Traducido del inglés por Augusto Aguilar Calahorro
"ReDCE núm. 36. Julio-Diciembre de 2021"
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Quisiera aproximarme al objeto de mi debate con el Profesor Dworkin –sobre los derechos constitucionales no expresamente reconocidos en la Constitución– distinguiendo entre dos formas de argumentación jurídica: las que podríamos llamar razonamiento de abajo arriba y razonamiento de arriba abajo. En el razonamiento de arriba abajo, el juez, u otro intérprete jurídico, inventa o adopta una teoría sobre un área del Derecho, y la usa para organizar, criticar, aceptar o rechazar, explicar o soslayar, distinguir o amplificar las decisiones previas, para que estas decisiones se ajusten a la teoría, generando así un resultado, a medida que surja cada nuevo caso, que sea coherente con la teoría y con los cánones jurisprudenciales, es decir, con los casos que esa teoría toma como reglas de autoridad. La teoría no tiene que ser, tal vez nunca pueda serlo, extraída «del» Derecho. Seguramente no necesite articularse, como se dice en la jerga de los abogados. Por el contrario, en el razonamiento de abajo arriba, que abarca técnicas tan familiares como el «significado llano» y el «razonamiento por analogía», se comienza por el texto de una ley o disposición, o con un caso o una masa de casos, y se continúa el razonamiento ascendiendo desde allí, pero sin ir muy lejos, como veremos. En definitiva, estos dos métodos, de arriba abajo y de abajo a arriba, nunca se cruzan.
Estoy familiarizado con varias teorías de arriba hacia abajo. Una, que es principalmente positiva (descriptiva), se basa en que el “Common Law” debe ser entendido «como si» los jueces debiesen maximizar la riqueza de la sociedad. Otra, principalmente normativa, es que los jueces deben interpretar las leyes antitrust para que se ajusten a los dictados de maximización de la riqueza. Robert Bork –la “bête noir” de Dworkin [1]– fue pionero en el desarrollo de esta última aproximación. Bork llamó a su teoría «maximización de la riqueza del consumidor» [2] –aunque es sólo un término tranquilizador–. De este modo, dividía la jurisprudencia antimonopolio del Tribunal Supremo entre una tradición principal basada en el principio de maximización de la riqueza y una rama derivada de esta tradición, proponiendo cortar esta rama.
Dworkin es esencialmente asociado con una teoría de Derecho constitucional que hace del Derecho la expresión del liberalismo, ponderándola con el igualitarismo [3]. Richard Epstein tiene una perspectiva amplia similar del Derecho constitucional, aunque pondera el liberalismo no con el igualitarismo, sino con las libertades económicas [4]. John Hart Ely tiene otra teoría constitucional diferente, pero igualmente ambiciosa, en la que enyunta varias cláusulas para dibujar el arado que promueva los valores de una democracia representativa [5]. Bruce Ackerman aún tiene otra [6]. Un famoso “topdowner” de una generación temprana fue Christopher Columbus Langdell [7]. Y antes que él, Hobbes.
Pese a todo, el razonamiento jurídico de abajo hacia arriba es el método más familiar, incluso el más sagrado [8]. Esta tradición sigue el estribillo interminablemente repetido de las opiniones judiciales modernas, según la cual, al interpretar una ley, el juez debe comenzar por la literalidad del texto. Y todos recordamos nuestro primer día en la facultad de derecho, cuando se nos pidió que leyésemos en cada curso, no una descripción general o un tratamiento teórico de la materia, sino un caso, un caso además no de los comienzos históricos o lógicos de la materia, sino más bien de los intermedios. Aquellos de nosotros que somos jueces, también recordamos nuestro primer día en ese trabajo, cuando nos entregaron un fajo de informes sobre casos acerca de temas de los que tal vez no sabíamos nada y nos dijeron que en unos días estaríamos escuchando argumentos orales y luego intentaríamos tomar una decisión.
Cabe preguntarse si el razonamiento jurídico desde abajo asciende mucho hacia arriba. Dworkin cree que no. Sus extensos escritos muestran poco interés en las palabras de la Constitución, o en su estructura (es decir, en cómo sus diversas partes –los artículos, secciones, cláusulas y enmiendas– trabajan juntas), en la textura y los detalles de las complejas leyes que discuten sus obras, como el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 [9], o en cualquier cuerpo extendido de jurisprudencia, y mucho menos en los detalles de casos particulares. Su universo legal implícito consiste en un puñado de principios generales incorporados en un puñado de casos ejemplares, a menudo bastante incorpóreos.
Yo mismo no veo la ley de esa manera, pero estoy de acuerdo en que no hay mucho razonamiento de abajo hacia arriba[10]. En realidad, nunca «partimos» de una masa de casos o de una ley o de una Constitución. Leer un caso, leer una ley, una regla o una cláusula constitucional presupone una vasta competencia lingüística, cultural y conceptual. Es más: no se ven decisiones judiciales que digan, por ejemplo, «en la página 532 del Título 29 del Código de los Estados Unidos aparece la siguiente oración...». La decisión invariablemente enuncia el nombre de la norma («La Ley Sherman proporciona...» o «ERISA proporciona...») y estamos preparados para reaccionar inmediatamente a las palabras de una manera particular. Y si, como es tan común, el caso o la ley es incierta, y tal vez incluso cuando parezca bastante clara, el lector, para extraer o más precisamente para imputar su significado, debe interpretarla; y sabemos que la interpretación tiene más de creación que de descubrimiento.
Tampoco está claro qué significa razonar «de» un caso a otro, que es el corazón del razonamiento jurídico de abajo hacia arriba. Suena al procedimiento por inducción que desde Hume hasta Popper ha recibido duros embates de los filósofos. En realidad, la mayor parte del razonamiento por analogía en Derecho es una forma indirecta de razonamiento lógico. Los casos se utilizan como fuentes de hechos e ideas interesantes y, por lo tanto, como materiales para la creación de una teoría que se pueda aplicar deductivamente a un nuevo caso. Pero no como materiales exclusivos para la creación de la teoría; eso excluiría injustificadamente mundos enteros de otros aprendizajes y conocimientos.
