Traducido del italiano por Augusto Aguilar Calahorro
"ReDCE núm. 39. Enero-Junio de 2023"
|
|
Ante el horrible y terrible escenario de destrucción de vidas humanas, así como de bienes, provocado por la guerra de agresión contra el pueblo ucraniano, la conciencia se rebela, o así debería ser. Deberíamos invocar una ley de orden superior, capaz de oponerse a la arbitrariedad del tirano; contra quienes ejercen la ley de la fuerza, a pesar de la (por desgracia débil) fuerza de las leyes internacionales, y en violación de los derechos humanos (incluido, en particular, el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona) [02].
Ante semejante panorama merece la pena hacer una reflexión, recordando la figura de la Antígona sofoclea evocada aquí como sugerencia simbólica, sobre el tema –que desde la antigüedad griega, al menos, nunca ha perdido actualidad– de la relación entre el derecho y la justicia, y más precisamente, la justicia en el derecho; es decir, la idea de “derecho justo” (ius quia iustum... en lugar de iussum).
Para ceñirnos a los límites de un texto breve, esta reflexión, por supuesto, dado el vasto (casi interminable) panorama de la literatura sobre el tema, puede centrarse en algunas cuestiones de perspectiva.
Cuestiones de método y de mérito que exigen cada vez más del jurista el esfuerzo de redefinir, transformar e innovar semántica y conceptualmente su horizonte, todavía confinado en un concepto culturalmente prevalente de orden nacional que se identifica con la idea de soberanía territorial. Abrirse a un conocimiento de datos, normativos e interpretativos, que encuentran su lugar y desarrollo cada vez más allá del territorio estatal. Un espacio transnacional y supranacional en el que se comparten valores comunes pero también en el que emergen diferencias que requieren un enfoque comparativo, aunque sólo sea por esforzarse en contextualizar tales datos en el marco de escenarios que impliquen la comparación entre una variedad de planos de lectura del fenómeno jurídico en la complejidad de su trama sociocultural.
Una primera cuestión que emerge del tema, para no perder de vista la dirección principal de un encaje jurídico, dada la multiplicidad y variedad de vertientes de investigación con trasfondo histórico y ético–político–filosófico, es la de la posibilidad de reconstruir una teoría de los derechos humanos o fundamentales, entendidos aquí, según el uso lingüístico actual, en su universalidad e indivisibilidad como derechos de la persona (ser humano).
Comenzaremos por un dato normativo constituido por la opción de incluir, bajo la etiqueta de derechos fundamentales, de los derechos humanos más tradicionales, lo que recuerda, desde un punto de vista europeo, la terminología que se empezó a utilizar con la adopción (en el año 2000) y la entrada en vigor (en 2009) de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (en adelante, Carta Europea de Derechos o Carta). La inclusión es una elección en parte obligada por la historicidad de los derechos humanos o del hombre, emblema de su transcurso a través de diversas épocas. Como el final del Antiguo Régimen, que también conoció los derechos fundamentales, como límites (al menos formalmente afirmados en los tribunales) al ejercicio de los poderes soberanos, la categoría de los llamados iura naturalia [03], marcada por la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen (1789). O como la aparición, tras la Segunda Guerra Mundial, de un nuevo derecho y orden internacional centrados en la tríada “paz, derechos humanos y desarrollo”, marcada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), junto con el acuerdo fundacional (1945) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
El Preámbulo de la Carta Europea de Derechos se abre con la afirmación de que: “Los pueblos de Europa, al crear entre sí una unión cada vez más estrecha, han resuelto compartir un porvenir pacífico fundado en valores comunes” (la cursiva es nuestra). El punto de vista que así se acepta, de estrecha conexión del ordenamiento jurídico europeo con expectativas y fines de importancia ético–social, es el que pivota precisamente sobre la idea–concepto de valor-fuente del Derecho. De ahí que la específica enumeración y consiguiente positivización de los valores fundamentales consagrados en la Carta la conviertan en la estrella polar que señala el camino de un “Derecho justo”; que lleva a abonar, pero también a identificar, significados ideales y contenidos de aplicación de su normatividad sobre la base de los correspondientes derechos fundamentales. Supone también una advertencia dirigida a los poderes públicos (legisladores y jueces, en particular), para que no hagan de esta legislación un mero aparato declaratorio, que sólo tenga un carácter formal o, a lo sumo, programático (promocional), contradictorio con la realidad y, por tanto, carente de eficacia.
