"ReDCE núm. 36. Julio-Diciembre de 2021"
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Aunque pudiera pensarse que el interés sobre la paz se ha reflejado de manera inexorable en las elaboraciones jurídicas, lo cierto es que no siempre las relaciones entre la paz y el Derecho han sido abordadas con idéntica intensidad y que la escasa atención que en ocasiones se le presta a la convivencia o a la solución pacífica de los conflictos o su escueta ignorancia, comparten espacios con reflexiones que, por el contrario, le asignan a la paz una destacada importancia y un papel tan relevante que hace de ella una de las categorías fundamentales del Derecho. Sea que a la paz se le otorgue un papel relevante o uno secundario, no se puede negar que mantiene un importante vínculo con el Derecho, nexo incluso intensificado en los últimos tiempos y que ha dado lugar a que se pueda hablar de un pacifismo jurídico que entre sus múltiples exponentes tiene a Hans Kelsen, Norberto Bobbio y Luigi Ferrajoli como autores sobresalientes.
Luigi Ferrajoli forma parte de la línea de pensamiento “que encuentra su reflejo” en las obras de Hans Kelsen y Norberto Bobbio, en la medida en que “de los trabajos de estos tres importantes autores puede trazarse una cadena directa de influencias”, lo que no impide reconocer “que existen también diferencias significativas que se deben, en parte a los distintos contextos histórico-políticos que les ha tocado vivir y a la manera en que la guerra ha sido concebida y practicada en esos contextos” [1].
Así, para Kelsen “los años treinta y los primeros años cuarenta del pasado siglo habían representado, como para tantos europeos, un radical cambio en su vida, un punto de inflexión constituido por el derrumbe de su mundo personal y profesional” que le llevó a emprender el camino del exilio y “a vivir como una víctima más la intolerancia creciente”, lo cual quizá “dejara una huella indeleble en su memoria y se desarrollara en su obra escrita”, de la que “ya en los primeros años treinta del siglo XX”, tenía “perfectamente trazadas las líneas maestras de su famosa teoría iusirenista” [2]. Bobbio, por su lado, “desarrolló buena parte de su vida adulta en el clima envenenado de la guerra fría, con la permanente amenaza del estallido de la bomba nuclear que podía significar un punto de no vuelta atrás, por conducir a la aniquilación de la humanidad al completo” [3] y Ferrajoli, nacido en la ciudad italiana de Florencia en 1940, sitúa su producción “ya al final del siglo XX y a principios del XXI, en plena crisis del Estado de Derecho y de la democracia producida por las dinámicas de la globalización neoliberal” [4].
El aporte de Ferrajoli es de mayor actualidad y advirtiéndose en su fondo las influencias kelsenianas y las de Bobbio, de quien fue discípulo, ha desarrollado un pacifismo jurídico calificado por Pisarello como “militante” [5], en cuyo centro se encuentran tanto el constitucionalismo como las discusiones que el papel de las constituciones normativas ha generado en los ámbitos de la teoría y la filosofía del Derecho de los tiempos que ahora corren, signados por las nuevas guerras, la globalización de la economía, la profundización de la desigualdad y los problemas asociados al deterioro del medio ambiente. Este trabajo se dedica a indagar acerca del pacifismo jurídico de Ferrajoli, habida cuenta de sus singulares connotaciones y del “compromiso civil incansable” asumido por el profesor de Roma que, al decir de Ruiz Manero, le ha llevado a participar “en mil batallas, tanto de ámbito italiano, como de ámbito global” [6].
2.1. El carácter artificial del Estado y la paz.
Consecuente con sus convicciones positivistas, Ferrajoli considera que el Estado es un artificio creado por el hombre y para el entendimiento de esta invención humana se apoya en la filosofía contractualista, en la cual la democracia constitucional tendría su ascendiente. Singular atención le merece la teoría pacticia de Hobbes que, aun cuando puesta al servicio del absolutismo monárquico, provee una metáfora explicativa del tránsito del bellum omnium al Leviatán o individuo artificial, dotado de mayor fuerza y tamaño que los asociados e instaurado para su protección y defensa [7].
El Estado no es una realidad perteneciente a la naturaleza y más bien lo natural estaría dado por el enfrentamiento, la guerra de todos contra todos, la imposición del más fuerte, la amenaza y el riesgo permanente, factores que supeditarían a los seres humanos a sobrellevar una existencia insegura y azarosa. Esta situación les habría impulsado a contratar con sus semejantes y a acordar un pacto contentivo de las cláusulas destinadas a confiarle al soberano la protección de los derechos, a empezar por la vida, cuyo aseguramiento, según la versión hobbesiana, justificaría la salida del estado de naturaleza y la construcción del hombre ficticio guarnecido con los poderes indispensables para tutelar la supervivencia de todos.
La garantía de la existencia lleva a la búsqueda de la paz como objetivo, “ya que la superación de la guerra propia del estado de naturaleza es indispensable para la garantía del derecho a la vida, el cual, a su vez, es una condición indispensable para la paz” relacionada mediante un nexo instrumental con el Estado que, desde sus principios, tuvo la misión de lograr la unificación interna, pero también el encargo de constituirse en medio adecuado respecto de la finalidad de asegurar la convivencia pacífica [8].
La anotada condición instrumental comprueba que el Estado no halla justificación en sí mismo ni, por lo tanto, su valor es intrínseco, más aún, no siendo “ni un fin, ni un valor”, es apenas “un producto fabricado por los hombres” que toma su legitimación del fin externo que está llamado a satisfacer, fin que no es diferente a estar al constante servicio de “los hombres naturales” que “con su acuerdo lo produjeron” [9], a tal punto que cuando el Estado se aparta de su cumplimiento “legitima la ruptura del pacto y el ejercicio del derecho de resistencia” [10].
La legitimidad del Estado no proviene de arriba, sino de abajo y, por ello, su justificación no es teológica ni naturalista y, lejos de ser una “personificación de toda la sociedad”, surge de esta “entendida como suma heterogénea de personas, de fuerzas y clases sociales”, de tal modo que lo natural son los sujetos “y sus necesidades vitales”, en tanto que lo convenido y artificial es el conjunto de poderes instituidos para el cuidado y protección de las expectativas de la gente que, aun cuando comprendidas al inicio bajo la denominación de derechos “innatos o naturales”, han de ser entendidas por fuera de su original marco iusnaturalista como derechos pre-estatales o pre-políticos, “en el sentido de no haber sido fundados por esa criatura que es el Estado” y de ser fundamentales o fundantes “de su razón de ser”, en cuanto “parámetros externos y objetivos de su organización, delimitación y disciplina funcional” [11].
Cuando en dirección contraria a la destacada, el Estado se sobrepone a la sociedad erigiéndose en un ente auto-justificado, las “perversiones autoritarias”, las “tentaciones totalitarias” [12], la subordinación de las personas y la instrumentalización de sus expectativas pasan a ocupar el primer plano, junto a la exaltación de la fuerza y de la guerra, así como a una visión de la paz y de la convivencia asimiladas al orden coercitivamente impuesto desde el poder refractario al disenso, proclive a la uniformización e inclinado a la estigmatización del individuo tenido por diferente en relación con los patrones de normalidad propugnados.
Con razón ha escrito Ferrajoli que detrás de la pretendida homogeneidad social se esconden concepciones organicistas y metafísicas que reducen o directamente desconocen la finalidad garantista de la organización política estatal, al paso que ignoran “los conflictos políticos, culturales y sociales” que atraviesan la sociedad [13] y que deben ser objeto de consideración si lo buscado es asegurar la paz interna, no mediante la implementación de un orden impuesto, sino con base en el desarrollo de garantías que le abran espacio al afianzamiento de la paz social, ya que esta es “tanto más sólida y los conflictos tanto menos violentos y perturbadores cuanto más están extendidas” y son efectivas las garantías de los derechos vitales” [14].
2.2. La artificialidad del Derecho y la paz.
El carácter artificial del Estado también es predicable del Derecho que “nunca es natural” y debido a eso “es como lo hacemos y, por tanto, como lo queremos, lo pensamos y lo reivindicamos” [15]. En la cultura moderna el Derecho igualmente encuentra explicación en el contractualismo de estirpe hobbesiana, pues se justifica “como remedio al bellum omnium, gracias al cual se produce la superación del estado de naturaleza en el estado civil”, que solo consiente la fuerza en la medida necesaria y la sujeta a reglas jurídicas cuya misión es regular su uso legítimo [16].
La relación entre el Derecho y la guerra se plantea así con la intensidad de un contraste radical, ya que la guerra, como la criminalidad homicida y cualquiera otra forma de violencia salvaje “es violencia desregulada”, es decir, no sometida a reglas, lo cual se traduce en la total ausencia del Derecho que, en su prístino sentido, es “una técnica para la solución pacífica de las controversias y para la regulación y limitación del uso de la fuerza”, definición de la que se deriva un primer entendimiento de la paz como “expectativa del único uso de la fuerza que está previsto por el Derecho como efecto de un posible ilícito, bien sea una sanción, una intervención de la policía o una legítima defensa proporcionada a la ofensa” [17].
Si la guerra consiste en la ausencia del Derecho, propia del estado de naturaleza “prejurídico y salvaje”, la paz, por el contrario, “es una construcción confiada por la razón a ese artificio que es, precisamente, el Derecho”, asimilado a instrumento de la convivencia pacífica “que se disuelve como ordenamiento cuando la guerra deja de considerarse jurídicamente ilícita” [18]. La paz deviene así en “esencia íntima” del Derecho [19] y “uno y otra se implican recíprocamente” [20], pues “el Derecho es el único instrumento racional de pacificación y civilización de los conflictos y la única alternativa realista a la guerra y a la ley del más fuerte” [21].
Evidencia del papel asignado al ámbito jurídico en relación con la paz se tiene en el Derecho penal claramente orientado hacia el propósito “utilitario y garantista” de minimizar la violencia [22], lo que lo define y justifica como alternativa a la guerra y a la arbitrariedad, en la medida en que evita la venganza o la reacción desmesurada o excesiva, inspirada en la lógica de la confrontación violenta. Por obra del Derecho penal se busca impedir “que los ciudadanos recurran a la violencia, ya sea la de los delitos, la de la justicia por propia mano o la de la justicia sumaria” [23].
Se trata, entonces, de minimizar la violencia generada por los delitos o por las respuestas informales a los mismos, sean venganzas, arbitrariedades o abusos policiales [24] y, en suma, de mermar o disminuir la violencia privada, pero no solo, puesto que de las finalidades del Derecho penal también forma parte la minimización de la violencia pública, aspecto este último demostrativo de su conexión con “la función garantista del Derecho en general” consistente en la “minimización del poder” que, de otra manera, sería absoluto en cualquiera de los escenarios en los que puede ejercerse, sean privados o públicos [25].
En efecto, Ferrajoli enseña que “todo el artificio jurídico” se justifica “como técnica de minimización del poder, en otro caso absoluto y salvaje”, trátese de los poderes públicos “tal como se expresan en las arbitrariedades políticas y en los abusos policiales, administrativos o judiciales” o de los poderes privados “tal y como se manifiestan en el uso de la fuerza física, en la explotación del trabajo y en las infinitas formas de opresión familiar, de dominio económico y de abuso interpersonal”. La minimización perseguida en ambos casos consiste en la “igual garantía y maximización de las tutelas de los derechos fundamentales y de la correlativa limitación y/o funcionalización a éstos de las situaciones jurídicas de poder” [26].
De los planteamientos precedentes emana una visión desfavorable de lo que es el poder y así lo confirma Ferrajoli al aseverar que, a diferencia del totalitarismo basado en una concepción optimista del poder tenido por bueno y dotado de valor ético “gracias a la fuente de legitimación de quien lo posee”, el garantismo parte de un presupuesto distinto que es “siempre una concepción pesimista del poder como malo, sea quien fuere el que lo posee, puesto que se halla expuesto en todo caso, a falta de límites y de garantías, a degenerar en el despotismo” [27]. Patente surge, entonces, la idea de los límites y garantías que, de inmediato, evoca el ya destacado concepto de constitucionalismo como sistema jurídico equivalente “a un conjunto de límites y vínculos, no solo formales, sino también sustanciales, rígidamente impuesto a todas las fuentes normativas por normas supraordenadas” [28].
2.3. La Constitución y la paz.
El carácter supraordenado y la rigidez a su turno conducen al concepto de constitución, vocablo mediante el cual se designa, en términos generales, “a cualquier estatuto de una institución política, cuyas normas, sean cuales fueren sus contenidos, están supraordenadas, como normas formales y/o sustantivas sobre la producción a cualquiera otra norma del ordenamiento” [29]. A renglón seguido nuestro autor precisa que la constitución para ser democrática requiere agregar en la misma definición, como condiciones
Así las cosas, el acto mediante el cual se ejerce el poder constituyente generador de las normas sobre la producción jurídica y que se imputa a un sujeto constituyente, que “si el acto es democrático, es el pueblo” [31], ha de entenderse como un pacto de convivencia, “mediante el que resultan rígidamente establecidos límites y vínculos a cualquier autoridad, con lo que toda autoridad aparece constituida como autoridad limitada” [32] por barreras formales y también por las sustanciales de las cuales hace parte la paz que en las constituciones de la segunda posguerra mundial aparece como límite, al lado de la separación de poderes y de la garantía de todos los derechos fundamentales [33].