El razonamiento por analogía también tiene una función empírica. Si el caso A es un canon dentro de su teoría, y aparece el caso B, y la teoría implica que el resultado de B debería ser diferente de A, es mejor asegurarse que los dos resultados sean lógicamente consistentes; de lo contrario, tendremos un problema con la teoría. Por tanto, los casos aceptados dentro de una teoría proporcionan ejemplos de prueba para su posterior aplicación. Pero debe haber una teoría. No se puede simplemente ir de un caso a otro, no de manera responsable. No se puede decir: no tengo una teoría de la privacidad o el debido proceso ni nada parecido, pero, visto el caso “Griswold” [11], entonces le sigue el caso “Roe” [12]. Tienes que ser capaz de decir lo que desde el caso “Griswold” se dicta en el caso “Roe”. “Griswold” no te dice cómo de amplia o estrictamente hay que leer “Griswold”.
Todo lo expuesto puede estar demasiado resumido para resultar convincente. Pero no estoy muy interesado en mostrar las limitaciones del razonamiento de abajo hacia arriba. Me interesa más recordar su lugar en nuestra tradición jurídica y relacionarlo con la cuestión de los derechos no enumerados (no expresamente reconocidos en la Constitución). La relación es la siguiente. La cuestión de los derechos no enumerados se ve bastante diferente cuando se aborda de abajo hacia arriba, que cuando se hace de arriba hacia abajo.
Empecemos observándola de arriba hacia abajo. Si quisiéramos adoptar un enfoque de arriba hacia abajo de la Constitución, podríamos proceder como lo han hecho Dworkin, Epstein, Ely y muchos otros, cada uno a su manera. Parten de una variedad de fuentes –el texto, la historia y antecedentes de la Constitución (sin que se le dé al texto una primacía particular, porque los intérpretes sofisticados saben que el texto no puede ser en ningún sentido el primer elemento esclarecedor), las decisiones que interpretan la Constitución, así como variados valores y perspectivas políticas, morales e institucionales– y desde estas fuentes crean una teoría comprensiva de los derechos que consideramos reconocidos en la Constitución. Armados con tal teoría, uno puede seleccionar una doctrina jurisprudencial tradicional y descartar o minimizar los casos aislados y así resolver nuevos casos de una manera que sea consistente tanto con la teoría como con los precedentes (debidamente depurados).
Si intentara un proyecto de este tipo, podría acercarme mucho más al profesor Dworkin de lo que esta audiencia creería posible. Me considero un liberal, aunque en la tradición clásica, la tradición de John Stuart Mill, Herbert Spencer y Milton Friedman, más que en el sentido más nuevo, social o redistributivo iniciado por John Rawls; y si diera más peso a la libertad económica que Dworkin y menos a la igualdad, y quizás, debido a un temperamento diferente o a diferentes experiencias jurídicas, si fuera más tímido que él en relación a las afirmaciones sobre el poder judicial y más inclinado que él a dejar espacio a sus decisiones para la experimentación, las diferencias prácticas podrían ser más pequeñas, especialmente en el ámbito de derechos individuales como la libertad de expresión, la libertad religiosa y la libertad sexual y reproductiva. De hecho, como dice Dworkin en el interesante artículo que ha preparado para este debate, el derecho a usar anticonceptivos y el derecho a quemar la bandera estadounidense (siempre que seas dueño de la bandera que quemas) estarían en el mismo plano en lo que respecta a la distinción entre derechos enumerados y no enumerados [13].
La distinción no tiene importancia para una teoría constitucional integral. La teoría puede usar el texto como uno de sus puntos de partida (uno «de», no «el»), pero va más allá y eventualmente sumerge las distinciones textuales, porque en el enfoque que estoy describiendo derechos constitucionales específicos como el derecho a quemar banderas o el uso de anticonceptivos surgen de la teoría en lugar de (directamente) del texto.
La situación es diferente si siguiéramos un enfoque de abajo hacia arriba. Empezaríamos hojeando la Constitución y no encontraríamos nada relacionado con la anticoncepción, el sexo, la reproducción o la familia. Tampoco se encontraría ninguna mención a la quema de la bandera, pero sí una referencia a la libertad de expresión, y es fácil pasar analógicamente del lenguaje oral a la quema de banderas, como en la siguiente reflexión socrática interna:
Este método de «prueba» muestra que hay un sentido del «discurso» que abraza la quema de banderas, así como que hay un sentido de la palabra que abraza el derecho de asociación y el derecho a no ser forzado a expresar apoyo a una causa que uno desaprueba [14]. Pero no proporciona una razón para adoptar ese sentido en lugar de uno más restringido. Para eso, debe abarcarse más y considerar las diferencias, no solo las similitudes, entre quemar una bandera y participar en las otras formas de comunicación que los tribunales han considerado protegidas constitucionalmente. Se debe, de hecho, desarrollar o adoptar una teoría de la libertad de expresión y luego aplicarla al caso que le ocupa. El desarrollo de tal teoría fue el proyecto de Bork en su famoso artículo del “Indiana Law Journal” [15] de 1971, del que luego se retractó en parte [16].
Incluso después de reconocer que el razonamiento de abajo hacia arriba no es un razonamiento, sino, en el mejor de los casos, una preparación para el razonamiento, y que el razonamiento jurídico digno de ese nombre implica ineludiblemente la creación de teorías para guiar la decisión, nos queda la cuestión del alcance apropiado de tales teorías. ¿Deben abarcar campos completos del Derecho, como el Derecho constitucional federal o el “Common Law”? ¿Deben, quizás, abrazar todo el Derecho? ¿O pueden limitarse a porciones más estrechas de experiencia legal, como cláusulas particulares de la Constitución, o leyes particulares, o grupos de leyes relacionados? ¿Puede limitarse incluso si el resultado es una teoría no consistente con otra, si en ocasiones hay cláusulas que empujen en direcciones diferentes?
El profesor Dworkin responde «no» a las dos últimas preguntas. Una interpretación de cláusulas individuales incoherente con los principios transversales a todas las cláusulas es ilegítima. Una teoría del Derecho constitucional debe abarcar toda la Constitución –o al menos la totalidad de la Declaración de Derechos más la Decimocuarta Enmienda–, debe ser en esa medida coherente, holística [17]. Porque su crítica básica a Bork es que Bork no tiene una filosofía constitucional [18]. Pero como bien sabe Dworkin, Bork es famoso por su teoría de la libertad de expresión, y también por su teoría de la competencia económica [19]. Y estas son teorías en gran medida de arriba hacia abajo. Bork no va de un caso a otro. Deriva un principio general que luego aplica a los casos, descartando muchos. Pero sus teorías están ligadas a disposiciones específicas; carecen de la generalidad política y moral y la ambición que aprecia Dworkin. La única teoría general del Derecho constitucional de Bork es la desconfianza en la teoría general.