El aspecto más destacado o, si se quiere, el motivo principal que emerge a la luz de este punto de vista, aquí relevante para el escenario del discurso sobre un derecho justo, y que puede percibirse como la presencia de un eco subyacente que imprime su tono y envuelve su textura es, por tanto, el de la relación entre el derecho y los valores de origen ético-político-filosófico o incluso religioso, en todo caso, expresión de una idea de civilización.
En sentido contrario, lo que pasa a primer plano es la cuestión de los límites de una concepción del Derecho como mero cuerpo de normas: después de siglos en los que el fenómeno jurídico ha sido –en Europa como en el resto del mundo occidental– empujado por el camino de una abstracción conceptual que separa el dato normativo del contexto sociocultural de referencia y, más concretamente, de otras esferas de la normatividad que extraen fuerza preceptiva directamente de valores y principios asumidos como tales, en su esencialidad de significante y significado.
Es ejemplar en este sentido el valor de la dignidad humana como fuente dotada de fuerza propia, es decir, no dependiente, sino capaz de irradiar por sí misma una energía normativa vital para todo el ordenamiento jurídico. Como si fuera un corazón del que se ramifican las arterias constituidas por los derechos humanos o fundamentales universalmente válidos atribuidos a la persona.
El principio de dignidad, en efecto, no sólo es fundamental, sino fundamento de todo ordenamiento jurídico que quiera y pueda llamarse humano y justo, por eso mismo “digno” de la idea y de la práctica de una civilización que pone en el centro el respeto a la persona, es decir, a todo ser humano como portador tanto de derechos como de deberes que configuran la convivencia civil.
Es significativo, además de conocido, que este principio no entró oficialmente en la esfera jurídica, a pesar de su larga historia ético-filosófica, hasta 1948 con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Donde la doble cara de la dignidad, como fuente de derechos y deberes, queda bien establecida en el artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Están dotados de razón y conciencia y deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (la cursiva es nuestra). Por lo tanto, la declinación del ser humano –entendido no como human being sino como being human– en términos tanto de razón como de conciencia es particularmente importante en este sentido.
Los deberes que extraen su fuerza de la intangibilidad de la dignidad de la persona son, en primer lugar, los que incumben a los poderes públicos, como se afirma, por ejemplo, en la redacción del artículo 1 de la Constitución de 1949 de la República Federal de Alemania: “La dignidad del ser humano es intangible. Todos los poderes públicos tienen la obligación de respetarla y protegerla”. Y ello por razones ciertamente vinculadas al horror de los crímenes del nazismo, pero que trascienden los acontecimientos históricos nacionales, hasta el punto de convertirlo en paradigma de la primacía de los valores –que partiendo de la dignidad encuentran expresión en los derechos fundamentales de la persona– sobre los poderes del Estado y sobre los poderes públicos en general, condicionando, limitando y dirigiendo su ejercicio.
La dignidad, por tanto, no designa (sólo) un derecho, sino (sobre todo) un principio metajurídico: un valor subyacente a todo orden civilizado.
Mientras que la idea de “hombre” que nos entregaron las declaraciones de derechos heredadas de la Ilustración tenía un carácter más bien abstracto, espiritual y simbólico, las constituciones modernas hacen madurar esa idea revistiéndola de la dignidad concreta y corpórea de una persona que vive y se desenvuelve en el contexto de las relaciones familiares, laborales, económicas y, más en general, sociales y políticas.
Como leemos, por ejemplo, en el artículo 3 de la Constitución italiana (de 1948): “Todos los ciudadanos tienen la misma dignidad social [...] Corresponde a la República remover los obstáculos de orden económico y social que [...] impiden el pleno desarrollo de la persona” (la cursiva es nuestra).
En estos términos de mayor concreción, pero de no menor fuerza ideal y moral, nunca debe olvidarse que el principio de dignidad significa, lisa y llanamente, una absoluta e indefectible prohibición de irreductibilidad de la persona al nivel de “mercancía” o, como se dice, de “material humano” o “materia biológica”: en cualquier ámbito, desde el intercambio económico–productivo hasta el científico-tecnológico.