El fundamento pacticio hace de las constituciones democráticas contratos fundantes “dirigidos a asegurar la paz y la convivencia civil”, predicado inscrito en la perspectiva filosófica formulada por Hobbes y “desarrollada después por el pensamiento ilustrado” que concibe al Estado y al Derecho como fenómenos artificiales y convencionales elaborados por los hombres para la tutela de sus necesidades y de los derechos que, históricamente, se han venido desplegando desde el derecho a la vida, pasando por los derechos de libertad y propiedad y por los derechos de carácter político y social, hasta los de última generación como la paz, conforme “se han añadido en las constituciones del siglo XX” [34].
Gracias a la positivación, los principios y derechos antes considerados naturales se vuelven positivos y, en razón de su rango constitucional, se imponen en primer lugar a los poderes públicos e incluso a la mayoría y al poder de revisión constitucional que no los tienen a su entera disposición, ya que las constituciones en su calidad de pactos dirigidos a asegurar la paz y la convivencia civil contienen el conjunto de las reglas del juego sustraídas a la modificación, derogación o debilitamiento por esos poderes que únicamente pueden “ampliarlos o reforzarlos” [35].
a) Constitución, derechos fundamentales y pueblo.
Pero no solo se trata del resguardo de lo sustancial frente a todos los poderes; dado que la universalidad de los derechos fundamentales radica su titularidad en el pueblo, vale decir “en todas las personas y/o ciudadanos”; además de reafirmar que, por no pertenecerles, las mayorías no pueden suprimirlos ni reducirlos, tienen el efecto de asignar “a todos los ciudadanos y a todas las personas a las que están conferidos una colocación a su vez supraordenada al conjunto de los poderes, públicos y privados, que están vinculados y dirigidos al respeto y la garantía de los derechos” [36].
La primacía de los derechos fundamentales sobre los poderes, la superioridad de las personas físicas “respecto de las máquinas políticas” y la prevalencia “de sus necesidades y voluntades sobre cualquier posible razón de Estado” [37] constituyen la contrapartida de la concepción pesimista del poder, porque “la idea del ‘poder malo’ tiende a asociarse a la de la sociedad buena”, en rotundo contraste con las tendencias totalitarias que a la supuesta bondad del poder contraponen la idea de una “sociedad mala”, dándole un giro pesimista a la situación que luego degenera en la subordinación de los derechos a intereses públicos considerados “superiores a ellos” [38].
El optimismo sociológico, por el contrario, se decanta en favor de la sociedad y de la universalidad de los derechos fundamentales, lo que se manifiesta en su titularidad radicada en el pueblo, esto es, en todas y en cada una de las personas y ciudadanos; situación que guarda la debida correspondencia con la finalidad del pacto constitucional que no puede dejar “de ser garantía para todos los jugadores, incluso para las minorías y las oposiciones” [39], arista esta última que nos deja ante dos aspectos que son de gran importancia en clave de paz: la noción constitucional de pueblo y las relaciones trabadas entre sus miembros.
La palabra pueblo hace pensar en un colectivo y, así mismo, en cierto sentido de unidad y de cohesión propiciada por algunos factores comunes a los asociados o compartidos por ellos. Esta pretensión ha sido asumida en forma radical por una tendencia bastante difundida en los dominios del Derecho público que hace de la homogeneidad social y cultural la base inesquivable de la constitución que, necesariamente, tendría que estar sustentada en vínculos pre-políticos configuradores de una identidad forjada a lo largo de una historia común, cuyos resultados se condensarían en la nación y en el Estado nacional basados en la homologación social y cultural surgida de las tradiciones, la cultura y los valores ampliamente compartidos.
En contra de esta concepción, Ferrajoli ha opuesto argumentos fundados en consideraciones fenomenológicas o de hecho que, a su juicio, históricamente desmienten la tesis de la homogeneidad como pre-condición de los Estados nacionales europeos, pues
e improbable resulta que
Ferrajoli señala que la efectividad de cualquier constitución reporta beneficios de “un cierto grado de cohesión social y prepolítica” y “alguna identidad colectiva representan los factores más seguros de la efectividad de cualquier constitución”, pero agrega que efectividad y legitimidad no son la misma cosa e invirtiendo la tesis criticada apunta que el sentido cívico y la común idea de pertenencia, así como el consenso en torno a valores políticos compartidos parece “bastante más un efecto que una precondición de la formación de nuestros Estados unitarios y de sus constituciones”. En este sentido, pueblos, naciones y tradiciones “han sido gran parte de una invención política, fruto de voluntades constituyentes y de convenciones constitucionales, no menos que los Estados nacionales y sus instituciones jurídicas” [41].
Si se acepta que ni la cohesión social y política, ni la legitimidad son presupuestos del pacto constitucional, sino que son posteriores a su estipulación, sobreviene una pregunta acerca de la manera como se afirman y radican “en el sentir común los principios y los valores de un pacto constitucional de convivencia” y la respuesta que ofrece Ferrajoli viene ligada a la común titularidad de la constitución y de los derechos universalmente conferidos, ya que es la igualdad en los derechos fundamentales y no una supuesta voluntad común afincada en una pretendida entidad colectiva orgánica “la que genera la unidad de un pueblo” y hace de la constitución “un patrimonio de todos”, sustraído a los poderes de la mayoría jurídicamente imposibilitada para suprimirlo o menoscabarlo [42].
De lo anterior se desprende que la constitución, al establecer la igualdad en los derechos, se erige en “la condición política y cultural del reconocimiento de los demás como iguales” y es, por ello, “el principal factor de la esfera pública y de la identidad colectiva de un pueblo” que, por lo tanto, no es un cuerpo político orgánico o “una suerte de macrosujeto dotado de una imposible e impensable identidad y voluntad unitaria”, sino “un sujeto colectivo cuyos componentes están unidos solamente por la titularidad de las mismas modalidades constituyentes o expectativas constituidas” [43], perspectiva que en el plano axiológico contrarresta la idea metafísica de la homogeneidad social y las concepciones tendencialmente autoritarias y totalitarias que suelen basarse en el carácter organicista del pueblo “como macrosujeto dotado de voluntad unitaria” [44].
La igualdad en los derechos sirve como garantía “de todas las diferencias de identidad personal” y esto es lo único que en realidad resulta indispensable “para la formación de identidades colectivas que se quieran fundar sobre el respeto recíproco en vez de sobre las recíprocas exclusiones generadas por las identidades étnicas, nacionales, religiosas o lingüísticas” [45].
b) Las relaciones entre los miembros del pueblo, la conflictualidad y las constituciones.
De conformidad con los anteriores planteamientos, las relaciones entre los miembros del pueblo se perciben de manera distinta a la derivada de una homogeneidad ilusoria y sesgada hacia el orden y la uniformidad impuesta desde las instancias del poder. En efecto, el fundamento axiológico de una constitución no se encuentra en una identidad inducida a fuerza de pretendidas semejanzas políticas, culturales o nacionales de las personas y/o ciudadanos, sino, todo lo contrario, “en su diversidad y en su virtual conflictualidad”, toda vez que una convención constitucional es “un pacto entre sujetos potencialmente antagónicos” [46].
En efecto, si el pacto constitucional se orienta hacia la convivencia civil de todos y al aseguramiento de la libertad de modo que sea compatible con la de todos los demás, el acuerdo ha de lograrse “entre sujetos y fuerzas políticas virtualmente contrapuestas y extremas”, de lo cual se sigue que si se pretende asegurar una paz que consista en “la limpieza del juego democrático y la solución pacífica e imparcial de los conflictos entre sujetos hostiles” no hay camino diferente a la tutela de “de todas las distintas e incluso opuestas identidades” y a asumir “por ello como su presupuesto esta su pluralidad y este su potencial conflicto” [47].
Las constituciones democráticas devienen, entonces, en pactos de convivencia “entre sujetos distintos y en otro caso enemigos”, así que desde un punto de vista hobbesiano pueden ser entendidas como contratos sociales vertidos en forma escrita,
La utilidad de las constituciones estriba en la garantía de los derechos de todos, incluso contra la mayoría, y en el afianzamiento de la convivencia pacífica “entre sujetos e intereses diversos y virtualmente en conflicto” [48], motivo por el cual son “pactos de no agresión y de socorro mutuo, cuya razón social es la garantía de la paz y de los derechos vitales de todos, tanto más esenciales cuanto mayores sean, por las fuertes desigualdades y diferencias, los peligros de guerra o de dominación” [49].
Como conclusión de lo precedente cabe sostener que la legitimación de las constituciones no se funda en el consenso popular, pues aunque sea deseable que todos los asociados o buena parte de ellos compartan permanentemente un sentimiento de adhesión a la constitución y al conjunto de los derechos fundamentales, lo cierto es que el fundamento de la legitimidad proviene de los contenidos sustanciales en la medida en que lo acordado se asegura a todos, puestos, por esta causa, en condiciones de igualdad.
No se trata, pues, de que las constituciones expresen la voluntad de todos, sino de que se garantice a todos, ni de que los derechos tengan aceptación unánime, sino de que sean otorgados a todos y tampoco se trata de que a la estipulación del pacto constitucional hayan concurrido todos, sin excepción, sino de que se acuerde la no exclusión de nadie. En síntesis, la no exclusión “no se refiere a la esfera de los contratantes, inevitablemente limitada a una asamblea más o menos representativa, o incluso, a un número restringido de constituyentes más o menos iluminados, sino más bien a las cláusulas del pacto” [50].
Visto lo precedente vuelve a confirmarse, esta vez desde la perspectiva constitucional, que la conceptualización de la sana convivencia y de la paz no evade la existencia de conflictos en el seno de la sociedad, puesto que, precisamente, lo que se procura es favorecer soluciones pacíficas adoptadas de conformidad con los dictados del Derecho y evitar que la fuerza se convierta en el principal medio para tratar las controversias, aunque en el plano jurídico se reserve un espacio limitado para su uso legítimo que ha de ser acotado y sometido a regulación.
La variedad y la diferencia emergen fortalecidas de estos planteamientos, pues, conforme ha sido puesto de manifiesto, el Derecho no está al servicio de una exclusiva concepción de la moral ni es instrumento de reforzamiento de alguna en particular, sino de la tutela de las personas físicas a las que debe proporcionarles paz y garantías de convivencia civil, procurando evitar que los asociados se causen daños entre sí o reduciendo los perjuicios que efectivamente se hayan ocasionado [51].
2.4. Derechos fundamentales, soberanía interna y paz.
Una vez examinado lo atinente al Estado, al Derecho y a la constitución surge con claridad que en el pensamiento de Luigi Ferrajoli tales conceptos mantienen vínculos entre sí y también con los derechos fundamentales y con la paz. Por lo que hace a los derechos fundamentales, su incorporación como parte sustancial de las constituciones posteriores a la segunda guerra mundial ha traído consigo importantes transformaciones y entre ellas especial relevancia tiene la producida respecto de la noción de soberanía interna.
Reiteradamente Ferrajoli ha puesto de manifiesto que el concepto jurídico y político de soberanía designa la suprema y superior potestad, “se remonta al momento de la aparición de los grandes Estados nacionales europeos” y ha acompañado el desarrollo de la organización estatal, conservándose en la actualidad como una especie de rezago iusnaturalista y “de residuo premoderno” [52], del que, sin embargo, se ha servido la concepción positivista del Estado que ha visto variar este concepto “de rasgos absolutistas” al compás de las distintas formas estatales que fueron sucediéndose en el tiempo, desde la soberanía como atributo del príncipe, hasta las concepciones “jacobinas, organicistas y democráticas en los orígenes de la soberanía nacional, más tarde de la soberanía popular, y finalmente en las doctrinas iuspublicistas decimonónicas del Estado-persona y de la soberanía como atributo o sinónimo del Estado” [53].
Pese a haberse mantenido y a haber asumido variadas formas, la soberanía interna ha avanzado en el proceso de su declinación y a tal grado que hoy en día es posible sostener “la tesis de la existencia de una antinomia irresoluble entre soberanía y Derecho” [54], acrecentada en la etapa del Estado constitucional de Derecho gracias a la penetración de “una racionalidad axiológica y sustantiva” en las constituciones, cuya superioridad y rigidez dieron al traste con la omnipotencia del legislador y la soberanía parlamentaria, de modo que el sometimiento del legislativo a dictados superiores se traduce en la inexistencia de poderes absolutos, pues todos quedan sujetos al Derecho, sin que, por ende, haya lugar para ejercer una soberanía ya vaciada de su contenido [55].
Aunque las constituciones todavía se refieren a la soberanía popular, Ferrajoli estima que esa alusión es “apenas un homenaje verbal al carácter democrático-representativo de los ordenamientos actuales”, porque después de radicar la soberanía en el pueblo, constituciones como la italiana, añaden que el pueblo la ejerce “en las formas y dentro de los límites de la Constitución”, de donde resulta que ni siquiera el pueblo es soberano en el viejo sentido de la expresión”, menos aún las mayorías, “puesto que la garantía de los derechos de todos -también frente a las mayorías- se ha convertido en rasgo característico del Estado democrático de Derecho” [56].