La cuestión del alcance adecuado de una teoría constitucional se conecta con un tema discutido en el debate anterior, relativo al nivel de generalidad de la intención de los redactores que los jueces deben tomar en cuenta al orientar la interpretación de la Constitución [20]. Si se pregunta cuál es la intención detrás de la Cláusula de Protección Igualitaria, encontramos que era tanto beneficiar a los negros de una manera y no de otra, como promover un ideal de igualdad más amplio, que, no obstante, puede ser inconsistente con otros aspectos de aquella intención más específica (por ejemplo, que solo tenían derecho a la igualdad política con los blancos, no social). La elección de qué intención respetar determina, por ejemplo, si el Tribunal Supremo actuó correctamente al prohibir la segregación racial en las escuelas públicas. Pero se trata del nivel de generalidad de la intención detrás de una sola cláusula. Ir más allá de eso, hasta las intenciones relativas a la Constitución en su conjunto, un fajo de documentos escritos en diferentes momentos y que cubren una variedad de temas diversos, es entrar en un mundo de fantasía. No se trata de menospreciar el enfoque holístico, sino de distinguirlo de un enfoque basado en las intenciones de los redactores de la Constitución, ya sea en sentido amplio o estricto. Sin embargo, el enfoque holístico desmerecerá a los ojos de muchos juristas, si corta completamente con el propósito original de los redactores.
La cuestión de lo holístico frente al método del “clause by clause” no es meramente estético o metodológico. A pesar de los esfuerzos que hace Dworkin para fundamentar “Roe vs. Wade” [21] en una cláusula particular de la Constitución, no puede tener mucha confianza en que los derechos que aprecia especialmente puedan ser generados por teorías limitadas a cláusulas individuales, como la Cláusula del Debido Proceso, el lugar original de “Roe”. La interpretación sustantiva de esa cláusula repele tanto a los liberales modernos como a los conservadores modernos, debido a su asociación con el caso de “Dred Scott” [22] (aunque de hecho solo jugó un pequeño papel en esa decisión) y con “Lochner” [23] y los otros casos de libertad de contratación, a causa de su informalidad, por que más bien fue enterrado en la Quinta Enmienda (lo que hace que uno se pregunte si puede ser tan importante, pues aparece de manera más prominente en la Decimocuarta Enmienda), y porque no coincide con el derecho de notificación y audiencia, que es el contenido procesal de la cláusula. Si debemos ir cláusula por cláusula en la construcción de nuestra teoría constitucional (en realidad teorías, en este enfoque), estamos concediendo, debe creer Dworkin, demasiada munición retórica a los enemigos de los casos de libertad sexual.
¿Podría la Novena Enmienda disolver la tensión entre los enfoques cláusula por cláusula y los enfoques holísticos? Después de todo es el grueso del texto. Dice: «La enumeración en la Constitución de ciertos derechos no se interpretará en el sentido de negar o menospreciar otros que conserva el pueblo». ¿Podría ser esto una orden para que los jueces reconozcan nuevos derechos, tanto contra el gobierno federal como contra los Estados?
Existe una extensa literatura sobre esta cuestión [24], pero ha tenido poco impacto porque, con raras excepciones, ni los partidarios del “clause by clause” ni los holistas están contentos con basar sus decisiones en la Novena Enmienda. La razón es que la enmienda no identifica ninguno de los derechos conservados, ni especifica una metodología para identificarlos. Si les da algo a los tribunales es un cheque en blanco. Ni los jueces ni sus críticos académicos o defensores quieren que la revisión judicial opere abiertamente, libre de cualquier criterio externo. Incluso el «debido proceso» y la «protección igualitaria» parecen directivas en comparación con la Novena Enmienda, o con los «privilegios e inmunidades», otro huérfano constitucional. Entonces, no es que no haya suficiente apoyo textual para los derechos constitucionales no enumerados, sino que, por el contrario, hay demasiado.
La tensión entre el método cláusula por cláusula y el enfoque holístico viene marcada por la discusión de Dworkin sobre “Roe vs. Wade”. A pesar de las muchas observaciones perspicaces e incluso conmovedoras que ofrece sobre el problema del aborto [25], no puede encontrar una cláusula en la que el derecho al aborto encaje cómodamente, por mucho que se esfuerce en encontrar una. En su relato, como en el de sus predecesores en el esfuerzo por racionalizar la decisión, “Roe vs. Wade” es «el Judío Errante» del Derecho constitucional.
Comenzó su vida en la cláusula del debido proceso, pero eso lo convirtió en un caso sustantivo de debido proceso e invitó a una lluvia de críticas. Laurence Tribe primero lo trasladó a la Cláusula de prohibición de establecimiento de la Primera Enmienda, aunque luego se retractó [26]. Dworkin ahora toma el relevo, pero traslada el caso a la cláusula de libertad religiosa, donde encuentra un derecho a la autonomía sobre decisiones esencialmente religiosas [27]. Las feministas han intentado incluir a “Roe vs. Wade” en la cláusula de Igual protección [28]. Otras han intentado moverlo dentro de la Novena Enmienda (que por supuesto, si estoy en lo cierto, no tiene «dentro»); otros (incluido Tribe) dentro de la Decimotercera Enmienda [29]. Espero el día en que alguien lo saque con una pala de la cláusula de expropiaciones, o la cláusula de la forma republicana de gobierno (de la cual un juez aventurero podría derivar toda la Declaración de derechos y la Decimocuarta Enmienda), o la cláusula de privilegios e inmunidades. No es, como sugiere Dworkin, una cuestión de cuanto más mejor; es una búsqueda desesperada de un hogar textual adecuado, y ha fracasado. No puedo explicar adecuadamente las razones de esta conclusión aquí [30], pero daré una idea de ellas echando un breve vistazo al argumento de la igualdad de protección, que Catharine MacKinnon [31], Sylvia Law [32], Cass Sunstein [33], y otros han argumentado.