Es decir, el mismo principio ha servido y sirve para dar razón a derechos fundamentales tanto económicos (derecho al trabajo) como sociales (derecho a la vivienda, derecho a la seguridad social), que tienen por objeto garantizar unas condiciones (mínimas) de vida, precisamente, digna. Así como derechos igualmente fundamentales relativos a la vida de la persona y a su integridad física y psíquica con los correspondientes deberes que incumben en particular a los poderes públicos de proteger estos derechos. Así nos lo recuerda, por ejemplo, la citada Carta Europea de Derechos, cuyo capítulo inicial, al afirmar la inviolabilidad de la dignidad humana (Art. 1), reconoce el derecho a la vida y a la integridad de toda persona: derechos que encuentran su reflejo en la prohibición de la pena de muerte (Art. 2), de la tortura y de las penas o tratos inhumanos o degradantes (Art. 4), la esclavitud y el trabajo forzado (Art. 5), pero también en la prohibición de “las prácticas eugenésicas, en particular las que tienen por objeto la selección de personas”, de “hacer del cuerpo humano y de sus partes como tales una fuente de beneficio económico” y de “la clonación con fines reproductivos de seres humanos” (Art. 3).
En definitiva, la dignidad como principio pivote de toda la arquitectura de los derechos fundamentales, sí es válida para confirmar la universalidad e indivisibilidad de estos derechos, precisamente porque es la expresión de un valor único y absoluto constituido por la persona, lleva igualmente a pensar que se trata de un principio resistente a toda lógica que haga, por el contrario, del cálculo de la utilidad un fundamento de la racionalidad y, por tanto, del orden. De ahí que la pretensión, por ejemplo, de conciliar la dignidad con las libertades y otros derechos (individuales o colectivos), especialmente en el ámbito de las relaciones económico-productivas, corra el riesgo de negar el sentido profundo de este principio, que se expresa tanto en el plano ético-social como en el jurídico en la idea de un orden irreductible a una dimensión de relatividad (de los valores) y de equivalencia. Según la enseñanza de Kant: “El lugar de lo que tiene un precio puede ser ocupado por otra cosa equivalente; por el contrario, lo que es superior a cualquier precio, y no admite nada equivalente, tiene una dignidad [04]”.
Merece la pena detenerse en otro motivo de reflexión para el jurista que conoce, en el mundo actual, las limitaciones del Derecho en múltiples ámbitos para afrontar los retos de los tiempos que corren.
Con la consiguiente incomodidad que surge de la sensación de ir siempre un paso por detrás; como obligado a perseguir una realidad cada vez más compleja y escurridiza; empeñado en desplazar fronteras, cambiar nombres y conceptos, olvidar los antiguos para aprender otros nuevos; eterno analfabeto de un vocabulario jurídico en constante cambio, al igual que el mundo que en él se refleja, a veces de forma bastante confusa. Un jurista llamado a operar, tanto en el plano doctrinal del estudio y la investigación como en el de la práctica, en contextos socioeconómicos, político-institucionales y culturales cuya problemática inviste y desafía los fundamentos mismos de la concepción del Derecho heredada de épocas anteriores.
Esa concepción positivista que maduró a finales del siglo XIX y principios del XX, que en medio de gratificantes y aparentes certezas reflejaba la idea de un jurista acostumbrado a vivir su condición de intelectual y profesional dentro del estrecho recinto de los derechos nacionales. Cautivado por el señuelo de una pretendida ciencia jurídica, tanto más científica cuanto más encerrada y autorreferencial. Atado al dogma de la sistematicidad (conceptual) intercambiada por la integridad y la coherencia intrínseca del sistema jurídico. Preocupado por el rigor y la neutralidad del método más que por el contenido del estudio jurídico. Atento a la lectura de los preceptos más que al cuestionamiento de los principios inspiradores. Partidario de una mera exégesis normativa en lugar de una interpretación entendida como reconstrucción y mediación –a veces, creación propiamente dicha– del significado que debe atribuirse a las normas de convivencia que remiten más o menos directamente a principios y valores.
De ahí la importancia que, como modo de razonamiento jurídico, asumen los principios en su contenido valorativo y, por tanto, no sólo informativo sino normativo.
