sellados” en relación con los demás sistemas, ni apuesta por interacciones exclusivamente espontáneas[54].
Este enfoque también explica la razón por la cual algunas técnicas de regulación tienen más éxito que otras. Es más, ello pone de manifiesto la capacidad relativa del modelo de bienestar típico del constitucionalismo del norte de Europa (corporativismo democrático, economía social de mercado) para resistir a las tendencias colonizadoras del modelo neoliberal[55]. Del mismo modo, esto explica la existencia de diferentes tipos de constituciones económicas. En efecto, las normas fundamentales del sistema económico pueden variar en función del régimen de producción con el que ese sistema esté estructuralmente acoplado. La distinción entre código y programa es pertinente en este caso: mientras que el código de un sistema sigue siendo el mismo y define su racionalidad básica, sus programas pueden variar en función de su capacidad de autolimitación interna y externa.
En este contexto, el CS desarrolla varias propuestas políticas. Para limitar la expansión compulsiva de la economía mundial ––que ha conducido a su financiarización incontrolada––, el CS apoya instrumentos legales como la tasa Tobin, destinada a impedir que la economía financiera prevalezca sobre la “real”; así como las reformas monetarias radicales, cuyo objetivo es limitar o incluso eliminar la posibilidad de que las instituciones financieras privadas creen dinero sobre la base de depósitos a la vista[56]. Estos mecanismos, a la vez que preservan la autonomía estructural del dinero como medio comunicativo, lograrían vincularlo más estrechamente a las decisiones políticas, limitando así las compulsiones de crecimiento autodestructivas y creando incentivos para desviar la inversión de la economía financiera a la “real”.
Otros ejemplos se refieren a la colonización de la ciencia por otras racionalidades, por ejemplo, en las formas del llamado sesgo de publicación (manipulación y errores sistemáticos en la publicación de datos), publish-or-perish y ghostwriting. En este sentido, el CS destaca la importancia de diversificar las fuentes de financiación de la investigación científica y de las intervenciones legislativas que imponen el registro de los ensayos[57]. Estos mecanismos se diferencian de las ––todavía necesarias–– sanciones a las empresas farmacéuticas y a los institutos de investigación (presión externa), que a menudo han demostrado ser ineficaces, precisamente porque la transparencia y la apertura de los procesos operativos facilitan que los ámbitos espontáneos de la comunidad científica ejerzan presión e impulsen la (auto)constitucionalización de la ciencia.
De manera más general, el CS apoya las formas de democracia participativa[58], siempre que se generalicen y se redefinan en cada caso, en función de las características de cada sistema. En otras palabras, dichas formas no deberían limitarse a la reproducción de los procedimientos establecidos en los sistemas políticos (elecciones, representación, institucionalización de la oposición). Más bien, deberían incrementar la excitación interna del sistema funcional específico. El objetivo es el de fomentar la hibridación mutua de los discursos dentro de cada sistema[59]. Por lo tanto, por citar un ejemplo de la ciencia, el CS promueve la creación de comités de ética no solo a nivel nacional e internacional, donde se elaboran las normas generales, sino también y sobre todo dentro de las clínicas, las universidades y las empresas farmacéuticas, donde tienen lugar los procesos operativos reales de este sistema.
En cuanto a las presiones externas, más allá de los modelos de mando y control, el CS promueve soluciones destinadas a reforzar las energías constitutivas en el interior de cada sistema. Por ejemplo, apoya las prácticas de litigio transnacional en materia de derechos humanos y de interés público, es decir, las prácticas judiciales puestas en marcha por las víctimas de violaciones de derechos fundamentales o por grupos de activistas. Dichas prácticas, que explotan estratégicamente las instituciones y los procedimientos disponibles a nivel nacional e internacional ––posiblemente ofreciendo interpretaciones alternativas del derecho existente–– no pretenden tanto ganar los casos como sacar a la luz verdades y responsabilidades históricas o suscitar el debate y el escándalo, ejerciendo así importantes presiones de aprendizaje sobre los sistemas políticos y funcionales, y especialmente sobre los más vulnerables a la colère publique[60]. A nivel prescriptivo, esto significa ampliar los lugares de escándalo y colère publique, incrementando las posibilidades y el número de posibles desafíos, incluso en foros no convencionales.
Además, el CS insta a los órganos judiciales del Estado a utilizar conscientemente las bases jurídicas disponibles, ya sean de derecho mercantil, social, civil, laboral, penal o constitucional, siempre con un doble objetivo. El primero consiste en otorgar relevancia a la producción jurídica de los sistemas funcionales, eventualmente tras un control de constitucionalidad (en sentido amplio). El segundo propósito es incentivar las formas eficaces de corregulación y autorregulación. En este punto, el CS asigna a los tribunales y al derecho jurisprudencial un papel central. En efecto, con el derrumbamiento de las jerarquías rígidas y las pirámides normativas en los sistemas jurídicos posmodernos, los jueces y los árbitros se convierten en principal fuerza motriz de la elaboración de normas.
En este sentido, tras los procesos de globalización, las distinciones ––antes rígidas–– entre normatividad y validez, entre demandas y derechos, se están desdibujando, aunque no desaparecen. Es precisamente en la difusa periferia de cada sistema, especialmente a través de cláusulas generales como la buena fe y la diligencia debida, donde los distintos sistemas se entrecruzan, se sueldan y se integran heterárquicamente. Este uso provechoso de soluciones carentes de jerarquías normativas claras es uno de los principales resultados normativo-prescriptivos del CS, que lleva al desarrollo de un derecho de colisiones intersistémicas.
3.2. Desarrollo de un derecho de colisiones intersistémicas.
Para gestionar los conflictos normativos entre los sistemas estatales y los regímenes funcionales, así como entre los propios regímenes funcionales, y cuando no existan terceras instancias, el CS propone el desarrollo de un derecho de las colisiones intersistémicas e interculturales[61]. Este derecho intermedio, comparable a la categoría de interlegalidad[62], se encuentra aún en desarrollo; aunque varios autores han comenzado a codificar sus reglas básicas[63]. Este debería seguir las pautas del derecho internacional privado, adaptándolas a las especificidades de los sistemas: no solo los territoriales, sino también y sobre todo los funcionalmente diferenciados[64].
El desarrollo de este derecho de colisiones se basaría en tres pasos 1) dotar de relevancia a las formas de producción normativa social; 2) identificar una “cobertura primaria”, esto es, el sistema jurídico que puede considerarse competente en una determinada controversia, con base en sus características funcionales; 3) aplicar eventualmente las reglas de (auto)protección, teniendo en cuenta los efectos que tal aplicación tendría sobre los sistemas en conflicto. Es importante destacar que estos pasos no se llevan a cabo por terceros. Más bien, todos ellos tienen lugar simultáneamente en el interior de los sistemas en conflicto. En efecto, cada sistema desarrolla su propio derecho de colisión, que puede coincidir o no con el de los demás; en cualquier caso, toda coincidencia será siempre el resultado de una reconstrucción interna, “holográfica”[65].