El debate comienza señalando que una ley que prohíbe los abortos pesa más sobre las mujeres que sobre los hombres. Concedido. Pero una diferencia de trato no viola la cláusula de igual protección si es justificable, y esta particular diferencia de trato parece, a primera vista, justificada por el hecho de que hombres y mujeres están, en virtud de su biología, situados de manera diferente en relación con la vida fetal. Para demostrar que la diferencia no está sustancialmente relacionada con un interés gubernamental importante y, por lo tanto, es inconstitucional según el estándar vigente para revisar la discriminación sexual impugnada en virtud de la Decimocuarta Enmienda, es necesario considerar los beneficios para el feto y los costos para los demás, una investigación intratable o al menos una que los ponentes de “Roe vs. Wade” no desearon emprender.
La puerta a esa investigación no puede cerrarse de golpe argumentando que, sean cuales sean las justificaciones que se puedan ofrecer para las leyes que prohíben el aborto, el apoyo a esas leyes de hecho proviene de personas que quieren reprimir a las mujeres; y un propósito odioso puede condenar una ley. Siendo realistas, un propósito malicioso sólo puede condenar una ley trivial, como una ley que imponga un impuesto para ejercer el voto o requiera una prueba de alfabetización para los posibles votantes; los tribunales no van a privar a las personas de la protección legal esencial solo porque algunos de los partidarios de tales leyes (leyes que penalizan la violación, por ejemplo) tenían malas intenciones. El principal apoyo a las leyes antiaborto, además, no proviene de misóginos o de machos alfa (“Don Juan” favorecería el aborto a demanda porque reduciría el costo del sexo), sino de hombres y mujeres que, sean o no cristianos católicos apostólicos romanos (muchos de ellos, por supuesto, son católicos romanos), creen por motivos religiosos en la santidad de la vida fetal. Esa no es una creencia sexista, discriminatoria o envidiosa, aunque se correlaciona con la creencia en el papel tradicional de la mujer, un papel que las feministas, con mucho apoyo en la historia, consideran subordinado. Sin duda, para muchos opositores al aborto, la oposición al aborto se mezcla con la oposición a un conjunto más amplio de prácticas y valores, llamémoslo feminismo. Pero para muchos partidarios el aborto libre es el símbolo mismo del feminismo. ¿Deberían los tribunales tomar partido en este choque de símbolos?
Detrás de los símbolos, la ideología e incluso las creencias religiosas pueden esconderse intereses concretos. El debate sobre el aborto, y sobre la libertad sexual y reproductiva de las mujeres en general, es en parte un debate entre mujeres que pierden y mujeres que ganan con esa libertad. Cuanto más libres sexualmente son las mujeres, menos interés tienen los hombres en el matrimonio, y las mujeres que prefieren las tareas del hogar se ven perjudicadas frente a las mujeres insertadas en el mercado de trabajo. Se trata de un choque de intereses, y en un sistema democrático, es el legislador y no los tribunales es, generalmente, el escenario considerado adecuado para resolver tales enfrentamientos.
Dworkin toma un rumbo diferente. Considera la visión de una persona sobre la santidad de la vida como una visión religiosa, incluso si la persona es atea; y dice que el gobierno no puede, sin violar la cláusula de libertad religiosa, hacer que una persona actúe con un punto de vista religioso en lugar de otro. Bueno, está bien, pero si la «religión» debe entenderse de manera tan amplia, entonces debemos permitir una religión del libre mercado (la libertad económica es una religión para Murray Rothbard, Milton y David Friedman, Friedrich Hayek, Ayn Rand, Richard Epstein, y tal vez incluso Robert Nozick, a quien, dicho sea de paso, Dworkin ha reconocido como un compañero liberal [34]), una religión de los derechos de los animales, del ambientalismo, del arte, etc. Una ordenanza que prohibiera a un esteta alterar el exterior de su emblemática casa sería una violación de la libertad religiosa. La expansiva noción de religión de Dworkin en realidad disuelve la distinción que quiere hacer entre las restricciones al aborto y otras restricciones a la libertad personal.
Dworkin puede hacer del aborto una cuestión de las diferentes opiniones que los estadounidenses tienen sobre la santidad de la vida, en lugar de una cuestión de vida o muerte, sólo porque no permitirá que los estados definan al feto como persona y, por tanto, al aborto como asesinato. (Si lo permitiera, no podría distinguir el aborto del infanticidio). Sin embargo, los estados pueden decidir qué es propiedad y (en el caso de los prisioneros, por ejemplo) qué es libertad, a los efectos de la cláusula del debido proceso; ¿por qué no qué es una persona? ¿No puede un estado decidir que la muerte significa muerte cerebral en lugar de un corazón parado? Y si puede decidir cuándo termina la vida, ¿por qué no puede decidir cuándo comienza la vida? Aquí, por cierto, hay un ejemplo de una de las modestas funciones que asigné anteriormente al razonamiento de abajo hacia arriba, la de probar la consistencia de nuestro pensamiento.
Una ley de Illinois determina que el aborto es un asesinato [35], y en el ámbito civil muerte por negligencia [36]. La cláusula de supremacía impide su aplicación a los abortos privilegiados por “Roe vs. Wade”, pero con esa calificación no se puede poner en duda la constitucionalidad de la ley. Muestra que los Estados ya están definiendo la vida humana. Por lo tanto, pueden clasificar a un feto como un ser humano, y la pregunta es entonces –porque no creo que la declaración de quién tiene o no personalidad del estado deba ser concluyente (¿y si declarara un pastel de carne como una persona?)– cuál es el interés en proteger a ese ser humano recién reconocido contra diversas amenazas.
Aparte de las objeciones específicas que se pueden hacer al intento de Dworkin de fundamentar el derecho al aborto en la cláusula de libertad religiosa, su propio intento desdibuja su enfoque holístico. No existe una inconsistencia real, porque su interpretación de la cláusula de libertad religiosa se basa en valores derivados de sus reflexiones sobre otras disposiciones constitucionales, en consonancia con su insistencia en la integridad del documento en su conjunto. Pero su posición sería más clara, y creo que más persuasiva, si se contentara con derivar un derecho al aborto de su teoría general del Derecho constitucional, en la que las cláusulas se fusionan y pierden su distinción y la cuestión del derecho al aborto se convierte en el lugar de tal derecho en la teoría liberal del Estado, y estoy de acuerdo en que tiene lugar en esa teoría que Dworkin le asigna. “Griswold” [37], el primero de los casos de libertad sexual, de hecho, comenzó por este camino. Porque recordemos cómo el juez Douglas, aunque en su habitual forma descuidada, trató de extraer un principio general (o al menos generalizable) de libertad sexual de una colección de cláusulas constitucionales aparentemente no relacionadas [38]. Pero ningún juez ha recogido esta lanza en particular, tratando de lanzarla más lejos.