Es bien sabido, de hecho, que siempre se ha hablado de principios de (y en) el Derecho con una variedad de significados, también en relación con distintas épocas y múltiples ámbitos de referencia: desde fuentes normativas hasta técnicas de argumentación, desde criterios o normas de juicio hasta cánones de interpretación, e incluso preceptos reales.
Puede ser útil recordar, sobre el telón de fondo de la tradición jurídica occidental, una distinción importante entre los principios entendidos a la manera de regulae iuris del derecho común medieval, que han sobrevivido en el sentido de legal maxims del common law inglés, y los pincipia iuris imperantes en el continente europeo, fruto de la elaboración llevada a cabo por la teología jurídica de la segunda escolástica, con los tratados “sobre las leyes” (de legibus) y en particular con la obra de Francisco Suárez, que fueron finalmente reelaborados y adoptados por el mismo positivismo códificador del siglo XIX [05].
En efecto: los principios en el sentido de legal maxims se traducen en la (práctica de) la búsqueda de una solución razonable (equitativa), según el espíritu y las técnicas de la lógica argumentativa vinculada al modelo de una racionalidad probabilística (ratio probabilis). Cumpliendo así una función esencialmente de contrapeso al rigor prescriptivo de la norma, sea cual sea el modo en que se plantee (ope legis u ope iudicis). Viceversa, los principia iuris de matriz teológica primero, secular después en la versión del derecho natural moderno y en la del positivismo decimonónico, cumplen una función esencialmente racionalizadora del sistema, sobre el supuesto de la reducción del derecho a la ley y la consiguiente necesidad de certeza basada en la configuración de todo el sistema jurídico en términos voluntaristas.
En la actualidad, el hilo conductor de un discurso sobre la noción y la función de los principios de (y en) el Derecho se lleva a cabo sobre todo en relación con el Derecho constitucional, así como con la teoría y la filosofía jurídicas. Pero no es ajeno a otros ámbitos del ordenamiento jurídico y es igualmente pertinente en ellos.
Incluso en la gran variedad y complejidad de sus estratificaciones teóricas e implicaciones conceptuales, el hilo conductor de un discurso sobre este tema puede remontarse de forma más genérica y, no obstante, útil, a una línea de reflexión consistente –parafraseando a Dworkin– en tomarse “en serio” el fuerte impacto innovador que, con la crisis del positivismo y sus dogmas (monopolio estatal del Derecho, rigor científico y neutralidad del método, cerrazón nacionalista del sistema jurídico), han tenido los valores y principios en el plano de una refundación de la cultura jurídica. Ajena a las tentaciones sistemáticas y proclives a la confrontación con otras disciplinas de estudio, en términos de autorreflexividad crítica más que de autorreferencialidad anacrónica. Pero también y sobre todo con el mundo circundante; con sus contradicciones y desafíos recurrentes, a los que intenta dar soluciones y respuestas, a través de un conocimiento que no puede dejar de ser cada vez más dialéctico y problemático. Para seguir siendo profesional, para garantizar la calidad de las tareas a las que los juristas están llamados, tanto teóricas como prácticas. Valores tomados en serio, por tanto.
Para no reducir o anquilosar el espacio argumentativo del razonamiento jurídico dentro de la lógica de soluciones aparentemente vinculantes desde el punto de vista técnico, pero sustancialmente discrecionales, cuando no también arbitrarias, el Derecho necesita por tanto nutrirse de principios en su doble naturaleza valorativa y normativa.
Todo ello sin perjuicio de la posibilidad de síntesis ulteriores, más ricas en significado, atestiguadas a nivel más que de preceptos individuales, de normas y criterios de juicio que tengan el carácter de normas de reconocimiento inscritas en el marco de valores y principios expresamente dictados o en todo caso derivables del contexto normativo de referencia, ya sea nacional, europeo, internacional o transnacional. Piénsese, por ejemplo, en el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, cuyo artículo 38 incluye entre las fuentes del Derecho internacional los
Contribuir, en definitiva, a una mayor coherencia y transparencia, es decir, a la “legibilidad” global del sistema y sus articulaciones, también como hecho educativo.
Al hilo de estas consideraciones, cobra relevancia otro motivo de reflexión que tiende un puente entre los derechos fundamentales y los principios axiológicos de los que los primeros son expresión. Nos referimos al tema de la interpretación, en particular declinado según la necesidad de ir más allá de la dimensión exegética, para recuperar calidad y profundidad de contenido argumentativo, apoyándose sobre todo en un patrimonio axiológico común, donde se fundamentan tanto los derechos como los principios.