Por lo que respecta al primer paso ––ya mencionado en el epígrafe anterior––, basta con subrayar aquí que, desde la perspectiva del CS, las normas de los distintos sistemas y regímenes pertenecen a órdenes distintos, en el sentido de que la validez de las normas de un ordenamiento no depende de las normas del otro. Sin embargo, esto no excluye las referencias mutuas en un sentido amplio; eventualmente, también mediante las disposiciones de cada sistema referidas a principios y/o cláusulas generales. Esta idea resulta especialmente evidente cuando, por ejemplo, las normas del derecho estatal se refieren a códigos de conducta o acuerdos contractuales entre particulares, o cuando, a la inversa, la lex mercatoria o los códigos de conducta internos de las empresas se remiten a las normas del derecho estatal.
El segundo paso consiste en encontrar la cobertura primaria, es decir, identificar la jurisdicción aplicable según los criterios funcionales. Será aplicable al litigio la norma del ordenamiento jurídico que, sobre la base de criterios funcionales, tenga la conexión más próxima. Este criterio desempeña, pues, el mismo papel que el denominado factor de conexión en el derecho internacional privado.
El tercer paso consiste en la posible aplicación de reglas internas de salvaguardia. Al aplicar las normas del sistema jurídico competente, un órgano judicial o arbitral debe comprobar los efectos que dicha aplicación tendría sobre la racionalidad y la autonomía funcional de los sistemas en conflicto. Si ello afectase a la autonomía funcional de su propio sistema, el órgano judicial debería rechazar la aplicación del sistema externo, expulsando las normas en cuestión incluso más allá de la periferia de su sistema. A la inversa, si la aplicación de la norma interna resulta intolerable para la racionalidad del sistema externo, el juez debería asegurar la mayor tolerancia posible.
De este modo, categorías jurídicas o doctrinas como el ordre public, las normas imperativas y la moral pública (en el derecho privado); así como las doctrinas del tipo Solange en Europa y la doctrina Calvo en América Latina (en el derecho constitucional) se convierten en instrumentos de salvaguarda necesarios para preservar la autonomía funcional de los sistemas en conflicto, tanto en las colisiones interregionales como en las interculturales (por ejemplo, entre el derecho moderno y los derechos indígenas o entre el derecho laico y el derecho religioso).
En definitiva, desde la perspectiva del CS, en ausencia del paso que otorga relevancia jurídica a los sistemas normativos de los regímenes funcionales, ni siquiera sería posible aplicar las salvaguardias mencionadas; y, dada la eficacia de estas, la ceguera del derecho estatal se traduciría en un perjuicio respecto de este último y de los sistemas normativos de los regímenes funcionales. Es más, el CS apoya ––con cautela–– el consecuencialismo interpretativo judicial, esto es, la toma en consideración de los efectos de las resoluciones judiciales en la sociedad. Sin embargo, tal consecuencialismo no debería mirar las cadenas causales en sentido estricto, que nunca resultan totalmente accesibles a los jueces, especialmente teniendo en cuenta las limitadas herramientas del proceso judicial.
Más bien, debería tener en consideración las traducciones y reconstrucciones desarrolladas por la respectiva racionalidad de cada sistema, es decir, los efectos potencialmente negativos, desintegradores o destructivos en otros juegos de lenguaje y procesos sociales concretos. Este enfoque del derecho y la legislación ––especialmente prometedor en la era del desastre climático–– pretende proteger no solo los derechos funda-mentales “personales”, concebidos como espacios de autonomía dentro de la sociedad (o sus sectores parciales), atribuidos a las “personas” y entendidos como artefactos sociales; ni tampoco solo los derechos humanos como tales (que protegen la integridad psicofísica de las invasiones de las matrices comunicativas), sino también los derechos institucionales fundamentales, concebidos como garantías de la autonomía de los procesos sociales colectivos como tales.
Además, el valor defensivo de las salvaguardias internas no debería configurarse como un fin en sí mismo. Más bien, debería constituir ––para el sistema al que se le de-niega la entrada–– una presión para aprender y un impulso para desarrollar reflexivamente mecanismos de adaptación y autocontrol, o incluso para auto-constitucionalizarse. En otras palabras: al igual que el proceso de integración europea ha demostrado a lo largo del tiempo, los mecanismos de defensa jurídica pueden tener un importante valor juris-generativo, permitiendo que los sistemas en conflicto se comuniquen indirectamente, que co-evolucionen y que se adapten unos a otros en función de las relaciones heterárquicas, es decir, sin resolver necesariamente de una vez por todas la cuestión de la “última palabra” (la Kompetenz-Kompetenz). En definitiva, el CS propone generalizar un principio de tolerancia constitucional[66] a nivel global, que permita coordinar y adaptar diferentes sistemas jurídicos, sin que ninguno de ellos prevalezca necesariamente sobre los demás.
4.1. Constitucionalismo centrado en el Estado.
El análisis que se expone a continuación se centra en las críticas realizadas respecto de CS. Más concretamente, en primer lugar, se tratarán las corrientes que definen a la constitución como un fenómeno necesariamente vinculado al Estado. En particular, estas corrientes sostienen que los sistemas no estatales (ya sean empresas, actores privados o regímenes transnacionales) carecen de la relación esencial que el Estado mantiene con su territorio. En realidad, este último no solo debería constituir el ámbito de aplicación de un sistema normativo, sino también y sobre todo, un espacio simbólico de relaciones de poder (así como económicas, científicas y artísticas), que se extiende más allá de la mera relación de autoridad con los individuos. Afirman, pues, que el Estado, entendido como sujeto político, es (y no simplemente tiene) un territorio.
Sería, entonces, esta dimensión primordialmente simbólica, que al mismo tiempo se refleja y se nutre del monopolio de la coacción física legítima, la que haría posible el fenómeno constitucional. En otras palabras, solo el monopolio de la fuerza por parte de una organización relativamente centralizada (distinción público-privada), ejercida por el Estado moderno dentro de un territorio definido (distinción interno-externo), permitiría esa concentración de poder necesaria para que el ordenamiento jurídico evolucione en sentido constitucional, es decir, se erija en límite o fundamento del poder. En consecuencia, dado que los órdenes no estatales (incluido el sistema internacional) están estructuralmente acoplados a sistemas sociales tan solo funcionalmente diferenciados, serían intrínsecamente incapaces de constitucionalizarse[67].