No obstante, todavía es factible atribuirle a la soberanía popular un significado positivo que la torne compatible con el paradigma constitucional y esta opción es la consecuencia de su nexo con los derechos fundamentales previstos en la constitución, dado que estos “dan formas y contenidos a la voluntad popular” que, en cuanto suma de las voluntades individuales, “no puede manifestarse libremente sin estar presidida por las garantías no solo de los derechos políticos y de libertad, sino también de los derechos sociales”. En este sentido la soberanía pertenece a todos los miembros del pueblo y equivale a la suma de “los poderes y contrapoderes” que son los derechos fundamentales, sean políticos, civiles, de libertad o sociales [57].
En la medida en que estos derechos se refieren al pueblo, es decir, “a todos y cada uno de sus miembros de carne y hueso”, equivalen “a otros tantos fragmentos de soberanía popular correspondientes a todos y a cada ciudadano” [58] y, de esta manera, su violación “es una lesión no solo a las personas que son sus titulares, sino también a la soberanía popular” [59], entendida de conformidad con el significado positivo aquí destacado y con el cual aún se puede “hacer uso de esta vieja palabra” [60].
La paz resultaría de hacer compatibles en el seno de la sociedad los fragmentos de soberanía correspondientes a cada uno, consideración en la cual se resume todo lo anterior y en cuyo fondo se aprecia un importante nexo entre la paz y los derechos fundamentales que no son caídos “del cielo” [61], sino el resultado de luchas sociales que históricamente han venido ampliando su catálogo y afianzando ese vínculo que, de acuerdo con Ferrajoli, se remonta al “criterio racional formulado por Thomas Hobbes mediante la justificación del Derecho y del Estado como instrumentos de la paz y de la tutela de la vida”, por cuanto “la paz, o sea, la superación de la guerra propia del estado de naturaleza, es indispensable para la garantía del derecho a la vida, la cual a su vez, es una condición indispensable para la paz” [62].
El artificio hobbesiano concebido para la tutela del derecho a la vida se extendió luego “a todos los derechos vitales cuya violación sistemática justifica la ruptura del pacto social” y, junto a la vida misma, comprendió el derecho “a la integridad personal y las libertades fundamentales frente a la ley del más fuerte propia del estado de naturaleza” [63]. Así, desde la tutela del derecho a la vida, la esfera pública y el papel garantista del Estado se han extendido, “ampliándose a otros derechos que en distintas ocasiones fueron afirmándose como fundamentales”, en un proceso que progresivamente ha incorporado los derechos civiles y de libertad, “por obra del pensamiento ilustrado y de las revoluciones liberales de las que nacieron las primeras declaraciones de derechos y las constituciones decimonónicas”, los derechos políticos “con la progresiva ampliación del sufragio y de la capacidad política”, el derecho a la huelga y los sociales en las constituciones del siglo XX, “hasta los nuevos derechos a la paz, al medio ambiente y a la información hoy objeto de reivindicación” [64].
La secuencia que va desde el derecho a la vida hasta los derechos que hoy reclaman su reconocimiento y constitucionalización es demostrativa de la experiencia histórica cumplida por el constitucionalismo que sugiere cuáles deben ser los fundamentos de los derechos fundamentales, entendiendo la expresión “fundamentos” en el sentido axiológico referente a la cuestión clásica “de carácter ético-político” expresada en el interrogante acerca de los derechos que deberían ser tutelados como fundamentales. La respuesta a esta pregunta exige formular “los criterios meta-éticos y meta-políticos idóneos para justificar su estipulación normativa, conforme a los fines o los valores ético-políticos que aquellos sean capaces de satisfacer” [65].
Ferrajoli ubica cuatro criterios axiológicos referidos “al valor de la persona humana asumida como fin y nunca como medio, según la clásica máxima de la moral kantiana”, que sirven “para determinar las opciones ético-políticas en favor de los valores de las personas, tales como la vida, la dignidad, la libertad y la supervivencia. Esos criterios son el nexo entre derechos fundamentales e igualdad, el nexo entre derechos fundamentales y democracia, el papel de los derechos fundamentales como leyes del más débil y el nexo entre derechos fundamentales y paz [66].
Tratándose del último criterio enunciado, el maestro italiano indica que deben garantizarse como derechos fundamentales todos los derechos vitales “cuya garantía es condición necesaria de la convivencia pacífica” y a continuación alude a los ya mencionados derechos a la vida e integridad personal, a los derechos de libertad, los civiles y políticos, así como a los “derechos sociales a la supervivencia”, importantes “en un mundo en el que sobrevivir es un hecho cada vez menos natural y progresivamente más artificial” [67].
La paz no sería factible sin la garantía de los derechos sociales, porque de la satisfacción de la salud, la educación, la subsistencia o la seguridad social “dependen los mínimos vitales que ya no están asegurados como antes por el trabajo individual en el cultivo de la tierra, precisándose, entonces, del aseguramiento de los derechos sociales, cuyo grado de garantía se encuentra en “correlación biunívoca” con el grado de paz, toda vez que “la paz social es tanto más sólida y los conflictos tanto menos violentos y estremecedores cuanto más amplias y efectivas sean las garantías de las mismas” [68].
Pero, en general, los “derechos vitales” son “condición de la paz” y a causa de su ausencia o de la falta de sus garantías “la convivencia degenera, por un lado, en la violencia y en la opresión de los más fuertes y, por otro lado, en la resistencia y la revuelta de los más débiles”. La violación de lo que es indecidible “se manifiesta en la violencia y genera violencia”, mientras que en las cuestiones que pueden ser objeto de decisión “es precisamente la garantía de la vida, de las libertades y de la supervivencia la que hace posible el disenso y el conflicto pacífico”, en la medida en que los derechos fundamentales propician que en el conflicto se manifiesten “libre y pacíficamente las diferencias personales y colectivas ––de opinión política, de cultura, de religión y similares–– y al mismo tiempo confrontarse y reducirse las desigualdades de carácter económico y social” [69].
La referencia a las desigualdades con la que culmina el párrafo anterior corrobora que los criterios propuestos para “identificar en el plano axiológico cuáles deben ser los derechos fundamentales merecedores de tutela” son “convergentes y complementarios” [70], luego entre la paz y los tres criterios restantes postulados como fundamento de los derechos hay concordancia y correlación.
a) Paz e igualdad.
Tratándose de la igualdad, Ferrajoli ha hecho énfasis en la universalidad presente en su definición de derechos fundamentales que entraña la igual titularidad que asiste a todos los sujetos, bien sea personas o ciudadanos y/o capaces de obrar. La titularidad de unos mismos derechos iguala a los involucrados en el conflicto y evita la violencia, cuya manifestación revela la desigualdad o la asimetría en los derechos, “advertida como intolerable por alguna de las partes en el conflicto”, postulado que vale tanto en la esfera pública como “en la esfera privada, ––en el mercado, en la familia y en las relaciones de trabajo––, en la que los conflictos suponen asimismo la igualdad en los derechos fundamentales que está en la base del respeto recíproco” [71].
Así por ejemplo, cuando no existe igualdad de derechos entre los cónyuges propiamente no hay conflicto entre ellos, “sino sujeción de la mujer al hombre” y de idéntica manera en el mundo del trabajo hay opresión y no conflicto “si no hay libertades sindicales, derecho de huelga y garantías de los demás derechos de los trabajadores”, mientras que “no hay conflicto social sino ruptura violenta del pacto de convivencia, si no se garantizan a todos, con los derechos sociales a la supervivencia, los mínimos vitales” y habrá guerra y no conflicto político “si los sujetos en conflicto no se reconocen como personas igualmente titulares de los mismos derechos fundamentales” [72].
La universalidad de los derechos fundamentales se encuentra en correspondencia con la igualdad y en esta relación estriba su “distinción estructural” con los derechos patrimoniales que son parámetros de desigualdad, “en tanto que atribuidos singularmente a cada uno con exclusión de los demás” [73]. Los fundamentales, por su parte, dan origen a varias clases de igualdad, pues en armonía con los cuatro tipos de derechos identificados en relación con “los status de sujetos que constituyen su presupuesto” se puede hablar de igualdad civil, igualdad política, igualdad liberal e igualdad social [74].
Los derechos que sirven de soporte a la igualdad garantizan las diferencias personales y buscan reducir las desigualdades materiales para asegurar la “igual dignidad de todas las personas”, dado que los derechos de libertad cobijan la libre expresión y el respeto de “las propias identidades y diferencias”, mientras que la garantía de los derechos sociales “equivale a la reducción de las desigualdades económicas, asegurando a todos mínimos vitales” [75]. Del aseguramiento de unos y otros derechos depende la paz, porque al derecho a la vida y a las libertades fundamentales les incumbe “la pacífica convivencia de las diferencias” y a los derechos sociales a la salud, la educación, la subsistencia y la seguridad social “la reducción de las tensiones y los conflictos generados por las excesivas desigualdades” [76].
El autor hace notar que “el nexo de implicación y racionalidad instrumental es, de nuevo biunívoco”, ya que, de una parte, “la igualdad en los derechos fundamentales, como igual valor de todas las diferencias personales y como reducción de las desigualdades materiales, es una condición indispensable de la paz”, y, de la otra, “la paz, es decir, la superación del estado natural de guerra, según el modelo hobbesiano, es indispensable para la garantía de la igualdad en el derecho a la vida y en los demás derechos de las personas” [77].
b) Paz y democracia.
Estrecho contacto con la igualdad tiene la democracia constitucional, ya que todos los derechos fundamentales constituyen “el parámetro más importante de la igualdad jurídica” que, a su vez, se entiende como “la principal característica de la democracia y ha sido siempre el valor primario del pensamiento democrático”. En esta nítida relación se alcanza a percibir la existente entre los derechos fundamentales y la democracia constitucional que se manifiesta en las ya mencionadas dimensiones política, civil, liberal y social, cuya respectiva satisfacción requiere del establecimiento y la observancia de los correlativos derechos [78].
Es evidente que la dimensión política es “coesencial a la democracia”, ya que siempre es necesaria cualquiera sea la forma democrática de la cual se trate e incluso la democracia puede ser solo política [79], en cuyo caso lo será en ese único sentido y no responderá al modelo de democracia constitucional que demanda, adicionalmente, la instauración de los límites y vínculos sustanciales que hacen del propio poder del pueblo un poder limitado por el conjunto de los derechos fundamentales, incluidos los políticos, “que no pueden ser válidamente suprimidos, limitados o derogados por el mismo” [80], habida cuenta de que su universalidad los radica en todos y en cada uno, sustrayéndolos de las decisiones derogatorias o del menoscabo proveniente de mayorías contingentes a las que no les pertenecen en régimen de exclusividad.
La universalidad de los titulares en el caso de la democracia política se expresa en el sufragio universal “generado por el otorgamiento de los derechos políticos a todos los mayores de edad” y en lo que atañe a la democracia liberal, a la social y a la civil, resulta palmario que “la forma universal de los derechos de libertad está en la base de la liberal-democracia, la de los derechos sociales en la de la social-democracia y la de los derechos civiles en la democracia civil” [81], debiéndose hacer hincapié en que la existencia misma de la democracia política y civil “no quedaría garantizada sin los límites que le imponen los derechos fundamentales”, a falta de los cuales podría resultar subvertida “por la ilimitada potestad del pueblo de suprimir y la de cada uno de disponer de forma autónoma de los propios derechos políticos y civiles [82].
Todas las dimensiones de la democracia constitucional se relacionan con la paz, porque los derechos fundamentales de libertad y sociales, por formar parte de la dimensión sustancial, adquieren carácter vinculante respecto del pueblo y del legislador, a lo que se suma que, en razón de serle garantizados a “todos”, gozan de un carácter universal directamente ligado con la igualdad que es, a su turno, una de las principales características de la democracia constitucional, llamada a asegurar esa igualdad y a proporcionar “una esfera pública organizada para mantenerla”, de todo lo cual se desprende que “la democracia constitucional puede ser caracterizada como un método de civilización y de solución pacífica de los conflictos” [83].
Los límites y vínculos que imponen los derechos fundamentales a la democracia constitucional y su consecuente carácter vinculante en relación con el pueblo y con el legislador advierten acerca de la existencia de una esfera de “lo indecidible”, sustraída a las decisiones populares y/o mayoritarias y de la cual, justamente, hacen parte los derechos, de manera que “sobre cuestiones vitales, como las que son objeto de tales derechos no se negocia ni se transige ni todavía menos se acepta el ser dejado en minoría” [84], predicado este último también aplicable a la paz. En efecto, Ferrajoli apunta que
En este contexto la esfera de lo decidible que es el ámbito de la política “debe ser más restringida y en cambio más amplia la de lo que no puede decidirse o dejar de decidirse, es decir la paz y los derechos, de libertad y sociales, que deben garantizarse a todos los hombres y mujeres del mundo”, lo que comporta una mayor articulación y desarrollo del “paradigma del Estado de Derecho, es decir, la dimensión de la democracia que he llamado ‘sustancial’ referida a lo que es ilegítimo decidir o no decidir” [86], siendo del caso puntualizar que aquello que no debe decidirse es “la lesión de los derechos de libertad”, en tanto que lo que debe decidirse es “la satisfacción de los derechos sociales” [87].