La perenne tensión interpretativa que caracteriza la relación legislador–juez acaba así disolviéndose en una línea de confluencia de sus respectivos papeles en la medida en que son llevados, desde el punto de vista de una distinta pero paralela función creadora de derecho, si no a coincidir, en todo caso a relacionarse en un marco de equilibrios institucionales (checks and balances), para el reconocimiento y la protección de derechos cuyos valores y principios de referencia representan los vectores a través de los cuales debe producirse una óptima interacción dialéctica del componente jurídico con el político, en el plano de la interpretación, en el marco del Estado constitucional de Derecho, no sólo en el plano de la teoría sino también en el de la práctica.
Sin embargo, son precisamente las características que asumen las actuales Bill of rights de todos los países civilizados, debido a la multiplicidad de injertos que conforman su textura, compuesta por elementos de diversa procedencia, tanto cultural (cuando se piensa en la superposición de derechos de distintas generaciones y en sus respectivas matrices político-ideales) como jurídica (cuando se piensa en las limitaciones internacionales o en las derivadas de las formas de integración supranacional y en la denominada protección “multinivel” de los derechos), las que llaman nuestra atención sobre el problema de la adaptación de las técnicas interpretativas.
A ello se añade la fenomenología –más o menos extendida en todos estos países– de las transformaciones ligadas a los procesos de articulación plural del ordenamiento jurídico, en relación con la formación de autonomías territoriales y la presencia de minorías lingüísticas, religiosas o socialmente significativas en términos de identidad “colectiva” de los grupos e individuos que las integran. Así como las transformaciones ligadas al desarrollo científico y tecnológico con sus repercusiones en el plano de las relaciones interpersonales (protección de la intimidad) y de la propia subjetividad individual (integridad personal). Y de nuevo los retos de la protección del medio ambiente o la seguridad alimentaria.
De ahí que ese mismo problema se amplifique en la perspectiva de los principios y del contenido valorativo de las opciones a las que está llamado el Derecho, especialmente en el frente jurisdiccional.
A veces incluso en una función supletoria, debido a la ausencia o falta de decisiones, a nivel de los órganos legislativos y gubernamentales, encaminadas a la emisión de actos legislativos o reglamentarios. Especialmente en estos casos –otrora denominados casus omissus y dubius, respectivamente– la construcción de síntesis persuasivas en el plano interpretativo no debe prescindir ni de referencias comparativas –cuando las haya– en la experiencia (legislativa o jurisprudencial) de otros sistemas jurídicos, ni tampoco de la búsqueda de un núcleo común de estos sistemas, a través de la identificación de puntos de acuerdo y convergencia, según el modelo del sistema jurídico “abierto” o “comunicante”, desarrollado por el moderno derecho común europeo de los siglos XVI–XVIII, recurriendo a técnicas argumentativas consistentes esencialmente en reconocer como justa y razonable la decisión basada en la communis (o magis communis) opinio de la comunidad (transnacional) de juristas, o apoyada en el consenso de la respublica iurisconsultorum [06]. En tiempos en los que, a pesar de la afirmación de órdenes territorialmente soberanos (reinos/príncipes), la interpretación del Derecho seguía caracterizándose, como ya en la época medieval, por una fuerte vocación “comunicativa” entre los juristas y sus respectivos órdenes [07].
Según un modelo que parece estar resurgiendo y que, en todo caso, parece encontrar cierta correspondencia con la global community of courts nacida de la proliferación en las últimas décadas de redes judiciales a nivel internacional y supranacional, también como reflejo –como es bien sabido– de la internacionalización de los derechos humanos.
Para terminar y completar estas breves reflexiones, merece la pena volver al motivo que las inspiró, reflejando el escenario de la guerra de agresión contra Ucrania: el de un mundo más justo, gracias también a un derecho justo.
Un derecho que incluya, entre sus valores–fuente, la paz: no sólo según una relación de medio a fin, “la paz a través del derecho” [08]; sino más bien y sobre todo aspirando a hacer de la paz un valor–principio generador de derecho, y de derecho justo.
