"ReDCE núm. 38. Julio-Diciembre de 2022"
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El 26 de enero de 2022 se presentó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada la obra “Comentarios a la Constitución española de 1931 en su 90 aniversario” (CEPC, Madrid, 2021) dirigida por los Profesores Oliver Araujo y Ruiz Robledo. Estas páginas transcriben, con mínimas correcciones, mi intervención en aquel acto que, moderado por el director del periódico “Ideal”, Eduardo Peralta, contó asimismo con la de uno de los autores (el profesor Oliver), la de la Catedrática de Historia contemporánea, Teresa Ortega López, y la del Catedrático de Historia del Derecho, José Antonio López Nevot.
Sin duda, se trata siempre de una acertada iniciativa volver sobre los textos constitucionales. Las celebraciones centenarias son ritos de paso obligados, pero en el caso de las Constituciones no es poco oportuno prepararlos adecuadamente con estudios a cargo de especialistas y consumados conocedores de la materia. En efecto, cuando la Constitución de 1931 cumpla cien años las redes darán cuenta de múltiples contribuciones turiferarias ––algunas, sin duda, con ropaje sedicentemente objetivo–– pero para que no prospere su pretensión de expandir el conflicto (y romper toda posibilidad de consenso) es necesario que el debate quede centrado de acuerdo con los principios con los que la academia se identifica: el rigor científico en el tratamiento de los datos y la ecuanimidad en la presentación y defensa de las opiniones.
Desde luego, ni esta obra ni las que la han precedido o sucederán, permitirán cerrar el debate, pretensión tan exorbitante que debiera desacreditar a aquel que se le ocurriera. El pasado puede y debe ser estudiado con vocación de exhaustividad para permitir eliminar sesgos en la interpretación de su significado, pero este siempre será plural porque la combinatoria de variables permitirá a cada persona acercarse a las cadenas causales desde ópticas diferentes.
La obra que comentamos encarna este espíritu desde su mismo diseño. Se divide en dos partes precedidas por un prólogo y se cierra con un completo anexo bibliográfico sobre la Constitución de 1931 (a cargo de los dos directores).
El cuerpo central comienza, pues, con dieciocho capítulos dedicados al análisis del articulado constitucional enmarcados entre el primero: “Una Constitución para un tiempo nuevo”, a cargo del Prof. López Guerra, y el que firma para cerrar la sección el Prof. Torres del Moral, “La Segunda República: exégesis y valoración”.
La segunda parte procede a analizar el desarrollo legislativo de la Constitución en sectores claves, un acierto indiscutible porque la realidad normativa no es solo el resultado de la acción de la Norma fundamental sino de la actualización (o no actualización, porque la conducta omisiva es también extraordinariamente relevante en la explicación de las variables jurídico-políticas) por parte del poder legislativo de lo que en ella se establece.
Para el tratamiento de cada uno de los temas se han seleccionado por su cualificación miembros de la doctrina constitucional lo que nos da una clave muy importante para la comprensión del trabajo. En efecto, salvo para emprender el estudio del desarrollo legislativo de algunos sectores muy concretos, la nómina de los autores está integrada exclusivamente por constitucionalistas. Y a los que integramos este gremio nos importa, desde luego, situar la Constitución de 1931 en su tiempo, conocer variables sociológicas o de ciencia política; pero sobre todo lo que constituye el objeto de nuestro trabajo es el proyecto constitucional que en este momento está encarnado en la Constitución española de 1978. Así las cosas, creo que no es aventurado señalar que estas casi seiscientas apretadas páginas [01] pueden leerse como un intento de conjurarse contra el fracaso de las Constituciones; como un empeño por esclarecer lo que en nuestro país (como en Italia, Alemania…) propició que claudicaran la razón, la Ilustración, la división de poderes, los derechos, la seguridad, la paz…Sabemos que España se puede declinar de muchas formas pero que, desde luego, no se desatina cuando el diagnóstico repara en la relevancia de los problemas que amenazan la convivencia colectiva. Y conocemos bien que algunos de ellos no se han superado todavía, lo que hace extremadamente frágil el consenso constitucional.