De lo anterior se sigue que la paz no hace parte de la esfera de lo decidible que tiene que ver con las instituciones de gobierno, en cuanto “investidas de funciones políticas de opción y de innovación discrecional”, sino de la esfera de lo indecidible, emparentada con las instituciones de garantía, “investidas de funciones vinculadas a la aplicación de la ley y, en particular del principio de la paz y de los derechos fundamentales”, entre las que se encuentran “las funciones jurisdiccionales o de garantía secundaria, pero también las funciones administrativas de garantía primaria de los derechos sociales, como las instituciones docentes, las sanitarias, las asistenciales, las de previsión y similares” [88].
c) La paz y las leyes demás débil.
Finalmente, el cuarto criterio para determinar qué derechos deben ser tutelados es el referente “al papel de los derechos fundamentales como leyes del más débil”, criterio comprehensivo de todos los derechos fundamentales, en cuanto son alternativa a la ley del más fuerte “que imperaría en su ausencia” [89] e impondría el predominio “de quien es más fuerte físicamente, como en el estado de naturaleza hobbesiano; de quien es más fuerte políticamente, como en el Estado absoluto, de quien es más fuerte económica y socialmente, como en el mercado capitalista” [90].
De nuevo el universalismo denota la igualdad en los derechos fundamentales que, unida al rango constitucional de las normas que los establecen, pone de manifiesto la relación biunívoca entre la igualdad en los derechos y la tutela de los más débiles, puesto que si se busca “que los sujetos más débiles física, política, social o económicamente sean protegidos de la ley del más fuerte, es necesario garantizar a todos por igual la vida, la autonomía política, la libertad y la supervivencia formulándolas como derechos de forma rígida y universal” [91].
2.5. Las aproximaciones a la paz basadas en el constitucionalismo garantista.
Del recorrido por el pensamiento de Ferrajoli que hasta aquí se ha efectuado surgen algunas aproximaciones a la paz que, en primer término es concebida, “como la expectativa del no uso desregulado de la fuerza” o bien de su único uso normativamente regulado “como reacción, taxativamente prevista y limitada, a un acto ilícito”, sentido este en que la paz constituye “la negación del bellum omnium evocado por Hobbes como propio del estado de naturaleza o, en cualquier caso, del Estado de no Derecho” propicio a “la violencia individual propia de las sociedades prejurídicas”. La correlación biunívoca entre Derecho y paz indica que el Derecho “es la negación de la guerra y por eso implica la paz que solo se realiza a través del Derecho”, conforme se deriva del “moderno contrato social de convivencia sancionado en las constituciones democráticas” [92].
Esta aproximación se basa en el monopolio jurídico de la fuerza y en la legitimidad de su empleo que fundamentan “la expectativa de ausencia de violencia desregulada” en la cual consiste la paz que, por lo tanto, incorpora como prohibición la guerra y el crimen, y obliga a usar la fuerza solo en los casos normativamente previstos para responder a un acto ilícito en forma regulada y limitada. La paz es violada tanto por la guerra como por el uso criminal de la violencia de cuya minimización se ocupa el Derecho penal que es alternativa a la violencia del más fuerte que debe ser sancionada, porque la impunidad de la violencia arbitraria ya sea por la ausencia de sanción, por su inaplicación o por la punición del inocente, indica “la quiebra del Derecho, el regreso a la ley del más fuerte y la lógica salvaje de la guerra” [93].
Pero la paz también ha aparecido como un criterio de identificación de los derechos fundamentales merecedores de tutela en calidad de “vitales”, lo que significa que su garantía es “condición necesaria de la paz”, en la medida en que su violación “genera y justifica no simplemente el disenso, como algo que está en la fisiología de todas las cuestiones políticas decidibles”, sino que desata “la desobediencia, la resistencia y, en último término, la guerra”. Los derechos vitales son fundamentales, universales y garantes de la paz y, por lo mismo, “de la tutela del más débil contra la ley del más fuerte” [94].
La garantía de los derechos vitales “es la única alternativa a un futuro de guerra, de violencia y de inseguridad para todos: en resumen, la alternativa al no-Derecho”, por lo que en la definición de constitución, la paz es considerada “la razón social que condiciona el carácter democrático de toda institución política y de la constitución misma” que, en sentido axiológico, es el “pacto de convivencia orientado a garantizar la paz, condicionada, a su vez, en democracia, a la igualdad resultante de la titularidad de los derechos fundamentales”, trátese de los políticos, civiles, de libertad y sociales “en ella estipulados como vitales” [95].
Desde otro punto de vista se observa que en algunas ocasiones la paz es tratada como principio, mientras que en otras oportunidades es adscrita a la categoría de los derechos nuevos reivindicados y, en ciertos eventos, todavía no constitucionalizados. En cualquier caso, trátese de un principio o de un derecho, la paz forma parte de las normas sustanciales que, a la manera de un contundente “nunca más” fueron opuestas al fascismo y al nazismo valiéndose de una rígida supraordenación a toda otra fuente “como límites y vínculos inderogables impuestos a cualquier mayoría y, más en general, al ejercicio de cualquier poder” [96]. La paz, en consecuencia, se adscribe a la esfera de lo indecidible que comporta “la no derogabilidad de los pactos constitucionales y de sus cláusulas, a comenzar por el principio de la paz y de los derechos fundamentales” [97].
La apreciación del alcance de la paz en cuanto principio varía según se le mire a partir de las concepciones neoconstitucionales o con fundamento en la perspectiva garantista. Mauro Barberis, por ejemplo, al formularle una pregunta a Ferrajoli admite que alrededor del tema de la paz, “siempre acabamos dividiéndonos”, porque para él “como para otros intérpretes de la Carta constitucional, el derecho a la paz es un principio constitucional que debe ponderarse con otros principios, como la limitación de la soberanía nacional exigida por las obligaciones internacionales del país”, mientras que, según Barberis, para Ferrajoli “el artículo 11 (de la Constitución italiana) no es un mero principio, sino una verdadera regla, una prohibición pura y simple de la guerra” [98].
De acuerdo con una redefinición propuesta por Ferrajoli, son reglas “todas y solo las normas de las que cabe configurar los actos que son su observancia o su inobservancia”, en tanto que principios directivos o directivas “son aquellas normas que formulan objetivos políticos” y de las que “no son concebibles específicos actos de violación o de observancia”, porque “su referente empírico no consiste en comportamientos determinados, cualificables como sus cumplimientos o incumplimientos, sino en políticas públicas”. Sin embargo, no todos los principios consisten en simples directivas, puesto que “existen muchas normas formuladas en términos de expectativas y no de obligaciones o prohibiciones, que son al mismo tiempo principios y reglas” a las que Ferrajoli denomina principios regulativos, como es “el caso de la mayor parte de los derechos fundamentales y del principio de igualdad, que son normas en las cuales principios y reglas son caras de la misma moneda” [99].
En la citada conversación con Mauro Barberis, Ferrajoli puntualiza que los derechos fundamentales, en tanto expectativas negativas o positivas, se traducen en obligaciones y prohibiciones e incorporan, por lo mismo, reglas en la medida en que permiten identificar los comportamientos que en el primer caso son lesiones y en el segundo actuaciones. Tratándose del derecho a la paz recuerda que el artículo 11 de la Constitución italiana lo formula en forma de regla al manifestar una prohibición expresa que hace de él uno de los principios regulativos que funcionan como principios y reglas al mismo tiempo, ambivalencia de la cual se sigue que actúan “como principios cuando se utilizan como argumentos en sede de interpretación sistemática, pero como reglas, en sede de aplicación a sus violaciones” [100].
Los derechos fundamentales pueden ser “unas veces respetados y otras violados, actuados o inactuados” y como normas sustanciales sobre la producción jurídica prohíben al legislador su lesión y en caso de violación se producen antinomias, pero también imponen la obligación de actuarlos mediante la producción de leyes que los garanticen, cuya ausencia da lugar a lagunas y, trátese de antinomias o de lagunas, los derechos son aplicables a sus violaciones abriéndose así la posibilidad de caracterizarlos como reglas [101]. Los principios regulativos conjugan así “el doble papel normativo del constitucionalismo, capaz de satisfacer las diferentes exigencias hechas valer por las dos diversas concepciones, la principialista y la garantista” [102], al operar como argumentos de las motivaciones en la interpretación judicial o en la política legislativa y como reglas que se aplican o se actúan, según la normatividad fuerte que prohíja el garantismo.
En los planteamientos de Ferrajoli se alcanza a avizorar la dimensión individual del derecho a la paz y de algún modo también su dimensión social y colectiva, que comparte con los derechos al medio ambiente, a la información y a la autodeterminación [103], pero más allá de lo anotado resta agregar que la sola recepción constitucional de los derechos hace de ellos normas dotadas de alcance vinculante que “entran a formar parte del lenguaje y de la práctica jurídica”, así como a desempeñar un papel normativo dependiente de su interpretación, por cuya virtud, exempli gratia, el derecho a la felicidad, respecto del cual nuestro autor tiene reservas [104], podría recibir “a partir de los usos que de él puedan hacer los juristas y los jueces, un significado normativo” [105]. Lo propio cabe afirmar de la paz que puede sumar significados, informar la actividad interpretativa, ser aplicado como regla y estar asistido por garantías primarias y secundarias, “además de por las respectivas funciones e instituciones de garantía” [106].
2.6. La extensión del constitucionalismo garantista al nivel internacional.
La proyección del paradigma constitucional hacia el plano internacional es un proyecto destinado a hacer efectivos todos los derechos, a vincular a todos los poderes y a operar en todos los niveles. Aunque el constitucionalismo no queda confinado en los límites estatales, son disímiles los itinerarios seguidos en el orden interno y en el externo, como lo evidencian los diversos rumbos que ha tomado la noción de soberanía. Así, mientras que por obra del advenimiento del Estado constitucional de Derecho la soberanía interna se ha difuminado a causa de la inexistencia de poderes absolutos, internacionalmente no ha acontecido lo mismo, pese a que la organización política estatal se encuentra en el centro de los debates sobre las potestades soberanas.
En dirección opuesta a la recorrida en el nivel interno, la soberanía externa asistió a un proceso de absolutización que condujo a consolidar el Estado como entidad autosuficiente, autónoma y desligada del Derecho, situación que truncó la actuación del Derecho internacional como un ordenamiento supraestatal y configuró al Estado “como un sistema jurídico cerrado y autosuficiente”, lo que “se traduce en la libre competencia entre monopolios igualmente exclusivos, y por tanto en el dominio del más fuerte” [107], de tal modo que “la idea de un estado de naturaleza marcado por el bellum omnium” ha revivido “en la sociedad salvaje de los Estados y en el conflicto, latente o explicito, que en la misma enfrenta a las grandes y pequeñas potencias como sujetos ilimitadamente soberanos” [108].
Por esta vía la comunidad internacional devino en una comunidad anárquica fundada “en autónomos pactos bilaterales inter partes y en prácticas consuetudinarias” y así se mantuvo hasta la primera mitad del siglo XX, cuando sobrevino su fracaso, sancionado por la Carta de la ONU de 1945 y por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 que tuvieron el potencial suficiente para variar “por lo menos en su dimensión normativa el orden jurídico mundial, trayéndolo desde el estado de naturaleza al estado civil”, merced a la subordinación de los Estados al Derecho y a la conformación de un ordenamiento único integrado por el Derecho internacional y los diferentes Derechos estatales que ocuparon el lugar antes correspondiente con exclusividad a los tratados bilaterales inter pares [109].
En este orden de ideas, la singular etapa constituyente que transcurrió entre 1945 y 1949, además de las constituciones de Japón, Italia y Alemania, produjo la Carta de la ONU de 1945 y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 que forman parte de una “embrionaria constitución del mundo” [110], adicionalmente integrada por “los dos Pactos de derechos de 1966 y las distintas convenciones regionales, desde la europea a la de los Estados americanos y africanos” que, pese a su inefectividad, “son Derecho vigente” que debe ser dotado de las garantías indispensables contra las violaciones jurídicas de los principios en ellas establecidos “como normas vinculantes de Derecho positivo” [111].
Ferrajoli considera que “la superación del estado de naturaleza ha sido teorizada solo con respecto al Estado, pero no a las relaciones entre los Estados, concebidos, en cambio, como sujetos soberanos entre sí en guerra virtual y permanente” [112], por lo que ahora más que nunca es necesaria “la construcción de una esfera pública a la altura de los procesos de globalización”, lo cual se traduce en la “introducción de límites y vínculos en garantía de la paz y de los derechos humanos, frente a los poderes transnacionales, tanto públicos como privados” [113].
Esa esfera pública serviría a “una refundación de la democracia constitucional en el plano global” que no requeriría de la instauración de un gobierno que reproduzca la forma estatal a la manera de un “super-Estado mundial”, aun cuando sí de “la introducción de técnicas, funciones e instituciones de garantía adecuadas”, porque “las funciones y las instituciones de gobierno, al estar legitimadas por la representación política, es bueno que permanezcan lo más posible bajo la competencia de los Estados nacionales”, lo que no acontece con las funciones e instituciones de garantía, pues hallándose legitimadas “por la sujeción a la ley y a la universalidad de los derechos fundamentales y no por el consenso de las mayorías, no solo pueden, sino que en muchos casos deben ser introducidas a escala internacional” [114].