Los argumentos en contra del enfoque holístico son familiares. El más básico es que les da a los jueces demasiada discrecionalidad en una democracia (quizás en cualquier forma de gobierno). Cuando piensas en todas esas teorías constitucionales que se empujan entre sí –la de Epstein que derogaría el New Deal, la de Ackerman y la de Sunstein que lo constitucionalizaría, la de Michelman que constitucionalizaría la plataforma del Partido Demócrata, la de Tushnet que haría de la Constitución una carta del socialismo, Ely que resucitaría a Earl Warren, y algunos que moldearían el Derecho constitucional conforme al método tomista del Derecho natural– se ve el rango de opciones que legitima el enfoque y, como resultado, la inestabilidad de la doctrina constitucional que presagia. No es bueno decir que Epstein está equivocado, o Michelman está equivocado, o Santo Tomás está equivocado; no existen las herramientas intelectuales para asestar un golpe mortal a estas teorías (a todas, al menos). La lógica, la ciencia, la investigación estadística, las lecciones de la historia, las intuiciones compartidas, ninguna de estas técnicas de razonamiento exacto o práctico puede acabar con ellas, ni siquiera herirlas seriamente a los ojos de quienes se sienten atraídos por ellas por razones de temperamento o experiencia personal. Si las únicas limitaciones para la toma de decisiones constitucionales son los buenos argumentos, el problema es el número y la fuerza de los buenos argumentos en ambos lados, que son demasiados lados en los temas candentes.
La vehemencia es importante aquí. Si eres indiferente al resultado de una disputa, sopesarás los argumentos de ambos lados y darás el visto bueno al lado que muestre los argumentos más fuertes, incluso si el lado más débil también tiene buenos argumentos. Pero si tienes un fuerte compromiso emocional con una u otra parte, no solo sería antinatural, sino imprudente, abandonar tu compromiso sobre la base de una preponderancia leve, o incluso no tan leve, de argumentos en contra de tu posición. Nuestros compromisos más profundos no se sostienen tan débilmente. Por lo tanto, puede haber indeterminación práctica sobre un tema incluso si el observador desinteresado no piensa que los argumentos en competencia están uniformemente equilibrados [39].
Una teoría comprensiva del Derecho constitucional es capaz de pisar los pies de muchas convicciones profundamente arraigadas sin argumentos decisivos. Es por eso que la situación con respecto a la teoría constitucional es de indeterminación práctica, lo que hace que el jurista cauteloso vuelva al enfoque cláusula por cláusula. Mucho más fácil que imputar un propósito a la Constitución en su conjunto, es imputar un propósito a una cláusula en particular y luego usar ese propósito tanto para generar como para circunscribir el significado de la cláusula; a esto me refería cuando comenté las «teorías» de Bork sobre la libertad de expresión y antimonopolio. El problema de este enfoque más modesto es que abre grandes lagunas en la protección constitucional. A medida que el texto original se aleja del siglo XVIII y se va convirtiendo en un palimpsesto superpuesto con las enmiendas de dos siglos, no sólo la visión sino la propia identidad de los Fundadores se desdibuja, por lo que al ir cláusula por cláusula uno podría terminar con un documento que solo da respuestas a preguntas que ya nadie estaba haciendo. A los estadounidenses les gusta pensar que la Constitución los protege incluso contra enormidades políticas que no encajan cómodamente en una cláusula u otra. Este es el atractivo práctico de un enfoque que hace de la Constitución un neumático que se sella automáticamente cuando se pincha o se corta. En 1791 tal enfoque bien podría haber sido innecesario; el más modesto de arriba abajo, el más ambicioso de arriba hacia abajo, el de abajo hacia arriba, todos los enfoques podrían haber coincidido. Pero ya no. Divergen más cada año que pasa, y el ambicioso enfoque de arriba hacia abajo se va volviendo más atractivo. No es solo la moda académica lo que ha hecho de la teorización constitucional una actividad más grande hoy que hace un siglo.
Sin embargo, abandonaría por ser demasiado ambiciosa, demasiado arriesgada, demasiado conflictiva, la tarea de diseñar una teoría integral del Derecho constitucional, una "inmodesta" teoría de arriba abajo destinada a guiar a los jueces [40]. Al mismo tiempo, permitiría a los jueces extender las cláusulas, incluso algunas tan cuestionables como la cláusula del debido proceso, cuando existe un caso práctico convincente para la intervención. Este fue el enfoque de Holmes, y más tarde el de Cardozo, Frankfurter y el segundo Harlan. Holmes dijo (en privado, sin duda) que una ley era constitucional a menos que le diera ganas de «vomitar» [41]. Si seguimos este enfoque, debemos tener cuidado de no nombrar jueces con estómagos demasiado sensibles. Por supuesto que no estaba hablando literalmente; yo tampoco. El punto es sólo que nuestros valores más profundos (el «no puede ayudar» [42] de Holmes) viven bajo el pensamiento y proporcionan garantías para la acción incluso cuando no podemos dar a esos valores una justificación convincente o tal vez ninguna justificación racional. Esto es válido también para la actuación judicial. aunque pienso esto sólo porque es lo que hace que un juez pueda ser feliz en su trabajo. El juez sabe que no tendrá que ratificar una ley u otro acto o práctica oficial que sienta profundamente injusta, incluso si el material jurídico convencional no está a la altura de fundamentar una condena constitucional. Preserva un rol para su conciencia.