Sin embargo, en la era de la globalización, la soberanía espacial del Estado puede estar, al menos, en proceso de metamorfosis, y en este sentido el CS está llamado a demostrar la posibilidad de órdenes constitucionales no territoriales. A este fin, recurre a una operación de generalización y re-especificación, sosteniendo que toda constitución es, ante todo, una constitución del sistema social específico con el que está relacionada. En otras palabras, una constitución estatal necesita un territorio, ya que este es un elemento esencial y fundacional del sistema social al que se vincula dicha constitución: no se puede ejercer el poder político ni imponer un sistema centralizado de coacción legítima sin alguna dimensión territorial.
Sin embargo, lo anterior no impide que otros sistemas que no necesitan un territorio para desplegar su medio comunicativo (y, más generalmente, no tienen las características específicas del sistema social del Estado), desarrollen órdenes constitucionales. Para el CS, entonces, es necesario entender la función que cumple el territorio en el orden estatal. Esta función consiste en la demarcación de la división interior/exterior, en la manifestación de la propia existencia del sistema respecto al entorno, es decir, en trazar un límite al sistema “estatal” en su conjunto y, por tanto, a su ordenamiento jurídico. En consecuencia, si bien el CS comparte la idea de que el límite es necesario y fundacional respecto de cualquier ordenamiento constitucional, ello no significa que el límite deba ser necesariamente territorial ni que la demarcación interno-externo no pueda establecerse de otras maneras.
Tras esta operación de generalización, a través de una segunda operación de re-especificación, el CS sostiene que los órdenes de los sistemas funcionales y, más generalmente, de los regímenes transnacionales marcan su división interna/externa a través de la cadena de operaciones caracterizadas por su propio código específico. Por ejemplo, en el caso de la economía, basada en el medio del dinero, las operaciones “leídas” a través de este código se inscriben en dicho sistema.
Sobre la base de estos criterios, parece posible identificar el límite del orden de los sistemas funcionalmente diferenciados. El hecho de que se trate de confines movedizos y parcialmente permeables no implica una imposibilidad de determinar, en un momento dado y en un caso concreto, si el límite se encuentra en el interior o el exterior de la “jurisdicción” de un sistema[68]. En definitiva, las constituciones ––y el fenómeno constitucional en general–– no son instrumentos para limitar la dinámica del poder en el marco de una formación colectiva ya constituida, en un territorio determina-do. Más bien, la constitución, como fenómeno a la vez jurídico y social, contribuye a la formación y autoconstrucción progresiva de un sistema social como unidad colectiva.
Las constituciones no intervienen desde el exterior sobre un “nosotros” perfectamente establecido con anterioridad, sino que contribuyen a la construcción y formalización de un sistema social. En otras palabras, participan en el establecimiento y la autorreproducción de los procesos comunicativos de un sistema social, independientemente de la localización ––permanente en un territorio o a las afueras del mismo–– de las personas, las estructuras y las instituciones a través de las cuales se producen estos procesos. En realidad, los fenómenos constitucionales debilitan el vínculo exclusivo (simplemente bilateral) entre el poder y el territorio y refuerzan el vínculo entre el poder y el pueblo, entendido como una comunidad que se identifica a sí misma como unitaria. De ahí que el Estado constitucional se caracterice típicamente en razón de la soberanía popular, y no de la mera soberanía territorial. En general, en un sistema constitucionaliza-do ––sea territorial o funcional––, la comunidad se somete a las normas, instituciones y procedimientos jurídicos, y no al poder (o al medio comunicativo de ese sistema) como tal, por el mero hecho de monopolizar una determinada esfera. A través de esta función constitutiva/integradora, la constitución funda la autoridad[69].
Otras críticas desde la perspectiva estado-céntrica insisten en la ausencia, bajo los sistemas funcionales, de la dialéctica entre el poder constituyente y el poder constituido, necesaria para la formación y permanencia de un orden constitucional. Esta ausencia obligaría al CS a adoptar una noción meramente formal y descriptiva de constitución, reducida a dos elementos: el acoplamiento estructural entre un sistema jurídico y un sistema social y la presencia de jerarquías normativas[70]. El CS no rechaza el concepto de poder constituyente y reconoce la necesidad de esta dialéctica, pero en este punto también generaliza primero sus funciones, abstrayéndolas de la experiencia de la forma estatal, y posteriormente las re-especifica, adaptándolas a sistemas sociales parciales. De este modo, el concepto de poder constituyente (pouvoir constituant) se define como
El poder constituyente no es necesariamente voluntarista, sino una “energía comunicativa” que surge de las interacciones recíprocas (“excitaciones”) entre la sociedad y los individuos, entre la conciencia individual y la comunicación social[72]. Como proceso continuo y pulsante, que proviene de las personas de carne y hueso, de las esferas espontáneas y de los afectados externos hacia el centro de los sistemas (las esferas organizadas y de toma de decisiones), el poder constituyente impide la deshumanización de los procesos sociales[73].
Además, una vez ejercido, no se agota, sino que permanece en el tejido de un determinado sistema como elemento latente. Esto significa que el poder constituyente resulta decisivo tanto para la auto-fundación de una constitución como para su auto-contestación y, por tanto, para una potencial democratización efectiva[74]. Esta concepción del poder constituyente sitúa al CS en una posición que le permite, por un lado, enmarcar teóricamente los cambios informales (no) previstos en las constituciones escritas ––un fenómeno que la teoría constitucional todavía tiene dificultades para abordar––; por otro, proporcionar una mejor explicación del poder constituyente en el contexto del constitucionalismo global[75].
En efecto, se deduce de esta reconceptualización que cada sistema funcional puede tener su propio pouvoir constituant específico y, reproduciendo su paradoja, puede llegar a constitucionalizarse a sí mismo[76]. No solo el Estado tiene este poder, sino también los procesos, actores y regímenes transnacionales de la economía, la ciencia, la medicina, el deporte y los medios de comunicación. Desde luego, en los sistemas funcionales, el pouvoir constituant no es ejercido por comunidades políticas definidas territorialmente (polities). Más bien, viene ejercido por una multitud de sujetos y actores que entran en contacto de diversas maneras (incluso episódicas) con los procesos y medios comunicativos de los sistemas.