Conforme se ha visto, una de las bases de las funciones e instituciones de garantía es el principio de la paz, incluido en la Carta de la ONU de 1945 como parte del nuevo orden internacional forjado por la política constituyente que, en ese entonces, se cumplió con la finalidad de rechazar decisivamente “los horrores del pasado” [115], propósito complementado mediante la prohibición de la guerra para preservar a las generaciones futuras de ese flagelo que en dos ocasiones había azotado a la humanidad durante la primera mitad del siglo XX. De nuevo la paz aparece incorporada en la Declaración Universal de 1948 y, a su vez, los “pactos internacionales de 1966 y las diversas cartas regionales de derechos prometen paz, seguridad, garantía de las libertades fundamentales y de los derechos sociales para todos los seres humanos” [116].
El ordenamiento jurídico basado en estos documentos obedece a “un contrato social, internacional, histórico y no metafórico”, que sujeta a todos los Estados “como pactum subiectiois y no solo associationis” y tiene un carácter supranacional cuya razón social puede perfectamente identificarse con la garantía universal de la paz y de los derechos humanos” [117], por cuanto prohíbe el uso de la fuerza en las relaciones interestatales y suprime el ius ad bellum que fue el principal atributo de la soberanía, de donde resulta que, junto con la paz, “la prohibición de la guerra representa la norma fundamental y, por decirlo así, constitutiva del actual Derecho internacional” [118].
Al referirse a los fundamentos axiológicos de la prohibición de la guerra, Ferrajoli evoca a Kant, quien vio en la guerra la negación de la identidad de las personas que integran el pueblo, reducidas a la precaria condición de cosas instrumentalizadas para fines ajenos, principalmente por el Estado cuyo pretendido derecho a servirse de sus asociados en la guerra contra otros Estados cuestiona el filósofo, porque implica una indebida disposición del pueblo como si el Estado fuera su propietario indiscutible, ofende la dignidad de los ciudadanos llamados a las armas, hace que el pueblo pierda su soberanía y es signo inequívoco de un despotismo desconocedor de la democracia [119].
Desde el punto de vista filosófico-político el rechazo de la guerra también se funda en su contradicción con “la propia razón de ser del Derecho y de las instituciones políticas, que es la tutela de la vida”, enfoque que la hace “asimilable a la pena de muerte, igualmente contradictoria del derecho a la vida que está en la base del pacto social y del papel del Derecho”, con el agravante de ser “infligida además a personas inocentes” e impuesta “sin culpas y sin proceso sobre todo a las poblaciones civiles”, motivos que equiparan la guerra a la ruptura del pacto de convivencia pacífica “estipulado mediante la Carta de la ONU y en relación con el que la misma aparece concebida como una subversión violenta” [120].
La guerra es “el principal crimen contra los pueblos” e implica la “disolución del ordenamiento internacional” [121], razón por la cual su prohibición es norma constitutiva del ordenamiento internacional erigido ahora sobre la paz, que es un derecho “fundamental y fundante” perteneciente a los pueblos, “en un doble sentido: como derecho de los pueblos de los Estados agresores y como derecho de los pueblos agredidos” [122].
Nótese que también en el plano del “constitucionalismo internacional” [123] la paz se ve amenazada por la guerra y por el desconocimiento de los derechos de libertad y sociales que mantienen con ella un vínculo inescindible, en cuanto su respeto y satisfacción es una de las condiciones de la convivencia pacífica, también desafiada hoy en día por la opresión y por la desigualdad que crece exponencialmente en el mundo, poniendo en entredicho la paz, “dado que un vacío semejante de Derecho público en una sociedad global cada vez más frágil e interdependiente, no es sostenible a largo plazo sin ir camino de un futuro de guerras y de violencias capaces de trastornar la existencia de nuestras democracias” [124].
El agravamiento de la violencia y la desigualdad se presenta, paradójicamente, al mismo tiempo en que ha crecido en las democracias el reconocimiento de las garantías de la paz y de los derechos [125] que, sin embargo, en el orden internacional tienden a carecer de práctica eficacia, ya que el reconocimiento no está acompañado de las respectivas “leyes de actuación”, es decir, de “las garantías internacionales de los derechos proclamados”, lo cual equivale a la situación que se presentaría “si un ordenamiento estatal estuviese dotado únicamente de constitución, pero no de sus leyes de actuación, o sea, de códigos penales, tribunales, escuelas y hospitales” [126].
3.1. La crisis del constitucionalismo.
La ausencia de garantías a la cual se acaba de hacer alusión es síntoma de una crisis del constitucionalismo que se presenta en el plano internacional y también en el ámbito nacional, porque en el actual contexto mundial el Estado asiste a la disolución de su ordenamiento jurídico interno “fundado en la unidad, la coherencia y la plenitud”, a causa de “la superposición de fuentes y de ordenamientos concurrentes” y de un “debilitamiento del constitucionalismo y del garantismo, provocado por la dislocación de poderes de gobierno hacia organismos supranacionales y aconstitucionales que de hecho deciden sin responsabilidad política y sin límites constitucionales”, todo lo cual apareja “el debilitamiento de las constituciones nacionales” [127].
Procesos “deconstituyentes” y surgimiento de “neoabsolutismos” confluyen en la actual situación crítica del constitucionalismo que se manifiesta en el progresivo decaimiento del paradigma forjado desde los inicios de la modernidad y en el retorno a los poderes salvajes, a la imposición de la ley del más fuerte y, en resumen, al estado de naturaleza premoderno y reñido con el Derecho. La crisis económica y el avance implacable del mercado de la mano del ideario neoliberal son las principales causas del desbarajuste que afecta a la democracia constitucional en todas sus dimensiones.
De acuerdo con el diagnóstico que hace Ferrajoli, la creciente deconstitucionalización trae su causa de la inversión de la relación entre política y economía, por cuenta de la cual “ya no tenemos el gobierno público y político de la economía, sino el gobierno privado y económico de la política” a cargo de “las potencias del capital financiero” que imponen a los Estados la adopción de medidas “antidemocráticas y antisociales, en beneficio de intereses privados o especulativos”, sin que ahora resulte factible hacerles asumir cualquier tipo de responsabilidad [128].
Varias razones se conjugan para hacer posible la subordinación de la política y entre ellas se encuentran la “asimetría” generada por el carácter local de los poderes estatales y el global de los poderes económicos y financieros ejercidos al margen de límites y vínculos jurídicos [129], el influjo de la ideología neoliberal que presta su apoyo a la primacía de la economía haciendo pasar la lex mercatoria como una necesidad natural y fundamentadora de una ciencia económica “dotada de la misma objetividad empírica de las ciencias físicas”, así como de la tecnocracia que avasalla a la política [130] y, por último, la confusión entre poderes políticos y económicos causante del estrecho ligamen que junta la política y el dinero hasta dar vida “a una suerte de infra-Estado oculto y paralelo, dedicado a la apropiación privada de la cosa pública” [131].
a) La crisis de la dimensión formal de la democracia constitucional y del Estado de Derecho.
La dimensión formal de la democracia constitucional recibe el primer impacto de la crisis, pues los órganos electivos adoptan medidas “antisociales, en perjuicio del trabajo y de los derechos sociales” y lo hacen por imposiciones de los mercados orientadas a favorecer los intereses de grupos privados que terminan reportando beneficios derivados de la especulación financiera y “de la apropiación de los bienes comunes y vitales” a costa de una política cada vez más desprestigiada y alejada de las necesidades de la población que, con frecuencia, protesta y da vida a manifestaciones de rebeldía protagonizadas especialmente por las capas jóvenes [132].
Las repercusiones de la crisis también alcanzan al Estado de Derecho, nacido y desarrollado teniendo por referente a los poderes estatales, mas no a los poderes supraestatales y privados que hoy lo tienen en jaque y postrado, dada su incapacidad de dar respuesta a los desafíos planteados por los poderes globales que, además, promueven el desmantelamiento de los poderes públicos, ya sea mediante la violación de la constitución o mediante el impulso de reformas destinadas desvirtuar los límites, vínculos y controles establecidos. En el orden del día también se encuentra la exacerbación de la omnipotencia de las mayorías, por lo general alineadas para dar expresión a la confusión de los poderes económicos y políticos, cuya concentración produce la desaparición de los límites “al ejercicio de los derechos-poder del mercado” [133].
La crisis lo es, en sí, del Estado moderno y genera el rompimiento del “doble nexo entre democracia y pueblo y entre poder y Derecho, tradicionalmente mediado por la representación política y por la primacía de la ley producida por instituciones representativas”, lo que “equivale al declive de la esfera política y del Estado nacional”, sustituido en su soberanía externa por una suerte de invisible y tácita soberanía de los mercados, libres de los límites y de las políticas de intervención de los Estados [134].
Con este trasfondo Ferrajoli hace ver de qué manera sedes supraestatales se han hecho cargo de funciones referentes a la defensa militar, al gobierno de la economía, a la política monetaria o a la lucha contra la gran criminalidad que antes habían asumido los Estados, muchos de los cuales hoy pretenden “subsumir en su interior, de manera forzosa, pueblos y naciones, negando sus diferencias y sus identidades comunes”, de tal manera que, además de ser incapaces, los Estados se constituyen en obstáculos “para desarrollar las dos principales funciones que cumplieron en el pasado: la unificación nacional y la pacificación interna” [135].
Al agravamiento de la crisis contribuye la pérdida de la “memoria de los ‘nunca más’ opuestos a los horrores del pasado”, la renuencia de la política que no ha aceptado “del todo esta sujeción al Derecho” y la reticencia de la economía a ser gobernada “por parte de la política”, factores todos demostrativos de la “divergencia entre el proyecto constitucional y el ejercicio de los poderes políticos y económicos, uno como ‘deber ser’ del otro” y de la magnitud de una contradicción que ha afianzado “la primacía de la lex mercatoria como verdadera, rígida norma fundamental del nuevo orden global, más que todas las cartas constitucionales” [136].
Por obra de la globalización desprovista de un Derecho público que la regule se ha impuesto el predominio del Derecho privado que, entre otros cosas, inhibe la intervención estatal en la economía, reduce la esfera pública de los Estados, recorta los gastos sociales y, en perjuicio de la representación política y de los contenidos vinculantes de las constituciones, traslada “los poderes políticos y económicos fuera de las fronteras nacionales”, con notable detrimento del Estado de Derecho y de las formas democráticas, ahora limitadas “a las competiciones electorales para la investidura de un jefe” [137].
A su vez, la desmovilización social de los partidos les ha privado de su calidad de titulares de las funciones de dirección política y ha acentuado la primacía del poder económico que prohíja “reglas y políticas antisociales legitimadas por las leyes del mercado no obstante su incompatibilidad con los límites y vínculos constitucionales” [138], ahora desatendidos por gobiernos de tendencia autocrática que, doblegados a los intereses del mercado, promueven la subordinación del parlamento, para facilitar la adopción de decisiones ágiles contentivas de las políticas antisociales a las cuales, incluso, buscan proveer de bases constitucionales, profundizando el desgaste de la dimensión sustancial de la democracia, así como del paradigma constitucional y de su legalidad “vista por el sistema político como un obstáculo al decisionismo gubernativo” [139].
b) La crisis de la dimensión sustancial de la democracia constitucional.
El proceso deconstituyente llega así a la dimensión sustancial de la democracia cuya disolución tiene su origen en gobierno de poderes extraestatales integrados “por sujetos que no nos representan” y en el predominio de la economía que estimula el relajamiento de los vínculos legales y constitucionales que antes sujetaban a la política. El resultado de todo esto es la franca desaparición de la constitución y de sus promesas, destinadas a sucumbir ante la potenciación de la investidura popular como fuente exclusiva de legitimación, con el consecuente incremento del influjo de la mayoría, capaz de dar al traste con los principios y derechos fundamentales [140].
De la indicada manera el ataque a la constitución se convierte en una lucha contra el constitucionalismo que, en países como Italia, ha llevado al “rechazo del complejo de reglas y controles, de separaciones y contrapesos, de garantías de los derechos fundamentales y de funciones e instituciones de garantía que integran la sustancia del paradigma constitucional” [141]. El arrollador avance de la economía ha afectado al trabajo y a los derechos de los trabajadores, objetos de supuestas reformas que precarizan las condiciones laborales en beneficio del acomodamiento de las políticas públicas a la voracidad de un mercado sin reglas, que también ha hecho de los derechos sociales el terreno de la agresión antisocial manifiesta en los recortes del gasto público destinado a la escuela, la salud, la previsión social “y otras formas de asistencia” [142].
La decadencia de los países y el aumento de la desigualdad son las consecuencias de la deconstitucionalización que, a su turno, conduce al debilitamiento de la cohesión social, ya que “el desmantelamiento del Estado social demuele el presupuesto político y social de la democracia que es la igualdad en los derechos fundamentales”, de la cual “dependen la percepción de los demás como iguales y el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad en la que el futuro de cada uno no está determinado inexorablemente por el nacimiento y por el censo de la propia familia” [143].
c) La crisis del constitucionalismo internacional.
c.1) La relegitimación de la guerra.
La crisis también afecta al constitucionalismo internacional, por la ya anotada falta de garantías, por el carácter determinante del mercado y por el franco desafío que a sus previsiones plantean las intervenciones armadas promovidas por algunas de las grandes potencias mundiales que, so pretexto de combatir el terrorismo y de asegurar la democracia, han alentado la guerra confiriéndole el calificativo de “justa” y presentándola como sujeta al Derecho.