Es fácil para los profesionales del derecho e intelectuales de todos los ámbitos ridiculizar este enfoque que, por cierto, trasciende tanto al razonamiento de arriba hacia abajo como de abajo hacia arriba al ubicar un fundamento para la acción judicial en el instinto más que en el análisis. Pueden ridiculizarlo por su falta de forma (¡matices del debido proceso sustantivo!), su subjetividad, su no cognitivismo, su relativismo, su falta de fundamento, su carácter antidemocrático no redimido por pedigrí o principio alguno. Pero las alternativas son angustiosas (por continuar con la metáfora digestiva); y tal vez lo suficientemente bueno para Holmes debería serlo para nosotros. Pero tal vez este enfoque alternativo que estoy discutiendo no sea necesariamente tan informe, tan subjetivo, tan visceral como he insinuado. Ciertamente, no tiene por qué estar completamente desarticulado (a este respecto, la metáfora digestiva es inadecuada); Holmes fue el juez más elocuente en la historia de este país, quizás de cualquier país. Se requiere –debería requerirse– información suficiente sobre el caso a través de una investigación empírica más profunda de lo que suele ocurrir en las opiniones judiciales. La simple prudencia dicta que antes de reaccionar enérgicamente a algo, se intente obtener una idea lo más clara posible de qué es ese algo. El caso “Griswold”, por ejemplo, en parte debido al excelente informe de los abogados de la clínica de control de la natalidad (uno de los cuales era Thomas Emerson, de la Facultad de Derecho de Yale), brindó una oportunidad, que el Tribunal no aprovechó, de desplegar datos pertinentes en apoyo de un precedente profesionalmente más respetable que el que surgió de la opinión mayoritaria de Douglas y de los que con él coincidieron. El escrito destaca algunos hechos sorprendentes que posteriores investigaciones [43] han confirmado. Uno es que las leyes que prohíben los anticonceptivos se habían aprobado en una ola a fines del siglo XIX, pero habían sido derogados en todos los estados excepto en dos, Connecticut y Massachusetts, en los cuales la derogación, aunque repetidamente intentada, había sido bloqueada por la vigorosa oposición de la Iglesia Católica que trabajaba entre la gran población católica en ambos estados. Pero mientras la ley se mantuvo sobre el papel los únicos esfuerzos para hacerla cumplir -y fueron completamente exitosas- se dirigieron contra las clínicas de control de la natalidad, cuya clientela era mayoritariamente pobre y sin educación adecuada; las mujeres de clase media preferían acudir a su ginecólogo privado para obtener consejos y dispositivos anticonceptivos. De manera que se cerraron las clínicas de planificación familiar y, por supuesto, se ilegalizó el aborto en ese momento, agudizando los dilemas sexuales y reproductivos de las mujeres pobres, mientras que las mujeres de clase media tenían acceso sin restricciones a los anticonceptivos y probablemente también a la práctica ilegal del aborto en condiciones de seguridad cuando la anticoncepción fallaba, pero siendo siempre menos probable que les fallara. Y debe recordarse que la ley no hacía distinción entre personas casadas y solteras; por tanto, podría pensarse que era una carga arbitraria para el matrimonio –específicamente el matrimonio entre los pobres y la clase trabajadora–. La ley se había fundado en la preocupación protestante (de hecho, tales son las ironías de la historia, en el anticatólico) por la fornicación, el adulterio y la prostitución, y por la inmoralidad de los inmigrantes y de la clase baja en general, aunque en realidad, pudo haber desalentado el matrimonio y fomentado la inmoralidad entre los pobres; y su supervivencia, la de la ley, se debió sobre todo a una creencia, en 1965 limitada esencialmente a los católicos y de ninguna manera compartida por todos ellos, de que era pecado impedir el resultado procreador de un acto sexual.
La ley, en resumen, era sectaria en motivos y fundamentos, se aplicaba caprichosamente, no estaba en sintonía con la opinión pública dominante en el país, era genuinamente opresiva y, creo que era justo decirlo, una vergüenza nacional, como sería una ley que prohibiera volver a casarse, o limitar el número de hijos que puede tener una pareja casada, o exigir la esterilización de personas que tengan defectos genéticos, o negar a las madres de hijos ilegítimos la patria potestad, o prohibir a los homosexuales practicar la medicina, o prohibir el aborto incluso cuando sea necesario para salvar a una mujer de una enfermedad paralizante o debilitante, o que requiriese marcar a las personas que portan el virus del sida, o más cercano al mismo caso “Griswold”, que requiera que las parejas casadas tengan un número mínimo de hijos a menos que demuestren que son infértiles. Lo terrible no es tener jueces que estén dispuestos a derogar tales leyes en nombre de la Constitución. Las secuelas de “Griswold” muestran que los riesgos de este enfoque también son enormes, pero creo que menores que los riesgos que conllevaría el enfoque totalizador que el profesor Dworkin defiende con tan elegante tenacidad.
Dworkin cree que solo su enfoque puede evitar que la doctrina constitucional cambie con cada cambio en la composición de la Corte. Esto exagera tanto la posibilidad de teorizar convincentemente en el alto nivel de abstracción que implica el enfoque holístico, como la fidelidad de los jueces hacia la doctrina de sus predecesores, especialmente los jueces de la Corte Suprema cuyas decisiones no son revisables (a diferencia de lo que es limitado). Nada excepto la fuerza mayor pueden impedir que los jueces den rienda suelta a sus valores políticos y personales, si eso es lo que quieren hacer.
Les recuerdo, en apoyo de mi enfoque sugerido, que la decisión judicial precede a la teoría articulada –porque el deber de resolver la disputa en cuestión es primordial–, y que contamos con pocos jueces (casi ninguno) para crear o incluso evaluar teorías políticas integrales, puesto que nuestros jueces generalmente no son nombrados sobre la base de su mérito intelectual, y a menudo el instinto puede ser una guía más segura para la acción que la intelectualización a medias. Sé que parece que me estoy entregando a una paradoja al proponer un enfoque que acepta el papel de los valores personales en la jurisdicción constitucional y solo pide que se unan a los datos empíricos. De hecho, esto puede parecer una combinación extraña. Pero los valores personales, aunque están influenciados por el temperamento y la educación, no son independientes de la experiencia personal adulta; y la investigación de los hechos, no de lo que los jueces han dicho en el pasado, puede ser un sustituto de la experiencia, puede traer a casa del juez las realidades de una ley contra la anticoncepción o contra el aborto o contra la sodomía. Esa al menos ha sido mi propia experiencia. Puede que no sea típico. Sin embargo, creo que es evidente que la mayoría de los jueces pueden manejar los hechos mejor que las teorías. Por supuesto, eso es lo que dicen los razonadores de abajo hacia arriba en defensa de su enfoque. Sin embargo, el razonamiento de abajo hacia arriba pretende ser un razonamiento. Les pido que se unan a mí para abandonar esa pretensión.