La titularidad colectiva y el ejercicio del poder constituyente no se derivan de la pertenencia a una determinada comunidad política, sino que se configuran a la luz del nivel de implicación de determinados sujetos o grupos con el sistema y sus procesos comunicativos[77]. Esta especificación es importante, ya que el CS, contrariamente a las formulaciones de la stakeholder theory como forma de gobernanza democrática, no requiere que la participación (stake) sea reconocida por la esfera organizada y decisoria de cada sistema[78]. En este sentido, el CS es también y sobre todo “constitucionalismo desde abajo”[79]. Los actores implicados tienen en común el hecho de que sus acciones y protestas no se dirigen solo a las instituciones estatales, sino también a los actores privados y a las instituciones de los regímenes transnacionales. De este modo, ejercen una importante presión social sobre los ámbitos de decisión, en el marco de los cuales tienen la creencia de que las causas de las vulneraciones y, en general, las posibilidades de cambio de políticas son mayores.
La extrema diversidad de los sujetos constituyentes no supone un impedimento para que estos recurran a una reserva de legitimidad; por ejemplo, aquella de los derechos humanos, que, al pasar por las comunicaciones propias de los distintos sistemas sociales, funciona como un réservoir de energía comunicativa, apta para abrir ––potencialmente–– espacios de contestación y subversión[80]. Al renovarse continuamente, este réservoir alivia la necesidad de recurrir siempre a fuentes de legitimidad externas o puramente voluntaristas para justificar el ejercicio del poder constituyente. Solo en este sentido estricto se puede conceptualizar la protección de los derechos humanos como un derecho universal o una constitución global. En efecto, cada sistema “ve” esta reserva de legitimidad y la reordena continuamente según su propia racionalidad interna. Ello deja claro cómo es posible referirse a los derechos humanos y a las nociones de justicia (véase más adelante 4.3) sin asumir necesariamente una racionalidad unitaria que todo lo abarque, es decir, sin contradecir la pluralidad y la autorreferencialidad de los sistemas[81].
Además, los regímenes transnacionales se configuran asimismo como potenciales sujetos constituyentes. En efecto, es (también) en el conflicto, en el choque entre regímenes y discursos, donde se produce la dinámica de constitucionalización interna de estos, como un proceso de incesante adaptación mutua. Además, para el establecimiento de un orden constitucional, el poder constituido no debe ser siempre y necesariamente un actor corporativo unitario, organizado y capaz de actuar jurídicamente, como es el aparato estatal. La mayor o menor necesidad de que dicho actor corporativo exista de-pende del potencial expansivo del medio específico de un sistema social determinado. El medio comunicativo típico del Estado, a saber, el poder político, necesita obligatoriamente un actor colectivo más o menos centralizado (el aparato estatal) para expresarse, en cuanto se ejerce de forma monopolística en un determinado territorio. Sin embargo, esto no es necesariamente cierto para los sistemas basados en medios comunicativos como el dinero o el conocimiento, que por su propia naturaleza ––y especialmente en la era de la globalización–– se extienden sin que haya un único sujeto que actúe como titular último.
También se ha sostenido que el CS elimina la dimensión simbólica relacionada con los mitos fundacionales y los momentos constitucionales de las comunidades políticas. En realidad, también en este caso, el CS generaliza y re-especifica tales elementos, de acuerdo con las características de los sistemas concretos. En efecto, los órdenes privados y los regímenes transnacionales también cuentan con narrativas fundacionales y simbólicas, que ––al igual que en los órdenes políticos–– se construyen y al mismo tiempo se (auto)alimentan de ficciones y mitos de origen surgidos como artefactos socioculturales, tan solo convertidos en jurídicos a posteriori. Esto es evidente en el ámbito de la lex mercatoria y el régimen económico transnacional, pero también en el de la ciencia, construido en torno a comunidades transnacionales relativamente estrechas y funcionalmente diferenciadas, caracterizadas por un ethos y unos intereses específicos.
Los contratos celebrados entre empresas transnacionales en el marco de la lex mercatoria, o de los códigos de conducta, en el ámbito de la ciencia y la investigación, no suelen remitir a ninguna fuente de derecho estatal. Su estatus jurídico se deriva a posteriori, especialmente a través de la actividad de los órganos de resolución de conflictos, que, a su vez, se remiten a los usos, prácticas y comercio transnacionales; en un círculo que, una vez establecido, se reproduce. De hecho, las propias sentencias de estos órganos, aunque no estén pensadas ab origine como precedentes jurídicamente vinculantes y se inspiren teóricamente en principios de mera equidad, se convierten en puntos de referencia para las decisiones posteriores y para la conducta de los propios actores transnacionales. De este modo, lo que en un principio supone una ficción o una abstracción se convierte en una realidad jurídica que desarrolla, consolida y estratifica los derechos de los distintos sujetos de los regímenes transnacionales. Estos derechos se convierten en prácticas establecidas e intangibles: es decir, adquieren también un carácter simbólico para la comunidad que los adopta. En este sentido, se constitucionalizan progresivamente.
Por tanto, los mitos fundacionales no requieren necesariamente un deus ex machina para establecer autoritariamente la constitución, sino que también pueden ser el resultado de procesos de estratificación social y jurídica en sistemas en los que no existe una autoridad o, aunque exista, esta sea débil. Como ya se ha mencionado, estos procesos recuerdan estrechamente a los patrones del constitucionalismo del common law. Por supuesto, esto no significa que en las constituciones civiles no pueda haber textos o documentos que tengan fuerza constitucional o que cumplan otras funciones constitucionales. En efecto, las constituciones son también el resultado de actos que ––aunque no sean jerárquicamente superiores o incluso no tengan formalmente ningún valor jurídico–– contribuyen al establecimiento de derechos fundamentales propios de un determinado sistema y, a posteriori, adquieren valor constitucional.
Lo anterior se plasma con evidencia, por ejemplo, en el contexto del régimen internacional de derechos humanos: también este se basa y se nutre de fuentes que no tienen carácter vinculante o de tratados que formalmente no prevalecen sobre otras fuentes del derecho internacional, pero que progresivamente y en su conjunto han adquirido un estatus especial en el orden público internacional, si bien no el de una constitución[82]. En lo que respecta al régimen transnacional de la economía, esta dinámica puede observarse en la función que desempeñan los códigos de conducta, las estructuras vinculadas a ellos y la interacción entre las diferentes formas del llamado soft law, esto es, entre los códigos de conducta privados y públicos. Estos últimos, aunque carezcan de fuerza vinculante, se adoptan a nivel internacional por instituciones como la ONU, la OIT o la OCDE. También en lo que respecta al régimen de investigación científica, cabe señalar el papel desempeñado por el Código de Núremberg de 1947 y la Declaración de Helsinki de 1964 sobre la experimentación sobre seres huma-nos para influir en la adopción del Convenio de Oviedo de 1997, y en las prácticas de implementación de los organismos nacionales. En el ámbito del deporte mundial, el punto de referencia sería la Carta Olímpica[83].