Estamos, pues, ante una obra de profesores de constitucional analizando una constitución que a menudo ha sido considerada como la criatura de profesores [02]. Y procede incidir ahora en que los constitucionalistas que escrutan la obra normativa de sus predecesores no se mueven del paradigma de referencia compartido desde que entró en vigor la Constitución de 1978. Hay diferentes aproximaciones metodológicas pero una coincidencia fundamental en la idea de normatividad de la Constitución, en torno a sus presupuestos y la manera de procurarla; una aproximación que es kelseniana, helleriana, smendiana (de todo menos schmittiana). En este sentido, hemos de congratularnos ––y velar porque no cambien las tornas–– de que la doctrina constitucionalista no se haya dejado arrastrar por el nihilismo, por el cinismo. En los tiempos que corren, la academia, como parte fundamental de la sociedad abierta de los intérpretes constitucionales [03], debe ejercer como guardiana de los principios constitucionales. Cuando al canto de las sirenas se suma la voz de un jurista como Schmitt no cabrá mantener el rumbo alejado de los acantilados.
Leídos con atención estos “Comentarios” se recuerda lo que es una Constitución y qué delicado equilibrio necesita para surta sus efectos; que no hay democracia sin Estado de derecho. El historiador será interpelado por los abundantes datos que le enseñarán nuevas facetas con las que completar el dibujo de la época; pero la fibra constitucional se sentirá conmovida por el ––en este caso vano–– empeño de lo que significa la constitución como mecanismo de resolución pacífica de los conflictos sociales a través de las dos reglas que son su esencia: la división de poderes y la garantía de los derechos de las personas.
Hace un siglo España tenía una serie de problemas acuciantes, urgentes, y retomó la senda constitucional para enfrentarlos. Sin duda la desproporción entre la magnitud de los primeros y la endeblez del proyecto jurídico-político (frágil por su concepción parcial de sus destinatarios; asediado por un contexto internacional en el que la contemporización no encontraba lugar alguno en un contexto de pluralismo agonista) es una de las explicaciones del fracaso. Nunca sabremos que hubiera sido de la constitución de 1931 [04] y, en definitiva de España, si su vigencia no hubiera sido tan corta y accidentada pero seguramente solo un voluntarismo inasequible al desaliento podría haberle augurado una suerte diferente a la de la Constitución de Weimar [05] o al Estatuto Albertino.
Hay coincidencia prácticamente unánime en que los problemas de la España de 1931 son el militar, el religioso, el agrario y el territorial. Los dos primeros parecen resueltos hoy. El militar, acreditada la lealtad de las Fuerzas Armadas a la Constitución en la medida en que no aparecen como un poder, como lo eran durante la Segunda República sino como una parte más de la administración del Estado [06]. El segundo con el establecimiento de un modelo constitucional en el artículo 16 CE que pone más el énfasis en la libertad religiosa individual que en las relaciones Iglesia-Estado.
Los dos últimos siguen siendo candentes (incandescentes, a veces): el territorial con unos perfiles que todos reconocemos y que no es necesario recordar aquí. El agrario bajo la forma de la necesidad de encontrar un modelo productivo que asegure un crecimiento económico general, estable y sostenible (que vaya más allá de lo inmobiliario; del turismo).
Pero hace cien años el Estado español era tan frágil que no podía imponerse ni sobre las fuerzas armadas, ni sobre la Iglesia Católica, ni sobre los elementos improductivos ni sobre aquellas partes del territorio que pretendieran determinar su independencia. En definitiva, el Estado era más impotencia que poder (con lo que todo el sistema de derecho público articulado en torno al concepto de potestad manifestaba sus carencias); incapaz de pacificar las relaciones sociales; capaz incluso de convertirse en elemento disruptivo en ese proceso de pacificación. El Estado español era un estado en construcción que para proseguir en su desarrollo y poder orientarse en sus múltiples encrucijadas necesitaba un instrumental jurídico-político; un entramado conceptual.
Y en este sentido volvemos de nuevo a la precariedad de éste. En efecto, hoy sabemos de la confusión ideológica imperante en la Europa continental durante los años 30 (Gran Bretaña fue la excepción seguramente porque la opinión pública cumplió su papel). Lejos de ser prerrequisitos asumidos, los conceptos de soberanía, estado, constitución, democracia, razón, partidos… se consideraron como plazas en disputa.
La soberanía como último criterio de legitimación del poder se discutía. Muy lejos estaba de ser asumida la del pueblo. Y quienes la admitían, poco proclives eran a asumir también los límites que protegían la autonomía individual.