El libro “Razones jurídicas del pacifismo” recoge los estudios en los que Ferrajoli analiza la primera guerra del golfo, la intervención de la OTAN en los Balcanes, el ataque a Afganistán y la invasión de Irak, cuyas connotaciones e incidencias le permiten concluir que la legitimidad o la justicia de la guerra esgrimidas como sus razones justificativas no deben confundirse con la cuestión jurídica atinente a la legalidad, perspectiva desde la cual la guerra no puede ser estimada legal, puesto que contradice abiertamente el Derecho que, siendo instrumento de paz, resulta negado por las acciones bélicas [144].
Señala el profesor italiano que la doctrina de la guerra justa tenía el propósito de limitar el Derecho de guerra, que era absoluto, haciendo ver que había guerras injustas y que hoy tal doctrina no puede aducirse, porque las guerras contemporáneas difieren de las tradicionales en las que dos bandos se enfrentaban en un campo de batalla y, sobre todo, debido a que la Carta de la ONU excluyó la guerra suprimiéndole así cualquier base jurídica y poniendo en crisis las justificaciones basadas en la justicia.
Prohibida la guerra, el principio de paz “se transforma en derecho cierto y vigente, anclado en normas positivas y sustraído a la opinión” [145], de modo que solo se permitiría a un Estado agredido acudir a la legítima defensa o, de otra parte, procurar el empleo legítimo de la fuerza, es decir, un uso “regulado y controlado”, atento a “sus formas, sus garantías y procedimientos”, en lugar de su manejo “desmesurado e incontrolado, dirigido al aniquilamiento del adversario” [146] y propio de la guerra que regresa a la humanidad al estado salvaje, prejurídico y carente de reglas, en suma, a la negación del Derecho.
La guerra adelantada en nombre de los derechos humanos implica, por lo tanto, una contrariedad en los términos, ya que “expresa una absurda contradicción entre derechos y Derecho” [147], a más de lo cual tampoco cabe asumirla como instrumento del orden, pues la devastación que produce acaba con la vida de civiles inocentes, inutiliza la infraestructura necesaria para la satisfacción de los derechos y tiende a prolongar indefinidamente los efectos nocivos y la guerra misma que desata la reacción y la sed de venganza de quienes se sienten atacados, volviéndose permanente.
El vacío de Derecho público patente en el plano internacional coadyuva el desconocimiento de la ONU y la violación de su Carta y al mismo tiempo favorece el ejercicio arbitrario del poder por parte de las grandes potencias y de organizaciones como la OTAN, cuya intervención en los Balcanes “supuso, de hecho, una suerte de golpe de Estado internacional, dirigido a sustituir a la ONU por la OTAN como garante del orden mundial y a relegitimar la guerra como instrumento de solución de los conflictos internacionales” [148].
c.2) El vacío de Derecho público y el predominio del mercado.
En el nivel global el vacío de Derecho público también favorece el predominio del mercado, generador de “un Derecho de producción contractual, que inevitablemente refleja la ley del más fuerte” [149] y opaca a la constitución embrionaria del mundo conformada por libertades fundamentales y derechos sociales, que lamentablemente carecen de las normas e instituciones de garantía internacionales, en cuyo lugar se ha instaurado una imbricada y confusa red de ordenamientos de diverso signo, “según los rasgos premodernos del particularismo jurídico” que impide la consolidación de límites efectivos a los poderes económicos y financieros [150].
Tal concurrencia de ordenamientos le entrega a las empresas el dominio suficiente para poner a competir a los Estados en el ofrecimiento de las mejores condiciones para invertir, condiciones que básicamente consisten en el desmantelamiento de los derechos de los trabajadores que, entre más profundo sea, mejor cumple las expectativas empresariales de obtener pingües ganancias gracias a la explotación del trabajo “con bajos salarios” y también a “la menor protección al medio ambiente” y a “la mayor posibilidad de corromper a las fuerzas de gobiernos locales” [151].
c.3) Las emergencias planetarias, la vulneración de los derechos humanos y la desigualdad.
La economía, la política y el Derecho están atravesados por emergencias de proyección planetaria. A la emergencia que compromete a la democracia en sus dimensiones formal y sustancial, siguen la emergencia social y humanitaria causada por “el hambre, la sed, las enfermedades incurables y el analfabetismo” [152], la emergencia ambiental originada por el “desarrollo insostenible” y desregulado [153], la emergencia nuclear, presente hoy “bajo formas más amenazantes” [154] y la emergencia criminal que “agrava todas las demás” e involucra aún a los poderes legales, en una mezcla fatídica desenvuelta mediante la corrupción y la intimidación indispensables para asentar la “economía criminal de las mafias, crecida enormemente en sus dimensiones hasta llegar a ser uno de los factores más florecientes y ramificados de la economía internacional” [155].
A las emergencias enunciadas siguen “las violaciones de todos los derechos de miles de millones de seres humanos” y el aumento de las desigualdades entre las personas y entre las economías de los países [156]. El crecimiento exponencial de la desigualdad instala la miseria en los países pobres y empuja a sus habitantes a huir a los países de mayor desarrollo en búsqueda de oportunidades, arrojándoles a la aventura trágica, a las consecuencias del racismo excluyente y a la marginalidad social y jurídica productora de la detestable figura de “las personas ilegales”, a las que se les cercenan sus derechos y se les priva de toda protección legal, condenándolas al confinamiento, a la expulsión o al cierre de las fronteras, dentro de las cuales solo los ciudadanos o los nacionales pueden aspirar a tener derechos y a acceder a garantías [157].
La consecuencia del panorama trazado no puede ser otra que “la erosión de las bases sociales de la democracia y de la paz, formadas, en última instancia, por la igualdad en los derechos fundamentales” [158]. La promesa de paz parece lejana, porque la obsecuencia de una política puesta al servicio de los intereses de los más poderosos hace de los Estados que conforman la llamada sociedad internacional unos competidores en los escenarios de guerra, que reinstalan el estado de naturaleza caracterizado por la superposición de poderes globales, a empezar por los del mercado, cuyas leyes “pueden llamarse ‘naturales’, en el sentido del estado de naturaleza en el que prevalecen los intereses de los más fuertes” [159].
Ferrajoli sostiene que se requiere una recomposición del orden internacional, para que además de los problemas suscitados por la guerra sean atendidos los surgidos “del hambre, la miseria, las enfermedades y la destrucción del ambiente, generados por una globalización sin reglas”, lo que le lleva a preguntar “si la aspiración a la paz y a la seguridad es realista” cuando 800 millones de personas que conforman un sexto de la humanidad “posee el 83%, es decir, cinco sextos de la renta mundial; al tiempo que la desigualdad de riqueza entre países pobres y ricos jamás ha alcanzado formas tan escandalosos y visibles” al punto que “las desigualdades van camino de ser de 1 a 100 en nuestros días”, con el peligro de volverse explosivas y de arriesgar la paz, la seguridad y la democracia [160].
3.2. El futuro del constitucionalismo y la paz.
Ante este escenario tan desalentador y habida cuenta de que en el plano internacional el embrión de una constitución “ha sido introducido ya positivamente por un conjunto de cartas internacionales”, Ferrajoli argumenta que se deben diseñar “las grandes líneas de un constitucionalismo global”, que “hoy vienen impuestas a la ONU como razón social de su estatuto, por el papel garante de la paz y de los derechos humanos que tiene encomendado” [161].
Aunque la globalización se halla en la raíz de la crisis del constitucionalismo, no deja de ser cierto que gracias a ella y a la interdependencia de las comunicaciones actualmente resulta factible “la perspectiva de un constitucionalismo mundial” que, más allá de posible, puede transformarse en una urgencia inevitable, “si queremos impedir un futuro de guerras, de violencias, de devastaciones humanas y ambientales, de fundamentalismos y de conflictos inter-étnicos” [162].
a) Un nuevo cambio de paradigma.
La paz y la habitabilidad del planeta están amenazadas por una crisis reveladora de “la incompatibilidad del capitalismo sin reglas con las condiciones más elementales de la convivencia civil”, lo que torna indispensable avanzar hacia “un tercer cambio de paradigma del Derecho, de la política y de la economía y una tercera etapa en el desarrollo de la modernidad”, de tal modo que al paradigma legislativo propio del nacimiento del Estado nacional y al paradigma constitucional surgido durante la segunda posguerra mundial les suceda un constitucionalismo global “capaz de rehabilitar el papel de gobierno de la política y el de garantía del Derecho” [163].
Sustraído “de su origen estatalista y de su tradición estatocéntrica”, el constitucionalismo se presenta hoy como el más importante legado del siglo XX (p. 172), pues “ofrece a la política el horizonte y la técnica para proyectar el futuro” sobre la base del reconocimiento de los derechos de libertad y los derechos sociales en documentos internacionales. Ese reconocimiento debe complementarse “exigiendo a los Estados y a la comunidad internacional la no violación de los primeros y la satisfacción de los segundos”, esto es, la observancia de las prohibiciones y de los límites que el garantismo busca extender a “los múltiples poderes políticos, económicos y financieros que actualmente devastan la escena mundial” [164].
La propuesta del paradigma constitucional garantista tiene así la ventaja de incorporar la tutela de todos los derechos fundamentales, cuenta con la fuerza normativa apta para lidiar “con la jungla de los viejos y nuevos poderes” [165], trata con el derecho ilegítimo, entendiendo como “debidas las tutelas de los derechos establecidas por las múltiples cartas supranacionales” y como violaciones las antinomias y “las lagunas de garantía responsables de su inefectividad”, a lo que suma el hecho de confiar a la política la actuación de los principios y derechos, “a través de la construcción del complejo sistema de funciones e instituciones de garantía” [166].
El paso hacia un constitucionalismo global “comporta un itinerario inverso al seguido por los Estados nacionales”, toda vez que ya no se trata de que el constitucionalismo perfeccione el modelo de Estado legislativo de Derecho, sino de que las promesas “expresadas por las diversas cartas internacionales de las que ya dispone el Derecho supranacional” cuenten con las respectivas leyes de actuación [167], predicado del cual se desprende que en el plano supranacional, más que la reproducción del Estado bajo la forma de un super-Estado mundial, lo requerido es “la introducción de las garantías adecuadas para tales derechos” que colmen “la ausencia de una esfera pública global” [168].
A juicio de Ferrajoli, las funciones de gobierno, en virtud de su alineación con la esfera de lo decidible y, por lo tanto, con el ejercicio de actividades discrecionales y de opción política, obtienen su legitimidad de su representatividad y de su consecuente cercanía con el cuerpo electoral, lo que aconseja dejarlas a cargo de los Estados nacionales “y confiadas a las formas de la democracia política”. Estas razones no son tan acuciantes en el plano internacional y tampoco respecto de las funciones e instituciones de garantía, cuya relación con la esfera de lo no decidible les confiere una legitimidad diferente de la fundada en la representatividad e impone su separación de las funciones de gobierno, a fin de posibilitar la intervención imparcial y fundada en el Derecho, aun en contra de las mayorías y de los Estados [169].
b) Garantías y constitucionalismo global.
Tratándose de la paz, Ferrajoli ha planteado que en atención a las líneas del constitucionalismo global impuestas a la ONU, cuya rehabilitación es necesaria, se deberían contemplar tres garantías primarias, a saber: (i) el monopolio jurídico de la fuerza correspondiente a sus órganos, para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacional, (ii) la progresiva prohibición de la producción y el comercio de armas, junto con la superación gradual de los ejércitos nacionales y (iii) la construcción de una esfera pública internacional destinada a “reducir las crecientes desigualdades entre países ricos y pobres y las graves violaciones de los derechos humanos que constituyen la principal amenaza para la paz” [170].
La contrapartida de la prohibición de la guerra es el monopolio internacional de la fuerza reservado a las Naciones Unidas para garantizar su ejercicio ajustado al Derecho, posible en los casos de legítima defensa y en las acciones de policía, únicas hipótesis autorizadas por la Carta de la ONU que, adicionalmente, responden a la distinción entre la guerra y el uso legítimo de la fuerza. Esta primera garantía “supone la introducción de la segunda”, consistente en “el progresivo desarme generalizado a través de rígidas convenciones internacionales sobre la prohibición de la producción, comercio y tenencia de armas no destinadas al ejercicio de funciones de policía” [171].
A juicio de Ferrajoli las armas, “destinadas en todo caso a matar, deberían ser consideradas finalmente bienes ilícitos” y “como tales expulsadas de la convivencia social”, medida que especialmente tendría que recaer sobre aquellas “cuyo uso bélico está prohibido desde hace tiempo por las Convenciones de Ginebra”, también sobre los armamentos “que no sean del todo pertinentes para la lucha contra el terrorismo y la criminalidad y, por último, sobre las asignadas a usos y a sujetos privados. El monopolio de las armas correspondería a las instituciones de policía, lo que, a su turno, implicaría “una reconversión y una transformación gradual de los ejércitos en fuerzas armadas de policía”, medida conveniente, ya que “los ejércitos han representado siempre un peligro permanente para la paz y para la democracia, a causa de la falta de disposición de los aparatos militares a permanecer largo tiempo inutilizados” [172].