La dinámica descrita plantea, sin embargo, otra cuestión: ¿en qué momento resultan tan eficaces las presiones de aprendizaje como para forzar no solo la juridificación, sino la propia constitucionalización de los sistemas funcionales y de los regímenes transnacionales? Dicho de otro modo, ¿cuáles son los momentos constitutivos de las constituciones civiles? El CS responde a esta cuestión reiterando que, para la producción de un proceso de constitucionalización, deben coexistir normas constitutivas e integradoras (en sentido amplio, fundacionales) y limitadoras.
Esto significa que los órdenes de los sistemas funcionales solo se constitucionalizan cuando cumplen, además de su función constitutiva e integradora, una función limitadora, es decir, cuando además de contribuir a la construcción de la identidad del sistema, limitan y se imponen a la dinámica de crecimiento destructivo de un determinado subsistema. En efecto, gracias a la globalización, las compulsiones de crecimiento se han acelerado en los sistemas sociales contemporáneos. Estas dinámicas pueden tener consecuencias desastrosas tanto para el entorno de cada sistema social como para los propios sistemas sociales, ya que su capacidad de autolimitación frente al desastre total se ha visto especialmente reducida.
En consecuencia, el CS explica, por ejemplo, cómo la afirmación global casi totalitaria de la racionalidad económica y sus compulsiones de crecimiento ––siendo la financiarización incontrolada tan solo la manifestación más reciente–– puede conducir a resultados devastadores para la sociedad global; y, a la luz de la crisis financiera de 2007-2008, incluso al riesgo de autodestrucción. En otras palabras, se puede afirmar que un determinado sistema social está constitucionalizado si es capaz de reducir la intensidad de su propia actuación ante la catástrofe, iniciando así un proceso de autolimitación. Y esto es, sobre todo, a lo que se refiere el CS cuando habla de momentos constitucionales[84].
Para concluir con el constitucionalismo centrado en el Estado, el CS no niega que la posible aparición de constituciones civiles en los sistemas funcionales también de-pende de los Estados, de su monopolio de la fuerza legítima, de su derecho y, por tanto, de las constituciones políticas: la constitucionalización de los sistemas funcionales no puede prescindir del medio comunicativo del poder. Sin embargo, este hecho parece parcial y, para los defensores del constitucionalismo centrado en el Estado, da lugar a riesgos de autoindulgencia.
El constitucionalismo centrado en el Estado no “ve”, desde el punto de vista de la teoría del Derecho, que la relación entre las constituciones políticas y las constituciones civiles es, de hecho, una de mutua dependencia: no unilateral y parasitaria, sino bilateral, casi simbiótica. A pesar de su relativamente mayor autonomía estructural, el poder político también necesita los otros medios comunicativos de la sociedad funcionalmente diferenciada para formalizarse y estabilizarse. Para ser realmente eficaces, las constituciones políticas necesitan los recursos simbólico-comunicativos derivados de la economía, la ciencia, la religión y otros sistemas funcionales. En realidad, el Estado laico contemporáneo depende de los recursos simbólicos y comunicativos de los sistemas funcionales como la ciencia, la religión y, sobre todo, la economía.
Ello surge no solo del hecho de que, a principios de la era moderna, la organización del Estado se desarrolló originalmente como un aparato militar-burocrático, instrumental para la extracción de valor económico de los procesos sociales; sino también de la aparente dependencia de los estados constitucionales contemporáneos de los procesos económicos y de la vulnerabilidad de las constituciones políticas, resultante de los procesos desconstitucionalizados de globalización económica. Desde este punto de vista, una vez que se reconoce que la garantía de los derechos sociales ––en esencia, los beneficios económicos–– por parte del Estado (co)constituye la base de legitimidad de su constitución, no parece posible cuestionar que las constituciones políticas son tan dependientes de la economía y de los intercambios basados en el dinero como las constituciones civiles y económicas lo son del poder político.
4.2. Constitucionalismo internacional/global.
En términos generales, la expresión constitucionalismo internacional (o global) hace referencia a diversas corrientes de pensamiento jurídico que, a diferencia del constitucionalismo centrado en el Estado, no niegan que las constituciones puedan surgir en contextos y sistemas no estatales[85]. Estos autores, pese a la diversidad de posiciones, comparten la idea de que las constituciones no estatales están llamadas a restablecer la unidad de la toma de decisiones políticas, unidad que ha sido socavada a nivel estatal por la diferenciación funcional típica de la modernidad.
Además, sostienen que se están desarrollando nuevas formas de normatividad no estatal o híbrida (derecho global), que no se pueden remontar al derecho internacional clásico (entendido como derecho interestatal), y que además están experimentando un proceso de constitucionalización progresiva. Este proceso se desarrollaría, en primer lugar, en el plano estructural, mediante el establecimiento de normas de ius cogens, en principio válidas erga omnes; mediante la difusión de modelos participativos, que se podrían extender también a los actores no estatales; la introducción de jerarquías normativas; el giro de los esquemas de decisión estrictamente intergubernamentales hacia los mayoritarios; la judicialización; las mayorías cualificadas para la modificación de determinados tratados; así como a través del aumento del papel que tienen las organizaciones internacionales. Este proceso también tendría lugar a nivel funcional, con el progresivo reconocimiento y protección de los derechos; y también con la extensión de la regulación internacional a ámbitos que antes se enmarcaban en el dominio exclusivo de los sistemas nacionales (como la economía, el medio ambiente, la salud y la seguridad).
En este contexto, algunos autores han defendido una especie de neomonismo constitucional, que identifica la Carta de las Naciones Unidas con el núcleo de una constitución global. Otros sostienen que está emergiendo un derecho constitucional global o internacional que, si bien no sustituye al nacional, se sitúa junto a él, desempeñando funciones compensatorias en determinados sectores o ámbitos; funciones que las constituciones nacionales ya no pueden realizar con eficacia[86]. De manera simplificada, puede afirmarse que esta última línea doctrinal amplía, a un nivel global, el modelo del “constitucionalismo multinivel”; modelo que, al menos hasta principios de la década de 2000, se configuraba como paradigma teórico dominante a los efectos de interpretar la integración y la constitucionalización europeas[87].