En el sentido no sólo de repudiar (impedir y prohibir) “la guerra como instrumento de ofensa a la libertad de los demás pueblos y como medio de arreglo de controversias internacionales” (tal y como establece nuestra Constitución, Art. 11). En una lógica de paz negativa como ausencia de guerra. Pero en el sentido también y más bien de afirmar dentro del orden internacional e, idealmente, dentro de todo orden nacional el valor en sí mismo de la paz como derecho fundamental de la persona: el “derecho a la paz”.
Como prerrequisito básico, o como una especie de meta-derecho, para el disfrute (promoción, protección y desarrollo) de todos los derechos humanos. Así lo reconoce la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU) en su Resolución de 19 de diciembre de 2016 (A/C.3/71/L.29) y adjunta “Declaración sobre el Derecho a la Paz”, donde establece (Art. 1): “Toda persona tiene derecho a disfrutar de la paz de tal forma que se promuevan y protejan todos los derechos humanos y se alcance plenamente el desarrollo”.
Con una fórmula que pone el acento en el individuo como sujeto titular del derecho: en la que la paz se erige como el fundamento necesario que permite a la persona vivir su vida plenamente en la consecución de sus aspiraciones. Una fórmula en la que la dignidad de la persona, aunque no se explicite, constituye claramente el trasfondo, es más, el fundamento del derecho de todos a “disfrutar de la paz” (como se afirma en el preámbulo de la Declaración).
En esta perspectiva de paz positiva, los tres artículos siguientes (cuyo texto íntegro se cita a pie de página) [09] refuerzan el concepto: haciendo un llamamiento a los Estados individuales en su papel de garantes del respeto, la aplicación y el fomento de las condiciones (igualdad y no discriminación, justicia y Estado de Derecho, libertad para vivir sin temor ni miseria) necesarias para “construir la paz en las sociedades y entre ellas” (Art. 2); instando a todos los actores implicados (Estados, Naciones Unidas y sus estructuras y agencias, organizaciones internacionales, nacionales, locales y de la sociedad civil) a tomar las medidas apropiadas para implementar la Declaración (Art. 3); y de nuevo, estableciendo una estrecha relación de implicación mutua entre el “derecho a la paz” y la “cultura de paz”, con la invitación a promover a nivel internacional y nacional instituciones de educación para la paz con el fin de difundir “el espíritu de tolerancia, diálogo, cooperación y solidaridad” (Art. 4).
Mientras que el artículo final de la Declaración, que afirma que las disposiciones incluidas en la misma deben entenderse de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos y los instrumentos internacionales y regionales pertinentes ratificados por los Estados [10], puede parecer que quiera recuperar y reducir a dimensiones más realistas la idea del principio de paz como valor que se expresa en un derecho (subjetivo) correspondiente a su afirmación (promoción y protección), sin embargo, también permita identificar y determinar una base normativa reconducible a un marco estructurado de actos anteriores que ya contienen disposiciones en términos de paz positiva. Para algunos [11], por ejemplo, el artículo 28 de la Declaración de 1948 (“Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”).
En efecto, una lectura del preámbulo, en el que se indican puntualmente los instrumentos y principios de Derecho internacional que forman (pueden formar) la base normativa del derecho a la paz, revela, entre otras cosas, que este derecho puede fundamentarse del siguiente modo.
A) Sobre la dignidad de la persona, tanto como hecho antropológico, en el sentido de que la paz se conjuga con el pleno disfrute de todos los derechos inalienables que se derivan de la dignidad inherente a todo ser humano; como hecho cultural, en el sentido de que la cultura de paz y la educación para la justicia, la libertad y la paz son indispensables a la dignidad del ser humano y constituyen un deber que todas las naciones deben cumplir.
B) Reflejar las obligaciones de todos los Estados (miembros de la ONU), consagradas en la Carta de las Naciones Unidas, de abstenerse, en sus relaciones internacionales, de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, y de arreglar sus controversias internacionales por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro la paz, la seguridad y la justicia internacionales.
También hay que decir que una noción de este “derecho a la paz” ya se había manifestado en la ONU durante los años de la Guerra Fría, a iniciativa de los países socialistas y bajo la bandera de los ideales del internacionalismo [12], encontrando aceptación en forma de declaraciones adoptadas por la Asamblea General, respectivamente en 1974, la Declaración sobre la Preparación de las Sociedades para Vivir en Paz [13], votada también por amplia mayoría por los países europeos y occidentales, con la abstención de Estados Unidos e Israel; en 1984, la Declaración sobre el Derecho de los Pueblos a la Paz [14], esta vez con el voto en contra de Estados Unidos, los diez países que entonces eran miembros de las Comunidades Europeas y otros países europeos y occidentales.