Finalmente, la ya comentada “construcción de una esfera pública internacional apta para garantizar los derechos vitales de todos” es la tercera garantía de la paz, dado el “nexo de implicación entre paz y seguridad, de un lado, y desarrollo económico y social, pleno empleo y garantía de los derechos humanos, del otro”. Este nexo debería ser tomado en serio, ante todo por las grandes potencias, “en la conciencia de que el mundo está unido no solo por el mercado global sino también por el carácter global e indivisible de la paz, la seguridad, la democracia y los derechos fundamentales”, actualmente amenazados a causa de la inexistencia de esa esfera capaz de responder a los poderes públicos y privados transnacionales, “cada vez más agresivos y desregulados” [173].
Pero las garantías no son únicamente las que atañen a los crímenes contra la humanidad, pues en el orden internacional también se requieren las destinadas a prevenir y sancionar las devastaciones ambientales o a “asegurar a todos la distribución del agua, de la alimentación básica y de los medicamentos esenciales” [174] y, en general, los derechos humanos, finalidades que tornan apremiante la introducción o la reforma de instituciones de garantía primaria, entre las que se cuentan “las actuales instituciones internacionales de gobierno de la economía”, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial del Comercio, dirigiéndolas al desarrollo económico de los países pobres, fin opuesto al que hoy persiguen [175].
De otra parte, el hambre y la miseria urgen la organización de las instituciones orientadas “a la satisfacción de los derechos sociales previstos en los Pactos de 1966”, lo que exige dotar a la FAO y a la Organización Mundial de la Salud “de los medios y poderes necesarios para las funciones de erogación de las prestaciones alimenticias y sanitarias” y, así mismo, tendrían que ser instituidas otras que se encargaran de la “protección del medio ambiente, la garantía de la instrucción, de la vivienda y de otros derechos vitales” [176]. En lo concerniente a las instituciones de garantía secundaria, deberían crearse “jurisdicciones capaces de reparar o sancionar las violaciones de las garantías primarias”, dirección en la cual se reporta “la entrada en funcionamiento de la Corte Penal Internacional para los crímenes contra la humanidad” [177].
c) Constitucionalismo global, ciudadanía y costo de los derechos sociales.
El constitucionalismo fuerte demanda tomar los derechos en serio y avanzar en el sentido de su globalización, idea que armoniza con el carácter universal destacado en su definición y con la igualdad en la titularidad asegurada a todos. Esa apuesta radical conduciría a “tener el coraje” de desvincular los derechos fundamentales de la noción de ciudadanía que, sobre todo en los países ricos, impone una talanquera infranqueable y premoderna que confiere a los nacionales un privilegio de estatus y, a la vez, discrimina, estigmatiza y priva de los derechos a una gran parte de la humanidad, ya aquejada por el hambre y la carencia de oportunidades [178].
Además, debe repararse en que la apuesta incluye a la totalidad de los derechos fundamentales y, en particular a los sociales, en contra de cuya implementación suele aducirse que su elevado costo frena el desarrollo económico. A esta crítica Ferrajoli ha contestado que “las instituciones políticas, comenzando por el Estado no son sociedades comerciales con fines de lucro”, destinadas a asegurar el crecimiento económico y la producción de riqueza, puesto que sus fines y razón social “son los establecidos en esos pactos de convivencia que son las cartas constitucionales, estatales e internacionales: la garantía de la paz y de los derechos constitucionalmente establecidos” que, en todo caso, cuestan mucho menos de lo que valen sus violaciones e inobservancias, pues su adecuada satisfacción es factor de desarrollo, de bienestar y de mejoras productivas, en la medida en que sirven para promover las capacidades de las personas [179].
d) La ampliación del paradigma constitucional garantista.
Las garantías de la paz y de los derechos que se han enunciado también comprometen a los Estados que deberían implementarlas en su seno, como propósito relevante de un constitucionalismo que “tiene futuro solo si se extiende más allá del Estado” [180]. Ante los procesos “deconstituyentes” en curso y ante la crisis del orden jurídico presidido por las constituciones, Ferrajoli se pregunta si tendríamos que resignarnos al “desmoronamiento tanto de la democracia como del Estado de Derecho a consecuencia del desmoronamiento del Estado nacional” o si podría caber “un proceso de refundación de las formas de uno y otro” [181].
La respuesta que el jurista italiano da a sus propios interrogantes es clara: únicamente “la construcción de una esfera pública a la altura de los poderes supranacionales ––la constitucionalización, en síntesis, de la globalización y, cuando menos, de la Unión Europea–– puede restituir a la política un papel de gobierno de la economía y de las finanzas y al Derecho el papel de garantía de los derechos sociales y del trabajo” [182].
En resumidas cuentas, la ampliación del paradigma del Estado constitucional ha de darse en extensión e intensidad. En sentido extensional implica la cobertura de todos los poderes “públicos y privados desarrollados fuera de la esfera de los poderes estatales”, lo cual se traduce en la “constitucionalización tanto del Derecho internacional como del Derecho privado y comercial”. En sentido “intensional” comporta, de un lado, la “refundación de la dimensión formal de la democracia representativa, a través de la rehabilitación de la política y la reestructuración de la esfera pública” que, en garantía de los derechos políticos y civiles, requiere de un sistema de separación de poderes “que vaya más allá de la clásica tripartición de Montesquieu” y, del otro, el aseguramiento de los derechos y, por lo tanto, “el desarrollo de la dimensión sustancial de la democracia constitucional, “a través de las garantías primarias y secundarias de todos los derechos fundamentales” con base en el modelo garantista [183].
Así pues, el paradigma de la democracia constitucional debería ser ampliado (i) “en garantía de todos los derechos fundamentales, sean de libertad o sociales, (ii) frente a todos los poderes, públicos y privados, (iii) en garantía de los bienes comunes y fundamentales como el aire, el medio ambiente o el agua y lo anterior “a todos los niveles, no solo al de los ordenamientos estatales sino también en el plano del Derecho internacional” [184]. Estas proyecciones darían lugar a la articulación y evolución “hacia un constitucionalismo social, como complemento del constitucionalismo liberal, hacia un constitucionalismo de Derecho privado como complemento del constitucionalismo de Derecho público” y “hacia un constitucionalismo internacional, como complemento del constitucionalismo estatal” [185] (porque “la misma democracia constitucional de los Estados miembros solo podrá sobrevivir si su paradigma llega a afirmarse y desarrollarse a escala supraestatal” [186].
e) El constitucionalismo garantista como proyecto y el papel de la ciencia jurídica.
Atendidos los precedentes planteamientos el constitucionalismo garantista se afirma como un proyecto desarrollable a partir de la efectividad de sus garantías, pero habida cuenta de que siempre media una distancia entre el modelo normativo propuesto y su eficacia práctica, hay que convenir en que, dependiendo de su efectividad, “solo cabe hablar de un grado mayor o menor de garantismo y, así, de democracia” [187]. Ese grado de imperfección no puede confundirse con irrealidad o imposibilidad, ya que aun cuando sea “políticamente improbable la perspectiva de una refundación de la democracia y del Estado de Derecho a la altura de los desafíos actuales”, esto no significa que tal perspectiva sea “teóricamente imposible”, ni que se deba descalificar como irrealista o utópico “lo que simplemente contrasta con los intereses y con la voluntad de los más fuertes” [188].
Aunque la divergencia entre normatividad y efectividad siempre existe, lo cierto es que transcurre dentro de ciertos límites por fuera de los cuales “puede convertirse en patológica” y abrir paso a la crisis o a la ruptura que es el riesgo enfrentado por las democracias actuales, a causa de “dos fenómenos convergentes” en los que Ferrajoli resume la situación: la rampante ilegalidad “en el ejercicio de los propios poderes públicos”, muchas veces contrario a las garantías al punto de producir antinomias, y el defecto de legalidad “que se expresa en la ausencia de garantías y con ello en la existencia de lagunas” [189].
Ferrajoli estima que aun cuando se ha argumentado que la incoherencia y la falta de plenitud del ordenamiento, respectivamente creados por las antinomias y las lagunas, son “vicios insuprimibles en el Estado constitucional de Derecho”, es importante precisar que, sin descontar las condiciones capaces de tornarlos patológicos, ha de tenerse en cuenta que su posibilidad es uno de los rasgos distintivos del Estado democrático de Derecho que excluye la legitimación absoluta y tiene espacio para el derecho ilegítimo y para “la deslegitimación del ejercicio de los poderes públicos por violaciones o incumplimientos de las promesas altas y difíciles formuladas en sus normas constitucionales” [190].
En este contexto nuestro autor destaca que la legalidad compleja y los vicios unidos a ella le otorgan a la ciencia del Derecho “un papel crítico y proyectivo en relación con su objeto”, asignándole la tarea “científica y política al mismo tiempo, de descubrir las antinomias y las lagunas existentes y proponer desde dentro las correcciones previstas por las técnicas garantistas de que dispone el ordenamiento, o bien de elaborar y sugerir desde fuera nuevas formas de garantías aptas para reforzar los mecanismos de autocorrección”. La incoherencia, entonces, le confía a la ciencia jurídica “un papel crítico frente al Derecho vigente”, mientras que la falta de plenitud le confiere “un papel de diseño de nuevas técnicas de garantía y condiciones de validez más vinculantes” [191].
Ferrajoli le reconoce a la paz un alto grado de relevancia al considerarla como finalidad del Estado, del Derecho y de las constituciones actuales, más aún al erigirla en norma constitutiva del orden jurídico o al tenerla como uno de los fundamentos del conjunto de los derechos fundamentales, en la medida en que es un criterio axiológico indicativo de cuáles deberían ser esos derechos, junto con la igualdad, la democracia y la protección del más débil, criterios adicionales con los cuales la paz mantiene recíprocas relaciones.
La perspectiva de la que Ferrajoli se sirve para otorgarle a la paz tan señalado papel es de índole positivista, en primer término, porque el autor descarta la matriz iusnaturalista propia de los ordenamientos premodernos y, en segundo lugar, debido a que adscribe sus planteamientos en un renovado marco iuspositivista destinado a superar y perfeccionar un primer positivismo de talante legislativo, en el que el Derecho estaba subordinado a la política y, por consiguiente, a las mayorías legislativas. En materia de paz la raigambre positivista del modelo ferrajoliano ejerce gran influencia, ya que el Estado y el Derecho no forman parte de un orden natural inamovible y mixtificado, sino que son mecanismos de creación humana, puestos al servicio de las personas y de especiales propósitos como la convivencia y la paz.
En la base de las concepciones de Ferrajoli está situada una visión pesimista sobre el poder que, por lo tanto, debe estar sometido a límites y vínculos. En tal sentido el paradigma constitucional surgido en la etapa posterior a la segunda guerra mundial torna obligatorios los principios y derechos fundamentales de tal modo que limitan y vinculan aun a las mayorías contingentes, de cuyo arbitrio están excluidos, conformando una esfera sustancial e indecidible que no debe ser derogada ni incumplida y de la cual hace parte la paz.
La obligación de no interferencia es propia de los derechos de libertad, mientras que la vinculación positiva caracteriza a los derechos sociales, cuya satisfacción exige intervenir y actuar. La violación de los derechos genera antinomias y lagunas que deben ser objeto de sanción y de reparación. En este orden de ideas, las obligaciones y los vínculos requieren de garantías que provean a la previsión y aseguramiento de los principios y de los derechos fundamentales, así como a tratar con su incumplimiento, es decir, con las antinomias y las lagunas.
El autor promueve un constitucionalismo fuerte, cuya centralidad es de tal índole que Ferrajoli propone la ampliación del paradigma constitucional, para que también abarque a los poderes privados, a los derechos sociales y al nivel internacional, de manera que haya un constitucionalismo de Derecho privado, complementario del constitucionalismo de Derecho público, un constitucionalismo liberal, complementado por un constitucionalismo social, un constitucionalismo estatal y otro global que lo complemente, debiéndose destacar que en todas las facetas del constitucionalismo, la paz funge como norma constitutiva.
La tendencia del pacifismo jurídico a operar solo en el plano internacional queda así desvirtuada, pues el constitucionalismo es de base estatal y a partir de su evolución en el ámbito interno, Ferrajoli propugna un constitucionalismo global de urgente implementación, dado que en el nivel internacional faltan las garantías de la paz y de los derechos humanos o las que hay son ineficaces, por lo cual es indispensable reactivarlas en el tiempo presente.
En el ámbito supraestatal la ineficacia de las garantías y su ausencia le han abierto el paso a un vacío de Derecho público aprovechado por el mercado que, inspirado en la filosofía económica neoliberal, ha impuesto la ley del más fuerte y ha doblegado a los Estados a la dinámica perversa e insaciable de un mercado desregulado en detrimento de la igualdad, del Estado social de Derecho y, sobre todo, de los derechos sociales, afectando así las condiciones de la convivencia y de la paz, ligadas a los derechos y a la efectividad de sus garantías.
Nuestro autor ha predicado la radical oposición entre el Derecho, cuya esencia es la paz, y la guerra que es la negación del Derecho y, por lo mismo, de la paz. El uso de la fuerza queda reducido, entonces, al espacio de lo defensivo y aun allí ha de estar sometido a los estrictos controles ejercidos sobre las medidas excepcionales que tendrían que implementarse, junto con garantías tales como el monopolio jurídico de la fuerza necesaria para mantener la paz, la prohibición de las armas tenidas por bienes ilícitos, la paulatina desaparición de los ejércitos y por la construcción de una esfera pública global que apuntale todo esto y potencie las funciones de garantía que en el orden internacional son lo más importante, por cuanto las de gobierno, dada su connotación más política y su carácter representativo, es mejor dejarlas a los Estados, más cercanos a las personas y a la idea de representación, planteamiento este último que separa a Ferrajoli de las tendencias del pacifismo jurídico que claman por un gobierno mundial o un super-Estado.