Pero incluso estos enfoques parecen ser intentos de reductio ad unum, una especie de unitas multiplex que vincula a los actores y a los sistemas jurídicos en una intrincada red de relaciones intersistémicas. Esta red ––en la que las fuentes de legitimidad del poder son principalmente formales–– encuentra, no obstante, en última instancia, su punto de referencia en un tipo de razón procedimental à la Habermas. En este sentido, los defensores del constitucionalismo internacional parecen compartir la creencia de que unas estructuras institucionales adecuadas, con los métodos “correctos” y el grado de implicación procedimental de los actores relevantes ––adaptados a los modelos occidentales de derecho público liberal––, pueden producir un derecho constitucional sustantivo ––o al menos público[88]–– legitimado a nivel global; basado, a su vez, en un conjunto de compromisos universales como los principios de legalidad, subsidiariedad, participación, garantía de los derechos.
Esta concepción habermasiana es compartida en sentido amplio por una tercera vertiente, el llamado derecho administrativo global que, sin recurrir (e incluso rechazando explícitamente) la terminología y las aspiraciones constitucionalistas, reúne a juristas de Derecho Público que creen posible trasladar los principios y categorías más generalizables de los distintos derechos administrativos nacionales a la organización y el funcionamiento de las organizaciones internacionales (y, en general, de las formas más recientes de organización global). Los partidarios del derecho administrativo global afirman que no sería un derecho constitucional, sino un derecho administrativo global ––en cierta medida ya establecido en la práctica y en los textos de los instrumentos pertinentes del derecho internacional, en las relaciones entre los organismos administrativos nacionales e internacionales–– el que cumpliría la función esencial de resolver los conflictos intersistémicos.
Este derecho administrativo global debería codificar ciertos principios de la acción administrativa, como el procedimiento justo, la motivación, la notificación y trámite de alegaciones, la obligación de consulta a los expertos, el principio de proporcionalidad y el respeto de los derechos fundamentales. Incluso las corrientes que insisten en el diálogo judicial y en el desarrollo de la llamada comitología representan una forma particular del derecho administrativo global, en la que los órganos judiciales y parajudiciales se consideran como organismos especializados sin legitimidad democrática directa, vinculados en redes transnacionales.
El CS sostiene que las líneas doctrinales del constitucionalismo internacional y del derecho administrativo global comparten algunas limitaciones fundamentales. En primer lugar, todavía se encuentran excesivamente centrados en los procesos políticos de constitucionalización (es decir, los que se vinculan directa o indirectamente a los actores estatales) que tienen lugar a nivel internacional y transnacional. En segundo lugar, basan sus construcciones principalmente en las nociones formales y procedimentales de legitimidad. En otras palabras, al descuidar la realidad social de la diferenciación funcional a nivel transnacional, se ocupan de los sistemas normativos vinculados más o menos directamente a la producción jurídica estatal, permaneciendo esencialmente ciegos a los sistemas privados o híbridos o, como máximo, limitándolos al papel de generadores de impulsos periféricos. Esto se deriva del doble postulado ––de algún modo vinculado todavía al modelo de constitucionalismo centrado en el Estado de que: 1) la constitución es (y no puede dejar de ser) sinónimo de unidad; y 2) existe una especie de vacío normativo-constitucional a nivel transnacional, que debe ser completado por el discurso político. De este modo, el constitucionalismo internacional queda atrapado en sus propias aspiraciones normativas: las de responder a los procesos de desconstitucionalización a nivel nacional y a la llamada fragmentación del derecho internacional.
Por el contrario, el CS se basa en un pluralismo radical, y también ––y sobre todo–– en los espacios transnacionales. La política es tan solo uno de los sistemas funcionales a nivel global. En este sentido,
No es de extrañar, entonces, que solo en los últimos tiempos algunos exponentes del constitucionalismo global hayan defendido explícitamente su ampliación para abarcar la cuestión social[90]. Por otro lado, el CS sostiene que la fragmentación funcional ––de la cual la fragmentación/pluralización del derecho internacional es solo una manifestación[91]–– no tiene por qué volver a la unidad mediante una (imposible) constitución global. Más bien, esta fragmentación tiene que gestionarse y, hasta cierto punto, hacerse inofensiva, por así decirlo, mediante las colisiones mutuas y el desarrollo de diversas formas de interlegalidad[92]. La producción de estas últimas se lleva a cabo no solo entre los ordenamientos de base política (nacionales e internacionales), sino también entre los ordenamientos políticos y funcionales; así como entre todos ellos y el derecho de los sistemas culturales (derechos indígenas y religiosos, sobre todo).
Resulta significativo que, a medida que se ha hecho más evidente la ausencia de jerarquías normativas claras en el sistema multinivel europeo, el CS se ha ido empleando como marco teórico para interpretar la integración de la UE[93]. Del mismo modo, en años más recientes se puede constatar un cierto grado de convergencia entre las corrientes del constitucionalismo global, por un lado, y el pluralismo jurídico influenciado por el CS, por otro[94]. Por último, como se ha visto anteriormente, el CS trata seriamente la cuestión de la democratización efectiva de las esferas extraestatales (planteada por el constitucionalismo centrado en el Estado); tratando además de ofrecer respuestas sustantivas. Este enfoque sustantivo del problema de la legitimidad democrática de las constituciones civiles distingue aún más al CS del constitucionalismo internacional, especialmente del derecho administrativo global.
4.3. Constitucionalismo contestatario/material.
La expresión constitucionalismo contestatario (o material) se refiere aquí a las posiciones que, aunque con enfoques diferentes, comparten una crítica radical respecto del constitucionalismo liberal-democrático y estatal, generalmente desde la perspectiva de las teorías neomarxistas o neogramscianas[95]. Estas líneas doctrinales ven el constitucionalismo estatal como un instrumento de perpetuación de la hegemonía neoliberal y como un obstáculo para el potencial emancipador del constitucionalismo moderno, cada vez más absorbido por formas, procedimientos y construcciones simbólicas producidas y/o controladas por las élites sociales[96].
Estas corrientes también expresan un gran interés respecto al uso estratégico e instrumental del derecho, con el fin de desafiar las estructuras hegemónicas establecidas como resultado de la globalización. Además, suelen criticar a las distintas corrientes del constitucionalismo global por ignorar las bases materiales de la legitimidad constitucional y la cuestión relativa a la manera en que los ordenamientos jurídicos, en condiciones de pluralismo creciente, moldean las formaciones sociales[97]. Sin embargo, consideran a la globalización como una oportunidad para vincular movimientos que pretenden democratizar todas las esferas sociales. Es evidente que el constitucionalismo contestatario/material tiene varios puntos en común con el CS, especialmente si se enmarcara a este último en la línea de la critical legal theory. No obstante, merece la pena mencionar algunas diferencias importantes.