El Estado, como estructura, podía ser todo (para el totalitarismo) o nada (para el movimiento anarquista). Gozaba también de importante predicamento la teoría marxista que incidía en el Estado como instrumento de la dominación burguesa. La revolución proletaria debería asaltarlo para ejercer con él todo el poder necesario hasta conseguir en un escorzo paroxístico y mesiánico su misma desaparición.
Con tales mimbres no es extraño que la constitución, formalización del ejercicio del poder ejercido en nombre de un titular, sea una criatura endeble, escindida entre las diferentes posiciones teóricas que configuraban de una manera u otra el Estado y la soberanía. Su esfuerzo de ordenación, de configuración de principios fundamentales, como la democracia, o de las estructuras instrumentales (tales como los órganos constitucionales o los partidos políticos) resulta, visto hoy, desde una cómoda perspectiva, abocado al fracaso. El Parlamento era muy capaz de aventar todas las diferencias, de aparecer como el escenario de expresión de los antagonismos constitutivos, espejo de una sociedad en la que la voluntad de poder no podía ser atemperada con las exigencias de la razón.
La Constitución de 1931 no podía dejar de ser el epicentro de la tormenta. Y la lectura de sus disposiciones y de su desarrollo político nos provee de una serie de enseñanzas que no pueden dejar a nadie indiferente. Su fracaso puede apreciarse, así, como el resultado de una inadaptación: inadaptada a su tiempo; a veces por pedirle a la sociedad más de lo que podía dar; siempre por no ser capaz de darle lo que necesitaba.
Así las cosas, la lectura de esta enjundiosa obra puede llevar al lector a realizar una lectura cruzada, un juego de espejos entre los textos constitucionales del 31 y del 78. Seguramente pueda afirmarse que los dos estuvieron a la altura de sus circunstancias; en otras palabras, que carece de sentido interpretar su significado al margen de su contexto histórico.
Procedo a resaltar aquí algunas de las ideas que, ciertamente sin demasiado orden, me han ido surgiendo conforme avanzaba en el estudio de este volumen: una suerte de fogonazos que enumero para facilitar, pese a su fragmentariedad, la continuidad del debate desde la coincidencia plena con el postulado que en la introducción de la obra plantean sus directores: “la Constitución de 1978 ha construido la democracia que no pudo construir la Constitución de 1931” [07].
1) El proceso de elaboración de una constitución debe estar presidido por el consenso [08] y la idea de pacto social ha de girar en torno al sujeto más inclusivo, el ciudadano. Crear una nueva ciudadanía, no solo un nuevo Estado, conciliar sobre el proyecto más que reconciliar mirando la historia (operación en todo caso nada fácil) es el imperativo que requiere una Constitución que busca la integración. De este modo cobra así todo el sentido ––dado el reconocimiento mutuo que esta noción implica–– que se prescinda de un sistema de exigencia de responsabilidades que siempre supone colocar fuera del espectro a un sector poblacional sobre la base de su indignidad. No fue esta, desde luego, la óptica de la Constitución del 31 que comenzó inquietando al colocar como eje al trabajador (no al trabajo como hace correctamente la constitución italiana de 1947 [09]) Una constitución no puede dejar al margen a una parte del país [10]. Las Constituciones deben ser un ejercicio de pragmatismo; no de adanismo; de aventurerismo. Las revoluciones tuvieron su tiempo como momentos iniciáticos pero el siglo XX solo podía ofrecer sus miasmas en forma de decisión schmittiana.
2) La relación entre la Jefatura del estado y la democracia ni es directa ni resiste enfoques unívocos. En la Segunda República la forma de la jefatura del Estado se convirtió en la clave de bóveda; más aún que la democracia o la Constitución. Probablemente más cierta que la afirmación de que el régimen del 31 fue una república sin republicanos (lo que también se ha dicho de la Primera República y de la Constitución de Weimar) es que fue una República sin verdaderos demócratas. No cayó en saco roto esta enseñanza que fue rápidamente asumida en nuestro proceso constituyente cuando las fuerzas republicanas asumieron que lo importante era hacer de nuestro modelo político una democracia.