En lo anterior se alcanza a advertir una comprensión de la paz como expectativa del no uso desregulado de la fuerza que en vía primaria se garantiza por la prohibición y en vía secundaria por la obligación consistente en usar la fuerza solo de la manera normativamente dispuesta. Sin embargo, no cabe absolutizar este entendimiento de la paz asumiéndolo como el único postulado por Ferrajoli, ya que en su caso la paz es de más amplio espectro, como que el pacifismo ferrajoliano promueve la protección internacional de los derechos humanos, incluidos los sociales, extendiéndose a otras materias como la lucha contra las desigualdades, la protección del pluralismo cultural, la defensa del medio ambiente y de los bienes vitales, el control del mercado, la revitalización de la política y de su sometimiento al Derecho o la desaparición de la ciudadanía como última barrera que priva de los derechos a muchas personas y sobre todo a los inmigrantes.
Para expresar su concepción sobre la paz Ferrajoli acude a categorías concordantes con el constitucionalismo fuerte que defiende. Mostrándose contrario a la ponderación neoconstitucionalista que, a su juicio, se complace en demasía con la indeterminación normativa y exagera la conflictividad entre los principios, arrojando como resultado la erosión de la normatividad de las constituciones, nuestro autor distingue los principios directivos equivalentes a las orientaciones generales que sirven de sustento a las políticas públicas, de los principios regulativos que se transforman en reglas cuando son violados y entre los cuales incluye a la paz y a los derechos fundamentales cuya previsión superior implica obligaciones y vínculos.
Adicionalmente la paz aparece tratada en la obra ferrajoliana como derecho reivindicado en las últimas luchas sociales, que progresivamente va decantando las facultades que comporta y las condiciones de su exigibilidad, a la manera de otros derechos cuya improbabilidad va cediendo terreno con el paso del tiempo o al ritmo de la interpretación jurídica que, al concretarlos, afianza el carácter normativo que desde el inicio les corresponde por su sola incorporación a las constituciones.
En cualquier caso, el derecho no es del todo realizable o eficaz y prevé su propio incumplimiento, conforme se demuestra con la aceptación del derecho ilegítimo, reveladora de un grado de imperfección que, sin embargo, ha de transcurrir dentro de ciertos límites por fuera de los cuales se penetra en el terreno de lo patológico y, por ende, en los riesgos y en la crisis como la que sufre el constitucionalismo a raíz del avance incontrolado de la globalización de connotaciones puramente económicas e inspiradas en la filosofía neoliberal que ya ha afectado gravemente al Estado y a la política interna, cuya reconstrucción pasa por la constitucionalización del ámbito internacional.
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Resumen: Luigi Ferrajoli es un jurista que puede ser adscrito en la corriente denominada pacifismo jurídico. El modelo que Ferrajoli propone se caracteriza por el importante papel que le otorga al constitucionalismo y a su relación con la paz. A examinar la proyección que el constitucionalismo y la paz tienen en la obra jurídica de este autor está dedicado este trabajo que busca presentar las ideas principales del modelo, determinar la función asignada en él al constitucionalismo y a la paz e indicar cuál es el futuro que el propio autor le reconoce a su propuesta.
Palabras claves: Pacifismo jurídico; constitucionalismo; constitución; paz; derechos fundamentales.
Abstract: Luigi Ferrajoli is a professor of law who can be attached to the current called legal pacifism. The model that Ferrajoli proposes is characterized by the important role it gives to constitutionalism and its relationships to peace. To examine the projection that constitutionalism and peace have in the legal work of this author is dedicated to this work that seeks to present the main ideas of the model, determine the role assigned in constitutionalism and peace and indicate what is that the author himself recognizes in his proposal.
Key words: Legal pacifism, constitutionalism; constitution; peace; fundamental rights.
Recibido: 20 de marzo de 2021
Aceptado: 22 de abril de 2021
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[1] J.A. GARCÍA SÁEZ, “El pacifismo jurídico en el siglo XX a través de las obras de Kelsen, Bobbio y Ferrajoli”, en G. PECES-BARBA et al. (dirs.), Historia de los derechos fundamentales. Tomo IV. Siglo XX. Volumen II. Ideologías Políticas y Derechos Humanos en el siglo XX, Dykinson, Madrid, 2013, pp. 651-685, p. 662.
[2] M. LA TORRE y C. GARCÍA PASCUAL, “La utopía realista de Hans Kelsen”, en H. KELSEN, La paz por medio del derecho, Trotta, Madrid, 2008, pp. 9-29, pp. 19-20.
[3] J.A. GARCÍA SÁEZ, op. cit., p. 663.
[4] Ibid., p. 664.
[5] G. PISARELLO, “El pacifismo militante de Luigi Ferrajoli”, en L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, Trotta, Madrid, 2004, p. 23.
[6] L. FERRAJOLI y J. RUIZ MANERO, Dos modelos de constitucionalismo. Una conversación, Trotta, Madrid, 2012, p. 20.
[7] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, Trotta, Madrid, 1999, p. 53.
[8] Idem, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2007, p. 356.
[9] Idem, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995, p. 881.
[10] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, cit., p. 53.
[11] L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, cit., p. 882.
[12] Ibid., p. 888.
[13] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, Trotta, Madrid, 2011, p. 54.
[14] Idem, Democracia y garantismo, Trotta, Madrid, 2010, p. 44.
[15] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 99.
[16] Ibid., p. 486.
[17] Ibid.
[18] Ibid., pp. 486-487.
[19] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, Trotta, Madrid, 2004, p. 29.
[20] Ibid., p. 83.
[21] Idem, Constitucionalismo más allá del Estado, Trotta, Madrid, 2018, p. 56.
[22] L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, cit., p. 931.
[23] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 348.
[24] Idem, Derechos fundamentales y democracia, trad. Miguel Carbonell Sánchez, Centro de Estudios Jurídicos Carbonell México, 2014, p. 143.
[25] L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, cit., p. 931.
[26] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 223.
[27] L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, cit., p. 885.
[28] Idem, “Constitucionalismo principialista y constitucionalismo garantista”, en L. FERRAJOLI et al ., “ Un debate sobre el constitucionalismo”, Monográfico Revista Doxa, núm . 34 , 2012, pp. 11-50, pp. 11-12.
[29] L. FERRAJOLI, y J. RUIZ MANERO, op. cit., p. 59.
[30] Ibid., p. 60.
[31] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 1. Teoría del derecho, Trotta, Madrid, 2011, p. 809.
[32] Idem, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, Trotta, Madrid, 2014, pp. 78-79.
[33] Idem, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, Trotta, Madrid, 2011, p. 32.
[34] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 48.
[35] Ibid., p. 47.
[36] Ibid., p. 48.
[37] Ibid.
[38] L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, cit., p. 885.
[39] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 47.
[40] Ibid., p. 52.
[41] Ibid., pp. 52-53.
[42] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 1. Teoría del derecho, cit., pp. 875-876.
[43] Ibid., p. 876.
[44] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 54.
[45] Ibid., p. 53.
[46] Ibid., p. 41.
[47] Ibid., p. 51.
[48] Ibid., p. 54.
[49] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 55.
[50] L. FERRAJOLI, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., p. 369.
[51] L. FERRAJOLI, Democracia y garantismo, cit., p. 154.
[52] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, cit., p. 125.
[53] Ibid., p. 126.
[54] Ibid.
[55] Ibid., p. 141.
[56] Ibid., p. 141.
[57] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 14.
[58] Ibid., p. 14.
[59] Ibid.
[60] Ibid., p. 48.
[61] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, cit., p. 54.
[62] L. FERRAJOLI, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., p. 356.
[63] Ibid., p. 356.
[64] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, cit., p. 54.
[65] L. FERRAJOLI, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., p. 315.
[66] Ibid., p. 315.
[67] Ibid., p. 316.
[68] Ibid., p. 356.
[69] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 62.
[70] L. FERRAJOLI, Derechos fundamentales y democracia, cit., p. 30.
[71] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 62.
[72] Ibid., pp. 72-73.
[73] L. FERRAJOLI, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., p. 331.
[74] Ibid., p. 332.
[75] Ibid., p. 333.
[76] L. FERRAJOLI, Manifiesto por la igualdad, Trotta, Madrid, 2019, p. 21.
[77] Ibid., p. 21.
[78] L. FERRAJOLI, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., pp. 345-346.
[79] Ibid., p. 343.
[80] Ibid., p. 344.
[81] Ibid., p. 340.
[82] Ibid. , p. 345.
[83] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 82.
[84] Ibid., p. 62.
[85] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit., pp. 108-109.
[86] Ibid., p. 109.
[87] Ibid., p. 99.
[88] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 44.
[89] L. FERRAJOLI, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., p. 316.
[90] L. FERRAJOLI, Manifiesto por la igualdad, cit., pp. 22-23 .
[91] Ibid., p. 23.
[92] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 1. Teoría del derecho, cit., pp. 445-446.
[93] Ibid., p. 838.
[94] Ibid., pp. 838-839.
[95] Ibid., pp. 840-841.
[96] L. FERRAJOLI, Manifiesto por la igualdad, cit., p. 137.
[97] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 74.
[98] L. FERRAJOLI, Los derechos y sus garantías. Conversación con Mauro Barberis, Trotta, Madrid, 2016, p. 150.
[99] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., pp. 110-111.
[100] L. FERRAJOLI, Los derechos y sus garantías. Conversación con Mauro Barberis, cit., p. 68.
[101] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 112.
[102] Ibid., p. 115.
[103] L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, cit., p. 915.
[104] L. FERRAJOLI, y J. RUIZ MANERO, op. cit., p. 97.
[105] L. FERRAJOLI, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., p. 182.
[106] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 217.
[107] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, cit., p. 143.
[108] L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, cit., p. 939.
[109] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, cit., pp. 105-106.
[110] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 70.
[111] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit., pp. 105-106.
[112] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 42.
[113] Ibid., p. 43.
[114] Ibid., pp. 44-45.
[115] Ibid., p. 67.
[116] Ibid., p. 43.
[117] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 479.
[118] L. FERRAJOLI, Democracia y garantismo, cit., p. 364.
[119] Ibid., pp. 365-366.
[120] Ibid., pp. 367-368.
[121] Ibid., p. 369
[122] Ibid., p. 364.
[123] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit., p. 102.
[124] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 43.
[125] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit., p. 104.
[126] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 43.
[127] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit., p. 93.
[128] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 137.
[129] Ibid., p. 137.
[130] Ibid., p. 138.
[131] Ibid., p. 140.
[132] Ibid., p. 143.
[133] Ibid., p. 144.
[134] Ibid., pp. 144-145.
[135] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit., pp. 91-92.
[136] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., pp. 16-17.
[137] Ibid., p. 18.
[138] Ibid., p. 19.
[139] Ibid., p. 43.
[140] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 150.
[141] Ibid., p. 153.
[142] Ibid., p. 154.
[143] Ibid., p. 155.
[144] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit .
[145] Ibid., p. 32.
[146] Ibid., p. 33.
[147] Ibid., p. 45.
[148] Ibid., p. 48.
[149] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 162.
[150] Ibid., p. 163.
[151] Ibid., p. 164.
[152] Ibid., p. 166.
[153] Ibid., p. 167.
[154] Ibid., p. 168.
[155] Ibid.
[156] Ibid., p. 169.
[157] Ibid., p. 165.
[158] Ibid., p. 169.
[159] Ibid., p. 163.
[160] L. FERRAJOLI, Razones jurídicas del pacifismo, cit., p. 63.
[161] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 507.
[162] L. FERRAJOLI, Democracia y garantismo, cit., p. 59.
[163] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 171.
[164] Ibid., p. 174.
[165] Ibid., p. 175.
[166] Ibid.
[167] Ibid., pp. 177-178.
[168] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 532.
[169] Ibid., pp. 532-533.
[170] L. FERRAJOLI, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia, cit., p. 507.
[171] Ibid., p. 508.
[172] Ibid., p. 509.
[173] Ibid., pp. 511-512.
[174] L. FERRAJOLI, Democracia y garantismo, cit., p. 320.
[175] Ibid., p. 321.
[176] Ibid.
[177] Ibid., p. 320.
[178] Ibid., pp. 38-39.
[179] L. FERRAJOLI, Democracia y garantismo, cit., pp. 323-324.
[180] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 25.
[181] Ibid., p. 41.
[182] Ibid., p. 47.
[183] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 176.
[184] Ibid., p. 26.
[185] L. FERRAJOLI, Democracia y garantismo, cit., pp. 35-36.
[186] L. FERRAJOLI, Constitucionalismo más allá del Estado, cit., p. 47.
[187] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 135.
[188] L. FERRAJOLI, Democracia y garantismo, cit., p. 318.
[189] L. FERRAJOLI, La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político, cit., p. 135.
[190] L. FERRAJOLI, Derechos y garantías. La ley demás débil, cit, p. 28.