Con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, se inició en 1997 una fase de debate sobre el tema del “derecho humano a la paz” por iniciativa de la Unesco, que tuvo como objeto un proyecto de declaración que puede considerarse el acto de partida de la vía de negociación que desembocó en la Declaración de 2016. A partir de una reconstrucción de este camino, iniciado por la Unesco, en medio del descontento de los países europeos y occidentales que impugnaban su competencia en la materia, luego continuado en la Comisión de Derechos Humanos y luego en el Consejo de Derechos Humanos y, en sus etapas finales, enriquecido por la participación y el apoyo de las organizaciones de la sociedad civil (así como a lo largo de su curso por los académicos), se puede extraer como resumen una oposición casi preconcebida (a menudo expresada con argumentos formales sobre la competencia o la necesidad de un consenso unánime), por parte de Estados Unidos y los países de la UE, a la idea de la paz como derecho humano [15].
Más que una cuestión técnica relativa a la existencia o a la posibilidad misma de existencia desde el punto de vista del orden internacional del derecho “a disfrutar de la paz”, del que todo individuo es (sería) titular (según la fórmula de la Declaración de 2016), es importante aquí hacer hincapié en otra cuestión. De relevancia, sí, 'política', pero con implicaciones evidentes en el plano de (una) idea de derecho justo. Se trata de la división entre los países del mundo occidental (Estados Unidos y la Unión Europea), que votaron en contra de la resolución y la Declaración anexa o se abstuvieron (entre ellos Italia y otros cuatro Estados miembros de la UE [16]), y el resto del mundo.
En realidad, más que las razones, algunas discutibles y todas, sin embargo, susceptibles de discusión en diversos círculos, a diversos niveles y, ciertamente, con una gran variedad de argumentos a favor o en contra que podrían expresarse respecto a esta posición –única y, en todo caso, sobre todo occidental, al menos en el plano diplomático– contraria al reconocimiento del derecho de las personas y de los pueblos a la paz, lo que importa observar es que si y cuando la humanidad haya completado su todavía largo y arduo camino de civilización en la única dirección posible de la coexistencia pacífica, será mediante el reconocimiento del derecho a la paz, y ciertamente no contra él. Así pues, el derecho justo, que incluye el derecho a la paz, tanto más hoy, cuando este derecho está siendo horriblemente violado, necesita una nueva Antígona, que defienda su destino, presente y futuro, en nombre de la humanidad.
Resumen: La guerra plantea cuestiones de método y de mérito, que exigen cada vez más del jurista el esfuerzo de redefinir, transformar e innovar semántica y conceptualmente su horizonte, todavía confinado en un concepto culturalmente prevalente de orden nacional que se identifica con la idea de soberanía territorial. Abrirse a un conocimiento de datos, normativos e interpretativos, que encuentran su lugar y desarrollo cada vez más allá del territorio estatal. Un espacio transnacional y supranacional en el que se comparten valores comunes pero también en el que emergen diferencias que requieren un enfoque comparativo, aunque sólo sea por esforzarse en contextualizar tales datos en el marco de escenarios que impliquen la comparación entre una variedad de planos de lectura del fenómeno jurídico en la complejidad de su trama sociocultural. En este trabajo se hace un primer esfuerzo en ese sentido, atendiendo de manera renovada a categorías como valor-fuente, principio, interpretación o la paz como derecho.
Palabras claves: Guerra, valor-fuente, principio, interpretación, paz.
Abstract: The war raises questions of method and merit, which increasingly require from the jurist the effort to semantically and conceptually redefine, transform and innovate its horizon, still confined to a culturally prevalent concept of national order that is identified with the idea of territorial sovereignty. Opening up to a knowledge of normative and interpretive data, which finds its place and development beyond the state territory. A transnational and supranational space in which common values are shared but also in which differences emerge that require a comparative approach, if only to make an effort to contextualize such data within the framework of scenarios that imply the comparison between a variety of readings of the legal phenomenon in the complexity of its sociocultural structure. In this work, a first effort is made in this sense, paying attention in a renewed way to categories such as value, principle, interpretation or peace as a right.