Al hacerlo, daremos cancha al juez más grande en la historia de nuestro derecho, y probablemente al más grande erudito. Me refiero, por supuesto, a Holmes, quien también tuvo la mejor cabeza filosófica en la historia del juicio. Su opinión judicial más famosa es su disenso en “Lochner” [44]. Pero, si lo juzgamos con los principios habituales del razonamiento jurídico, es un fracaso, porque ilustra la tendencia inveterada de Holmes «a sustituir el análisis por epigramas: en lugar de tomar a “Lochner” como la oportunidad para mostrar lo que la cláusula del debido proceso ofrecía, Holmes se contentó con la afirmación engreída de que la cláusula no “promulgaba la Estática Social del Sr. Herbert Spencer”» [45]. Estoy de acuerdo: «No es, en resumen, una buena opinión judicial. Sino simplemente la mejor opinión judicial de los últimos cien años» [46]. Hay algo mal en los principios convencionales del razonamiento jurídico. Se pierden la esencia vital del desarrollo y la percepción jurídica.
Por último, les recuerdo que me refiero principalmente a las áreas del Derecho constitucional en las que la historia constitucional y el texto se dan a conocer. En un área como la libertad de expresión, donde tenemos un texto y una historia y una larga experiencia de casos, los materiales están disponibles para la creación de una teoría, aunque limitada por cláusulas, que guiará las decisiones futuras; y así, quizás, con preguntas tales como cuándo y qué tipos de discriminación sexual se someten a la prohibición de la cláusula de protección igualitaria [47]. En el de los derechos sexuales, debemos renunciar al rol judicial o dejar que los jueces recurran a sus valores personales, esclarecidos en la medida de lo posible por un estudio detenido de los fenómenos sociales pertinentes. Ni la argumentación de arriba hacia abajo ni de abajo hacia arriba puede afinar esta dolorosa elección.
Resumen: Este texto fue publicado originalmente en 1992 en la “University of Chicago Law Review”. Se trata de una ponencia revisada en el marco del simposio “The Bill of Rights in the Welfare State: A Bicentennial” de 1991. En él, el autor debate esencialmente con Dworkin sobre las posibilidades de la creación de una teoría constitucional para decidir judicialmente sobre la existencia de derechos no escritos en la constitución como la interrupción del embarazo.
Palabras claves: Derechos no escritos; argumentación jurídica; adjudicación; teoría constitucional; derecho a la interrupción del embarazo; cláusula constitucional.
Abstract: This text was originally published in 1992 in the University of Chicago Law Review. It was an oral exposition reviewed in the framework of the symposium "The Bill of Rights in the Welfare State: A Bicentennial" of 1991. Posner essentially debates with Dworkin on the possibilities of creating a constitutional theory for adjudication on the existence of unenmerated rights such as the interruption of pregnancy.
Key words: Unenumerated Rights; Legal Argumentation; Adjudication; Constitutional Theory; Right To Interrupt Pregnancy; Clause By Clause.
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[*] Traducción del artículo publicado originalmente en “Legal Reasoning from the Top Down and from the Bottom Up: The Question of Unenumerated Constitutional Rights”, The University of Chicago Law Review, Vol. 59, n. 1, (The Bill of Rights in the Welfare State: A Bicentennial Symposium), 1992, pp. 433-450.
[1] Ver los siguientes trabajos de Ronald DWORKIN: “Reagan's Justice”, NY Rev Books, 8 de noviembre de 1984; “The Bork Nomination”, NY Rev Books, 13 de agosto de 1987; “From Bork to Kennedy”, NY Rev Books, 17 de diciembre de 1987); y “Bork's Jurisprudence”, The University of Chicago Law Review, Vol. 57, n. 2, (Administering the Administrative State), 1990, pp. 657-677.
[2] Robert H. BORK, The Antitrust Paradox: A Policy at War with Itself, New York, Basic Books, 1978: «the only legitimate goal of antitrust is the maximization of consumer welfare».
[3] Ver, por ejemplo, R. DWORKIN, Taking Rights Seriously, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1977.
[4] Ver, por ejemplo, Richard A. EPSTEIN, “Property, Speech and the Politics of Distrust”, The University of Chicago Law Review , Vol. 59, n. 1, 1992, pp. 41-89.
[5] Ver John Hart ELY, Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1980.
[6] Ver, por ejemplo, Bruce ACKERMAN, We the People: Foundations, Belknap, 1991.
[7] Ver, por ejemplo, Christopher Columbus LANGDELL, A Selection of Cases on the Law of Contracts, Little Brown, 1871, prefacio.
[8] Para un análisis clásico ver Edward H. LEVI, An Introduction to Legal Reasoning, Chicago, The Chicago Univrsity Press, 1949.
[9] R. DWORKIN, A Matter of Principle, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1985, pp. 316-331.
[10] Ver R. A. POSNER, The Problems of Jurisprudence, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1990, capítulo 2.
[11] Griswold vs. Connecticut, 381 US 479 (1965).
[12] Roe vs. Wade, 410 US 113 (1973).
[13] R. DWORKIN, “Unenumerated Rights: How and Whether Roe Should be Overruled”, The University of Chicago Law Review, Vol. 59, n. 1, 1992, pp. 388-389.
[14] Ver NAACP vs. Alabama, 357 US 449, 460 (1958); West Virginia State Board of Education vs. Barnette, 319 US 624, 633 (1943).
[15] R.H. BORK, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems”, Ind L J, Vol. 47, n.1, 1971.
[16] Nombramiento de Robert H. BORK como Associate Justice de la Supreme Court of the United States, Hearings Before the Senate Committee on the Judiciary, 100th Cong, 1st Sess 269-71 (16 de septiembre de 1987).
[17] El Tribunal Supremo tiene el deber de encontrar alguna concepción de las libertades protegidas, alguna declaración que defina qué libertades deben ser preservadas, que sea defendible tanto como principio político como consistente con la forma general de gobierno establecida por la Constitución. (Dworkin, “Reagan's Justice”, cit. p. 30). O, como ha dicho en otro lugar, «[el] sistema de derechos [constitucionales] debe interpretarse, en la medida de lo posible, como una expresión de una visión coherente de la justicia» (R. DWORKIN, Law's Empire, Belknap, 1986, p. 368). La cualificación «en la medida de lo posible» permite a Dworkin dejar espacio para algunos compromisos pragmáticos. Ver por ejemplo, IDEM, pp. 380-381.
[18] «[Estoy] interesado [...] en un tema diferente: no si Bork tiene una filosofía constitucional persuasiva o plausible, sino si tiene alguna filosofía constitucional en absoluto». (R. DWORKIN, “The Bork Nomination”, cit. p. 3). La «filosofía constitucional de Bork es vacía: no sólo empobrecida y poco atractiva, sino sin filosofía en absoluto». (IDEM, p. 10). «[Él] cree que no tiene la responsabilidad de tratar la Constitución como una estructura integrada de principios morales y políticos [...]». (IDEM). «[Él] no tiene ninguna teoría en absoluto, ninguna jurisprudencia conservadora, sino sólo dogmas de derecha para guiar sus decisiones». (IDEM).