3) Cualquier norma fundamental requiere instituciones leales que la desarrollen. En este sentido, el paradigma a observar es el que tiene como piezas basilares la constitución y la democracia. La supremacía, material y formal, de la norma constitucional debe operar como contexto sistemático de comprensión de todos los conceptos relevantes en la lucha política de modo que su interpretación no admite declinaciones desvinculadas de las que propicia la propia Constitución. La del 1931 no fue capaz de llevar a cabo esta operación con los conceptos de república, nación, iglesia, estado o clase. La lealtad se vinculaba más con estos (desde un entendimiento que cuestionaba incluso las bases constitucionales) que con la norma que debería haberlos articulado en un sistema para la convivencia pacífica.
4) Los años 30 del pasado siglo supusieron el apogeo del irracionalismo y solo la razón excluye de raíz la violencia, concepto que gozaba de un importante predicamento (junto con otros de su campo semántico como el de “revolución” [11]). Solo cuando un modelo constitucional logra expulsar a la marginalidad, negar el pan y la sal a todos esos constructos que amparan la violencia, tales como las definiciones schmittianas de la política y la glorificación de la excepcionalidad es posible permitir un modelo de resolución de conflictos con pretensiones de aceptación generalizada.
5) Los derechos son una parte fundamental de los textos constitucionales. Aparecen con sustantividad, por primera vez en la historia constitucional española, en la Constitución de 1931 y no solo es importante el catálogo sino la voluntad de penetrar en ámbitos que tradicionalmente habían sido inmunes, como la familia, la educación o la religión [12]. Esta incluso podría ser esta una de las claves que explican el exceso intervencionista (en especial en relación con la cuestión religiosa al advertirse la forma en la que la Iglesia había sido refractaria a la misma idea de derechos [13]).
6) Una constitución tiene que hacer posible que las instituciones gobiernen; tiene que habilitar la acción de gobierno para garantizar un mecanismo comprensible y transparente de control del mismo. En este sentido el diseño de las instituciones que lleva a cabo la Constitución republicana es completamente inoperativo como demuestra la sucesión de ejecutivos [14].
7) La Constitución de 1931 puede verse como un fracaso del Derecho, de la normatividad. Aspiraba a instaurarla, desde luego, y erigirse en centro de un ordenamiento jurídico profundamente transformado por sus principios pero, además de las dificultades del momento histórico, parte del articulado puso difícil el empeño. En efecto, para que la Norma fundamental pueda desplegar efectos sus preceptos deben determinar correctamente el juego de lo político dentro del marco jurídico. Algunos aspectos fundamentales son deficitarios en este sentido: así el que se refiere a la composición del Tribunal de garantías constitucionales [15], el que articula de forma no precisa la responsabilidad política [16] y el que configura sin los suficientes matices las siempre delicadas relaciones entre las Iglesias y el Estado.
8) Una constitución no puede ser entendida la margen del sistema de partidos y uno no bien articulado es una fuente de inestabilidad importantísima. Del mismo modo se abre una fractura muy difícil de soldar cuando el régimen electoral que se configura no asegura suficientemente la limpieza de los procesos, la representatividad de las instituciones y la gobernabilidad.
9) El Estado que diseña cualquier constitución puede ser más o menos intervencionista en la esfera social, pero no debe admitir rival, sobre todo en lo que se refiere al mantenimiento de la seguridad, que a su vez no puede entenderse desvinculada del respeto y garantía de los derechos fundamentales.
En definitiva, una constitución es un delicado instrumento de articulación de dos ideas que son las compteanas de orden y progreso. Faltando alguna fracasa ese delicado y siempre precario mecanismo de reconducción del pluralismo hacia una unidad mínima de convivencia. Me parece una conclusión plausible que propicia este imprescindible trabajo que repasa una aventura constitucional de manera ecuánime y ponderada, lo que es un triunfo de la Constitución de 1978.
Resumen: Este trabajo recensiona la obra “Comentarios a la Constitución española de 1931 en su 90 aniversario” (CEPC, Madrid, 2021) dirigida por los Profesores J. Oliver Araujo y A. Ruiz Robledo.
Palabras claves: Constitución española de 1931, división de poderes, derechos fundamentales, conflicto social, inestabilidad política, Constitución española de 1978.
Abstract: This work reviews the volume “Comentarios a la Constitución española de 1931 en su 90 aniversario” (CEPC, Madrid, 2021), edited by J. Oliver Araujo y A. Ruiz Robledo.