En primer lugar, la crítica de autores como de Sousa Santos ––que también se ocupa del trilema regulatorio (véase más arriba 1) del Estado de bienestar[98]–– se caracteriza por sus oposiciones binarias, demasiado claras en su exclusión mutua (regulación/emancipación; globalización hegemónica/contra-globalización). En efecto, la emancipación no excluye, sino que requiere la regulación, es decir, la posición del derecho. Si bien las expectativas y reivindicaciones sociales son un punto de partida para establecer procesos de autorreflexión en los sistemas funcionales, estas no pueden crear por sí mismas un derecho válido. En segundo lugar, aunque se reconoce que el derecho desempeña un importante papel estratégico ––y de hecho celebra el surgimiento de una pluralidad de órdenes alternativos al del Estado––, de Sousa Santos subestima la autonomía operativa de la dinámica interna del derecho y su universalidad como condición de la posibilidad, más allá de las pretensiones emancipadoras particularistas[99]. Al subestimar la forma en que el derecho “regula la sociedad, regulándose a sí mismo” y, en general, el formalismo jurídico, el constitucionalismo contestatario acaba por socavar su propio objetivo fundamental, a saber, el uso estratégico del derecho para la consecución de la emancipación social.
La obra de otro autor que se remonta al constitucionalismo contestatario, Toni Negri, también encuentra varios puntos de contacto con el CS, ya que propone una noción en cierta medida similar a la del poder constituyente[100]. Además, tanto el autor mencionado como el CS han explorado la crisis del derecho positivo del Estado como resultado de los procesos de globalización, así como la crisis de la distinción público/privado, al menos en relación con los Estados. Pero precisamente en este último punto aumenta la distancia entre los dos pensamientos. Negri sostiene que lo privado es una categoría que se debe abandonar, por ser consustancial a las dinámicas de opresión y sometimiento social; y la distinción público/privado debería ser superada, para ser absorbida por la categoría de lo común. Mientras reproduzcan la distinción público/privado, las constituciones estarían siempre al servicio de la propiedad privada y de las peores dinámicas derivadas de los procesos capitalistas. Como tales, serían incapaces de liberar (e incluso pueden representar un obstáculo para) las energías constitutivas de la sociedad. En términos más generales, según Negri, el CS subestima la transformación social radical requerida por la abolición de la propiedad privada, ya que
En efecto, para el CS, la distinción público/privado no debe ser superada, sino que debe generalizarse y re-especificarse dentro de cada sistema funcional. No se trata de subestimar los efectos que la propiedad privada tiene en el conjunto de la sociedad. Si bien Negri considera que es posible seguir garantizando ciertos ámbitos de libertad y autonomía, eliminando el concepto de privacidad, el CS sostiene que dicha eliminación no garantizaría la autonomía funcional de los distintos sistemas frente a las tendencias colonizadoras recíprocas. En la sociedad contemporánea, la diferenciación funcional no se pierde por el mero hecho de eliminar la propiedad privada, sino que depende de la autonomización de los discursos y racionalidades que permite la globalización.
El riesgo para la sociedad global no se encuentra solo en su economización, sino también en la politización, la cientificación, la informatización y, más generalmente, en todos los fenómenos de corrupción/colonización estructural. Ciertamente, la distinción público/privado ––esto es, la dialéctica entre las esferas organizadas o decisorias y las esferas espontáneas–– hace posible la autocontestación y la autosubversión de los sistemas y, en última instancia, sirve para empujarlos al autocontrol. Sin ella, las funciones constitutivas pueden ser posibles, pero no así las limitativas. La “multitud” puede desempeñar su papel constituyente y provocador pero, como tal no funda/constituye realmente los derechos, en especial mientras que su protección quede sujeta solo a la reacción de la propia multitud y no a los procesos operativos autónomos del derecho en un sistema determinado.
Aquí radica otra sutil, pero importante, diferencia. Para Negri, el poder constituyente de la multitud tiene un carácter omnívoro, ya que absorbe toda defensa de lo común y, en última instancia, disuelve en su interior cualquier poder constituido, configurándose como una especie de revolución permanente. Al contrario, para el CS, el ejercicio del pouvoir constituant sigue siendo funcional a la posición/subversión permanente del derecho producido por el pouvoir constitué y por los diversos “gobiernos privados” de cada sistema. Además, como se ha visto anteriormente, se mantiene viva una distinción entre el pouvoir constituant como energía comunicativa permanente dentro de cada sistema y el momento (o los momentos) constitucionales; una distinción que también han pasado por alto otras corrientes del constitucionalismo material[102].
En este punto, es posible vincular el CS con el tema de la justicia. En efecto, existe un vínculo entre la concepción del poder constituyente (o provocador) del CS ––entendido este como energía comunicativa que contribuye permanentemente a la autorrenovación de un sistema y de su derecho––, con la concepción de (in)justicia: el “parásito necesario” de todo sistema jurídico, que fuerza continuamente errores y rupturas en las cadenas de los actos jurídicos. El CS no rechaza, sino que se inspira en
«lo que Ernst Bloch llamaba el “not yet” de la justicia, o lo que Jacques Derrida llamaba la «imposibilidad» de una justicia “yet to come”» [e] «implica (...) una idea de lucha por la democratización, reorganización y transformación de las actuales instituciones constitucionales regionales y transnacionales, y la creación de nuevas intuiciones constitucionales democráticas junto a ellas»[103].El poder constituyente y la justicia están, por tanto, íntimamente conectados y se encuentran en el núcleo de los procesos de subversión, a través de los cuales el derecho trasciende y vuelve a sí mismo, influyendo en la sociedad sin dejar de ser distinto de esta[104].
Resumen: Este trabajo ofrece un esquema y una sistematización exhaustivos del constitucionalismo social (CS); siendo este uno de los principales marcos metodológicos de la teoría del Derecho contemporánea, empleado para analizar la aparición de fenómenos constitucionales, especialmente más allá de los ordenamientos jurídicos estatales. Después de una introducción (sección 1), la segunda sección explica la rama analítica del CS, que, por un lado, de-construye algunos principios del constitucionalismo tradicional centrado en el Estado (2.1); y, por otro, identifica las funciones, arenas, procesos y estructuras necesarios para que un sistema sea constitucionalizado (2.2.). La tercera sección se ocupa de la rama normativo-prescriptiva del CS, señalando algunas propuestas de política normativa dirigidas, en particular, al aumento de las capacidades de autolimitación de los sistemas sociales (3.1); así como al desarrollo de un nuevo derecho de colisiones intersistémicas (3.2). Por último, la cuarta sección aborda algunos enfoques alternativos y críticas al CS, haciendo hincapié en las que provienen de los defensores del constitucionalismo centrado en el Estado (4.1); del constitucionalismo internacional/global (4.2); y del constitucionalismo contestatario o material (4.3).
Palabras claves: Pluralismo jurídico, constitucionalismo sociológico, derecho global, teoría de los sistemas, democracia más allá del Estado.