[19] La primera oración del artículo del Indiana Law Journal de BORK de 1971 comienza: «Un aspecto persistentemente perturbador del derecho constitucional es su falta de teoría». (R.H. BORK, cit.).
[20] Un tema sobre el que Dworkin ha aportado importantes contribuciones. Ver, por ejemplo, R. DWORKIN, Taking Rights Seriously, cit. , pp. 134-37; R. DWORKIN, A Matter of Principle , cit., pp. 48-50; R. DWORKIN, “Bork's Jurisprudence”, cit., pp. 663-674.
[21] N. del T. Caso en el que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declaró la constitucionalidad del aborto.
[22] Scott vs. Sandford, 60 US (19 How) 393 (1857). (N. del T. Decisión del Tribunal Supremo de 1857 con la que se privó a toda persona con ascendencia africana del derecho de ciudadanía.)
[23] Lochner vs. New York, 198 US 45 (1905). (N. del T. Sentencia en la que el Tribunal Supremo anuló la ley estatal de regulación de los horarios de trabajo por ser contraria a la libertad de contratación y al derecho a la propiedad.)
[24] Ver, por ejemplo, Randy E. BARNETT (ed.), The Rights Retained by the People: The History and Meaning of the Ninth Amendment, George Mason, 1989.
[25] Sin embargo, no estoy de acuerdo en todo. (Para conocer las razones, consulte mi libro Sex and Reason , Cambridge (MA), Harvard University Press, 1992, capítulo 10). Por ejemplo, que «se produjeron muchos abortos antes de Roe vs. Wade, en los Estados que prohibían el aborto». (R. DWORKIN, “Bork's Jurisprudence”, cit., p. 411); que el catolicismo «no podría cambiar de manera integral sus puntos de vista sobre el aborto sin convertirse en una fe significativamente diferente» (IDEM, p. 413); o que los abortos ilegales son «peligrosos», (IDEM p. 411). Y no entiendo por qué la Constitución debe interpretarse para dar peso concluyente al deseo de una mujer de que su feto muera en lugar de ser llevado a plazo y entregado «a otros para criar y amar» (IDEM, p. 411).
[26] Ver Laurence H. TRIBE, American Constitutional Law, 2ª ed., Foundation, 1988, pp 1349-50 y notas 87-88 (reconociendo el «cambio en el pensamiento del autor» entre 1973 y 1978).
[27] R. DWORKIN, “Bork's Jurisprudence”, cit., p. 419.
[28] Véanse las notas 31 a 33 y el texto adjunto.
[29] L.H. TRIBE, “The Abortion Funding Conundrum: Inalienable Rights, Affirmative Duties, and the Dilemma of Dependence”, Harv L Rev, Vol. 99, n. 1, 1985; Andrew KOPPELMAN, “Forced Labor: A Thirteenth Amendment Defense of Abortion”, Nw U L Rev, Vol. 84(2), 1990.
[30] Para una discusión más completa, véase el capítulo 12 de mi libro, Sex and Reason (cit.).
[31] Véase Catharine MACKINNON, Toward a Feminist Theory of the State, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1989, pp. 184-194; C. MACKINNON, Feminism Unmodified. Discourses on Life and Law, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1987, pp. 93-102; C. MACKINNON, “Reflections on Sex Equality Under Law”, The Yale Law Journal, Vol. 100, n. 5, (Centennial Issue), 1991, pp. 1309-1328.
[32] Sylvia A. LAW, “Rethinking sex and equality”, U Pa L Rev, Vol. 132, n. 5, 1984.
[33] Cass R. SUNSTEIN, “Neutrality in Constitutional Law (With Special Reference to Pornography, Abortion, and Surrogacy)”, Colum L Rev, Vol. 92(1), 1992.
[34] Ver Bryan MAGEE, “Three Concepts of Liberalism: A Conversation with Ronald Dworkin”, New Republic 41, 47 (14 de abril de 1979).
[35] Homicide of an Unborn Child, Ill Rev Stat ch 38, 1 9-1.2 (1989).
[36] Wrongful Death Act, id en ch 70, T 2.2.
[37] N. del T. decisión del Tribunal Supremo por la que revocó una ley estatal que prohibía los anticonceptivos (1965).
[38] Griswold, 381 US at 484-86.
[39] Ver R.A. POSNER, “The Problems of Jurisprudence”, cit., pp. 124-25.
[40] La calificación «teoría destinada a orientar a los jueces» es vital. Las teorías académicas tienen valor académico, y además pueden señalar o resaltar hechos que pueden alterar el pensamiento de los jueces, de alguna manera ya que la teoría económica puede ayudarnos a interpretar los acontecimientos recientes en Europa del Este y la Unión Soviética como refutación del socialismo.
[41] Ver Philippa STRUM, Louis D. BRANDEIS, Justice for the People, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1984, p. 361: «¿[El juez Brandeis] dijo [a sus asistentes] que el juez Holmes empleó una regla empírica simple para juzgar la constitucionalidad de las leyes, resumida en la pregunta de Holmes, “¿Te hace vomitar?”».
[42] Ver “Carta de Oliver Wendell Holmes, Jr., a Harold J. Laski (11 de enero de 1929)”, en Mark Dewolfe HOWE, (ed.) Holmes-Laski Letters Vol. II, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1953, p. 1124: «cuando digo que una cosa es cierta, solo quiero decir que no puedo evitar creerlo, pero no tengo motivos para suponer que mis ‘no puedo ayudar’ son ‘no puedo ayudar’ universales».
[43] Ver la discusión de los capítulos 7 al 12 de Sex and Reason , cit.
[44] 198 US p. 74.
[45] David P. CURRIE, The Constitution in the Supreme Court: The Second Century: 1888-1986 , Chicago, The University of Chicago Press, 1990, p. 82. Ver también IDEM, pp. 81-82 y 130.
[46] R. A. POSNER, Law and Literature: A Misunderstood Relation, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1988, p. 285.
[47] Hay, por supuesto, muchas áreas fuera del Derecho constitucional donde las teorías específicas de campo son completamente factibles: responsabilidad civil extracontractual, contratos y antimonopolio son ejemplos.