Key words: Spanish Constitution of 1931, division of powers, fundamental rights, social conflict, political instability, Spanish Constitution of 1978.
Recibido: 18 de diciembre de 2022
Aceptado: 21 de diciembre de 2022
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[01] Hay que resaltar y felicitar a los autores y editores por la iniciativa de permitir la descarga gratuita en su formato electrónico. https://www.cepc.gob.es/publicaciones/monografias/comentarios-la-constitucion-espanola-de-1931-en-su-90-aniversario-3.
[02] Hay matices en torno a la contribución de los profesores a la Constitución republicana. Así, mientras algunos la ven con toda claridad, otros como el profesor Lasagabaster entienden que hay una ausencia de pensamiento jurídico “digno de ese nombre”. En especial considera que en todo caso en la constitución hay influencia de penalistas (Jiménez de Asúa) o de civilistas (el mismo Azaña) pero no de iuspublicistas. Dudoso, me parece, que el resultado hubiera sido distinto de intervenir estos últimos ya que la pujanza de los Schmitt seguramente hubiera podido con los Kelsen. Cfr. I. LASAGABASTER HERRARTE, “La legislación regional”, en J. OLIVER ARAUJO, A. RUIZ ROBLEDO (dirs.), Comentarios a la Constitución española de 1931 en su 90 aniversario, CEPC, Madrid, 2021, p. 344.
[03] P. HÄBERLE, “La sociedad abierta de los intérpretes constitucionales. Una contribución para la interpretación pluralista y "procesal" de la Constitución”, Academia: revista sobre enseñanza del derecho de Buenos Aires, Año 6, Número 11, 2008, págs. 29-61.
[04] “Un examen «técnico» de la Constitución de 1931, basado en sus (atribuidos) resultados en la práctica no parece pues la vía de evaluación más apropiada, a la vista de la escasa duración de la etapa constitucional y la imposibilidad de conjeturar cómo hubieran funcionado sus disposiciones si la Constitución hubiera estado en vigor en forma continuada durante más tiempo”. L. LÓPEZ GUERRA, “Una constitución para un tiempo nuevo”, en J. OLIVER ARAUJO, A. RUIZ ROBLEDO, op. cit., p. 11.
[05] La manifiesta influencia weimariana se destaca, por ejemplo, por F. J. DÍAZ REVORIO, “Las disposiciones generales (Título Preliminar: Arts. 1-7)”, Ibídem, p. 72.
[06] Así es apuntado por J. GARCÍA FERNÁNDEZ, “La legislación militar”, Ibídem, p. 468.
[07] Ibídem, p. 11.
[08] No participaba de esta idea la Constitución republicana. Jiménez de Asúa -apunta R. Blanco- hizo explícito, en el que según el catedrático de Santiago puede considerarse su discurso preliminar, que se trataba de una constitución de izquierdas. Cfr. R. BLANCO VALDÉS, “El Preámbulo”, Ibídem, p. 69.
[09] J. DÍAZ REVORIO, “Las disposiciones generales (Título Preliminar: Art. 1-7)”, Ibídem, pp. 74-76.
[10] Incluso si desde una lectura histórica esa parte del país puede ser caracterizada como un lastre para avanzar en un determinado sentido; pongamos por caso, la Iglesia católica.
[11] No obstante, es una pretensión anacrónica plantear que la palabra revolución fuera apreciada en ese momento como lo es ahora, con la completa apreciación de los monstruos que este sueño de la razón ha convocado.
[12] Muy bien planteada la cuestión en A. BARRERO ORTEGA, “La legislación excepcional”, Ibídem, p. 376.
[13] No es esta, sin embargo, la aproximación que secunda G. RUIZ RICO, en su aproximación. Cfr. “La legislación religiosa”, Ibídem, pp. 433-449.
[14] Así lo refleja el trabajo de Miguel Revenga. Cfr. M. REVENGA SÁNCHEZ, “El Gobierno (Título VI: arts. 86-93)”, Ibídem.
[15] M. ARAGÓN REYES, “El Tribunal de Garantías Constitucionales (Título IX: Arts. 121-124)”, Ibídem, p. 263.
[16] En concreto, el difícil ajuste entre los artículos 64 y 75 de la Constitución.