Abstract: The entry provides a comprehensive outline and systematisation of societal constitutionalism (SC), one of the main frameworks in contemporary legal theory to analyse the emergence of constitutional phenomena, especially beyond state legal orders. After an introduction in section 1, section 2 explains SC’s analytical limb, which on the one hand de-constructs some tenets of traditional state-centred constitutionalism (2.1); and on the other hand individuates the functions, arenas, processes, and structures for a system to be constitutionalised (2.2). Section 3 turns to SC’s normative limb, pointing to some legal policy proposals, aimed in particular at the increase of social systems’ capacities of self-limitation (3.1); and at the development of a new law of inter-systemic collisions (3.2). Section 4 finally addresses some competing approaches and criticisms, especially those coming from the proponents of state-centred constitutionalism (4.1); of internation-al/global constitutionalism (4.2); and of contestatory/material constitutionalism (4.3).
Key words: Legal pluralism, sociological constitutionalism, global law, systems theory, democracy beyond the state.
Recibido: 15 de abril de 2021
Aceptado: 30 de abril de 2021
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[19] G. TEUBNER, “Constitutionalising Polycontexturality”, cit. ; G. TEUBNER, “Exogenous Self-binding: How Social Systems Externalise Their Foundational Paradox”, en G. CORSI y A. FEBBRAJO (eds.), Sociology of Constitutions , Routledge, Abingdon, 2014, pp. 30-48.
[20] Véase más adelante el punto 4.2.
[21] M. KOSKENNIEMI, From Apology To Utopia. The Structure of International Legal Argument , Cambridge University Press, 2ª ed., Cambridge, 2005, p. 568 y nota 7.
[22] Véase más adelante el punto 3.2.
[23] A. VON BOGDANDY y S. DELLAVALLE, “The Lex Mercatoria of Systems Theory: Localisation, Reconstruction and Criticism from a Public Law Perspective”, Transnational Legal Theory , núm. 4, 2013, pp. 59-82, p. 80.
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[26] C. THORNHILL, “Towards a Historical Sociology of Constitutional Legitimacy”, cit. , pp. 169 y ss.
[27] G. TEUBNER, “Societal Constitutionalism: Nine Variations on a Theme by David Sciulli”, en P. BLOKKER y C. THORNHILL (eds.), Sociological Constitutionalism , Cambridge University Press, Cambridge, 2017.
[28] G. TEUBNER, “Societal Constitutionalism: Nine Variations on a Theme by David Sciulli”, cit.
[29] G. TEUBNER, Constitutional Fragments… cit. , pp. 88-102; y “ Quod omnes tangit : Transnational Constitutions Without Democracy?”, Journal of Law and Society , núm. 45, 2018, pp. 5-29.
[30] G. TEUBNER, “Self-constitutionalization of Transnational Corporations? On the Linkage of 'Private' and 'Public' Corporate Codes of Conduct”, cit.
[31] Véase más adelante el punto 4.1.
[32] V. KARAVAS y G. TEUBNER, “ The Horizontal Effect of Fundamental Rights on 'Private Parties' within Autonomous Internet Law”, Constellations , núm. 12, 2005, pp. 262-282; G. TEUBNER, “ Quod omnes tangit : Transnational Constitutions Without Democracy?”, cit.
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[34] G. TEUBNER, Constitutional Fragments… cit. , pp. 157-158, 171-173.
[35] G. TEUBNER, “Self-Subversive Justice: Contingency or Transcendence Formula of Law?”, Modern Law Review , núm. 72, 2009, pp. 1-23.
[36] G. TEUBNER, “Societal Constitutionalism and the Politics of the Commons”, Finnish Yearbook of International Law , núm. 21, 2012, pp. 2-15; y “Exogenous Self-binding: How Social Systems Externalise Their Foundational Paradox”, cit.
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[38] I. KAMPOURAKIS, “Bound by the Economic Constitution”… cit. , p. 317.
[39] C. THORNHILL, “The Citizen of Many Worlds: Societal Constitutionalism and the Antinomies of Democracy”, Journal of Law and Society , núm. 45, vol. 4, 2018, pp 73-93.
[40] D. SCIULLI, Theory of Societal Constitutionalism: Foundations of a Non-Marxist Critical Theory , cit. , pp. 160-161.
[41] G. TEUBNER, “ Quod omnes tangit : Transnational Constitutions Without Democracy?”, cit.
[42] G. TEUBNER, “Societal Constitutionalism and the Politics of the Commons”, cit.
[43] E. A. CHRISTODOULIDIS, “The Myth of Democratic Governance”, en P. F. KJAER (ed.), The Law of Political Economy: Transformation in the Function of Law , Cambridge University Press, Cambridge, 2020, pp. 62-88, p. 82.
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[45] G. TEUBNER, “Societal Constitutionalism without Politics? A Rejoinder”, Social & Legal Studies , núm. 20, vol. 2, 2011, 248-252, p. 250.
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[47] Véase más adelante en detalle el punto 4.1, sobre la cuestión del poder constituyente a nivel global.
[48] G. TEUBNER, Constitutional Fragments… cit. , pp. 102-110.
[49] G. TEUBNER, Constitutional Fragments… cit. , p. 104.
[50] Véase más adelante el punto 4.3.
[51] N. LUHMANN, “Two Sides of the State Founded on Law”, en N. LUHMANN (ed.), Political Theory in the Welfare State , de Gruyter, Berlin, 1990, pp. 187-202.
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[73] G. TEUBNER, Constitutional Fragments… cit. , pp. 62 y ss.; K. MÖLLER, “From Constituent to Destituent Power Beyond the State”, Transnational Legal Theory , núm. 9, 2018, pp. 32-55.
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[85] A. F. JR. LANG y A. WIENER (eds.), op. cit.
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[88] A. V ON BOGDANDY, M. GOLDMANN, I. VENZKE, op. cit.
[89] G. TEUBNER, Constitutional Fragments… cit. , pp. 50-51.
[90] A. PETERS, “Global Constitutionalism: The Social Dimension”, en T. SUAMI, M. KUMM, A. PETERS y D. VANOVERBEKE (eds.), Global Constitutionalism from European and East Asian Perspectives , Cambridge University Press, Cambridge, 2018, pp. 277-350.
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[92] Véase más arriba el punto 3.2.
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[101] A. NEGRI, “The Law of the Common: Globalization, Property and New Horizons of Liberation”, cit. , p. 25.
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[103] T. KOCHI, op. cit. , p. 503.
[104] G. TEUBNER, “Self-Subversive Justice: Contingency or Transcendence Formula of Law?”, cit.