Key words: War, value, principle, interpretation, peace.
Recibido: 16 de noviembre de 2022.
Aceptado: 20 de diciembre de 2022.
______________________________________
[01] Este texto fue publicado en lengua original como Editorial del número 1 de la revista “La cittadinanza europea on line”, en 2023.
[02] Art. 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.
[03] G. GORLA, “Iura naturalia sunt immutabilia”. I limiti al potere del principe nella dottrina e nella giurisprudenza forense fra i secoli XVI e XVIII, en Aa.Vv., Diritto e potere nella storia europea, Florencia, 1982, p. 629 y ss.
[04] I. KANT, Fondazione della metafisica dei costumi, trad. italiana, Roma–Bari, 1990, p. 68.
[05] Cf. A. GIULIANI, “Presentazione” a P. STEIN e J. SHAND, I valori giuridici della civiltà occidentale, trad. it., Milán, 1981, pp. vi–ix.
[06] Véase G. GORLA, Diritto comparato e diritto comune europeo, Milán, 1981, especialmente los ensayos recogidos en la Parte III.
[07] Cf. L. MOCCIA, Comparazione giuridica e diritto europeo, Milán, 2005, pp. 761 y ss.
[08] La referencia es al título de la obra de H. Kelsen, Peace trough Law, Nueva York, 1944.
[09] Artículo 2 – “Los Estados deben respetar, aplicar y promover la igualdad y la no discriminación, la justicia y el imperio de la ley, y garantizar la libertad para vivir sin temor y sin miseria como medios para construir la paz en las sociedades y entre ellas”; Artículo 3 – “Los Estados, las Naciones Unidas y los organismos especializados deben adoptar medidas sostenibles apropiadas para aplicar la presente Declaración, en particular la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Se alienta a las organizaciones internacionales, regionales, nacionales y locales y a la sociedad civil a que apoyen la aplicación de la presente Declaración y presten asistencia al respecto”; Artículo 4 – “Se promoverán instituciones internacionales y nacionales de educación para la paz a fin de fortalecer entre todos los seres humanos el espíritu de tolerancia, diálogo, cooperación y solidaridad. Con este fin, la Universidad para la Paz debe contribuir a la gran tarea universal de educar para la paz, dedicándose a la enseñanza, la investigación, la formación de postgrado y la difusión del conocimiento”.
[10] Artículo 5 – “Nada de lo dispuesto en la presente Declaración se interpretará como contrario a los propósitos y principios de las Naciones Unidas. Las disposiciones incluidas en la presente Declaración se entenderán de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos 3 y los instrumentos internacionales y regionales pertinentes ratificados por los Estados”.
[11] A. PAPISCA, Artículo 28 – Tenemos derecho a la paz, disponible en el sitio web del Centro Universitario de Derechos Humanos Antonio Papisca, Universidad de Padua (https://unipd–centrodirittiumani.it/it/schede/Articolo–28–Abbiamo–diritto–alla–pace/32).
[12] C. GUILLERMET FERNÁNDEZ, D, FERNÁNDEZ PUYANA, El derecho a la paz: pasado, presente y futuro, Universidad para la Paz, 2017, p. 47 y ss.
[13] La Declaración menciona en su preámbulo “el derecho de los individuos, de los Estados y de toda la humanidad a vivir en paz”, para afirmar en su punto I que: “Toda nación y todo ser humano, sin distinción de raza, conciencia, lengua o sexo, tiene el derecho inmanente a vivir en paz”.
[14] La Declaración establece en particular que: “La Asamblea General [...] 1. Proclama solemnemente que los pueblos de nuestro planeta tienen un derecho sagrado a la paz; 2. Declara solemnemente que la preservación del derecho de los pueblos a la paz y la promoción de su aplicación constituyen una obligación fundamental de cada Estado”.
[15] C. GUILLERMET FERNÁNDEZ, D, FERNÁNDEZ PUYANA, El derecho a la paz, cit., p. 101 y ss. (esp. p. 103, 117–119, 122–123, 125, 148–149, 161, 170–171, 174, 177–178, 182).
[16] Chipre, Grecia, Polonia y Portugal.